DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LAS JORNADAS DEDICADAS
A LOS REPRESENTANTES PONTIFICIOS
Sala Clementina
Viernes 21 de junio de 2013
Queridos hermanos:
Estos días, en el Año de la fe, constituyen una ocasión que el Señor ofrece para orar juntos, para reflexionar juntos y para vivir un momento fraterno. Agradezco al cardenal Bertone las palabras que me ha dirigido en nombre de todos, pero desearía dar las gracias a cada uno de vosotros por vuestro servicio que me ayuda en la solicitud por todas las Iglesias, en ese ministerio de unidad que es central para el Sucesor de Pedro. Vosotros me representáis en las Iglesias extendidas en todo el mundo y ante los Gobiernos, pero veros hoy tan numerosos me da también el sentido de la catolicidad de la Iglesia, de su aliento universal. ¡De todo corazón gracias! Vuestro trabajo es un trabajo —la palabra que me surge es «importante», pero es una palabra formal—; vuestro trabajo es más que importante, es un trabajo de hacer Iglesia, de construir la Iglesia. Entre las Iglesias particulares y la Iglesia universal, entre los obispos y el Obispo de Roma. No sois intermediarios, sois más bien mediadores, que, con la mediación, hacéis la comunión. Algunos teólogos, estudiando la eclesiología, hablan de Iglesia local y dicen que los representantes pontificios y los presidentes de las Conferencias episcopales hacen una Iglesia local que no es de institución divina, es organizativa pero ayuda a que la Iglesia vaya adelante. Y el trabajo más importante es el de la mediación, y para mediar es necesario conocer. No conocer sólo los documentos —que es muy importante leer documentos y son muchos—, sino conocer a las personas. Por ello considero que la relación personal entre el Obispo de Roma y vosotros es algo esencial. Es verdad, está la Secretaría de Estado que nos ayuda, pero este último punto, la relación personal, es importante. Y debemos hacerlo, desde las dos partes.
He pensado en esta reunión y os ofrezco pensamientos sencillos sobre algunos aspectos, diría existenciales, de vuestro ser representantes pontificios. Son cosas sobre las que he reflexionado en mi corazón, sobre todo pensando en ponerme junto a cada uno de vosotros. En este encuentro no querría deciros palabras meramente formales o palabras de circunstancias; perjudicarían a todos, a vosotros y a mí. Lo que os digo ahora viene del interior, os lo aseguro, y me interesa mucho.
Ante todo desearía subrayar que vuestra vida es una vida de nómadas. Lo he pensado muchas veces: ¡pobres hombres! Cada tres, cuatro años para los colaboradores, un poco más para los nuncios, cambiáis de sitio, pasáis de un continente a otro, de un país a otro, de una realidad de Iglesia a otra, a menudo muy distinta; estáis siempre con la maleta en la mano. Me hago la pregunta: ¿qué nos dice a todos nosotros esta vida? ¿Qué sentido espiritual tiene? Diría que da el sentido del camino, que es central en la vida de fe, empezando por Abrahán, hombre de fe en camino: Dios le pidió que dejara su tierra, sus seguridades, para ir, confiando en una promesa, que no ve, pero que conserva sencillamente en el corazón como esperanza que Dios le ofrece (cf. Gn 12, 1-9). Y esto comporta dos elementos, a mi juicio. Ante todo la mortificación, porque verdaderamente ir con la maleta en la mano es una mortificación, el sacrificio de despojarse de cosas, de amigos, de vínculos y empezar siempre de nuevo. Y esto no es fácil; es vivir en lo provisional, saliendo de uno mismo, sin tener un lugar donde echar raíces, una comunidad estable, y sin embargo, amando a la Iglesia y al país a los que estáis llamados a servir. Un segundo aspecto que comporta este ser nómadas, siempre en camino, es el que se nos describe en el capítulo undécimo de la Carta a los Hebreos. Enumerando los ejemplos de fe de los padres, el autor afirma que ellos vieron los bienes prometidos y los saludaron de lejos —es bella esta imagen—, declarando que eran peregrinos en esta tierra (cf. 11. 13). Es un gran mérito una vida así, una vida como la vuestra, cuando se vive con la intensidad del amor, con la memoria operante de la primera llamada.
Desearía detenerme un momento en el aspecto de «ver de lejos», contemplar las promesas desde lejos, saludarlas de lejos. ¿Qué miraban de lejos los padres del Antiguo Testamento? Los bienes prometidos por Dios. Cada uno de nosotros se puede preguntar: ¿cuál es mi promesa? ¿Qué es lo que miro? ¿Qué busco en la vida? Lo que la memoria fundante nos impulsa a buscar es el Señor, Él es el bien prometido. Esto jamás nos debe parecer algo por descontado. El 25 de abril de 1951, en un célebre discurso, el entonces sustituto de la Secretaría de Estado, monseñor Montini, recordaba que la figura del representante pontificio «es la de uno que tiene verdaderamente la conciencia de llevar a Cristo consigo», como el bien precioso que hay que comunicar, anunciar, representar. Los bienes, las perspectivas de este mundo, acaban por desilusionar, empujan a no conformarse nunca; el Señor es el bien que no desilusiona, el único que no decepciona. Y esto exige un desapego de uno mismo que se puede alcanzar sólo con una relación constante con el Señor y la unificación de la vida en torno a Cristo. Y esto se llama familiaridad con Jesús. La familiaridad con Jesucristo debe ser el alimento cotidiano del representante pontificio, porque es el alimento que nace de la memoria del primer encuentro con Él y porque constituye también la expresión cotidiana de fidelidad a su llamada. Familiaridad. Familiaridad con Jesucristo en la oración, en la celebración eucarística, que nunca hay que descuidar, en el servicio de la caridad.
Existe siempre el peligro, también para los hombres de Iglesia, de ceder a lo que llamo, retomando una expresión de De Lubac, la «mundanidad espiritual»: ceder al espíritu del mundo, que lleva a actuar para la propia realización y no para la gloria de Dios (cf. Meditazione sulla Chiesa, Milán 1979, p. 269), a esa especie de «burguesía del espíritu y de la vida» que empuja a acomodarse, a buscar una vida cómoda y tranquila. A los alumnos de la Academia eclesiástica pontificia he recordado cómo, para el beato Juan XXIII, el servicio como representante pontificio fue uno de los ámbitos, y no secundario, en el que tomó forma su santidad, y cité algunos pasajes del Diario del alma que se referían precisamente a este largo tramo de su ministerio. Él afirmaba que había comprendido cada vez más que, para la eficacia de su acción, tenía que podar continuamente la viña de su vida de lo que sólo es hojarasca inútil e ir directo a lo esencial, que es Cristo y su Evangelio; si no, se corre el riesgo de llevar al ridículo una misión santa (cf. Giornale dell’Anima, Cinisello Balsamo 2000, pp. 513-514). Es una palabra fuerte ésta, la del ridículo, pero es verdadera: ceder al espíritu mundano nos expone sobre todo a nosotros, pastores, al ridículo; podremos tal vez recibir algún aplauso, pero los mismos que parecen aprobarnos después nos criticarán a nuestras espaldas. Esta es la regla común.
¡Pero nosotros somos pastores! ¡Y jamás debemos olvidarlo! Vosotros, queridos representantes pontificios, sois presencia de Cristo, sois presencia sacerdotal, de pastores. Cierto, no enseñaréis a una porción particular del Pueblo de Dios que os haya sido encomendada; no estaréis en la guía de una Iglesia local, pero sois pastores que sirven a la Iglesia, con papel de alentar, de ser ministros de comunión, y también con la tarea, no siempre fácil, de volver a llamar. ¡Haced siempre todo con profundo amor! También en las relaciones con las autoridades civiles y los colegas sois pastores: buscad siempre el bien, el bien de todos, el bien de la Iglesia y de cada persona. Pero esta labor pastoral, como he dicho, se hace con la familiaridad con Jesucristo en la oración, en la celebración eucarística, en las obras de caridad: ahí está presente el Señor. Pero por vuestra parte se debe hacer también con la profesionalidad, y será como vuestro —se me ocurre decir una palabra— vuestro cilicio, vuestra penitencia: hacer siempre con profesionalidad las cosas, porque la Iglesia os quiere así. Y cuando un representante pontificio no hace las cosas con profesionalidad, pierde igualmente la autoridad.
Desearía concluir diciendo también una palabra sobre uno de los puntos importantes de vuestro servicio como representantes pontificios, al menos para la gran mayoría: la colaboración a las provisiones episcopales. Conocéis la célebre expresión que indica un criterio fundamental en la elección de quien debe gobernar: si sanctus est oret pro nobis, si doctus est doceat nos, si prudens est regat nos —si es santo que ruegue por nosotros, si es docto que nos enseñe, si es prudente que nos gobierne—. En la delicada tarea de llevar a cabo la investigación para los nombramientos episcopales, estad atentos a que los candidatos sean pastores cercanos a la gente: este es el primer criterio. Pastores cercanos a la gente. Es un gran teólogo, una gran cabeza: ¡que vaya a la universidad, donde hará mucho bien! ¡Pastores! ¡Los necesitamos! Que sean padres y hermanos, que sean mansos, pacientes y misericordiosos; que amen la pobreza, interior como libertad para el Señor, y también exterior como sencillez y austeridad de vida; que no tengan una psicología de «príncipes». Estad atentos a que no sean ambiciosos, que no busquen el episcopado; se dice que el beato Juan Pablo II, en una primera audiencia que tuvo con el cardenal prefecto de la Congregación para los obispos, éste le hizo la pregunta sobre el criterio de elección de los candidatos al episcopado, y el Papa con su voz particular: «El primer criterio: volentes nolumus». Los que buscan el episcopado... no, no funciona. Y que sean esposos de una Iglesia, sin estar en constante búsqueda de otra. Que sean capaces de «guardar» el rebaño que les será confiado, o sea, de tener solicitud por todo lo que lo mantiene unido; de «velar» por él, de prestar atención a los peligros que lo amenazan; pero sobre todo capaces de «velar» por el rebaño, de estar en vela, de cuidar la esperanza, que haya sol y luz en los corazones; de sostener con amor y con paciencia los designios que Dios obra en su pueblo. Pensemos en la figura de san José que vela por María y Jesús, en su solicitud por la familia que Dios le ha confiado, y en la mirada atenta con la que la guía para evitar los peligros. Por ello, que los pastores sepan estar ante el rebaño a fin de indicar el camino, en medio del rebaño para mantenerlo unido, detrás del rebaño para evitar que nadie se quede atrás y porque el rebaño mismo tiene, por así decirlo, el olfato de encontrar el camino. ¡El pastor debe moverse así!
Queridos representantes pontificios, son sólo algunos pensamientos que me salen del corazón; he pensado mucho antes de escribir esto: ¡esto lo he escrito yo! He pensado mucho y he orado. Estos pensamientos me salen del corazón; con ellos no pretendo decir cosas nuevas —no, nada de lo que he dicho es nuevo—, pero sobre ellos os invito a reflexionar para el servicio importante y precioso que prestáis a toda la Iglesia. Vuestra vida es una vida a menudo difícil, a veces en lugares de conflicto —lo sé bien: he hablado con uno de vosotros en este tiempo, dos veces. ¡Cuánto dolor, cuánto sufrimiento! Una continua peregrinación sin la posibilidad de echar raíces en un lugar, en una cultura, en una realidad eclesial específica. Pero es una vida que camina hacia las promesas y las saluda de lejos. Una vida en camino, pero siempre con Jesucristo que os lleva de la mano. Esto es seguro: Él os lleva de la mano. ¡Gracias de nuevo por esto! Nosotros sabemos que nuestra estabilidad no está en las cosas, en los propios proyectos o en las ambiciones, sino en ser verdaderos pastores que tienen fija la mirada en Cristo. ¡De nuevo gracias! Por favor, os pido que oréis por mí, porque lo necesito. Que el Señor os bendiga y la Virgen os proteja. Gracias.
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