DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS NUEVOS OBISPOS NOMBRADOS DURANTE EL AÑO
Sala Clementina
Jueves 18 de septiembre de 2014
Queridos hermanos:
Me complace encontraros ahora personalmente, porque en verdad debo decir que de algún modo ya os conocía. No hace mucho tiempo me fueron presentados por la Congregación para los obispos o por aquella para las Iglesias orientales. Sois frutos de un trabajo asiduo y de la incansable oración de la Iglesia que, cuando tiene que elegir a sus pastores, quiere actualizar esa noche entera que el Señor pasó en el monte, en presencia de su Padre, antes de llamar a los que quiso para estar con Él y para ser enviados al mundo.
Así que doy las gracias en las personas de los señores cardenales Ouellet y Sandri a todos los que contribuyeron a preparar vuestra elección como obispos y se entregaron por organizar estas jornadas de encuentro, seguramente fecundas, en las que se experimenta la alegría de ser obispos no aislados sino en comunión, sentir la corresponsabilidad del ministerio episcopal y la solicitud por toda la Iglesia de Dios.
Conozco vuestro curriculum y alimento grandes esperanzas en vuestras potencialidades. Ahora puedo finalmente asociar la primera impresión que tuve de las listas a los rostros, y tras haber oído hablar de vosotros, puedo personalmente escuchar el corazón de cada uno y fijar la mirada en cada uno para percibir las numerosas esperanzas pastorales que Cristo y su Iglesia depositan en vosotros. Es hermoso ver reflejado en el rostro el misterio de cada uno y poder leer lo que Cristo os ha escrito. Es consolador poder constatar que Dios no deja a su esposa sin pastores según su corazón.
Queridos hermanos, nuestro encuentro tiene lugar al inicio de vuestro camino episcopal. Ya pasó el estupor suscitado por vuestra elección; se superaron los primeros temores, cuando vuestro nombre fue pronunciado por el Señor; incluso las emociones vividas en la consagración ahora se van depositando gradualmente en la memoria y el peso de la responsabilidad se adapta, de alguna manera, a vuestros frágiles hombros. El aceite del Espíritu Santo versado sobre vuestras cabezas aún perfuma y al mismo tiempo va descendiendo sobre el cuerpo de la Iglesia encomendada a vosotros por el Señor. Ya habéis experimentado que el Evangelio abierto sobre vuestras cabezas se ha convertido en casa donde se puede vivir con el Verbo de Dios; y el anillo en vuestra mano derecha, que a veces aprieta mucho o algunas veces corre el riesgo de deslizarse, posee de cualquier manera la fuerza de unir vuestra vida a Cristo y a su Esposa.
Al encontraros por primera vez, os pido principalmente jamás dar por descontado el misterio que se os ha conferido, no perder el estupor ante el designio de Dios, ni el temor de caminar conscientemente en su presencia y en presencia de la Iglesia que es antes que nada suya. En algún lugar de sí mismo es necesario conservar protegido este don recibido, evitando que se desgaste, impidiendo que haya sido en vano.
Ahora, permitidme hablaros con sencillez sobre algunos temas que me interesan. Siento el deber de recordar a los pastores de la Iglesia el vínculo inseparable entre la presencia estable del obispo y el crecimiento de su rebaño. Toda reforma auténtica de la Iglesia de Cristo comienza por la presencia, la de Cristo que nunca falta, pero también la del pastor que gobierna en nombre de Cristo. Y esta no es una pía recomendación. Cuando el pastor está ausente o no se le encuentra, están en juego el cuidado pastoral y la salvación de las almas (decreto De reformatione del Concilio de Trento ix). Esto decía el Concilio de Trento, con mucha razón.
En efecto, en los pastores que Cristo concede a la Iglesia, Él mismo ama a su Esposa y da su vida por ella (cf. Ef 5, 25-27). El amor hace semejantes a quienes lo comparten, por ello todo lo que es bello en la Iglesia viene de Cristo, pero también es verdad que la humanidad glorificada del Esposo no ha despreciado nuestros rasgos. Dicen que después de años de intensa comunión de vida y fidelidad, también en las parejas humanas las huellas de la fisonomía de los esposos gradualmente se comunican mutuamente y ambos terminan por parecerse.
Vosotros estáis unidos por un anillo de fidelidad a la Iglesia que se os ha encomendado o que estáis llamados a servir. El amor por la Esposa de Cristo gradualmente os permite imprimir vuestra huella en su rostro y al mismo tiempo llevar en vosotros los rasgos de su fisonomía. Por ello es necesaria la intimidad, la asiduidad, la constancia, la paciencia.
No se necesitan obispos felices superficialmente; hay que excavar en profundidad para encontrar lo que el Espíritu continúa inspirando a vuestra Esposa. Por favor, no seáis obispos con fecha de caducidad, que necesitan cambiar siempre de dirección, como medicinas que pierden la capacidad de curar, o como los alimentos insípidos que hay que tirar porque han perdido ya su utilidad (cf. Mt 5, 13). Es importante no detener la fuerza sanadora que surge de lo íntimo del don que habéis recibido, y esto os defiende de la tentación de ir y venir sin meta, porque «no hay viento favorable para quien no sabe adónde va». Y nosotros hemos aprendido adónde vamos: vamos siempre a Jesús. Estamos en búsqueda de saber «dónde vive», porque jamás se agota su respuesta que dio a los primeros: «Venid y veréis» (Jn 1, 38-39).
Para vivir en plenitud en vuestras Iglesias es necesario vivir siempre en Él y no escapar de Él: vivir en su Palabra, en su Eucaristía, en las «cosas de su Padre» (cf. Lc 2, 49), y sobre todo en su cruz. No detenerse de pasada, sino quedarse largamente, como permanece inextinguible la lámpara encendida del Tabernáculo de vuestras majestuosas catedrales o humildes capillas, para que así en vuestra mirada el rebaño no deje de encontrar la llama del Resucitado. Por lo tanto, no obispos apagados o pesimistas, que, apoyados sólo en sí mismos y por lo tanto, rendidos ante la oscuridad del mundo o resignados a la aparente derrota del bien, ya en vano gritan que el fortín es asaltado. Vuestra vocación no es la de ser guardianes de un montón de derrotados, sino custodios del Evangelii gaudium, y por lo tanto, no podéis privaros de la única riqueza que verdaderamente tenemos para dar y que el mundo no puede darse a sí mismo: la alegría del amor de Dios.
Os pido además, que no os dejéis engañar por la tentación de cambiar de pueblo. Amad al pueblo que Dios os ha dado, incluso cuando hayan «cometido pecados grandes», sin cansaros de «acudir al Señor» para obtener el perdón y un nuevo inicio, aun a costa de ver eliminadas tantas falsas imágenes vuestras sobre el rostro divino o las fantasías que habéis alimentado sobre el modo de suscitar su comunión con Dios (cf. Ex 32, 30-31). Aprended el poder humilde pero irresistible de la sustitución vicaria, que es la única raíz de la redención.
También la misión, que ha llegado a ser tan urgente, nace de ese «ver dónde vive el Señor y permanecer con Él» (cf. Jn 1, 39). Sólo quien encuentra, permanece y vive, adquiere el atractivo y la autoridad para conducir el mundo a Cristo (cf. Jn 1, 40-42). Pienso en muchas personas que hay que llevar a Él. A vuestros sacerdotes, in primis. Hay muchos que ya no buscan dónde vive, o que viven en otras latitudes existenciales, algunos en los bajos fondos. Otros, olvidados de la paternidad episcopal o quizá cansados de buscarla en vano, ahora viven como si ya no existieran padres o se engañan de que no tienen necesidad de padres. Os exhorto a cultivar en vosotros, padres y pastores, un tiempo interior en el que se pueda encontrar espacio para vuestros sacerdotes: recibirles, acogerles, escucharles, guiarles. Os quisiera obispos fáciles de encontrar no por la cantidad de los medios de comunicación de los que disponéis, sino por el espacio interior que ofrecéis para acoger a las personas y sus necesidades concretas, dándoles la totalidad y la amplitud de la enseñanza de la Iglesia, y no un catálogo de añoranzas. Y que la acogida sea para todos sin discriminación, ofreciendo la firmeza de la autoridad que hace crecer, y la dulzura de la paternidad que engendra. Y, por favor, no caigáis en la tentación de sacrificar vuestra libertad rodeándoos de séquitos y cortes o coros de aprobación, puesto que en los labios del obispo la Iglesia y el mundo tienen el derecho de encontrar siempre el Evangelio que hace libres.
Luego está el Pueblo de Dios encomendado a vosotros. Cuando, en el momento de vuestra consagración, el nombre de vuestra Iglesia fue proclamado, se reflejaba el rostro de los que Dios os estaba dando. Este pueblo tiene necesidad de vuestra paciencia para curarlo, para hacerlo crecer. Sé bien lo desierto que se ha hecho nuestro tiempo. Se necesita, luego, imitar la paciencia de Moisés para guiar a vuestra gente, sin miedo a morir como exiliados, pero gastando hasta vuestra última energía no por vosotros sino para hacer que Dios entre en los que guiais. Nada es más importante que introducir a las personas en Dios. Os confío, sobre todo a los jóvenes y a los ancianos. Los primeros porque son nuestras alas, y los segundos porque son nuestras raíces. Alas y raíces sin las cuales no sabemos quiénes somos y ni siquiera adónde tenemos que ir.
Al final de nuestro encuentro permitid al sucesor de Pedro que os mire profundamente desde lo alto del misterio que nos une de modo irrevocable. Hoy viendoos en vuestras diversas fisonomías, que reflejan la inagotable riqueza de la Iglesia extendida en toda la tierra, el obispo de Roma abraza la católica. No es necesario recordar las singulares y dramáticas situaciones de nuestros días. Cuánto quisiera que resonara, por medio de vosotros, en cada Iglesia un mensaje de aliento. Al regresar a vuestras casas, donde estas se encuentren, llevad por favor el saludo de afecto del Papa y asegurad a la gente que está siempre en su corazón.
Veo en vosotros centinelas, capaces de despertar vuestras Iglesias, levantándoos antes del alba o en medio de la noche para avivar la fe, la esperanza, la caridad; sin dejaros adormecer o conformar con el lamento nostálgico de un pasado fecundo pero ahora declinado. Excavad todavía en vuestras fuentes, con la valentía de remover las incrustaciones que han cubierto la belleza y el vigor de vuestros antepasados peregrinos y misioneros que han erigido Iglesias y creado civilizaciones.
Veo en vosotros a hombres capaces de cultivar y de hacer madurar los campos de Dios, en los que los nuevos sembradíos esperan manos dispuestas a irrigar cotidianamente esperando cosechas generosas.
Veo finalmente en vosotros pastores capaces de reconstruir la unidad, tejer redes, remendar, vencer la fragmentación. Dialogad con respeto con las grandes tradiciones en las que estáis inmersos, sin miedo de perderos y sin necesidad de defender vuestras fronteras, porque la identidad de la Iglesia está definida por el amor de Cristo que no conoce frontera. Incluso custodiando la pasión por la verdad, no gastéis energías para contraponerse o enfrentarse sino para construir y amar.
Así, centinelas, hombres capaces de cuidar los campos de Dios, pastores que caminan delante, en medio y detrás del rebaño, os despido, os abrazo, deseando fecundidad, paciencia, humildad y mucha oración. Gracias.
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