DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LA COMISIÓN INTERNACIONAL DE DIÁLOGO
ENTRE LOS DISCÍPULOS DE CRISTO Y LA IGLESIA CATÓLICA
Sala adyacente al Aula Pablo VI
Miércoles, 28 de junio de 2023
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Queridos hermanos y hermanas, ¡bienvenidos!
«Gracia y paz abundantes» (1Pd 1,2). Os acojo con las palabras que el apóstol Pedro, en tiempos difíciles para el Evangelio, dirigió a los fieles dispersos en el mundo. También nosotros, en estos tiempos no fáciles para la fe, estamos unidos en la misma confianza que el apóstol quería transmitir: la de poner la esperanza en el Dios de la consolación, en cuanto que hemos sido —escribía— «elegidos según el previo conocimiento de Dios Padre, con la acción santificadora del Espíritu, para obedecer a Jesucristo» (1Pd 1,1-2). En la fe de la Trinidad, que es comunión y que nos exhorta a la comunión, os saludo fraternalmente, agradecido por las palabras que me ha dirigido el reverendo Paul Tché en nombre de la entera Comisión. Me alegra saber que, reafirmando el objetivo de la plena unidad visible que os ha caracterizado desde 1977, en esta sexta fase de vuestros trabajos os dedicáis a explorar “el ministerio del Espíritu”.
Como bien afirmáis en un documento precedente, «el Espíritu no solo da a la Iglesia esa memoria que le permite permanecer en la Tradición apostólica, sino que está también presente en la Iglesia guiando a los cristianos y a toda la comunidad de los bautizados a profundizar el misterio de Cristo» (La Iglesia como comunión en Cristo , 39). El Espíritu es, por tanto, memoria y guía.
Memoria. Él, nos ha dicho Jesús, «os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). Cuando nos acercamos a la oración y con el corazón abierto a las Escrituras inspiradas por el Espíritu, dejamos que Él nos hable y actúe en nosotros. Entonces su recuerdo benéfico nos recuerda lo que es importante en la vida y nos recuerda que «ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1,37); nos invita cada día a “renacer de lo alto” (cf. Jn 3,1-21) y nos estimula al amor por los hermanos.
Pero el Espíritu Santo, además de memoria viva, es guía. Como afirma el Concilio Vaticano II, «con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo; la impulsa a cooperar para que se cumpla el plan de Dios en la plenitud de la verdad (cf. Jn 16,13); la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos» (Lumen gentium, 4). El Espíritu Santo, en resumen, mantiene joven la comunidad cristiana. En Él, que es el verdadero protagonista de la misión —no olvidemos esto: el verdadero protagonista de la misión es el Espíritu Santo—, tenemos la alegría de proclamar a Jesús Señor y Salvador, y encontramos la fuerza de ir adelante en la alabanza de su nombre, glorificándolo y magnificándolo. Así el Espíritu Santo preserva nuestro espíritu de las tentaciones de la tristeza y de la autorreferencialidad; de hecho «la mundanidad asfixiante se sana tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 97).
Queridos hermanos y hermanas, una mirada de fe sabe reconocer, en la vida y en la realidad, la presencia y la siembra del Espíritu Santo, sabe ver su obra también más allá de los confines de nuestras comunidades. Si le somos dóciles, Él sabrá armonizar también lo que a nosotros nos parece difícil conciliar, porque Él es en sí mismo armonía. El Espíritu es armonía: no olvidemos esto. Él permite las “divisiones”: pensemos en la mañana de Pentecostés, cuando hubo una gran “división” de diferentes carismas… Pero después Él hizo la armonía, que no es “una negociación de equilibrios”, no: la armonía va más allá. Y este es el camino del Espíritu. Por eso siempre necesitamos comenzar y recomenzar por el Espíritu, memoria y guía que abre caminos nuevos e inesperados, allí donde nosotros pensábamos que los caminos estaban vedados o cerrados. Por tanto, no temamos recorrer los caminos de concordia que el Espíritu indica: no los de la mundanidad espiritual, que quiere adaptarnos a las necesidades y a las modas de la época, sino los caminos de la comunión y de la misión. Qué lindo ser también hoy, como en los tiempos de los apóstoles, “aquellos que llevan el Evangelio mediante el Espíritu Santo, enviado desde el cielo” (cf. 1Pd 1,12).
En el camino de la comunión eclesial, pero también en el diálogo con las otras Iglesias y comunidades cristianas, hay algo que siempre me ha hecho pensar: lo que, un poco bromeando, dijo el patriarca Atenágoras a Pablo VI: mandemos a todos los teólogos a una isla y nosotros caminamos juntos. La unidad de los cristianos se hace caminando juntos. Los teólogos son necesarios, ciertamente: que estudien, que hablen, que discutan; pero, mientras tanto, nosotros caminamos, rezando juntos y con las obras de caridad. Para mí este es el camino que no decepciona.
Os doy las gracias por los pasos adelante que hacéis, bajo la guía del Espíritu, y os deseo que sigáis con valentía el camino. Por esta intención, os invito a rezar juntos con las palabras del Señor: Our Father…
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