DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS DIRIGENTES Y OBREROS DE LAS FÁBRICAS DE ACERO DE TERNI
Y A LOS FIELES DE LA DIÓCESIS DE TERNI-NARNI-AMELIA
Aula Pablo VI
Jueves 20 de marzo de 2014
Doy mi cordial bienvenida a cada uno de vosotros. La ocasión que os ha motivado a venir es el 130° aniversario de la fundación de las acererías de Terni, símbolo de capacidad empresarial y laboral que han hecho célebre este nombre más allá de las fronteras de Italia. Saludo a vuestro Pastor, monseñor Ernesto Vecchi, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido y sobre todo el servicio que realiza en la Iglesia de Terni-Narni-Amelia. Es un servicio que desempeña en el momento de su vida en que tendría el derecho a descansar, y, en lugar de reposar, continúa trabajando: gracias, monseñor Vecchi, ¡muchas gracias! Saludo a las autoridades civiles, como también a los sacerdotes, las personas consagradas, los fieles laicos, las diversas realidades sociales y los distintos componentes de vuestra comunidad diocesana.
Este encuentro me ofrece la posibilidad de renovar la cercanía de toda la Iglesia, no sólo a la sociedad de «Aceros especiales de Terni», sino también a las empresas de vuestro territorio y, más en general, a todo el mundo del trabajo. Ante el actual desarrollo de la economía y la dificultad que atraviesa la actividad laboral, es necesario reafirmar que el trabajo es una realidad esencial para la sociedad, para las familias y para los individuos. El trabajo, en efecto, concierne directamente a la persona, su vida, su libertad y su felicidad. El valor principal del trabajo es el bien de la persona humana, porque la realiza como tal, con sus actitudes y capacidades intelectivas, creativas y manuales. De aquí deriva que el trabajo no tiene solamente una finalidad económica y de ganancia, sino sobre todo una finalidad que implica al hombre y su dignidad. La dignidad del hombre está vinculada al trabajo. He escuchado a algunos jóvenes obreros que están sin trabajo, y me han dicho esto: «Padre, en casa —mi esposa, mis hijos— comemos todos los días, porque en la parroquia, o en el club, o en la Cruz Roja nos dan de comer. Pero, Padre, yo no sé lo que significa traer el pan a casa, y tengo necesidad de comer, pero necesito tener la dignidad de llevar el pan a casa». ¡Y esto es el trabajo! Y si falta el trabajo se lastima esta dignidad. Quien está desocupado o subempleado corre el peligro, en efecto, de ser colocado a los márgenes de la sociedad, de convertirse en una víctima de la exclusión social. Muchas veces sucede que las personas sin trabajo —pienso sobre todo en los numerosos jóvenes actualmente desempleados— caen en el desaliento crónico o, peor, en la apatía.
¿Qué podemos decir ante el gravísimo problema de la desocupación que afecta a diversos países europeos? Es la consecuencia de un sistema económico que ya no es capaz de crear trabajo, porque ha puesto en el centro a un ídolo, ¡que se llama dinero! Por lo tanto, los diversos entes políticos, sociales y económicos están llamados a favorecer un planteamiento distinto, basado en la justicia y en la solidaridad. Esta palabra, en este momento, corre el riesgo de ser excluida del diccionario. Solidaridad: parece como una palabra fea. ¡No! La solidaridad es importante, pero este sistema no la quiere, prefiere excluirla. Esta solidaridad humana que asegura a todos la posibilidad de desempeñar una actividad laboral digna. El trabajo es un bien de todos, que debe estar al alcance de todos. La fase de grave dificultad y desocupación se debe afrontar con los instrumentos de la creatividad y la solidaridad. La creatividad de empresarios y artesanos valientes, que miran al futuro con confianza y esperanza. Y la solidaridad entre todos los componentes de la sociedad, que renuncian a algo, adoptan un estilo de vida más sobrio, para ayudar a quienes se encuentran en una condición de necesidad.
Este gran desafío interpela a toda la comunidad cristiana. Por ello habéis venido hoy aquí juntos: acererías, obispo, comunidad diocesana. Y por esto la historia contemporánea de vuestra Iglesia está inseparablemente vinculada a la visita del beato Juan Pablo II a las acererías. Toda la Iglesia está comprometida en una conversión pastoral y misionera, como ha destacado vuestro obispo. A este respecto, el compromiso principal es siempre el de reavivar las raíces de la fe y de vuestra adhesión a Jesucristo. Aquí está el principio que inspira las decisiones de un cristiano: su fe. ¡La fe mueve montañas! La fe cristiana es capaz de enriquecer a la sociedad gracias a la carga de fraternidad concreta que lleva en sí misma. Una fe acogida con alegría, vivida a fondo y con generosidad puede dar a la sociedad una fuerza humanizante. Por lo tanto, todos estamos llamados a buscar modos siempre nuevos para testimoniar con valentía una fe viva y vivificante.
Queridos hermanos y hermanas, no dejéis jamás de esperar en un futuro mejor. Luchad por esto, luchad. No os dejéis atrapar por el vórtice del pesimismo, ¡por favor! Si cada uno hace lo que le corresponde, si todos ponen siempre en el centro a la persona humana, no el dinero, con su dignidad, si se consolida una actitud de solidaridad y compartir fraterno, inspirada en el Evangelio, se podrá salir del pantano de una estación económica y laboral ardua y difícil.
Con esta esperanza, invoco la maternal intercesión de la Virgen María sobre vosotros y sobre toda la diócesis, especialmente sobre el mundo del trabajo, las familias en dificultad, para que no pierdan la dignidad que da el trabajo, sobre los niños y jóvenes y sobre los ancianos.
Todos nosotros, ahora, sentados como estamos, oremos a la Virgen, que es nuestra Madre, para que nos conceda la gracia de trabajar juntos con creatividad, solidaridad y fe. Ave María...
Os bendiga Dios Omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Y os pido, por favor, rezad por mí. Gracias.
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