DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
CON OCASIÓN DE LA INAUGURACIÓN DEL AÑO JUDICIAL
DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA
Sala Clementina
Sábado 21 de enero de 2017
Queridos jueces,
oficiales, abogados y colaboradores del Tribunal Apostólico de la Rota Romana:
Dirijo a cada uno de vosotros mi cordial saludo, empezando por el Colegio de los prelados auditores con el decano, Mons. Pío Vito Pinto, a quien agradezco sus palabras, y el pro-decano, quien recientemente fue nombrado para este puesto. Os deseo a todos que trabajéis con serenidad y con férvido amor a la Iglesia en este Año judicial que hoy inauguramos.
Hoy me gustaría volver al tema de la relación entre la fe y el matrimonio, en particular, sobre las perspectivas de fe inherentes en el contexto humano y cultural en que se forma la intención matrimonial. San Juan Pablo II explicó muy bien, a la luz de la enseñanza de la Sagrada Escritura, «el vínculo tan profundo que hay entre el conocimiento de fe y el de la razón [...]. La peculiaridad que distingue el texto bíblico consiste en la convicción de que hay una profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la razón y el de la fe» (Enc. Fides et ratio, 16). Por lo tanto, cuanto más se aleja de la perspectiva de la fe, tanto más, «el hombre se expone al riesgo del fracaso y acaba por encontrarse en la situación del “necio”. Para la Biblia, en esta necedad hay una amenaza para la vida. En efecto, el necio se engaña pensando que conoce muchas cosas, pero en realidad no es capaz de fijar la mirada sobre las esenciales. Esto le impide poner orden en su mente (cf. Pr 1, 7) y asumir una actitud adecuada para consigo mismo y para con el ambiente que le rodea. Cuando llega a afirmar: «Dios no existe» (cf. Salmo 14 [13], 1), muestra con claridad definitiva lo deficiente de su conocimiento y lo lejos que está de la verdad plena sobre las cosas, sobre su origen y su destino» (ibid., 17).
Por su parte, el Papa Benedicto XVI, en el último discurso que os dirigió recordaba que «sólo abriéndose a la verdad de Dios [...] se puede entender, y realizar en lo concreto de la vida, también en la conyugal y familiar, la verdad del hombre como hijo suyo, regenerado por el bautismo [...]. El rechazo de la propuesta divina, de hecho conduce a un desequilibrio profundo en todas las relaciones humanas [...], incluyendo la matrimonial» (26 de enero de 2013, 2). Es más que nunca necesario profundizar en la relación entre amor y verdad. «El amor tiene necesidad de verdad. Sólo en cuanto está fundado en la verdad, el amor puede perdurar en el tiempo, superar la fugacidad del instante y permanecer firme para dar consistencia a un camino en común. Si el amor no tiene que ver con la verdad, está sujeto al vaivén de los sentimientos y no supera la prueba del tiempo. El amor verdadero, en cambio, unifica todos los elementos de la persona y se convierte en una luz nueva hacia una vida grande y plena. Sin verdad, el amor no puede ofrecer un vínculo sólido, no consigue llevar al «yo» más allá de su aislamiento, ni librarlo de la fugacidad del instante para edificar la vida y dar fruto» (Enc. Lumen fidei, 27 ).
No podemos ignorar el hecho de que una mentalidad generalizada tiende a oscurecer el acceso a las verdades eternas. Una mentalidad que afecta, a menudo en forma amplia y generalizada, las actitudes y el comportamiento de los cristianos (cfr. Exhort. ap Evangelii gaudium, 64), cuya fe se debilita y pierde la propia originalidad de criterio interpretativo y operativo para la existencia personal, familiar y social. Este contexto, carente de valores religiosos y de fe, no puede por menos que condicionar también el consentimiento matrimonial. Las experiencias de fe de aquellos que buscan el matrimonio cristiano son muy diferentes. Algunos participan activamente en la vida parroquial; otros se acercan por primera vez; algunos también tienen una vida de intensa oración; otros están, sin embargo, impulsados por un sentimiento religioso más genérico; a veces son personas alejadas de la fe o que carecen de ella.
Ante esta situación, tenemos que encontrar remedios válidos. Un primer remedio lo indico en la formación de los jóvenes, a través de un adecuado proceso de preparación encaminado a redescubrir el matrimonio y la familia según el plan de Dios. Se trata de ayudar a los futuros cónyuges a entender y disfrutar de la gracia, la belleza y la alegría del amor verdadero, salvado y redimido por Jesús. La comunidad cristiana a la que los novios se dirigen está llamada a anunciar el Evangelio cordialmente a estas personas, para que su experiencia de amor pueda convertirse en un sacramento, un signo eficaz de la salvación. En esta circunstancia, la misión redentora de Jesús alcanza al hombre y a la mujer en lo concreto de su vida de amor. Este momento se convierte para toda la comunidad en una ocasión extraordinaria de misión. Hoy más que nunca esta preparación se presenta como una ocasión verdadera y propia de evangelización para los adultos y, a menudo, de los llamados lejanos. De hecho, son muchos los jóvenes para los que el acercarse de la boda representa una ocasión para encontrar de nuevo la fe, relegada durante mucho tiempo al margen de sus vidas; por otra parte se encuentran en un momento particular, a menudo caracterizado por una disposición a analizar y cambiar su orientación existencial. Puede ser así un momento favorable para renovar su encuentro con la persona de Jesucristo, con el mensaje del Evangelio y la doctrina de la Iglesia.
Por lo tanto, es necesario que los operadores y los organismos encargados de la pastoral familiar estén motivados por la fuerte preocupación de hacer cada vez más eficaces los itinerarios de preparación para el sacramento del matrimonio, para el crecimiento no solamente humano, sino sobre todo de la fe de los novios. El propósito fundamental de los encuentros es ayudar a los novios a realizar una inserción progresiva en el misterio de Cristo, en la Iglesia y con la Iglesia. Esto lleva aparejada una maduración progresiva en la fe, a través de la proclamación de la Palabra de Dios, de la adhesión y el generoso seguimiento de Cristo. El fin de esta preparación es ayudar a los novios a conocer y vivir la realidad del matrimonio que quieren celebrar, para que lo hagan no sólo válida y lícitamente, sino también fructuosamente, y para que estén dispuestos a hacer de esta celebración una etapa de su camino de fe. Para lograrlo, necesitamos personas con competencias específicas y adecuadamente preparadas para ese servicio, en una sinergia oportuna entre sacerdotes y parejas de cónyuges.
Con este espíritu, quisiera reiterar la necesidad de un “nuevo catecumenado”, en preparación al matrimonio. Acogiendo los deseos de los Padres del último Sínodo Ordinario, es urgente aplicar concretamente todo lo ya propuesto en la Familiaris consortio (n. 66), es decir, que así como para el bautismo de los adultos el catecumenado es parte del proceso sacramental, también la preparación para el matrimonio debe convertirse en una parte integral de todo el procedimiento de matrimonio sacramental, como un antídoto para evitar la proliferación de celebraciones matrimoniales nulas o inconsistentes.
Un segundo remedio es ayudar a los recién casados a proseguir el camino en la fe y en la Iglesia también después de la celebración de la boda. Es necesario identificar, con valor y creatividad, un proyecto de formación para las parejas jóvenes, con iniciativas destinadas a aumentar la toma de conciencia sobre el sacramento recibido. Se trata de animarles a considerar los diversos aspectos de su vida diaria como pareja, que es un signo e instrumento de Dios, encarnado en la historia humana. Pongo dos ejemplos. En primer lugar, el amor con que vive la nueva familia tiene su raíz y fuente última en el misterio de la Trinidad, de la que lleva siempre este sello a pesar de las dificultades y las pobrezas con que se deba enfrentar en su vida diaria. Otro ejemplo: la historia de amor de la pareja cristiana es parte de la historia sagrada, ya que está habitada por Dios y porque Dios nunca falta al compromiso asumido con los cónyuges el día de su boda; Él de hecho es «un Dios fiel y no puede negarse a sí mismo» (2 Timoteo 2, 13).
La comunidad cristiana está llamada a acoger, acompañar y ayudar a las parejas jóvenes, ofreciendo oportunidades apropiadas y herramientas —empezando por la participación en la misa dominical— para fomentar la vida espiritual, tanto en la vida familiar, como parte de la planificación pastoral en la parroquia o en las agregaciones. A menudo, los recién casados se ven abandonados a sí mismos, tal vez por el simple hecho de que se dejan ver menos en la parroquia; como sucede sobre todo cuando nacen los niños. Pero es precisamente en estos primeros momentos de la vida familiar cuando hay que garantizar más cercanía y un fuerte apoyo espiritual, incluso en la tarea de la educación de los hijos, frente a los cuales son los primeros testigos y portadores del don de la fe. En el camino de crecimiento humano y espiritual de la joven pareja es deseable que existan grupos de referencia donde llevar a cabo un camino de formación permanente: a través de la escucha de la Palabra, el debate sobre cuestiones que afectan a la vida de las familias, la oración, el compartir fraterno.
Estos dos remedios que he mencionado están encaminados a fomentar un contexto apropiado de fe en el que celebrar y vivir el matrimonio. Un aspecto tan crucial para la solidez y la verdad del sacramento nupcial llama a los párrocos a ser cada vez más conscientes de la delicada tarea que se les ha encomendado en la guía del recorrido sacramental de los novios, para hacer inteligible y real en ellos la sinergia entre foedus y fides. Se trata de pasar de una visión puramente jurídica y formal de la preparación de los futuros cónyuges a una fundación sacramental ab initio, es decir, de camino a la plenitud de su foedus-consenso elevado por Cristo a sacramento. Esto requerirá la generosa contribución de cristianos adultos, hombres y mujeres, que apoyen al sacerdote en la pastoral familiar para la construcción de la «obra maestra de la sociedad, la familia, el hombre y la mujer que se aman» (Catequesis, 29 abril 2015) según «el luminoso plan de Dios (Palabras al Consistorio Extraordinario, 20 febrero 2014).
El Espíritu Santo, que guía siempre y en todo al pueblo santo de Dios, ayude y sostenga a todos aquellos, sacerdotes y laicos, que se comprometen y se comprometerán en este campo, para que no pierdan nunca el impulso y el valor de trabajar por la belleza de las familias cristianas, a pesar de las ruinosas amenazas de la cultura dominante de lo efímero y lo provisional.
Queridos hermanos, como ya he dicho varias veces, hace falta mucho valor para casarse en el momento en el que vivimos. Y cuantos tienen la fuerza y la alegría de dar este paso importante deben sentir a su lado el amor y la cercanía concreta de la Iglesia. Con esta esperanza, renuevo mis mejores deseos de buen trabajo para el nuevo año, que el Señor nos da. Os aseguro mi oración y cuento con la vuestra mientras os imparto de corazón la bendición apostólica.
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