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VIAJE APOSTÓLICO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A SRI LANKA Y FILIPINAS

(12-19 DE ENERO DE 2015)

SANTA MISA CON LOS OBISPOS, SACERDOTES, RELIGIOSAS Y RELIGIOSOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Catedral de la Inmaculada Concepción, Manila
Viernes 16 de enero de 2015

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«¿Me amas?... Apacienta mis ovejas» (Jn 21,15-17). Las palabras de Jesús a Pedro en el Evangelio de hoy son las primeras que os dirijo, queridos hermanos obispos y sacerdotes, religiosos y religiosas y jóvenes seminaristas. Estas palabras nos recuerdan algo esencial. Todo ministerio pastoral nace del amor... nace del amor. La vida consagrada es un signo del amor reconciliador de Cristo. Al igual que santa Teresa de Lisieux, cada uno de nosotros, en la diversidad de nuestras vocaciones, está llamado de alguna manera a ser el amor en el corazón de la Iglesia.

Os saludo a todos con gran afecto. Y os pido que hagáis llegar mi afecto a todos vuestros hermanos y hermanas ancianos y enfermos, y a todos aquellos que no han podido estar aquí con nosotros hoy. Ahora que la Iglesia en Filipinas mira hacia el quinto centenario de su evangelización, sentimos gratitud por el legado que han dejado tantos obispos, sacerdotes y religiosos de generaciones pasadas. Ellos trabajaron, no sólo para predicar el Evangelio y edificar la Iglesia en este país, sino también para forjar una sociedad animada por el mensaje del Evangelio de la caridad, el perdón y la solidaridad al servicio del bien común. Hoy vosotros continuáis esa obra de amor. Como ellos, estáis llamados a construir puentes, a apacentar las ovejas de Cristo, y preparar caminos nuevos para el Evangelio en Asia, en los albores de una nueva era.

«El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5,14). En la primera lectura de hoy, san Pablo nos dice que el amor que estamos llamados a proclamar es un amor reconciliador, que brota del corazón del Salvador crucificado. Estamos llamados a ser «embajadores de Cristo» (2 Co 5,20). El nuestro es un ministerio de reconciliación. Proclamamos la Buena Nueva del amor infinito, de la misericordia y de la compasión de Dios. Proclamamos la alegría del Evangelio. Pues el Evangelio es la promesa de la gracia de Dios, la única que puede traer la plenitud y la salvación a nuestro mundo quebrantado. Es capaz de inspirar la construcción de un orden social verdaderamente justo y redimido.

Ser embajador de Cristo significa, en primer lugar, invitar a todos a un renovado encuentro personal con el Señor Jesús (Evangelii Gaudium, 3), nuestro encuentro personal con él. Esta invitación debe estar en el centro de vuestra conmemoración de la evangelización de Filipinas. Pero el Evangelio es también una llamada a la conversión, a examinar nuestra conciencia, como personas y como pueblo. Como los obispos de Filipinas han enseñado justamente, la Iglesia en Filipinas está llamada a reconocer y combatir las causas de la desigualdad y la injusticia, profundamente arraigadas, que deforman el rostro de la sociedad filipina, contradiciendo claramente las enseñanzas de Cristo. El Evangelio llama a cada cristiano a vivir una vida de honestidad, integridad e interés por el bien común. Pero también llama a las comunidades cristianas a crear «ambientes de integridad», redes de solidaridad que se extienden hasta abrazar y transformar la sociedad mediante su testimonio profético.

Los pobres. Los pobres están en el centro del Evangelio, son el corazón del Evangelio: si quitamos a los pobres del Evangelio no se comprenderá el mensaje completo de Jesucristo. Como embajadores de Cristo, nosotros, obispos, sacerdotes y religiosos, debemos ser los primeros en acoger en nuestros corazones su gracia reconciliadora. San Pablo explica con claridad lo que esto significa: rechazar perspectivas mundanas y ver todas las cosas de nuevo a la luz de Cristo; ser los primeros en examinar nuestras conciencias, reconocer nuestras faltas y pecados, y recorrer el camino de una conversión constante, de una conversión cotidiana. ¿Cómo podemos proclamar a los demás la novedad y el poder liberador de la Cruz, si nosotros mismos no dejamos que la Palabra de Dios sacuda nuestra complacencia, nuestro miedo al cambio, nuestros pequeños compromisos con los modos de este mundo, nuestra «mundanidad espiritual» (cf. Evangelii Gaudium, 93)?

Para nosotros, sacerdotes y personas consagradas, la conversión a la novedad del Evangelio implica un encuentro diario con el Señor en la oración. Los santos nos enseñan que ésta es la fuente de todo celo apostólico. Para los religiosos, vivir la novedad del Evangelio significa también encontrar una y otra vez en la vida comunitaria y en los apostolados de la comunidad el incentivo de una unión cada vez más estrecha con el Señor en la caridad perfecta. Para todos nosotros, significa vivir de modo que se refleje en nuestras vidas la pobreza de Cristo, cuya existencia entera se centró en hacer la voluntad del Padre y en servir a los demás. Naturalmente, el gran peligro es el materialismo que puede deslizarse en nuestras vidas y comprometer el testimonio que ofrecemos. Sólo si somos pobres, sólo si somos pobres nosotros mismos, y eliminamos nuestra complacencia, seremos capaces de identificarnos con los últimos de nuestros hermanos y hermanas. Veremos las cosas desde una perspectiva nueva, y así responderemos con honestidad e integridad al desafío de anunciar la radicalidad del Evangelio en una sociedad acostumbrada a la exclusión social, a la polarización y a la desigualdad escandalosa.

Quisiera decir unas palabras especialmente a los jóvenes sacerdotes, religiosos y seminaristas, aquí presentes. Os pido que compartáis la alegría y el entusiasmo de vuestro amor a Cristo y a la Iglesia con todos, y especialmente con los de vuestra edad. Que estéis cerca de los jóvenes, que pueden estar confundidos y desanimados, pero que siguen viendo a la Iglesia como compañera en el camino y fuente de esperanza. Estar cerca de aquellos que, viviendo en medio de una sociedad abrumada por la pobreza y la corrupción, están abatidos, tentados de darse por vencidos, de abandonar los estudios y vivir en la calle. Proclamar la belleza y la verdad del mensaje cristiano a una sociedad que está tentada por una visión confusa de la sexualidad, el matrimonio y la familia. Como sabéis, estas realidades sufren cada vez más el ataque de fuerzas poderosas que amenazan con desfigurar el plan de Dios sobre la creación y traicionan los verdaderos valores que han inspirado y plasmado todo lo mejor de vuestra cultura.

La cultura filipina, en efecto, ha sido modelada por la creatividad de la fe. Los filipinos son conocidos en todas partes por su amor a Dios, su ferviente piedad y su cálida devoción a Nuestra Señora y el rosario. Este gran patrimonio contiene un gran potencial misionero. Es la forma en la que vuestro pueblo ha inculturado el Evangelio y sigue viviendo su mensaje (cf. Evangelii Gaudium, 122). En vuestros trabajos para preparar el quinto centenario, construid sobre esta sólida base.

Cristo murió por todos para que, muertos en él, ya no vivamos para nosotros mismos, sino para él (cf. 2 Co 5,15). Queridos hermanos obispos, sacerdotes y religiosos: pido a María, Madre de la Iglesia, que os conceda un celo desbordante que os lleve a gastaros con generosidad en el servicio de nuestros hermanos y hermanas. Que de esta manera, el amor reconciliador de Cristo penetre cada vez más profundamente en el tejido de la sociedad filipina y, a través de vosotros, hasta los confines de la tierra. Amén.

 



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