APERTURA DEL AÑO JUDICIAL DEL
TRIBUNAL DEL ESTADO DE LA CIUDAD DEL VATICANO
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Aula de las Bendiciones
Sábado, 27 de marzo de 2021
Ilustres Señoras y Señores:
Me complace encontraros con motivo de la inauguración del 92º año judicial del Tribunal del Estado de la Ciudad del Vaticano. Os dirijo a todos un cordial saludo, doy las gracias al Dr. Pignatone y al profesor Milano y agradezco al presidente del Consejo de Ministros del Gobierno italiano, Mario Draghi, su presencia. Y no puedo olvidar mencionar al difunto Dr. Giuseppe Dalla Torre, que nos dejó el año pasado.
Las circunstancias de la pandemia han hecho que la ceremonia de hoy se celebre en esta “Sala de las Bendiciones”, situada entre la basílica de San Pedro y la plaza. Desde aquí los papas imparten a los fieles, en las principales solemnidades, la bendición Urbi et Orbi, a Roma y al mundo. En el lado opuesto, el Aula se asoma a la nave central de la basílica, en la perspectiva visual de la gloria del Espíritu Santo, que ilumina el ábside. Una posición —física y espiritual— central, entre el espacio abierto y al mismo tiempo recogido de la columnata de Bernini, y el de la fe profesada y celebrada en torno a la tumba de Pedro. Y recuerdo el valor de Pío XI cuando quiso volver a este balcón para dar la bendición, porque entre las cortinas y el balcón había un depósito y cuando pidió dar esta bendición, tuvieron que esperar para limpiarlo un poco después de más de 70 años y que el Papa pudiera asomarse a la plaza.
En esta singular ubicación se podría vislumbrar el sentido y la tarea de la Iglesia, constituida y enviada por Cristo el Señor para llevar a cabo la misión de sostener la verdad y —como enseña el Concilio Vaticano II— para «proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo» (Const. Lumen gentium, 8), con el estilo propio de Dios: cercanía, compasión, ternura. Con este mandato, la Iglesia entra en la historia y se convierte en lugar de encuentro entre los pueblos y de reconciliación entre los hombres, para conducirlos, con la Palabra y los Sacramentos, con la Gracia y los ejemplos de vida, a la fe, la libertad y a la paz de Cristo (cf. Decr. Ad gentes, 9).
Este es el segundo año consecutivo en el que participo en la apertura del año judicial. Me anima un sentimiento de gratitud y reconocimiento, porque sé lo exigente, a veces ardua, que es vuestra actividad, que desempeñáis diariamente para fomentar el orden de las relaciones interpersonales y sociales, que encuentran su equilibrio en la labor de la justicia.
Los cambios normativos, a los que se refería el promotor de justicia, han caracterizado el ordenamiento vaticano en los últimos años. Estos cambios serán más proficuos en la medida en que vayan acompañados de ulteriores reformas en el ámbito penal, especialmente en la lucha y represión de los delitos financieros, y de la intensificación de otras actividades encaminadas a facilitar y agilizar la cooperación internacional entre los órganos de investigación vaticanos y las instituciones análogas de otras naciones, así como de las iniciativas adoptadas por la Policía judicial de nuestro Estado.
En este sentido, resulta inaplazable identificar e introducir, mediante adecuadas normas o protocolos de acuerdo, nuevas y más incisivas formas de cooperación, tal y como lo solicitan las instituciones de vigilancia de los mercados financieros activas en el ámbito internacional. En este contexto, espero que se llegue pronto a una interlocución al nivel adecuado para que la cooperación sea más rápida y eficaz. Los resultados alcanzados hasta ahora animan a proseguir la tarea emprendida para superar unas prácticas que no siempre responden a la necesidad de rapidez que exige la dinámica de la investigación.
Exhorto a todos para que las iniciativas emprendidas recientemente y las que se adopten para la absoluta transparencia de las actividades institucionales del Estado Vaticano, especialmente en el ámbito económico y financiero, se inspiren siempre en los principios fundadores de la vida eclesial y, al mismo tiempo, tengan debidamente en cuenta los parámetros y las "buenas prácticas" vigentes a nivel internacional, y se muestren ejemplares, como es imperativo de una realidad como la Iglesia católica.
Todos los operadores de este ámbito, y todos los que ocupan cargos institucionales, deben, por lo tanto, tener una conducta que, a la vez que denote un arrepentimiento activo —cuando fuera necesario— con respecto al pasado, sea también irreprochable y ejemplar para el presente y el futuro. En este punto, en el futuro habrá que tener en cuenta la necesidad prioritaria de que —también mediante los oportunos cambios normativos— en el actual sistema procesal aflore la igualdad de todos los miembros de la Iglesia y su igual dignidad y posición, sin privilegios que se remontan a otros tiempos que ya no están en consonancia con las responsabilidades que le corresponden a cada uno en la edificación de la Iglesia. Esto requiere solidez en la fe y coherencia en el comportamiento y las acciones.
Desde esta perspectiva y con estos fines, el hecho de ser marginales en la dinámica de las relaciones económicas no nos exime, ni como comunidad de fieles ni como individuos, de un particular deber de testimonio. Estamos llamados a dar un testimonio concreto y creíble, en nuestras respectivas funciones y tareas, del inmenso patrimonio de valores que caracteriza la misión de la Iglesia, su ser "sal y luz" en la sociedad y en la comunidad internacional, especialmente en momentos de crisis como el actual.
Os exhorto a reflexionar sobre el hecho de que, llevando a cabo día tras día vuestro trabajo callado y paciente, ofrecéis una contribución preciosa para que la Iglesia, en este pequeñísimo Estado de la Ciudad del Vaticano, dé un buen ejemplo de lo que enseña en su Magisterio social.
Por ello, invito a todos los que están llamados a trabajar por la causa de la justicia —una eminente virtud cardinal— a no tener miedo de perder el tiempo dedicándolo en abundancia a la oración. En la oración, y sólo en la oración, obtenemos de Dios, de su Palabra, esa serenidad interior que nos permite cumplir con nuestros deberes con magnanimidad, equidad y clarividencia.
El lenguaje de la pintura y de la escultura representa a menudo a la Justicia empeñada, con una mano, en sopesar con la balanza los intereses o las situaciones opuestas, y dispuesta, con la otra, a defender el derecho con la espada. La iconografía cristiana añade además a la tradición artística precedente un detalle de no poca importancia: los ojos de la Justicia no están vendados, sino vueltos hacia arriba, y miran al Cielo, porque sólo en el Cielo hay verdadera justicia.
A todos vosotros os deseo de corazón que esta convicción os acompañe e inspire, durante el año que hoy inauguramos, en vuestro quehacer diario al servicio de la justicia. Por eso rezo y os acompaño con mi bendición. Y vosotros también, por favor, rezad por mí. Gracias.
Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 27 de marzo de 2021.
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