DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN EL CAPÍTULO GENERAL
DE LA ORDEN CISTERCIENSE DE LA ESTRICTA OBSERVANCIA
Sala Clementina
Sábado, 23 de septiembre de 2017
Queridos hermanos y hermanas:
Os saludo con alegría con motivo de vuestro Capítulo general. Doy las gracias a cada uno de vosotros por esta visita, empezando por el Abad General que ha sido intérprete de todos ilustrando también el propósito y los objetivos de la asamblea. A través de vosotros quisiera enviar un cordial saludo a los hermanos y hermanas de vuestros monasterios repartidos en diversos países. Voy con mi corazón y mi mente a vuestros silenciosos claustros, de los cuales sube incesante la oración por la Iglesia y por el mundo. Y doy gracias al Señor por la presencia insustituible de las comunidades monásticas, que representan una riqueza espiritual y un recordatorio constante para buscar ante todo las cosas de «allá arriba», para vivir en su justa medida las realidades terrenales.
En estos días de reflexión e intercambio de experiencias, estáis llamados a identificar los objetivos y los caminos para vivir cada vez con mayor autenticidad vuestra vocación y vuestra consagración, teniendo en cuenta las necesidades del momento presente, para ser así testigos de oración asidua, de sobriedad, de unidad en la caridad.
Vuestra vida contemplativa se caracteriza por una oración asidua, expresión de vuestro amor por Dios y reflejo de un amor que abraza a toda la humanidad. Siguiendo el ejemplo de San Benito, no anteponéis nada a la opus Dei; os exhorto a dar gran importancia a la meditación de la Palabra de Dios, especialmente a la lectio divina, que es fuente de oración y escuela de contemplación. Ser contemplativo requiere un camino fiel y perseverante para llegar a ser hombres y mujeres de oración, cada vez más impregnados por el amor al Señor y transformados en amigos suyos. Se trata de ser no «profesionales» —en sentido negativo— sino enamorados de la oración, teniendo en cuenta la fidelidad externa a las prácticas y las normas que la regulan y marcan los momentos no como fin sino como medio para avanzar en la relación personal con Dios. Así os convertís en maestros y testigos que le ofrecen el sacrificio de la alabanza e interceden por las necesidades y la salvación del pueblo. Y al mismo tiempo vuestros monasterios siguen siendo lugares privilegiados donde se puede encontrar la verdadera paz y la felicidad genuina que sólo Dios, nuestro refugio seguro, puede donar.
Desde sus orígenes, los cistercienses de estricta observancia se caracterizaron por una gran sobriedad de vida, convencidos de que era una gran ayuda para centrarse en lo esencial y llegar más fácilmente a la alegría del encuentro conyugal con Cristo.
Este elemento de simplicidad espiritual y existencial conserva todo su valor de testimonio en el contexto cultural actual, que con demasiada frecuencia conduce al deseo de bienes efímeros y paraísos artificiales ilusorios. Este estilo de vida también favorece las relaciones internas y externas del monasterio. Vosotros no vivís como ermitaños en una comunidad, sino como cenobitas en un desierto singular. Dios se manifiesta en vuestra soledad personal, así como en la solidaridad que os une a los miembros de la comunidad. Estáis solos y separados del mundo para adentraros en el sendero de la intimidad divina; al mismo tiempo, estáis llamados a dar a conocer y compartir esta experiencia espiritual con otros hermanos y hermanas en un equilibrio constante entre la contemplación personal, la unión con la liturgia de la Iglesia y el recibimiento de los que buscan momentos de silencio para ser introducidos en la experiencia de vivir con Dios. Vuestra Orden, como todo instituto religioso, es un don que Dios ha dado a la Iglesia; por lo tanto, es necesario que viva bien insertado en la dimensión de comunión de la Iglesia misma. Os animo a ser testimonios cualificados de la búsqueda de Dios, escuela de oración y escuela de caridad para todos.
La «Carta de Caridad», el documento que establece los términos de vuestra vocación, debidamente aprobada por la Iglesia, establece las características esenciales del Capítulo general, llamado a ser signo de unidad en la caridad para todo el Instituto. Esta unidad en la caridad es el paradigma de toda familia religiosa llamada a seguir a Cristo más de cerca en la dimensión de la vida comunitaria, y se expresa sobre todo en cada una de vuestras comunidades monásticas en un clima de fraternidad verdadera y cordial, según las palabras del Salmo: «¡Oh, qué bueno, qué dulce habitar los hermanos todos juntos!» (133, 1). En este sentido, la invitación de San Benito está siempre presente: «que nadie esté perturbado ni entristecido en la casa de Dios».
La unidad en la caridad también se expresa en la fidelidad al patrimonio espiritual, es decir, a la identidad de vuestra Orden. En este sentido, el Capítulo general es una ocasión propicia para renovar, en un clima de diálogo y de escucha mutua, el propósito común en la búsqueda de la voluntad de Dios. Os exhorto a preguntaros con serenidad y verdad sobre la calidad de vuestro testimonio de vida, sobre la fidelidad dinámica al carisma, sobre cómo ha sido vivido en vuestras comunidades monásticas, así como por cada uno de los monjes y monjas. La defensa del carisma es, de hecho, una de las principales responsabilidades del Capítulo general y es una experiencia vital del presente, que se encuentra entre la memoria agradecida del pasado y las perspectivas de un futuro esperanzador.
Vuestra Orden, en sus vivencias históricas, ha conocido tiempos de gracia y momentos de dificultad; pero siempre ha perseverado en la fidelidad a la búsqueda de Cristo, teniendo como propósito la gloria de Dios y el bien de la gente. En el surco de esta tradición espiritual vuestra, se puede leer el estado actual de la Orden en sus trazos de luces y sombras y, en la novedad del Espíritu, identificar con coraje nuevas posibilidades y oportunidades para dar testimonio de vuestro carisma en la Iglesia y en la sociedad de hoy.
Espero que ese testimonio se vuelva aún más elocuente desde una coordinación cada vez más orgánica entre las diferentes ramas de la Orden.
La Virgen María, madre de Dios y de la Iglesia, modelo de toda vida consagrada, acompañe con su intercesión maternal vuestros trabajos capitulares y el camino de la Orden. Con esos votos, mientras os pido que recéis por mí, os imparto la bendición apostólica que extiendo a todos los monjes y monjas de vuestras comunidades.
Gracias.
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