ENCUENTRO CON LOS FIELES
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Piazza Armerina (Enna)
Sábado, 15 de septiembre de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Estoy contento de estar entre vosotros. ¡Es hermoso el sol de Sicilia, es hermoso! Gracias por esta cálida bienvenida. Doy las gracias al obispo monseñor Rosario Gisana, al alcalde y a las demás autoridades, así como a todos los que han colaborado en esta visita. Vuestro obispo acaba de recordar la opción que la Iglesia de Piazza Armerina está cumpliendo con alegre esperanza, en medio de los diversos problemas que limitan la serenidad de este territorio. No son pocas las llagas que os afligen. Tienen un nombre: subdesarrollo social y cultural; explotación de los trabajadores y falta de empleo digno para los jóvenes; migración de núcleos familiares enteros; usura; alcoholismo y otras adicciones; juegos de azar; deshilachamiento de los vínculos familiares. Y frente a tanto sufrimiento, la comunidad eclesial a veces puede parecer perdida y cansada; a veces, en cambio, gracias a Dios, es vivaz y profética, mientras busca nuevas formas de anunciar y ofrecer misericordia sobre todo a aquellos hermanos que han caído en la desafección, en la desconfianza, en la crisis de la fe. Porque es verdad, no es fácil seguir con la fe en medio de tantos problemas, no es fácil. Lo entiendo.
Considerar las llagas de la sociedad y de la Iglesia no es una acción denigratoria y pesimista. Si queremos dar sustancia a nuestra fe, debemos aprender a reconocer en estos sufrimientos humanos las mismas llagas del Señor. Mirarlas, tocarlas (Juan 20, 27). Tocar las llagas del Señor en nuestras llagas, en las llagas de nuestra sociedad, de nuestras familias, de nuestra gente, de nuestros amigos. Tocar las llagas del Señor allí. Y esto significa para nosotros, los cristianos, asumir la historia y la carne de Cristo como lugar de la salvación y la liberación.
Os exhorto, por lo tanto, a comprometeros con la nueva evangelización de este territorio central siciliano, precisamente a partir de sus cruces y sufrimientos. Después de completar el bicentenario de vuestra diócesis, os espera una misión emocionante, para volver a presentar el rostro de una Iglesia sinodal y de la Palabra; Iglesia de la caridad misionera; Iglesia Comunidad eucarística. La perspectiva de una Iglesia sinodal y de la Palabra requiere el coraje de escucharse recíprocamente, pero sobre todo de escuchar la Palabra del Señor. Por favor, no antepongáis nada al núcleo esencial de la comunión cristiana, que es la Palabra de Dios, sino hacedla vuestra en especial a través de la lectio divina, momento maravilloso de encuentro corazón a corazón con Jesús, de descanso a los pies del divino Maestro. Palabra de Dios y comunión sinodal son la mano extendida a los que viven entre esperanzas y decepciones e invocan una Iglesia misericordiosa cada vez más fiel al Evangelio y abierta para recibir a los que se sienten derrotados en el cuerpo y en el espíritu, o son relegados a los márgenes. Para llevar a cabo esta misión, es necesario referirse siempre al espíritu de la primera comunidad cristiana que, animada por el fuego de Pentecostés, fue testigo valiente de Jesús Resucitado. Entrad con confianza, queridos hermanos y hermanas, en el tiempo del discernimiento y de las opciones fecundas, útiles para vuestra felicidad y para el desarrollo armonioso. Pero para ir adelante así, tenéis que estar acostumbrados a la Palabra de Dios: leed el Evangelio todos los días, un pasaje pequeño del Evangelio. No lleva más de cinco minutos. Quizás un evangelio pequeño, en el bolsillo, en el bolso... Tomadlo, miradlo y leedlo. Y así, todos los días, como gota a gota, el Evangelio entrará en nuestro corazón y nos hará discípulos de Jesús y más fuertes para salir, ayudar en todos los problemas de nuestra ciudad, de nuestra sociedad, de nuestra Iglesia.
Hacedlo, hacedlo. Le pido al obispo que facilite la posibilidad de tener un evangelio a todos los que lo pidan, para llevarlo consigo. La lectura de la Palabra de Dios os hará fuertes.
Para ser Iglesia de caridad misionera, se debe prestar atención al servicio de la caridad que hoy es requerido por circunstancias concretas. Los sacerdotes, los diáconos, las personas consagradas y los fieles laicos están llamados a sentir compasión evangélica —esta palabra es clara, es lo que sentía Jesús: compasión evangélica— por los muchos males de la gente, convirtiéndose en apóstoles de la misericordia en el territorio, a imitación de Dios, que «es ternura y que quiere llevarnos a una itinerancia constante y renovadora». (Exhortación Apostólica Gaudete et exsultate, 134). Id con sencillez a través de las callejuelas, los cruces de caminos, las plazas y lugares de la vida diaria, y llevad a todos la buena noticia de que es posible una convivencia justa entre nosotros, agradable y amable, y de que la vida no es maldición oscura que hay que soportar con fatalismo, sino con confianza en la bondad de Dios y en la caridad de los hermanos. Es importante favorecer en las parroquias y en las comunidades la caridad evangélica, la solidaridad y el cuidado fraternal, evitando la tentación mundana de una vida tranquila, del pasárselo bien, sin preocuparse de las necesidades de los demás.
Os animo a continuar en vuestro servicio eclesial que se expresa en obras concretas: centro de escucha de Cáritas, comedores y refugios para los hermanos menos afortunados, estructuras para albergar a Jesús prófugo y confundido y casas de amor para los ancianos, a menudo solos y desanimados. Por favor, no dejéis solos a los ancianos, a nuestros abuelos. Son nuestra identidad, son nuestras raíces y nosotros no queremos ser un pueblo sin raíces. Nuestras raíces son los viejos. ¡Adelante! Cuidar de los ancianos, de los viejos. Cuidar de los abuelos. Y que los jóvenes hablen con los abuelos, así se harán con las raíces. No olvidéis que la caridad cristiana no se contenta con ayudar; no es filantropía —son cosas diferentes: caridad cristiana y filantropía— sino que empuja al discípulo y a toda la comunidad para ir a las causas de malestar e intentar eliminarlas, en la medida de lo posible, junto con los mismos hermanos necesitados, integrándolos en nuestro trabajo. Un aspecto de la caridad misionera es también prestar atención a los jóvenes y sus problemas. Veo aquí a muchos niños y jóvenes, que colorean la asamblea de esperanza y alegría.
Queridos amigos, vosotros jóvenes, chicos y chicas, os saludo a todos y os animo a ser artífices alegres de vuestro destino. Mirad siempre hacia adelante, sin olvidar las raíces. Sabed que Jesús os ama: es un amigo sincero y fiel que nunca os abandonará; ¡podéis confiar en él! En los momentos de duda —de jóvenes todos hemos tenido momentos difíciles, de duda,— en los momentos de dificultad, podéis contar con la ayuda de Jesús, especialmente para alimentar vuestros grandes ideales. Y en la medida en que pueda cada uno, está bien que se fíe de la Iglesia, llamada a interceptar vuestras necesidades de autenticidad y a ofreceros un ambiente alternativo al que os cansa cada día, dónde encontrar el gusto de la oración, de la unión con Dios, del silencio que lleva el corazón a las profundidades de vuestro ser y de la santidad. He escuchado tantas veces a algún joven que decía: «Yo de Dios me fío, pero de la Iglesia no» —Pero ¿por qué?— «Porque soy un anticlerical». ¡Ah!, tu eres un anticlerical; entonces acércate al cura y dile: «Yo no me fío de ti, por esto, por eso y por aquello». ¡Acércate! Acércate también al obispo y díselo a la cara: «Yo no me fío de la Iglesia por esto, por eso y por aquello». ¡Así es la juventud valiente! Pero con ganas de escuchar la respuesta. A lo mejor ese día al cura le duele el hígado y te echará, pero solo esa vez; siempre te dirá algo. ¡Escuchar, escuchar! Y vosotros, los sacerdotes, tened paciencia, paciencia constructiva para escuchar a los jóvenes, porque siempre en la inquietud de los jóvenes están las semillas del futuro. Y tú tienes que verlas y ayudar a los jóvenes a ir adelante. Hace falta diálogo.
El tercer elemento que os indico es el de la Iglesia comunidad eucarística. De allí, de la Eucaristía sacamos el amor de Cristo para llevarlo a las calles del mundo, para ir con él al encuentro de nuestros hermanos. Con Él, —este es el secreto— podemos consagrar toda la realidad a Dios, hacer que su rostro se imprima en vuestros rostros, que su amor llene los vacíos del amor. Por lo que respecta a la participación en la Santa Misa, especialmente la misa dominical, es importante no estar obsesionado con los números: os exhorto a vivir la dicha de la pequeñez, de ser semilla de mostaza, pequeño rebaño, puñado de la levadura, llama resistente, piedrecilla de sal. Cuántas veces he oído: «Ah, padre, yo rezo pero no voy a misa». Pero ¿por qué? «Porque el sermón me aburre, dura cuarenta minutos». No, toda la misa tiene que durar cuarenta minutos, pero un sermón de más de ocho minutos, no funciona.
La Eucaristía y el sacerdocio ministerial son inseparables: el sacerdote es el hombre de la Eucaristía. Dirijo un pensamiento particular a los presbíteros, buenos hermanos, y los exhorto a estar cerca del obispo y entre ellos, para llevar el Señor a todos.
Queridos sacerdotes, ¡qué necesario es construir pacientemente la alegría de la familia presbiteral, amándonos y apoyándonos unos a otros! Es bueno trabajar juntos, considerando a los hermanos «superiores a vosotros mismos» (cf. Filipenses 2, 3). En medio del pueblo de Dios que se os ha confiado, estáis llamados a ser los primeros en superar las barreras, los prejuicios que dividen; el primero en detenerse en humilde contemplación ante la difícil historia de esta tierra, con la sabia caridad pastoral que es un don del Espíritu; los primeros en indicar los caminos a través de los cuales la gente puede ir hacia espacios abiertos de rescate y verdadera libertad. Consolados por Dios, vosotros podréis ser consoladores, enjugar lágrimas, sanar heridas, reconstruir vidas, vidas rotas que se confían fielmente a vuestro ministerio (cf. Hechos 5, 14-16).
Me permito daros una receta a vosotros, los sacerdotes, no sé si servirá: ¿Cómo acabo el día? ¿Tengo que tomar pastillas para dormir? Entonces algo no ha ido bien. Pero si termino el día cansado, cansadísimo, las cosas han ido bien. Esto es un punto importante. Queridos hermanos y hermanas, ¡sería agradable estar juntos un poco más! Siento la calidez de vuestra fe y las esperanzas que lleváis en vuestros corazones, pero me esperan en Palermo, donde recordaremos con gratitud al sacerdote mártir Pino Puglisi. He oído que, hace veinticinco años, justo un mes antes de su asesinato, pasó unos días aquí en Piazza Armerina. Había venido a encontrarse con los seminaristas, alumnos suyos en el seminario mayor de Palermo. ¡Un pasaje profético, creo! Una entrega, no solo a los sacerdotes, sino a todos los fieles de esta diócesis: ¡Por amor de Jesús, servid a los hermanos hasta el final! Os encomiendo a todos a la Virgen María, a quien veneráis como Nuestra Señora de las Victorias. Ahora, en silencio, vamos a rezarle. «Dios te salve, María…». Qué ella os sostenga en el combate espiritual y os oriente con decisión hacia la victoria de la Resurrección. Os bendigo a todos de todo corazón y os pido que por favor recéis por mí. ¡Buen día para todos! Ahora os daré la bendición, pero preparemos el corazón para recibirla. Que cada uno piense en sus seres queridos, para que esta bendición descienda sobre sus seres queridos.
Que piense en sus amigos. Y también en sus enemigos, en las personas a las que no quiero y que no me quieren. Abrir el corazón a todos, para que esta bendición descienda sobre todos.
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