SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica de San Pedro
III Domingo del Tiempo Ordinario, 24 de enero de 2021
[Homilía del Santo Padre, leída por Monseñor Rino Fisichella]
En este domingo de la Palabra escuchamos a Jesús que anuncia el Reino de Dios. Vemos qué y a quién lo dice.
Qué dice. Jesús comenzó a predicar así: «El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está llegando» (Mc 1,15). Dios está cerca, este es el primer mensaje. Su Reino ha bajado a la tierra. Dios no está —como muchas veces estamos tentados de pensar— allá arriba en los cielos, lejos, separado de la condición humana, sino que está con nosotros. El tiempo del distanciamiento terminó cuando en Jesús Dios se hizo hombre. Desde entonces, Dios está muy cerca; nunca se separará ni se cansará jamás de nuestra humanidad. Esta cercanía es el inicio del Evangelio, es lo que —resalta el texto— Jesús «decía» (v. 15): no lo dijo una vez y basta, lo decía, es decir lo repetía continuamente. “Dios está cerca” era el hilo conductor de su anuncio, el núcleo de su mensaje. Si este es el inicio y el estribillo de la predicación de Jesús, debe ser también la constante de la vida y del anuncio cristiano. Antes de nada, se necesita creer y anunciar que Dios se ha acercado a nosotros, que hemos sido agraciados, “misericordiados”. Antes de cualquier palabra nuestra sobre Dios está su Palabra para nosotros, que continúa diciéndonos: “No temas, estoy contigo. Estoy y estaré cerca de ti”.
La Palabra de Dios nos permite constatar esta cercanía, porque —dice el Deuteronomio— no está lejos de nosotros, sino que está cerca de nuestro corazón (cf. 30,14). Es antídoto contra el miedo de quedarnos solos ante la vida. De hecho, el Señor a través de su Palabra con-suela, es decir: está con quien está solo. Hablándonos, nos recuerda que estamos en su corazón, somos hermosos para sus ojos, estamos custodiados en las palmas de sus manos. La Palabra de Dios infunde esta paz, pero no deja en paz. Es una Palabra de consolación, pero también de conversión. «Conviértanse», dijo Jesús justo después de haber proclamado la cercanía de Dios. Porque con su cercanía terminó el tiempo en el que se toman las distancias de Dios y de los otros, terminó el tiempo en el que cada uno piensa sólo en sí mismo y sigue adelante por su cuenta. Esto no es cristiano, porque quien experimenta la cercanía de Dios no puede distanciarse del prójimo, no puede alejarlo con indiferencia. En este sentido, quien es asiduo a la Palabra de Dios recibe saludables cambios existenciales: descubre que la vida no es el tiempo para esconderse de los otros y protegerse a sí mismo, sino la ocasión para ir al encuentro de los demás en el nombre del Dios cercano. Así la Palabra, sembrada en el terreno de nuestro corazón, nos lleva a sembrar esperanza a través de la cercanía. Precisamente como hace Dios con nosotros.
Veamos ahora a quién habla Jesús. En primer lugar se dirigió a los pescadores de Galilea. Eran personas sencillas, que vivían del fruto de sus manos, trabajando duramente noche y día. No eran expertos en las Escrituras y no sobresalían seguramente por la ciencia y la cultura. Habitaban una región variopinta, con diferentes pueblos, etnias y cultos. Era el lugar más lejano de la pureza religiosa de Jerusalén, el más distante del corazón del país. Pero Jesús comienza desde allí, no desde el centro, sino desde la periferia; y lo hace para decirnos también a nosotros que nadie está al margen del corazón de Dios. Todos pueden recibir su Palabra y encontrarlo personalmente. Hay un hermoso detalle en el Evangelio a este propósito, cuando se hace notar que el anuncio de Jesús llegó «después» del de Juan (Mc 1,14). Es un después decisivo, que marca una diferencia: Juan acogía a la gente en el desierto, donde iban sólo aquellos que podían dejar los lugares donde vivían. Sin embargo, Jesús hablaba de Dios en el corazón de la sociedad, a todos, allí donde estuvieran. Y no hablaba en los horarios y tiempos establecidos. Hablaba «mientras caminaba por la orilla del lago» a los pescadores que «echaban las redes» (v. 16). Se dirigía a las personas en los lugares y tiempos más ordinarios. Esta es la fuerza universal de la Palabra de Dios, que alcanza a todos y a cada ámbito de la vida.
Pero la Palabra tiene también una fuerza particular, es decir, que incide también en cada uno de modo directo, personal. Los discípulos no olvidarán jamás las palabras que escucharon aquel día en la orilla del lago, cerca de la barca, de los familiares y de los compañeros, palabras que marcaron para siempre su vida. Jesús les dijo: «Vengan detrás de mí y los haré pescadores de hombres» (v. 17). No los atrajo con discursos elevados e inaccesibles, sino que hablaba sus vidas: a unos pescadores de peces les dijo que serán pescadores de hombres. Si les hubiera dicho: “Vengan detrás de mí y los haré apóstoles, serán enviados en el mundo y anunciarán el Evangelio con la fuerza del Espíritu, los matarán pero serán santos”, podemos imaginar que Pedro y Andrés le habrían respondido: “Gracias, más bien preferimos nuestras redes y nuestras barcas”. Sin embargo, Jesús los llama a partir de su vida: “Son pescadores, se convertirán en pescadores de hombres”. Tocados por esta frase, descubrirán paso a paso que vivir pescando peces era de poco valor, pero remar mar adentro desde la Palabra de Jesús es el secreto de la alegría. Así hace el Señor con nosotros, nos busca donde estamos, nos ama como somos y con paciencia acompaña nuestros pasos. Como a aquellos pescadores, nos espera en la orilla de la vida. Con su Palabra quiere hacernos cambiar de rumbo, para que dejemos de ir tirando y vayamos mar adentro en pos de Él.
Por esto, queridos hermanos y hermanas, no renunciemos a la Palabra de Dios. Es la carta de amor escrita para nosotros por Aquel que nos conoce como nadie más. Leyéndola, sentimos nuevamente su voz, vislumbramos su rostro, recibimos su Espíritu. La Palabra nos acerca a Dios; no la tengamos lejos. Llevémosla siempre con nosotros, en el bolsillo, en el teléfono; démosle un sitio digno en nuestras casas. Pongamos el Evangelio en un lugar donde nos recordemos abrirlo cada día, si es posible al inicio y al final de la jornada, de modo que entre tantas palabras que llegan a nuestros oídos llegue al corazón algún versículo de la Palabra de Dios. Para poder hacer esto, pidamos al Señor la fuerza de apagar la televisión y abrir la Biblia; de desconectar el móvil y abrir el Evangelio. En este Año litúrgico leemos el Evangelio de Marcos, el más sencillo y breve. ¿Por qué no leerlo incluso a solas, aunque sea un pequeño pasaje cada día? Nos hará sentir la cercanía del Señor y nos infundirá valor en el camino de la vida.
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