CAPILLA PAPAL
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica de San Pedro
Jueves, 9 de mayo de 2024
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Entre cánticos de júbilo, Jesús ascendió al cielo, donde está sentado a la derecha del Padre. Él ―como acabamos de escuchar― venció la muerte para que nosotros heredáramos la vida eterna (cf. 1 P3,22). La Ascensión del Señor, por tanto, no es un distanciamiento, una separación, un alejamiento de nosotros, sino que es el cumplimiento de su misión: Jesús bajó a nosotros para hacernos subir hasta el Padre; se abajó para enaltecernos; descendió a las profundidades de la tierra para que el cielo se abriera de par en par sobre nosotros. Él destruyó nuestra muerte para que pudiéramos recibir la vida, y para siempre.
El fundamento de nuestra esperanza es este: que Cristo ascendido al cielo introduce en el corazón de Dios nuestra humanidad cargada de expectativas e interrogantes, y «ha querido precedernos como cabeza nuestra, para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino» (Prefacio I de la Ascensión del Señor).
Hermanos y hermanas, esta esperanza ―enraizada en Cristo muerto y resucitado―, es la que queremos celebrar, acoger y anunciar al mundo entero en el próximo Jubileo, que ya está a la vuelta de la esquina. No se trata de un mero optimismo —digamos un optimismo humano— o de una expectativa pasajera ligada a alguna seguridad terrena, no, es una realidad ya realizada en Jesús y que se nos comunica también a nosotros cada día, hasta que seamos uno en el abrazo de su amor. La esperanza cristiana ―escribe san Pedro― es «una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera» (1 P 1,4). La esperanza cristiana sostiene el camino de nuestra vida, incluso cuando se vuelve tortuoso y difícil; abre ante nosotros horizontes de futuro cuando la resignación y el pesimismo quisieran tenernos prisioneros; nos hace ver el bien posible cuando el mal parece prevalecer; la esperanza cristiana nos infunde serenidad cuando el corazón está agobiado por el fracaso y el pecado; nos hace soñar con una humanidad nueva y nos infunde valor para construir un mundo fraterno y pacífico, cuando parece que no vale la pena comprometerse. Esta es la esperanza, el don que el Señor nos ha dado con el Bautismo.
Queridos hermanos y hermanas, mientras nos preparamos al Jubileo con el Año de la oración, elevemos nuestro corazón a Cristo, para convertirnos en cantores de esperanza en una civilización marcada por un exceso de desesperación. Con los gestos, con las palabras, con nuestras elecciones cotidianas, con la paciencia de sembrar un poco de belleza y de amabilidad en donde quiera que estemos, queremos cantar la esperanza, para que su melodía haga vibrar las cuerdas de la humanidad y despierte en los corazones la alegría, despierte la valentía de abrazar la vida.
En efecto, nos hace falta la esperanza. Todos la necesitamos. Y la esperanza no defrauda, no lo olvidemos. La necesita la sociedad en la que vivimos, a menudo inmersa sólo en el presente e incapaz de mirar hacia el futuro; la necesita nuestra época, que a veces se arrastra cansadamente entre la monotonía del individualismo y del “irla pasando”; la necesita la creación, gravemente herida y desfigurada por el egoísmo humano; la necesitan los pueblos y las naciones que afrontan el mañana cargados de preocupaciones y temores, mientras las injusticias se prolongan con arrogancia, los pobres son descartados, las guerras siembran la muerte, los últimos siguen estando al final de la lista y el sueño de un mundo fraterno corre el riesgo de aparecer como un espejismo. La necesitan los jóvenes, que frecuentemente se sienten desorientados pero deseosos de vivir en plenitud; la necesitan los ancianos, a quienes la cultura de la eficiencia y del descarte ya no sabe respetar ni escuchar; la necesitan los enfermos y todos aquellos que están heridos en el cuerpo y en el espíritu, que pueden encontrar alivio con nuestra cercanía y nuestros cuidados.
Y, además, queridos hermanos y hermanas, la Iglesia necesita esperanza, para que, incluso cuando experimente el peso de la fatiga y de la fragilidad, no olvide nunca que es la Esposa de Cristo, amada con amor eterno y fiel, llamada a custodiar la luz del Evangelio, enviada para llevar a todos el fuego que Jesús trajo y encendió en el mundo de una vez para siempre.
Cada uno de nosotros necesita esperanza; la necesitan nuestras vidas a veces cansadas y heridas, nuestros corazones sedientos de verdad, bondad y belleza, nuestros sueños que ninguna oscuridad puede apagar. Todo, dentro y fuera de nosotros, anhela esperanza y busca, aun sin saberlo, la cercanía de Dios. Nos parece ―decía Romano Guardini― que el nuestro es el tiempo del alejamiento de Dios, en el que el mundo se llena de cosas y la Palabra del Señor mengua; sin embargo, afirma que «cuando llegue el momento —y llegará, tras el paso de las tinieblas— y el ser humano pregunte a Dios: “Señor, ¿dónde estabas entonces?”, Él responderá: “¡Más cerca de ti que nunca!”. Tal vez Dios esté más cerca de nuestros gélidos tiempos de lo que lo estuvo en el Barroco, con el esplendor de sus iglesias, o en la Edad Media, con la plenitud de sus símbolos, o en el cristianismo primitivo, con su joven valor ante la muerte […]. Pero Él espera […] que permanezcamos fieles a Él a través de la distancia. De ella podría surgir una fe no menos válida, de hecho, más pura quizá, más robusta en todo caso, que en los tiempos de la riqueza interior» (R. Guardini, Aceptarse a uno mismo, Madrid 2023, 67).
Hermanos y hermanas, que el Señor resucitado y ascendido al cielo nos dé la gracia de redescubrir la esperanza —redescubrir la esperanza—, de anunciar la esperanza y de construir la esperanza.
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