MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS SEMINARISTAS FRANCESES CON MOTIVO DE SU REUNIÓN EN EL SANTUARIO MARIANO DE LOURDES
[8-10 DE NOVIEMBRE DE 2014]
Queridos amigos seminaristas:
Os saludo cordialmente a cada uno de vosotros, así como también a vuestros formadores y a vuestros obispos, con quienes os habéis encontrado al término de los trabajos de la Asamblea plenaria de la Conferencia episcopal. Me alegra mucho saber que estáis todos reunidos en torno a María, la madre del Señor, en este santuario de Lourdes, tan querido en todo el mundo.
Pensando en vuestro encuentro, en este importante lugar mariano, me viene inmediatamente a la mente y al corazón lo que la Palabra de Dios dice de los discípulos después de que el Señor resucitado les pidió que esperaran al Espíritu Santo: «Cuando llegaron, subieron a la sala superior, donde se alojaban... Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús, y con sus hermanos» (Hch 1, 13-14).
Contemplando este hecho, quisiera que recordarais tres palabras esenciales para vuestra vida de seminaristas: fraternidad, oración, misión.
El libro de los Hechos nos dice que los discípulos tenían un solo corazón. Vuestro encuentro es una demostración de ello. El tiempo del seminario corresponde a esa experiencia fundadora que los Apóstoles tuvieron durante largos meses, cuando Jesús los instituyó: «E instituyó doce para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 14-15). La fraternidad de los discípulos, la que expresa la unidad de los corazones, forma parte de la llamada que habéis recibido. El ministerio presbiteral no puede en ningún caso ser individual, y menos aún individualista.
En el seminario, vivís juntos para aprender a conoceros, apreciaros, sosteneros, a veces también a soportaros, con el fin de vivir juntos la misión y dar ese testimonio del amor gracias al cual se reconocen los discípulos de Jesús. Es importante realizar esta opción personal y definitiva de una verdadera entrega de sí a Dios y a los demás. Os invito, por lo tanto, a aceptar este aprendizaje de la fraternidad, poniendo en ello todo vuestro entusiasmo; creceréis en la caridad y construiréis la unidad tomando las iniciativas que el Espíritu Santo os inspirará. Podréis crear así los medios más adecuados para vivir en verdad la fraternidad sacerdotal cuando seréis ordenados. Fraternidad, es la primera palabra.
Oración. Juntos, los discípulos rezan con María, esperando al Espíritu Santo. Vosotros habéis sido llamados por Jesús que quiere haceros participar en su sacerdocio para la vida del mundo. En la base de vuestra formación está la Palabra de Dios, que os penetra, os alimenta, os ilumina. Al rezar con ella, todo lo que aprendéis toma vida en la oración.
Os exhorto, por lo tanto, a vivir cada día largos momentos de oración, recordándoos cómo Jesús mismo se retiraba en el silencio o la soledad para adentrarse en el misterio de su Padre. También vosotros, en la oración es donde volvéis a encontrar la presencia amorosa del Señor y donde os dejáis transformar por Él, sin tener miedo al desierto que ella implica, a la noche que habitualmente la caracteriza. También Moisés entró en la oscuridad de la nube para hablar con Dios en la humildad, como un amigo habla con su amigo.
Que vuestra oración sea una llamada al Espíritu. Es Él quien edifica la Iglesia, quien guía a los discípulos e infunde la caridad pastoral. Con el poder del Espíritu es como alcanzaréis a aquellos a quienes seréis enviados, con la consciencia de que esperan que vosotros seáis testigos de Jesús, «hombres de Dios», a fin de que los llevéis al Padre.
Llego de este modo a mi tercera palabra: misión. Por medio de vuestro bautismo, os habéis convertido en anunciadores del Evangelio. Con la ordenación presbiteral, recibís el encargo de proclamar la Palabra, bajo la responsabilidad de vuestros obispos. Al prepararos para esta misión, recordaréis que es el último mandato del Señor: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28, 19-20). Todo lo que hacéis durante vuestra formación no tiene para vosotros más que un fin: llegar a ser humildes discípulos-misioneros para formar discípulos.
Os animo a aprender a conocer el mundo al cual seréis enviados y a grabar en vosotros la acción de la salida de vosotros mismos, del encuentro con el otro. La preferencia por las personas que más se han alejado es una respuesta a la invitación del Resucitado que os precede y os espera en la Galilea de los gentiles. Yendo a las periferias, se llega también al centro.
La misión es inseparable de la oración porque la oración os abre al Espíritu y el Espíritu os guía en la misión. Y la misión, cuya alma es la caridad, consiste en llevar a quienes encontraréis a percibir la ternura con la cual el Señor los envuelve, a recibir el bautismo, a alabar a Dios, a vivir de la Eucaristía, para participar a su vez en la misión de la Iglesia.
María acompañó a Jesús en su misión. Estaba presente en Pentecostés, cuando los discípulos recibieron el Espíritu Santo. Acompañó maternalmente los primeros pasos de la Iglesia. En estos días en Lourdes, encomendaos a ella, volved a poner vuestra llamada en sus manos, pedidle que haga de vosotros pastores según el corazón de Dios. Que ella os fortalezca en estos tres puntos esenciales de los que hablé: fraternidad, oración, misión.
Os imparto de todo corazón la bendición apostólica y os pido que recéis por mí. Gracias.
Vaticano, 24 de octubre de 2014
Francisco
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