DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A SU BEATITUD TEÓFILO III,
PATRIARCA GRECO ORTODOXO DE JERUSALÉN
Lunes, 23 de octubre de 2017
Beatitud,
queridos hermanos:
Con gran alegría le doy la bienvenida a Roma. Tengo el placer de corresponder con gratitud y afecto fraterno a la calurosa acogida que Su Beatitud me ofreció durante mi visita a Jerusalén. Guardo viva en la memoria la amable atención con la que me acompañó a mí y al Patriarca Ecuménico Bartolomé a la basílica que alberga los lugares donde el Señor fue crucificado y sepultado y donde resucitó. Recuerdo con emoción la parada de oración en el Edículo del sepulcro vacío. En este sentido renuevo mi agradecimiento por la restauración de este lugar santísimo: no se trata simplemente de salvaguardar la integridad de un monumento del pasado, sino que también se ha trabajado para que siga resonando en el futuro el testimonio que proviene de ese sepulcro vacío. «Ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde le pusieron» (Marcos 16, 6). Celebro el hecho de que el Patriarcado Ortodoxo Griego de Jerusalén, el Patriarcado Armenio de Jerusalén y la Custodia Franciscana de Tierra Santa hayan trabajado juntos con óptimo entendimiento, así como en la basílica de la Natividad en Belén, para lograr este hito, y agradezco vivamente el esfuerzo de Su Beatitud.
Este encuentro me ofrece la oportunidad de expresar una vez más mi cercanía a todos aquellos que sufren por los conflictos que azotan desde hace décadas la Tierra Santa. La incertidumbre de la situación y la falta de entendimiento entre las partes siguen causando inseguridad, restricción de los derechos fundamentales y abandono de la propia tierra por parte de muchos. Por eso invoco la ayuda de Dios y pido a todos los sujetos involucrados que redoblen sus esfuerzos para crear las condiciones de una paz estable basada en la justicia y el reconocimiento de los derechos de todos. Con este fin, se debe rechazar con firmeza el recurso a cualquier tipo de violencia, a cualquier tipo de discriminación y a todas las manifestaciones de intolerancia contra las personas o lugares de culto judíos, cristianos y musulmanes. La Ciudad Santa, cuyo status quo debe ser defendido y preservado, debería ser un lugar donde todos pudieran vivir juntos pacíficamente; de lo contrario, la espiral del sufrimiento continuará para todos y sin fin.
Deseo dirigir una pensamiento especial a todos los miembros de las diversas comunidades cristianas de Tierra Santa. Espero que siempre sean reconocidos como parte integrante de la sociedad y que, como ciudadanos y creyentes de pleno derecho, sean incansables en su contribución al bien común y a la construcción de la paz, comprometiéndose a ser artífices de la reconciliación y la armonía. Esta contribución será más eficaz en la medida en que se logre una sintonía cada vez mayor entre las diferentes Iglesias de la región. Sería particularmente importante una cooperación creciente para sostener a las familias y a los jóvenes cristianos de modo que no se vean obligados a tener que dejar su tierra. Trabajando juntos en este ámbito tan delicado, los fieles de varias confesiones también podrán conocerse mejor y desarrollar relaciones cada vez más fraternales. Por lo tanto, en obediencia a la sentida oración de Jesús por los suyos en el Cenáculo: «Que todos sean uno... para que el mundo crea» (Juan 17, 21), quiero reiterar el deseo sincero y el compromiso de avanzar en el camino hacia la plena unidad entre nosotros. Sé que algunas de las heridas del pasado siguen dejando señales en la memoria de tantos. No se puede cambiar la historia, pero sin olvidar las graves carencias de caridad durante siglos, volvamos juntos los ojos a un futuro de reconciliación plena y de comunión fraterna y esforcémonos ahora, como quiere el Señor. No hacerlo sería la culpa más grave de hoy, sería no tener en cuenta la urgente invitación de Cristo y los signos de los tiempos que el Espíritu siembra en el camino de la Iglesia. Animados por el mismo Espíritu, no dejemos que los recuerdos de épocas caracterizadas por el silencio recíproco o el intercambio mutuo de acusaciones, las dificultades del presente y un futuro incierto nos impidan caminar juntos hacia la unidad visible, rezar juntos y trabajar juntos para anunciar el Evangelio y servir a los necesitados. También el diálogo teológico entre católicos y ortodoxos, que continúa, y en el que el Patriarcado greco ortodoxo de Jerusalén participa activa y constructivamente es, en este sentido, un signo de esperanza, que nos conforta a lo largo del camino. Qué hermoso sería decir de los católicos y los ortodoxos que viven en Jerusalén lo que el evangelista Lucas dijo de la primera comunidad cristiana: «Todos los creyentes vivían unidos [...] un solo corazón y una sola alma» (Hechos 2, 44; 4, 32).
Beatitud, gracias de corazón por su visita y la de los distinguidos miembros de su séquito. Deseo reafirmar mi cercanía a los hermanos cristianos en Tierra Santa y mi afecto por los amigos de las otras grandes religiones de la región, esperando y rezando para que llegue pronto para todos el día de una paz estable y duradera. «Pedid la paz para Jerusalén: en calma estén tus tiendas [...] por amor de mis hermanos y de mis amigos quiero decir: ¡La paz contigo!» (Salmo 122, 6-8).
Por eso me gustaría que rezásemos juntos con las palabras del Padre nuestro.
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