MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN UN ENCUENTRO CON INSITITUCIONES
Y ORGANISMOS DE AYUDA A LA IGLESIA DE AMÉRICA LATINA
[Bogotá, 4-8 de marzo de 2024]
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Querido Cardenal Robert Prevost,
Presidente de la Pontificia Comisión para América Latina (CAL),
queridos responsables de instituciones y organismos de ayuda a la Iglesia de América Latina:
Me complace dirigirme a ustedes en este encuentro con las instituciones y organismos de ayuda que promueve esta Pontificia Comisión. Quisiera plantear mi reflexión sobre el tema de la gratuidad, que veo reflejado entre líneas en el programa que Su Eminencia ha tenido a bien hacerme llegar.
Cuando hacemos un esfuerzo, como en el caso de las ayudas que se destinan a la Iglesia en América Latina, es natural que pretendamos un resultado. No obtenerlo podría estimarse un fracaso o al menos nos deja la sensación de haber trabajado en vano. Pero una tal percepción parecería ser contraria a la gratuidad, que evangélicamente se define como dar sin esperar nada a cambio (cf. Lc 6,35). ¿Cómo conciliar ambas dinámicas?
Para adentrarnos en esta cuestión, tal vez pueda ser útil dar un paso atrás, poniendo el foco en lo que nos pide Jesús y nos dice el Evangelio, intentando preguntarnos, como haría un periodista: ¿Quién da? ¿Qué da? ¿Dónde da? ¿Cómo da? ¿Cuándo da? ¿Por qué da? ¿Para qué da?
En respuesta a la primera pregunta —¿quién da?— la Escritura nos aclara que lo que damos no es más que lo que hemos recibido gratis (cf. Mt 10,8). Dios es el que da y no somos más que administradores de unos bienes recibidos, por ello no debemos gloriarnos (cf. 1 Co 7,4), ni exigir más compensación que la del propio salario (cf. 1 Tm 5,18), asumiendo con humildad la responsabilidad que este don nos reclama (cf. Mt 25,14-30).
Para la segunda pregunta —¿qué nos da el Señor?—, la respuesta es simple: nos lo ha dado todo. Nos ha dado la vida, la creación, la inteligencia y la voluntad para ser dueños de nuestro destino, la capacidad de relacionarnos con Él y con los hermanos. Más aún, se nos ha dado Él mismo infinitas veces: haciéndonos a su imagen, capaces de amar, dándonos pruebas de su amor a lo largo de la Historia de la Salvación, en la entrega de Cristo en la cruz, en su presencia en el sacramento de la Eucaristía, en el don del Espíritu Santo. De ese modo, todo lo que tenemos o es Dios, o es prueba y prenda de su amor. Si perdemos esa conciencia en el dar y también en el recibir, pervertimos su esencia y la nuestra. De administradores solícitos de Dios (cf. Lc 12,42), pasamos a ser esclavos del dinero (cf. Mt 6,24) y, subyugados por el miedo a no tener (v. 25), damos el corazón al tesoro de la falsa seguridad económica, de la eficiencia administrativa, del control, de una vida sin sobresaltos (v. 20).
Un punto de inflexión en nuestra reflexión es ver dónde se da el Señor, pues nos abre la puerta a un camino concreto. Desde la creación, el Señor se nos ha ido dando, tomando nuestro barro en sus manos, nuestro pecado, nuestra inconstancia, manteniéndose fiel a pesar de las reiteradas infidelidades de Israel, de los discípulos, de los apóstoles, con su encarnación, su cruz, sus sacramentos. Dios se da, en una palabra, en medio de su Pueblo. Nuestro dar no puede no tomar en consideración esta verdad ineluctable, que sabemos cierta incluso en nuestra propia historia personal y comunitaria. No rehuyamos por tanto a quien anda a ciegas, a quien queda caído al borde del camino, a quien está cubierto de lepra o de miseria, más bien pidamos al Señor ser capaces de ver lo que les impide enfrentar sus propias dificultades (cf. Lc 7,5).
Llegamos entonces a las preguntas: ¿cómo y cuándo se da el Señor a su Pueblo? Es muy simple: siempre y totalmente. Dios no pone límites, mil veces pecamos, mil veces nos perdona. Espera en la soledad silenciosa del Sagrario que volvamos a Él, mendigo de nuestro amor. En la santa Comunión no recibimos un pedacito de Jesús, sino todo Él en cuerpo y sangre, alma y divinidad. Eso hace Dios, hasta hacerse pobre por nosotros, para enriquecernos por medio de su pobreza (cf. 2 Co 8,9).
Por tanto, podemos concluir que la gratuidad es imitar la manera que tiene Jesús de entregarse por nosotros, su Pueblo, siempre y totalmente, a pesar de nuestra pobreza. Y ¿por qué? Por amor. Porque, como diría Pascal, el amor tiene razones que la razón no entiende, «es paciente, es servicial; no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tienen en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Co 13,4-7). El amor no tiene agenda, no colonializa, sino que se encarna, se hace uno con nosotros, mestizo, para hacer nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5).
Por eso el esfuerzo no es inútil, porque hay un fin. Dándonos así, imitamos a Jesús que se entregó para salvarnos a todos. Abrazar la cruz no es signo de fracaso, no es un trabajo en balde, es unirnos a la misión de Jesús de llevar «la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos» (Lc 4,18). Es tocar concretamente la herida de ese hermano, de esa comunidad, que tiene nombre, que tiene un valor infinito para Dios, para darle luz, fortalecer sus piernas, limpiar su miseria, brindándole la oportunidad de responder al proyecto de amor que el Señor tiene para ellos, pidiendo de rodillas que, al llegar allí, Jesús encuentre fe en esa tierra (cf. Lc 18,8).
Queridos hermanos y hermanas, encomiendo sus trabajos a la Santísima Virgen, que ella los guíe como a los servidores de las bodas de Caná, para que a todos llegue el vino nuevo que el Señor nos promete. Que Jesús los bendiga. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí.
Roma, San Juan de Letrán, 26 de febrero de 2024.
FRANCISCO
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