DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS LAICOS
Viernes 17 de junio de 2016
Queridos hermanos y hermanas:
No quisiera que estas palabras fueran la «valedictio» al Dicasterio, la despedida, pero que fuesen precisamente palabras de agradecimiento por todo el trabajo realizado.
Os acojo con ocasión de vuestra Asamblea plenaria; os saludo a todos cordialmente y agradezco al cardenal presidente por sus amables palabras. Este vuestro encuentro reviste un carácter especial, pues, como ya tuve ocasión de anunciar, vuestro Consejo pontificio asumirá una nueva fisionomía. Se trata de la conclusión de una etapa importante y de la apertura de una nueva para el Dicasterio de la Curia romana que ha acompañado la vida, la maduración y las transformaciones del laicado católico desde el Concilio Vaticano ii hasta el día de hoy.
Por lo tanto, la ocasión es propicia para dirigir una mirada a los casi 50 años de actividad del Dicasterio, y, al mismo tiempo, proyectar una renovada presencia al servicio del laicado, continuamente en fermento y permeada por nuevas problemáticas. El Consejo pontificio para los laicos nace por expresa voluntad del Concilio Vaticano II que, en el decreto sobre el apostolado de los laicos, quiso que se estableciera «en la Santa Sede, algún Secretariado especial para servicio e impulso del apostolado seglar», con el fin de ayudar «con sus consejos a la jerarquía y a los laicos en las obras apostólicas» (Apostolicam actuositatem, 26). Y así el beato Pablo VI dio vida a este Dicasterio, que no dudó en definir «uno de los mejores frutos del Concilio Vaticano II» (Motu proprio, Apostolatus peragendi [10 de diciembre de 1976], 697) —y él era el «papá» de la FUCI, de los jóvenes, de los laicos; había trabajado mucho y sentía mucho esto— concibiéndolo —a este fruto— no como órgano de control sino como centro de coordinación, de estudio, de consulta, finalizado a «incitar a los laicos para que tomen parte en la vida y misión de la Iglesia [...] tanto como miembros de asociaciones [...] o como fieles individuales» (ibid.). ¡El Consejo pontificio está para animar!
Agradecemos al Señor por los abundantes frutos y los innumerables retos de estos años. Podemos recordar, por ejemplo, la nueva estación de agregaciones, que junto con las asociaciones laicales de larga y digna historia, ha visto surgir muchos movimientos y nuevas comunidades de gran impulso misionero; movimientos que vosotros seguís en su desarrollo, acompañados con atención, y asistidos en la delicada fase del reconocimiento jurídico de sus estatutos. Y después el nacimiento de nuevos ministerios laicales, a los que se les ha confiado no pocas actividades apostólicas. Además, cabe destacar el creciente papel de la mujer en la Iglesia, con su presencia, su sensibilidad y sus dones. Y, también, la creación de las Jornadas mundiales de la juventud, gesto providencial de san Juan Pablo ii, instrumento de evangelización de las nuevas generaciones que vosotros organizáis con especial empeño.
Podemos decir, por lo tanto, que el mandato que habéis recibido del Concilio ha sido precisamente el de «empujar» a los fieles laicos a comprometerse cada vez más y mejor en la misión evangelizadora de la Iglesia, no por una «delegación» de la jerarquía, sino en cuanto que su apostolado «es participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, apostolado al que todos están destinados por el Señor mismo en virtud del bautismo y de la confirmación» (const. dogm. Lumen gentium, 33). Y esta es la puerta de ingreso. En la Iglesia se entra por el Bautismo, no por la ordenación sacerdotal o episcopal, se entra por el Bautismo. Y todos hemos entrado a través de la misma puerta. Es el Bautismo el que hace de todo fiel laico un discípulo misionero del Señor, sal de la tierra, luz del mundo, levadura que transforma la realidad desde dentro.
Las actividades de la Iglesia, como las que hemos mencionado, se dirigen siempre a rostros, mentes, corazones de personas concretas. Y es importante que en vuestra Plenaria hayáis querido recordar a todos aquellos que se han entregado con pasión y compromiso en la animación, en la promoción y coordinación de la vida y del apostolado de los laicos en los años pasados. Sobre todo los diversos presidentes que se han sucedido; después tantos miembros y consultores, entre los cuales estuvo el mismo Karol Wojtyła, que siguió con interés y clarividencia este Dicasterio desde sus primeros pasos; y después tantos laicos que han trabajado ahí con generosidad y competencia, y otros muchos que han trabajado silenciosamente en favor del laicado católico.
A la luz de este camino recorrido, es tiempo de mirar nuevamente con esperanza al futuro. Queda aún mucho por hacer ampliando los horizontes y aceptando los nuevos retos que la realidad nos presenta. Es de aquí que nace el proyecto de reforma de la Curia, en particular de la fusión de vuestro Dicasterio con el Consejo pontificio para la familia en conexión con la Academia para la vida. Os invito, por lo tanto, a acoger esta reforma, que os verá involucrados, como signo de valoración y estima por el trabajo que desempañáis y como signo de renovada confianza en la vocación y misión de los laicos en la Iglesia de hoy. El nuevo Dicasterio que nacerá tendrá como «timón» para proseguir en su navegación, por un lado la Christifideles laici y por el otro la Evangelii gaudium y la Amoris laetitia, que tienen como campos privilegiados de trabajo la familia y la defensa de la vida.
En este particular momento histórico, y en el contexto del Jubileo de la Misericordia, la Iglesia está llamada a tomar cada vez más conciencia de ser «la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas» y pecadora (Exhort. apost. Evangelii gaudium, 47); de ser Iglesia en permanente salida, «comunidad evangelizadora [...] que sabe tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos» (ibid., 24). Quisiera proponeros, como horizonte de referencia para vuestro futuro inmediato, un binomio que se podría formular así: «Iglesia en salida - laicado en salida». También vosotros, por lo tanto, alzad la mirada y mirad «fuera», mirad a los más «lejanos» del nuestro mundo, a tantas familias en dificultades y necesitadas de misericordia, a tantos campos de apostolado aún sin explorar, a los numerosos laicos de corazón bueno y generoso que voluntariamente pondrían al servicio del Evangelio sus energías, su tiempo, sus capacidades si fuesen convocados, valorados y acompañados con afecto y dedicación por parte de los pastores y de las instituciones eclesiásticas. Tenemos necesidad de laicos bien formados, animados por una fe genuina y límpida, cuya vida ha sido tocada por el encuentro personal y misericordioso con el amor de Cristo Jesús. Tenemos necesidad de laicos que arriesguen, que se ensucien las manos, que no tengan miedo de equivocarse, que sigan adelante. Tenemos necesidad de laicos con visión de futuro, no cerrados en la pequeñeces de la vida. Y lo he dicho a los jóvenes: tenemos necesidad de laicos con sabor a experiencia de vida, que se atrevan a soñar. Hoy es el momento en el que los jóvenes tienen necesidad de los sueños de los ancianos. En esta cultura del descarte no nos acostumbremos a descartar a los ancianos. Empujémosles, empujémosles para que sueñen y —como dice el profeta Joel— «tengan sueños», esa capacidad de soñar, y den a todos nosotros la fuerza de nuevas visiones apostólicas.
Agradezco a todos vosotros, queridos hermanos miembros y consultores, por el trabajo desempeñado al servicio de este Dicasterio, y os animo a abriros con docilidad y humildad a las novedades de Dios, que nos sorprenden y superan, pero que jamás nos decepcionan, así como lo hizo María, nuestra madre y maestra en la fe.
De corazón os imparto a todos vosotros y a vuestros seres queridos mi bendición. Y por favor, no os olvidéis de rezar por mí.
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