PROFESIÓN DE FE
CON LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA
Basílica Vaticana
Jueves 23 de mayo de 2013
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Agradezco a vuestra eminencia este saludo, y felicidades también por el trabajo de esta Asamblea. Muchas gracias a todos vosotros. Estoy seguro de que el trabajo ha sido intenso porque tenéis muchas tareas. Primero: la Iglesia en Italia —todos—, el diálogo con las instituciones culturales, sociales, políticas, que es una tarea vuestra y no es fácil. También el trabajo de hacer fuertes las Conferencias regionales, para que sean la voz de todas las regiones, tan diversas; y esto es bonito. El trabajo fatigoso también, sé que existe una Comisión, para reducir un poco el número de las diócesis. No es fácil, pero existe una Comisión para esto. Seguid adelante con fraternidad, que la Conferencia episcopal siga adelante con este diálogo, como dije, con las instituciones culturales, sociales, políticas. Es vuestra tarea. ¡Adelante!
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Queridos hermanos en el episcopado:
Las lecturas bíblicas que hemos escuchado nos hacen reflexionar. A mí me hicieron reflexionar mucho. He hecho como una meditación para nosotros Obispos, primero para mí, Obispo como vosotros, y la comparto con vosotros.
Es significativo —y estoy por ello especialmente contento— que nuestro primer encuentro tenga lugar precisamente aquí, en el sitio que custodia no sólo la tumba de Pedro, sino la memoria viva de su testimonio de fe, de su servicio a la verdad, de su entrega hasta el martirio por el Evangelio y por la Iglesia.
Esta tarde este altar de la Confesión se convierte de este modo en nuestro lago de Tiberíades, en cuyas orillas volvemos a escuchar el estupendo diálogo entre Jesús y Pedro, con las preguntas dirigidas al Apóstol, pero que deben resonar también en nuestro corazón de obispos.
«¿Me amas tú?». «¿Eres mi amigo?» (cf. Jn 21, 15 ss).
La pregunta está dirigida a un hombre que, a pesar de las solemnes declaraciones, se dejó llevar por el miedo y había negado.
«¿Me amas tú?». «¿Eres mi amigo?».
La pregunta se dirige a mí y a cada uno de nosotros, a todos nosotros: si evitamos responder de modo demasiado apresurado y superficial, la misma nos impulsa a mirarnos hacia adentro, a volver a entrar en nosotros mismos.
«¿Me amas tú?». «¿Eres mi amigo?».
Aquél que escruta los corazones (cf. Rm 8, 27) se hace mendigo de amor y nos interroga sobre la única cuestión verdaderamente esencial, preámbulo y condición para apacentar sus ovejas, sus corderos, su Iglesia. Todo ministerio se funda en esta intimidad con el Señor; vivir de Él es la medida de nuestro servicio eclesial, que se expresa en la disponibilidad a la obediencia, en el abajarse, como hemos escuchado en la Carta a los Filipenses, y a la donación total (cf. 2, 6-11).
Por lo demás, la consecuencia del amor al Señor es darlo todo —precisamente todo, hasta la vida misma— por Él: esto es lo que debe distinguir nuestro ministerio pastoral; es el papel de tornasol que dice con qué profundidad hemos abrazado el don recibido respondiendo a la llamada de Jesús y en qué medida estamos vinculados a las personas y a las comunidades que se nos han confiado. No somos expresión de una estructura o de una necesidad organizativa: también con el servicio de nuestra autoridad estamos llamados a ser signo de la presencia y de la acción del Señor resucitado, por lo tanto a edificar la comunidad en la caridad fraterna.
No es que esto se dé por descontado: también el amor más grande, en efecto, cuando no se alimenta continuamente, se debilita y se apaga. No sin motivo el apóstol Pablo pone en guardia: «Tened cuidado de vosotros y de todo el rebaño sobre el que el Espíritu Santo os ha puesto como guardianes para pastorear la Iglesia de Dios, que Él se adquirió con la sangre de su propio Hijo» (Hch 20, 28).
La falta de vigilancia —lo sabemos— hace tibio al Pastor; le hace distraído, olvidadizo y hasta intolerante; le seduce con la perspectiva de la carrera, la adulación del dinero y las componendas con el espíritu del mundo; le vuelve perezoso, transformándole en un funcionario, un clérigo preocupado más de sí mismo, de la organización y de las estructuras que del verdadero bien del pueblo de Dios. Se corre el riesgo, entonces, como el apóstol Pedro, de negar al Señor, incluso si formalmente se presenta y se habla en su nombre; se ofusca la santidad de la Madre Iglesia jerárquica, haciéndola menos fecunda.
¿Quiénes somos, hermanos, ante Dios? ¿Cuáles son nuestras pruebas? Tenemos muchas; cada uno de nosotros conoce las suyas. ¿Qué nos está diciendo el Señor a través de ellas? ¿Sobre qué nos estamos apoyando para superarlas?
Como lo fue para Pedro, la pregunta insistente y triste de Jesús puede dejarnos doloridos y más conscientes de la debilidad de nuestra libertad, tentada como lo es por mil condicionamientos internos y externos, que a menudo suscitan desconcierto, frustración, incluso incredulidad.
No son ciertamente estos los sentimientos y las actitudes que el Señor pretende suscitar; más bien, se aprovecha de ellos el Enemigo, el Diablo, para aislar en la amargura, en la queja y en el desaliento.
Jesús, buen Pastor, no humilla ni abandona en el remordimiento: en Él habla la ternura del Padre, que consuela y relanza; hace pasar de la disgregación de la vergüenza —porque verdaderamente la vergüenza nos disgrega— al entramado de la confianza; vuelve a donar valentía, vuelve a confiar responsabilidad, entrega a la misión.
Pedro, que purificado en el fuego del perdón pudo decir humildemente «Señor, Tú conoces todo; Tú sabes que te quiero» (Jn 21, 17). Estoy seguro de que todos nosotros podemos decirlo de corazón. Y Pedro purificado, en su primera Carta nos exhorta a apacentar «el rebaño de Dios [...], mirad por él, no a la fuerza, sino de buena gana [...], no por sórdida ganancia, sino con entrega generosa; no como déspotas con quienes os ha tocado en suerte, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño» (1 P 5, 2-3).
Sí, ser Pastores significa creer cada día en la gracia y en la fuerza que nos viene del Señor, a pesar de nuestra debilidad, y asumir hasta el final la responsabilidad de caminar delante del rebaño, libres de los pesos que dificultan la sana agilidad apostólica, y sin indecisión al guiarlo, para hacer reconocible nuestra voz tanto para quienes han abrazado la fe como para quienes aún «no pertenecen a este rebaño» (Jn 10, 16): estamos llamados a hacer nuestro el sueño de Dios, cuya casa no conoce exclusión de personas o de pueblos, como anunciaba proféticamente Isaías en la primera Lectura (cf. Is 2, 2-5).
Por ello, ser Pastores quiere decir también disponerse a caminar en medio y detrás del rebaño: capaces de escuchar el silencioso relato de quien sufre y sostener el paso de quien teme ya no poder más; atentos a volver a levantar, alentar e infundir esperanza. Nuestra fe sale siempre reforzada al compartirla con los humildes: dejemos de lado todo tipo de presunción, para inclinarnos ante quienes el Señor confió a nuestra solicitud. Entre ellos, reservemos un lugar especial, muy especial, a nuestros sacerdotes: sobre todo para ellos que nuestro corazón, nuestra mano y nuestra puerta permanezcan abiertas en toda circunstancia. Ellos son los primeros fieles que tenemos nosotros Obispos: nuestros sacerdotes. ¡Amémosles! ¡Amémosles de corazón! Son nuestros hijos y nuestros hermanos.
Queridos hermanos, la profesión de fe que ahora renovamos juntos no es un acto formal, sino renovación de nuestra respuesta al «Sígueme» con el que concluye el evangelio de Juan (21, 19): lleva a desplegar la propia vida según el proyecto de Dios, comprometiendo todo de sí mismo por el Señor Jesús. Que de aquí brote ese discernimiento que conoce y se hace cargo de los pensamientos, de las expectativas y necesidades de los hombres de nuestro tiempo.
Con este espíritu, agradezco de corazón a cada uno de vosotros vuestro servicio, vuestro amor a la Iglesia.
¡La Madre está aquí! Os pongo, y también yo me pongo, bajo el manto de María, Nuestra Señora.
Madre del silencio, que custodia el misterio de Dios,
líbranos de la idolatría del presente, a la que se condena quien olvida.
Purifica los ojos de los Pastores con el colirio de la memoria: volveremos a la lozanía de los orígenes, por una Iglesia orante y penitente.
Madre de la belleza, que florece de la fidelidad al trabajo cotidiano,
despiértanos del torpor de la pereza, de la mezquindad y del derrotismo.
Reviste a los Pastores de esa compasión que unifica e integra: descubriremos la alegría de una Iglesia sierva, humilde y fraterna.
Madre de la ternura, que envuelve de paciencia y de misericordia,
ayúdanos a quemar tristezas, impaciencias y rigidez de quien no conoce pertenencia.
Intercede ante tu Hijo para que sean ágiles nuestras manos, nuestros pies y nuestro corazón: edificaremos la Iglesia con la verdad en la caridad.
Madre, seremos el Pueblo de Dios, peregrino hacia el Reino. Amén.
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