DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS OBISPOS AMIGOS DEL MOVIMIENTO DE LOS FOCOLARES
Sala de los Papas
Sábado, 25 de septiembre de 2021
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Queridos hermanos y hermanas:
Os saludo a todos con afecto y os doy las gracias por haber querido este encuentro, aunque la mayoría de vosotros participéis desde lejos. Pero estamos cerca, de hecho unidos en el único Cuerpo y el único Espíritu.
Saludo al cardenal Francis Xavier Kovithavanij, que no ha podido venir por enfermedad: ¡recemos por su pronta recuperación! Y doy las gracias a los obispos que han relatado la experiencia de estos encuentros vuestros, que comenzaron hace cuarenta años. Un camino de amistad que tiene una raíz fuerte, una raíz sólida. Y me gustaría reflexionar sobre ello con vosotros.
La Obra de María, o Movimiento de los Focolares, ha cultivado siempre, a través del carisma recibido de su fundadora Chiara Lubich, el sentido y el servicio de la unidad: unidad en la Iglesia, unidad entre todos los creyentes, unidad en el mundo entero, “en círculos concéntricos”. Esto nos hace pensar en la definición que el Concilio Vaticano II dio de la Iglesia: «un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Const. Lumen gentium, 1). En medio de las laceraciones y destrucciones de la guerra, el Espíritu depositó en el joven corazón de Clara una semilla de fraternidad, una semilla de comunión. Una semilla que, a partir de aquel grupo de amigas de Trento, se desarrolló y creció atrayendo a hombres y mujeres de todas las lenguas y naciones con la fuerza del amor de Dios, que crea la unidad sin anular la diversidad, al contrario, valorizándola y armonizándola. Me viene en mente lo que decía Basilio (de Cesarea) del Espíritu: “Ipse unitas est, ipse est harmonia”.
El “parentesco” —por así decirlo— entre este carisma y el ministerio de los obispos es evidente. Nosotros, los obispos, estamos al servicio del pueblo de Dios, para que se edifique en la unidad de la fe, la esperanza y la caridad. En el corazón del obispo, el Espíritu Santo imprime la voluntad del Señor Jesús: que todos los cristianos sean uno, para alabanza y gloria del Dios Uno y Trino y que el mundo crea en Jesucristo (cf. Jn 17,21). El Papa, los obispos, no estamos al servicio de una unidad exterior, de una “uniformidad”: no, estamos al servicio del misterio de comunión que es la Iglesia en Cristo y en el Espíritu Santo, la Iglesia como Cuerpo vivo, como pueblo en camino en la historia y al mismo tiempo más allá de la historia. Pueblo enviado al mundo para dar testimonio de Cristo, para que Él, Lumen gentium, Luz de los pueblos, atraiga a todos hacia sí, con la fuerza suave y misericordiosa de su Misterio pascual.
Queridos hermanos y hermanas, este, podemos decir, es el “sueño” de Dios. Es su plan de reconciliar y armonizar todo y a todos en Cristo (cf. Ef 1,10; Col 1,20). Y este es también el “sueño” de la fraternidad, al que dediqué la Encíclica Fratelli tutti. Frente a las “sombras de un mundo cerrado”, donde tantos sueños de unidad “se hacen añicos”, donde falta “un proyecto para todos” y la globalización navega “sin rumbo común”, donde el azote de la pandemia corre el riesgo de exacerbar las desigualdades, el Espíritu nos llama a “tener la audacia —la parresia- —de ser uno”, como dice el título de vuestro encuentro. Osad la unidad. Partiendo de la conciencia de que la unidad es don, es la otra parte del título.
El valor de la unidad lo atestiguan sobre todo los santos: hace unos días celebramos a san Cornelio, papa, y a san Cipriano, obispo. A este último le debemos la maravillosa definición de la Iglesia como «pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (De Orat. Dom. 23: PL 4, 553). Pero pensamos también en tantos testigos de nuestro tiempo, pastores y laicos, que han tenido la “audacia de la unidad”, pagando en persona un precio a veces muy alto. Porque la unidad que Jesucristo nos ha dado y nos da no es la unanimidad, no es estar de acuerdo a toda costa. Obedece a un criterio fundamental, que es el respeto a la persona, el respeto al rostro del otro, especialmente del pobre, del pequeño, del excluido.
Queridos hermanos y hermanas, gracias de nuevo por este encuentro. Os agradezco, sobre todo, el esfuerzo con el que habéis seguido este camino de amistad —por favor, siempre abierto, nunca exclusivo— para crecer en el servicio de la comunión. Seguid sonriendo, que es parte de vuestro carisma. Rezo por vosotros y por vuestras comunidades. Que el Señor os bendiga y que la Virgen os proteja. Y por favor, no os olvidéis de rezar por mí.
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo nos bendigan a todos. Amén
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Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 25 de septiembre de 2021.
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