VISITA A LA CASA DE ACOGIDA "DONO DI MARIA":
ENCUENTRO CON LAS MISIONERAS DE LA CARIDAD,
LOS HUÉSPEDES Y LOS VOLUNTARIOS
PALABRAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Martes 21 de mayo de 2013
Queridos hermanos y hermanas, buenas tardes.
Os dirijo a todos un afectuoso saludo; de modo del todo especial a vosotros, queridos huéspedes de esta Casa, que es sobre todo vuestra, porque para vosotros se pensó e instituyó. Doy las gracias a cuantos, de diversas maneras, sostienen esta bella realidad del Vaticano. Mi presencia esta tarde quiere ser ante todo un gracias sincero a las Misioneras de la Caridad, fundadas por la beata Teresa de Calcuta, que trabajan aquí desde hace 25 años, con numerosos voluntarios, a favor de tantas personas necesitadas de ayuda. ¡Gracias de corazón! Vosotras, queridas Hermanas junto a los Misioneros de la Caridad y a los colaboradores, hacéis visible el amor de la Iglesia por los pobres. Con vuestro servicio cotidiano sois —como dice un Salmo— la mano de Dios que sacia el hambre de todo viviente (cf. Sal 145, 16). En estos años, ¡cuántas veces os habéis inclinado hacia quien lo necesita, como el buen samaritano, le habéis mirado a los ojos, le habéis dado la mano para aliviarle! ¡Cuántas bocas habéis saciado con paciencia y dedicación! ¡Cuántas heridas, especialmente espirituales, habéis vendado! Hoy desearía detenerme en tres palabras que os son familiares: Casa, don y María.
Esta estructura, querida e inaugurada por el beato Juan Pablo II—¡esto es algo entre santos, entre beatos! Juan Pablo II, Teresa de Calcuta; y la santidad ha pasado; ¡es bello esto!— es una «casa». Y cuando decimos «casa» entendemos un lugar de acogida, una morada, un ambiente humano donde estar bien, reencontrarse a uno mismo, sentirse introducido en un territorio, en una comunidad. Más profundamente todavía, «casa» es una palabra de sabor típicamente familiar, que recuerda el calor, el afecto, el amor que se pueden experimentar en una familia. La «casa» entonces representa la riqueza humana más preciosa, la del encuentro, la de las relaciones entre las personas, distintas por edad, por cultura y por historia, pero que viven juntas y que juntas se ayudan a crecer. Precisamente por esto la «casa» es un lugar decisivo en la vida, donde la vida crece y se puede realizar, porque es un lugar donde cada persona aprende a recibir amor y a donar amor. Esta es la «casa». Y esto busca ser desde hace 25 años también esta casa. En el límite entre el Vaticano e Italia, representa una fuerte llamada a todos nosotros, a la Iglesia, a la ciudad de Roma, para ser cada vez más familia, «casa» en la que se está abierto a la acogida, a la atención, a la fraternidad.
Hay también una segunda palabra muy importante: la palabra «don», que califica esta Casa y define su identidad típica. Es una Casa, en efecto, que se caracteriza por el don, y por el don recíproco. ¿Qué es lo que quiero decir? Quiero decir que esta Casa dona acogida, apoyo material y espiritual a vosotros, queridos huéspedes, procedentes de distintas partes del mundo; pero también vosotros sois un don para esta Casa y para la Iglesia. Vosotros nos decís que amar a Dios y al prójimo no es algo abstracto, sino profundamente concreto: quiere decir ver en cada persona el rostro del Señor que hay que servir, y servirle concretamente. Y vosotros sois, queridos hermanos y hermanas, el rostro de Jesús. ¡Gracias! Vosotros «donáis» la posibilidad, a cuantos trabajan en este lugar, de servir a Jesús en quien se encuentra en dificultad, en quien necesita ayuda. Así que esta Casa es una luminosa transparencia de la caridad de Dios, que es un Padre bueno y misericordioso para todos. Aquí se vive una hospitalidad abierta, sin distinción de nacionalidad o de religión, según la enseñanza de Jesús: «Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10, 8). Debemos recuperar todos el sentido del don, de la gratuidad, de la solidaridad. Un capitalismo salvaje ha enseñado la lógica del beneficio a cualquier precio; de dar para obtener; de la explotación sin contemplar a las personas... y los resultados los vemos en la crisis que estamos viviendo. Esta Casa es un lugar que educa en la caridad, una «escuela» de caridad que enseña a ir al encuentro de cada persona, no por beneficio, sino por amor. La música —digámoslo así— de esta Casa es el amor. ¡Y esto es bello! Y me gusta que seminaristas de todo el mundo vengan aquí para tener una experiencia directa de servicio. Los futuros sacerdotes pueden así vivir de modo concreto un aspecto esencial de la misión de la Iglesia y atesorarlo para su ministerio pastoral.
Finalmente hay una última característica de esta Casa: esta se califica como un don «de María». La Virgen Santa hizo de su existencia un don incesante y precioso a Dios, porque amaba al Señor. María es un ejemplo y un estímulo para quienes viven en esta Casa, y para todos nosotros, a fin de vivir la caridad hacia el prójimo, no por una especie de deber social, sino partiendo del amor de Dios, de la caridad de Dios. Y también —como hemos oído de la Madre— María es quien nos lleva a Jesús y nos enseña cómo ir donde Jesús; y la Madre de Jesús es nuestra y hace familia, con nosotros y con Jesús. Para nosotros, cristianos, el amor al prójimo nace del amor de Dios y es de ello la más límpida expresión. Aquí se busca amar al prójimo, pero también dejarse amar por el prójimo. Estas dos actitudes caminan juntas; no puede haber una sin la otra. En el papel con membrete de las Misioneras de la Caridad están impresas estas palabras de Jesús: «Todo lo que hayáis hecho a uno de estos, mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). Amar a Dios en los hermanos y amar a los hermanos en Dios.
Queridos amigos, gracias de nuevo a cada uno de vosotros. Oro para que esta Casa siga siendo un lugar de acogida, de don, de caridad, en el corazón de nuestra ciudad de Roma. Que la Virgen María vele siempre por vosotros y os acompañe mi bendición. Gracias.
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