SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro
Jueves, 8 de diciembre de 2022
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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y feliz fiesta!
El Evangelio de la Solemnidad de hoy nos introduce en la casa de María para relatarnos la Anunciación (cf. Lc 1,26-38). El ángel Gabriel saluda así a la Virgen: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (v. 28). No la llama por su nombre, María, sino por un nombre nuevo que ella no conocía: llena de gracia. Llena de gracia, y por tanto vacía de pecado, es el nombre que Dios le da y que hoy nosotros celebramos.
Pero pensemos en el asombro de María: solo entonces ella descubrió su identidad más verdadera. En efecto, al llamarla por ese nombre, Dios le revela su mayor secreto, que hasta entonces ella había ignorado. A nosotros también nos puede pasar algo parecido. ¿En qué sentido? En el sentido de que también nosotros, pecadores, hemos recibido un don inicial que ha llenado nuestra vida, un bien mayor que todo, hemos recibido una gracia original. Nosotros hablamos tanto del pecado original, pero también hemos recibido una gracia original, de la que a menudo no somos conscientes.
¿De qué se trata? ¿Qué es esta gracia original? Se trata de aquello que recibimos el día de nuestro Bautismo, por eso es bueno que lo recordemos, ¡y también que lo celebremos! Pero me cuestiono, esta gracia recibida en el Bautismo es importante. Pero ¿cuántos de ustedes recuerdan cuál es la fecha del Bautismo? ¿cuál fue la fecha del propio Bautismo? Piénsenlo. Y si no la recuerdan, cuando regresen a casa pregúntenselo al padrino, a la madrina, a papá o a mamá: ¿Cuándo fui bautizado, bautizada? Porque aquel día es el día de la gracia grande, de un nuevo inicio de la vida, de una gracia que nosotros tenemos. Dios descendió a nuestras vidas aquel día, nos convertimos en sus hijos amados para siempre. ¡He aquí nuestra belleza original de la cual nos podemos regocijar! Hoy, María, sorprendida por la gracia que la hizo bella desde el primer momento de su vida, nos lleva a maravillarnos de nuestra belleza. Podemos captarlo a través de una imagen: la imagen de la túnica blanca del Bautismo; ella nos recuerda que, por debajo del mal con el que nos hemos manchado a lo largo de los años, hay en nosotros un bien mayor que todos aquellos males que nos han sucedido. Escuchemos el eco, oigamos a Dios que nos dice: "Hijo, hija, te quiero y estoy siempre contigo, tú eres importante para mí, tu vida es preciosa". Cuando las cosas no vayan bien y nos desanimemos, cuando nos abatamos y corramos el riesgo de sentirnos inútiles o equivocados, pensemos en esto, en la gracia original. Dios está con nosotros, Dios está conmigo desde ese día. Pensémoslo una vez más.
Hoy, la Palabra de Dios nos enseña otra cosa importante: que conservar nuestra belleza acarrea un costo, acarrea una lucha. De hecho, el Evangelio nos muestra la valentía de María, que dijo “sí” a Dios, que eligió correr el riesgo de Dios; y el pasaje del Génesis, relativo al pecado original, nos habla de una lucha contra el tentador y sus tentaciones (cf. Gn 3,15). Pero también lo sabemos por experiencia todos nosotros: cuesta elegir el bien, cuesta mucho custodiar el bien que llevamos dentro. Pensemos en cuántas veces lo hemos malgastado cediendo a la atracción del mal, actuando de modo astuto para nuestros propios intereses o haciendo algo que contaminaría nuestro corazón; o incluso perdiendo el tiempo en cosas inútiles y perjudiciales, aplazando la oración, o diciendo “no puedo” a los que nos necesitaban y, sin embargo, podíamos.
Pero frente a todo esto, hoy tenemos una buena noticia: María, la única criatura humana sin pecado de la historia, está con nosotros en la lucha, es nuestra hermana y sobre todo nuestra Madre. Y nosotros, a quienes nos cuesta elegir el bien, podemos encomendarnos a ella. Confiándonos, consagrándonos a la Virgen, le decimos: “Tómame de la mano, Madre, guíame tú: contigo tendré más fuerza en la lucha contra el mal, contigo redescubriré mi belleza original”. Encomendémonos a María hoy, cada día, repitiéndole: “María, te encomiendo mi vida, mi familia, mi trabajo, te encomiendo mi corazón y mis luchas. Me consagro a ti”. Que la Inmaculada nos ayude a preservar del mal nuestra belleza.
Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas:
Los saludo a todos, romanos y peregrinos. En particular, saludo a los adherentes del Movimiento Cristiano de Trabajadores y a la representación de Rocca di Papa con la antorcha que encenderá la Estrella de Navidad colocada en lo alto de la ciudad.
En la fiesta de María Inmaculada, la Acción Católica Italiana vive la renovación de la adhesión. Dirijo mi pensamiento a sus asociaciones diocesanas y parroquiales, animando a todos a seguir adelante con alegría al servicio del Evangelio y de la Iglesia.
Esta tarde iré a Santa María la Mayor, para rezar a la Salus Populi Romani, e inmediatamente a la Plaza de España para realizar el tradicional acto de homenaje y oración a los pies del monumento a la Inmaculada. Les pido que se unan espiritualmente a mí en este gesto, que expresa nuestra filial devoción a nuestra Madre, a cuya intercesión confiamos el deseo universal de paz, en particular por la martirizada Ucrania, que tanto sufre. Pienso en las palabras del Ángel a la Virgen: «No hay nada imposible para Dios» (Lc 1,37). Con la ayuda de Dios la paz es posible; el desarme es posible. Pero Dios quiere nuestra buena voluntad. Que la Virgen nos ayude a convertirnos a los designios de Dios.
Deseo a todos una feliz fiesta y un buen camino de Adviento, a todos los que están aquí: ¡A los jóvenes de la Inmaculada, hoy, que es su fiesta! Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!
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