VIAJE APOSTÓLICO
DE SU SANTIDAD FRANCISCO A TIRANA (ALBANIA)
CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS CON SACERDOTES, RELIGIOSAS,
RELIGIOSOS, SEMINARISTAS Y MOVIMIENTOS LAICALES
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Catedral de Tirana
Domingo 21 de septiembre de 2014
Queridos hermanos y hermanas:
Había preparado unas palabras para decirles, y se las entregaré al Arzobispo para que se las haga llegar. La traducción ya está hecha. Se puede hacer llegar.
Pero ahora, quisiera decirles otra cosa… Hemos escuchado en la Lectura: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordia y Dios de todo consuelo; él nos consuela en todas nuestras luchas, para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios» (2 Cor 1,3-4). Es el texto sobre el que la Iglesia nos invita a reflexionar en la Vísperas de hoy. En estos dos últimos meses, me he preparado para esta visita leyendo la historia de la persecución en Albania. Y para mí ha sido una sorpresa: no sabía que su pueblo había sufrido tanto. Después, hoy, en el camino del aeropuerto a la plaza, todas esas fotografías de los mártires: se nota que este pueblo guarda aún memoria de sus mártires, que tanto sufrieron. Un pueblo de mártires… Y hoy al principio de esta celebración, he tocado a dos. Lo que les puedo decir es lo que ellos han dicho con su vida, con sus palabras sencillas… Contaban las cosas con una sencillez… pero con mucho dolor. Y nosotros les podemos preguntar: “¿Cómo han conseguido sobrevivir a tanta tribulación?”. Y nos dirán lo que hemos oído en este pasaje de la Segunda Carta a los Corintios: “Dios es Padre misericordioso y Dios de toda consolación. Él nos ha consolado”. Nos lo han dicho con esa sencillez. Han sufrido demasiado. Han sufrido físicamente, psíquicamente y también esa angustia de la incertidumbre: si los iban a fusilar o no, y así vivían, con esa angustia. Y el Señor los consolaba… Pienso en Pedro, en la cárcel, encadenado, con las cadenas; toda la Iglesia pedía por él. Y el Señor consoló a Pedro. Y a los mártires, y a estos dos que hemos escuchado hoy, el Señor los consoló porque había gente en la Iglesia, el pueblo de Dios –las viejecitas santas y buenas, tantas religiosas de clausura…– que rezaban por ellos. Y éste es el misterio de la Iglesia: cuando la Iglesia pide al Señor que consuele a su pueblo; y el Señor consuela humildemente, incluso a escondidas. Consuela en la intimidad del corazón y consuela con la fortaleza. Ellos –estoy seguro– no se enorgullecen de lo que han vivido, porque saben que ha sido el Señor quien los ha sostenido. Pero nos dicen algo. Nos dicen que para nosotros, que hemos sido llamados por el Señor a seguirlo de cerca, la única consolación viene de Él. Ay de nosotros si buscamos otro consuelo. Ay de los sacerdotes, de los religiosos, de las religiosas, de las novicias, de los consagrados cuando buscan consuelo lejos del Señor. No quiero “fustigarlos”, hoy, no quiero convertirme en “verdugo”, pero tengan la certeza de que si buscan consuelo en otra parte no serán felices. Más aún: no podrás consolar a nadie porque tu corazón no se ha abierto al consuelo del Señor. Y acabarás, como dice el gran Elías al pueblo de Israel, “cojeando de dos piernas”. “Bendito sea Dios Padre, Dios de todo consuelo; él nos consuela en todas nuestras luchas, para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios”. Es lo que han hecho estos dos hoy. Humildemente, sin pretensiones, sin orgullo, haciéndonos un servicio: consolarnos. Nos dicen también: “Somos pecadores, pero el Señor ha estado con nosotros. Éste es el camino. No se desanimen”. Perdonen si les pongo hoy de ejemplo, pero todos debemos ser ejemplo para los demás. Vayamos a casa pensando: hoy hemos tocado a los mártires.
Discurso entregado:
Queridos hermanos y hermanas:
Me alegro de poder tener este encuentro con ustedes en su querida tierra; doy gracias al Señor y les agradezco a todos su acogida. Así les puedo expresar mejor mi apoyo a su tarea evangelizadora.
Cuando su país salió de la dictadura, las comunidades eclesiales se pusieron en marcha de nuevo y reorganizaron la acción pastoral, afrontando con esperanza el futuro. Quiero expresar especialmente mi reconocimiento a aquellos pastores que pagaron un alto precio por su fidelidad a Cristo y por su decisión de permanecer unidos al Sucesor de Pedro. Fueron valientes ante las dificultades y las pruebas. Todavía se encuentran entre nosotros sacerdotes y religiosos que sufrieron cárcel y persecución, como la hermana y el hermano que han compartido su propia experiencia. Los abrazo conmovido y alabo a Dios por su fiel testimonio, que estimula a toda la Iglesia a seguir anunciando el Evangelio con alegría.
A partir de esta experiencia, la Iglesia en Albania puede crecer en espíritu misionero y en entrega apostólica. Conozco y valoro cómo se oponen decididamente a las nuevas formas de “dictadura” que amenazan con esclavizar a los individuos y a las comunidades. Si el régimen ateo intentaba acabar con la fe, estas dictaduras, de forma más encubierta, pueden hacer desaparecer la caridad. Me refiero al individualismo, a la rivalidad y a los enfrentamientos exacerbados: es una mentalidad mundana que puede contagiar también a la comunidad cristiana. No se desanimen ante estas dificultades, no tengan miedo de mantenerse en el camino del Señor. Él está siempre a su lado y los asiste con su gracia para que se apoyen unos a otros, para que sean comprensivos y misericordiosos y acepten a cada uno como es, para que cultiven la comunión fraterna.
La evangelización es más eficaz cuando cuenta con iniciativas compartidas y con una sincera colaboración entre las diversas realidades eclesiales y entre los misioneros y el clero local: esto requiere determinación para no cejar en la búsqueda de formas de trabajo común y de ayuda recíproca en los campos de la catequesis, de la educación católica, así como en la promoción humana y en la caridad. En estos ámbitos, es valiosa también la aportación de los movimientos eclesiales, dispuestos a planificar y trabajar en comunión con sus Pastores y entre ellos. Es lo que veo aquí: obispos, sacerdotes, religiosos y laicos, una Iglesia que quiere caminar en fraternidad y en unidad.
Cuando el amor a Cristo está por encima de todo, incluso de las legítimas exigencias particulares, entonces es posible salir de uno mismo, de nuestras “minucias” personales y grupales, y salir al encuentro de Jesús en los hermanos; sus llagas son todavía visibles hoy en el cuerpo de tantos hombres y mujeres que tienen hambre y sed, que son humillados, que están en la cárcel o en los hospitales. Y precisamente tocando y sanando con ternura esas llegas, es posible vivir en profundidad el Evangelio y adorar a Dios vivo en medio de nosotros.
¡Son muchos los problemas que se presentan cada día! Todos ellos los estimulan a lanzarse con pasión a una generosa actividad apostólica. Sin embargo, sabemos que nosotros solos no podemos hacer nada: «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (Sal 127,1). Esta certeza nos invita a dar cada día el espacio debido al Señor, a dedicarle tiempo, a abrirle el corazón, para que actúe en nuestra vida y en nuestra misión. Lo que el Señor promete a la oración confiada y perseverante supera cuanto podamos imaginar (cf. Lc 11,11-12): además de lo que pedimos, nos da también el Espíritu Santo. La dimensión contemplativa es así indispensable en medio de los compromisos más urgentes e importantes. Cuanto más nos llama la misión a ir a las periferias existenciales, más siente nuestro corazón la íntima necesidad de estar unido al de Cristo, lleno de misericordia y de amor.
Y teniendo en cuenta que aún se necesitan más sacerdotes y consagrados, el Señor les repite también hoy a ustedes: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9,37-38). No podemos olvidar que esta oración está precedida por una mirada: la mirada de Jesús que ve la abundancia de la cosecha. ¿Tenemos también nosotros esta mirada? ¿Sabemos reconocer la abundancia de los frutos que la gracia de Dios ha hecho crecer y la labor que hay que hacer en el campo del Señor? De esta mirada de fe sobre el campo de Dios, nace la oración, la petición cotidiana e insistente al Señor por las vocaciones sacerdotales y religiosas. Ustedes, queridos seminaristas, y ustedes, queridos postulantes y novicios, son fruto de esta oración del pueblo de Dios, que siempre precede y acompaña su respuesta personal. La Iglesia de Albania tiene necesidad de su entusiasmo y de su generosidad. El tiempo que hoy dedican a una sólida formación espiritual, teológica, comunitaria y pastoral, dará fruto oportuno en su futuro servicio al pueblo de Dios. La gente, más que maestros, busca testigos: testigos humildes de la misericordia y de la ternura de Dios; sacerdotes y religiosos configurados con Cristo Buen Pastor, capaces de comunicar a todos la caridad de Cristo.
En este sentido, junto a ustedes y a todo el pueblo de Albania, quiero dar gracias a Dios por tantos misioneros y misioneras, cuya acción ha sido determinante para que la Iglesia resurja en Albania y todavía hoy sigue teniendo gran relevancia. Ellos han contribuido notablemente a consolidar el patrimonio espiritual que obispos, sacerdotes, personas consagradas y laicos albaneses conservaron en medio de durísimas pruebas y tribulaciones. Pensemos en el gran trabajo hecho por los institutos religiosos para el relanzamiento de la educación católica: este trabajo merece reconocimiento y apoyo.
Queridos hermanos y hermanas, no se desanimen ante las dificultades; siguiendo las huellas de sus antepasados, den testimonio de Cristo con perseverancia, caminando “juntos con Dios, hacia la esperanza que no defrauda”. En este camino, siéntanse siempre acompañados y sostenidos por el afecto de toda la Iglesia. Les agradezco de corazón este encuentro y encomiendo a cada uno de ustedes y a sus comunidades, sus proyectos y esperanzas a la Santa Madre de Dios. Los bendigo afectuosamente y les pido, por favor, que recen por mí.
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana