VIDEOMENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
AL CONGRESO INTERNACIONAL DE TEOLOGÍA
ORGANIZADO POR LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA ARGENTINA
[BUENOS AIRES, 1-3 DE SEPTIEMBRE DE 2015]
Me alegra poder comunicarme con ustedes en este acontecimiento tan importante para nuestra Iglesia en Argentina. Gracias por darme esta oportunidad de unirme en esta acción de gracias al celebrar los 100 años de la Facultad de Teología de la UCA vinculándolos con los 50 años del Concilio Vaticano II.
Ustedes estuvieron reunidos tres días haciendo de esta fiesta una oportunidad para hacer memoria, para recuperar la memoria del paso de Dios por nuestra vida eclesial y hacer de este paso un motivo de agradecimiento. La memoria nos permite recordar de dónde venimos y, de esta manera, nos unimos a tantos que fueron tejiendo esta historia, esta vida eclesial en sus múltiples avatares, y vaya que no han sido pocos. Memoria que nos mueve a descubrir, en medio del caminar, que el Pueblo fiel de Dios no ha estado solo. Este pueblo en camino, ha contado siempre con el Espíritu que lo guiaba, sostenía, impulsaba desde dentro de sí mismo y desde fuera. Esta memoria agradecida que hoy se vuelve reflexión, anima nuestro corazón. Vuelve a encender nuestra esperanza para provocar hoy la pregunta, que nuestros padres se hicieron ayer: ¿Iglesia que dices de ti misma?
No celebramos y reflexionamos dos acontecimientos menores, sino, estamos frente a dos momentos de fuerte conciencia eclesial. Los años de la Facultad de Teología es celebrar el proceso de maduración de una Iglesia particular. Es celebrar la vida, la historia, la fe del Pueblo de Dios que camina en esa tierra y que ha buscado "entenderse" y "decirse" desde las propias coordenadas. Es celebrar los 100 años de una fe que intenta reflexionar de cara a las peculiaridades del Pueblo de Dios que vive, cree, espera y ama en suelo argentino. Una fe que busca enraizarse, encarnarse, representarse, interpretarse de cara a la vida de su pueblo y no al margen.
Me parece de gran importancia y lúcida acentuación unir este acontecimiento con los 50 años de la Clausura del Vaticano II. No existe una Iglesia particular aislada, que pueda decirse sola, como pretendiendo ser dueña y única interprete de la realidad y de la acción del Espíritu. No existe una comunidad que tenga el monopolio de la interpretación o de la inculturación. Como por el contrario, no existe una Iglesia Universal que dé la espalda, ignore, se desentienda de la realidad local. La catolicidad exige, pide esa polaridad tensional entre lo particular y lo universal, entre lo uno y lo múltiple, entre lo simple y lo complejo. Aniquilar esta tensión va contra la vida del Espíritu. Todo intento, toda búsqueda de reducir la comunicación, de romper la relación entre la Tradición recibida y la realidad concreta, pone en riesgo la fe del Pueblo de Dios. Considerar insignificante una de las dos instancias es meternos en un laberinto que no será portador de vida para nuestra gente. Romper esta comunicación nos llevará fácilmente a hacer de nuestra mirada, de nuestra teología una ideología. Por lo que me alegra que celebrar los 100 años de la Facultad de Teología vaya de la mano de la celebración de los 50 años del Concilio. Lo local y lo universal se encuentran para nutrirse, para estimularse en el carácter profético de la cual es portadora toda Facultad de Teología. Recordemos las palabras del Papa Juan a un mes de comenzar el Concilio:
Por primera vez en la historia los padres del Concilio pertenecerán realmente a todos los pueblos y naciones, y cada uno de ellos aportará la contribución de su inteligencia y de su experiencia para curar y sanar las cicatrices de los dos grandes conflictos que han cambiado profundamente la faz de todas las naciones Y luego, subraya que uno de los principales aportes de los países en vías de desarrollo en este contexto universal seria la visión de Iglesia que ellos traen; y continúa así: "la Iglesia se presenta como es y cómo quiere ser, como Iglesia de todos, en particular como la Iglesia de los pobres" (Juan XIII, Discorsi-Messaggi-Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, AAS 54 (1962) 520-528).
Hay una imagen propuesta por Benedicto XVI que me gusta mucho. Refiriéndose a la Tradición de la Iglesia afirma que "no es una transmisión de cosas o de las palabras, una colección de cosas muertas (sino) es el río vivo que se remonta a los orígenes, el río en el que los orígenes están siempre presentes" (Benedetto XVI, Audiencia General 26.04.2006). Este río va regando diversas tierras, va alimentando diversas geografías, haciendo germinar lo mejor de esa tierra, lo mejor de esa cultura. De esta manera, el Evangelio se sigue encarnando en todos los rincones del mundo de manera siempre nueva (cfr. EG 115).
Y esto nos lleva a reflexionar que no se es cristiano de la misma manera en la Argentina de hoy que en la Argentina de hace 100 años. No se es cristiano de la misma manera en la India, en Canadá, que en Roma. Por lo que una de las principales tareas del teólogo es discernir, reflexionar: ¿qué significa ser cristiano hoy? "en el aquí y ahora"; ¿Cómo ese río de los orígenes logra regar hoy estas tierras y hacerse visible y vivible? ¿Cómo hacer viva la prieta expresión de San Vicente de Lerins, "ut annis consolidétur, dilatetur tempore, sublimétur aetate?" (San Vicente de Lerins, Commonitório primo, cap. XXIII)?
En esta Argentina, de cara a los múltiples desafíos y situaciones que nos presenta la multidiversidad existente, la interculturalidad y los efectos de una globalización uniformante que relativiza la dignidad de las personas volviéndola un bien de cambio. En esta Argentina, se nos pide repensar cómo el cristianismo se hace carne; cómo el río vivo del Evangelio continúa haciéndose presente para saciar la sed de nuestro pueblo.
Y para encarar este desafío, hemos de superar dos posibles tentaciones: condenarlo todo. Acuñando la ya conocida frase "todo pasado fue mejor" refugiándonos en conservadurismos o fundamentalismos; o por el contrario, consagrarlo todo, desautorizando todo lo que no tenga "sabor a novedad", relativizando toda la sabiduría acuñada por el rico patrimonio eclesial.
Para superar estas tentaciones, el camino es la reflexión, el discernimiento, tomar muy en serio la Tradición Eclesial y muy en serio la realidad, poniéndolas a dialogar.
En este contexto pienso que el estudio de la teología adquiere un valor de suma importancia. Un servicio insustituible en la vida eclesial.
No son pocas las veces que se genera una oposición entre teología y pastoral, como si fuesen dos realidades opuestas, separadas, que nada tuvieran que ver una con la otra. No son pocas las veces que identificamos lo doctrinal con conservador, retrogrado; y por el contrario, pensamos la pastoral desde la adaptación, reducción, acomodación. Como si nada tuviesen que ver entre sí. Se genera de este modo una falsa oposición entre los así llamados "pastoralistas" y "academicistas", los que están al lado del pueblo y los que están al lado de la doctrina. Se genera una falsa oposición entre la teología y la pastoral; entre la reflexión creyente y la vida creyente; la vida, entonces, no tiene espacio para la reflexión y la reflexión no encuentra espacio en la vida. Los grandes padres de la Iglesia: Ireneo, Agustín, Basilio, Ambrosio, por nombrar algunos, fueron grandes teólogos porque fueron grandes pastores.
Buscar superar este divorcio entre teología y pastoral, entre fe y vida, ha sido precisamente uno de los principales aportes del Concilio Vaticano II. Me animo a decir que ha revolucionado en cierta medida el estatuto de la teología, la manera de hacer y del pensar creyente.
No puedo olvidar la palabras de Juan XXIII en el discurso de apertura del Concilio cuando decía: Una cosa es la substancia de la antigua doctrina, del «depositum fidei», y otra la manera de formular su expresión.
Debemos tomarnos el trabajo, el arduo trabajo de distinguir, el mensaje de Vida de su forma de transmisión, de sus elementos culturales en los que en un tiempo fue codificado. Una teología, responde a los interrogantes de un tiempo y nunca lo hace de otra manera que en los mismos términos, ya que son los que viven y hablan los hombres de una sociedad (M. de Certeau, La debilidad del creer, 51).
No hacer este ejercicio de discernimiento lleva sí o sí a traicionar el contenido del mensaje. Hace que la Buena Nueva deje de ser nueva y especialmente buena, volviéndose una palabra estéril, vacía de toda su fuerza creadora, sanadora, resucitadora, poniendo así en peligro la fe de las personas de nuestro tiempo. La falta de este ejercicio teológico eclesial es una mutilación de la misión que estamos invitados a realizar. La doctrina, no es un sistema cerrado, privada de dinámicas capaces de generar interrogantes, dudas, cuestionamientos. Por el contrario, la doctrina cristiana tiene rostro, tiene cuerpo, tiene carne, se llama Jesucristo y es su Vida la que es ofrecida de generación en generación a todos los hombres y en todos los rincones. Custodiar la doctrina exige fidelidad a lo recibido y - a la vez - tener en cuenta al interlocutor, su destinatario, conocerlo y amarlo.
Este encuentro entre doctrina y pastoral no es opcional, es constitutivo de una teología que pretenda ser eclesial.
Las preguntas de nuestro pueblo, sus angustiar, sus peleas, sus sueños, sus luchas, sus preocupaciones poseen valor hermenéutico que no podemos ignorar si queremos tomar en serio el principio de encarnación. Sus preguntas nos ayudan a preguntarnos, sus cuestionamientos nos cuestionan. Todo esto nos ayuda a profundizar en el misterio de la Palabra de Dios, Palabra que exige y pide dialogar, entrar en comunicación. De ahí que no podemos ignorar a nuestra gente a la hora de realizar teología. Nuestro Dios ha elegido este camino. Él se ha encarnado en este mundo, atravesado por conflictos, injusticias, violencias; atravesado por esperanzas y sueños. Por lo que, no nos queda otro lugar para buscarlo que este mundo concreto, esta Argentina concreta, en sus calles, en sus barrios, en su gente. Ahí Él ya está salvando.
Nuestras formulaciones de fe, han nacido en el diálogo, en el encuentro, en la confrontación, en el contacto con las diversas culturas, comunidades, naciones, situaciones que pedían una mayor reflexión de frente a lo no explicitado antes. De ahí que los acontecimientos pastorales tienen un valor relevante. Y nuestras formulaciones de fe son expresión de una vida vivida y reflexionada eclesialmente.
En cristiano algo se vuelve sospechoso cuando deja de admitir la necesidad de ser criticado por otros interlocutores. Las personas y sus distintas conflictividades, las periferias, no son opcionales, sino necesarias para una mayor comprensión de la fe. Por eso es importante preguntar, ¿para quién estamos pensando cuando hacemos teología? ¿A qué personas tenemos delante? Sin ese encuentro, con la familia, con el Pueblo de Dios, es cuando la teología corre el gran riesgo de volverse ideología. No nos olvidemos, el Espíritu Santo en el pueblo orante es el sujeto de la teología. Una teología que no nazca en su seno, tiene ese tufillo de una propuesta que puede ser bella, pero no real.
Esto nos revela lo desafiante de la vocación del teólogo. Lo estimulante que es el estudio de la teología y la gran responsabilidad que se tiene al hacerlo. Al respecto me permito explicitar tres rasgos de la identidad del teólogo:
1. El teólogo es en primera instancia un hijo de su pueblo. No puede y no quiere desentenderse de los suyos. Conoce su gente, su lengua, sus raíces, sus historias, su tradición. Es el hombre que aprende a valorar lo recibido, como signo de la presencia de Dios ya que sabe que la fe no le pertenece. La recibió gratuitamente de la Tradición de la Iglesia, gracias al testimonio, la catequesis y la generosidad de tantos. Esto lo lleva a reconocer que el Pueblo creyente en el que ha nacido, tiene un sentido teológico que no puede ignorar. Se sabe "injerto" en una conciencia eclesial y bucea en esas aguas.
2. El teólogo es un creyente. El teólogo es alguien que ha hecho experiencia de Jesucristo, y descubrió que sin Él ya no puede vivir. Sabe que Dios se hace presente, como palabra, como silencio, como herida, como sanación, como muerte y como resurrección. El teólogo es aquel que sabe que su vida está marcada por esa huella, esa marca, que ha dejado abierta su sed, su ansiedad, su curiosidad, su vivir. El teólogo es aquel que sabe que no puede vivir sin el objeto/sujeto de su amor y consagra su vida para poder compartirlo con sus hermanos. No es teólogo quien no pueda decir: "no puedo vivir sin Cristo" y por lo tanto, quien no quiera, intente desarrollar en sí mismo los mismos sentimientos del Hijo.
3. El teólogo es un profeta. Uno de los grandes desafíos planteados en el mundo contemporáneo no es solo la facilidad con que se puede prescindir de Dios. Sino que socialmente se ha dado un paso más. La crisis actual se centra en la incapacidad que tienen las personas de creer en cualquier cosa más allá de sí mismas. La conciencia individual se ha vuelto la medida de todas las cosas. Esto genera una fisura en las identidades personales y sociales. Esta nueva realidad provoca todo un proceso de alienación debido a la carencia de pasado y por lo tanto de futuro. Por eso el teólogo es el profeta, porque mantiene viva la conciencia de pasado y la invitación que viene del futuro. Es el hombre capaz de denunciar toda forma alienante porque intuye, reflexiona en el rio de la Tradición que ha recibido de la Iglesia, la esperanza a la que estamos llamados. Y desde esa mirada invita a despertar la conciencia adormecida. No es el hombre que se conforma, que se acostumbra. Por el contrario, es el hombre atento a todo aquello que puede dañar y destruir a los suyos.
Por eso, hay una sola forma de hacer teología: de rodillas. No es solamente un acto piadoso de oración para luego pensar la teología. Se trata de una realidad dinámica entre pensamiento y oración. Una teología de rodillas es animarse a pensar rezando y rezar pensando. Entraña un juego, entre el pasado y el presente, entre el presente y el futuro. Entre el ya y el todavía no. Es una reciprocidad entre la Pascua y tantas vidas no realizadas que se preguntan: ¿dónde está Dios?
Es santidad de pensamiento y lucidez orante. Es por, sobre todo, humildad que nos permite poner nuestro corazón, nuestra mente en sintonía con el "Deus semper maior". No tengamos miedo de ponernos de rodillas en el altar de la reflexión y hacerlo con "los gozos y las alegrías, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos" (GS 1) ante la mirada de Aquel que hace nueva todas las cosas (Ap. 21, 5)
Entonces nos insertaremos cada vez más en ese pueblo creyente que profetiza, pueblo creyente que anuncia la belleza del evangelio, pueblo creyente que "no maldice sino que es acogedor y sabe realizar la vida bendiciéndola. Así busca una correspondencia creadora con los problemas de nuestra época" (O. Clement, “Un ensayo de lectura ortodoxa de la Constitución”, 651).
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