SANTA MISA DE SUFRAGIO POR LOS CARDENALES Y OBISPOS
FALLECIDOS DURANTE AL AÑO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica Vaticana, Altar de la Cátedra
Martes 3 de noviembre de 2015
Hoy recordamos a los hermanos Cardenales y Obispos fallecidos durante el último año. En esta tierra amaron a la Iglesia, su esposa, y nosotros rogamos para que puedan gozar en Dios de la alegría plena en la comunión de los santos.
Pensemos también con gratitud en la vocación de estos ministros sagrados que, como indica la misma palabra, es ante todo la vocación de ministrare, es decir, servir. Mientras imploramos para ellos el premio prometido a los «siervos buenos y fieles» (cf. Mt 25,14-30), estamos llamados a renovar nuestro compromiso de servir en la Iglesia. Nos lo pide el Señor que, como siervo, lavó los pies a sus discípulos más cercanos para que, así como hizo él, hagamos también nosotros (cf. Jn 13,14-15). Dios nos ha servido primero. El ministro de Jesús, que ha venido para servir y no para ser servido (cf. Mc 10,45), no puede ser sino un pastor dispuesto a dar la vida por sus ovejas. Quien sirve y se entrega parece un perdedor a los ojos del mundo. Pero, en realidad, perdiendo su vida, la encuentra. En efecto, una vida que se despoja de sí misma, perdiéndose por amor, imita a Cristo: vence a la muerte y da vida al mundo. Quien sirve, salva; y, por el contrario, quien no vive para servir, no sirve para vivir.
El Evangelio nos recuerda esto: «Tanto amó Dios al mundo», dice Jesús (Jn 3,16). Se trata realmente de un amor muy concreto, tan concreto que tomó sobre sí nuestra muerte. Para salvarnos, nos ha alcanzado allí donde, alejándonos de Dios dador de vida, habíamos ido a parar: en la muerte, en una tumba sin salida. Este es el anonadamiento que el Hijo de Dios ha culminado, inclinándose como un siervo ante nosotros para asumir todo lo nuestro, hasta abrirnos de par de par las puertas de la vida.
En el Evangelio, Cristo se compara con la «serpiente alzada». La imagen evoca el episodio de las serpientes venenosas que atacaban en el desierto al pueblo en camino (cf. Nm 21,4-9). Los israelitas que habían sido mordidos por las serpientes no morían, sino que permanecían con vida si miraban a la serpiente de bronce que Moisés, por mandato de Dios, había levantado sobre un mástil. Una serpiente salvaba de las serpientes. La misma lógica está presente en la cruz, a la cual Cristo se refiere hablando con Nicodemo. Su muerte nos salva de nuestra muerte.
En el desierto, las serpientes causaban una muerte dolorosa, precedida por el miedo y provocada por mordeduras venenosas. También a nuestros ojos, la muerte aparece siempre oscura y angustiosa. Tal como la experimentamos, entró en el mundo por la envidia del diablo, nos dice la Escritura (cf. Sb 2,24). Pero Jesús no la evitó, sino que la asumió plenamente con todas sus contradicciones. Ahora nosotros, fijándonos en él, creyendo en él, somos salvados por él: «Para que todo el que cree en él tenga vida eterna», repite dos veces Jesús en el breve pasaje del Evangelio de hoy (Jn 3,15-16).
Este estilo de Dios, que nos salva anonadándose y sirviéndonos, tiene mucho que enseñarnos. Nosotros nos esperaríamos una victoria divina triunfante; Jesús, en cambio, nos revela una victoria extremadamente humilde. Levantado en la cruz, deja que el mal y la muerte se ensañen contra él, mientras sigue amando. Para nosotros es difícil aceptar esta realidad. Es un misterio, pero el secreto de este misterio, de esta extraordinaria humildad, está en la fuerza del amor. En la Pascua de Jesús contemplamos juntas la muerte y el remedio para la muerte, y esto es posible gracias al gran amor con el que Dios nos ha amado, al amor humilde que se abaja, al servicio que sabe asumir la condición de siervo. De esta forma Jesús no sólo eliminó el mal, sino que lo ha transformado en bien. No ha cambiado las cosas con palabras, sino con hechos; no en apariencia, sino en la sustancia; no superficialmente sino desde la raíz. Ha hecho de la cruz un puente hacia la vida. También nosotros podemos vencer con él, si escogemos el amor servicial y humilde que permanece victorioso hasta la eternidad. Es un amor que no grita y no se impone, sino que sabe esperar con confianza y paciencia, porque —como nos lo ha recordado el Libro de las Lamentaciones— es bueno «esperar en silencio la salvación del Señor» (Lm 3,26).
«Tanto amó Dios al mundo». Nosotros estamos inclinados a amar todo aquello que consideramos necesario y deseamos. Dios, en cambio, ama hasta sus últimas consecuencias al mundo, es decir, a nosotros, tal como somos. También en esta Eucaristía viene a servirnos, a darnos la vida que salva de la muerte y nos llena de esperanza. Mientras ofrecemos esta Misa por nuestros queridos hermanos Cardenales y Obispos, pedimos para nosotros lo que nos exhorta el apóstol Pablo: «Aspirar a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Col 3,2); al amor a Dios y al prójimo, más que a nuestras necesidades. No nos inquietemos por lo que nos falta aquí en la tierra, sino por el tesoro del cielo; no por lo que nos sirve, sino por lo que verdaderamente sirve. Que sea suficiente en nuestra vida la Pascua del Señor para ser libres de los afanes de las cosas efímeras que pasan y se desvanecen en la nada. Que nos baste él, en quien está la vida, la salvación, la resurrección y el gozo. Entonces, seremos siervos según su corazón: no funcionarios que prestan un servicio, sino hijos amados que dan la vida por el mundo.
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