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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LA CONGREGACIÓN DEL ESPÍRITU SANTO

Sala del Consistorio
Lunes, 8 de mayo de 2023

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos!

Doy las gracias al superior general por las palabras que me ha dirigido; saludo a los miembros del Consejo y a todos vosotros.

Estoy contento de este encuentro, en el que comparto con vosotros la alegría por los 175 años de vuestra refundación, con la fusión de dos institutos religiosos.

Quisiera hacer referencia, para una breve reflexión, del pasaje del profeta Isaías que habéis elegido como guía en vuestra Congregación: «He aquí que yo lo renuevo» (43,19). Es una palabra muy hermosa, y forma parte de un texto que empieza así: «No temas [Israel], que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío» (Is 43,1). Cuando escucho esto me viene a la mente la mano de Dios que acaricia, acaricia al pueblo, acaricia a cada uno de vosotros: el Dios tierno que acaricia siempre. Me detengo sobre estas palabras porque me parece que reflejen muy bien algunos valores fundamentales de vuestro carisma: valentía, apertura y abandono a la acción del Espíritu para que haga algo nuevo.

Son valores evidentes ya en la historia de vuestra primera fundación: un joven diácono, con doce compañeros de seminario, impulsado por el Espíritu, con valentía se lanza en una inesperada aventura. Renuncia a la perspectiva de un futuro tranquilo —podía ser un buen sacerdote de familia rica— por una misión aún por descubrir, exponiéndose a sacrificios, incomprensiones y oposiciones, con una salud muy frágil que lo llevará a una muerte precoz, antes incluso de poder ver plenamente coronado su sueño. Muchos imprevistos, pero que con su docilidad a la acción del Espíritu transforma en “sí” valientes, gracias a los cuales Dios empieza cada vez algo nuevo en él, y a través de él también en otros.

Su ejemplo encuentra de hecho confirmación en los hermanos que continúan la obra, preparados para responder a nuevos signos de los tiempos, abrazando primero el servicio a los seminaristas pobres, después las misiones populares y finalmente también el anuncio ad gentes en varias partes del mundo, sin dejarse intimidar ni siquiera por la persecución religiosa desencadenada por la revolución francesa.

Una bella y rica historia, de la que hoy, sin embargo, recordamos otro momento especial, en el que todo vuelve a entrar en juego. Es la segunda fundación, la de 1848, en la que el Espíritu Santo pide a la comunidad compartir todos los frutos de su pasado en un escenario nuevo. Es tiempo de unirse a nuevos compañeros, los de la Sociedad del Sagrado Corazón de María, también ellos misioneros, pero con una historia diferente. Para hacerlo es ciertamente necesario superar temores y celos, y los hermanos de las dos familias aceptan el desafío, uniendo sus fuerzas y compartiendo lo que tienen en un nuevo inicio.

Hoy, después de más de un siglo y medio, vemos que la Providencia ha premiado su generosidad y valiente docilidad al Espíritu: estáis presentes en sesenta países de los cinco continentes, con cerca de dos mil seiscientos religiosos y la implicación de muchos laicos. Gracias a vuestra disponibilidad a cambiar y a vuestra perseverancia, habéis permanecido fieles al espíritu de los orígenes: evangelizar los pobres, aceptar las misiones donde nadie quiere ir, dando prioridad al servicio a los más abandonados, respetar pueblos y culturas, formar clero y laicos locales para un desarrollo humano integral, todo en fraternidad y sencillez de vida y en la oración asidua. Por favor, esto último es importante: rezar, no dejar la oración. Y no solo la oración formal, no, ¡rezar! ¡Rezar en serio! Así cumplís lo que el Venerable Libermann llamaba “unión práctica” en el servicio, fruto de una docilidad habitual al Espíritu Santo y fundamento de toda misión.

Vuestro carisma, abierto y respetuoso, es particularmente valioso hoy, en un mundo en el que el desafío de la interculturalidad y de la inclusión es viva y urgente, dentro de la Iglesia y fuera de ella. Por eso os digo: no renunciéis a vuestra valentía y a vuestra libertad interior, cultivadla y hacedlo parte viva de vuestro apostolado. Son muchos los hombres y las mujeres que aún necesitan el Evangelio, no solo en las llamadas “tierras de misión”, sino también en el viejo y cansado occidente. Mirad cada uno con los ojos de Jesús, que desea encontrar a todos —¡a todos! No olvidar esto: a todos—, haciéndose cercano espacialmente a los más pobres, tocándoles con sus manos, fijando su mirada en la de ellos. Y para llevar a cada uno el aliento fresco y vital de su Espíritu, que es el verdadero «protagonista de la misión» (cf. S. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 30), dejaos guiar por Él, porque «no hay mayor libertad que la de dejarse llevar por el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 280). Permitidle que os ilumine, os oriente, impulse donde desea, sin poner condiciones, sin excluir a nadie, porque es Él quien sabe de lo que se necesita en cada época y en cada momento (cf. ibid.).

Esta es la gran intuición de vuestros fundadores y el hermoso testimonio de tantos hermanos y hermanas que os han precedido. Y este es también el deseo y la invitación que os dirijo hoy. Que la Virgen os acompañe. Os bendigo a todos de corazón y os pido por favor que recéis por mí. ¡Gracias! 



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