DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LA COMUNIDAD DE SAN EGIDIO
Basílica de Santa María en Trastévere
Domingo 15 de junio de 2014
Queridos amigos:
Vengo a visitar a la Comunidad de San Egidio aquí en el Trastévere, donde nació. ¡Gracias por vuestra calurosa acogida!
Estamos reunidos aquí en torno a Cristo que, desde lo alto del mosaico, nos mira con ojos tiernos y profundos, juntamente con la Virgen María, que rodea con su brazo. Esta antigua basílica se ha convertido en lugar de oración cotidiana para muchos romanos y peregrinos. Rezar en el centro de la ciudad no quiere decir olvidar las periferias humanas y urbanas. Significa escuchar y acoger aquí el Evangelio del amor para ir al encuentro de los hermanos y hermanas en las periferias de la ciudad y del mundo.
Cada iglesia, cada comunidad, está llamada a esto en la vida agitada y a veces confusa de la ciudad. Todo comienza con la plegaria. La oración preserva al hombre anónimo de la ciudad de las tentaciones que pueden ser también las nuestras: el protagonismo por el cual todo gira en torno a sí, la indiferencia, el victimismo. La oración es la primera obra de vuestra Comunidad, y consiste en escuchar la Palabra de Dios —este pan, el pan que nos da fuerza, que nos hace seguir adelante— pero también en dirigir los ojos a Él, como en esta basílica: «Contempladlo y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará», dice el Salmo (34, 6).
Quien contempla al Señor, ve a los demás. También vosotros habéis aprendido a ver a los demás, en especial a los más pobres; y os deseo que viváis lo que ha dicho el profesor Riccardi, que entre vosotros se confunde quien ayuda y quien es ayudado. Una tensión que lentamente cesa de ser tensión para convertirse en encuentro, abrazo: se confunde quien ayuda y quien recibe ayuda. ¿Quién es el protagonista? Los dos, o, mejor dicho, el abrazo.
En los pobres está presente Jesús, que se identifica con ellos. San Juan Crisóstomo escribió: «El Señor se acerca a ti con actitud de necesitado...» (In Matthaeum Homil. lXVI, 3: pg 58, 629). Sois y seguís siendo una Comunidad con los pobres. Veo entre vosotros también a muchos ancianos. Me alegra que seáis sus amigos y estéis cerca de ellos. El trato a los ancianos, así como el que se da a los niños, es un indicador para ver la calidad de una sociedad. Cuando los ancianos son descartados, cuando los ancianos son aislados y a veces se apagan sin afecto, es una mala señal. Cuán buena es, en cambio, esa alianza que veo aquí entre jóvenes y ancianos donde todos reciben y dan. Los ancianos y su oración son una riqueza para San Egidio. Un pueblo que no cuida a sus ancianos, que no se preocupa de sus jóvenes, es un pueblo sin futuro, un pueblo sin esperanza. Porque los jóvenes —los niños, los jóvenes— y los ancianos llevan adelante la historia. Los niños, los jóvenes, con su fuerza biológica, es justo. Los ancianos, dándoles la memoria. Pero cuando una sociedad pierde la memoria, se acaba, se acaba. Es malo ver una sociedad, un pueblo, una cultura que ha perdido la memoria. La abuela de noventa años que ha hablado —¡muy bien!— nos ha dicho que existe este recurso del descarte, esta cultura del descarte. Para mantener un equilibrio así, donde en el centro de la economía mundial no están el hombre y la mujer, sino que está el ídolo del dinero, es necesario descartar cosas. Se descartan los niños: nada de niños. Pensemos sólo en la tasa de crecimiento de los niños en Europa: en Italia, España, Francia... Y se descartan los ancianos, con actitudes detrás de las cuales hay una eutanasia oculta, una forma de eutanasia. No sirven, y lo que no sirve se descarta. Lo que no produce se descarta. Y hoy la crisis es tan grande que se descartan a los jóvenes: cuando pensamos en esos 75 millones de jóvenes de 25 años para abajo, que son «ni-ni»: ni trabajo, ni estudio. No tienen nada. Sucede hoy, en esta Europa cansada, como lo ha dicho usted. En esta Europa que se ha cansado; no ha envejecido, no, está cansada. No sabe qué hacer. Un amigo mío me hacía una pregunta, hace tiempo: por qué yo no hablo de Europa. Y le tendí una trampa, le dije: «¿Usted me ha oído cuando he hablado de Asia?», y se dio cuenta de que era una trampa. Hoy hablo de Europa. La Europa que está cansada. Debemos ayudarle a rejuvenecer, a encontrar sus raíces. Es verdad: ha renegado de sus raíces. Es verdad. Pero debemos ayudarle a volver a encontrarlas.
Desde los pobres y los ancianos se empieza a cambiar la sociedad. Jesús dijo de sí mismo: «La piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular» (Mt 21, 42). También los pobres son en cierto sentido «la piedra angular» para la construcción de la sociedad. Hoy, lamentablemente, una economía especulativa los hace cada vez más pobres, privándolos de lo esencial, como la casa y el trabajo. ¡Es inaceptable! Quien vive la solidaridad no lo acepta y actúa. Y a esta palabra «solidaridad» muchos quieren quitarla del diccionario, porque a una cierta cultura le parece una palabrota. ¡No! La solidaridad es una palabra cristiana. Y por esto sois familia de los que no tienen casa, amigos de las personas con discapacidad, que, al ser amados, expresan tanta humanidad. Veo aquí, además, a muchos «nuevos europeos», inmigrantes llegados después de viajes dolorosos y peligrosos. La Comunidad los acoge con atención y muestra que el extranjero es un hermano nuestro a quien hay que conocer y ayudar. Y esto nos rejuvenece.
Desde aquí, desde Santa María en Trastévere, dirijo mi saludo a quienes participan en vuestra comunidad en otros países del mundo. Aliento también a ellos a ser amigos de Dios, de los pobres y de la paz: quien vive así encontrará bendición en la vida y será bendición para los demás.
En algunos países que sufren por la guerra, vosotros tratáis de mantener viva la esperanza de la paz. Trabajar por la paz no da resultados rápidos, pero es una obra de artesanos pacientes, que buscan lo que une y dejan de lado lo que divide, como decía san Juan XXIII.
Es necesario más oración y más diálogo: esto es necesario. El mundo se ahoga sin diálogo. Pero el diálogo es posible sólo a partir de la propia identidad. Yo no puedo aparentar tener otra identidad para dialogar. No, no se puede dialogar así. Yo tengo esta identidad, pero dialogo, porque soy persona, porque soy hombre, soy mujer; y el hombre y la mujer tienen esta posibilidad de dialogar sin negociar la propia identidad. El mundo se ahoga sin diálogo: por ello también vosotros dad vuestra aportación para promover la amistad entre las religiones.
Seguid adelante por este camino: plegaria, pobres y paz. Y caminando así ayudáis a hacer crecer la compasión en el corazón de la sociedad —que es la verdadera revolución, la de la compasión y de la ternura—, a hacer crecer la amistad en lugar de los fantasmas de la enemistad y de la indiferencia.
Que el Señor Jesús, que desde lo alto del mosaico abraza a su Santísima Madre, os sostenga siempre y os abrace a todos junto con ella en su misericordia. La necesitamos, la necesitamos mucho. Este es el tiempo de la misericordia. Rezo por vosotros, y vosotros rezad por mí. Gracias.
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