CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS EN LA SOLEMNIDAD
DE LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO APÓSTOL
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica de San Pablo extramuros
Lunes 25 de enero de 2016
«Soy el menor de los apóstoles [...] porque he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí» (1 Cor 15 ,9-10). Así resume el apóstol Pablo el significado de su conversión. Ésta, que tuvo lugar tras el encuentro fulgurante con Cristo resucitado (cf. 1 Cor 9 ,1) en el camino de Jerusalén a Damasco, no es principalmente un cambio moral, sino una experiencia transformadora de la gracia de Cristo, y al mismo tiempo la llamada a una nueva misión, la de anunciar a todos a aquel Jesús a quien antes perseguía, hostigando a sus discípulos. En ese momento, de hecho, Pablo entiende que entre el Cristo eternamente vivo y sus seguidores hay una unión real y trascendente: Jesús vive y está presente en ellos y ellos viven en Él. La vocación a ser un apóstol no se funda en los méritos humanos de Pablo, quien se considera «ínfimo» e «indigno», sino en la bondad infinita de Dios, que lo eligió y le confió el ministerio.
Una comprensión similar de lo que sucedió en el camino de Damasco es testimoniada por san Pablo también en la primera Carta a Timoteo: «Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio, a mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí porque no sabía lo que hacía, pues estaba lejos de la fe; sin embargo, la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí junto con la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús» (1, 12-14). La sobreabundante misericordia de Dios es la única razón en la cual se funda el ministerio de Pablo, y es al mismo tiempo lo que el apóstol tiene que anunciar a todos.
La experiencia de san Pablo es similar a la de las comunidades a las cuales el apóstol Pedro dirige su primera Carta. San Pedro se dirige a los miembros de comunidades pequeñas y frágiles, expuestas a la amenaza de las persecuciones y aplica a ellos los títulos gloriosos atribuidos al pueblo santo de Dios: «linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios» (1 Pt 2, 9). Para esos primeros cristianos, como hoy para todos nosotros bautizados, es motivo de consuelo y de constante estupor el saber que hemos sido elegidos para formar parte del diseño de salvación de Dios, actuado en Jesucristo y en la Iglesia. «Señor, ¿por qué precisamente yo?»; «¿por qué nosotros?». Alcanzamos aquí el misterio de la misericordia y la elección de Dios: el Padre ama a todos y quiere salvar a todos, y por eso llama a algunos, «conquistándolos» con su gracia, para que a través de ellos su amor pueda llegar a todos. La misión del entero pueblo de Dios es la de anunciar las maravillas del Señor, la primera la del Misterio pascual de Cristo, por medio del cual hemos pasado de las tinieblas del pecado y la muerte, al esplendor de su vida, nueva y eterna (cf. 1 Pe 2, 10).
A la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado, y que nos ha guiado durante esta Semana de oración por la unidad de los cristianos, realmente podemos decir que todos los creyentes en Cristo estamos «llamados a anunciar las maravillas de Dios» (cf. 1 Pe 2, 9). Más allá de las diferencias que todavía nos separan, reconozcamos con alegría, que en el origen de la vida cristiana hay siempre una llamada, cuyo autor es Dios mismo. Podemos avanzar en el camino hacia la plena comunión visible entre los cristianos no sólo cuando nos acercamos los unos a los otros, sino sobre todo en la medida en que nos convertimos al Señor, que por su gracia nos elige y nos llama a ser sus discípulos. Y convertirse significa dejar que el Señor viva y trabaje en nosotros. Por este motivo, cuando los cristianos de diferentes Iglesias escuchan juntos la Palabra de Dios y tratan de ponerla en práctica, realizan pasos verdaderamente importantes hacia la unidad. Y no sólo la llamada nos une; también compartimos la misma misión: anunciar a todos las obras maravillosas de Dios. Como san Pablo, y como los fieles a quienes escribe san Pedro, también nosotros no podemos dejar de anunciar el amor misericordioso que nos ha conquistado y transformado. Mientras estamos en camino hacia la plena comunión entre nosotros, ya podemos desarrollar múltiples formas de colaboración, trabajar juntos para favorecer la difusión del Evangelio. Y caminando y trabajando juntos, nos damos cuenta de que ya estamos unidos en el nombre del Señor. La unidad se hace en el camino.
En este Año jubilar extraordinario de la Misericordia, tengamos bien presente que no puede haber una auténtica búsqueda de la unidad de los cristianos sin un confiarse plenamente a la misericordia del Padre. En primer lugar pidamos perdón por el pecado de nuestras divisiones, que son una herida abierta en el Cuerpo de Cristo. Como obispo de Roma y Pastor de la Iglesia católica, quiero invocar misericordia y perdón por los comportamientos no evangélicos por parte de los católicos hacia los cristianos de otras Iglesias. Al mismo tiempo, invito a todos los hermanos y hermanas católicos a perdonar si, hoy o en el pasado, han sido ofendidos por otros cristianos. No podemos borrar lo que ha sido, pero no queremos permitir que el peso de las culpas del pasado continúe contaminando nuestras relaciones. La misericordia de Dios renovará nuestras relaciones.
En este clima de intensa oración, saludo fraternalmente a Su eminencia el metropolita Gennadios, representante del Patriarcado ecuménico, a Su gracia David Moxon, representante personal en Roma del arzobispo de Canterbury, y a todos los representantes de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales de Roma, reunidos aquí esta tarde. Con ellos hemos pasado a través de la Puerta Santa de esta Basílica, para recordar que la única puerta que nos conduce a la salvación es Jesucristo, nuestro Señor, el rostro misericordioso del Padre. Dirijo también un cordial saludo a los jóvenes ortodoxos y ortodoxos orientales que estudian aquí, en Roma, con el apoyo del Comité de colaboración cultural con las Iglesias ortodoxas, que trabaja en el Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos, así como a los estudiantes del Ecumenical Institute of Bossey, en visita aquí en Roma para profundizar su conocimiento de la Iglesia católica.
Queridos hermanos y hermanas, unámonos a la oración que Jesucristo dirigió al Padre: «Que todos sean uno [...] para que el mundo crea» (Jn 17, 21). La unidad es don de la misericordia de Dios Padre. Aquí ante la tumba de san Pablo, apóstol y mártir, custodiada en esta espléndida Basílica, sentimos que nuestra humilde petición es apoyada por la intercesión de la multitud de mártires cristianos de ayer y de hoy. Ellos han respondido con generosidad a la llamada del Señor, han dado fiel testimonio, con su vida, de las maravillas que Dios ha realizado por nosotros, y ya experimentan la plena comunión en la presencia de Dios Padre. Sostenidos por su ejemplo —este ejemplo que hace el ecumenismo de sangre— y confortados por su intercesión, dirigimos a Dios nuestra humilde oración.
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