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CARTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO DE LA
OFICINA INTERNACIONAL DE LA EDUCACIÓN CATÓLICA 

[MARSELLA, 1-3 DE DICIEMBRE DE 2022]

 

Al señor Philippe Richard
Secretario General de la
Oficina Internacional de la Educación Católica (OIEC)

Señor Secretario General:

Con gusto respondo a su solicitud de unirme al Congreso promovido por la Oficina Internacional de la Educación Católica, que se celebra en Marsella del 1 al 3 de diciembre, y en el que participan exponentes de esta parte esencial de la vida de la Iglesia, llegados de todas las partes de mundo.

Para la sociedad, la educación es ciertamente un deber ineludible, y en muchos casos un desafío acuciante. Para el cristiano es, además, una forma de participación en la función profética que Jesús dejó a su Iglesia. Por tanto, cuando nos acercamos a la educación no podemos hacerlo pensando en algo meramente humano, centrando la cuestión en programas, capacitaciones, recursos, ámbitos de recepción, ya que la vocación cristiana nos pide dar voz a una Palabra que no es nuestra, que nos supera, que nos trasciende.

Lógicamente la enseñanza de la escuela católica no se limita a cuestiones confesionales y los contenidos están abiertos a todas las ramas del saber y a cualquier persona que busque esta instrucción. Pero del mismo modo que decimos que la actividad de la escuela no puede reducirse a impartir materias, sino a formar personas en su integridad; al hablar de la escuela católica, es igualmente irrenunciable ese componente profético, que no sólo da al hombre la aptitud para adquirir unos conocimientos, sino también para conocerse a sí mismo y para reconocerse como un ser capaz de amar y ser amado.

Con ello no hablamos de proselitismo, ni mucho menos de excluir de nuestras escuelas a los que no piensan como nosotros. Lo que quiero decir es que la escuela en su conjunto se configure como una lección de vida en la que se integran distintos elementos, en íntima colaboración con otras instancias, como la familia o la sociedad. De ese modo, en lo cotidiano, en lo imperceptible, en lo vivido, la identidad de nuestras escuelas conseguirá hacerse presente y entablar un diálogo, ser una palabra que pueda, al mismo tiempo, ser interpelante para las personas de fe y tender puentes de diálogo con los no creyentes.

La gran pregunta es: ¿cómo conseguir que la escuela católica sea realmente lo que el Señor le pide? Me parece que la respuesta está en el mismo Jesús. Miremos cómo fue enviado Él y cómo envía a sus discípulos; cómo enseñaba Él y cómo les pide a ellos que enseñen. Lo primero que vemos es que su envío es a la vez un acto de amor y de obediencia. Y así, envía a sus discípulos como miembros de su cuerpo, para que, según la propia vocación, transparenten el mensaje que quiere trasmitir, allí donde Él quiere llegar. Nuestra primera característica, por tanto, nace de la comunión. Nuestras clases no son mónadas, nuestras escuelas no son compartimentos estancos. Cada uno de nosotros y de nuestras actividades está en comunión con Dios que nos envía, con la Iglesia universal y local, en un proyecto común que nos supera y nos trasciende, al servicio de la humanidad. Esta lección, aún a quien no es cristiano, le traerá la certeza de que no caminamos solos, pues vivimos en una familia, en una sociedad, somos corresponsables, trabajamos juntos para un bien común, a pesar de nuestras diferencias.

La segunda característica que podemos tratar hoy es que estamos en camino, en movimiento. Jesús camina siempre, y exhorta a sus discípulos a hacer lo mismo, incluso los manda a ir por delante suyo. Les pide que salgan al encuentro, que alcancen los confines de la tierra. De ese modo la escuela católica en sus iniciativas debe acoger las problemáticas sociales, en ámbito local y universal, debe aprender y, en ese aprendizaje, enseñar a abrir la mente a nuevas situaciones y nuevos conceptos, a caminar juntos sin excluir a nadie, a establecer puntos de encuentro y a adaptar el lenguaje para que sea capaz de captar la atención de los más alejados. Ciertamente, ustedes me dirán que esto es necesario para dar la mejor formación posible a nuestros alumnos, pero lo es también para hacer de ellos hombres y mujeres que no se conformen con acumular meros conocimientos, sino más bien para que esa doctrina les permita adquirir la sabiduría de la que hablaba san Benito, que los haga crecer y hacer crecer a los demás, allí donde el Señor los envíe.

Todo ello supone un trabajo artesano que no podemos realizar sin la ayuda de Dios y sin el apoyo de todos, por eso pedimos la fuerza del Espíritu del resucitado, dispensador de todos los dones. Que Él ilumine sus trabajos y les conceda esa ciencia que se eleva desde las realidades humanas hasta alcanzar el conocimiento sublime de Dios.

Fraternalmente,

Roma, San Juan de Letrán, 31 de agosto de 2022.

FRANCISCO



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