DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN EL CAPÍTULO GENERAL
DE LA ORDEN DE NUESTRA SEÑORA DE LA MERCED (MERCEDARIOS)
Sala del Consistorio
Lunes 2 de mayo de 2016
Queridos hermanos y hermanas:
Les doy la bienvenida y agradezco al Padre Pablo Bernardo Ordoñe sus palabras. Encomiendo al Señor los trabajos de esta asamblea capitular y los proyectos de bien que se programan para este sexenio, confiando a la maternal protección de Nuestra Señora de la Merced el nuevo equipo de gobierno que surgirá de vuestra deliberación.
Con el lema «La Merced: memoria y profecía en las periferias de la libertad» están afrontando este Capítulo General que se abre a la próxima celebración del octavo centenario de la Orden. Una memoria que evoca las grandes gestas cumplidas en estos ocho siglos: la obra de la redención de cautivos, la audaz misión en el nuevo mundo, así como a tantos miembros ilustres por santidad y letras que engalanan su historia. Ciertamente, mucho hay que recordar, y nos hace bien recordar.
Pero este recuerdo no debe limitarse a una exposición del pasado, sino que ha de ser un acto sereno y consciente que nos permita evaluar nuestros logros, sin olvidar nuestros límites y, sobre todo, afrontar los desafíos que la humanidad nos plantea. Este capítulo puede ser una ocasión privilegiada para un diálogo sincero y provechoso que no se quede en un pasado glorioso, sino que examine las dificultades encontradas en ese camino, las vacilaciones y también los errores. La verdadera vida de la Orden ha de buscarse en el constante esfuerzo por adecuarse y renovarse, a fin de poder dar una respuesta generosa a las necesidades reales del mundo y de la Iglesia, siendo fieles al patrimonio perenne del que son depositarios.
Con este espíritu, podemos hablar realmente de profecía, no podemos hacerlo de otro modo. Porque ser profeta es prestar nuestra voz humana a la Palabra eterna, olvidarnos de nosotros mismos para que sea Dios quien manifieste su omnipotencia en nuestra debilidad. El profeta es un enviado, un ungido, ha recibido un don del Espíritu para el servicio del santo Pueblo fiel de Dios. Ustedes han recibido también un don y han sido consagrados para una misión que es una obra de misericordia: seguir a Cristo llevando la buena noticia del Evangelio a los pobres y la liberación a los cautivos (cf. Lc 4,18). Queridos hermanos, nuestra profesión religiosa es un don y una gran responsabilidad, pues lo llevamos en vasos de barro. No nos fiemos de nuestras propias fuerzas sino encomendémonos siempre a la misericordia divina. La vigilancia, la perseverancia en la oración, en el cultivo de la vida interior son los pilares que nos sostienen. Si Dios está presente en vuestras vidas, la alegría de llevar su Evangelio será vuestra fuerza y vuestro gozo. Dios nos ha llamado además a servirle dentro de la Iglesia y dentro de la Comunidad. Sosténganse en este camino común; que la comunión fraterna y la concordia en el bien obrar testimonien, antes que las palabras, el mensaje de Jesús y su amor a la Iglesia.
El profeta sabe ir a las periferias, a las que hay que acercarse ligero de equipaje. El Espíritu es un viento ligero que nos impulsa hacia adelante. Evocar qué movió a vuestros Padres y hacia dónde los dirigió, los compromete a seguir sus pasos. Ellos fueron capaces de quedarse como rehenes junto al pobre, al marginado, al descartado de la sociedad, para llevarle consuelo, sufriendo con él, completando en carne propia lo que falta a la pasión de Cristo (Col 1,24). Y esto un día y otro, en perseverancia, en el silencio de una vida entregada libre y generosamente. Seguirles es asumir que, para liberar, debemos hacernos pequeños, unirnos al cautivo, en la certeza que así no sólo cumpliremos nuestro propósito de redimir, sino que encontramos nosotros también la verdadera libertad, pues en el pobre y el cautivo reconocemos presente a nuestro Redentor.
En el octavo Centenario de la Orden, no dejen de «proclamar el año de gracia del Señor» a todos aquellos a los que son enviados: a los perseguidos por causa de su fe y a los privados de libertad, a las víctimas de la trata y a los jóvenes de sus escuelas, a los que atienden en sus obras de misericordia y a los fieles de las parroquias y las misiones que les han sido encomendadas por la Iglesia. Para cada uno de ellos y para la entera familia mercedaria va mi bendición y también mi ruego de que no se olviden de rezar por mí.
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