PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro (Biblioteca del Palacio Apostólico)
Domingo, 8 de marzo de 2020
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy es un poco extraña esta oración del Ángelus, con el Papa “enjaulado” en la biblioteca, pero os veo, estoy cerca de vosotros. Y también me gustaría empezar agradeciendo a ese grupo [presente en la plaza] que se está manifestando y luchando “Por los olvidados de Idlib”. ¡Gracias! Gracias por lo que hacéis. Pero hoy rezamos el Ángelus así para cumplir con las medidas preventivas y evitar pequeñas aglomeraciones de gente que pueden favorecer la transmisión del virus.
El Evangelio de este segundo domingo de Cuaresma (cf. Mateo 17, 1-9) nos presenta el relato de la Transfiguración de Jesús. Jesús lleva a Pedro, Santiago y Juan con Él y sube a un monte alto, símbolo de la cercanía a Dios, para abrirles a una comprensión más completa del misterio de su persona, que debe sufrir, morir y luego resucitar. De hecho, Jesús había comenzado a hablarles sobre el sufrimiento, la muerte y la resurrección que le esperaba, pero no podían aceptar esa perspectiva. Por eso, al llegar a la cima del monte, Jesús se sumergió en la oración y se transfiguró ante los tres discípulos: «su rostro —dice el Evangelio— se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (v. 2).
A través del maravilloso evento de la Transfiguración, los tres discípulos están llamados a reconocer en Jesús al Hijo de Dios resplandeciente de gloria. De este modo avanzan en el conocimiento de su Maestro, dándose cuenta de que el aspecto humano no expresa toda su realidad; a sus ojos se revela la dimensión sobrenatural y divina de Jesús. Y desde arriba resuena una voz que dice: «Este es mi Hijo amado [...]. Escuchadle» (v. 5). Es el Padre celestial quien confirma la “investidura” — llamémosla así— de Jesús ya hecha el día de su bautismo en el Jordán e invita a los discípulos a escucharlo y seguirlo.
Hay que destacar que, en medio del grupo de los Doce, Jesús elige llevarse a Pedro, Santiago y Juan con Él al monte. Les reservó el privilegio de ser testigos de la Transfiguración. ¿Pero por qué elige a los tres? ¿Porque son los más santos? No. Sin embargo, Pedro, a la hora de la prueba, lo negará; y los dos hermanos Santiago y Juan pedirán ser los primeros en entrar a su reino (cf. Mateo 20, 20-23). Jesús, no obstante, no elige según nuestro criterio, sino según su plan de amor. El amor de Jesús no tiene medida: es amor, y Él elige con ese plan de amor. Es una elección gratuita e incondicional, una iniciativa libre, una amistad divina que no pide nada a cambio. Y así como llamó a esos tres discípulos, también hoy llama a algunos a estar cerca de Él, para poder dar testimonio. Ser testigos de Jesús es un don que no hemos merecido: nos sentimos inadecuados, pero no podemos echarnos atrás con la excusa de nuestra incapacidad.
No hemos estado en el Monte Tabor, no hemos visto con nuestros propios ojos el rostro de Jesús brillando como el sol. Sin embargo, a nosotros también se nos ha dado la Palabra de salvación, se nos ha dado fe y hemos experimentado la alegría de encontrarnos con Jesús de diferentes maneras. Jesús también nos dice: «Levantaos, no tengáis miedo» (Mateo 17, 7). En este mundo, marcado por el egoísmo y la codicia, la luz de Dios se oscurece por las preocupaciones de la vida cotidiana. A menudo decimos: no tengo tiempo para rezar, no puedo hacer un servicio en la parroquia, responder a las peticiones de los demás... Pero no debemos olvidar que el Bautismo que recibimos nos hizo testigos, no por nuestra capacidad, sino por el don del Espíritu.
Que, en este tiempo propicio de Cuaresma, la Virgen María nos otorgue esa docilidad ante el Espíritu que es indispensable para emprender resueltamente el camino de la conversión.
Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas:
Os saludo a todos los que estáis siguiendo este momento de oración. Saludo en particular a los participantes en el curso de formación “Animadores de un nuevo modo de comunicar”; a los fieles de Torrent, España; al grupo de los condecorados de Corato; a los jóvenes de Coverciano y a los niños de la Primera Comunión de Monteodorisio.
Saludo a las asociaciones y grupos comprometidos en solidaridad con el pueblo sirio y especialmente con los habitantes de la ciudad de Idlib y del noroeste de Siria —os estoy viendo desde aquí— obligados a huir de los recientes acontecimientos de la guerra. Queridos hermanos y hermanas, renuevo mi gran preocupación, mi dolor por esta situación inhumana de estas personas indefensas, incluyendo muchos niños, que están arriesgando sus vidas. No debemos apartar la vista de esta crisis humanitaria, sino darle prioridad sobre todos los demás intereses. Recemos por esta gente, estos hermanos y hermanas nuestros, que sufren tanto en el noroeste de Siria, en la ciudad de Idlib.
Estoy cerca con la oración de las personas que sufren la actual epidemia de coronavirus y a todos los que los atienden. Me uno a mis hermanos obispos para animar a los fieles a vivir este difícil momento con la fuerza de la fe, la certeza de la esperanza y el fervor de la caridad. Que el tiempo de Cuaresma nos ayude a todos a dar sentido al Evangelio en este momento de prueba y dolor.
¡Os deseo un buen domingo! Y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Ahora voy a asomarme para veros un poco en tiempo real. ¡Buen almuerzo y adiós!
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