HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica Vaticana
Viernes 13 de marzo de 2015
También este año, en vísperas del cuarto domingo de Cuaresma, nos hemos reunido para celebrar la liturgia penitencial. Estamos unidos a muchos cristianos que hoy, en todas las partes del mundo, han acogido la invitación de vivir este momento como signo de la bondad del Señor. El sacramento de la Reconciliación, en efecto, nos permite acercarnos con confianza al Padre para tener la certeza de su perdón. Él es verdaderamente «rico en misericordia» y la extiende en abundancia sobre quienes recurren a Él con corazón sincero.
Estar aquí para experimentar su amor, en cualquier caso, es ante todo fruto de su gracia. Como nos ha recordado el apóstol Pablo, Dios nunca deja de mostrar la riqueza de su misericordia a lo largo de los siglos. La transformación del corazón que nos lleva a confesar nuestros pecados es «don de Dios». Nosotros solos no podemos. Poder confesar nuestros pecados es un don de Dios, es un regalo, es «obra suya» (cf. Ef 2, 8-10). Ser tocados con ternura por su mano y plasmados por su gracia nos permite, por lo tanto, acercarnos al sacerdote sin temor por nuestras culpas, pero con la certeza de ser acogidos por él en nombre de Dios y comprendidos a pesar de nuestras miserias; e incluso sin tener un abogado defensor: tenemos sólo uno, que dio su vida por nuestros pecados. Es Él quien, con el Padre, nos defiende siempre. Al salir del confesionario, percibiremos su fuerza que nos vuelve a dar la vida y restituye el entusiasmo de la fe. Después de la confesión renacemos.
El Evangelio que hemos escuchado (cf. Lc 7, 36-50) nos abre un camino de esperanza y de consuelo. Es bueno percibir sobre nosotros la mirada compasiva de Jesús, así como la percibió la mujer pecadora en la casa del fariseo. En este pasaje vuelven con insistencia dos palabras: amor y juicio.
Está el amor de la mujer pecadora que se humilla ante el Señor; pero antes aún está el amor misericordioso de Jesús por ella, que la impulsa a acercarse. Su llanto de arrepentimiento y de alegría lava los pies del Maestro, y sus cabellos los secan con gratitud; los besos son expresión de su afecto puro; y el ungüento perfumado que derrama abundantemente atestigua lo valioso que es Él ante sus ojos. Cada gesto de esta mujer habla de amor y expresa su deseo de tener una certeza indestructible en su vida: la de haber sido perdonada. ¡Esta es una certeza hermosísima! Y Jesús le da esta certeza: acogiéndola le demuestra el amor de Dios por ella, precisamente por ella, una pecadora pública. El amor y el perdón son simultáneos: Dios le perdona mucho, le perdona todo, porque «ha amado mucho» (Lc 7, 47); y ella adora a Jesús porque percibe que en Él hay misericordia y no condena. Siente que Jesús la comprende con amor, a ella, que es una pecadora. Gracias a Jesús, Dios carga sobre sí sus muchos pecados, ya no los recuerda (cf. Is 43, 25). Porque también esto es verdad: cuando Dios perdona, olvida. ¡Es grande el perdón de Dios! Para ella ahora comienza un nuevo período; renace en el amor a una vida nueva.
Esta mujer encontró verdaderamente al Señor. En el silencio, le abrió su corazón; en el dolor, le mostró el arrepentimiento por sus pecados; con su llanto, hizo un llamamiento a la bondad divina para recibir el perdón. Para ella no habrá ningún juicio si no el que viene de Dios, y este es el juicio de la misericordia. El protagonista de este encuentro es ciertamente el amor, la misericordia que va más allá de la justicia.
Simón, el dueño de casa, el fariseo, al contrario, no logra encontrar el camino del amor. Todo está calculado, todo pensado... Él permanece inmóvil en el umbral de la formalidad. Es algo feo el amor formal, no se entiende. No es capaz de dar el paso sucesivo para ir al encuentro de Jesús que le trae la salvación. Simón se limitó a invitar a Jesús a comer, pero no lo acogió verdaderamente. En sus pensamientos invoca sólo la justicia y obrando así se equivoca. Su juicio acerca de la mujer lo aleja de la verdad y no le permite ni siquiera comprender quién es su huésped. Se detuvo en la superficie —en la formalidad—, no fue capaz de mirar al corazón. Ante la parábola de Jesús y la pregunta sobre cuál de los servidores había amado más, el fariseo respondió correctamente: «Supongo que aquel a quien le perdonó más». Y Jesús no deja de hacerle notar: «Has juzgado rectamente» (Lc 7, 43). Sólo cuando el juicio de Simón se dirige al amor, entonces él está en lo correcto.
La llamada de Jesús nos impulsa a cada uno de nosotros a no detenerse jamás en la superficie de las cosas, sobre todo cuando estamos ante una persona. Estamos llamados a mirar más allá, a centrarnos en el corazón para ver de cuánta generosidad es capaz cada uno. Nadie puede ser excluido de la misericordia de Dios. Todos conocen el camino para acceder a ella y la Iglesia es la casa que acoge a todos y no rechaza a nadie. Sus puertas permanecen abiertas de par en par, para que quienes son tocados por la gracia puedan encontrar la certeza del perdón. Cuanto más grande es el pecado, mayor debe ser el amor que la Iglesia expresa hacia quienes se convierten. ¡Con cuánto amor nos mira Jesús! ¡Con cuánto amor cura nuestro corazón pecador! Jamás se asusta de nuestros pecados. Pensemos en el hijo pródigo que, cuando decidió volver al padre, pensaba hacerle un discurso, pero el padre no lo dejó hablar, lo abrazó (cf. Lc 15, 17-24). Así es Jesús con nosotros. «Padre, tengo muchos pecados...». —«Pero Él estará contento si tú vas: ¡te abrazará con mucho amor! No tengas miedo».
Queridos hermanos y hermanas, he pensado con frecuencia de qué forma la Iglesia puede hacer más evidente su misión de ser testigo de la misericordia. Es un camino que inicia con una conversión espiritual; y tenemos que recorrer este camino. Por eso he decidido convocar un Jubileo extraordinario que tenga en el centro la misericordia de Dios. Será un Año santo de la misericordia. Lo queremos vivir a la luz de la Palabra del Señor: «Sed misericordiosos como el Padre» (cf. Lc 6, 36). Esto especialmente para los confesores: ¡mucha misericordia!
Este Año santo iniciará con la próxima solemnidad de la Inmaculada Concepción y se concluirá el 20 de noviembre de 2016, domingo de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo y rostro vivo de la misericordia del Padre. Encomiendo la organización de este Jubileo al Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización, para que pueda animarlo como una nueva etapa del camino de la Iglesia en su misión de llevar a cada persona el Evangelio de la misericordia.
Estoy convencido de que toda la Iglesia, que tiene una gran necesidad de recibir misericordia, porque somos pecadores, podrá encontrar en este Jubileo la alegría para redescubrir y hacer fecunda la misericordia de Dios, con la cual todos estamos llamados a dar consuelo a cada hombre y a cada mujer de nuestro tiempo. No olvidemos que Dios perdona todo, y Dios perdona siempre. No nos cansemos de pedir perdón. Encomendemos desde ahora este Año a la Madre de la misericordia, para que dirija su mirada sobre nosotros y vele sobre nuestro camino: nuestro camino penitencial, nuestro camino con el corazón abierto, durante un año, para recibir la indulgencia de Dios, para recibir la misericordia de Dios.
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