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SANTA MISA PARA LA APERTURA DE LA ASAMBLEA GENERAL DE CARITAS INTERNATIONALIS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCESCO

Basílica Vaticana, Altar de la Cátedra
Jueves, 23 de mayo de 2019

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La Palabra de Dios, en la lectura de hoy de los Hechos de los Apóstoles, narra la primera gran reunión de la historia de la Iglesia. Se había producido una situación inesperada: los paganos se acercaban a la fe. Y surge una pregunta: ¿tienen que adaptarse, como los demás, a todas las normas de la ley antigua? Era una decisión difícil de tomar y el Señor ya no estaba presente. Darían ganas de preguntarse: ¿por qué Jesús no dejó una sugerencia para resolver al menos esta primera «gran discusión» (Hechos 15, 7)? Hubiera sido suficiente una pequeña indicación para los apóstoles, que durante años habían estado con él todos los días. ¿Por qué Jesús no había dado reglas siempre claras y de rápida resolución?

He aquí la tentación del «eficientismo», del pensar que la Iglesia va bien si tiene todo bajo control, si vive sin sacudidas, con la agenda siempre en orden, todo reglamentado. Y es también la tentación de la casuística. Pero el Señor no procede así; en efecto no manda a sus seguidores una respuesta desde el cielo, envía al Espíritu Santo. Y el Espíritu no viene trayendo el orden del día, viene como fuego. Jesús no quiere que la Iglesia sea una maqueta perfecta, que se complace de su propia organización y es capaz de defender su buen nombre. Pobres esas iglesias particulares que se afanan tanto en la organización, en los planes, intentando tener todo claro, todo distribuido. A mí me hace sufrir. Jesús no vivió así, sino en camino, sin temer las sacudidas de la vida. El evangelio es nuestro programa de vida, allí esta todo. Nos enseña que las cuestiones no se enfrentan con la receta ya lista y que la fe no es una hoja de ruta, sino un «Camino» (Hechos 9, 2) que hay que recorrer juntos, siempre juntos, con espíritu de confianza. Del relato de los Hechos aprendemos tres elementos esenciales para la Iglesia en su camino: la humildad de la escucha, el carisma del conjunto, el valor de la renuncia.

Empecemos por el final: el valor de la renuncia. El resultado de aquella gran discusión no fue imponer algo nuevo, sino dejar algo viejo. Pero esos primeros cristianos no dejaron cosas de poco: se trataba de tradiciones y de preceptos religiosos importantes, queridos por el pueblo elegido. Estaba en juego la identidad religiosa. Sin embargo, eligieron que el anuncio del Señor es lo primero y vale más que todo. Por el bien de la misión, para anunciar a quien sea de manera transparente y creíble que Dios es amor, pueden y deben dejarse incluso aquellas creencias y tradiciones humanas que son más un obstáculo que una ayuda. También nosotros necesitamos redescubrir la belleza de la renuncia, sobre todo a nosotros mismos. San Pedro dice que el Señor «purificó los corazones con la fe» (cf. Hechos 15, 9). Dios purifica, Dios simplifica, a menudo hace crecer eliminando, no agregando, como haríamos nosotros. La verdadera fe purifica de los apegos. Para seguir al Señor hay que caminar deprisa y para caminar deprisa hay que aligerarse, aunque cueste. Como Iglesia, no estamos llamados a compromisos empresariales, sino a empujes evangélicos. Y al purificarnos, al reformarnos a nosotros mismos debemos evitar el «gatopardismo», es decir, fingir cambiar algo para que en realidad nada cambie. Esto sucede, por ejemplo, cuando para tratar de ponerse al día se maquilla la superficie de las cosas, pero es solo maquillaje para aparentar ser joven. El Señor no quiere arreglos cosméticos, quiere la conversión del corazón, que pasa a través de la renuncia. Salir de uno mismo es la reforma fundamental.

Veamos cómo llegaron a ello los primeros cristianos. Llegaron al valor de la renuncia partiendo de la humildad de la escucha. Se ejercitaron en el desinterés por sí mismos: vemos que cada uno deja hablar al otro y está dispuesto a cambiar sus convicciones. Sabe escuchar solo el que deja que la voz del otro entre realmente en él. Y cuando crece el interés por los demás, aumenta el desinterés por sí mismo. Uno se vuelve humilde siguiendo el camino de la escucha, que impide el querer reafirmarse, el seguir resueltamente tus propias ideas, el buscar el consenso con todos los medios. La humildad nace cuando en lugar de hablar se escucha; cuando se deja de estar en el centro. Luego, crece a través de las humillaciones. Es el camino del servicio humilde, el que Jesús recorrió. En este camino de la caridad es donde el Espíritu desciende y orienta. Para quien quiere recorrer los caminos de la caridad, la humildad y la escucha significan oído tendido a los más pequeños. Miremos nuevamente a los primeros cristianos: todos guardan silencio para escuchar a Bernabé y Pablo. Eran los últimos llegados, pero les dejaron contar todo lo que Dios había hecho a través de ellos (cf. v. 12). Siempre es importante escuchar la voz de todos, especialmente de los más pequeños y de los últimos. En el mundo, los que tienen más medios hablan más, pero entre nosotros no puede ser así, porque a Dios le gusta revelarse a través de los pequeños y los últimos. Y pide a cada uno que no mire a nadie de arriba abajo. Es lícito mirar una persona de arriba abajo solamente para ayudarla a levantarse; la única vez, si no, no se puede.

Y finalmente, la escucha de la vida: Pablo y Bernabé cuentan experiencias, no ideas. La Iglesia discierne así; no frente al ordenador, sino frente a la realidad de las personas. Se discuten las ideas, pero las situaciones se disciernen. Personas antes que programas, con la mirada humilde de quien sabe buscar en los otros la presencia de Dios, que no vive en la grandeza de lo que hacemos, sino en la pequeñez de los pobres que encontramos. Si no los miramos directamente, terminamos siempre mirándonos a nosotros mismos y haciéndolos instrumentos de nuestra afirmación, usamos a los demás. Desde la humildad de la escucha al valor de la renuncia, todo pasa por el carisma del conjunto. De hecho, en la discusión de la primera Iglesia, la unidad siempre prevalece sobre las diferencias. Para cada uno, el primer lugar no corresponde a las preferencias y estrategias propias, sino al ser y sentirse Iglesia de Jesús, reunida alrededor de Pedro, en una caridad que no crea uniformidad, sino comunión. Ninguno sabía todo, ninguno tenía el conjunto de los carismas, pero cada uno sostenía el carisma del conjunto. Es esencial, porque realmente no se puedes hacer el bien sin quererse. ¿Cuál era el secreto de aquellos cristianos? Tenían diferentes sensibilidades y orientaciones, también había personalidades fuertes, pero tenían la fuerza de amarse unos a otros en el Señor. Lo vemos en Santiago, el cual, al momento de sacar conclusiones, dice pocas palabras suyas y cita mucha Palabra de Dios (cf. vv. 16-18). Deja hablar a la Palabra. Mientras las voces del diablo y del mundo llevan a la división, la voz del Buen Pastor forma un solo rebaño. Y así, la comunidad se funda en la Palabra de Dios y permanece en su amor.

«Permaneced en mi amor» (Juan 15, 9): es lo que Jesús pide en el Evangelio. ¿Y cómo se hace? Debemos estar cerca de Él, Pan partido. Nos ayuda a estar ante el tabernáculo y ante los muchos tabernáculos vivos que son los pobres. La Eucaristía y los pobres, tabernáculo fijo y tabernáculos móviles: allí se permanece en el amor y se absorbe la mentalidad del pan partido. Allí se comprende el «cómo» del que habla Jesús: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros» (ibíd.). ¿Y cómo amó el Padre a Jesús? Dando todo, no reteniendo nada para sí mismo. Lo decimos en el Credo: «Dios de Dios, luz de luz»; lo dio todo. Cuando, en cambio, nos abstenemos de dar, cuando nuestros intereses ocupan el primer lugar, no imitamos el cómo de Dios, no somos una Iglesia libre y liberadora. Jesús pide que permanezcamos en Él, no en nuestras ideas; nos pide que salgamos de la pretensión de controlar y administrar; nos pide que confiemos en los demás y nos entreguemos a los demás. Pidamos al Señor que nos libere de la eficiencia, de la mundanalidad, de la tentación sutil de rendir culto a nosotros mismos y a nuestra habilidad, de la organización obsesiva. Pidamos la gracia de aceptar el camino indicado por la Palabra de Dios: humildad, comunión, renuncia.

 



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