DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A UNA DELEGACIÓN DEL PATRIARCADO ECUMÉNICO DE CONSTANTINOPLA
Viernes, 30 de junio de 2023
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Eminencia, queridos hermanos:
Saludo con afecto a cada uno de vosotros, miembros de la Delegación del Patriarcado ecuménico de Constantinopla, que habéis participado en la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo. Me alegra vuestra presencia y doy las gracias de corazón a Su Santidad Bartolomé y al Santo Sínodo, que os han enviado entre nosotros. A través de vosotros dirijo un cordial saludo a mi amado Hermano Bartolomé y a todos los obispos del Patriarcado ecuménico.
Deseo en primer lugar expresar mi alegría por el buen resultado de la 15ª sesión plenaria de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa, que tuvo lugar recientemente en Alejandría de Egipto por generosa invitación del querido Hermano, Su Beatitud Teodoro II, Papa y Patriarca greco-ortodoxo de Alejandría y de toda África. Fue importante haber conducido una lectura común de la forma en la que se ha desarrollado en Oriente y en Occidente la relación entre sinodalidad y primado en el segundo milenio: esto puede contribuir a la superación de argumentos polémicos utilizados por ambas partes, argumentos que pueden parecer útiles para fortalecer las respectivas identidades, pero que en realidad terminan concentrando la atención solo sobre sí mismos y sobre el pasado. Hoy, teniendo en mente las enseñanzas de la historia, estamos llamados a buscar juntos una modalidad de ejercicio del primado que, en el contexto de la sinodalidad, esté al servicio de la comunión de la Iglesia a nivel universal. Al respecto es oportuno hacer una aclaración: no es posible pensar que las mismas prerrogativas que tiene el Obispo de Roma en relación con su diócesis y la comunidad católica se extiendan a las comunidades ortodoxas; cuando, con la ayuda de Dios, estemos plenamente unidos en la fe y en el amor, el modo en que el Obispo de Roma ejercerá su servicio de comunión en la Iglesia a nivel universal debe resultar de una relación inseparable entre primado y sinodalidad.
No olvidemos nunca que la unidad plena será don del Espíritu Santo y que debe buscarse en el Espíritu, porque la comunión entre los creyentes no es cuestión de ceder y hacer acuerdos, sino de caridad fraterna, de hermanos que se reconocen hijos amados del Padre y, colmados por el Espíritu de Cristo, saben incluir sus diversidades en un contexto más amplio. Esta es la perspectiva del Espíritu Santo, que armoniza las diferencias sin homologar la realidad. Nosotros estamos llamados a tener su mirada y por tanto a pedirlo insistentemente como don. Recemos al Espíritu sin cansarnos, ¡invoquémoslo los unos por los otros! Y compartamos fraternalmente lo que llevamos en el corazón: dolores y alegrías, fatigas y esperanzas.
El clima de este encuentro nos lleva así también a compartir las preocupaciones; una por encima de todas, la de la paz, especialmente en la martirizada Ucrania. Es una guerra que, tocándonos más de cerca, nos muestra cómo en realidad todas las guerras son solo desastres, desastres totales: para los pueblos y para las familias, para los niños y para los ancianos, para las personas obligadas a dejar su país, para las ciudades y los pueblos, y para la creación, como hemos visto recientemente después de la destrucción de la presa de Nova Kajovka. Como discípulos de Cristo, no podemos resignarnos a la guerra, sino que tenemos el deber de trabajar juntos por la paz. La trágica realidad de esta guerra que parece no tener fin exige a todos un esfuerzo común creativo para imaginar y realizar caminos de paz, hacia una paz justa y estable. Ciertamente, la paz no es una realidad que podamos alcanzar solos, sino que en primer lugar es un don del Señor. Sin embargo, se trata de un don que requiere una actitud correspondiente por parte del ser humano, y sobre todo del creyente, el cual debe participar en la obra pacificadora de Dios.
En este sentido el Evangelio nos muestra que la paz no viene de la mera ausencia de guerra, sino que nace del corazón del hombre. En efecto, en última instancia se ve obstaculizada por la mala raíz que llevamos dentro: la posesión, la voluntad de perseguir egoístamente los propios intereses a nivel personal, comunitario, nacional e incluso religioso. Por eso Jesús nos ha propuesto como remedio convertir el corazón, renovarlo con el amor del Padre, el cual «hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45). Es un amor gratuito y universal, no confinado al propio grupo: si nuestra vida no anuncia la novedad de este amor, ¿cómo podemos testimoniar a Jesús en el mundo? A los cierres y a los egoísmos se opone el estilo de Dios que, como nos ha enseñado Cristo con el ejemplo, es servicio y renuncia de sí. Podemos estar seguros de que, encarnándolo, los cristianos crecerán en la comunión recíproca y ayudarán al mundo, marcado por divisiones y discordias.
Queridos miembros de la Delegación aseguro el recuerdo en la oración por vosotros y por la Iglesia que hoy representáis aquí. Pido al Señor que, por la intercesión de los santos Pedro y Pablo y de san Andrés, hermano de Pedro, este encuentro nuestro pueda ser un ulterior paso en el camino hacia la unidad visible en la fe y en el amor. Fraternalmente os pido que recéis por mí y por mi ministerio. Gracias.
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