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CARTA ENCÍCLICA
DILEXIT NOS
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
SOBRE EL AMOR HUMANO Y DIVINO
DEL CORAZÓN DE JESUCRISTO
1. «Nos amó», dice san Pablo refiriéndose a Cristo (Rm 8,37), para ayudarnos a descubrir que de ese amor nada «podrá separarnos» (Rm 8,39). Pablo lo afirmaba con certeza porque Cristo mismo lo había asegurado a sus discípulos: «los he amado» (Jn 15,9.12). También nos dijo: «los llamo amigos» (Jn 15,15). Su corazón abierto nos precede y nos espera sin condiciones, sin exigir un requisito previo para poder amarnos y proponernos su amistad: «nos amó primero» (1 Jn 4,10). Gracias a Jesús «nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído» en ese amor (1 Jn 4,16).
I.
LA IMPORTANCIA DEL CORAZÓN
2. Para expresar el amor de Jesucristo suele usarse el símbolo del corazón. Algunos se preguntan si hoy tiene un significado válido. Pero cuando nos asalta la tentación de navegar por la superficie, de vivir corriendo sin saber finalmente para qué, de convertirnos en consumistas insaciables y esclavizados por los engranajes de un mercado al cual no le interesa el sentido de nuestra existencia, necesitamos recuperar la importancia del corazón.[1]
¿QUÉ EXPRESAMOS CUANDO DECIMOS “CORAZÓN”?
3. En el griego clásico profano el término kardia significa lo más interior de seres humanos, animales y plantas. En Homero indica no sólo el centro corporal, sino también el centro anímico y espiritual del ser humano. En la Ilíada, el pensar y el sentir son del corazón y están muy próximos entre sí.[2] Allí el corazón aparece como centro del querer y como lugar en que se fraguan las decisiones importantes de la persona.[3] En Platón el corazón adquiere una función en cierto modo “sintetizadora” de lo racional y lo tendencial de cada uno, pues tanto el mandato de las facultades superiores como las pasiones se transmiten a través de las venas que confluyen en el corazón.[4] Así advertimos desde la antigüedad la importancia de considerar al ser humano no como una suma de distintas capacidades sino como un mundo anímico corpóreo con un centro unificador que otorga a todo lo que vive la persona el trasfondo de un sentido y una orientación.
4. Dice la Biblia que «la Palabra de Dios es viva y eficaz […] discierne los pensamientos y las intenciones del corazón» (Hb 4,12). De esta manera nos habla de un núcleo, el corazón, que está detrás de toda apariencia, aun detrás de pensamientos superficiales que nos confunden. Los discípulos de Emaús, en su misteriosa caminata con Cristo resucitado, vivían un momento de angustia, confusión, desesperanza, desilusión. No obstante, más allá de todo eso y a pesar de todo, algo ocurría en lo más hondo: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino?» (Lc 24,32).
5. Al mismo tiempo, el corazón es el lugar de la sinceridad, donde no se puede engañar ni disimular. Suele indicar las verdaderas intenciones, lo que uno realmente piensa, cree y quiere, los “secretos” que a nadie dice y, en definitiva, la propia verdad desnuda. Se trata de aquello que no es apariencia o mentira sino auténtico, real, enteramente “propio”. Por eso a Sansón, que no contaba el secreto de su fuerza, Dalila le reclamaba: «¿Cómo puedes decir que me quieres, si tu corazón no está conmigo?» (Jc 16,15). Sólo cuando él le contó su secreto tan oculto, ella «comprendió que él le había abierto todo su corazón» (Jc 16,18).
6. Esta verdad de cada persona tantas veces está oculta debajo de mucha hojarasca que la disimula, y esto hace que se vuelva difícil sentir que uno se conoce a sí mismo y más aún que conoce a otra persona: «Nada más tortuoso que el corazón humano y no tiene arreglo: ¿quién puede penetrarlo?» (Jr 17,9). Así entendemos por qué el libro de los Proverbios nos reclama: «Con todo cuidado vigila tu corazón, porque de él brotan las fuentes de la vida. Aparta de ti las palabras perversas y aleja de tus labios la maldad» (4,23-24). La pura apariencia, el disimulo y el engaño dañan y pervierten el corazón. Más allá de tantos intentos por mostrar o expresar algo que no somos, en el corazón se juega todo, allí no cuenta lo que uno muestra por fuera y los ocultamientos, allí somos nosotros mismos. Y esa es la base de cualquier proyecto sólido para nuestra vida, ya que nada que valga la pena se construye sin el corazón. La apariencia y la mentira sólo ofrecen vacío.
7. Como metáfora, me permito recordar algo que ya narré en otra oportunidad: «Para carnaval, cuando éramos niños, la abuela nos hacía galletas, y era una masa muy liviana, liviana, era liviana esa masa que hacía. Luego la ponía en el aceite y la masa se inflaba, se inflaba, y cuando la comíamos estaba hueca. Esas galletas en el dialecto se llamaban “mentiras”. Y era precisamente la abuela quien nos explicaba la razón de ello: “estas galletas son como las mentiras, parecen grandes, pero no tienen nada dentro, no hay nada verdadero allí; no hay nada de sustancia”».[5]
8. En lugar de procurar algunas satisfacciones superficiales y de cumplir un papel frente a los demás, lo mejor es dejar brotar preguntas decisivas: quién soy realmente, qué busco, qué sentido quiero que tengan mi vida, mis elecciones o mis acciones; por qué y para qué estoy en este mundo, cómo querré valorar mi existencia cuando llegue a su final, qué significado quisiera que tenga todo lo que vivo, quién quiero ser frente a los demás, quién soy frente a Dios. Estas preguntas me llevan a mi corazón.
VOLVER AL CORAZÓN
9. En este mundo líquido es necesario hablar nuevamente del corazón, apuntar hacia allí donde cada persona, de toda clase y condición, hace su síntesis; allí donde los seres concretos tienen la fuente y la raíz de todas sus demás potencias, convicciones, pasiones, elecciones. Pero nos movemos en sociedades de consumidores seriales que viven al día y dominados por los ritmos y ruidos de la tecnología, sin mucha paciencia para hacer los procesos que la interioridad requiere. En la sociedad actual el ser humano «corre el riesgo de perder su centro, el centro de sí mismo».[6] «El hombre contemporáneo se encuentra a menudo trastornado, dividido, casi privado de un principio interior que genere unidad y armonía en su ser y en su obrar. Modelos de comportamiento bastante difundidos, por desgracia, exasperan su dimensión racional-tecnológica o, al contrario, su dimensión instintiva».[7] Falta corazón.
10. Ahora bien, el problema de la sociedad líquida es actual, pero la desvalorización del centro íntimo del hombre —el corazón— viene de más lejos: la encontramos ya en el racionalismo griego y precristiano, en el idealismo postcristiano o en el materialismo en sus diversas formas. El corazón ha tenido poco lugar en la antropología y al gran pensamiento filosófico le resulta una noción extraña. Se han preferido otros conceptos como el de razón, voluntad o libertad. Su significado es impreciso y no se le concedió un lugar específico en la vida humana. Quizás porque no era fácil colocarlo entre las ideas “claras y distintas” o por la dificultad que supone el conocimiento de uno mismo: pareciera que lo más íntimo es también lo más lejano a nuestro conocimiento. Tal vez porque el encuentro con el otro no se consolida como camino para encontrarse a sí mismo, ya que el pensamiento vuelve a desembocar en un individualismo enfermizo. Muchos se sintieron seguros en el ámbito más controlable de la inteligencia y de la voluntad para construir sus sistemas de pensamiento. Por no encontrarle lugar al corazón mismo, distinto de las potencias y pasiones humanas consideradas aisladamente unas de otras, tampoco se desarrolló ampliamente la idea de un centro personal donde lo único que puede unificar todo es, en definitiva, el amor.
11. Si el corazón está devaluado también se devalúa lo que significa hablar desde el corazón, actuar con corazón, madurar y cuidar el corazón. Cuando no se aprecia lo específico del corazón perdemos las respuestas que la sola inteligencia no puede dar, perdemos el encuentro con los demás, perdemos la poesía. Y nos perdemos la historia y nuestras historias, porque la verdadera aventura personal es la que se construye desde el corazón. Al final de la vida contará sólo eso.
12. Hay que afirmar que tenemos corazón, que nuestro corazón coexiste con los otros corazones que le ayudan a ser un “tú”. Como no podemos desarrollar ampliamente este tema, nos valdremos de un personaje de novela, el Stavroguin de Dostoyevski.[8] Romano Guardini lo muestra como la encarnación misma del mal, porque su característica principal es no tener corazón: «Stavroguin, empero, no tiene corazón y, por tanto, su espíritu es algo frío y sin contenido y su cuerpo se envenena en la inercia y en la sensualidad bestial. De esta suerte no puede llegar hasta los demás hombres y ninguno de ellos puede llegar verdaderamente a él porque, en efecto, es el corazón el que crea las posibilidades de encuentro. Por el corazón estoy yo al lado del otro y otro está cerca de mí. Sólo el corazón puede acoger y dar un hogar. La intimidad es el acto, la esfera del corazón. Stavroguin empero es una persona distanciada, […] está muy lejos incluso de sí mismo, pues lo íntimo del hombre está en el corazón y no en el espíritu. Que la interioridad resida en el espíritu no es propio de lo humano. Mas cuando el corazón no vive, el hombre está no en sí mismo sino junto a sí mismo».[9]
13. Necesitamos que todas las acciones se pongan bajo el “dominio político” del corazón, que la agresividad y los deseos obsesivos se aquieten en el bien mayor que el corazón les ofrece y en la fortaleza que tiene contra los males; que la inteligencia y la voluntad se pongan también a su servicio sintiendo y gustando las verdades más que queriendo dominarlas como suelen hacer algunas ciencias; que la voluntad desee el bien mayor que el corazón conoce, y que también la imaginación y los sentimientos se dejen moderar por el latido del corazón.
14. Se podría decir que, en último término, yo soy mi corazón, porque es lo que me distingue, me configura en mi identidad espiritual y me pone en comunión con las demás personas. El algoritmo en acto en el mundo digital muestra que nuestros pensamientos y lo que decide la voluntad son mucho más “estándar” de lo que creíamos. Son fácilmente predecibles y manipulables. No así el corazón.
15. Se trata de una palabra importante para la filosofía y la teología, que buscan alcanzar una síntesis integradora. De hecho, la palabra “corazón” no puede ser agotada por la biología, por la psicología, por la antropología o por cualquier ciencia. Es una de esas palabras originarias «que significan realidades que competen al hombre precisamente en cuanto totalidad (en cuanto persona corpóreo-espiritual)».[10] Entonces no es más realista el biólogo cuando habla sobre el corazón, porque sólo ve una parte, y la totalidad no es menos real sino que lo es aún más. Tampoco un lenguaje abstracto podría tener el mismo significado concreto y simultáneamente integrador. Si bien “corazón” nos lleva al centro íntimo de nuestra persona, también nos permite reconocernos en nuestra integridad y no sólo en algún aspecto aislado.
16. Por otra parte, esta fuerza única del corazón nos ayuda a entender por qué se dice que cuando se capta alguna realidad con el corazón se la puede conocer mejor y más plenamente. Esto inevitablemente nos lleva al amor del que es capaz ese corazón, ya que «lo más íntimo de la realidad es amor».[11] Para Heidegger, según la interpretación que hace de él un pensador actual, la filosofía no comienza con un concepto puro o una certeza sino con una conmoción: «El pensar tiene que haber sido conmovido antes de trabajar con conceptos o mientras trabaja con ellos. Sin una emoción profunda el pensar no puede comenzar. La primera imagen mental sería la piel de gallina. Lo primero que hace pensar y preguntar es la emoción profunda. La filosofía siempre sucede en un estado de ánimo fundamental (Stimmung)».[12] Y aquí aparece el corazón, que «alberga los estados de ánimo, trabaja como ‘un custodio del estado de ánimo’. El ‘corazón’ oye de una manera no metafórica ‘la silenciosa voz’ del ser, dejándose templar y determinar (armonizar y unificar) por ella».[13]
EL CORAZÓN QUE UNE LOS FRAGMENTOS
17. Al mismo tiempo, el corazón hace posible cualquier vínculo auténtico, porque una relación que no se construya con el corazón es incapaz de superar la fragmentación del individualismo. Sólo se mantendrían en pie dos mónadas que se juntan pero que no se conectan realmente. Anti-corazón es una sociedad cada vez más dominada por el narcisismo y la autorreferencia. Finalmente llegamos a la “pérdida del deseo”, porque el otro desaparece del horizonte y nos encerramos en nuestra mismidad, sin capacidad de relaciones sanas.[14] Por consiguiente, nos volvemos incapaces de acoger a Dios. Como diría Heidegger, para recibir lo divino hay que construir una «casa de huéspedes».[15]
18. Vemos así cómo se produce en el corazón de cada uno esta paradójica conexión entre la valoración del propio ser y la apertura a los otros, entre el encuentro tan personal consigo mismo y la donación de sí a los demás. Sólo se llega a ser uno mismo cuando se adquiere la capacidad de reconocer al otro, y se encuentra con el otro quien puede reconocer y aceptar la propia identidad.
19. El corazón también es capaz de unificar y armonizar tu historia personal, que parece fragmentada en mil pedazos, pero donde todo puede tener un sentido. Es lo que expresa el Evangelio en la mirada de María, que miraba con el corazón. Ella era capaz de dialogar con las experiencias atesoradas ponderándolas en el corazón, dándoles tiempo: simbolizando y guardando dentro para recordar. En el Evangelio, la mejor expresión de lo que piensa un corazón son los dos pasajes de san Lucas que nos dicen que María “atesoraba (syneterei) todas estas cosas, ponderándolas (symballousa) en su corazón” (cf. Lc 2,19.51). El verbo symballein (del que proviene “símbolo”) significa ponderar, reunir dos cosas en la mente y examinarlas con uno mismo, reflexionando, dialogando interiormente. En Lucas 2,51 dieterei es “guardaba cuidadosamente”, y lo que ella conservaba no era sólo “la escena” que veía, sino también lo que no entendía todavía y aun así permanecía presente y vivo en la espera de unirlo todo en el corazón.
20. En el tiempo de la inteligencia artificial no podemos olvidar que para salvar lo humano hacen falta la poesía y el amor. Lo que ningún algoritmo podrá albergar será, por ejemplo, ese momento de la infancia que se recuerda con ternura y que, aunque pasen los años, sigue ocurriendo en cada rincón del planeta. Pienso en el uso del tenedor para sellar los bordes de esas empanadillas caseras que hacemos con nuestras madres o abuelas. Es ese momento de aprendiz de cocinero, a medio camino entre el juego y la adultez, donde se asume la responsabilidad del trabajo para ayudar al otro. Al igual que el tenedor podría nombrar miles de pequeños detalles que sustentan las biografías de todos: hacer brotar sonrisas con una broma, calcar un dibujo al contraluz de una ventana, jugar el primer partido de fútbol con una pelota de trapo, cuidar gusanillos en una caja de zapatos, secar una flor entre las páginas de un libro, cuidar un pajarillo que se ha caído del nido, pedir un deseo al deshojar una margarita. Todos esos pequeños detalles, lo ordinario-extraordinario, nunca podrán estar entre los algoritmos. Porque el tenedor, las bromas, la ventana, la pelota, la caja de zapatos, el libro, el pajarillo, la flor... se sustentan en la ternura que se guarda en los recuerdos del corazón.
21. Ese núcleo de cada ser humano, su centro más íntimo, no es el núcleo del alma sino de toda la persona en su identidad única que es anímica y corpórea. Todo se unifica en el corazón, que puede ser la sede del amor con la totalidad de sus componentes espirituales, anímicos y también físicos. En definitiva, si allí reina el amor una persona alcanza su identidad de modo pleno y luminoso, porque cada ser humano ha sido creado ante todo para el amor, está hecho en sus fibras más íntimas para amar y ser amado.
22. Por esta razón, viendo cómo se suceden nuevas guerras, con la complicidad, tolerancia o indiferencia de otros países, o con meras luchas de poder en torno a intereses parciales, podemos pensar que la sociedad mundial está perdiendo el corazón. Bastaría mirar y oír a las ancianas —de las distintas partes en pugna— cautivas de estos conflictos devastadores. Es desgarrador verlas llorando a sus nietos asesinados, o escucharlas desear la propia muerte porque se han quedado sin la casa donde han vivido siempre. Ellas, que muchas veces han sido modelos de fortaleza y resistencia a lo largo de vidas difíciles y sacrificadas, ahora que llegan a la última etapa de su existencia no se les ofrece una merecida paz, sino angustia, miedo e indignación. El recurso de decir que la culpa es de otros no resuelve este drama vergonzoso. Ver llorar a las abuelas sin que se nos vuelva intolerable es signo de un mundo sin corazón.
23. Cuando cada uno reflexiona, busca, medita sobre su propio ser y su identidad, o analiza las cuestiones más elevadas; cuando piensa acerca del sentido de su vida e incluso si busca a Dios, aun cuando experimente el gusto de haber vislumbrado algo de la verdad, eso necesita encontrar su culminación en el amor. Amando, la persona siente que sabe por qué y para qué vive. Así todo confluye en un estado de conexión y de armonía. Por eso, frente al propio misterio personal, quizás la pregunta más decisiva que cada uno podría hacerse es: ¿tengo corazón?
EL FUEGO
24. Esto ofrece consecuencias para la espiritualidad. Por ejemplo, la teología de los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola tiene por principio el affectus. Lo discursivo se construye sobre un querer fundamental —con toda la fuerza del corazón— que da potencia y recursos a la tarea de reorganizar la vida. Las reglas y composiciones de lugar que implementa Ignacio obran en función de un “fundamento” distinto de ellas, lo desconocido del corazón. Michel de Certeau hace ver cómo las “mociones” de las que habla san Ignacio son las irrupciones de un querer de Dios y de un querer del propio corazón que permanece otro en relación con el orden manifiesto. Algo inesperado se pone a hablar en el corazón de la persona, algo que nace de lo incognoscible, remueve la superficie de lo conocido y lo conflictúa. Es el origen de un nuevo “ordenamiento de la vida” a partir del corazón. No se trata de discursos racionales que habría que llevar a la práctica, haciéndolos pasar a la vida, de modo que la afectividad y la práctica serían simplemente consecuencias —en dependencia— de conocimientos asegurados.[16]
25. Allí donde el filósofo detiene su pensamiento, el corazón creyente ama, adora, pide perdón y se ofrece a servir en el lugar que el Señor le da a elegir para que lo siga. Entonces entiende que es el tú de Dios, y que puede ser un yo porque Dios es un tú para él. El hecho es que sólo el Señor nos ofrece tratarnos como un tú siempre y para siempre. Aceptar su amistad es cuestión de corazón y eso nos constituye como personas en el sentido pleno de la palabra.
26. San Buenaventura decía que al fin de cuentas hay que preguntarle «no a la luz, sino al fuego».[17] Y enseñaba que «la fe está en el intelecto, de modo que provoca el afecto. Por ejemplo: conocer que Cristo ha muerto por nosotros no se queda en conocimiento, sino que necesariamente se convierte en afecto, en amor».[18] En esta línea, san John Henry Newman tomó como lema la frase «Cor ad cor loquitur», porque más allá de toda dialéctica, el Señor nos salva hablando a nuestro corazón desde su Corazón sagrado. Esta misma lógica hacía que para él, gran pensador, el lugar del encuentro más hondo consigo mismo y con el Señor no fuera la lectura o la reflexión, sino el diálogo orante, de corazón a corazón, con Cristo vivo y presente. Por eso Newman encontraba en la Eucaristía el Corazón de Jesucristo vivo, capaz de liberar, de dar sentido a cada momento y de derramar la verdadera paz al ser humano: «Sacratísimo y muy amado Corazón de Jesús, estás oculto en la Santa Eucaristía y sufres aún por nosotros. […] Te venero, pues, con todo mi mejor amor y reverencia, con mi ferviente afecto, con mi mayor sumisión y la más resuelta voluntad. Dios mío, cuando condesciendes a sufrir que te reciba, te coma y te beba, y por un momento estableces tu morada en mí, haz que mi corazón lata con el tuyo. Purifícalo de todo lo que es terrenal, de todo lo que es orgullo y sensualidad, de todo lo que es duro y cruel, de toda perversidad, de todo desorden, de toda mortandad. Llénalo tanto de ti, que ni los acontecimientos del momento ni las circunstancias de la época tengan poder de alterarlo, sino que en tu amor y en tu temor pueda hallarse en paz».[19]
27. Ante el Corazón de Jesús vivo y presente nuestra mente comprende, iluminada por el Espíritu, las palabras de Jesús. Así nuestra voluntad se pone en marcha para practicarlas. Pero esto podría quedarse en una forma de moralismo autosuficiente. Sentir y gustar al Señor y honrarlo es cosa del corazón. Únicamente el corazón es capaz de poner a las demás potencias y pasiones y a toda nuestra persona en actitud de reverencia y de obediencia amorosa al Señor.
EL MUNDO PUEDE CAMBIAR DESDE EL CORAZÓN
28. Nuestras comunidades sólo desde el corazón lograrán unir sus inteligencias y voluntades diversas y pacificarlas para que el Espíritu nos guíe como red de hermanos, ya que pacificar también es tarea del corazón. El Corazón de Cristo es éxtasis, es salida, es donación, es encuentro. En él nos volvemos capaces de relacionarnos de un modo sano y feliz, y de construir en este mundo el Reino de amor y de justicia. Nuestro corazón unido al de Cristo es capaz de este milagro social.
29. Tomar en serio el corazón tiene consecuencias sociales. Como enseña el Concilio Vaticano II, «tenemos todos que cambiar nuestros corazones, con los ojos puestos en el orbe entero y en aquellos trabajos que todos juntos podemos llevar a cabo para que nuestra generación mejore».[20] Porque «los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano».[21] Ante los dramas del mundo, el Concilio invita a volver al corazón, explicando que el ser humano «por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones (cf. 1 S 16,7; Jr 17,10), y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino».[22]
30. Esto no significa confiar excesivamente en nosotros mismos. Tengamos cuidado: advirtamos que nuestro corazón no es autosuficiente; es frágil y está herido. Tiene una dignidad ontológica, pero al mismo tiempo debe buscar una vida más digna.[23] Dice también el Concilio Vaticano II que «el fermento evangélico ha despertado y despierta en el corazón del hombre esta irrefrenable exigencia de la dignidad»,[24] aunque para vivir conforme a esa dignidad no nos basta conocer el Evangelio ni cumplir mecánicamente lo que nos manda. Necesitamos el auxilio del amor divino. Acudamos al Corazón de Cristo, ese centro de su ser, que es un horno ardiente de amor divino y humano y es la mayor plenitud que puede alcanzar lo humano. Allí, en ese Corazón es donde nos reconocemos finalmente a nosotros mismos y aprendemos a amar.
31. En definitiva, este Corazón sagrado es el principio unificador de la realidad, porque «Cristo es el corazón del mundo; su Pascua de muerte y resurrección es el centro de la historia, que gracias a él es historia de salvación».[25] Todas las criaturas «avanzan, junto con nosotros y a través de nosotros, hacia el término común, que es Dios, en una plenitud trascendente donde Cristo resucitado abraza e ilumina todo».[26] Ante el Corazón de Cristo, pido al Señor que una vez más tenga compasión de esta tierra herida, que él quiso habitar como uno de nosotros. Que derrame los tesoros de su luz y de su amor, para que nuestro mundo que sobrevive entre las guerras, los desequilibrios socioeconómicos, el consumismo y el uso antihumano de la tecnología, pueda recuperar lo más importante y necesario: el corazón.
II.
GESTOS Y PALABRAS DE AMOR
32. El Corazón de Cristo, que simboliza su centro personal, desde donde brota su amor por nosotros, es el núcleo viviente del primer anuncio. Allí está el origen de nuestra fe, el manantial que mantiene vivas las convicciones cristianas.
GESTOS QUE REFLEJAN EL CORAZÓN
33. Cómo nos ama Cristo es algo que él no quiso explicarnos demasiado. Lo mostró en sus gestos. Viéndolo actuar podemos descubrir cómo nos trata a cada uno de nosotros, aunque nos cueste percibirlo. Vayamos entonces a mirar allí donde nuestra fe puede llegar a reconocerle: en el Evangelio.
34. Dice el Evangelio que Jesús «vino a los suyos» (Jn 1,11). Los suyos somos nosotros, porque él no nos trata como a algo extraño. Nos considera algo propio, algo que él guarda con cuidado, con cariño. Nos trata como suyos. No significa que seamos sus esclavos, y él mismo lo niega: «Ya no los llamo servidores» (Jn 15,15). Lo que él propone es la pertenencia mutua de los amigos. Vino, saltó todas las distancias, se nos volvió cercano como las cosas más simples y cotidianas de la existencia. De hecho, él tiene otro nombre, que es “Emanuel” y significa “Dios con nosotros”, Dios junto a nuestra vida, viviendo entre nosotros. El Hijo de Dios se encarnó y «se anonadó a sí mismo, tomando la condición de esclavo» (Flp 2,7).
35. Esto se manifiesta cuando le vemos actuar. Está siempre en búsqueda, cercano, constantemente abierto al encuentro. Lo contemplamos cuando se detiene a conversar con la samaritana junto al pozo donde ella iba a buscar el agua (cf. Jn 4,5-7). Vemos cómo, en medio de la noche oscura, se reúne con Nicodemo, que tenía temor de dejarse ver cerca de Jesús (cf. Jn 3,1-2). Lo admiramos cuando sin pudor se deja lavar los pies por una prostituta (cf. Lc 7,36-50); cuando a la mujer adúltera le dice a los ojos: “No te condeno” (cf. Jn 8,11); o cuando enfrenta la indiferencia de sus discípulos y al ciego del camino le dice con cariño: «¿Qué quieres que haga por ti?» (Mc 10,51). Cristo muestra que Dios es proximidad, compasión y ternura.
36. Si él curaba a alguien, prefería acercarse: «Jesús extendió la mano y lo tocó» (Mt 8,3), «le tocó la mano» (Mt 8,15), «les tocó los ojos» (Mt 9,29). Y hasta se detenía a curar a los enfermos con su propia saliva (cf. Mc 7,33), como una madre, para que no lo sintieran ajeno a sus vidas. Porque «el Señor sabe la bella ciencia de las caricias. La ternura de Dios no nos ama de palabra; Él se aproxima y estándonos cerca nos da su amor con toda la ternura posible».[27]
37. Dado que nos cuesta confiar, porque nos lastimaron tantas falsedades, agresiones y desilusiones, él nos susurra al oído: «Ten confianza, hijo» (Mt 9,2); «ten confianza, hija» (Mt 9,22). Se trata de superar el miedo y darnos cuenta de que con él no tenemos nada que perder. A Pedro, que desconfiaba, «Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: […] “¿Por qué dudaste?”» (Mt 14,31). No temas. Deja que él se acerque, que se siente a tu lado. Podremos dudar de muchas personas, pero no de él. Y no te detengas por tus pecados. Recuerda que muchos pecadores «se sentaron a comer con él» (Mt 9,10) y Jesús no se escandalizaba de ninguno. Los elitistas de la religión se quejaban y lo trataban de «un glotón y un borracho, amigo de publicanos y de pecadores» (Mt 11,19). Cuando los fariseos criticaban esta cercanía suya a las personas consideradas de baja condición o pecadoras, Jesús les decía: «Quiero misericordia y no sacrificios» (Mt 9,13).
38. Ese mismo Jesús hoy espera que le des la posibilidad de iluminar tu existencia, de levantarte, de llenarte con su fuerza. Porque antes de morir, dijo a los discípulos: «No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero ustedes sí me verán» (Jn 14,18-19). Siempre encuentra alguna manera para manifestarse en tu vida, para que puedas encontrarte con él.
LA MIRADA
39. Cuenta el Evangelio que un rico se acercó a él, lleno de ideales, pero sin fuerzas para cambiar de vida. Entonces «Jesús lo miró con amor» (Mc 10,21). ¿Puedes imaginarte ese instante, ese encuentro entre los ojos de este hombre y la mirada de Jesús? Si te llama, si te convoca a una misión, primero te mira, penetra lo más íntimo de tu ser, percibe y conoce todo lo que hay en ti, deposita en ti su mirada: «Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos […]. Continuando su camino, vio a otros dos hermanos» (Mt 4,18.21).
40. Muchos textos del Evangelio nos muestran a Jesús que presta toda su atención a las personas, a sus inquietudes, a sus sufrimientos. Por ejemplo: «Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos» (Mt 9,36). Cuando nos parece que todos nos ignoran, que a nadie le interesa lo que nos pasa, que no tenemos importancia para nadie, él nos está prestando atención. Así se lo hizo notar a Natanael, que estaba solitario y ensimismado: «Yo te vi antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera» (Jn 1,48).
41. Precisamente porque está atento a nosotros, él es capaz de reconocer cada buena intención que tengas, cada pequeño acto bueno que realices. Cuenta el Evangelio que vio «a una viuda de condición muy humilde, que ponía [en el tesoro del templo] dos pequeñas monedas de cobre» (Lc 21,2) e inmediatamente se lo hizo notar a sus apóstoles. Jesús presta atención de tal modo que se admira por las cosas buenas que reconoce en nosotros. Cuando el centurión le rogaba con total confianza, «al oírlo, Jesús quedó admirado» (Mt 8,10). Qué hermoso es saber que si los demás ignoran nuestras buenas intenciones o las cosas positivas que podamos hacer, a Jesús no se le escapan, y hasta se admira.
42. Él, como ser humano, había aprendido esto de María, su madre. La que contemplaba todo con cuidado y “lo guardaba en su corazón” (cf. Lc 2,19.51), le enseñó desde pequeño, junto con san José, a prestar atención.
LAS PALABRAS
43. Aunque en las Escrituras tenemos su Palabra siempre viva y actual, a veces Jesús nos habla interiormente y nos llama para llevarnos al mejor lugar. Ese mejor lugar es su propio corazón. Nos llama para hacernos entrar allí donde podemos recuperar las fuerzas y la paz: «Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré» (Mt 11,28). Por eso pidió a sus discípulos: «Permanezcan en mí» (Jn 15,4).
44. Las palabras que Jesús decía indicaban que su santidad no eliminaba los sentimientos. En algunas ocasiones mostraban un amor apasionado, que sufre por nosotros, se conmueve, se lamenta, y llega hasta las lágrimas. Es evidente que no le dejaban indiferente las preocupaciones y angustias comunes de las personas, como el cansancio o el hambre: «Me da pena esta multitud, […] no tienen qué comer […], van a desfallecer en el camino, y algunos han venido de lejos» (Mc 8,2-3).
45. El Evangelio no oculta los sentimientos de Jesús hacia Jerusalén, la ciudad amada: «Cuando estuvo cerca y vio la ciudad, se puso a llorar por ella» (Lc 19,41) y expresó su mayor anhelo: «¡Si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz!» (v. 42). Los evangelistas, si bien a veces lo muestran poderoso o glorioso, no dejan de manifestar sus sentimientos ante la muerte y el dolor de los amigos. Antes de contar que frente a la tumba de Lázaro «Jesús lloró» (Jn 11,35), el Evangelio se detiene a decir que «Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro» (Jn 11,5) y que, viendo llorar a María y a los que la acompañaban “se conmovió interiormente y se turbó” (cf. Jn 11,33). La narración no deja dudas de que se trataba de un llanto sincero, que brotaba de una perturbación interior. Finalmente, tampoco se quiso disimular la angustia de Jesús ante la propia muerte violenta en manos de los que él tanto amaba: «comenzó a sentir temor y a angustiarse» (Mc 14,33), hasta decir: «Mi alma siente una tristeza de muerte» (Mc 14,34). Esta conmoción interna se expresa con toda su fuerza en el grito del Crucificado: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34).
46. Todo lo dicho, si se mira superficialmente, puede parecer mero romanticismo religioso. Sin embargo, es lo más serio y lo más decisivo. Encuentra su máxima expresión en Cristo clavado en una cruz. Esa es la palabra de amor más elocuente. Esto no es cáscara, no es puro sentimiento, no es diversión espiritual. Es amor. Por eso cuando san Pablo buscaba las palabras justas para explicar su relación con Cristo dijo: «Me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20). Esa era su mayor convicción, saberse amado. La entrega de Cristo en la cruz lo subyugaba, pero sólo tenía sentido porque había algo más grande todavía que esa entrega: «Me amó». Cuando muchas personas buscaban en diversas propuestas religiosas su salvación, su bienestar o su seguridad, Pablo, tocado por el Espíritu, fue capaz de mirar más allá y de maravillarse por lo más grande y fundamental: «Me amó».
47. Después de contemplar a Cristo, viendo lo que sus gestos y palabras nos dejan ver de su corazón, recordemos ahora cómo reflexiona la Iglesia sobre el misterio santo del Corazón del Señor.
III.
ESTE ES EL CORAZÓN QUE TANTO AMÓ
48. La devoción al Corazón de Cristo no es el culto a un órgano separado de la persona de Jesús. Lo que contemplamos y adoramos es a Jesucristo entero, el Hijo de Dios hecho hombre, representado en una imagen suya donde está destacado su corazón. En este caso se toma al corazón de carne como imagen o signo privilegiado del centro más íntimo del Hijo encarnado y de su amor a la vez divino y humano, porque más que cualquier otro miembro de su cuerpo es «signo o símbolo natural de su inmensa caridad».[28]
ADORACIÓN A CRISTO
49. Es indispensable destacar que nos relacionamos en la amistad y en la adoración con la persona de Cristo, atraídos por el amor que se representa en la imagen de su Corazón. Veneramos esa imagen que lo representa, pero la adoración se dirige sólo a Cristo vivo, en su divinidad y en toda su humanidad, para dejarnos abrazar por su amor humano y divino.
50. Más allá de la imagen que se utilice, es cierto que el Corazón viviente de Cristo —nunca una imagen— es objeto de adoración, porque es parte de su Cuerpo santísimo y resucitado, inseparable del Hijo de Dios que lo ha asumido para siempre. Es adorado «en cuanto es el corazón de la persona del Verbo, al que está inseparablemente unido».[29] No lo adoramos aisladamente, sino en cuanto con ese Corazón es el mismo Hijo encarnado quien vive, ama y recibe nuestro amor. De ahí que cualquier acto de amor o adoración a su Corazón en realidad «se ofrece propia y verdaderamente al mismo Cristo»,[30] pues tal figura espontáneamente remite a él y es «símbolo e imagen expresiva de la caridad infinita de Jesucristo».[31]
51. Por esta razón nadie debería pensar que esta devoción nos pueda separar o distraer de Jesucristo y de su amor. De modo espontáneo y directo nos orienta a él y sólo a él, que nos llama a una preciosa amistad hecha de diálogo, afecto, confianza, adoración. Ese Cristo con el corazón traspasado y ardiente, es el mismo que nació en Belén por amor, es el que caminaba por Galilea sanando, acariciando, derramando misericordia, es el que nos amó hasta el fin abriendo sus brazos en la cruz. En definitiva, es el mismo que ha resucitado y vive glorioso en medio de nosotros.
LA VENERACIÓN DE SU IMAGEN
52. Cabe indicar que la imagen de Cristo con su corazón, aunque de ninguna manera es objeto de adoración, no es una entre tantas otras que podríamos elegir. No es algo inventado en un escritorio o diseñado por un artista, «no es un símbolo imaginario, es un símbolo real, que representa el centro, la fuente de la que brotó la salvación para toda la humanidad».[32]
53. Hay una experiencia humana universal que vuelve única esta imagen. Porque es indudable que a lo largo de la historia y en diversas partes del mundo el corazón se ha convertido en símbolo de la intimidad más personal y también de los afectos, las emociones, la capacidad de amar. Fuera de toda explicación científica, una mano colocada en el corazón de un amigo expresa un afecto especial; cuando una persona se enamora y está cerca de la persona amada, los latidos se aceleran; cuando alguien sufre un abandono o un engaño de parte de una persona amada, siente como una fuerte opresión en el corazón. Por otra parte, para expresar que algo es sincero, que brota realmente del centro de la persona, se afirma: “te lo digo de corazón”. El lenguaje poético no puede ignorar la fuerza de estas experiencias. Por eso es inevitable que durante la historia el corazón haya alcanzado una fuerza simbólica única que no es meramente convencional.
54. Entonces se comprende que la Iglesia haya elegido la imagen del corazón para representar el amor humano y divino de Jesucristo y el núcleo más íntimo de su persona. Pero, si bien el dibujo de un corazón con llamas de fuego puede ser un símbolo elocuente que nos recuerde el amor de Jesucristo, es conveniente que ese corazón sea parte de una imagen de Jesucristo. De ese modo es aún más significativo su llamado a una relación personal, de encuentro y de diálogo.[33] Esa imagen venerada de Cristo donde se destaca su corazón amante, tiene al mismo tiempo una mirada que llama al encuentro, al diálogo, a la confianza; tiene unas manos fuertes capaces de sostenernos; tiene una boca que nos dirige la palabra de un modo único y personalísimo.
55. El corazón tiene el valor de ser percibido no como un órgano separado sino como centro íntimo unificador y a su vez como expresión de la totalidad de la persona, cosa que no sucede con otros órganos del cuerpo humano. Si es el centro íntimo de la totalidad de la persona, y por lo tanto una parte que representa al todo, podemos fácilmente desnaturalizarlo si lo contemplamos separadamente de la figura del Señor. La imagen del corazón debe referirnos a la totalidad de Jesucristo en su centro unificador y, simultáneamente, desde ese centro unificador debe orientarnos a contemplar a Cristo en toda la hermosura y riqueza de su humanidad y de su divinidad.
56. Esto va más allá del atractivo que puedan tener las diversas imágenes que se han hecho del Corazón de Cristo, porque no es que ante las imágenes de Cristo «haya que pedirles algo a ellas, o que haya que poner la confianza en las imágenes, como antiguamente hacían los paganos», sino que «por medio de las imágenes que besamos y ante las cuales descubrimos nuestra cabeza y nos prosternamos, adoramos a Cristo».[34]
57. Es más, alguna de esas imágenes podrá parecernos poco atractiva y no movernos demasiado al amor y a la oración. Eso es secundario, ya que la imagen no es más que una figura motivadora, y, como dirían los orientales, no hay que quedarse en el dedo que indica la luna. Mientras la Eucaristía es presencia real que se adora, en este caso se trata sólo de una imagen que, aunque esté bendecida, nos invita a ir más allá de ella, nos orienta a elevar nuestro propio corazón al de Cristo vivo y unirlo a él. La imagen venerada convoca, señala, transporta, para que dediquemos un tiempo al encuentro con Cristo y a su adoración, como nos parezca mejor imaginarlo. De este modo, mirando la imagen nos situamos frente a Cristo, y ante él «el amor se detiene, contempla el misterio, lo disfruta en silencio».[35]
58. Dicho todo esto, no hay que olvidar que esa imagen del corazón nos habla de carne humana, de tierra, y por eso también nos habla de Dios que ha querido entrar en nuestra condición histórica, hacerse historia y compartir nuestro camino terreno. Una forma de devoción más abstracta o estilizada no será necesariamente más fiel al Evangelio, porque en este signo sensible y accesible se manifiesta el modo como Dios ha querido revelarse y volverse cercano.
AMOR SENSIBLE
59. Amor y corazón no están necesariamente unidos, porque en un corazón humano pueden reinar el odio, la indiferencia, el egoísmo. Pero no alcanzamos nuestra humanidad plena si no salimos de nosotros mismos, y no llegamos a ser enteramente nosotros mismos si no amamos. De manera que el centro íntimo de nuestra persona, creado para el amor, sólo realizará el proyecto de Dios cuando ame. Así, el símbolo del corazón al mismo tiempo simboliza el amor.
60. El Hijo eterno de Dios, que me trasciende sin límites, quiso amarme también con un corazón humano. Sus sentimientos humanos se vuelven sacramento de un amor infinito y definitivo. Su corazón no es entonces un símbolo físico que sólo expresa una realidad meramente espiritual o separada de la materia. La mirada dirigida al Corazón del Señor contempla una realidad física, su carne humana, que hace posible que Cristo tenga emociones y sentimientos bien humanos, como nosotros, aunque plenamente transformados por su amor divino. La devoción debe llegar al amor infinito de la persona del Hijo de Dios, pero necesitamos expresar que es inseparable de su amor humano, y para ello nos ayuda la imagen de su corazón de carne.
61. Si todavía hoy el corazón se percibe en el sentir popular como el centro afectivo de cada ser humano, es lo que mejor puede significar el amor divino de Cristo unido para siempre y de modo inseparable a su amor íntegramente humano. Ya Pío XII recordaba que la Palabra de Dios «al describir el amor del Corazón mismo de Jesús, comprende no sólo la caridad divina, sino también los sentimientos de un afecto humano. […] No hay duda de que el Corazón de Cristo, unido hipostáticamente a la Persona divina del Verbo, palpitó de amor y de todo otro afecto sensible».[36]
62. En los Padres de la Iglesia, frente a algunos que negaban o relativizaban la verdadera humanidad de Cristo, encontramos una fuerte afirmación de la realidad concreta y tangible del afecto humano del Señor. Así, san Basilio destacaba que la encarnación del Señor no era algo fantasioso, sino que «el Señor poseyó los afectos naturales».[37] San Juan Crisóstomo proponía un ejemplo: «Si no hubiera poseído nuestra naturaleza, no hubiera experimentado una y más veces la tristeza».[38] San Ambrosio afirmaba: «Ya que tomó el alma, tomó las pasiones del alma».[39] Y san Agustín presentaba los afectos humanos como una realidad que, una vez asumida por Cristo, ya no es ajena a la vida de la gracia: «Nuestro Señor Jesucristo tomó estos afectos de la humana flaqueza, lo mismo que la carne de la debilidad humana, y la muerte, de la carne humana, no por imposición de la necesidad, sino por consideración voluntaria […] de suerte que, si a alguno de ellos le aconteciere contristarse y dolerse en las tentaciones humanas, por esto no se juzgase ajeno a su gracia».[40] Finalmente, san Juan Damasceno consideraba que esta experiencia afectiva real de Cristo en su humanidad es muestra de que asumió íntegra y no parcialmente nuestra naturaleza, para redimirla y transformarla entera. Cristo, pues, asumió todos los elementos que componen la naturaleza humana, a fin de que todos ellos fueran santificados.[41]
63. Vale la pena recoger aquí la reflexión de un teólogo, quien reconoce que, por el influjo del pensamiento griego, la teología durante mucho tiempo relegó el cuerpo y los sentimientos al mundo de lo «prehumano, infrahumano o tentador de lo verdaderamente humano», pero «lo que no resolvió la teología en teoría lo resolvió la espiritualidad en la práctica. Ella y la religiosidad popular han mantenido viva la relación con los aspectos somáticos, psicológicos, históricos de Jesús. Los Vía Crucis, la devoción a sus llagas, la espiritualidad de la preciosa sangre, la devoción al corazón de Jesús, las prácticas eucarísticas […]: todo ello ha suplido los vacíos de la teología alimentando la imaginación y el corazón, el amor y la ternura para con Cristo, la esperanza y la memoria, el deseo y la nostalgia. La razón y la lógica anduvieron por otros caminos».[42]
TRIPLE AMOR
64. Tampoco nos quedamos sólo en sus sentimientos humanos, por más bellos y conmovedores que sean, porque contemplando el Corazón de Cristo reconocemos cómo en sus sentimientos nobles y sanos, en su ternura, en el temblor de su cariño humano, se manifiesta toda la verdad de su amor divino e infinito. Así lo expresaba Benedicto XVI: «Desde el horizonte infinito de su amor, Dios quiso entrar en los límites de la historia y de la condición humana, tomó un cuerpo y un corazón, de modo que pudiéramos contemplar y encontrar lo infinito en lo finito, el Misterio invisible e inefable en el Corazón humano de Jesús, el Nazareno».[43]
65. En realidad, hay un triple amor que se contiene y nos deslumbra en la imagen del Corazón del Señor. Ante todo, el amor divino infinito que encontramos en Cristo. Pero además pensamos en la dimensión espiritual de la humanidad del Señor. Desde ese punto de vista, el corazón «es símbolo de la ardentísima caridad que, infundida en su alma, constituye la preciosa dote de su voluntad humana». Finalmente «es símbolo de su amor sensible».[44]
66. Estos tres amores no son capacidades separadas, que funcionan de un modo paralelo o sin conexiones, sino que actúan y se expresan juntos y en un constante flujo de vida: «A la luz de la fe —por la cual creemos que en la Persona de Cristo están unidas la naturaleza humana y la naturaleza divina— nuestra mente se torna idónea para concebir los estrechísimos vínculos que existen entre el amor sensible del corazón físico de Jesús y su doble amor espiritual, el humano y el divino».[45]
67. Por eso, entrando en el Corazón de Cristo, nos sentimos amados por un corazón humano, lleno de afectos y sentimientos como los nuestros. Su voluntad humana quiere libremente amarnos y ese querer espiritual está plenamente iluminado por la gracia y la caridad. Llegando a lo más íntimo de ese Corazón nos inunda la gloria inconmensurable de su amor infinito como Hijo eterno que ya no podemos separar de su amor humano. Precisamente en su amor humano, y no apartándonos de él, encontramos su amor divino; encontramos «lo infinito en lo finito».[46]
68. Es enseñanza constante y definitiva de la Iglesia que nuestra adoración a su persona es única, y comprende inseparablemente tanto su naturaleza divina como su naturaleza humana. Desde antiguo la Iglesia enseña que debemos «adorar a un único y mismo Cristo, Hijo de Dios y del hombre, por dos y en dos naturalezas inseparables e indivisas».[47] Y esto «con una sola adoración […] según que el Verbo se hizo carne».[48] De ninguna manera Cristo «es adorado en dos naturalezas, de donde se introducen dos adoraciones», sino que se «adora con una sola adoración al Dios Verbo encarnado con su propia carne».[49]
69. San Juan de la Cruz ha querido expresar que en la experiencia mística el amor inconmensurable de Cristo resucitado no se siente como ajeno a nuestra vida. El Infinito de algún modo se abaja para que a través del Corazón abierto de Cristo podamos vivir un encuentro de amor verdaderamente mutuo: «cosa creíble es que el ave de bajo vuelo prenda al águila real muy subida, si ella se viene a lo bajo, queriendo ser presa».[50] Y explica que «viendo a la esposa herida de su amor, él también al gemido de ella viene herido del amor de ella; porque en los enamorados la herida de uno es de entrambos y un mismo sentimiento tienen los dos».[51] Este místico entiende la figura del costado herido de Cristo como un llamado a la unión plena con el Señor. Él es el ciervo vulnerado, herido cuando todavía no nos hemos dejado alcanzar por su amor, que baja a las corrientes de aguas para saciar su propia sed y encuentra consuelo cada vez que nos volvemos a él:
«Vuélvete, paloma,
que el ciervo vulnerado
por el otero asoma
al aire de tu vuelo, y fresco toma».[52]
PERSPECTIVAS TRINITARIAS
70. La devoción al Corazón de Jesús es marcadamente cristológica, es una contemplación directa de Cristo que invita a la unión con él. Esto es legítimo si tenemos en cuenta lo que pide la Carta a los Hebreos: correr nuestra carrera “con los ojos fijos en Jesús” (cf. 12,2). Sin embargo, no podemos ignorar que, al mismo tiempo, Jesús se presenta como camino para ir al Padre: «Yo soy el Camino [...]. Nadie va al Padre, sino por mí» (Jn 14,6). Él nos quiere llevar al Padre. Así se entiende por qué la predicación de la Iglesia, desde los comienzos, no nos detiene en Jesucristo, sino que nos conduce al Padre. Él es quien, en último término, como plenitud fontal, debe ser glorificado.[53]
71. Detengámonos, por ejemplo, en la Carta a los Efesios, donde se puede advertir con fuerza y claridad cómo nuestra adoración se orienta al Padre: «Doblo mis rodillas delante del Padre» (Ef 3,14); «hay un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, lo penetra todo y está en todos» (Ef 4,6); «siempre y por cualquier motivo, den gracias a Dios, nuestro Padre» (Ef 5,20). El Padre es aquel «a quien nosotros estamos destinados» (1 Co 8,6). Por eso, decía san Juan Pablo II que «toda la vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del Padre».[54] Es lo que experimentó san Ignacio de Antioquía de camino al martirio: «Siento en mi interior la voz de un agua viva que me habla y me dice: “Ven al Padre”».[55]
72. Es ante todo el Padre de Jesucristo: «Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 1,3). Es «el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria» (Ef 1,17). Cuando el Hijo se hizo hombre, todos los deseos y aspiraciones de su corazón humano se orientaban hacia el Padre. Si vemos cómo Cristo se refería al Padre podemos advertir esta fascinación de su corazón humano, esta perfecta y constante orientación al Padre.[56] Su historia en esta tierra nuestra fue un caminar sintiendo en su corazón humano un llamado incesante de ir al Padre.[57]
73. Sabemos que la palabra aramea que él usaba para dirigirse al Padre era “Abba”, que significa “papito”. En su época algunos se molestaban por esa familiaridad (cf. Jn 5,18). Es la expresión que usó Jesús para comunicarse con el Padre cuando aparecía la angustia de la muerte: «Abba —Padre—, todo te es posible: aleja de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mc 14,36). Siempre se reconoció amado por el Padre: «ya me amabas antes de la creación del mundo» (Jn 17,24). Y Jesús, en su corazón humano, se extasiaba escuchando que el Padre le decía: «Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección» (Mc 1,11).
74. El cuarto Evangelio dice que el Hijo eterno del Padre estuvo siempre «en el seno del Padre» (Jn 1,18).[58] San Ireneo afirma que «el Hijo de Dios existió siempre frente al Padre».[59] Y Orígenes sostiene que el Hijo persevera «en la incesante contemplación del abismo paterno».[60] Por eso, cuando el Hijo se hizo hombre, pasaba noches enteras comunicándose con el Padre amado, en la cima del monte (cf. Lc 6,12). Él decía: «debo ocuparme de los asuntos de mi Padre» (Lc 2,49). Miremos sus alabanzas: «Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: “¡Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra!”» (Lc 10,21). Y sus últimas palabras llenas de confianza fueron: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
75. Volvamos ahora los ojos al Espíritu Santo, que colma el Corazón de Cristo y arde en él. Porque, como decía san Juan Pablo II, el Corazón de Cristo es «la obra maestra del Espíritu Santo».[61] No es sólo cosa del pasado, pues «en el Corazón de Cristo es continua la acción del Espíritu Santo, a la que Jesús atribuyó la inspiración de su misión (cf. Lc 4,18; Is 61,1) y cuyo envío había prometido durante la última cena. Es el Espíritu el que ayuda a captar la riqueza del signo del costado traspasado de Cristo, del que nació la Iglesia (cf. Const. Sacrosanctum Concilium, 5)».[62] En definitiva «sólo el Espíritu Santo puede abrir ante nosotros esta plenitud del ‘hombre interior’, que se encuentra en el Corazón de Cristo. Sólo Él puede hacer que desde esta plenitud alcancen fuerza, gradualmente, también nuestros corazones humanos».[63]
76. Si intentamos ahondar en el misterio de la acción del Espíritu, vemos que gime en nosotros y dice Abba, y «la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: ¡Abba!, es decir, ¡Padre!» (Ga 4,6). Porque «el mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8,16). La acción del Espíritu Santo en el corazón humano de Cristo provoca sin cesar esa atracción hacia su Padre. Y cuando nos une a los sentimientos de Cristo por la gracia, nos hace participar de la relación del Hijo con el Padre, es «el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios ¡Abba!, es decir, ¡Padre!» (Rm 8,15).
77. Entonces, nuestra relación con el Corazón de Cristo se transforma bajo ese impulso del Espíritu, que nos orienta hacia el Padre, fuente de la vida y último origen de la gracia. Cristo mismo no desea que nos detengamos sólo en él. El amor de Cristo es «revelación de la misericordia del Padre».[64] Su deseo es que, impulsados por el Espíritu que brota de su Corazón, “con él y en él” vayamos al Padre. La gloria se dirige hacia el Padre “por” Cristo,[65] “con” Cristo[66] y “en” Cristo.[67] San Juan Pablo II enseñaba que «el Corazón del Salvador invita a remontarse al amor del Padre, que es el manantial de todo amor auténtico».[68] Eso mismo es lo que el Espíritu Santo, que llega a nosotros desde el Corazón de Cristo, busca alimentar en nuestros corazones. De ahí que la Liturgia, bajo la acción vivificadora del Espíritu, siempre se dirige al Padre desde el Corazón resucitado de Cristo.
EXPRESIONES MAGISTERIALES RECIENTES
78. De formas diferentes el Corazón de Cristo estuvo presente en la historia de la espiritualidad cristiana. En la Biblia y en los primeros siglos de la Iglesia aparecía bajo la figura del costado herido del Señor, sea como fuente de la gracia, sea como un llamado a un encuentro íntimo de amor. Así reapareció constantemente en el testimonio de muchos santos hasta el día de hoy. En los últimos siglos esta espiritualidad fue tomando forma como un verdadero culto al Corazón del Señor.
79. Varios de mis predecesores se han referido al Corazón de Cristo e invitaron a unirse a él con lenguajes muy diversos. A fines del siglo XIX, León XIII nos invitaba a consagrarnos a él y en su propuesta unía al mismo tiempo el llamado a la unión con Cristo y la admiración ante el esplendor de su infinito amor.[69] Unos treinta años después Pío XI presentaba esta devoción como una suma de la experiencia de fe cristiana.[70] Más aún, Pío XII sostuvo que el culto al Sagrado Corazón expresa de modo excelente, como una sublime síntesis, nuestro culto a Jesucristo.[71]
80. Más recientemente, san Juan Pablo II presentó el desarrollo de este culto en los siglos pasados como una respuesta ante el crecimiento de formas rigoristas y desencarnadas de espiritualidad que olvidaban la misericordia del Señor, pero, al mismo tiempo, como un llamado actual ante un mundo que pretende construirse sin Dios: «La devoción al Sagrado Corazón, tal como se desarrolló en la Europa de hace dos siglos, bajo el impulso de las experiencias místicas de santa Margarita María Alacoque, fue la respuesta al rigorismo jansenista, que había acabado por desconocer la infinita misericordia de Dios. […] El hombre del año 2000 tiene necesidad del Corazón de Cristo para conocer a Dios y para conocerse a sí mismo; tiene necesidad de él para construir la civilización del amor».[72]
81. Benedicto XVI invitaba a reconocer el Corazón de Cristo como presencia íntima y cotidiana en la vida de cada uno: «Toda persona necesita tener un “centro” de su vida, un manantial de verdad y de bondad del cual tomar para afrontar las diversas situaciones y la fatiga de la vida diaria. Cada uno de nosotros, cuando se queda en silencio, no sólo necesita sentir los latidos de su corazón, sino también, más en profundidad, el pulso de una presencia fiable, perceptible con los sentidos de la fe y, sin embargo, mucho más real: la presencia de Cristo, corazón del mundo».[73]
PROFUNDIZACIÓN Y ACTUALIDAD
82. La imagen expresiva y simbólica del Corazón de Cristo no es el único recurso que nos da el Espíritu Santo para encontrar el amor de Cristo, y siempre necesitará ser enriquecida, iluminada, renovada gracias a la meditación, la lectura del Evangelio y la maduración espiritual. Ya decía Pío XII que la Iglesia no pretende que «en el Corazón de Jesús se haya de ver y adorar la que llaman imagen formal, es decir, la representación perfecta y absoluta de su amor divino, pues no es posible representar adecuadamente con ninguna imagen criada la íntima esencia de este amor».[74]
83. Nuestra devoción al Corazón de Cristo es algo esencial a la propia vida cristiana en la medida en que significa nuestra apertura, llena de fe y de adoración, ante el misterio del amor divino y humano del Señor, hasta el punto que podemos sostener una vez más que el Sagrado Corazón es una síntesis del Evangelio.[75] Hay que recordar que las visiones o manifestaciones místicas narradas por algunos santos que propusieron con pasión la devoción al Corazón de Cristo, no son algo que los creyentes estén obligados a creer como si fuera la Palabra de Dios.[76] Son bellos estímulos que pueden motivar y hacer mucho bien, aunque nadie debe sentirse forzado a seguirlos si no constata que le ayudan en su camino espiritual. No obstante, es importante tener presente, como afirmaba Pío XII, que no puede decirse que este culto «deba su origen a revelaciones privadas».[77]
84. La propuesta de la comunión eucarística los primeros viernes de cada mes, por ejemplo, era un fuerte mensaje en un momento en que mucha gente dejaba de comulgar porque no confiaba en el perdón divino, en su misericordia, y consideraba la comunión como una especie de premio para los perfectos. En ese contexto jansenista, la promoción de esta práctica hizo mucho bien, ayudando a reconocer en la Eucaristía el amor gratuito y cercano del Corazón de Cristo que nos llama a la unión con él. Podemos afirmar que hoy también haría mucho bien por otra razón: porque en medio de la vorágine del mundo actual y de nuestra obsesión por el tiempo libre, el consumo y la distracción, los teléfonos y las redes sociales, olvidamos alimentar nuestra vida con la fuerza de la Eucaristía.
85. Del mismo modo, nadie debe sentirse obligado a realizar una hora de adoración los días jueves. Pero, ¿cómo no recomendarla? Cuando alguien vive con fervor esta práctica junto con tantos hermanos y encuentra en la Eucaristía todo el amor del Corazón de Cristo, «adora juntamente con la Iglesia el símbolo y como la huella de la Caridad divina, la cual llegó también a amar con el Corazón del Verbo Encarnado al género humano».[78]
86. Lo dicho era difícilmente comprendido por muchos jansenistas, que miraban con desprecio todo lo que fuera humano, afectivo, corpóreo, y en definitiva entendían que esta devoción nos alejaba de la purísima adoración al Dios altísimo. Pío XII llamó «falso misticismo»[79] a esta actitud elitista de algunos grupos que veían a Dios tan alto, tan separado, tan distante, que consideraban peligrosas y necesitadas de un control eclesiástico las expresiones sensibles de la piedad popular.
87. Podría sostenerse que hoy, más que al jansenismo, nos enfrentamos a un fuerte avance de la secularización que pretende un mundo libre de Dios. A ello se suma que se multiplican en la sociedad diversas formas de religiosidad sin referencia a una relación personal con un Dios de amor, que son nuevas manifestaciones de una “espiritualidad sin carne”. Es verdad. Sin embargo, debo advertir que dentro de la misma Iglesia renació con nuevos rostros el dañino dualismo jansenista. Ha tomado renovada fuerza en las últimas décadas, pero es una manifestación de aquel gnosticismo que ya dañaba la espiritualidad en los primeros siglos de la fe cristiana, y que ignoraba la verdad de “la salvación de la carne”. Por esta razón vuelvo la mirada al Corazón de Cristo e invito a renovar su devoción. Espero que pueda ser atractiva también para la sensibilidad actual y de ese modo nos ayude a enfrentar estos viejos y nuevos dualismos a los cuales él ofrece una respuesta adecuada.
88. Quisiera agregar que el Corazón de Cristo nos libera al mismo tiempo de otro dualismo: el de comunidades y pastores concentrados sólo en actividades externas, reformas estructurales vacías de Evangelio, organizaciones obsesivas, proyectos mundanos, reflexiones secularizadas, diversas propuestas que se presentan como formalidades que a veces se pretende imponer a todos. Esto con frecuencia deriva en un cristianismo que ha olvidado la ternura de la fe, la alegría de la entrega al servicio, el fervor de la misión persona a persona, la cautivadora belleza de Cristo, la estremecida gratitud por la amistad que él ofrece y por el sentido último que da a la propia vida. Se trata de otra forma de engañoso trascendentalismo, igualmente desencarnado.
89. Estas enfermedades tan actuales, de las cuales, cuando nos hemos dejado atrapar, ni siquiera sentimos el deseo de curarnos, me mueven a proponer a toda la Iglesia un nuevo desarrollo sobre el amor de Cristo representado en su Corazón santo. Allí podemos encontrar el Evangelio entero, allí está sintetizada la verdad que creemos, allí está cuanto adoramos y buscamos en la fe, allí está lo que más necesitamos.
90. Ante el Corazón de Cristo es posible volver a la síntesis encarnada del Evangelio y vivir aquello que propuse poco tiempo atrás recordando a la entrañable santa Teresa del Niño Jesús: «La actitud más adecuada es depositar la confianza del corazón fuera de nosotros mismos: en la infinita misericordia de un Dios que ama sin límites y que lo ha dado todo en la Cruz de Jesucristo».[80] Ella lo vivía con intensidad porque había descubierto en el Corazón de Cristo que Dios es amor: «A mí me ha dado su misericordia infinita, y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas».[81] Por eso la oración más popular, dirigida como un dardo al Corazón de Cristo, dice simplemente: «En Ti confío».[82] No hacen falta más palabras.
91. En los próximos capítulos destacaremos dos aspectos fundamentales que hoy debería reunir la devoción al Sagrado Corazón para seguir alimentándonos y acercándonos al Evangelio: la experiencia espiritual personal y el compromiso comunitario y misionero.
IV.
AMOR QUE DA DE BEBER
92. Volvamos a las Sagradas Escrituras, a los textos inspirados que son el principal lugar donde encontramos la Revelación. En ellas y en la Tradición viva de la Iglesia está lo que el mismo Señor ha querido decirnos para toda la historia. A partir de la lectura de textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, recogeremos algunos efectos de la Palabra en el largo camino espiritual del Pueblo de Dios.
SED DEL AMOR DE DIOS
93. La Biblia muestra que al pueblo que había caminado por el desierto y que esperaba la liberación, se le anunciaba una abundancia de agua vivificante: «Sacarán agua con alegría de las fuentes de la salvación» (Is 12,3). Los anuncios mesiánicos fueron tomando la forma de un manantial de agua purificadora: «Los rociaré con agua pura, y ustedes quedarán purificados […] pondré en ustedes un espíritu nuevo» (Ez 36,25-26). Es el agua que devolverá al pueblo una existencia plena, como una fuente que brota del templo y derrama vida y salud a su paso: «Vi que a la orilla del torrente, de uno y otro lado, había una inmensa arboleda. […] Hasta donde llegue el torrente, tendrán vida todos los seres vivientes […] cuando esta agua llegue hasta el Mar, sus aguas quedarán saneadas, y habrá vida en todas partes adonde llegue el torrente» (Ez 47,7.9).
94. La fiesta judía de las Tiendas (Sukkot), que recordaba los cuarenta años en el desierto, poco a poco había asumido el símbolo del agua como un elemento central, e incluía un rito de ofrenda de agua cada mañana, que se volvía muy solemne el último día de la fiesta: se realizaba una gran procesión hacia el templo donde finalmente se daban siete vueltas en torno al altar y se ofrendaba a Dios el agua en medio de gran algarabía.[83]
95. El anuncio de la llegada del tiempo mesiánico se presentaba como una fuente abierta para el pueblo: «Derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de súplica; y ellos mirarán hacia mí […] al que ellos traspasaron […]. Aquel día, habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, a fin de lavar el pecado y la impureza» (Zc 12,10; 13,1).
96. Un traspasado, una fuente abierta, un espíritu de gracia y de oración. Los primeros cristianos inevitablemente veían cumplida esta promesa en el costado abierto de Cristo, fuente de donde mana la vida nueva. Recorriendo el Evangelio de Juan vemos cómo aquella profecía se veía plasmada en Cristo. Contemplamos su costado abierto, de donde brotó el agua del Espíritu: «Uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua» (Jn 19,34). Allí el evangelista añade: «Verán al que ellos mismos traspasaron» (Jn 19,37). Retoma así aquel anuncio del profeta que prometía al pueblo una fuente abierta en Jerusalén, cuando ellos mirarían al traspasado (cf. Zc 12,10). La fuente abierta es el costado herido de Jesucristo.
97. Advertimos que el mismo Evangelio anunciaba ese momento sagrado, precisamente «el último día, el más solemne de la fiesta» de las Tiendas (Jn 7,37). Allí Jesús gritó al pueblo que celebraba en la gran procesión: «El que tenga sed, venga a mí; y beba […] de su seno brotarán manantiales de agua viva» (Jn 7,37-38). Para ello debía llegar su “hora”, porque Jesús «aún no había sido glorificado» (Jn 7,39). Todo se cumplió en la fuente desbordante de la Cruz.
98. En el libro del Apocalipsis reaparecen tanto el Traspasado: «todos lo verán, aun aquellos que lo habían traspasado» (Ap 1,7), como la fuente abierta: «Que venga el que tiene sed, y el que quiera, que beba gratuitamente del agua de la vida» (Ap 22,17).
99. El costado traspasado es al mismo tiempo la sede del amor, un amor que Dios declaró a su pueblo con tantas palabras diferentes que vale la pena recordar:
«Eres de gran precio a mis ojos, […] eres valioso, y yo te amo» (Is 43,4).
«¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella te olvide, yo no te olvidaré! Yo te llevo grabada en las palmas de mis manos» (Is 49,15-16).
«Aunque se aparten las montañas y vacilen las colinas, mi amor no se apartará de ti, mi alianza de paz no vacilará» (Is 54,10).
«Yo te amé con un amor eterno, por eso te atraje con fidelidad» (Jr 31,3).
«¡El Señor, tu Dios, está en medio de ti, es un guerrero victorioso! Él exulta de alegría a causa de ti, te renueva con su amor, y lanza por ti gritos de alegría» (So 3,17).
100. El profeta Oseas llega a hablar del corazón de Dios, ese que «los atraía con lazos humanos, con ataduras de amor» (Os 11,4). Por ese mismo amor despreciado podía decir: «Mi corazón se subleva contra mí y se enciende toda mi ternura» (Os 11,8). Pero allí siempre vencerá la misericordia (cf. Os 11,9), que llegará a su máxima expresión en Cristo, la palabra definitiva de amor.
101. En el Corazón traspasado de Cristo se concentran escritas en carne todas las expresiones de amor de las Escrituras. No es un amor que simplemente se declara, sino que su costado abierto es manantial de vida para los amados, es aquella fuente que sacia la sed de su pueblo. Como enseñaba san Juan Pablo II, «los elementos esenciales de esta devoción pertenecen, de manera permanente, a la espiritualidad propia de la Iglesia a lo largo de toda su historia; pues desde el principio la Iglesia ha dirigido su mirada al Corazón de Cristo traspasado en la cruz».[84]
RESONANCIAS DE LA PALABRA EN LA HISTORIA
102. Veamos algunos efectos que esta Palabra de Dios ha producido en la historia de la fe cristiana. Varios Padres de la Iglesia, sobre todo del Asia Menor, mencionaban la herida del costado de Jesús como el origen del agua del Espíritu: la Palabra, su gracia y los sacramentos que la comunican. La fortaleza de los mártires vive de «la fuente celestial del agua viva que brota de la entraña de Cristo»,[85] o, como traduce Rufino, de «las celestiales y eternas fuentes que proceden de la entraña de Cristo».[86] Los creyentes, que renacimos por el Espíritu, venimos de esa caverna de la roca, «hemos salido del vientre de Cristo».[87] Su costado herido, que interpretamos como su corazón, está lleno del Espíritu Santo y desde él llega a nosotros como ríos de agua viva: «La fuente del Espíritu está enteramente en Cristo».[88] Pero el Espíritu que recibimos no nos aleja del Señor resucitado sino que nos llena de él, porque bebiendo del Espíritu bebemos al mismo Cristo: «Bebe a Cristo porque él es la roca que derrama agua. Bebe a Cristo porque él es la fuente de la vida. Bebe a Cristo porque él es el río cuya fuerza alegra a la ciudad de Dios. Bebe a Cristo porque él es la paz. Bebe a Cristo, porque de su seno fluye agua viva».[89]
103. San Agustín abrió el camino a la devoción al Sagrado Corazón como lugar de encuentro personal con el Señor. Es decir, para él el pecho de Cristo no es solamente la fuente de la gracia y de los sacramentos, sino que lo personaliza, presentándolo como símbolo de la unión íntima con Cristo, como lugar de un encuentro de amor. Allí está el origen de la sabiduría más preciosa, que es conocerle a él. En efecto, Agustín escribe que Juan, el amado, cuando en la última cena apoyó su cabeza sobre el pecho de Jesús, se reclinó sobre el santuario de la sabiduría.[90] No estamos ante una mera contemplación intelectual de una verdad teológica. San Jerónimo explicaba que una persona capaz de contemplación «no goza del placer de los baños, pero bebe de la vida del costado del Señor».[91]
104. San Bernardo retomó el simbolismo del costado traspasado del Señor entendiéndolo explícitamente como revelación y donación del amor de su Corazón. A través de la llaga se nos vuelve accesible y podemos hacer propio el gran misterio del amor y de la misericordia: «Yo, empero, lo que no hallo en mí mismo búscolo confiado en las entrañas del Salvador, rebosantes de bondad y misericordia, la cual van derramando por los diversos agujeros de su cuerpo sacratísimo, pues sus enemigos taladraron sus pies y manos y abrieron con lanza su costado; por estas aberturas puedo yo sacar miel de la piedra y óleo suave del peñasco durísimo; puedo gustar y ver cuán suave y dulce es el Señor. […] El hierro cruel atravesó su alma e hirió su corazón, a fin de que supiese compadecerse de mis flaquezas. El secreto de su corazón se está viendo por las aberturas de su cuerpo; podemos ya contemplar ese sublime misterio de la bondad infinita de nuestro Dios».[92]
105. Esto reaparece de modo especial en Guillermo de Saint-Thierry quien invitaba a entrar en el Corazón de Jesús, que nos alimenta en su propio pecho.[93] No llama la atención, si recordamos que para este autor «el arte de las artes es el arte del amor […]. El amor es donado por el creador de la naturaleza […]. El amor es una fuerza del alma que, como un peso natural, la conduce a su lugar o fin».[94] Ese lugar que le es propio, donde reina el amor en plenitud, es el Corazón de Cristo: «¿A dónde llevas, Señor, a los que abrazas y estrechas sino a tu corazón? Tu corazón es el dulce maná de tu divinidad que guardas en el interior, oh Jesús, en la urna de oro (cf. Hb 9,4) de su sapientísima alma. Dichosos aquellos a los que el abrazo los atrae hasta ahí. Dichosos los que escondiste en lo oculto de aquel secreto, en tu corazón».[95]
106. San Buenaventura une las dos líneas espirituales en torno al Corazón de Cristo: al mismo tiempo que lo presenta como la fuente de los sacramentos y de la gracia, propone que esta contemplación se convierta en una relación de amigos, en un encuentro personal de amor.
107. Por una parte, nos ayuda a reconocer la belleza de la gracia y de los sacramentos que manan de esa fuente de vida que es el costado herido del Señor: «Para que del costado de Cristo dormido en la cruz se formase la Iglesia y se cumpliese la Escritura que dice: mirarán al que traspasaron, uno de los soldados lo hirió con una lanza y le abrió el costado. Y fue permisión de la divina providencia, a fin de que, brotando de la herida sangre y agua, se derramase el precio de nuestra salud, el cual, manando de la fuente arcana del corazón, diese a los sacramentos de la Iglesia la virtud de conferir la vida de la gracia, y fuese para los que viven en Cristo como una copa llenada en la fuente viva, que salta hasta la vida eterna».[96]
108. Luego nos invita a dar otro paso, para que el acceso a la gracia no se convierta en algo mágico, o en una suerte de emanación de tipo neoplatónico, sino en una relación directa con Cristo, habitando en su Corazón, porque quien bebe es un amigo de Cristo, es un corazón amante: «Levántate, pues, alma amiga de Cristo, y sé la paloma que anida en la pared de una cueva; sé el gorrión que ha encontrado una casa y no deja de guardarla; sé la tórtola que esconde los polluelos de su casto amor en aquella abertura sacratísima».[97]
LA DIFUSIÓN DE LA DEVOCIÓN AL CORAZÓN DE CRISTO
109. Poco a poco el costado herido, donde reside el amor de Cristo, del cual a su vez mana la vida de la gracia, fue asumiendo la figura del corazón, especialmente en la vida monástica. Sabemos que a lo largo de la historia el culto al Corazón de Cristo no se manifestó de idéntica manera, y que los aspectos desarrollados en la modernidad, relacionados con diversas experiencias espirituales, no se pueden extrapolar a las formas medievales y menos aún a las formas bíblicas donde entrevemos semillas de este culto. No obstante, hoy la Iglesia no desprecia nada de todo lo bueno que el Espíritu Santo nos regaló a lo largo de los siglos, sabiendo que siempre será posible reconocer un significado más claro y pleno a ciertos detalles de la devoción, o comprender y desplegar nuevos aspectos de la misma.
110. Varias santas mujeres han narrado experiencias de su encuentro con Cristo, caracterizado por el reposo en el Corazón del Señor, fuente de vida y de paz interior. Así sucedió a santa Lutgarda, a santa Matilde de Hackeborn, a santa Ángela de Foligno, a Juliana de Norwich, entre otras. Santa Gertrudis de Helfta, religiosa cisterciense, narró un momento de oración en el cual reclinó la cabeza en el Corazón de Cristo y escuchó sus latidos. En un diálogo con san Juan Evangelista le preguntó por qué en su Evangelio él no había hablado de lo que vivió cuando tuvo esa misma experiencia. Concluye Gertrudis que «la dulzura de esos latidos se reservó para los tiempos modernos, de manera que, escuchándolos, pueda renovarse el mundo envejecido y tibio en el amor de Dios».[98] ¿Podríamos pensar que es un anuncio referido a nuestros tiempos, un llamado a reconocer cómo se ha vuelto “viejo” este mundo, necesitado de percibir el mensaje siempre nuevo del amor de Cristo? Santa Gertrudis y santa Matilde han sido consideradas entre «las confidentes más íntimas del Sagrado Corazón».[99]
111. Los monjes cartujos, alentados sobre todo por Ludolfo de Sajonia, encontraron en la devoción al Sagrado Corazón un camino para llenar de afecto y cercanía su relación con Jesucristo. Quien entra por la herida de su Corazón es inflamado de afecto. Santa Catalina de Siena escribió que los sufrimientos que el Señor soportó no son algo que podamos presenciar, pero que el Corazón abierto de Cristo es para nosotros la posibilidad de un encuentro actual y personal con tanto amor: «Por eso quise que vieseis el secreto de mi corazón mostrándotelo abierto, para que vieses que yo amaba más que lo que podían demostraros mis sufrimientos finitos».[100]
112. La devoción al Corazón de Cristo trascendió progresivamente la vida monástica, y colmó la espiritualidad de santos maestros, predicadores y fundadores de congregaciones religiosas que la difundieron en los más remotos lugares de la tierra.[101]
113. De particular interés fue la iniciativa de san Juan Eudes, quien «después de dar con sus misioneros una fervorosísima misión en Rennes, logró que el señor obispo aprobara en aquella Diócesis la celebración de la fiesta del Corazón adorable de Nuestro Señor Jesucristo. Esta fue la primera vez que en la Iglesia se autorizó esta fiesta oficialmente. Después, los obispos de Coutances, de Evreux, de Bayeux, de Lisieux, de Ruan, autorizaron para sus Diócesis respectivas la misma fiesta entre los años 1670 y 1671».[102]
SAN FRANCISCO DE SALES
114. En los tiempos modernos cabe destacar el aporte de san Francisco de Sales. Él contemplaba frecuentemente el Corazón abierto de Cristo, que invita a habitar en su interior en una relación personal de amor donde se iluminan los misterios de la vida. Se advierte en el pensamiento de este santo doctor cómo, frente a una moral rigorista o a una religiosidad del mero cumplimiento, el Corazón de Cristo se le presentaba como un llamado a la plena confianza en la acción misteriosa de su gracia. Así lo expresaba en su propuesta a la baronesa de Chantal: «Estoy seguro de que no permaneceremos más en nosotros mismos […] habitaremos para siempre en el costado herido del Salvador, pues sin él no sólo no podemos, sino aunque pudiéramos, no querríamos hacer nada».[103]
115. Para él, la devoción estaba lejos de convertirse en una forma de superstición o en una indebida objetivación de la gracia, porque significaba la invitación a una relación personal donde cada uno se siente único frente a Cristo, tenido en cuenta en su realidad irrepetible, pensado por Cristo y valorado de un modo directo y exclusivo: «Este corazón muy adorable y muy amable de Nuestro Maestro ardiendo del amor que nos profesa, corazón en el que vemos todos nuestros nombres escritos […]. Ciertamente es asunto de grandísimo consuelo que seamos amados tan entrañablemente por Nuestro Señor que nos lleva siempre en su Corazón».[104] Ese nombre propio escrito en el Corazón de Cristo era el modo como san Francisco de Sales intentaba simbolizar hasta qué punto el amor de Cristo hacia cada uno no es abstracto o genérico sino que implica una personalización donde el creyente se siente valorado y reconocido por sí mismo: «¡Qué hermoso es este Cielo ahora que el Salvador es su sol y el pecho de Él una fuente de amor de la cual los bienaventurados beben según su deseo! Cada uno va a mirar allí dentro y ve su nombre escrito con caracteres de amor, que sólo el verdadero amor puede leer y que el verdadero amor ha grabado. ¡Ah Dios! mi querida hija, ¿acaso los nuestros no estarán allí? Sí estarán, sin duda; pues, por más que nuestro corazón no tiene el amor, tiene no obstante el deseo del amor y el comienzo del amor».[105]
116. Él consideraba dicha experiencia como algo fundamental para una vida espiritual que colocaba esta convicción entre las grandes verdades de fe: «Sí mi querida Hija, piensa en vos, y no solamente en vos, sino en el más mínimo cabello de vuestra cabeza: es un artículo de fe y en modo alguno hay que dudar de él».[106] Esto tiene como consecuencia que el creyente se vuelve capaz de un completo abandono en el Corazón de Cristo, donde encuentra reposo, consuelo, fortaleza: «¡Oh Dios! qué felicidad estar así entre los brazos y sobre el pecho [del Salvador]. […] Permaneced así, querida Hija, y como otro pequeño san Juan, mientras que los otros comen en la mesa del Salvador distintas viandas, descansad por un gesto de simplísima confianza, vuestra cabeza, vuestra alma, vuestro espíritu en el pecho amoroso de este querido Señor».[107] «Espero que estaréis en la caverna de la tórtola y en el costado traspasado de nuestro querido Salvador. […] ¡Qué bueno es este Señor, mi querida Hija! ¡Qué amable es su Corazón! Permanezcamos aquí, en este santo domicilio».[108]
117. Pero, fiel a su enseñanza sobre la santificación en la vida ordinaria, propone que esto sea vivido en medio de las actividades, las tareas y las obligaciones de la vida cotidiana: «¿Me preguntáis cómo las almas que son atraídas en la oración a esta santa simplicidad y a este perfecto abandono en Dios deben comportarse en todas sus acciones? Yo contesto que, no solamente en la oración, sino en el comportamiento de toda su vida, deben andar invariablemente en espíritu de simplicidad, abandonando y entregando toda su alma, sus acciones y sus éxitos a la voluntad de Dios, con un amor de perfecta y absoluta confianza, abandonándose a la gracia y al cuidado del amor eterno que la divina Providencia siente por ellas».[109]
118. Por todo esto, a la hora de pensar en un símbolo que pudiera sintetizar su propuesta de vida espiritual, concluye: «He pensado, querida Madre, si os parece, que es menester que tomemos como escudo un único corazón traspasado por dos flechas encerrado en una corona de espinas».[110]
UNA NUEVA DECLARACIÓN DE AMOR
119. Bajo el sano influjo de esta espiritualidad salesa los acontecimientos de Paray-le-Monial tuvieron lugar a finales del siglo XVII. Santa Margarita María Alacoque narró importantes apariciones entre finales de diciembre de 1673 y junio de 1675. Lo fundamental es una declaración de amor que se destaca en la primera gran aparición. Jesús dice: «Mi divino Corazón está tan apasionado de amor por los hombres, y por ti en particular, que no pudiendo ya contener en sí mismo las llamas de su caridad ardiente, le es preciso comunicarlas por tu medio, y manifestarse a todos para enriquecerlos con los preciosos tesoros, que te descubro».[111]
120. Santa Margarita María resume todo de una manera potente y fervorosa: «Me descubrió todas las maravillas de su amor y los secretos inexplicables de su Corazón Sagrado, que hasta entonces me había tenido siempre ocultos. Aquí me los descubrió por vez primera; pero de un modo tan operativo y sensible, que, a juzgar por los efectos producidos en mí por esta gracia, no me deja motivo alguno de duda».[112] En las siguientes manifestaciones se reafirma la hermosura de este mensaje: «Me descubrió las maravillas inexplicables de su amor puro, y el exceso, a que le había conducido el amar a los hombres».[113]
121. Este intenso reconocimiento del amor de Jesucristo que nos transmitió santa Margarita María nos ofrece valiosos estímulos para nuestra unión con él. Eso no significa que nos sintamos obligados a aceptar o asumir todos los detalles de esa propuesta espiritual, donde, como suele ocurrir, se mezclan con la acción divina elementos humanos relacionados con los propios deseos, inquietudes e imágenes interiores.[114] Tal propuesta, siempre tiene que ser releída a la luz del Evangelio y de toda la rica tradición espiritual de la Iglesia, al mismo tiempo que reconocemos cuánto bien ha hecho en tantas hermanas y en tantos hermanos. Esto nos permite reconocer regalos del Espíritu Santo dentro de dicha experiencia de fe y de amor. Más importante que los detalles es el núcleo del mensaje que se nos transmite y que puede resumirse en aquellas palabras que santa Margarita escuchó: «He ahí este Corazón, que ha amado tanto a los hombres, que nada ha perdonado hasta agotarse y consumirse para demostrarles su amor».[115]
122. Esta manifestación es una invitación a un crecimiento en el encuentro con Cristo, gracias a la confianza sin reservas, hasta alcanzar una unión plena y definitiva: «Es preciso que el Divino Corazón de Jesús se sustituya de tal modo en lugar del nuestro, que Él solo viva y obre en nosotras y por nosotras; que su voluntad […] pueda obrar absolutamente sin resistencia de nuestra parte; y en fin, que sus afectos, sus pensamientos y deseos estén en lugar de los nuestros y sobre todo su amor, que se amará Él mismo en nosotras y por nosotras. Y de este modo, siéndonos este amable Corazón todo en todas las cosas, podremos decir con San Pablo, que no vivimos ya, sino que vive Él en nosotras».[116]
123. En realidad, en el primer mensaje recibido por ella, presentaba esta vivencia de un modo más personal, más concreto, lleno de fuego y de ternura: «Me pidió después el corazón, y yo le supliqué que le tomase. Le tomó e introdujo en su Corazón adorable, en el cual me le mostró como un pequeño átomo, que se consumía en aquel horno encendido».[117]
124. En otro momento advertimos que quien se nos entrega es el Cristo resucitado, lleno de gloria, pleno de vida y de luz. Si bien en distintos momentos habla de los sufrimientos que soportó por nosotros y de la ingratitud que recibe, aquí no se destacan la sangre y las llagas sufrientes, sino la luz y el fuego del Viviente. Las heridas de la Pasión, que no desaparecen, quedan transfiguradas. Así, aquí se expresa el Misterio de la Pascua en su integridad: «Una vez entre otras, estando expuesto el Santísimo Sacramento […] se me presentó Jesucristo, mi divino Maestro, todo radiante de gloria, con sus cinco llagas, que brillaban como cinco soles, y por todas partes salían llamas de su sagrada humanidad, especialmente de su adorable pecho, el cual parecía un horno. Abrióse este y me descubrió su amantísimo y amabilísimo Corazón, que era el vivo foco de donde procedían semejantes llamas. Entonces fue cuando me descubrió las maravillas inexplicables de su amor puro, y el exceso, a que le había conducido el amar a los hombres, de los cuales no recibía sino ingratitudes y desprecios».[118]
SAN CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE
125. Cuando san Claudio de La Colombière conoció las experiencias de santa Margarita, inmediatamente se convirtió en su defensor y divulgador. Él tuvo un papel especial en la comprensión y en la difusión de esta devoción al Sagrado Corazón, pero también en su interpretación a la luz del Evangelio.
126. Si bien algunas de las expresiones de santa Margarita, mal entendidas, podían dar lugar a confiar demasiado en los propios sacrificios y ofrendas, san Claudio evidencia que la contemplación del Corazón de Cristo, si es auténtica, no provoca una complacencia en uno mismo o una vanagloria en experiencias o en esfuerzos humanos, sino un indescriptible abandono en Cristo que llena la vida de paz, de seguridad, de decisión. Él expresaba muy bien esta confianza absoluta en una célebre oración:
«Estoy tan convencido, Dios mío, de que velas sobre todos los que esperan en Ti, y de que no puede faltar cosa alguna a quien aguarda de Ti todas las cosas, que he determinado vivir de ahora en adelante sin ningún cuidado, descargándome en Ti de todas mis solicitudes […]. No por eso perderé la esperanza; antes la conservaré hasta el postrer suspiro de mi vida y vanos serán los esfuerzos de todos los demonios del infierno por arrancármela […]. Que otros esperen la dicha de sus riquezas o de sus talentos; que descansen otros en la inocencia de su vida, o en la aspereza de su penitencia, o en la multitud de sus buenas obras, o en el fervor de sus oraciones; en cuanto a mí toda mi confianza se funda en mi misma confianza […]. Confianza semejante jamás salió fallida a nadie. […] Así que, seguro estoy de ser eternamente bienaventurado, porque espero firmemente serlo, y porque eres Tú, Dios mío, de quien lo espero».[119]
127. San Claudio escribió una nota en enero de 1677, encabezada por unas líneas que se refieren a la seguridad que él sentía sobre su propia misión: «He reconocido que Dios quiere servirse de mí, procurando el cumplimiento de sus deseos respecto a la devoción que me ha sugerido una persona, a quien Él se comunica muy confidencialmente y para la cual ha querido servirse de mi flaqueza. Ya la he inspirado a muchas personas».[120]
128. Es importante advertir cómo en la espiritualidad de La Colombière se produce una hermosa síntesis entre la rica y bella experiencia espiritual de santa Margarita y la contemplación tan concreta de los Ejercicios ignacianos. Él escribía al inicio de la Tercera Semana del mes de Ejercicios: «Dos cosas me han conmovido sumamente y me han tenido ocupado todo el tiempo. La primera es la disposición con que sale Jesucristo al encuentro de los que le buscan […]. Su corazón está anegado en un mar de amarguras: todas las pasiones se han desencadenado en su interior, toda la naturaleza está desconcertada, y a través de estos desórdenes y de todas estas tentaciones, su Corazón va derecho a Dios, no da un paso en falso, no vacila en tomar el partido que la virtud y la más alta virtud le sugiere. […] La segunda cosa es la disposición de este mismo Corazón con respecto a Judas, que le traicionaba; a los Apóstoles, que cobardemente le abandonaban; a los Sacerdotes y a los demás, que eran los autores de la persecución que sufría. Es cierto que todo ello no fue capaz de excitar en Él el menor resentimiento de odio ni de indignación […]. Me represento, pues, a este Corazón sin hiel, sin acritud, lleno de verdadera ternura para con sus enemigos».[121]
SAN CARLOS DE FOUCAULD Y SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS
129. San Carlos de Foucauld y santa Teresa del Niño Jesús, sin pretenderlo, han reconfigurado algunos elementos de la devoción al Corazón de Cristo, ayudándonos a entenderla de un modo todavía más fiel al Evangelio. Veamos ahora cómo se expresó en sus vidas esta devoción. En el próximo capítulo volveremos a ellos para mostrar la originalidad de la dimensión misionera que ambos desarrollaron de modos diversos.
Iesus Caritas
130. En Louye, san Carlos de Foucauld hacía visitas al Santísimo con su prima, Madame de Bondy, y un día ella le señaló una imagen del Sagrado Corazón.[122] Esta prima fue fundamental en la conversión de Carlos, tal como él lo reconoce: «Puesto que Dios te ha hecho el primer instrumento de sus misericordias para conmigo, de ti proceden todas. Si tú no me hubieras convertido, llevado a Jesús y enseñado poco a poco, como letra a letra, todo lo que es piadoso y bueno, ¿estaría hoy donde estoy?».[123] Pero precisamente, lo que ella despertó en él es la conciencia ardiente del amor de Jesús. Allí estaba todo, eso era lo más importante. Y esto se concentraba particularmente en la devoción al Corazón de Cristo, donde él encontraba la misericordia sin límites: «Esperemos en la misericordia infinita de aquel cuyo corazón tú me hiciste conocer».[124]
131. Luego su director espiritual, el abate Henri Huvelin, le ayudará a profundizar ese precioso misterio: «Este corazón bendito del que usted me habló tantas veces».[125] El 6 de junio de 1889, Carlos se consagró al Sagrado Corazón, donde él hallaba un amor absoluto. Él le dice a Cristo: «Me habéis colmado de tales beneficios, que me parece sería ingratitud para con vuestro corazón no creer que está dispuesto a colmarme de todo bien, por grande que sea, y que su amor y su liberalidad no tienen medida».[126] Él será el ermitaño «bajo el nombre del corazón de Jesús».[127]
132. El 17 de mayo de 1906, el mismo día en que fray Carlos, solo, ya no puede celebrar la misa, escribe que promete «dejar vivir en mí el corazón de Jesús para que ya no sea yo quien viva, sino el corazón de Jesús quien viva en mí, como vivía en Nazaret».[128] Su amistad con Jesús, corazón a corazón, no tenía nada de un devocionalismo intimista. Era la raíz de esa vida despojada de Nazaret con la cual Carlos quería imitar a Cristo y configurarse con él. Aquella tierna devoción al Corazón de Cristo tuvo consecuencias muy concretas en su estilo de vida y su Nazaret se alimentaba de esa relación tan personal con el Corazón de Cristo.
Santa Teresa del Niño Jesús
133. Al igual que san Carlos de Foucauld, santa Teresa del Niño Jesús respiró la enorme devoción que inundaba Francia en el siglo XIX. El sacerdote Almire Pichon era el director espiritual de su familia y se le consideraba un gran apóstol del Sagrado Corazón. Una hermana suya tomó el nombre religioso “María del Sagrado Corazón”, y el monasterio al que la santa ingresó estaba dedicado al Sagrado Corazón. No obstante, su devoción tomó algunas características propias más allá de las formas como se expresaba en aquel momento.
134. Cuando tenía quince años encontró un modo de resumir su relación con Jesús: «Aquel cuyo corazón late al unísono con el mío».[129] Dos años después, cuando le hablaban de un Corazón coronado de espinas, ella agregaba en una carta: «Tú bien sabes que yo no veo al Sagrado Corazón como todo el mundo. Yo pienso que el corazón de mi Esposo es sólo para mí, como el mío es sólo para él, y por eso le hablo en la soledad de este delicioso corazón a corazón, a la espera de llegar a contemplarlo un día cara a cara».[130]
135. En una poesía ella expresó el sentido de su devoción, hecha más de amistad y confianza que de seguridad en los propios sacrificios:
«Yo quiero un corazón ardiente de ternura
que me sirva de apoyo sin jamás vacilar,
que todo lo ame en mí, incluso mi pobreza…,
que nunca me abandone, ni me olvide jamás. […]
¡Yo necesito a un Dios de humanidad vestido,
que se haga hermano mío y que pueda penar! […]
Sé que nuestras justicias y todos nuestros méritos
carecen de valor a tus divinos ojos […]
por eso he escogido para mi purgatorio
tu amor consumidor, ¡Corazón de mi Dios!».[131]
136. Quizás el texto más importante para poder comprender el sentido de su devoción al Corazón de Cristo sea la carta que escribió, tres meses antes de morir, a su amigo Maurice Bellière: «Cuando veo a Magdalena adelantarse, en presencia de los numerosos invitados, y regar con sus lágrimas los pies de su Maestro adorado, a quien toca por primera vez, siento que su corazón ha comprendido los abismos de amor y de misericordia del corazón de Jesús y que, por más pecadora que sea, ese corazón de amor está dispuesto, no sólo a perdonarla, sino incluso a prodigarle los favores de su intimidad divina y a elevarla hasta las cumbres más altas de la contemplación. Querido hermanito, desde que se me ha concedido a mí también comprender el amor del corazón de Jesús, le confieso que él ha desterrado todo temor de mi corazón. El recuerdo de mis faltas me humilla y me lleva a no apoyarme nunca en mi propia fuerza, que no es más que debilidad; pero sobre todo, ese recuerdo me habla de misericordia y de amor».[132]
137. Las mentes eticistas, que pretenden llevar un control de la misericordia y de la gracia, dirían que ella podía expresar esto porque era santa, pero que no podría afirmarlo una persona pecadora. De ese modo, quitan de la espiritualidad de santa Teresa del Niño Jesús su hermosa novedad que refleja el corazón del Evangelio. Lamentablemente, se ha vuelto frecuente en algunos círculos cristianos este intento de encerrar al Espíritu Santo en un esquema que les permita tener todo bajo su supervisión. Sin embargo, esta sabia doctora de la Iglesia les tapa la boca, y contradice directamente esa interpretación reductiva con estas palabras tan claras: «aunque hubiera cometido todos los crímenes posibles, seguiría teniendo la misma confianza; sé que toda esa multitud de ofensas sería como una gota de agua arrojada en una hoguera encendida».[133]
138. A sor María, que la elogiaba por su generoso amor a Dios dispuesto al martirio, ella le responde detenidamente en una carta que hoy es uno de los grandes hitos de la historia de la espiritualidad. Esta página debería ser leída mil veces por su hondura, claridad y belleza. Allí ayuda a la hermana “del Sagrado Corazón” a evitar concentrar esta devoción en un aspecto dolorista, ya que algunos entendían la reparación como una suerte de primacía de los sacrificios o de los cumplimientos moralistas. Ella, en cambio, resume todo en la confianza como la mejor ofrenda, agradable al Corazón de Cristo: «Mis deseos de martirio no son nada, no son ellos los que me dan la confianza ilimitada que siento en mi corazón. A decir verdad, las riquezas espirituales hacen injusto al hombre cuando se apoya en ellas con complacencia, creyendo que son algo grande. […] Lo que le agrada es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su misericordia… Este es mi único tesoro […] si deseas sentir alegría o atractivo por el sufrimiento, es tu propio consuelo lo que buscas […]. Comprende que para amar a Jesús, para ser su víctima de amor, cuanto más débil se es, sin deseos ni virtudes, más cerca se está de las operaciones de ese Amor consumidor y transformante. […] ¡Ay, cómo quisiera hacerte comprender lo que yo siento…! La confianza, y nada más que la confianza, puede conducirnos al amor».[134]
139. En muchos de sus textos se advierte su lucha contra formas de espiritualidad demasiado centradas en el esfuerzo humano, en el mérito propio, en el ofrecimiento de sacrificios, en determinados cumplimientos para “ganarse el cielo”. Para ella, «el mérito no consiste en hacer mucho ni en dar mucho, sino más bien en recibir».[135] Leamos una vez más algunos de los textos tan significativos donde ella insiste en ese camino, que es un modo simple y rápido de ganar al Señor por el corazón.
140. Así escribe a su hermana Leonia: «Te aseguro que Dios es mucho mejor de lo que piensas. Él se conforma con una mirada, con un suspiro de amor… Y creo que la perfección es algo muy fácil de practicar, pues he comprendido que lo único que hay que hacer es ganar a Jesús por el corazón… Fíjate en un niñito que acaba de disgustar a su madre […] si va a tenderle sus bracitos sonriendo y diciéndole: “Dame un beso, no lo volveré a hacer”, ¿no lo estrechará su madre tiernamente contra su corazón, y olvidará sus travesuras infantiles…? Sin embargo, ella sabe muy bien que su pequeño volverá a las andadas en la primera ocasión; pero no importa: si vuelve a ganarla otra vez por el corazón, nunca será castigado».[136]
141. En una carta al padre Adolphe Roulland dice: «Mi camino es todo él de confianza y de amor, y no comprendo a las almas que tienen miedo de tan tierno amigo. A veces, cuando leo ciertos tratados espirituales en los que la perfección se presenta rodeada de mil estorbos y mil trabas, y circundada de una multitud de ilusiones, mi pobre espíritu se fatiga muy pronto, cierro el docto libro que me quiebra la cabeza y me diseca el corazón y tomo en mis manos la Sagrada Escritura. Entonces todo me parece luminoso, una sola palabra abre a mi alma horizontes infinitos, la perfección me parece fácil: veo que basta con reconocer la propia nada y abandonarse como un niño en los brazos de Dios».[137]
142. Y dirigiéndose al abate Maurice Bellière, a propósito de un padre de familia, expresa: «No creo que el corazón de ese padre afortunado pueda resistirse a la confianza filial de su hijo, cuya sinceridad y amor conoce. Sin embargo, no ignora que su hijo volverá a caer más de una vez en las mismas faltas, pero está dispuesto a perdonarle siempre si su hijo le vuelve a ganar una y otra vez por el corazón».[138]
RESONANCIAS EN LA COMPAÑÍA DE JESÚS
143. Hemos visto cómo san Claudio de La Colombière unía la experiencia espiritual de santa Margarita con la propuesta de los Ejercicios espirituales. Considero que el lugar del Sagrado Corazón en la historia de la Compañía de Jesús merece unas breves palabras.
144. La espiritualidad de la Compañía de Jesús siempre propuso un «conocimiento interno del Señor […] para que más le ame y le siga».[139] San Ignacio nos invita en sus Ejercicios espirituales a situarnos frente al Evangelio, que nos narra que Jesús «herido con la lanza su costado, manó agua y sangre».[140] Cuando el ejercitante queda frente al costado herido de Cristo, Ignacio le propone entrar en el Corazón de Cristo. Este es un camino para madurar el propio corazón de la mano de un “maestro de los afectos”, según la expresión que san Pedro Fabro usaba en una de sus cartas a san Ignacio.[141] Lo menciona también el jesuita Juan Alfonso de Polanco, en su biografía de san Ignacio, en la cual reconocía que «[el cardenal Contarini] había encontrado al Padre Ignacio como un maestro de los afectos».[142] Los coloquios que san Ignacio propone son parte esencial de esta educación del corazón, porque sentimos y gustamos con el corazón un mensaje del Evangelio y lo conversamos con el Señor. San Ignacio dice que podemos comunicarle nuestras cosas al Señor y pedirle consejo acerca de ellas. Cualquier ejercitante puede reconocer que en los Ejercicios hay un diálogo de corazón a corazón.
145. San Ignacio finaliza las contemplaciones al pie del Crucificado, invitando al ejercitante a dirigirse con mucho afecto al Señor crucificado y a preguntarle «como un amigo habla a otro, o un siervo a su señor» qué debería hacer por él.[143] El itinerario de los Ejercicios culmina en la “Contemplación para alcanzar Amor”, de la que brota el agradecimiento y la ofrenda de “la memoria, el entendimiento y la voluntad” al Corazón que es fuente y origen de todo bien.[144] Tal conocimiento interior del Señor no se construye con nuestras luces y esfuerzos, se pide como don.
146. Esta misma experiencia está detrás de una larga cadena de sacerdotes jesuitas que se han referido explícitamente al Corazón de Jesús, como san Francisco de Borja, san Pedro Fabro, san Alonso Rodríguez, el padre Álvarez de Paz, el padre Vicente Caraffa, el padre Kasper Drużbicki y tantos otros. En 1883 los jesuitas declararon «que la Compañía de Jesús acepta y recibe con un espíritu desbordante de gozo y de gratitud, la suavísima carga que le ha confiado nuestro Señor Jesucristo de practicar, promover y propagar la devoción a su divinísimo Corazón».[145] En diciembre de 1871 el padre Pieter Jan Beckx consagró la Compañía al Sagrado Corazón de Jesús y, como señal de que seguía siendo parte actual de la vida de la Compañía, el padre Pedro Arrupe lo hizo nuevamente en 1972, con una convicción que se expresa en estas palabras: «Quiero decir a la Compañía algo que juzgo no debo callar. Desde mi noviciado, siempre he estado convencido de que en la llamada “Devoción al Sagrado Corazón” está encerrada una expresión simbólica de lo más profundo del espíritu ignaciano y una extraordinaria eficacia —ultra quam speraverint— tanto para la perfección propia como para la fecundidad apostólica. Ese convencimiento lo poseo aún. […] En esta devoción tengo una de las fuentes más entrañables de mi vida interior».[146]
147. Cuando san Juan Pablo II invitó «a todos los miembros de la Compañía a que promuevan con mayor celo aún esta devoción que corresponde más que nunca a las esperanzas de nuestro tiempo» lo hizo porque reconocía los íntimos lazos que hay entre la devoción al Corazón de Cristo y la espiritualidad ignaciana, ya que el deseo de «conocer íntimamente al Señor» y de «mantener un diálogo» con él, corazón a corazón, «es característico, gracias a los ejercicios espirituales, del dinamismo espiritual y apostólico ignaciano, todo él al servicio del amor del Corazón de Dios».[147]
UNA LARGA CORRIENTE DE VIDA INTERIOR
148. La devoción al Corazón de Cristo reaparece en el camino espiritual de muchos santos muy diferentes entre sí y en cada uno de ellos esta devoción adquiere nuevos aspectos. San Vicente de Paúl, por dar un ejemplo, decía que lo que Dios quiere es el corazón: «Dios pide principalmente el corazón, el corazón, que es lo principal. ¿De dónde viene que uno que carezca de bienes merezca más que el que teniendo grandes posesiones, renuncia a ellas? De que el que no tiene nada, va con más afecto; y eso es lo que Dios quiere especialmente».[148] Esto implica aceptar que el propio corazón se una al de Cristo: «Una hermana que hace todo lo que puede para poner su corazón en disposición de unirse al de Nuestro Señor […] ¡cuántas bendiciones puede esperar de Dios!».[149]
149. A veces tenemos la tentación de considerar este misterio de amor como un admirable hecho del pasado, como una bella espiritualidad de otros tiempos, y necesitamos recordar una y otra vez, como decía un santo misionero, que «este Corazón divino, que toleró ser atravesado por una lanza enemiga para derramar por esa sagrada abertura los Sacramentos con los que se formó la Iglesia, de ningún modo ha dejado de amar».[150] Otros santos más recientes como san Pío de Pietrelcina, santa Teresa de Calcuta y tantos más, hablan con sentida devoción sobre el Corazón de Cristo. Pero quisiera recordar también las experiencias de santa Faustina Kowalska que reproponen la devoción al Corazón de Cristo con un fuerte acento en la vida gloriosa del Resucitado y en la misericordia divina. De hecho, motivado por estas vivencias de la santa y bebiendo de la herencia espiritual del santo obispo Józef Sebastian Pelczar (1842-1924),[151] san Juan Pablo II conectaba íntimamente su reflexión sobre la misericordia con la devoción al Corazón de Cristo: «La Iglesia parece profesar de manera particular la misericordia de Dios y venerarla dirigiéndose al Corazón de Cristo. En efecto, precisamente el acercarnos a Cristo en el misterio de su corazón, nos permite detenernos en este punto […] de la revelación del amor misericordioso del Padre, que ha constituido el núcleo central de la misión mesiánica del Hijo del Hombre».[152] El mismo san Juan Pablo II, refiriéndose al Sagrado Corazón, reconoció de una manera muy personal: «Él me ha hablado desde mi juventud».[153]
150. La actualidad de la devoción al Corazón de Cristo se advierte particularmente en la acción evangelizadora y educativa de numerosas congregaciones religiosas femeninas y masculinas que han sido marcadas desde sus orígenes por esta experiencia espiritual cristológica. Mencionarlas a todas sería una tarea interminable. Veamos sólo dos ejemplos tomados al azar: «El Fundador [san Daniel Comboni] ha encontrado en el misterio del Corazón de Jesús la fuerza para su compromiso misionero».[154] «Impulsadas por el amor del Corazón de Jesús, buscamos el crecimiento de las personas en su dignidad humana y como hijos e hijas de Dios, a partir del evangelio y de sus exigencias de amor, de perdón, de justicia y de solidaridad con los pobres y marginados».[155] Del mismo modo, los santuarios consagrados al Corazón de Cristo, esparcidos por el mundo, son un cautivante manantial de espiritualidad y de fervor. A todos los que de alguna manera participan de estos espacios de fe y caridad les hago llegar mi paternal bendición.
LA DEVOCIÓN DEL CONSUELO
151. La herida del costado, de donde brota el agua viva, sigue abierta en el Resucitado. Esa gran herida producida por la lanza, y las llagas de la corona de espinas que suelen aparecer en las representaciones del Sagrado Corazón, son inseparables de esta devoción. Porque en ella se contempla el amor de Jesucristo que fue capaz de entregarse hasta el fin. El corazón del Resucitado mantiene estas señales de la entrega total que implicó un intenso sufrimiento por nosotros. Por eso resulta de algún modo inevitable que el creyente desee reaccionar, no solamente frente a ese gran amor, sino también ante el dolor que Cristo aceptó soportar por tanto amor.
Con Él en la Cruz
152. Vale la pena rescatar esa expresión de la experiencia espiritual desarrollada en torno al Corazón de Cristo: el deseo interior de darle un consuelo. No trataré ahora la práctica de la “reparación”, que considero mejor situada en el contexto de la dimensión social de esta devoción, por lo cual la desarrollaré en el próximo capítulo. Ahora sólo quisiera concentrarme en ese deseo que muchas veces brota en el corazón del creyente enamorado cuando contempla el misterio de la pasión de Cristo y la vive como un misterio que no sólo se recuerda, sino que por la gracia se vuelve presente, o mejor, nos lleva a nosotros a estar místicamente presentes en ese momento redentor. Si el Amado es el más importante, entonces, ¿cómo no querer consolarle?
153. El Papa Pío XI intentó fundamentarlo invitándonos a reconocer que el misterio de la redención por la pasión de Cristo salta por la gracia de Dios todas las distancias del tiempo y del espacio, de modo que si él en la Cruz se entregaba también por los pecados futuros, los nuestros, de la misma manera nuestros actos ofrecidos hoy para su consuelo, traspasando los tiempos, llegaron a su Corazón herido: «Que si a causa también de nuestros pecados futuros, pero previstos, el alma de Cristo Jesús estuvo triste hasta la muerte, sin duda algún consuelo recibiría de nuestra reparación también futura, pero prevista, cuando el ángel del cielo (Lc 22,43) se le apareció para consolar su Corazón oprimido de tristeza y angustias. Así, aún podemos y debemos consolar aquel Corazón sacratísimo, incesantemente ofendido por los pecados y la ingratitud de los hombres, por este modo admirable, pero verdadero».[156]
Las razones del corazón
154. Puede parecer que esta expresión de la devoción no tiene suficiente sustento teológico, sin embargo, el corazón tiene sus razones. El sensus fidelium intuye que aquí hay algo misterioso más allá de nuestra lógica humana, y que la pasión de Cristo no es un mero hecho del pasado: podemos participar en ella desde la fe. Meditar la entrega de Cristo en la cruz, para la piedad de los fieles es algo mayor que un mero recuerdo. Esta convicción está sólidamente fundada en la teología.[157] A esto se une la conciencia del propio pecado, que él cargó sobre sus hombros heridos, y de la propia inadecuación frente a tanto amor, que siempre nos sobrepasa infinitamente.
155. De todos modos, nos preguntamos cómo es posible relacionarnos con el Cristo vivo, resucitado, plenamente feliz, y al mismo tiempo consolarlo en la pasión. Consideremos el hecho de que el Corazón resucitado conserva su herida como memoria constante, y que la acción de la gracia provoca una experiencia que no se contiene enteramente en el instante cronológico. Estas dos convicciones nos permiten admitir que estamos ante una vía mística que supera los intentos de la razón y expresa lo que la misma Palabra de Dios nos sugiere. «Mas —escribe el Papa Pío XI—, ¿cómo podrán estos actos de reparación consolar a Cristo, que dichosamente reina en los cielos? Respondemos con palabras de San Agustín: “Dame un corazón que ame y sentirá lo que digo”. Un alma de veras amante de Dios, si mira al tiempo pasado, ve a Jesucristo trabajando, doliente, sufriendo durísimas penas “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”, tristeza, angustias, oprobios, “quebrantado por nuestras culpas” (Is 53,5) y sanándonos con sus llagas. De todo lo cual tanto más hondamente se penetran las almas piadosas cuanto más claro ven que los pecados de los hombres en cualquier tiempo cometidos fueron causa de que el Hijo de Dios se entregase a la muerte».[158]
156. Esta enseñanza de Pío XI merece ser tenida en cuenta. Pues cuando la Escritura sostiene que los creyentes que no viven de acuerdo con su fe «por su cuenta vuelven a crucificar al Hijo de Dios» (Hb 6,6), o que cuando soporto padecimientos por los demás «completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo» (Col 1,24), o que Cristo en su pasión oró no solamente por sus discípulos de entonces sino «por los que, gracias a su palabra, creerán» (Jn 17,20) en él, está diciendo algo que rompe nuestros esquemas limitados. Nos muestra que no es posible establecer un antes y un después sin conexión alguna, aunque nuestro pensamiento no sepa cómo explicarlo. El Evangelio, en sus distintos aspectos, no es sólo para reflexionarlo o recordarlo, sino para vivirlo, tanto en las obras de amor como en la experiencia interior, y esto vale sobre todo para el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. Las separaciones temporales que nuestra mente utiliza no parecen contener la verdad de esta experiencia creyente donde se funden la unión con Cristo sufriente y a la vez la potencia, el consuelo y la amistad que gozamos con el Resucitado.
157. Vemos ahora la unidad del Misterio pascual en sus dos aspectos inseparables que se iluminan entre sí. Ese único Misterio que se hace presente por la gracia en sus dos dimensiones, hace que al mismo tiempo que intentamos ofrecer algo a Cristo para su consuelo, nuestros propios sufrimientos se ven iluminados y transfigurados por la luz pascual del amor. Lo que sucede es que nosotros participamos de ese Misterio en nuestra vida concreta, porque antes Cristo mismo quiso participar de nuestra vida, quiso vivir anticipadamente como cabeza lo que viviría su cuerpo eclesial, tanto en las heridas como en los consuelos. Cuando vivimos en gracia de Dios, esta mutua participación se nos vuelve experiencia espiritual. En definitiva, es el Resucitado quien, con la acción de su gracia, hace posible que nos unamos misteriosamente a su pasión. Lo saben los corazones creyentes que viven el gozo de la resurrección, pero simultáneamente desean participar en el destino de su Señor. Están dispuestos a esa participación con los sufrimientos, los cansancios, las desilusiones y los temores que son parte de su vida. No viven tal Misterio en soledad, ya que estas llagas son igualmente participación en el destino del cuerpo místico de Cristo que camina en el santo pueblo de Dios y que lleva en sí el destino de Cristo en cada tiempo y lugar de la historia. La devoción del consuelo no es ahistórica o abstracta, se hace carne y sangre en el camino de la Iglesia.
La compunción
158. El inevitable deseo de consolar a Cristo, que parte del dolor de contemplar lo que sufrió por nosotros, se alimenta también en el reconocimiento sincero de nuestras esclavitudes, los apegos, las faltas de alegría en la fe, las búsquedas vanas, y, más allá de los pecados concretos, la no correspondencia del corazón a su amor y a su proyecto. Es una experiencia que nos purifica, porque el amor necesita la purificación de las lágrimas que al final nos dejan más sed de Dios y menos obsesión por nosotros mismos.
159. Así vemos que más hondo se vuelve el deseo de consolar al Señor mientras más se profundiza la compunción del corazón creyente, que «no es un sentimiento de culpa que nos tumba por tierra, no es el escrúpulo que paraliza, sino que es un aguijón benéfico que quema por dentro y cura, porque el corazón, cuando ve el propio mal y se reconoce pecador, se abre, acoge la acción del Espíritu Santo, agua viva que lo sacude haciendo correr las lágrimas sobre el rostro. […] No se trata de sentir lástima de uno mismo, como frecuentemente nos vemos tentados a hacer. […] Tener lágrimas de compunción, en cambio, es arrepentirse seriamente de haber entristecido a Dios con el pecado; es reconocer estar siempre en deuda y no ser nunca acreedores […]. Como una gota excava la piedra, así las lágrimas excavan lentamente los corazones endurecidos. Se asiste de esta manera al milagro de la tristeza, de la buena tristeza que lleva a la dulzura. […] La compunción no es el fruto de nuestro trabajo, sino que es una gracia y como tal ha de pedirse en la oración».[159] Es «demandar […] dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí».[160]
160. Por consiguiente, ruego que nadie se burle de las expresiones de fervor creyente del santo pueblo fiel de Dios, que en su piedad popular intenta consolar a Cristo. E invito a cada uno a preguntarse si no hay más racionalidad, más verdad y más sabiduría en ciertas manifestaciones de ese amor que busca consolar al Señor que en los fríos, distantes, calculados y mínimos actos de amor de los que somos capaces aquellos que pretendemos poseer una fe más reflexiva, cultivada y madura.
Consolados para consolar
161. En esta contemplación del Corazón de Cristo entregado hasta el extremo somos consolados nosotros. El dolor que sentimos en el corazón abre paso a la confianza plena y finalmente lo que queda es gratitud, ternura, paz; queda su amor reinando en nuestra vida. La compunción «no provoca angustia, sino que aligera el alma de las cargas, porque actúa en la herida del pecado, disponiéndonos a recibir precisamente allí la caricia del Señor».[161] Y nuestro dolor se une al dolor de Cristo en la cruz, pues cuando decimos que la gracia nos permite saltar todas las distancias, esto significa además que Cristo, cuando sufría, se unía a todos los sufrimientos de sus discípulos a lo largo de la historia. De ese modo, si sufrimos, podemos vivir el consuelo interior de saber que el mismo Cristo sufre con nosotros. Deseando consolarle, salimos consolados.
162. Pero en algún momento de esta contemplación del corazón creyente, debe resonar aquel dramático reclamo del Señor: «¡Consuelen, consuelen a mi pueblo!» (Is 40,1). Y nos vienen a la memoria las palabras de san Pablo, que nos recuerda que Dios nos consuela «para que nosotros podamos dar a los que sufren el mismo consuelo que recibimos de Dios» (2 Co 1,4).
163. Esto nos invita ahora a tratar de ahondar en la dimensión comunitaria, social y misionera de toda auténtica devoción al Corazón de Cristo. Porque al mismo tiempo que el Corazón de Cristo nos lleva al Padre, nos envía a los hermanos. En los frutos de servicio, fraternidad y misión que el Corazón de Cristo produce a través de nosotros se cumple la voluntad del Padre. De este modo se cierra el círculo: «La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante» (Jn 15,8).
V.
AMOR POR AMOR
164. En las experiencias espirituales de santa Margarita María, junto a la ardiente declaración de amor de Jesucristo, encontramos también una resonancia interior que interpela a dar la vida. Sabernos amados y depositar toda la confianza en ese amor no significa anular todas nuestras capacidades de entrega, no implica renunciar al imparable deseo de dar alguna respuesta desde nuestras pequeñas y limitadas capacidades.
UN LAMENTO Y UN PEDIDO
165. A partir de la segunda gran manifestación a santa Margarita, Jesús expresa el dolor porque su gran amor a los hombres no recibe a cambio «por procurar su bien, sino frialdad y repulsas […] ingratitudes y desprecios. Esto —dice el Señor— me es mucho más sensible, que cuanto he sufrido en mi pasión».[162]
166. Jesús habla de su sed de ser amado, nos muestra que no es indiferente a su Corazón la reacción que nosotros tengamos ante su deseo: «Tengo sed, pero una sed tan ardiente de ser amado de los hombres en el Santísimo Sacramento, que esta sed me consume; y no hallo nadie que se esfuerce, según mi deseo, en apagármela, correspondiendo de alguna manera a mi amor».[163] El pedido de Jesús es amor. Cuando el corazón creyente lo descubre, la respuesta que brota espontáneamente no consiste en una pesada búsqueda de sacrificios o en el mero cumplimiento de un pesado deber, es cuestión de amor: «Recibí de Dios gracias excesivas de su amor, y sintiéndome movida del deseo de corresponderle en algo y rendirle amor por amor».[164] Así enseña León XIII, escribiendo que, mediante la imagen del Sagrado Corazón, la caridad de Cristo «nos incita a devolverle amor por amor».[165]
PROLONGAR SU AMOR EN LOS HERMANOS
167. Necesitamos volver a la Palabra de Dios para reconocer que la mejor respuesta al amor de su Corazón es el amor a los hermanos, no hay mayor gesto que podamos ofrecerle para devolver amor por amor. La Palabra de Dios lo dice con total claridad:
«Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40).
«Toda la Ley está resumida plenamente en este precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Ga 5,14).
«Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la Vida, porque amamos a nuestros hermanos. El que no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14).
«¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?» (1 Jn 4,20).
168. El amor a los hermanos no se fabrica, no es resultado de nuestro esfuerzo natural, sino que requiere una transformación de nuestro corazón egoísta. Entonces nace de una forma espontánea la célebre súplica: “Jesús, haz nuestro corazón semejante al tuyo”. Por esta misma razón, la invitación de san Pablo no era: “esfuércense por hacer obras buenas”. Su invitación era más precisamente: «Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,5).
169. Es bueno recordar que en el Imperio romano muchas personas pobres, forasteros y tantos otros descartados, encontraban en los cristianos respeto, cariño y cuidado. Esto explica el razonamiento del emperador apóstata Juliano, quien se preguntaba por qué los cristianos eran tan respetados y seguidos, y consideraba que una de las razones era su tarea de asistencia a los pobres y a los forasteros, dado que el Imperio los ignoraba y despreciaba. Para este emperador era intolerable que sus pobres no recibiesen ayuda de parte suya, mientras los odiados cristianos «alimentan a los suyos, y además a los nuestros».[166] En la carta se detiene especialmente en la orden de crear instituciones de beneficencia para competir con los cristianos y atraer el respeto de la sociedad: «Abre en todas las ciudades numerosos alberges, para que los extranjeros puedan gozar de nuestra humanidad […]. Acostumbra a los helenos a los actos de beneficencia».[167] Pero no logró su objetivo, seguramente porque detrás de estas obras no había algo semejante al amor cristiano que permitía reconocer a cada persona una dignidad única.
170. Identificándose con los más pequeños de la sociedad (cf. Mt 25,31-46), «Jesús aportó la gran novedad del reconocimiento de la dignidad de toda persona, y también, y sobre todo, de aquellas personas que eran calificadas de “indignas”. Este nuevo principio de la historia humana, por el que el ser humano es más “digno” de respeto y amor cuanto más débil, miserable y sufriente, hasta el punto de perder la propia “figura” humana, ha cambiado la faz del mundo, dando lugar a instituciones que se ocupan de personas en condiciones inhumanas: los neonatos abandonados, los huérfanos, los ancianos en soledad, los enfermos mentales, personas con enfermedades incurables o graves malformaciones y aquellos que viven en la calle».[168]
171. Aun desde el punto de vista de la herida de su Corazón, la mirada dirigida al Señor, que «tomó nuestras debilidades y cargó sobre sí nuestras enfermedades» (Mt 8,17), nos ayuda a prestar más atención al sufrimiento y a las carencias de los demás, nos hace fuertes para participar en su obra de liberación, como instrumentos para la difusión de su amor.[169] Si contemplamos la entrega de Cristo por todos, se nos vuelve inevitable preguntarnos por qué no somos capaces de dar la vida por los demás: «En esto hemos conocido el amor: en que él entregó su vida por nosotros. Por eso, también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos» (1 Jn 3,16).
ALGUNAS RESONANCIAS EN LA HISTORIA DE LA ESPIRITUALIDAD
172. Esta unión entre la devoción al Corazón de Jesús y el compromiso con los hermanos atraviesa la historia de la espiritualidad cristiana. Veamos algunos ejemplos.
Ser una fuente para los demás
173. A partir de Orígenes, varios Padres de la Iglesia interpretaron el texto de Juan 7,38 —«de su seno brotarán manantiales de agua viva»— como referido al mismo creyente, aunque es la consecuencia de que él mismo ha bebido de Cristo. De este modo la unión con Cristo no se orienta sólo a saciar la propia sed sino a convertirnos en una fuente de agua fresca para los demás. Decía Orígenes que Cristo cumple su promesa haciendo brotar de nosotros corrientes de agua: «El alma del ser humano, que es a imagen de Dios, puede contener en sí y producir de sí pozos, fuentes y ríos».[170]
174. San Ambrosio recomendaba beber de Cristo «para que abunde en ti la fuente de agua que salta a la vida eterna».[171] Y Mario Victorino sostenía que el Espíritu Santo se dona con tal abundancia que «quien lo recibe se convierte en un seno que derrama ríos de agua viviente».[172] San Agustín decía que este río que brota del creyente es la benevolencia.[173] Santo Tomás de Aquino reafirmaba esta idea sosteniendo que cuando alguien «se apresura a comunicar a otros diversos dones de la gracia que recibió de Dios, agua viva fluye de su seno».[174]
175. Porque, si bien «el sacrificio de la cruz, ofrecido con corazón amante y obediente, presenta una satisfacción sobreabundante e infinita por los pecados del género humano»,[175] la Iglesia, que nace del Corazón de Cristo, prolonga y comunica en todos los tiempos y en todas partes los efectos de esa única pasión redentora, que orientan a las personas a la unión directa con el Señor.
176. En el seno de la Iglesia, la mediación de María, intercesora y madre, sólo se entiende «como una participación de esta única fuente que es la mediación de Cristo mismo»,[176] el único Redentor, y «la Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María».[177] La devoción al corazón de María no pretende debilitar la única adoración debida al Corazón de Cristo, sino estimularla: «La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder».[178] Gracias al inmenso manantial que mana del costado abierto de Cristo, la Iglesia, María y todos los creyentes, de diferentes maneras, se convierten en canales de agua viva. Así Cristo mismo despliega su gloria en nuestra pequeñez.
Fraternidad y mística
177. San Bernardo, al mismo tiempo que invitaba a la unión con el Corazón de Cristo, aprovechaba la riqueza de esta devoción para proponer un cambio de vida fundado en el amor. Él creía que era posible una transformación de la afectividad, esclavizada por los placeres, que no se libera por la obediencia ciega a un mandato sino en una respuesta a la dulzura del amor de Cristo. El mal se supera con el bien, el mal se vence con el crecimiento del amor: «Ama, pues, al Señor, tu Dios, con el afecto de un corazón lleno y entero; ámale con toda la sabiduría y vigilancia de la razón; ámale con todas las fuerzas del espíritu, de suerte que no temas ni siquiera el morir por amor suyo […]. Sea el Señor Jesús para tu afecto un objeto de dulzura, a fin de destruir la dulzura criminal de los placeres de la vida carnal: una dulzura supere a la otra, como un clavo expulsa a otro clavo».[179]
178. San Francisco de Sales se dejaba iluminar especialmente por el pedido de Jesús: «Aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón» (Mt 11,29). De este modo, decía, en las cosas más simples y ordinarias le robamos el corazón al Señor: «Hay que tener cuidado de servirle en cosas grandes y altas y en pequeñas y abyectas, pues con unas y con otras podemos arrebatarle el corazón mediante el amor. […] Tantos leves detalles de caridad ordinarios, ese dolor de cabeza o de muelas, una indisposición, la palabra desabrida del marido o de la esposa, la rotura de un cristal, un desprecio o una burla, la pérdida de los guantes, de un anillo, de un pañuelo, la insignificante molestia que supone ir a acostarse temprano o levantarse al alba para hacer oración antes de comulgar, la vergüenza que se siente al cumplir con ciertos deberes de piedad públicamente; en una palabra, todos los sufrimientos recibidos y practicados con amor agradan mucho a la Bondad Divina».[180] Pero, en definitiva, la clave de nuestra respuesta al amor del Corazón de Cristo es el amor al prójimo: «un amor firme, constante, invariable, que, no deteniéndose en nimiedades, ni en las cualidades o condiciones de las personas, no está sujeto a cambios ni a las animadversiones […]. Nuestro Señor nos ama sin interrupción […], soporta tanto nuestros defectos como nuestras imperfecciones; […] es pues preciso que hagamos lo mismo con respecto a nuestros hermanos, no cansándonos nunca de soportarlos».[181]
179. San Carlos de Foucauld quería imitar a Jesucristo, vivir como él, actuar como él actuaba, hacer siempre lo que Jesús habría hecho en su lugar. Para que este objetivo se cumpliera en plenitud, necesitaba conformarse con los sentimientos del Corazón de Cristo. Así aparecía una vez más la expresión “amor por amor”, cuando decía: «Deseo de sufrimientos, para devolverle amor por amor, para imitarle, […] para compartir su obra, ofrecerme a Él todo, la nada que yo soy, en sacrificio, en víctima, por la santificación de los hombres».[182] El deseo de llevar el amor de Jesús, su tarea misionera entre los más pobres y olvidados de la tierra, le llevó a tomar por divisa Iesus Caritas, con el símbolo del Corazón de Cristo con una cruz clavada.[183] No era una decisión superficial: «Con todas mis fuerzas trato de mostrar y de probar a estos pobres hermanos extraviados que nuestra religión es toda caridad, toda fraternidad, que su emblema es un corazón».[184] Y él quería establecerse con otros hermanos «en Marruecos en el nombre del corazón de Jesús».[185] De este modo, su tarea evangelizadora sería una irradiación: «La caridad ha de irradiar de las fraternidades, como irradia del corazón de Jesús».[186] Este deseo lo convirtió poco a poco en un hermano universal, porque, dejándose modelar por el Corazón de Cristo, quería albergar a la totalidad de la humanidad doliente en su corazón fraterno: «Nuestro corazón, como el de la Iglesia, como el de Jesús, ha de abrazar a todos los hombres».[187] «El amor del corazón de Jesús para con los hombres, el amor que muestra en su pasión, ése es el que nosotros hemos de tener para con todos los humanos».[188]
180. El abate Henri Huvelin, director espiritual de san Carlos de Foucauld, decía que «cuando nuestro Señor vive en un corazón, le da estos sentimientos, y este corazón se abaja hacia los pequeños. Tal fue la disposición del corazón de un Vicente de Paúl [...]. Cuando nuestro Señor vive en un alma de sacerdote lo inclina hacia los pobres».[189] Es importante advertir cómo esta entrega de san Vicente, que describe el padre Huvelin, también estaba alimentada por la devoción al Corazón de Cristo. Vicente exhortaba a «tomar del corazón de Nuestro Señor algunas palabras de consuelo»[190] para el pobre enfermo. Para que esto sea real supone que el propio corazón haya sido transformado por el amor y la mansedumbre del Corazón de Cristo, y san Vicente repetía mucho esta convicción en sus sermones y consejos, hasta el punto de convertirse en un aspecto destacable de las Constituciones de su Congregación: «Todos pondrán también sumo empeño en aprender esta lección que nos enseñó Jesucristo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”; teniendo en cuenta que, según Él mismo lo dice, con la mansedumbre se posee la tierra, porque con la práctica de esta virtud se ganan los corazones de los hombres para convertirlos a Dios, lo cual no pueden conseguir los que se portan con el prójimo de una manera dura y áspera».[191]
LA REPARACIÓN: CONSTRUIR SOBRE LAS RUINAS
181. Todo lo dicho nos permite comprender, a la luz de la Palabra de Dios, cuál es el sentido que debemos dar a la “reparación” que se ofrece al Corazón de Cristo, qué es lo que realmente el Señor espera que reparemos con la ayuda de su gracia. Se ha discutido mucho al respecto, pero san Juan Pablo II ha ofrecido una respuesta clara para orientarnos a los cristianos de hoy hacia un espíritu de reparación en mayor sintonía con el Evangelio.
Sentido social de la reparación al Corazón de Cristo
182. San Juan Pablo II explicó que, entregándonos junto al Corazón de Cristo, «sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia, se podrá construir la tan deseada civilización del amor, el reino del Corazón de Cristo»; esto ciertamente implica que seamos capaces de «unir el amor filial hacia Dios con el amor al prójimo»; pues bien, «esta es la verdadera reparación pedida por el Corazón del Salvador».[192] Junto con Cristo, sobre las ruinas que nosotros dejamos en este mundo con nuestro pecado, se nos llama a construir una nueva civilización del amor. Eso es reparar como lo espera de nosotros el Corazón de Cristo. En medio del desastre que ha dejado el mal, el Corazón de Cristo ha querido necesitar nuestra colaboración para reconstruir el bien y la belleza.
183. Es cierto que todo pecado daña a la Iglesia y a la sociedad, por lo que «se puede atribuir a cada pecado el carácter de pecado social», aunque esto vale sobre todo para algunos pecados que «constituyen, por su mismo objeto, una agresión directa contra el prójimo».[193] San Juan Pablo II explicaba que la repetición de estos pecados contra los demás muchas veces termina consolidando una “estructura de pecado” que llega a afectar el desarrollo de los pueblos.[194] Muchas veces esto se inserta en una mentalidad dominante que considera normal o racional lo que no es más que egoísmo e indiferencia. Este fenómeno se puede definir “alienación social”: «Está alienada una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y de consumo, hace más difícil la realización de esta donación y la formación de esta solidaridad interhumana».[195] No es sólo una norma moral lo que nos mueve a resistir ante estas estructuras sociales alienadas, desnudarlas y propiciar un dinamismo social que restaure y construya el bien, sino que es la misma «conversión del corazón» la que «impone la obligación»[196] de reparar esas estructuras. Es nuestra respuesta al Corazón amante de Jesucristo que nos enseña a amar.
184. Precisamente porque la reparación evangélica posee este fuerte sentido social, nuestros actos de amor, de servicio, de reconciliación, para que sean eficazmente reparadores, requieren que Cristo los impulse, los motive, los haga posibles. Decía también san Juan Pablo II que «para construir la civilización del amor» la humanidad actual tiene necesidad del Corazón de Cristo.[197] La reparación cristiana no se puede entender sólo como un conjunto de obras externas, que son indispensables y a veces admirables. Esta exige una mística, un alma, un sentido que le otorgue fuerza, empuje, creatividad incansable. Necesita la vida, el fuego y la luz que proceden del Corazón de Cristo.
Reparar los corazones heridos
185. Por otra parte, tampoco le basta al mundo, ni al Corazón de Cristo, una reparación meramente externa. Si cada uno piensa en sus propios pecados y en sus consecuencias en los demás, descubrirá que reparar el daño hecho a este mundo implica además el deseo de reparar los corazones lastimados, allí donde se produjo el daño más profundo, la herida más dolorosa.
186. Un espíritu de reparación «nos invita a esperar que toda herida pueda sanar, aunque sea profunda. La reparación completa parece a veces imposible, cuando las posesiones o los seres queridos se pierden permanentemente, o cuando determinadas situaciones se han vuelto irreversibles. Pero la intención de reparar y de hacerlo concretamente es esencial para el proceso de reconciliación y el retorno de la paz al corazón».[198]
La belleza de pedir perdón
187. No basta la buena intención, es indispensable un dinamismo interior de deseo que provoque consecuencias externas. En definitiva «la reparación, para ser cristiana, para tocar el corazón de la persona ofendida y no ser un simple acto de justicia conmutativa, presupone dos actitudes exigentes: reconocerse culpable y pedir perdón [...]. Es de este reconocimiento honesto del daño causado al hermano, y del sentimiento profundo y sincero de que el amor ha sido herido, que nace el deseo de reparar».[199]
188. No se debe pensar que el reconocimiento del propio pecado ante los demás es algo degradante o dañino para nuestra dignidad humana. Al contrario, es dejar de mentirse a sí mismo, es reconocer la propia historia tal cual es, marcada por el pecado, especialmente cuando hemos hecho daño a los hermanos: «Acusarse a sí mismo es parte de la sabiduría cristiana. […] Esto le gusta al Señor, porque el Señor recibe el corazón contrito».[200]
189. Parte de este espíritu de reparación es el hábito de pedir perdón a los hermanos, que hace presente una enorme nobleza en medio de nuestra fragilidad. Pedir perdón es un modo de sanar las relaciones porque «reabre el diálogo y demuestra el deseo de restablecer el vínculo en la caridad fraterna [...], toca el corazón del hermano, lo consuela y le inspira la aceptación del perdón solicitado. Así, si lo irreparable no puede repararse del todo, el amor siempre puede renacer, haciendo soportable la herida».[201]
190. Un corazón capaz de compungirse puede crecer en la fraternidad y la solidaridad, porque «quien no llora retrocede, envejece por dentro, mientras que quien alcanza una oración más sencilla e íntima, hecha de adoración y conmoción ante Dios, madura. Se liga menos a sí mismo y más a Cristo, y se hace pobre de espíritu. De ese modo se siente más cercano a los pobres, los predilectos de Dios».[202] Por consiguiente, brota un auténtico espíritu de reparación, ya que «quien se compunge de corazón se siente más hermano de todos los pecadores del mundo, se siente más hermano sin un atisbo de superioridad o de aspereza de juicio, sino siempre con el deseo de amar y reparar».[203] Esta solidaridad que genera la compunción al mismo tiempo hace posible la reconciliación. La persona que es capaz de compungirse, «en vez de enfadarse o escandalizarse por el mal que cometen los hermanos, llora por sus pecados. No se escandaliza. Se realiza entonces una especie de vuelco, donde la tendencia natural a ser indulgentes consigo mismo e inflexibles con los demás se invierte y, por gracia de Dios, uno se vuelve severo consigo mismo y misericordioso con los demás».[204]
LA REPARACIÓN: UNA PROLONGACIÓN PARA EL CORAZÓN DE CRISTO
191. Hay otro modo complementario de entender la reparación, que nos permite colocarla en una relación aún más directa con el Corazón de Cristo, sin excluir de esa reparación el compromiso concreto con los hermanos del cual hemos hablado.
192. En otro contexto he afirmado que Dios «de algún modo, quiso limitarse a sí mismo» y «muchas cosas que nosotros consideramos males, peligros o fuentes de sufrimiento, en realidad son parte de los dolores de parto que nos estimulan a colaborar con el Creador».[205] Nuestra cooperación puede permitir que el poder y el amor de Dios se difundan en nuestras vidas y en el mundo, y el rechazo o la indiferencia pueden impedirlo. Algunas expresiones bíblicas lo manifiestan metafóricamente, como cuando el Señor reclama: «Si quieres volver, Israel […] vuélvete a mí» (Jr 4,1). O cuando dice, frente a los rechazos de su pueblo: «Mi corazón se subleva contra mí y se enciende toda mi ternura» (Os 11,8).
193. Aunque no sea posible hablar de un nuevo sufrimiento del Cristo glorioso, «el misterio pascual de Cristo […] y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente»[206]. De ese modo, podemos decir que él mismo ha aceptado limitar la gloria expansiva de su resurrección, contener la difusión de su inmenso y ardiente amor para dejar lugar a nuestra libre cooperación con su Corazón. Esto es tan real que nuestro rechazo lo detiene en ese impulso donativo, así como nuestra confianza y la ofrenda de nosotros mismos abre un espacio, ofrece un canal libre de obstáculos al derramamiento de su amor. Nuestro rechazo o nuestra indiferencia limitan los efectos de su poder y la fecundidad de su amor en nosotros. Si él no encuentra en mí confianza y apertura, su amor se ve privado —porque él mismo así lo ha querido— de su prolongación en mi vida que es única e irrepetible, y en el mundo donde él me llama a hacerlo presente. Esto no proviene de una fragilidad suya sino de su infinita libertad, de su paradójico poder y de la perfección de su amor por cada uno de nosotros. Cuando la omnipotencia de Dios se muestra en esa debilidad de nuestra libertad, «sólo la fe puede descubrirla».[207]
194. De hecho, santa Margarita María narró que, en una de las manifestaciones de Cristo, él le habló de su Corazón apasionado de amor por nosotros, que «no pudiendo ya contener en sí mismo las llamas de su caridad ardiente, le es preciso comunicarlas».[208] Puesto que el Señor, que todo lo puede, en su divina libertad ha querido necesitar de nosotros, la reparación se entiende como liberar los obstáculos que ponemos a la expansión del amor de Cristo en el mundo, con nuestras faltas de confianza, gratitud y entrega.
La ofrenda al Amor
195. Para reflexionar mejor sobre este misterio, nos ayuda nuevamente la luminosa espiritualidad de santa Teresa del Niño Jesús. Ella sabía que algunas personas habían desarrollado una forma extrema de reparación, con la buena voluntad de entregarse por los demás, que consistía en ofrecerse como una especie de “pararrayos” de manera que la justicia divina se realizara: «Pensaba en las almas que se ofrecen como víctimas a la justicia de Dios para desviar y atraer sobre sí mismas los castigos reservados a los culpables».[209] Pero, por más admirable que esa ofrenda pudiera parecer, a ella no le convencía demasiado: «Yo estaba lejos de sentirme inclinada a hacerla».[210] Esta insistencia en la justicia divina finalmente inducía a pensar que el sacrificio de Cristo era incompleto o parcialmente eficaz, o que su misericordia no era suficientemente intensa.
196. Con su intuición espiritual santa Teresa del Niño Jesús descubrió que hay otra forma de ofrendarse a sí mismo, donde no hay necesidad de saciar la justicia divina sino de permitir al amor infinito del Señor difundirse sin obstáculos: «¡Oh, Dios mío!, tu amor despreciado ¿tendrá que quedarse encerrado en tu corazón? Creo que si encontraras almas que se ofreciesen como víctimas de holocausto a tu amor, las consumirías rápidamente. Creo que te sentirías feliz si no tuvieses que reprimir las oleadas de infinita ternura que hay en ti».[211]
197. No hay nada que agregar al único sacrificio redentor de Cristo, pero es verdad que el rechazo de nuestra libertad no le permite al Corazón de Cristo dilatar en este mundo sus «oleadas de infinita ternura». Y esto es así porque el mismo Señor quiere respetar esta posibilidad. Eso, más que la justicia divina, es lo que inquietaba el corazón de santa Teresa del Niño Jesús, ya que para ella la justicia sólo se comprende a la luz del amor. Vimos que ella adoraba todas las perfecciones divinas a través de la misericordia, y así las veía transfiguradas, radiantes de amor. Decía: «Incluso la justicia (y quizás ésta más aún que todas las demás) me parece revestida de amor».[212]
198. Así nace su acto de ofrenda, no a la justicia divina, sino al Amor misericordioso: «Me ofrezco como víctima de holocausto a tu Amor misericordioso, y te suplico que me consumas sin cesar, haciendo que se desborden sobre mi alma las olas de ternura infinita que se encierran en ti, y que de esa manera llegue yo a ser mártir de tu amor, Dios mío».[213] Es importante advertir que no se trata sólo de permitir que el Corazón de Cristo extienda la belleza de su amor en el propio corazón, a través de una confianza total, sino también que a través de la propia vida llegue a los demás y transforme el mundo: «En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor […] ¡¡¡Así mi sueño se verá hecho realidad…!!!».[214] Los dos aspectos están inseparablemente unidos.
199. El Señor aceptó su ofrenda. Vemos que tiempo después ella misma expresó un intenso amor por los demás y sostuvo que procedía del Corazón de Cristo que se prolongaba a través de ella. Así, le decía a su hermana Leonia: «Te quiero mil veces más tiernamente de lo que se quieren las hermanas normales y corrientes, ya que yo puedo amarte con el Corazón de nuestro Esposo celestial».[215] Un tiempo después dijo a Maurice Bellière: «¡Cómo me gustaría hacerle comprender la ternura del Corazón de Jesús y lo que él espera de usted!».[216]
Integridad y armonía
200. Hermanas y hermanos, propongo que desarrollemos esta forma de reparación, que es, en definitiva, ofrendar al Corazón de Cristo una nueva posibilidad de difundir en este mundo las llamas de su ardiente ternura. Si es verdad que la reparación implica el deseo de «compensar las injurias de algún modo inferidas al Amor increado, si fue desdeñado con el olvido o ultrajado con la ofensa»[217], el camino más adecuado es que nuestro amor regale al Señor una posibilidad de expandirse por aquellas veces en que esto le fue rechazado o negado. Esto ocurre si se va más allá del mero “consuelo” a Cristo del cual hablamos en el capítulo anterior, y se convierte en actos de amor fraterno con los cuales curamos las heridas de la Iglesia y del mundo. De ese modo ofrecemos nuevas expresiones al poder restaurador del Corazón de Cristo.
201. Las renuncias y sufrimientos que exijan estos actos de amor al prójimo nos unen a la pasión de Cristo, y padeciendo con Cristo en «aquella crucifixión mística de que habla el Apóstol, tantos más abundantes frutos de propiciación y de expiación para nosotros y para los demás percibiremos».[218] Sólo Cristo salva con su entrega en la Cruz por nosotros, sólo él redime, porque hay «un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo, hombre él también, que se entregó a sí mismo para rescatar a todos» (1 Tm 2,5-6). La reparación que ofrecemos es una participación que aceptamos libremente en su amor redentor y en su único sacrificio. Así completamos en nuestra carne «lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24) y es el mismo Cristo quien prolonga a través de nosotros los efectos de su entrega total por amor.
202. Muchas veces los sufrimientos tienen que ver con el propio ego herido, pero es precisamente la humildad del Corazón de Cristo la que nos indica el camino del abajamiento. Dios ha querido llegar a nosotros anonadándose, empequeñeciéndose. Ya lo enseña el Antiguo Testamento a través de distintas metáforas que muestran a un Dios que entra en las pequeñeces de la historia y se deja rechazar por su pueblo. Su amor se entremezcla en la vida cotidiana del pueblo amado y se vuelve mendigo de una respuesta, como pidiendo permiso para mostrar su gloria. Por otra parte, «quizá una sola vez el Señor Jesús nos ha llamado con sus palabras al propio corazón. Y ha puesto de relieve este único rasgo: “mansedumbre y humildad”. Como si quisiera decir que sólo por este camino quiere conquistar al hombre».[219] Cuando Cristo dijo: «aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón» (Mt 11,29) nos indicó que «para expresarse necesita nuestra pequeñez, nuestro abajamiento».[220]
203. En lo que hemos dicho es importante advertir distintos aspectos inseparables, porque esas acciones de amor al prójimo, con todas las renuncias, negaciones de uno mismo, sufrimientos y cansancios que impliquen, cumplen esta función cuando están alimentadas por la caridad del mismo Cristo. Él nos permite amar como él amó y así él mismo ama y sirve a través de nosotros. Si por una parte él parece empequeñecerse, anonadarse, ya que ha querido mostrar su amor por medio de nuestros gestos, por otra parte, en las más sencillas obras de misericordia, su Corazón es glorificado y manifiesta toda su grandeza. Un corazón humano que hace espacio al amor de Cristo a través de la confianza total y le permite expandirse en la propia vida con su fuego, se vuelve capaz de amar a los demás como Cristo, haciéndose pequeño y cercano a todos. Así Cristo sacia su sed y difunde gloriosamente en nosotros y a través de nosotros las llamas de su ardiente ternura. Advirtamos la hermosa armonía que hay en todo esto.
204. Finalmente, para comprender esta devoción en toda su riqueza, es necesario agregar, retomando lo que hemos dicho sobre su dimensión trinitaria, que la reparación de Cristo como ser humano se ofrece al Padre por obra del Espíritu Santo en nosotros. Por lo tanto, nuestra reparación al Corazón de Cristo en último término se dirige al Padre, que se complace en vernos unidos a Cristo cuando nos ofrecemos por él, con él y en él.
ENAMORAR AL MUNDO
205. La propuesta cristiana es atractiva cuando se la puede vivir y manifestar en su integralidad; no como un simple refugio en sentimientos religiosos o en cultos fastuosos. ¿Qué culto sería para Cristo si nos conformáramos con una relación individual sin interés por ayudar a los demás a sufrir menos y a vivir mejor? ¿Acaso podrá agradar al Corazón que tanto amó que nos quedemos en una experiencia religiosa íntima, sin consecuencias fraternas y sociales? Seamos sinceros y leamos la Palabra de Dios en toda su integralidad. Pero por esta misma razón decimos que tampoco se trata de una promoción social vacía de significado religioso, que en definitiva sería querer para el ser humano menos de lo que Dios quiere darle. Por eso necesitamos culminar este capítulo recordando la dimensión misionera de nuestro amor al Corazón de Cristo.
206. San Juan Pablo II, además de hablar de la dimensión social de la devoción al Corazón de Cristo, se refirió a «la reparación, que es cooperación apostólica a la salvación del mundo».[221] Del mismo modo, la consagración al Corazón de Cristo «se ha de poner en relación con la acción misionera de la Iglesia misma, porque responde al deseo del Corazón de Jesús de propagar en el mundo, a través de los miembros de su Cuerpo, su entrega total al Reino».[222] Por consiguiente, a través de los cristianos «el amor se derramará en el corazón de los hombres, para edificar el cuerpo de Cristo que es la Iglesia y construir una sociedad de justicia, paz y fraternidad».[223]
207. La prolongación de las llamas de amor del Corazón de Cristo ocurre también en la tarea misionera de la Iglesia, que lleva el anuncio del amor de Dios manifestado en Cristo. Lo enseñaba muy bien san Vicente de Paúl cuando invitaba a sus discípulos a pedir al Señor «ese corazón, ese corazón que nos hace ir a cualquier parte, ese corazón del Hijo de Dios, el corazón de nuestro Señor, que nos dispone a ir como él iría […] y nos envía a nosotros como a ellos [los apóstoles], para llevar a todas partes su fuego».[224]
208. San Pablo VI, dirigiéndose a las congregaciones que propagaban la devoción al Sagrado Corazón, recordaba que «el ardor pastoral y misionero se inflama principalmente en los sacerdotes y en los fieles, para trabajar por la gloria divina, cuando mirando el ejemplo de aquella inmensa caridad que nos mostró Cristo, consagran todo su esfuerzo a comunicar a todos los inagotables tesoros de Cristo».[225] A la luz del Sagrado Corazón la misión se convierte en una cuestión de amor, y el mayor riesgo en esa misión es que se digan y se hagan muchas cosas pero no se logre provocar el feliz encuentro con ese amor de Cristo que abraza y que salva.
209. La misión, entendida desde la perspectiva de la irradiación del amor del Corazón de Cristo, exige misioneros enamorados, que se dejan cautivar todavía por Cristo y que inevitablemente transmiten ese amor que les ha cambiado la vida. Entonces les duele perder el tiempo discutiendo cuestiones secundarias o imponiendo verdades y normas, porque su mayor preocupación es comunicar lo que ellos viven y, sobre todo, que los demás puedan percibir la bondad y la belleza del Amado a través de sus pobres intentos. ¿No es lo que ocurre con cualquier enamorado? Vale la pena tomar como ejemplo aquellas palabras con las que Dante Alighieri, enamorado, procuraba expresar esta lógica:
«Cada vez que la elogio cual presea,
amor me hace sentir con tal dulzura,
que, de obrar con sutil desenvoltura,
enamorara de ella a toda gente».[226]
210. Hablar de Cristo, con el testimonio o la palabra, de tal manera que los demás no tengan que hacer un gran esfuerzo para quererlo, ese es el mayor deseo de un misionero de alma. No hay proselitismo en esta dinámica de amor, son las palabras del enamorado que no molestan, que no imponen, que no obligan, sólo mueven a los otros a preguntarse cómo es posible tal amor. Con el máximo respeto ante la libertad y la dignidad del otro, el enamorado sencillamente espera que le permitan narrar esa amistad que le llena la vida.
211. Cristo te pide que, sin descuidar la prudencia y el respeto, no tengas vergüenza de reconocer tu amistad con él. Te pide que te atrevas a contar a los otros que te hace bien haberlo encontrado: «Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo» (Mt 10,32). Pero para el corazón amante no es una obligación, es una necesidad difícil de contener: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9,16); «había en mi corazón como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía» (Jr 20,9).
En comunión de servicio
212. No se debería pensar en esta misión de comunicar a Cristo como si fuera solamente algo entre él y yo. Se vive en comunión con la propia comunidad y con la Iglesia. Si nos alejamos de la comunidad, también nos iremos alejando de Jesús. Si la olvidamos y no nos preocupamos por ella, nuestra amistad con Jesús se irá enfriando. Nunca se debería olvidar este secreto. El amor a los hermanos de la propia comunidad —religiosa, parroquial, diocesana, etc.— es como un combustible que alimenta nuestra relación de amigos con Jesús. Los actos de amor a los hermanos de comunidad pueden ser el mejor o, a veces, el único modo posible de expresar ante los demás el amor de Jesucristo. Lo decía el mismo Señor: «En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros» (Jn 13,35).
213. Es un amor que se vuelve servicio comunitario. No me canso de recordar que Jesús lo dijo con gran claridad: «Cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40). Él te propone que lo encuentres también allí, en cada hermano y en cada hermana, especialmente en los más pobres, despreciados y abandonados de la sociedad. ¡Qué hermoso encuentro!
214. Por lo tanto, si nos dedicamos a ayudar a alguien eso no significa que nos olvidemos de Jesús. Al contrario, lo encontramos a él de otra manera. Y cuando intentamos levantar y curar a alguien, Jesús está ahí codo a codo con nosotros. De hecho, es bueno recordar que cuando envió a sus discípulos a la misión «el Señor los asistía» (Mc 16,20). Él está allí, trabajando, luchando y haciendo el bien con nosotros. De un modo misterioso, es su amor el que se manifiesta a través de nuestro servicio, él mismo le habla al mundo con ese lenguaje que a veces no puede tener palabras.
215. Él te envía a derramar el bien y te impulsa por dentro. Para eso te llama con una vocación de servicio: harás el bien como médico, como madre, como docente, como sacerdote. Donde sea podrás sentir que él te llama y te envía a vivir esa misión en la tierra. Él mismo nos dice: «Yo los envío» (Lc 10,3). Esto es parte de la amistad con él. Por eso, para que esa amistad madure, hace falta que te dejes enviar por él a cumplir una misión en este mundo, con confianza, con generosidad, con libertad, sin miedos. Si te encierras en tus comodidades eso no te dará seguridad, siempre aparecerán temores, tristezas, angustias. Quien no cumple su misión en esta tierra no puede ser feliz, se frustra. Entonces mejor déjate enviar, déjate conducir por él adonde él quiera. No olvides que él va contigo. No es que te lanza al abismo y te deja abandonado a tus propias fuerzas. Él te impulsa y va contigo. Él lo prometió y lo cumple: «Yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).
216. De alguna manera tienes que ser misionero, como lo fueron los apóstoles de Jesús y los primeros discípulos, que salieron a anunciar el amor de Dios, salieron a contar que Cristo está vivo y que vale la pena conocerlo. Santa Teresa del Niño Jesús lo vivía como parte inseparable de su ofrenda al Amor misericordioso: «Quería dar de beber a mi Amado, y yo misma me sentía devorada por la sed de almas».[227] Esa también es tu misión. Cada uno la cumple a su modo, y tú verás cómo podrás ser misionero. Jesús se lo merece. Si te atreves, él te iluminará. Él te acompañará y te fortalecerá, y vivirás una valiosa experiencia que te hará mucho bien. No importa si puedes ver algún resultado, eso déjaselo al Señor que trabaja en lo secreto de los corazones, pero no dejes de vivir la alegría de intentar comunicar el amor de Cristo a los demás.
CONCLUSIÓN
217. Lo expresado en este documento nos permite descubrir que lo escrito en las encíclicas sociales Laudato si’ y Fratelli tutti no es ajeno a nuestro encuentro con el amor de Jesucristo, ya que bebiendo de ese amor nos volvemos capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común.
218. Hoy todo se compra y se paga, y parece que la propia sensación de dignidad depende de cosas que se consiguen con el poder del dinero. Sólo nos urge acumular, consumir y distraernos, presos de un sistema degradante que no nos permite mirar más allá de nuestras necesidades inmediatas y mezquinas. El amor de Cristo está fuera de ese engranaje perverso y sólo él puede liberarnos de esa fiebre donde ya no hay lugar para un amor gratuito. Él es capaz de darle corazón a esta tierra y reinventar el amor allí donde pensamos que la capacidad de amar ha muerto definitivamente.
219. La Iglesia también lo necesita, para no reemplazar el amor de Cristo con estructuras caducas, obsesiones de otros tiempos, adoración de la propia mentalidad, fanatismos de todo tipo que terminan ocupando el lugar de ese amor gratuito de Dios que libera, vivifica, alegra el corazón y alimenta las comunidades. De la herida del costado de Cristo sigue brotando ese río que jamás se agota, que no pasa, que se ofrece una y otra vez para quien quiera amar. Sólo su amor hará posible una humanidad nueva.
220. Pido al Señor Jesucristo que de su Corazón santo broten para todos nosotros esos ríos de agua viva que sanen las heridas que nos causamos, que fortalezcan la capacidad de amar y de servir, que nos impulsen para que aprendamos a caminar juntos hacia un mundo justo, solidario y fraterno. Eso será hasta que celebremos felizmente unidos el banquete del Reino celestial. Allí estará Cristo resucitado, armonizando todas nuestras diferencias con la luz que brota incesantemente de su Corazón abierto. Bendito sea.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 24 de octubre del año 2024, décimo segundo de mi Pontificado.
FRANCISCO
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[1] Buena parte de las reflexiones de este primer capítulo se han dejado inspirar por escritos inéditos del sacerdote Diego Fares, S.I., que el Señor lo tenga en su santa gloria.
[2] Cf. Homero, Ilíada, 21, 441.
[3] Cf. ibíd., 10, 244.
[4] Cf. Timeo, 65 c-d y 70.
[5] Homilía durante la Santa Misa, Domus Sanctae Marthae (14 octubre 2016): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (21 octubre 2016), p. 9.
[6] S. Juan Pablo II, Ángelus (2 julio 2000): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (7 julio 2000), p. 1.
[7] Íd., Catequesis (8 junio 1994): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (10 junio 1994), p. 3.
[8] Los demonios, Alianza, Madrid 2011.
[9] Romano Guardini, Religiöse Gestalten in Dostojewskijs Werk. Studien über den Glauben, Grünewald/Schöningh, Mainz/Paderborn 1989, 236 f.
[10] Karl Rahner, Algunas tesis para la teología del culto al corazón de Jesús, en Escritos de Teología, t. 3, Taurus, Madrid 1961, 370.
[11] Ibíd., 371.
[12] Byung-Chul Han, El corazón de Heidegger. El concepto de “estado de ánimo” de Martín Heidegger, Herder, Barcelona 2021, 68-69.
[13] Ibíd., 107; cf. 313.
[14] Cf. íd., La agonía del Eros, Herder, Barcelona 2014, 9-11.
[15] Martin Heidegger, Aclaraciones a la poesía de Hölderlin, Alianza, Madrid 2005, 133.
[16] Cf. Michel de Certeau, L’espace du désir ou le «fondement» des Exercices spirituels: Christus 77 (1973), pp. 118-128.
[17] Itinerarium mentis in Deum, VII, 6, en Obras de San Buenaventura, I, BAC, Madrid 1945, 633.
[18] Proemium in I Sent., q. 3, en Opera Omnia, vol. 1, Ex typographia Colegii S. Bonaventurae, Quaracchi 1882, 13.
[19] S. John Henry Newman, Meditaciones y devociones, Edibesa, Madrid 2007, 310.
[20] Const. past. Gaudium et spes, 82.
[21] Ibíd., 10.
[22] Ibíd., 14.
[23] Cf. Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Declaración Dignitas infinita (2 abril 2024), 8: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (12 abril 2024), p. 7.
[24] Const. past. Gaudium et spes, 26.
[25] S. Juan Pablo II, Ángelus (28 junio 1998): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (3 julio 1998), p. 1.
[26] Carta enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), 83: AAS 107 (2015), 880.
[27] Homilía durante la Santa Misa, Domus Sanctae Marthae (7 junio 2013): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (14 junio 2013), p. 2.
[28] Pío XII, Carta enc. Haurietis aquas (15 mayo 1956), 6: AAS 48 (1956), 316.
[29] Pío VI, Constitución Auctorem fidei (28 agosto 1794), 63: DH, 2663.
[30] León XIII, Carta enc. Annum Sacrum (25 mayo 1899): ASS 31 (1898-99), 649.
[31] Ibíd.: «Inest in Sacro Corde symbolum atque expressa imago infinitae Iesu Christi caritatis».
[32] Ángelus (9 junio 2013): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (14 junio 2013), p. 4.
[33] Se comprende así por qué la Iglesia haya prohibido que se coloquen sobre el altar representaciones del solo corazón de Jesús o de María (cf. Respuesta de la S. Congregación de Ritos al sacerdote Charles Lecoq, P.S.S., 5 abril 1879: Decreta Authentica Congregationis Sacrorum Rituum ex actis ejusdem Collecta, vol. 3, n. 3492, Ex typographia polyglotta S. C. de Propaganda Fide, Roma 1900, 107-108). Fuera de la Liturgia, “para la devoción privada” (ibíd.) puede utilizarse el simbolismo de un corazón como expresión didáctica, figura estética o “emblema” que invita a pensar en el amor de Cristo, pero se corre el riesgo de tomar el corazón como objeto de adoración o de diálogo espiritual separadamente de la persona de Cristo. El 31 de marzo de 1887 la Congregación dio otra respuesta semejante (ibíd., n. 3673, 187).
[34] Conc. Ecum. de Trento, Ses. XXV, Decreto Mandat Sancta Synodus (3 diciembre 1563): DH, 1823.
[35] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida (29 junio 2007), 259.
[36] Carta enc. Haurietis aquas (15 mayo 1956), 11-12: AAS 48 (1956), 323-324.
[37] Ep. 261, 3: PG 32, 972.
[38] In Ioann., Homil. 63, 2: PG 59, 350.
[39] De fide ad Gratianum, lib. 2, cap. 7, 56: PL 16, 594 (ed. 1880).
[40] Enarr. in Ps. 87, 3, en Obras de San Agustín, XXI, Enarraciones sobre los salmos (3°), BAC, Madrid 1956, 274-275.
[41] Cf. De fide orth. 3, 6.20: PG 94, 1006.1081.
[42] Olegario González de Cardedal, La entraña del cristianismo, Secretariado Trinitario, Salamanca 2010, 70-71.
[43] Ángelus (1 junio 2008): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (6 junio 2008), p. 1.
[44] Pío XII, Carta enc. Haurietis aquas (15 mayo 1956), 15: AAS 48 (1956), 327-328.
[45] Ibíd., 28: AAS 48 (1956), 343-344.
[46] Benedicto XVI, Ángelus (1 junio 2008): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (6 junio 2008), p. 1.
[47] Vigilio, Constitución Inter innumeras solicitudines (14 mayo 553): DH, 420.
[48] Conc. Ecum. de Éfeso, Anatematismos de Cirilo de Alejandría, 8: DH, 259.
[49] Conc. Ecum. II de Constantinopla, Ses. 8 (2 junio 553), Canon 9: DH, 431.
[50] Cántico espiritual (A – primera redacción), Canción 22, 4, en S. Juan de la Cruz, Obras completas, Monte Carmelo, Burgos 2010, 1234.
[51] Ibíd., Canción 12, 8, 1188.
[52] Ibíd., Canción 12, 1, 1184.
[53] «No hay más que un solo Dios, el Padre, de quien todo procede y a quien nosotros estamos destinados» (1 Co 8,6). «A Dios, nuestro Padre, sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Flp 4,20). «Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo» (2 Co 1,3).
[54] Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 noviembre 1994), 49: AAS 87 (1995), 35.
[55] In Ep. ad Rom., 7: PG 5, 694.
[56] «Que el mundo sepa que yo amo al Padre» (Jn 14,31). «El Padre y yo somos una sola cosa» (Jn 10,30). «¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí?» (Jn 14,10).
[57] «Voy al Padre» (pros ton Patéra: Jn 16,28). «Yo vuelvo a ti» (pros se: Jn 17,11).
[58] «Eis ton kolpon tou Patrós».
[59] Adv. Haer. III, 18, 1: PG 7, 932.
[60] In Ioann. II, 2: PG 14, 110.
[61] Ángelus (23 junio 2002): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (28 junio 2002), p. 1.
[62] S. Juan Pablo II, Mensaje con motivo del centenario de la consagración del género humano al Sagrado Corazón realizada por León XIII, Varsovia (11 junio 1999): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (2 julio 1999), p. 7.
[63] Íd., Ángelus (8 junio 1986), 4: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (15 junio 1986), pp. 1 y 4.
[64] Homilía, Visita al Policlínico Gemelli y a la Facultad de Medicina de la Università Cattolica del Sacro Cuore (27 junio 2014): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (4 julio 2014), p. 11.
[65] Cf. Ef 1,5.7; 2,18; 3,12.
[66] Cf. Ef 2,5.6; 4,15.
[67] Cf. Ef 1,3.4.6.7.11.13.15; 2,10.13.21.22; 3,6.11.21.
[68] Mensaje con motivo del centenario de la consagración del género humano al Sagrado Corazón realizada por León XIII, Varsovia (11 junio 1999): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (2 julio 1999), p. 6.
[69] «Puesto que el Sagrado Corazón es el símbolo y la imagen expresa de la caridad infinita de Jesucristo, caridad que nos incita a devolverle amor por amor, es natural que nos consagremos a este corazón tan santo. Obrar así, es darse y unirse a Jesucristo […]. Hoy, tenemos aquí otro emblema bendito y divino que se ofrece a nuestros ojos: Es el Corazón sacratísimo de Jesús, sobre el que se levanta la cruz, y que brilla con un magnífico resplandor rodeado de llamas. En él debemos poner todas nuestras esperanzas; tenemos que pedirle y esperar de él la salvación de los hombres». León XIII, Carta enc. Annum Sacrum (25 mayo 1899): ASS 31 (1898-99), 649, 651.
[70] «En este faustísimo signo y en esta forma de devoción consiguiente, ¿no es verdad que se contiene la suma de toda la religión y aun la norma de vida más perfecta, como que más expeditamente conduce los ánimos a conocer íntimamente a Cristo Señor Nuestro, y los impulsa a amarlo más vehementemente, y a imitarlo con más eficacia?». Pío XI, Carta enc. Miserentissimus Redemptor (8 mayo 1928), 3: AAS 20 (1928), 167.
[71] «Es el acto de religión por excelencia, esto es, una plena y absoluta voluntad de entregarnos y consagrarnos al amor del Divino Redentor, cuya señal y símbolo más viviente es su Corazón traspasado. […] En él podemos considerar no sólo el símbolo, sino también, en cierto modo, la síntesis de todo el misterio de nuestra Redención. […] Jesucristo expresamente y en repetidas veces mostró su Corazón como el símbolo más apto para estimular a los hombres al conocimiento y a la estima de su amor; y al mismo tiempo lo constituyó como señal y prenda de su misericordia y de su gracia para las necesidades espirituales de la Iglesia en los tiempos modernos». Pío XII, Carta enc. Haurietis aquas (15 mayo 1956), 2, 24, 26: AAS 48 (1956), 311, 336, 340.
[72] Catequesis (8 junio 1994), 2: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (10 junio 1994), p. 3.
[73] Ángelus (1 junio 2008): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (6 junio 2008), p. 1.
[74] Carta enc. Haurietis aquas (15 mayo 1956), 28: AAS 48 (1956), 344.
[75] Cf. ibíd., 24: AAS 48 (1956), 336.
[76] «El valor de las revelaciones privadas es esencialmente diferente al de la única revelación pública: ésta exige nuestra fe […]. Una revelación privada […] es una ayuda que se ofrece pero que no es obligatorio usarla». Benedicto XVI, Exhort. ap. Verbum Domini (30 septiembre 2010), 14: AAS 102 (2010), 696.
[77] Carta enc. Haurietis aquas (15 mayo 1956), 26: AAS 48 (1956), 340.
[78] Ibíd., 28: AAS 48 (1956), 344.
[79] Ibíd.
[80] Exhort. ap. C’est la confiance (15 octubre 2023), 20: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (20 octubre 2023), p. 4.
[81] Ms A, 83vº, en Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, Obras completas, Monte Carmelo, Burgos 2006, 245.
[82] S. María Faustina Kowalska, Diario, 47 (22 febrero 1931), Marian Press, Stockbridge 2012, 46.
[83] Cf. Mišna Sukkâ IV, 5.9.
[84] Carta al Prepósito general de la Compañía de Jesús, Paray-le-Monial (5 octubre 1986): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (19 octubre 1986), p. 4.
[85] Acta de los mártires de Lyon, en Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, libro 5, c. 1, 22, BAC, Madrid 2008, 272.
[86] Rufino, libro 5, c. 1, 22: GCS 9/1, Eusebius, II, 1, 411.
[87] S. Justino, Dial. 135: PG 6, 787.
[88] Novaciano, De Trinitate, 29: PL 3, 944. Cf. S. Gregorio de Elvira, en Tractatus Origenis de libris Sanctarum Scripturarum, XX, 12: CCSL 69, 144.
[89] S. Ambrosio, Expl. Ps. I, 33: PL 14, 983-984.
[90] Cf. Tract. in Ioann. 61, 6, en Obras de San Agustín, XIV, Tratados sobre el Evangelio de san Juan (36-124), BAC, Madrid 1957, 339.
[91] Carta 3, A Rufino, 4, en S. Jerónimo, Obras completas, Xa, Epistolario I, BAC, Madrid 2013, 18-19.
[92] Sermón 61, 4, en S. Bernardo, Obras completas, II, BAC, Madrid 1955, 405.
[93] Cf. Exposición sobre el Cantar de los Cantares, Sígueme, Salamanca 2013, 79.
[94] Guillermo de Saint-Thierry, Acerca de la naturaleza y la dignidad del amor, Sígueme, Salamanca 2023, 13.
[95] Íd., Oraciones meditadas 8, 6, en Carta de oro y oraciones meditadas, Monte Carmelo, Burgos 2013, 232.
[96] S. Buenaventura, Jesucristo, árbol de la vida, 30, en Obras de San Buenaventura, II, BAC, Madrid 1946, 331.
[97] Ibíd.
[98] S. Gertrudis de Helfta, en Revelaciones de Santa Gertrudis la Magna, virgen de la Orden de San Benito, Monasterio de Santo Domingo de Silos, Burgos 1932, 415.
[99] Léon Dehon, Directoire spirituel des prêtres du Sacré Cœur de Jésus, II, cap. VII, n. 141, Anciens Etablissement Splichal, Turnhout 1936.
[100] El Diálogo, 75, en Obras de Santa Catalina de Siena, BAC, Madrid 1996, 183.
[101] Cf. Por ejemplo: Angelus Walz, De veneratione divini cordis Iesu in Ordine Praedicatorum, Pontificium Institutum Angelicum, Roma 1937.
[102] Rafael García Herreros, San Juan Eudes, Imprenta Olivieres y Domínguez, Bogotá 1943, 42.
[103] Carta a santa Juana Francisca de Chantal (24 abril 1610), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 14, Cartas, vol. 4, Monastère de la Visitation, Annecy 1906, 289.
[104] Sermón en el segundo domingo de Cuaresma (20 febrero 1622), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 10, Sermones, vol. 4, Niérat, Annecy 1898, 243-244.
[105] Carta a santa Juana Francisca de Chantal (31 mayo 1612), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 15, Cartas, vol. 5, Monastère de la Visitation, Annecy 1908, 221.
[106] Carta a Marie Aimée de Blonay (18 febrero 1618), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 18, Cartas, vol. 8, Monastère de la Visitation, Annecy 1912, 170-171.
[107] Carta a santa Juana Francisca de Chantal (fines de noviembre 1609), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 14, 214.
[108] Ibíd. (aprox. 25 febrero 1610), 253.
[109] Entretenimientos espirituales 12. Sobre la sencillez y la prudencia religiosas, en Œuvres de Saint François de Sales, t. 6, Niérat, Annecy 1895, 217.
[110] Carta a santa Juana Francisca de Chantal (10 junio 1611), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 15, 63.
[111] S. Margarita María Alacoque, Autobiografía, c. IV, El Mensajero, Bilbao 1890, 106-107.
[112] Ibíd., 106.
[113] Ibíd., c. V, 114.
[114] Cf. Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Normas para proceder en el discernimiento de presuntos fenómenos sobrenaturales (17 mayo 2024), Presentación – Motivos para la nueva redacción de las Normas; I, A, 12.
[115] Autobiografía, c. VIII, 187.
[116] S. Margarita María Alacoque, Carta 110, A la Hermana de la Barge, Moulins (22 octubre 1689), en Vida y Obras completas, El Mensajero del Corazón de Jesús, Bilbao 1948, 400.
[117] Íd., Autobiografía, c. IV, 107.
[118] Ibíd., c. V, 114-115.
[119] S. Claudio de La Colombière, Acto de confianza, en Escritos Espirituales del beato Claudio de La Colombière, S.J., Mensajero, Bilbao 1979, 110.
[120] Ibíd., Ejercicios espirituales en Londres (1-8 febrero 1677), 11, Devoción al Sagrado Corazón, 103-104.
[121] Ibíd., Ejercicios espirituales en Lyon (oct.-nov. 1674), Tercera Semana, 2, Prendimiento de Jesucristo, 71.
[122] Cf. Carta a Madame de Bondy (27 abril 1897), en Écrits spirituels, De Gigord, París 1923, 79.
[123] Carta a Madame de Bondy (15 abril 1901), en Lettres à Madame de Bondy. De la Trappe à Tamanrasset, Desclée de Brouwer, París 1966, 83. Cf. ibíd. (abril 1909), 180: «Por ti conocí las exposiciones del Santísimo, las bendiciones y el Sagrado Corazón».
[124] Carta a Madame de Bondy (7 abril 1890), en Lettres à Madame de Bondy, 30.
[125] Carta al abate Huvelin (27 junio 1892), en C. Foucauld - H. Huvelin, Correspondance inédite, Desclée de Brouwer, Tournai 1957, 22.
[126] Méditations sur Ancien Testament, Roma 1896.
[127] Carta al abate Huvelin (16 mayo 1900), en C. Foucauld - H. Huvelin, Correspondance inédite, 156.
[128] Diario (17 mayo 1906).
[129] Cta 67, A la señora de Guérin (18 noviembre 1888), 391.
[130] Cta 122, A Celina (14 octubre 1890), 449.
[131] Poesía 23, Al Sagrado Corazón de Jesús (21 junio u octubre 1895), 679-680.
[132] Cta 247, Al abate Bellière (21 junio 1897), 601.
[133] Últimas conversaciones. Cuaderno amarillo (11 julio 1897), 833.
[134] Cta 197, A sor María del Sagrado Corazón (17 septiembre 1896), 554-555. Esto no significa que santa Teresa del Niño Jesús no ofreciera sacrificios, dolores, angustias como un modo de asociarse al sufrimiento de Cristo, pero cuando quería ir al fondo se preocupaba por no dar a estos ofrecimientos una importancia que no tienen.
[135] Cta 142, A Celina (6 julio 1893), 476.
[136] Cta 191, A Leonia (12 julio 1896), 545.
[137] Cta 226, Al P. Roulland (9 mayo 1897), 587.
[138] Cta 258, Al abate Bellière (18 julio 1897), 611.
[139] S. Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, 104.
[140] Ibíd., 297.
[141] Cf. Carta a Ignacio de Loyola (23 enero 1541), en Lettres et instructions, Lessius, Namur 2017, 84.
[142] Vida de Ignacio de Loyola, c. 8, 96, Mensajero-Sal Terrae, Bilbao-Santander 2021, 147.
[143] Ejercicios espirituales, 54.
[144] Cf. ibíd., 230 ss.
[145] XXIII Congregación General de la Compañía de Jesús, Decreto 46, 1: Institutum Societatis Iesu, 2, Florencia 1893, 511.
[146] En Él solo… la esperanza, Secretariado General del Apostolado de la Oración, Roma 1982, 180.
[147] Carta al Prepósito general de la Compañía de Jesús, Paray-le-Monial (5 octubre 1986): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (19 octubre 1986), p. 4.
[148] Conferencias a los Misioneros. La pobreza, 55 (13 agosto 1655), en S. Vicente de Paúl, Obras completas, t. 11/3, Sígueme, Salamanca 1974, 156.
[149] Conferencias a las Hijas de la Caridad. Mortificación, correspondencia, comidas, salidas (Reglas comunes, arts. 24-27), 89 (9 diciembre 1657), t. 9/2, 974.
[150] S. Daniel Comboni, Carta pastoral para la Consagración del Vicariato al Sagrado Corazón, El-Obeid (1 agosto 1873), en Escritos, 515 (485), 3324.
[151] Cf. Homilía durante la Santa Misa de canonización (18 mayo 2003): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (23 mayo 2003), p. 5.
[152] Carta enc. Dives in misericordia (30 noviembre 1980), 13: aas 72 (1980), 1219.
[153] Catequesis (20 junio 1979): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (24 junio 1979), p. 3.
[154] Misioneros Combonianos del Corazón de Jesús, Regla de Vida. Constituciones y Directorio General, Roma 1988, 3.
[155] Religiosas del Sagrado Corazón de Jesús (Sociedad del Sagrado Corazón), Constituciones 1982, 7.
[156] Carta enc. Miserentissimus Redemptor (8 mayo 1928), 10: AAS 20 (1928), 174.
[157] Cuando se ejercita la fe, referida a Cristo, el alma accede no sólo a unos recuerdos, sino a la realidad de su vida divina (cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 1, a. 2, ad 2; q. 4, a. 1).
[158] Pío XI, Carta enc. Miserentissimus Redemptor (8 mayo 1928), 10: AAS 20 (1928), 174.
[159] Homilía en la Misa Crismal (28 marzo 2024): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (29 marzo 2024), pp. 4-5.
[160] S. Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, 203.
[161] Homilía en la Misa Crismal (28 marzo 2024): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (29 marzo 2024), p. 4.
[162] S. Margarita María Alacoque, Autobiografía, c. V, 115.
[163] Íd., Carta 133 (3 noviembre 1689), Al P. Croiset, en Vida y Obras completas, 464.
[164] Íd., Autobiografía, c. VIII, 187.
[165] Carta enc. Annum Sacrum (25 mayo 1899): ASS 31 (1898-99), 649.
[166] Juliano, Carta a Arsacio, sumo sacerdote de Galacia, Antioquía (invierno de 362-363): Boletín del Instituto de Estudios Helénicos, 5 (1971), p. 94.
[167] Ibíd., pp. 93-94.
[168] Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Declaración Dignitas infinita (2 abril 2024), 19: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (12 abril 2024), p. 9.
[169] Cf. Benedicto XVI, Carta al Prepósito general de la Compañía de Jesús, con motivo del 50° aniversario de la encíclica Haurietis aquas (15 mayo 2006): AAS 98 (2006), 461.
[170] In Num., Homil. 12, 1: PG 12, 657.
[171] Ep. 29, 24: PL 16, 1060.
[172] Adv. Arium 1, 8: PL 8, 1044.
[173] Cf. Tract. in Ioann. 32, 4, en Obras de San Agustín, XIII, Tratados sobre el Evangelio de san Juan (1-35), BAC, Madrid 1955, 749.
[174] Expos. in Ev. S. Ioannis, cap. 7, lectio 5.
[175] Pío XII, Carta enc. Haurietis aquas (15 mayo 1956), 26: AAS 48 (1956), 321.
[176] S. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris Mater (25 marzo 1987), 38: AAS 79 (1987), 411.
[177] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 62.
[178] Ibíd., 60.
[179] Sermón 20, 4, en S. Bernardo, Obras completas, II, 122.
[180] Introducción a la vida devota, III, c. 35, en Obras selectas, BAC, Madrid 2010, 186-187.
[181] Sermón en el domingo XVII después de Pentecostés (30 septiembre 1618), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 9, Sermones, vol. 3, Niérat, Annecy 1897, 200-201.
[182] Retiro hecho en Nazaret del 5 al 15 de noviembre de 1897. Jesús en su pasión, en Escritos espirituales, Studium, Madrid 1964, 58.
[183] Desde el 19 de marzo de 1902 todas sus cartas están encabezadas con las palabras Iesus Caritas, separadas por un corazón coronado por una cruz.
[184] Carta al abate Huvelin (15 julio 1904), en C. Foucauld - H. Huvelin, Correspondance inédite, 211.
[185] Carta a dom Martin (25 enero 1903), en Cahiers Charles de Foucauld, vol. 2, 154.
[186] Anexo VI en René Voillaume, Les fraternités du Père de Foucauld, Cerf, París 1946, 173.
[187] Méditations des saints Évangiles sur les passages relatifs à quinze vertus (Nazaret 1897-1898), Charité 77 (Mt 20,28), en C. Foucauld, Aux plus petits de mes frères, Nouvelle Cité, París 1973, 82.
[188] Ibíd., Charité 90 (Mt 27,30), 95.
[189] Quelques directeurs d’âmes au XVII siècle, Libraire Victor Lecoffre J. Gabalda, París 1911, 97.
[190] Conferencias a las Hijas de la Caridad. Servicio de los enfermos, cuidado de la propia salud (Reglas comunes, arts. 12-16), 85 (11 noviembre 1657), t. 9/2, 917.
[191] Reglas comunes de la Congregación de la Misión, c. 2, 6 (17 mayo 1658), t. 10, 470.
[192] Carta al Prepósito general de la Compañía de Jesús, Paray-le-Monial (5 octubre 1986): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (19 octubre 1986), p. 4.
[193] S. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsin. Reconciliatio et Paenitentia (2 diciembre 1984), 16: AAS 77 (1985), 215.
[194] Cf. Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 36: AAS 80 (1988), 561-562.
[195] Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 41: AAS 83 (1991), 844-845.
[196] Catecismo de la Iglesia Católica, 1888.
[197] Cf. Catequesis (8 junio 1994), 2: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (10 junio 1994), p. 3.
[198] Discurso a los participantes del Coloquio internacional “Réparer l´irréparable”, en el 350 aniversario de las apariciones de Jesús en Paray-le-Monial (4 mayo 2024): L’Osservatore Romano (4 mayo 2024), p. 12.
[199] Ibíd.
[200] Homilía durante la Santa Misa, Domus Sanctae Marthae (6 marzo 2018): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (16 marzo 2018), p. 10.
[201] Discurso a los participantes del Coloquio internacional “Réparer l´irréparable”, en el 350 aniversario de las apariciones de Jesús en Paray-le-Monial (4 mayo 2024): L’Osservatore Romano (4 mayo 2024), p. 12.
[202] Homilía en la Misa Crismal (28 marzo 2024): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (29 marzo 2024), p. 5.
[203] Ibíd.
[204] Ibíd.
[205] Carta enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), 80: AAS 107 (2015), 879.
[206] Catecismo de la Iglesia Católica, 1085.
[207] Ibíd., 268.
[208] Autobiografía, c. IV, 107.
[209] Ms A, 84 r°, 246.
[210] Ibíd.
[211] Ibíd.
[212] Ms A, 83v°, 245; cf. Cta 226, Al P. Roulland (9 mayo 1897), 585-589.
[213] Oración 6, Ofrenda de mí misma como víctima de holocausto al amor misericordioso de Dios (9 junio 1895), 759.
[214] Ms B, 3vº, 261.
[215] Cta 186, A Leonia (11 abril 1896), 538.
[216] Cta 258, Al abate Bellière (18 julio 1897), 611.
[217] Pío XI, Carta enc. Miserentissimus Redemptor (8 mayo 1928), 5: AAS 20 (1928), 169.
[218] Ibíd., 8: AAS 20 (1928), 172.
[219] S. Juan Pablo II, Catequesis (20 junio 1979): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (24 junio 1979), p. 3.
[220] Homilía durante la Santa Misa, Domus Sanctae Marthae (27 junio 2014): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (4 julio 2014), p. 10.
[221] Mensaje con motivo del centenario de la consagración del género humano al Sagrado Corazón realizada por León XIII, Varsovia (11 junio 1999): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (2 julio 1999), p. 6.
[222] Ibíd.
[223] Carta a Mons. Louis-Marie Billé, Arzobispo de Lyon, con motivo de la peregrinación a Paray-le-Monial (4 junio 1999): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (2 julio 1999), p. 7.
[224] Conferencias. Repetición de la oración (22 agosto 1655), 58, t. 11/3, 190.
[225] Carta Diserti interpretes (25 mayo 1965), 4, en Francisco Cerro Chaves y Víctor Castaño Moraga [eds.], Encíclicas y Documentos de los Papas sobre el Corazón de Jesús, Monte Carmelo, Burgos 2009, 141.
[226] Vita Nuova XIX, 5-6.
[227] Ms A, 45 v°, 166.
[01635-ES.01] [Texto original: Español]
Traduzione in lingua italiana
LETTERA ENCICLICA
DILEXIT NOS
DEL SANTO PADRE
FRANCESCO
SULL’AMORE UMANO E DIVINO
DEL CUORE DI GESÙ CRISTO
1. «Ci ha amati», dice San Paolo riferendosi a Cristo (Rm 8,37), per farci scoprire che da questo amore nulla «potrà mai separarci» (Rm 8,39). Paolo lo affermava con certezza perché Cristo stesso aveva assicurato ai suoi discepoli: «Io ho amato voi» (Gv 15,9.12). Ci ha anche detto: «Vi ho chiamato amici» (Gv 15,15). Il suo cuore aperto ci precede e ci aspetta senza condizioni, senza pretendere alcun requisito previo per poterci amare e per offrirci la sua amicizia: Egli ci ha amati per primo (cfr 1 Gv 4,10). Grazie a Gesù «abbiamo conosciuto e creduto l’amore che Dio ha in noi» (1 Gv 4,16).
I.
L’IMPORTANZA DEL CUORE
2. Per esprimere l’amore di Gesù si usa spesso il simbolo del cuore. Alcuni si domandano se esso abbia un significato tuttora valido. Ma quando siamo tentati di navigare in superficie, di vivere di corsa senza sapere alla fine perché, di diventare consumisti insaziabili e schiavi degli ingranaggi di un mercato a cui non interessa il senso della nostra esistenza, abbiamo bisogno di recuperare l’importanza del cuore.[1]
COSA INTENDIAMO QUANDO DICIAMO “CUORE”?
3. Nel greco classico profano il termine kardía indica ciò che è più interiore negli esseri umani, negli animali e nelle piante. In Omero indica non solo il centro corporeo, ma anche l’anima e il nucleo spirituale dell’essere umano. Nell’Iliade, il pensiero e il sentimento appartengono al cuore e sono molto vicini tra loro.[2] Il cuore vi appare come centro del desiderio e luogo in cui prendono forma le decisioni importanti della persona.[3] In Platone, il cuore assume una funzione in qualche modo “sintetizzante” di ciò che è razionale e delle tendenze di ognuno, poiché sia il mandato delle facoltà superiori sia le passioni si trasmettono attraverso le vene che convergono nel cuore.[4] Così, fin dall’antichità ci siamo resi conto dell’importanza di considerare l’essere umano non come una somma di capacità diverse, ma come un mondo animo-corporeo con un centro unificatore, che conferisce a tutto ciò che vive la persona lo sfondo di un senso e di un orientamento.
4. Dice la Bibbia che «la parola di Dio è viva, efficace [...] e discerne i sentimenti e i pensieri del cuore» (Eb 4,12). In questo modo ci parla di un nucleo, il cuore, che sta dietro ogni apparenza, anche dietro i pensieri superficiali che ci confondono. I discepoli di Emmaus, durante il loro misterioso cammino con Cristo risorto, vivevano un momento di angoscia, confusione, disperazione, delusione. Eppure, al di là di tutto ciò e nonostante tutto, qualcosa accadeva nel profondo: «Non ardeva forse in noi il nostro cuore mentre egli conversava con noi lungo la via?» (Lc 24,32).
5. Al tempo stesso, il cuore è il luogo della sincerità, dove non si può ingannare né dissimulare. Di solito indica le vere intenzioni, ciò che si pensa, si crede e si vuole realmente, i “segreti” che non si dicono a nessuno, insomma la propria nuda verità. Si tratta di quello che non è apparenza né menzogna bensì autentico, reale, totalmente personale. Per questo a Sansone, che non le diceva il segreto della sua forza, Dalila domandava: «Come puoi dirmi: “Ti amo”, mentre il tuo cuore non è con me?» (Gdc 16,15). Solo quando le rivelò il suo segreto nascosto, lei «vide che egli le aveva aperto tutto il suo cuore» (Gdc 16,18).
6. Questa verità di ogni persona è spesso nascosta sotto una gran quantità di “fogliame” che la ricopre, e questo fa sì che difficilmente si arrivi alla certezza di conoscere sé stessi e ancor più di conoscere un’altra persona: «Niente è più infido del cuore e difficilmente guarisce! Chi lo può conoscere?» (Ger 17,9). Comprendiamo così perché il libro dei Proverbi ci chiede: «Più di ogni cosa degna di cura custodisci il tuo cuore, perché da esso sgorga la vita. Tieni lontano da te la bocca bugiarda» (4,23-24). La mera apparenza, la dissimulazione e l’inganno danneggiano e pervertono il cuore. Al di là dei tanti tentativi di mostrare o esprimere qualcosa che non siamo, tutto si gioca nel cuore: lì non conta ciò che si mostra all’esterno o ciò che si nasconde, lì siamo noi stessi. E questa è la base di qualsiasi progetto solido per la nostra vita, poiché niente di valido si può costruire senza il cuore. Le apparenze e le bugie offrono solo il vuoto.
7. Come metafora, permettetemi di ricordare una cosa che ho già raccontato in un’altra occasione: «Per carnevale, quando eravamo bambini, la nonna ci faceva delle frittelle, ed era una pasta molto sottile quella che faceva. Poi la buttava nell’olio e quella pasta si gonfiava, si gonfiava… E quando noi incominciavamo a mangiarla, era vuota. Quelle frittelle in dialetto si chiamavano “bugie”. Ed era proprio la nonna che ci spiegava il motivo: “Queste frittelle sono come le bugie, sembrano grandi, ma non hanno niente dentro, non c’è niente di vero, non c’è niente di sostanza”».[5]
8. Invece di cercare soddisfazioni superficiali e di recitare una parte davanti agli altri, la cosa migliore è lasciar emergere domande che contano: chi sono veramente, che cosa cerco, che senso voglio che abbiano la mia vita, le mie scelte o le mie azioni, perché e per quale scopo sono in questo mondo, come valuterò la mia esistenza quando arriverà alla fine, che significato vorrei che avesse tutto ciò che vivo, chi voglio essere davanti agli altri, chi sono davanti a Dio. Queste domande mi portano al mio cuore.
RITORNARE AL CUORE
9. In questo mondo liquido è necessario parlare nuovamente del cuore; mirare lì dove ogni persona, di ogni categoria e condizione, fa la sua sintesi; lì dove le persone concrete hanno la fonte e la radice di tutte le altre loro forze, convinzioni, passioni, scelte. Ma ci muoviamo in società di consumatori seriali che vivono alla giornata e dominati dai ritmi e dai rumori della tecnologia, senza molta pazienza per i processi che l’interiorità richiede. Nella società di oggi, l’essere umano «rischia di smarrire il centro, il centro di se stesso».[6] «L’uomo contemporaneo, infatti, si trova spesso frastornato, diviso, quasi privo di un principio interiore che crei unità e armonia nel suo essere e nel suo agire. Modelli di comportamento purtroppo assai diffusi ne esasperano la dimensione razionale-tecnologica o, all’opposto, quella istintuale».[7] Manca il cuore.
10. Ora, il problema della società liquida è attuale, ma la svalutazione del centro intimo dell’uomo – il cuore – viene da più lontano: la troviamo già nel razionalismo greco e precristiano, nell’idealismo postcristiano e nel materialismo nelle sue varie forme. Il cuore ha avuto poco spazio nell’antropologia e risulta una nozione estranea al grande pensiero filosofico. Si sono preferiti altri concetti come quelli di ragione, volontà o libertà. Il suo significato è impreciso e non gli è stato concesso un posto specifico nella vita umana. Forse perché non era facile collocarlo tra le idee “chiare e distinte” o per la difficoltà che comporta la conoscenza di sé stessi: sembrerebbe che la realtà più intima sia anche la più lontana per la nostra conoscenza. Probabilmente perché l’incontro con l’altro non si consolida come via per trovare sé stessi, giacché il pensiero sfocia ancora una volta in un individualismo malsano. Molti si sono sentiti sicuri nell’ambito più controllabile dell’intelligenza e della volontà per costruire i loro sistemi di pensiero. E non trovando un posto per il cuore, distinto dalle facoltà e dalle passioni umane considerate separatamente le une dalle altre, non è stata sviluppata ampiamente nemmeno l’idea di un centro personale in cui l’unica realtà che può unificare tutto è, in definitiva, l’amore.
11. Se il cuore è svalutato, si svaluta anche ciò che significa parlare dal cuore, agire con il cuore, maturare e curare il cuore. Quando non viene apprezzato lo specifico del cuore, perdiamo le risposte che l’intelligenza da sola non può dare, perdiamo l’incontro con gli altri, perdiamo la poesia. E perdiamo la storia e le nostre storie, perché la vera avventura personale è quella che si costruisce a partire dal cuore. Alla fine della vita conterà solo questo.
12. Occorre affermare che abbiamo un cuore, che il nostro cuore coesiste con gli altri cuori che lo aiutano ad essere un “tu”. Non potendo sviluppare con ampiezza questo tema, ci avvarremo del personaggio di un romanzo, lo Stavròghin di Dostoevskij.[8] Romano Guardini lo mostra come l’incarnazione stessa del male, perché la sua caratteristica principale è di non avere cuore: «Stavròghin non ha cuore; perciò il suo spirito è freddo e vuoto e il suo corpo s’intossica nella pigrizia e nella sensualità “bestiale”. Perciò egli non può incontrare intimamente nessuno e nessuno incontra veramente lui. Poiché solo il cuore crea l’intimità, la vera vicinanza tra due esseri. Solo il cuore sa accogliere e dare una patria. L’intimità è l’atto, la sfera del cuore. Ma Stavròghin è distante. […] Infinitamente lontano anche da sé stesso, poiché interiore a sé l’uomo può esserlo soltanto col cuore, non con lo spirito. Essere interiore a sé con lo spirito non è in potere dell’uomo. Ora, se il cuore non vive, l’uomo rimane estraneo a sé stesso».[9]
13. Abbiamo bisogno che tutte le azioni siano poste sotto il “dominio politico” del cuore, che l’aggressività e i desideri ossessivi trovino pace nel bene maggiore che il cuore offre loro e nella forza che ha contro i mali; che anche l’intelligenza e la volontà si mettano al suo servizio, sentendo e gustando le verità piuttosto che volerle dominare come fanno spesso alcune scienze; che la volontà desideri il bene maggiore che il cuore conosce, e che anche l’immaginazione e i sentimenti si lascino moderare dal battito del cuore.
14. Si potrebbe dire che, in ultima analisi, io sono il mio cuore, perché esso è ciò che mi distingue, mi configura nella mia identità spirituale e mi mette in comunione con le altre persone. L’algoritmo all’opera nel mondo digitale dimostra che i nostri pensieri e le decisioni della nostra volontà sono molto più “standard” di quanto potremmo pensare. Sono facilmente prevedibili e manipolabili. Non così il cuore.
15. Si tratta di una parola importante per la filosofia e la teologia, che aspirano a raggiungere una sintesi complessiva. Infatti, la parola “cuore” non può essere spiegata in modo esaustivo dalla biologia, dalla psicologia, dall’antropologia o da qualsiasi scienza. È una di quelle parole originarie «che indicano la realtà che spetta all’uomo tutt’intero in quanto persona corporea e spirituale».[10] Così il biologo non è maggiormente realista quando parla del cuore, perché ne vede solo una parte, e l’insieme non è meno reale, ma lo è ancora di più. Nemmeno un linguaggio astratto potrebbe avere lo stesso significato concreto e contemporaneamente complessivo. Se il “cuore” ci conduce al centro intimo della nostra persona, ci permette anche di riconoscerci nella nostra interezza e non solo in qualche aspetto isolato.
16. D’altra parte, questa forza unica del cuore ci aiuta a capire perché si dice che quando si coglie una realtà con il cuore si può conoscerla meglio e più pienamente. Questo ci porta inevitabilmente all’amore di cui quel cuore è capace, perché «l’amore è il fattore più intimo della realtà».[11] Per Heidegger, secondo l’interpretazione che ne dà un pensatore contemporaneo, la filosofia non inizia con un concetto puro o con una certezza, ma con una scossa emotiva: «Il pensare dev’essere stato scosso emotivamente prima di lavorare con i concetti o mentre li lavora. Senza un’emozione profonda il pensare non può iniziare. La prima immagine mentale sarebbe la pelle d’oca. La prima cosa che fa pensare e interrogare è l’emozione profonda. La filosofia avviene sempre in uno stato d’animo fondamentale (Stimmung)».[12] E qui compare il cuore, che «ospita gli stati d’animo, lavora come “custode dello stato d’animo”. Il “cuore” ascolta in modo non metaforico “la silenziosa voce” dell’essere, lasciandosi temperare e determinare da essa».[13]
IL CUORE CHE UNISCE I FRAMMENTI
17. Al tempo stesso, il cuore rende possibile qualsiasi legame autentico, perché una relazione che non è costruita con il cuore è incapace di superare la frammentazione dell’individualismo: si manterrebbero in piedi solo due monadi che si accostano ma non si legano veramente. L’anti-cuore è una società sempre più dominata dal narcisismo e dall’autoreferenzialità. Alla fine si arriva alla “perdita del desiderio”, perché l’altro scompare dall’orizzonte e ci si chiude nel proprio io, senza capacità di relazioni sane.[14] Di conseguenza, diventiamo incapaci di accogliere Dio. Come direbbe Heidegger, per ricevere il divino dobbiamo costruire una “casa degli ospiti”.[15]
18. Vediamo così come nel cuore di ogni persona si produca questa paradossale connessione tra la valorizzazione di sé e l’apertura agli altri, tra l’incontro personalissimo con sé stessi e il dono di sé agli altri. Si diventa sé stessi solo quando si acquista la capacità di riconoscere l’altro, e si incontra con l’altro chi è in grado di riconoscere e accettare la propria identità.
19. Il cuore è anche capace di unificare e armonizzare la propria storia personale, che sembra frammentata in mille pezzi, ma dove tutto può avere un senso. Questo è ciò che il Vangelo esprime nello sguardo di Maria, che guardava con il cuore. Ella sapeva dialogare con le esperienze custodite meditandole nel suo cuore, dando loro tempo: rappresentandole e conservandole dentro per ricordare. Nel Vangelo, la migliore espressione di ciò che pensa un cuore sono i due passi di San Luca che ci dicono che Maria «custodiva (syneterei) tutte queste cose, meditandole (symballousa) nel suo cuore» (Lc 2,19; cfr 2,51). Il verbo symballein (da cui “simbolo”) significa ponderare, riunire due cose nella mente ed esaminare sé stessi, riflettere, dialogare con sé stessi. In Lc 2,51 dieterei significa “conservava con cura”, e ciò che lei custodiva non era solo “la scena” che vedeva, ma anche ciò che non capiva ancora e tuttavia rimaneva presente e vivo nell’attesa di mettere tutto insieme nel cuore.
20. Nell’era dell’intelligenza artificiale, non possiamo dimenticare che per salvare l’umano sono necessari la poesia e l’amore. Ciò che nessun algoritmo potrà mai albergare sarà, ad esempio, quel momento dell’infanzia che si ricorda con tenerezza e che, malgrado il passare degli anni, continua a succedere in ogni angolo del pianeta. Penso all’uso della forchetta per sigillare i bordi di quei panzerotti fatti in casa con le nostre mamme o nonne. È quel momento di apprendistato culinario, a metà strada tra il gioco e l’età adulta, in cui si assume la responsabilità del lavoro per aiutare l’altro. Come questo della forchetta, potrei citare migliaia di piccoli dettagli che compongono le biografie di tutti: far sbocciare sorrisi con una battuta, tracciare un disegno al controluce di una finestra, giocare la prima partita di calcio con un pallone di pezza, conservare dei vermetti in una scatola di scarpe, seccare un fiore tra le pagine di un libro, prendersi cura di un uccellino caduto dal nido, esprimere un desiderio sfogliando una margherita. Tutti questi piccoli dettagli, l’ordinario-straordinario, non potranno mai stare tra gli algoritmi. Perché la forchetta, le battute, la finestra, la palla, la scatola di scarpe, il libro, l’uccellino, il fiore... si appoggiano sulla tenerezza che si conserva nei ricordi del cuore.
21. Il nucleo di ogni essere umano, il suo centro più intimo, non è il nucleo dell’anima ma dell’intera persona nella sua identità unica, che è di anima e corpo. Tutto è unificato nel cuore, che può essere la sede dell’amore con tutte le sue componenti spirituali, psichiche e anche fisiche. In definitiva, se in esso regna l’amore, la persona raggiunge la propria identità in modo pieno e luminoso, perché ogni essere umano è stato creato anzitutto per l’amore, è fatto nelle sue fibre più profonde per amare ed essere amato.
22. Per questo motivo, vedendo come si susseguono nuove guerre, con la complicità, la tolleranza o l’indifferenza di altri Paesi, o con mere lotte di potere intorno a interessi di parte, viene da pensare che la società mondiale stia perdendo il cuore. Basta guardare e ascoltare le donne anziane – delle varie parti in conflitto – che sono prigioniere di questi conflitti devastanti. È straziante vederle piangere i nipoti uccisi, o sentirle augurarsi la morte per aver perso la casa dove hanno sempre vissuto. Esse, che tante volte sono state modelli di forza e resistenza nel corso di vite difficili e sacrificate, ora che arrivano all’ultima tappa della loro esistenza non ricevono una meritata pace, ma angoscia, paura e indignazione. Scaricare la colpa sugli altri non risolve questo dramma vergognoso. Veder piangere le nonne senza che questo risulti intollerabile è segno di un mondo senza cuore.
23. Quando ognuno riflette, cerca, medita sul proprio essere e sulla propria identità, o analizza le questioni più alte; quando pensa al senso della propria vita e pure se cerca Dio, quand’anche provasse il gusto di aver intravisto qualcosa della verità, tutto ciò esige di trovare il suo culmine nell’amore. Amando, una persona sente di sapere perché e a che scopo vive. Così tutto confluisce in uno stato di connessione e di armonia. Pertanto, di fronte al proprio mistero personale, forse la domanda più decisiva che ognuno si può porre è questa: ho un cuore?
IL FUOCO
24. Questo ha conseguenze sulla spiritualità. Ad esempio, la teologia degli Esercizi Spirituali di Sant’Ignazio di Loyola ha come principio l’affectus. La dimensione discorsiva si costruisce su un volere fondamentale (con tutta la forza del cuore), che dà energia e risorse al compito di riorganizzare la vita. Le regole e le composizioni di luogo che Ignazio mette in atto funzionano sulla base di un “fondamento” diverso da esse, l’ignoto del cuore. Michel de Certeau evidenzia come le “mozioni” di cui parla Sant’Ignazio siano le irruzioni di una volontà di Dio e di una volontà del proprio cuore che rimane diversa rispetto all’ordine manifesto. Qualcosa di inaspettato comincia a parlare nel cuore della persona, qualcosa che nasce dall’inconoscibile, rimuove la superficie di ciò che è noto e vi si oppone. È l’origine di un nuovo “ordinamento della vita” a partire dal cuore. Non si tratta di discorsi razionali che bisognerebbe mettere in pratica traducendoli nella vita, come se l’affettività e la pratica fossero semplicemente conseguenze – dipendenti – di un sapere assicurato.[16]
25. Lì dove il filosofo si ferma col suo pensiero, il cuore credente ama, adora, chiede perdono e si offre di servire nel luogo che il Signore gli dà da scegliere per seguirlo. Allora capisce di essere il “tu” di Dio e che può essere un “sé” perché Dio è un “tu” per lui. Il fatto è che solo il Signore ci offre di trattarci come un “tu” sempre e per sempre. Accettare la sua amicizia è una questione di cuore e ci costituisce come persone nel senso pieno del termine.
26. San Bonaventura diceva che a ben vedere si deve interrogare «non la luce, ma il fuoco».[17] E insegnava che «la fede è nell’intelletto, in modo da provocare l’affetto. Per esempio: sapere che Cristo è morto per noi non rimane conoscenza, ma diventa necessariamente affetto, amore».[18] In questa prospettiva, San John Henry Newman scelse come proprio motto la frase “Cor ad cor loquitur”, perché, al di là di ogni dialettica, il Signore ci salva parlando al nostro cuore dal suo Sacro Cuore. Questa stessa logica faceva sì che per lui, grande pensatore, il luogo dell’incontro più profondo con sé stesso e con il Signore non fosse la lettura o la riflessione, ma il dialogo orante, da cuore a cuore, con Cristo vivo e presente. Perciò Newman trovava nell’Eucaristia il Cuore di Gesù vivo, capace di liberare, di dare senso ad ogni momento e di infondere nell’uomo la vera pace: «O santissimo ed amabilissimo Cuore di Gesù, tu sei nascosto nella santa Eucaristia, e qui palpiti sempre per noi. […] Io ti adoro con tutto il mio amore e con tutta la mia venerazione, col mio affetto fervente e con la mia volontà più sottomessa e risoluta. O mio Dio, quando tu vieni a me nella santa comunione e poni in me la tua dimora, fa’ che il mio cuore batta all’unisono col tuo. Purificalo da tutto ciò che è orgoglio e senso, che è durezza e crudeltà, da ogni perversità, da ogni disordine, da ogni tiepidezza. Riempilo talmente di te, che né gli avvenimenti quotidiani, né le circostanze della vita possano riuscire a sconvolgerlo, e nel tuo timore e nel tuo amore possa trovare la pace».[19]
27. Davanti al Cuore di Gesù vivo e presente, la nostra mente, illuminata dallo Spirito, comprende le parole di Gesù. Così la nostra volontà si mette in moto per praticarle. Ma ciò potrebbe rimanere una forma di moralismo autosufficiente. Sentire e gustare il Signore e onorarlo è cosa del cuore. Solo il cuore è capace di mettere le altre facoltà e passioni e tutta la nostra persona in atteggiamento di riverenza e di obbedienza amorosa al Signore.
IL MONDO PUÒ CAMBIARE A PARTIRE DAL CUORE
28. Solo a partire dal cuore le nostre comunità riusciranno a unire le diverse intelligenze e volontà e a pacificarle affinché lo Spirito ci guidi come rete di fratelli, perché anche la pacificazione è compito del cuore. Il Cuore di Cristo è estasi, è uscita, è dono, è incontro. In Lui diventiamo capaci di relazionarci in modo sano e felice e di costruire in questo mondo il Regno d’amore e di giustizia. Il nostro cuore unito a quello di Cristo è capace di questo miracolo sociale.
29. Prendere sul serio il cuore ha conseguenze sociali. Come insegna il Concilio Vaticano II, «ciascuno di noi deve adoperarsi per mutare il suo cuore, aprendo gli occhi sul mondo intero e su tutte quelle cose che gli uomini possono compiere insieme per condurre l’umanità verso un migliore destino».[20] Perché «gli squilibri di cui soffre il mondo contemporaneo si collegano con quel più profondo squilibrio che è radicato nel cuore dell’uomo».[21] Di fronte ai drammi del mondo, il Concilio invita a tornare al cuore, spiegando che l’essere umano «nella sua interiorità, trascende l’universo delle cose: in quelle profondità egli torna, quando fa ritorno a se stesso, là dove lo aspetta quel Dio che scruta i cuori (cfr 1 Sam 16,7; Ger 17,10) là dove sotto lo sguardo di Dio egli decide del suo destino».[22]
30. Questo non significa fare troppo affidamento su noi stessi. Stiamo attenti: rendiamoci conto che il nostro cuore non è autosufficiente, è fragile ed è ferito. Ha una dignità ontologica, ma allo stesso tempo deve cercare una vita più dignitosa.[23] Dice ancora il Concilio Vaticano II che «il fermento evangelico suscitò e suscita nel cuore dell’uomo questa irrefrenabile esigenza di dignità»,[24] tuttavia per vivere secondo questa dignità non basta conoscere il Vangelo né fare meccanicamente ciò che esso ci comanda. Abbiamo bisogno dell’aiuto dell’amore divino. Andiamo al Cuore di Cristo, il centro del suo essere, che è una fornace ardente di amore divino e umano ed è la massima pienezza che possa raggiungere l’essere umano. È lì, in quel Cuore, che riconosciamo finalmente noi stessi e impariamo ad amare.
31. Infine, questo Cuore Sacro è il principio unificatore della realtà, perché «Cristo è il cuore del mondo; la sua Pasqua di morte e risurrezione è il centro della storia, che grazie a Lui è storia di salvezza».[25] Tutte le creature «avanzano, insieme a noi e attraverso di noi, verso la meta comune, che è Dio, in una pienezza trascendente dove Cristo risorto abbraccia e illumina tutto».[26] Davanti al Cuore di Cristo, chiedo al Signore di avere ancora una volta compassione di questa terra ferita, che Lui ha voluto abitare come uno di noi. Che riversi i tesori della sua luce e del suo amore, affinché il nostro mondo, che sopravvive tra le guerre, gli squilibri socioeconomici, il consumismo e l’uso anti-umano della tecnologia, possa recuperare ciò che è più importante e necessario: il cuore.
II.
GESTI E PAROLE D’AMORE
32. Il Cuore di Cristo, che simboleggia il suo centro personale da cui sgorga il suo amore per noi, è il nucleo vivo del primo annuncio. Lì è l’origine della nostra fede, la sorgente che mantiene vive le convinzioni cristiane.
GESTI CHE RIFLETTONO IL CUORE
33. Il modo in cui Cristo ci ama è qualcosa che Egli non ha voluto troppo spiegarci. Lo ha mostrato nei suoi gesti. Guardandolo agire possiamo scoprire come tratta ciascuno di noi, anche se facciamo fatica a percepirlo. Andiamo allora a guardare lì dove la nostra fede può riconoscerlo: nel Vangelo.
34. Il Vangelo dice che Gesù «venne fra i suoi» (Gv 1,11). I suoi siamo noi, perché Egli non ci tratta come qualcosa di estraneo. Ci considera cosa propria, che Lui custodisce con cura, con affetto. Ci tratta come suoi. Non nel senso che siamo suoi schiavi, Lui stesso lo nega: «Non vi chiamo più servi» (Gv 15,15). Ciò che propone è l’appartenenza reciproca degli amici. È venuto, ha superato tutte le distanze, si è fatto vicino a noi come le cose più semplici e quotidiane dell’esistenza. Infatti, Egli ha un altro nome, che è “Emmanuele” e significa “Dio con noi”, Dio vicino alla nostra vita, che vive in mezzo a noi. Il Figlio di Dio si è incarnato e «svuotò se stesso, assumendo una condizione di servo» (Fil 2,7).
35. Questo è evidente quando lo vediamo agire. È sempre alla ricerca, vicino, costantemente aperto all’incontro. Lo contempliamo quando si ferma a conversare con la Samaritana al pozzo dove lei andava a prendere l’acqua (cfr Gv 4,5-7). Lo vediamo che, a notte fonda, incontra Nicodemo, che aveva paura di farsi vedere insieme a Gesù (cfr Gv 3,1-2). Lo ammiriamo quando senza vergogna si lascia lavare i piedi da una prostituta (cfr Lc 7,36-50); quando dice, occhi negli occhi, alla donna adultera: “Non ti condanno” (cfr Gv 8,11); o quando affronta l’indifferenza dei suoi discepoli e al cieco sulla strada dice con affetto: «Che cosa vuoi che io faccia per te?» (Mc 10,51). Cristo mostra che Dio è vicinanza, compassione e tenerezza.
36. Se guariva qualcuno, preferiva avvicinarsi: «Tese la mano e lo toccò» (Mt 8,3); «le toccò la mano» (Mt 8,15); «toccò loro gli occhi» (Mt 9,29). E si fermava persino a guarire i malati con la sua stessa saliva (cfr Mc 7,33), come una madre, perché non lo sentissero estraneo alla loro vita. Perché «il Signore sa quella bella scienza delle carezze. La tenerezza di Dio: non ci ama a parole, si avvicina e nel suo starci vicino ci dà il suo amore con tutta la tenerezza possibile».[27]
37. Dato che per noi è difficile fidarci, perché siamo stati feriti da tante falsità, aggressioni e delusioni, Egli ci sussurra all’orecchio: «Coraggio, figlio» (Mt 9,2), «Coraggio, figlia» (Mt 9,22). Si tratta di superare la paura e renderci conto che con Lui non abbiamo nulla da perdere. A Pietro, che non si fidava, «Gesù tese la mano, lo afferrò e gli disse: “[…] Perché hai dubitato?”» (Mt 14,31). Non temere. Lascialo venire vicino a te, fallo sedere accanto a te. Possiamo dubitare di tante persone, ma non di Lui. E non fermarti a causa dei tuoi peccati. Ricordati che molti peccatori «se ne stavano a tavola con Gesù» (Mt 9,10) e Lui non si scandalizzava di nessuno di loro. Gli elitari della religione si lamentavano e lo trattavano come «un mangione e un beone, amico di pubblicani e peccatori» (Mt 11,19). Quando i farisei criticavano questa sua vicinanza alle persone considerate di bassa condizione o peccatrici, Gesù diceva loro: «Misericordia io voglio e non sacrifici» (Mt 9,13).
38. Quello stesso Gesù oggi aspetta che tu gli dia la possibilità di illuminare la tua esistenza, di farti alzare, di riempirti con la sua forza. Prima di morire, infatti, disse ai suoi discepoli: «Non vi lascerò orfani: verrò da voi. Ancora un poco e il mondo non mi vedrà più; voi invece mi vedrete» (Gv 14,18-19). Egli trova sempre un modo per manifestarsi nella tua vita, perché tu possa incontrarti con Lui.
LO SGUARDO
39. Narra il Vangelo che un uomo ricco venne da Lui, pieno di ideali ma senza la forza di cambiare vita. Allora «Gesù fissò lo sguardo su di lui» (Mc 10,21). Riesci a immaginare quell’istante, quell’incontro tra gli occhi di quest’uomo e lo sguardo di Gesù? Se ti chiama, se ti invita per una missione, prima ti guarda, scruta l’intimo del tuo essere, percepisce e conosce tutto ciò che vi è in te, pone su di te il suo sguardo: «Mentre camminava lungo il mare di Galilea, vide due fratelli [...]. Andando oltre, vide altri due fratelli» (Mt 4,18.21).
40. Molti testi del Vangelo ci mostrano Gesù che presta tutta la sua attenzione alle persone, alle loro preoccupazioni, alle loro sofferenze. Ad esempio: «Vedendo le folle, ne sentì compassione, perché erano stanche e sfinite» (Mt 9,36). Quando ci sembra che tutti ci ignorino, che nessuno sia interessato a ciò che ci accade, che non siamo importanti per nessuno, Lui è attento a noi. È quello che fece notare a Natanaele, che se ne stava solitario e assorto: «Prima che Filippo ti chiamasse, io ti ho visto quando eri sotto l’albero di fichi» (Gv 1,48).
41. Proprio perché è attento a noi, Egli è in grado di riconoscere ogni buona intenzione che hai, ogni piccola buona azione che compi. Il Vangelo racconta che «vide una vedova povera, che vi gettava [nel tesoro del tempio] due monetine» (Lc 21,2) e subito lo fece notare ai suoi apostoli. Gesù presta attenzione in modo tale da ammirare le cose buone che riconosce in noi. Quando il centurione lo pregò con totale fiducia, «ascoltandolo, Gesù si meravigliò» (Mt 8,10). Quanto è bello sapere che se gli altri ignorano le nostre buone intenzioni o le cose positive che possiamo fare, a Gesù non sfuggono, anzi le ammira.
42. Egli, come uomo, aveva imparato questo da Maria, sua madre. Lei, che contemplava tutto con cura e lo «custodiva […] nel suo cuore» (Lc 2,19.51), gli insegnò fin da piccolo, insieme a San Giuseppe, a prestare attenzione.
LE PAROLE
43. Benché nelle Scritture abbiamo la sua Parola sempre viva e attuale, a volte Gesù ci parla interiormente e ci chiama per portarci nel posto migliore. E il posto migliore è il suo Cuore. Ci chiama per farci entrare lì dove possiamo recuperare le forze e la pace: «Venite a me, voi tutti che siete stanchi e oppressi, e io vi darò ristoro» (Mt 11,28). Per questo ha chiesto ai suoi discepoli: «Rimanete in me» (Gv 15,4).
44. Le parole che Gesù diceva mostravano che la sua santità non eliminava i sentimenti. In alcune occasioni manifestavano un amore appassionato, che soffre per noi, si commuove, si lamenta, e arriva fino alle lacrime. È evidente che non lo lasciavano indifferente le comuni preoccupazioni e ansie della gente, come la stanchezza o la fame: «Sento compassione per la folla; [...] non hanno da mangiare. [...] Verranno meno lungo il cammino; e alcuni di loro sono venuti da lontano» (Mc 8,2-3).
45. Il Vangelo non nasconde i sentimenti di Gesù nei confronti di Gerusalemme, la città amata: «Quando fu vicino, alla vista della città, pianse su di essa» (Lc 19,41) ed espresse il suo desiderio più grande: «Se avessi compreso anche tu, in questo giorno, quello che porta alla pace!» (19,42). Gli evangelisti, pur presentandolo talvolta potente o glorioso, non mancano di mostrare i suoi sentimenti di fronte alla morte e al dolore degli amici. Prima di raccontare che davanti alla tomba di Lazzaro «Gesù scoppiò in pianto» (Gv 11,35), il Vangelo si sofferma a dire che «Gesù amava Marta e sua sorella e Lazzaro» (Gv 11,5) e che, vedendo piangere Maria e quelli che stavano con lei, «si commosse profondamente e [fu] molto turbato» (Gv 11,33). La narrazione non lascia dubbi sul fatto che si trattasse di un pianto sincero, scaturito da un turbamento interiore. Infine, nemmeno si è voluto nascondere l’angoscia di Gesù davanti alla propria morte violenta per mano di quelli che Lui tanto amava: «Cominciò a sentire paura e angoscia» (Mc 14,33), fino a dire: «la mia anima è triste fino alla morte» (Mc 14,34). Questo turbamento interiore si esprime in tutta la sua forza nel grido del Crocifisso: «Dio mio, Dio mio, perché mi hai abbandonato?» (Mc 15,34).
46. Tutto questo, a uno sguardo superficiale, può sembrare mero romanticismo religioso. Tuttavia, è la cosa più seria e più decisiva. Trova la sua massima espressione in Cristo inchiodato ad una croce. È la parola d’amore più eloquente. Non è un guscio vuoto, non è puro sentimento, non è un’evasione spirituale. È amore. Ecco perché San Paolo, quando cercava le parole giuste per spiegare il suo rapporto con Cristo, disse: «Mi ha amato e ha consegnato se stesso per me» (Gal 2,20). Questa era la sua più grande convinzione: sapere di essere amato. La dedizione di Cristo sulla croce lo soggiogava, ma aveva senso solo perché c’era qualcosa di ancora più grande di quella dedizione: “Mi ha amato”. Quando molte persone cercavano in varie proposte religiose la salvezza, il benessere o la sicurezza, Paolo, toccato dallo Spirito, ha saputo guardare oltre e meravigliarsi della cosa più grande e fondamentale: “Mi ha amato”.
47. Dopo aver contemplato Cristo, guardando ciò che i suoi gesti e le sue parole lasciano vedere del suo Cuore, ricordiamo ora come la Chiesa riflette sul santo mistero del Cuore del Signore.
III.
QUESTO È IL CUORE CHE HA TANTO AMATO
48. La devozione al Cuore di Cristo non è il culto di un organo separato dalla Persona di Gesù. Ciò che contempliamo e adoriamo è Gesù Cristo intero, il Figlio di Dio fatto uomo, rappresentato in una sua immagine dove è evidenziato il suo cuore. In questo caso il cuore di carne è assunto come immagine o segno privilegiato del centro più intimo del Figlio incarnato e del suo amore insieme divino e umano, perché più di ogni altro membro del suo corpo è «l’indice naturale, ovvero il simbolo della sua immensa carità».[28]
L’ADORAZIONE DI CRISTO
49. È indispensabile sottolineare che ci relazioniamo con la Persona di Cristo, nell’amicizia e nell’adorazione, attratti dall’amore rappresentato nell’immagine del suo Cuore. Veneriamo tale immagine che lo rappresenta, ma l’adorazione è rivolta solo a Cristo vivo, nella sua divinità e in tutta la sua umanità, per lasciarci abbracciare dal suo amore umano e divino.
50. Al di là dell’immagine utilizzata, è certo che il Cuore vivo di Cristo – mai un’immagine – è oggetto di adorazione, perché è parte del suo corpo santissimo e risorto, inseparabile dal Figlio di Dio che lo ha assunto per sempre. È adorato in quanto «Cuore della Persona del Verbo, al quale è inseparabilmente unito».[29] Non lo adoriamo isolatamente, ma in quanto con questo Cuore è il Figlio stesso incarnato che vive, ama e riceve il nostro amore. Pertanto, ogni atto d’amore o adorazione del suo Cuore è in realtà «veramente e realmente tributato a Cristo stesso»,[30] poiché tale figura rimanda spontaneamente a Lui ed è «simbolo e immagine espressiva dell’infinita carità di Gesù Cristo».[31]
51. Per questo motivo nessuno dovrebbe pensare che questa devozione possa separarci o distrarci da Gesù Cristo e dal suo amore. In modo spontaneo e diretto ci indirizza a Lui e a Lui solo, che ci chiama a una preziosa amicizia fatta di dialogo, affetto, fiducia, adorazione. Questo Cristo dal cuore trafitto e ardente è lo stesso che è nato a Betlemme per amore; è quello che camminava per la Galilea guarendo, accarezzando, riversando misericordia; è quello che ci ha amati fino alla fine aprendo le braccia sulla croce. Infine, è lo stesso che è risorto e vive glorioso in mezzo a noi.
LA VENERAZIONE DELLA SUA IMMAGINE
52. Va notato che l’immagine di Cristo con il suo cuore, pur non essendo in alcun modo oggetto di adorazione, non è una tra le tante che potremmo scegliere. Non è qualcosa di inventato a tavolino o disegnato da un artista, «non è un simbolo immaginario, è un simbolo reale, che rappresenta il centro, la fonte da cui è sgorgata la salvezza per l’umanità intera».[32]
53. C’è un’esperienza umana universale che rende unica tale immagine. È indubitabile, infatti, che nel corso della storia e in varie parti del mondo il cuore sia diventato simbolo dell’intimità più personale e anche degli affetti, delle emozioni, della capacità di amare. Al di là di ogni spiegazione scientifica, una mano posata sul cuore di un amico esprime un affetto speciale; quando ci si innamora e si sta vicino alla persona amata, il battito del cuore accelera; quando si subisce l’abbandono o l’inganno da parte di una persona cara, si sente come una forte oppressione sul cuore. Del resto, per esprimere che qualcosa è sincero, che viene davvero dal centro della persona, si dice: “Te lo dico di cuore”. Il linguaggio poetico non può ignorare la forza di queste esperienze. È quindi inevitabile che attraverso la storia il cuore abbia raggiunto una capacità simbolica unica, non meramente convenzionale.
54. Si comprende allora che la Chiesa abbia scelto l’immagine del cuore per rappresentare l’amore umano e divino di Gesù Cristo e il nucleo più intimo della sua Persona. Tuttavia, benché il disegno di un cuore con fiamme di fuoco possa essere un simbolo eloquente che ci ricorda l’amore di Gesù, è conveniente che questo cuore faccia parte di un’immagine di Gesù Cristo. In tal modo risulta ancora più significativa la sua chiamata a una relazione personale, di incontro e di dialogo.[33] Quell’immagine venerata di Cristo, dove risalta il suo cuore amoroso, ha nello stesso tempo uno sguardo che chiama all’incontro, al dialogo, alla fiducia; ha mani forti capaci di sostenerci; ha una bocca che ci rivolge la parola in modo unico e personalissimo.
55. Il cuore ha il pregio di essere percepito non come un organo separato, ma come un intimo centro unificatore e, allo stesso tempo, come espressione della totalità della persona, cosa che non succede con altri organi del corpo umano. Se è il centro intimo della totalità della persona, e quindi una parte che rappresenta il tutto, possiamo facilmente snaturarlo se lo contempliamo separatamente dalla figura del Signore. L’immagine del cuore deve metterci in relazione con la totalità di Gesù Cristo nel suo centro unificatore e, contemporaneamente, da quel centro unificatore, deve orientarci a contemplare Cristo in tutta la bellezza e la ricchezza della sua umanità e della sua divinità.
56. Questo va al di là dell’attrattiva che possono avere le varie immagini realizzate del Cuore di Cristo, perché, davanti alle immagini di Cristo, non «dobbiamo chiedere loro qualcosa», né «dobbiamo riporre la nostra fiducia nelle immagini, come facevano i pagani nei tempi antichi», ma «attraverso le immagini che baciamo e davanti alle quali ci scopriamo il capo e ci prostriamo, adoriamo Cristo».[34]
57. Inoltre, alcune di queste immagini possono sembrarci poco attraenti e non muoverci granché all’amore e alla preghiera. Questo è secondario, poiché l’immagine è solo una figura motivante e, come direbbero gli orientali, non bisogna fissare il dito che indica la luna. Mentre l’Eucaristia è presenza reale da adorare, in questo caso si tratta solo di un’immagine che, pur essendo benedetta, ci invita ad andare oltre, ci orienta a elevare il nostro cuore a quello di Cristo vivo e a unirlo a Lui. L’immagine venerata invita, indica, emoziona, affinché dedichiamo un tempo all’incontro con Cristo e alla sua adorazione, come ci sembra meglio immaginarlo. In questo modo, guardando l’immagine ci poniamo di fronte a Cristo, e dinanzi a Lui «l’amore si raccoglie, contempla il mistero e lo assapora in silenzio».[35]
58. Detto tutto questo, non dobbiamo dimenticare che l’immagine del cuore ci parla di carne umana, di terra, e perciò ci parla anche di Dio che ha voluto entrare nella nostra condizione storica, farsi storia e condividere il nostro cammino terreno. Una modalità di devozione più astratta o stilizzata non sarà necessariamente più fedele al Vangelo, perché in questo segno sensibile e accessibile si manifesta il modo in cui Dio ha voluto rivelarsi e farsi vicino.
AMORE SENSIBILE
59. Amore e cuore non sono necessariamente uniti, perché in un cuore umano possono regnare l’odio, l’indifferenza, l’egoismo. Ma non raggiungiamo la nostra piena umanità se non usciamo da noi stessi, e non diventiamo completamente noi stessi se non amiamo. Quindi il centro intimo della nostra persona, creato per l’amore, realizza il progetto di Dio solo se ama. Così, il simbolo del cuore simboleggia allo stesso tempo l’amore.
60. Il Figlio eterno di Dio, che mi trascende senza limiti, ha voluto amarmi anche con un cuore umano. I suoi sentimenti umani diventano sacramento di un amore infinito e definitivo. Il suo cuore non è dunque un simbolo fisico che esprime soltanto una realtà spirituale o separata dalla materia. Lo sguardo rivolto al Cuore del Signore contempla una realtà fisica, la sua carne umana, e questa rende possibile che Cristo abbia emozioni e sentimenti umani, come noi, benché pienamente trasformati dal suo amore divino. La devozione deve raggiungere l’amore infinito della persona del Figlio di Dio, ma dobbiamo affermare che esso è inseparabile dal suo amore umano, e a tale scopo ci aiuta l’immagine del suo cuore di carne.
61. Se ancora oggi il cuore è percepito nel sentimento popolare come il centro affettivo di ogni essere umano, esso è ciò che meglio può significare l’amore divino di Cristo unito per sempre e inseparabilmente al suo amore integralmente umano. Già Pio XII ricordava che la Parola di Dio, dove descrive «l’amore del Cuore di Gesù Cristo, non comprende soltanto la carità divina, ma si estende ai sentimenti dell’affetto umano. […] Pertanto il Cuore di Gesù Cristo, unito ipostaticamente alla Persona divina del Verbo, dovette indubbiamente palpitare d’amore e di ogni altro affetto sensibile».[36]
62. Nei Padri della Chiesa, a fronte di alcuni che negavano o relativizzavano la vera umanità di Cristo, troviamo una forte affermazione della realtà concreta e tangibile degli affetti umani del Signore. Così, San Basilio sottolinea che l’incarnazione del Signore non è qualcosa di fantasioso, ma che «il Signore ha posseduto gli affetti naturali».[37] San Giovanni Crisostomo propone un esempio: «Se non avesse avuto la nostra natura, non avrebbe sperimentato più volte la tristezza».[38] Sant’Ambrogio afferma: «Poiché ha preso l’anima, ha preso le passioni dell’anima».[39] E Sant’Agostino presenta gli affetti umani come una realtà che, una volta assunta da Cristo, non è più estranea alla vita della grazia: «Il Signore Gesù prese tutte queste conseguenze proprie della debolezza umana (come ne prese la morte corporale), non per una necessità impostagli, ma per una volontà di misericordia. […] Per cui, se a qualcuno fosse capitato di rattristarsi e di soffrire in mezzo alle tentazioni umane, non dovesse, perciò, ritenersi abbandonato dalla grazia di Cristo».[40] Infine, San Giovanni Damasceno ritiene che questa reale esperienza affettiva di Cristo nella sua umanità sia la prova che Egli ha assunto la nostra natura interamente e non parzialmente, per redimerla e trasformarla intera. Cristo ha dunque assunto tutti gli elementi che compongono la natura umana, affinché tutti fossero santificati.[41]
63. Vale la pena di riprendere qui la riflessione di un teologo, il quale riconosce che, «sotto l’influsso del pensiero greco, la teologia a lungo ha relegato il corpo e i sentimenti nel mondo del pre-umano, dell’infra-umano o della tentazione del vero umano, ma ciò che la teologia non ha risolto in teoria l’ha risolto la spiritualità in pratica. Essa e la religiosità popolare hanno mantenuto vivo il rapporto con gli aspetti somatici, psicologici e storici di Gesù. La Via Crucis, la devozione alle sue piaghe, la spiritualità del prezioso sangue, la devozione al cuore di Gesù, le pratiche eucaristiche [...]. Tutto ciò ha colmato le lacune della teologia alimentando l’immaginazione e il cuore, l’amore e la tenerezza per Cristo, la speranza e la memoria, il desiderio e la nostalgia. La ragione e la logica hanno preso altre strade».[42]
TRIPLICE AMORE
64. Non ci fermiamo nemmeno soltanto sui suoi sentimenti umani, per quanto belli e commoventi, perché contemplando il Cuore di Cristo riconosciamo come nei suoi nobili e sani sentimenti, nella sua tenerezza, nel vibrare del suo affetto umano, si manifesti tutta la verità del suo amore divino e infinito. Così lo esprimeva Benedetto XVI: «Dall’orizzonte infinito del suo amore, Dio ha voluto entrare nei limiti della storia e della condizione umana, ha preso un corpo e un cuore; così che noi possiamo contemplare e incontrare l’infinito nel finito, il Mistero invisibile e ineffabile nel Cuore umano di Gesù, il Nazareno».[43]
65. In realtà, c’è un triplice amore che è contenuto e ci abbaglia nell’immagine del Cuore del Signore. Innanzitutto, l’amore divino infinito che troviamo in Cristo. Ma pensiamo anche alla dimensione spirituale dell’umanità del Signore. Da questo punto di vista, il cuore «è il simbolo di quell’ardentissima carità, che, infusa nella sua anima, costituisce la preziosa dote della sua volontà umana». Infine, «è simbolo del suo amore sensibile».[44]
66. Questi tre amori non sono capacità separate, che funzionano in modo parallelo o slegato, bensì agiscono e si esprimono insieme e in un costante flusso di vita: «Alla luce, infatti, della fede, per la quale crediamo che nella Persona di Cristo esiste il connubio tra la natura umana e la divina, la nostra mente è resa idonea a concepire gli strettissimi vincoli che esistono tra l’amore sensibile del cuore fisico di Gesù e il suo duplice amore spirituale, l’umano e il divino».[45]
67. Perciò, entrando nel Cuore di Cristo, ci sentiamo amati da un cuore umano, pieno di affetti e sentimenti come i nostri. La sua volontà umana vuole liberamente amarci, e questa volontà spirituale è pienamente illuminata dalla grazia e dalla carità. Quando raggiungiamo l’intimo di quel Cuore, siamo inondati dalla gloria incommensurabile del suo amore infinito di Figlio eterno, che non possiamo più separare dal suo amore umano. È proprio nel suo amore umano, e non allontanandoci da esso, che troviamo il suo amore divino: troviamo «l’infinito nel finito».[46]
68. È un insegnamento costante e definitivo della Chiesa che la nostra adorazione alla sua Persona è unica e abbraccia inseparabilmente sia la sua natura divina che la sua natura umana. Fin dai tempi antichi la Chiesa insegna che dobbiamo «adorare un solo e medesimo Cristo, Figlio di Dio e dell’uomo, in due nature inseparabili e indivise».[47] E questo «con un’unica adorazione […], perché il Verbo si è fatto carne».[48] In nessun modo Cristo è «adorato in due nature, da cui si introducono due adorazioni», ma «il Verbo Dio incarnato con la propria carne è adorato con una sola adorazione».[49]
69. San Giovanni della Croce ha voluto esprimere che nell’esperienza mistica l’amore incommensurabile di Cristo risorto non è sentito come estraneo alla nostra vita. L’Infinito in qualche modo si abbassa affinché attraverso il Cuore aperto di Cristo possiamo vivere un incontro d’amore veramente reciproco: «È infatti possibile che un uccello di basso volo prenda un’aquila reale dal volo sublime, se questa, desiderando di essere presa, viene in basso».[50] E spiega che «vedendo la sposa ferita dal suo amore e udendone il gemito, viene ferito dall’amore di lei giacché tra gli innamorati la ferita dell’uno è ferita dell’altro e unico è il sentimento che hanno».[51] Questo mistico intende la figura del costato ferito di Cristo come una chiamata alla piena unione con il Signore. Egli è il cervo vulnerato, ferito quando non ci siamo ancora lasciati toccare dal suo amore, che scende ai ruscelli d’acqua per dissetarsi e trova conforto ogni volta che ci rivolgiamo a Lui:
«Volgiti, o colomba,
poiché il cervo ferito
sull’alto colle spunta
all’aura del tuo volo e il fresco prende».[52]
PROSPETTIVE TRINITARIE
70. La devozione al Cuore di Gesù è marcatamente cristologica; è una contemplazione diretta di Cristo che invita all’unione con Lui. Ciò è legittimo se teniamo presente quanto chiede la Lettera agli Ebrei: correre la nostra corsa «tenendo fisso lo sguardo su Gesù» (12,2). Tuttavia, non possiamo ignorare che, allo stesso tempo, Gesù si presenta come la via per andare al Padre: «Io sono la via […]. Nessuno viene al Padre se non per mezzo di me» (Gv 14,6). Egli vuole condurci al Padre. Ecco perché la predicazione della Chiesa, fin dall’inizio, non ci fa fermare a Gesù Cristo, ma ci conduce al Padre. È Lui che alla fine, come pienezza originaria, dev’essere glorificato.[53]
71. Soffermiamoci, ad esempio, sulla Lettera agli Efesini, dove si può vedere con forza e chiarezza come la nostra adorazione sia rivolta al Padre: «Io piego le ginocchia davanti al Padre» (Ef 3,14). «C’è un solo Dio e Padre di tutti, che è al di sopra di tutti, opera per mezzo di tutti ed è presente in tutti» (Ef 4,6). «Rendendo continuamente grazie per ogni cosa a Dio Padre» (Ef 5,20). Il Padre è Colui al quale siamo destinati (cfr 1 Cor 8,6). Per questo motivo, San Giovanni Paolo II diceva che «tutta la vita cristiana è come un grande pellegrinaggio verso la casa del Padre».[54] È ciò che ha sperimentato Sant’Ignazio di Antiochia sulla via del martirio: «Un’acqua viva mormora dentro di me e mi dice: Vieni al Padre!».[55]
72. È innanzitutto il Padre di Gesù Cristo: «Benedetto Dio, Padre del Signore nostro Gesù Cristo» (Ef 1,3). È «il Dio del Signore nostro Gesù Cristo, il Padre della gloria» (Ef 1,17). Quando il Figlio si è fatto uomo, tutti i desideri e le aspirazioni del suo cuore umano erano rivolti al Padre. Se vediamo come Cristo si riferiva al Padre, possiamo cogliere questo fascino del suo cuore umano, questo perfetto e costante orientamento al Padre.[56] La sua storia su questa nostra terra è stata un camminare sentendo nel suo cuore umano una chiamata incessante ad andare al Padre.[57]
73. Sappiamo che la parola aramaica con cui Egli si rivolgeva al Padre era “Abbà”, che significa “papà, babbo”. Ai suoi tempi alcuni erano infastiditi da questa familiarità (cfr Gv 5,18). È l’espressione che Gesù ha usato per comunicare con il Padre quando è apparsa l’angoscia della morte: «Abbà (papà)! Tutto è possibile a te: allontana da me questo calice! Però non ciò che voglio io, ma ciò che vuoi tu» (Mc 14,36). Sempre Egli si è riconosciuto amato dal Padre: «Mi hai amato prima della creazione del mondo» (Gv 17,24). E Gesù, nel suo cuore umano, era estasiato nell’ascoltare il Padre che gli diceva: «Tu sei il Figlio mio, l’amato: in te ho posto il mio compiacimento» (Mc 1,11).
74. Il quarto Vangelo dice che il Figlio eterno del Padre è da sempre «nel seno del Padre» (Gv 1,18).[58] Sant’Ireneo afferma che «il Figlio di Dio è sempre esistito al cospetto del Padre».[59] E Origene sostiene che il Figlio persevera «nell’incessante contemplazione dell’abisso paterno».[60] Per questo, quando il Figlio si è fatto uomo, passava notti intere a comunicare con il Padre amato, in cima al monte (cfr Lc 6,12). Diceva: «Devo occuparmi delle cose del Padre mio» (Lc 2,49). Guardiamo le sue espressioni di lode: «Gesù esultò di gioia nello Spirito Santo e disse: «Ti rendo lode, o Padre, Signore del cielo e della terra» (Lc 10, 21). E le sue ultime parole, piene di fiducia, furono: «Padre, nelle tue mani consegno il mio spirito» (Lc 23,46).
75. Volgiamo ora lo sguardo allo Spirito Santo, che riempie il Cuore di Cristo e arde in Lui. Perché, come ha detto San Giovanni Paolo II, il Cuore di Cristo è «il capolavoro dello Spirito Santo».[61] Non è solo una cosa del passato, perché «nel Cuore di Cristo è viva l’azione dello Spirito Santo, a cui Gesù ha attribuito l’ispirazione della sua missione (cfr Lc 4,18; Is 61,1) e di cui aveva nell’Ultima Cena promesso l’invio. È lo Spirito che aiuta a cogliere la ricchezza del segno del costato trafitto di Cristo, dal quale è scaturita la Chiesa (cfr Cost. Sacrosanctum Concilium, 5)».[62] In definitiva, «solo lo Spirito Santo può aprire dinanzi a noi questa pienezza dell’“uomo interiore”, che si trova nel Cuore di Cristo. Solo Lui può far sì che da questa pienezza attingano forza, gradatamente, anche i nostri cuori umani».[63]
76. Se cerchiamo di addentrarci nel mistero dell’azione dello Spirito, vediamo che Egli geme in noi e dice “Abbà”: «Che voi siete figli lo prova il fatto che Dio mandò nei nostri cuori lo Spirito del suo Figlio, il quale grida: “Abbà! Padre!”» (Gal 4,6). Infatti «lo Spirito stesso, insieme al nostro spirito, attesta che siamo figli di Dio» (Rm 8,16). L’azione dello Spirito Santo nel cuore umano di Cristo provoca incessantemente questa attrazione verso il Padre. E quando ci unisce per la grazia ai sentimenti di Cristo, ci rende partecipi della relazione del Figlio con il Padre, è «lo Spirito che rende figli adottivi, per mezzo del quale gridiamo: “Abbà! Padre!”» (Rm 8,15).
77. Il nostro rapporto con il Cuore di Cristo si trasforma allora sotto l’impulso dello Spirito, che ci orienta verso il Padre, fonte della vita e origine ultima della grazia. Cristo stesso non desidera che ci fermiamo solo a Lui. L’amore di Cristo è «rivelazione della misericordia del Padre».[64] Il suo desiderio è che, spinti dallo Spirito che sgorga dal suo Cuore, “con Lui e in Lui” andiamo al Padre. La gloria è rivolta al Padre “per” Cristo,[65] “con” Cristo[66] e “in” Cristo.[67] San Giovanni Paolo II insegnava che «il Cuore del Salvatore ci invita a risalire all’amore del Padre, che è la sorgente di ogni autentico amore».[68] È proprio questo che lo Spirito Santo, venendo a noi dal Cuore di Cristo, cerca di alimentare nei nostri cuori. Per questo la Liturgia, sotto l’azione vivificante dello Spirito, si rivolge sempre al Padre dal Cuore risorto di Cristo.
ESPRESSIONI MAGISTERIALI RECENTI
78. In diverse modalità il Cuore di Cristo è stato presente nella storia della spiritualità cristiana. Nella Bibbia e nei primi secoli della Chiesa appariva nella figura del costato ferito del Signore, come fonte della grazia o come richiamo a un intimo incontro d’amore. Così è costantemente riapparso nella testimonianza di molti santi fino al giorno d’oggi. Negli ultimi secoli questa spiritualità ha assunto la forma di un vero e proprio culto del Cuore del Signore.
79. Alcuni miei predecessori hanno fatto riferimento al Cuore di Cristo e con espressioni molto differenti hanno invitato a unirsi a Lui. Alla fine del XIX secolo, Leone XIII ci invitava a consacrarci a Lui e nella sua proposta univa al tempo stesso l’invito all’unione con Cristo e l’ammirazione per lo splendore del suo amore infinito.[69] Circa trent’anni dopo, Pio XI presentò questa devozione come un compendio dell’esperienza di fede cristiana.[70] Inoltre, Pio XII ha affermato che il culto del Sacro Cuore esprime in modo eccellente, come una sintesi sublime, il nostro culto a Gesù Cristo.[71]
80. Più recentemente, San Giovanni Paolo II ha presentato lo sviluppo di questo culto nei secoli passati come una risposta alla crescita di forme di spiritualità rigoriste e disincarnate che dimenticavano la misericordia del Signore, ma allo stesso tempo come un appello attuale davanti a un mondo che cerca di costruirsi senza Dio: «La devozione al Sacro Cuore, così come si è sviluppata nell’Europa di due secoli fa, sotto l’impulso delle esperienze mistiche di Santa Margherita Maria Alacoque, è stata la risposta al rigorismo giansenista, che aveva finito per misconoscere l’infinita misericordia di Dio. [...] L’uomo del Duemila ha bisogno del Cuore di Cristo per conoscere Dio e per conoscere se stesso; ne ha bisogno per costruire la civiltà dell’amore».[72]
81. Benedetto XVI invitava a riconoscere il Cuore di Cristo come presenza intima e quotidiana nella vita di ciascuno: «Ogni persona ha bisogno di avere un “centro” della propria vita, una sorgente di verità e di bene a cui attingere per affrontare le varie situazioni e la fatica della vita quotidiana. Ognuno di noi, quando fa silenzio, ha bisogno di sentire non solo il battito del proprio cuore, ma anche, più profondamente, il battito di una presenza affidabile, percepibile con i sensi della fede e tuttavia molto più reale: la presenza di Cristo, cuore del mondo».[73]
APPROFONDIMENTO E ATTUALITÀ
82. L’immagine espressiva e simbolica del Cuore di Cristo non è l’unica risorsa che lo Spirito Santo ci dà per incontrare l’amore di Cristo, e avrà sempre bisogno di essere arricchita, illuminata e rinnovata attraverso la meditazione, la lettura del Vangelo e la maturazione spirituale. Già Pio XII diceva che la Chiesa non pretende «di vedere e di adorare nel Cuore di Gesù l’immagine così detta formale, cioè il segno proprio e perfetto del suo amore divino, non essendo possibile che l’intima essenza di questo sia adeguatamente rappresentata da qualsiasi immagine creata».[74]
83. La devozione al Cuore di Cristo è essenziale per la nostra vita cristiana in quanto significa l’apertura piena di fede e di adorazione al mistero dell’amore divino e umano del Signore, tanto che possiamo affermare ancora una volta che il Sacro Cuore è una sintesi del Vangelo.[75] Bisogna ricordare che le visioni o le manifestazioni mistiche narrate da alcuni santi che hanno proposto con passione la devozione al Cuore di Cristo non sono qualcosa che i credenti sono obbligati a credere come se fossero la Parola di Dio.[76] Sono stimoli belli che possono motivare e fare molto bene, anche se nessuno deve sentirsi obbligato a seguirli se non trova che lo aiutino nel suo cammino spirituale. Va sempre ricordato, del resto, come affermava Pio XII, che non si può dire che questo culto «debba la sua origine a rivelazioni private».[77]
84. La proposta della Comunione eucaristica il primo venerdì di ogni mese, ad esempio, era un messaggio forte in un momento in cui molte persone smettevano di accostarsi alla Comunione perché non avevano fiducia nel perdono divino, nella sua misericordia, e consideravano la Comunione come una sorta di premio per i perfetti. In quel contesto giansenista, la promozione di questa pratica fece molto bene, aiutando a riconoscere nell’Eucaristia l’amore gratuito e vicino del Cuore di Cristo che ci chiama all’unione con Lui. Possiamo affermare che anche oggi farebbe molto bene per un altro motivo: perché in mezzo al vortice del mondo attuale e alla nostra ossessione per il tempo libero, il consumo e il divertimento, i telefonini e i social media, dimentichiamo di nutrire la nostra vita con la forza dell’Eucaristia.
85. Allo stesso modo, nessuno deve sentirsi obbligato a fare un’ora di adorazione il giovedì. Ma come non raccomandarla? Quando qualcuno vive questa pratica con fervore insieme a tanti fratelli e sorelle e trova nell’Eucaristia tutto l’amore del Cuore di Cristo, «adora insieme con la Chiesa il simbolo e quasi il vestigio della Carità divina, la quale si è spinta fino ad amare anche col Cuore del Verbo Incarnato il genere umano».[78]
86. Questo era difficile da capire per molti giansenisti, che guardavano dall’alto in basso tutto ciò che era umano, affettivo, corporeo, e in definitiva ritenevano che tale devozione ci allontanasse dalla più pura adorazione del Dio Altissimo. Pio XII definì «falsa mistica»[79] l’atteggiamento elitario di alcuni gruppi che vedevano Dio così alto, così separato, così distante, da considerare le espressioni sensibili della pietà popolare pericolose e bisognose del controllo ecclesiastico.
87. Si potrebbe sostenere che oggi, più che al giansenismo, ci troviamo di fronte a una forte avanzata della secolarizzazione, che aspira ad un mondo libero da Dio. A ciò si aggiunge che si stanno moltiplicando nella società varie forme di religiosità senza riferimento a un rapporto personale con un Dio d’amore, che sono nuove manifestazioni di una “spiritualità senza carne”. Questo è vero. Tuttavia, devo constatare che all’interno della Chiesa stessa il dannoso dualismo giansenista è rinato con nuovi volti. Ha acquistato nuova forza negli ultimi decenni, ma è una manifestazione di quello gnosticismo che già danneggiava la spiritualità nei primi secoli della fede cristiana, e che ignorava la verità della “salvezza della carne”. Per questo motivo rivolgo il mio sguardo al Cuore di Cristo e invito a rinnovare la sua devozione. Spero che possa essere attraente anche per la sensibilità di oggi e in tal modo ci aiuti ad affrontare questi vecchi e nuovi dualismi ai quali offre una risposta adeguata.
88. Vorrei aggiungere che il Cuore di Cristo ci libera allo stesso tempo da un altro dualismo: quello di comunità e pastori concentrati solo su attività esterne, riforme strutturali prive di Vangelo, organizzazioni ossessive, progetti mondani, riflessioni secolarizzate, su varie proposte presentate come requisiti che a volte si pretende di imporre a tutti. Ne risulta spesso un cristianesimo che ha dimenticato la tenerezza della fede, la gioia della dedizione al servizio, il fervore della missione da persona a persona, l’esser conquistati dalla bellezza di Cristo, l’emozionante gratitudine per l’amicizia che Egli offre e per il senso ultimo che dà alla vita personale. Insomma, un’altra forma di trascendentalismo ingannevole, altrettanto disincarnato.
89. Queste malattie tanto attuali, dalle quali, quando ci siamo lasciati catturare, non sentiamo nemmeno il desiderio di guarire, mi spingono a proporre a tutta la Chiesa un nuovo approfondimento sull’amore di Cristo rappresentato nel suo santo Cuore. Lì possiamo trovare tutto il Vangelo, lì è sintetizzata la verità che crediamo, lì vi è ciò che adoriamo e cerchiamo nella fede, ciò di cui abbiamo più bisogno.
90. Davanti al Cuore di Cristo è possibile tornare alla sintesi incarnata del Vangelo e vivere ciò che ho proposto poco tempo fa, ricordando l’amata Santa Teresa di Gesù Bambino: «L’atteggiamento più adeguato è riporre la fiducia del cuore fuori di noi stessi: nell’infinita misericordia di un Dio che ama senza limiti e che ha dato tutto nella Croce di Gesù».[80] Ella lo viveva intensamente perché aveva scoperto nel Cuore di Cristo che Dio è amore: «A me Egli ha donato la sua Misericordia infinita ed è attraverso essa che contemplo e adoro le altre perfezioni Divine!».[81] Ecco perché la preghiera più popolare, diretta come un dardo al Cuore di Cristo, dice semplicemente: “Confido in te”.[82] Non servono altre parole.
91. Nei prossimi capitoli metteremo in evidenza due aspetti fondamentali che oggi la devozione al Sacro Cuore dovrebbe tenere uniti per continuare a nutrirci e ad avvicinarci al Vangelo: l’esperienza spirituale personale e l’impegno comunitario e missionario.
IV.
L’AMORE CHE DÀ DA BERE
92. Torniamo alle Sacre Scritture, ai testi ispirati che sono il luogo principale in cui troviamo la Rivelazione. In esse e nella Tradizione viva della Chiesa è contenuto ciò che il Signore stesso ha voluto dirci per tutta la storia. A partire dalla lettura di testi dell’Antico e del Nuovo Testamento, raccoglieremo alcuni effetti della Parola nel lungo cammino spirituale del Popolo di Dio.
SETE DELL’AMORE DI DIO
93. La Bibbia mostra che al popolo che aveva camminato attraverso il deserto e che attendeva la liberazione era annunciata un’abbondanza di acqua vivificante: «Attingerete acqua con gioia alle sorgenti della salvezza» (Is 12,3). Gli annunci messianici vennero assumendo la forma di una sorgente di acqua purificante: «Vi aspergerò con acqua pura e sarete purificati. [...] Metterò dentro di voi uno spirito nuovo» (Ez 36,25-26). È l’acqua che restituirà al popolo un’esistenza piena, come una sorgente che sgorga dal tempio e riversa al suo passaggio vita e salute: «Vidi che sulla sponda del torrente vi era una grandissima quantità di alberi da una parte e dall’altra. […] Ogni essere vivente che si muove dovunque arriva il torrente, vivrà [...], perché dove giungono quelle acque, risanano, e là dove giungerà il torrente tutto rivivrà» (Ez 47,7.9).
94. La festa ebraica delle Tende (Sukkot), che commemorava i quarant’anni nel deserto, aveva gradualmente assunto il simbolo dell’acqua come elemento centrale e prevedeva un rito di offerta dell’acqua ogni mattina, che diventava molto solenne l’ultimo giorno della festa: si faceva una grande processione fino al tempio dove, infine, si compivano sette giri intorno all’altare e si offriva l’acqua a Dio in mezzo a un gran baccano.[83]
95. L’annuncio dell’avvento del tempo messianico era presentato come una sorgente aperta per il popolo: «Riverserò sopra la casa di Davide e sopra gli abitanti di Gerusalemme uno spirito di grazia e di consolazione: guarderanno a me, colui che hanno trafitto. [...] In quel giorno vi sarà per la casa di Davide e per gli abitanti di Gerusalemme una sorgente zampillante per lavare il peccato e l’impurità» (Zc 12,10; 13,1).
96. Un uomo trafitto, una sorgente aperta, uno spirito di grazia e di preghiera. I primi cristiani in modo evidente vedevano realizzata questa promessa nel costato aperto di Cristo, fonte da cui promana la vita nuova. Scorrendo il Vangelo di Giovanni vediamo come quella profezia si sia realizzata in Cristo. Contempliamo il suo costato aperto, da cui è scaturita l’acqua dello Spirito: «Uno dei soldati con una lancia gli colpì il fianco, e subito ne uscì sangue e acqua» (Gv 19,34). Poi l’evangelista aggiunge: «Volgeranno lo sguardo a colui che hanno trafitto» (Gv 19,37). Riprende così l’annuncio del profeta che prometteva al popolo una sorgente aperta a Gerusalemme, quando avrebbero rivolto lo sguardo al trafitto (cfr Zc 12,10). La fonte aperta è il fianco ferito di Gesù.
97. Notiamo che il Vangelo stesso annunciava questo momento sacro, precisamente «nell’ultimo, il grande giorno della festa» delle Tende (Gv 7,37). Allora Gesù gridò al popolo festante nella grande processione: «Se qualcuno ha sete, venga a me, e beva […] dal suo grembo sgorgheranno fiumi di acqua viva» (Gv 7,37-38). Perché ciò si attuasse doveva venire la sua “ora”, perché Gesù «non era ancora stato glorificato» (Gv 7,39). Tutto si è compiuto nella sorgente traboccante della Croce.
98. Nel Libro dell’Apocalisse riappaiono sia il Trafitto: «Ogni occhio lo vedrà, anche quelli che lo trafissero» (Ap 1,7), sia la fonte aperta: «Chi ha sete venga; chi vuole, prenda gratuitamente l’acqua della vita» (Ap 22,17).
99. Il costato trafitto è allo stesso tempo la sede dell’amore, un amore che Dio ha dichiarato al suo popolo con tante parole diverse che vale la pena ricordare:
«Tu sei prezioso ai miei occhi, perché sei degno di stima e io ti amo» (Is 43,4).
«Si dimentica forse una donna del suo bambino, così da commuoversi per il figlio delle sue viscere? Anche se costoro si dimenticassero, io invece non ti dimenticherò mai. Ecco, sulle palme delle mie mani ti ho disegnato» (Is 49,15-16).
«Anche se i monti si spostassero e i colli vacillassero, non si allontanerebbe da te il mio affetto, né vacillerebbe la mia alleanza di pace» (Is 54,10).
«Ti ho amato di amore eterno, per questo continuo a esserti fedele» (Ger 31,3).
«Il Signore, tuo Dio, in mezzo a te è un salvatore potente. Gioirà per te, ti rinnoverà con il suo amore, esulterà per te con grida di gioia» (Sof 3,17).
100. Il profeta Osea arriva a parlare del cuore di Dio: «Li traevo con legami di bontà, con vincoli d’amore» (Os 11,4). A causa di questo stesso amore disprezzato, poteva dire: «Il mio cuore si commuove dentro di me, il mio intimo freme di compassione» (Os 11,8). Ma sempre vincerà la misericordia (cfr Os 11,9), che raggiungerà la sua massima espressione in Cristo, la parola d’amore definitiva.
101. Nel Cuore trafitto di Cristo si concentrano, scritte nella carne, tutte le espressioni d’amore delle Scritture. Non si tratta di un amore semplicemente dichiarato, ma il suo costato aperto è sorgente di vita per quanti sono amati, è quella fonte che sazia la sete del suo popolo. Come insegnava San Giovanni Paolo II, «gli elementi essenziali di tale devozione appartengono dunque in modo permanente alla spiritualità della Chiesa nel corso della sua storia, poiché fin dal principio la Chiesa ha rivolto il suo sguardo al cuore di Cristo trafitto sulla croce».[84]
RISONANZE DELLA PAROLA NELLA STORIA
102. Consideriamo alcuni effetti che questa Parola di Dio ha prodotto nella storia della fede cristiana. Diversi Padri della Chiesa, soprattutto dell’Asia Minore, hanno menzionato la ferita nel costato di Gesù come origine dell’acqua dello Spirito: della Parola, della sua grazia e dei sacramenti che la comunicano. La forza dei martiri vive della «sorgente celeste dell’acqua viva che sgorga dalle viscere di Cristo»,[85] o, come traduce Rufino, delle «sorgenti celesti ed eterne che procedono dalle viscere di Cristo».[86] Noi credenti, che siamo rinati dallo Spirito, veniamo da quella grotta della roccia, «siamo usciti dal grembo di Cristo».[87] Il suo costato ferito, che interpretiamo come il suo cuore, è pieno dello Spirito Santo e da Lui giunge a noi come fiumi di acqua viva: «La sorgente dello Spirito è interamente in Cristo».[88] Ma lo Spirito che riceviamo non ci allontana dal Signore risorto, bensì ci riempie di Lui, perché bevendo lo Spirito beviamo Cristo stesso: «Bevi Cristo, perché Egli è la roccia che riversa acqua. Bevi Cristo perché Egli è la fonte della vita. Bevi Cristo perché Egli è il fiume la cui forza rallegra la città di Dio. Bevi Cristo perché Egli è la pace. Bevi Cristo, perché dal suo seno sgorga acqua viva».[89]
103. Sant’Agostino ha aperto la strada alla devozione al Sacro Cuore come luogo di incontro personale con il Signore. Per lui, cioè, il petto di Cristo non è solo la fonte della grazia e dei sacramenti, ma lo personalizza, presentandolo come simbolo dell’unione intima con Cristo, come luogo di un incontro d’amore. Lì sta l’origine della sapienza più preziosa, che è quella di conoscere Lui. Infatti, Agostino scrive che Giovanni, l’amato, quando nell’ultima Cena chinò il capo sul petto di Gesù, si accostò al luogo segreto della sapienza.[90] Non siamo di fronte a una semplice contemplazione intellettuale di una verità teologica. San Girolamo spiegava che una persona capace di contemplazione «non gode della bellezza del ruscello d’acqua, ma beve l’acqua viva del costato del Signore».[91]
104. San Bernardo ha ripreso il simbolismo del costato trafitto del Signore, intendendolo esplicitamente come rivelazione e dono dell’amore del suo Cuore. Attraverso la ferita diventa accessibile a noi e possiamo fare nostro il grande mistero dell’amore e della misericordia: «Prendo per me dalle viscere del Signore quanto mi manca, perché abbondano in misericordia, né mancano le fenditure per cui possano scorrere fino a me. Hanno forato le sue mani e i suoi piedi, hanno squarciato il fianco con la lancia, e attraverso queste fessure io posso succhiare il miele della pietra e l’olio del durissimo sasso, cioè gustare e vedere com’è soave il Signore. […] Il ferro trapassò la sua anima, e si avvicinò al suo cuore perché ormai non possa più non compatire le mie debolezze. È aperto l’ingresso al segreto del cuore per le ferite del corpo, appare quel grande sacramento della pietà, appaiono le viscere di misericordia del nostro Dio».[92]
105. Questo si ripresenta in modo particolare in Guglielmo di Saint-Thierry, che invita ad entrare nel Cuore di Gesù, che ci nutre al suo stesso seno.[93] Ciò non sorprende, se ricordiamo che per questo autore «l’arte delle arti è l’arte dell’amore. [...] L’amore è suscitato dal Creatore della natura […]. L’amore è una forza dell’anima, che la conduce come per un peso naturale al luogo e al fine che le è proprio».[94] E il luogo che le è proprio, dove l’amore regna in pienezza, è il Cuore di Cristo: «Signore, dove conduci coloro che abbracci e stringi tra le tue braccia, se non al tuo cuore? Il tuo cuore, Gesù, è la dolce manna della tua divinità (cfr Eb 9,4), che conservi in te nel vaso d’oro della tua anima, che supera ogni conoscenza. Beati coloro che sono condotti fin lì dal tuo abbraccio. Beati coloro che, immersi in queste profondità, sono stati nascosti da te nel segreto del tuo cuore».[95]
106. San Bonaventura unisce le due linee spirituali intorno al Cuore di Cristo: mentre lo presenta come fonte dei sacramenti e della grazia, propone che questa contemplazione diventi un rapporto di amicizia, un incontro personale di amore.
107. Da un lato, ci aiuta a riconoscere la bellezza della grazia e dei sacramenti che scaturiscono da quella fonte di vita che è il costato ferito del Signore: «Affinché dal costato di Cristo addormentato sulla croce si formasse la Chiesa e si adempisse la Scrittura che dice: “Guarderanno colui che hanno trafitto”, uno dei soldati lo colpì con una lancia e gli aprì il costato. E ciò fu permesso dalla divina provvidenza, affinché, sgorgando dalla ferita sangue e acqua, si riversasse il prezzo della nostra salvezza, che, emanando dall’arcana fonte del cuore, desse ai sacramenti della Chiesa la virtù di conferire la vita della grazia, e fosse per coloro che vivono in Cristo come una coppa riempita alla sorgente viva, che zampilla fino alla vita eterna».[96]
108. Ci invita poi a fare un altro passo, affinché l’accesso alla grazia non diventi qualcosa di magico, o una sorta di emanazione di tipo neoplatonico, ma un rapporto diretto con Cristo, abitando nel suo Cuore, perché chi beve è amico di Cristo, è un cuore che ama: «Alzati, dunque, anima amica di Cristo, e sii la colomba che nidifica nella parete di una grotta; sii il passero che ha trovato una casa e non cessa di custodirla; sii la tortora che nasconde i pulcini del suo casto amore in quell’apertura sacratissima».[97]
LA DIFFUSIONE DELLA DEVOZIONE AL CUORE DI CRISTO
109. A poco a poco il costato ferito, dove risiede l’amore di Cristo, da cui a sua volta promana la vita della grazia, venne assumendo la figura del cuore, soprattutto nella vita monastica. Sappiamo che nel corso della storia il culto del Cuore di Cristo non si è manifestato in modi uguali e che gli aspetti sviluppati in epoca moderna, legati a varie esperienze spirituali, non possono essere estrapolati e accostati alle forme medievali e ancor meno a quelle bibliche in cui possiamo intravedere i semi di questo culto. Tuttavia, oggi la Chiesa non disprezza nulla del bene che lo Spirito Santo ci ha donato nel corso dei secoli, sapendo che sarà sempre possibile riconoscere un significato più chiaro e pieno di alcuni particolari della devozione, o comprenderne e svelarne nuovi aspetti.
110. Diverse donne sante hanno raccontato esperienze del loro incontro con Cristo, caratterizzato dal riposo nel Cuore del Signore, fonte di vita e di pace interiore. È il caso di Santa Lutgarda, di Santa Matilde di Hackeborn, di Santa Angela da Foligno, di Giuliana di Norwich, tra le altre. Santa Gertrude di Helfta, monaca cistercense, ha narrato un momento di preghiera in cui ha appoggiato il capo sul Cuore di Cristo e ne ha ascoltato il battito. In un dialogo con San Giovanni Evangelista gli chiese perché nel suo Vangelo non avesse parlato di ciò che aveva provato quando aveva fatto questa medesima esperienza. Gertrude conclude che «la dolcezza di questi battiti è stata riservata ai tempi moderni, affinché, ascoltandoli, possa rinnovarsi il mondo invecchiato e tiepido nell’amore di Dio».[98] Potremmo forse pensare che sia un annuncio per i nostri tempi, un richiamo a riconoscere quanto questo mondo sia diventato “vecchio”, bisognoso di percepire il messaggio sempre nuovo dell’amore di Cristo? Santa Gertrude e Santa Matilde sono state considerate tra «le più intime confidenti del Sacro Cuore».[99]
111. I certosini, incoraggiati soprattutto da Ludolfo di Sassonia, trovarono nella devozione al Sacro Cuore una via per riempire di affetto e di vicinanza il loro rapporto con Gesù Cristo. Chi entra attraverso la ferita del suo Cuore si infiamma di affetto. Santa Caterina da Siena ha scritto che le sofferenze patite dal Signore non sono qualcosa a cui possiamo presenziare, ma che il Cuore aperto di Cristo è per noi la possibilità di un incontro attuale e personale con tanto amore: «Questo vi manifestai nell’apritura del lato mio, dove truovi el segreto del cuore: mostrando che Io v’amo più che mostrare non posso con questa pena finita».[100]
112. La devozione al Cuore di Cristo ha oltrepassato gradualmente la vita monastica e ha colmato la spiritualità di santi maestri, predicatori e fondatori di congregazioni religiose che l’hanno diffusa nei luoghi più remoti della terra.[101]
113. Di particolare interesse fu l’iniziativa di San Giovanni Eudes, che «dopo aver svolto con i suoi missionari una ferventissima missione a Rennes, ottenne che monsignor Vescovo approvasse per quella diocesi la celebrazione della festa del Cuore adorabile di Nostro Signore Gesù Cristo. Questa fu la prima volta che tale festa venne ufficialmente autorizzata nella Chiesa. In seguito, i Vescovi di Coutances, Evreux, Bayeux, Lisieux e Rouen autorizzarono la stessa festa per le rispettive diocesi tra il 1670 e il 1671».[102]
SAN FRANCESCO DI SALES
114. Nei tempi moderni è degno di nota il contributo di San Francesco di Sales. Egli contemplava spesso il Cuore aperto di Cristo, che invita a dimorare dentro di Lui in una relazione personale di amore, nella quale si illuminano i misteri della vita. Possiamo vedere nel pensiero di questo santo dottore come, di fronte a una morale rigorista o a una religiosità di mera osservanza, il Cuore di Cristo gli apparisse come un richiamo alla piena fiducia nell’azione misteriosa della sua grazia. Così lo esprimeva nella sua proposta alla baronessa di Chantal: «Mi è molto chiaro che noi non rimarremo più in noi stessi […] e che dimoreremo per sempre nel fianco squarciato del Salvatore; senza di lui, infatti, noi non solo non possiamo, ma anche se potessimo, non vorremmo fare niente».[103]
115. Per lui la devozione era ben lontana dal diventare una forma di superstizione o un’indebita oggettivazione della grazia, perché significava l’invito a una relazione personale in cui ciascuno si sente unico davanti a Cristo, riconosciuto nella sua realtà irripetibile, pensato da Cristo e considerato in modo diretto ed esclusivo: «Questo adorabilissimo e amabilissimo cuore del nostro Maestro, ardente dell’amore che professa per noi, cuore in cui vediamo scritti tutti i nostri nomi [...]. È certamente un argomento di grandissima consolazione il fatto di essere amati con tanto affetto da Nostro Signore che ci porta sempre nel suo Cuore».[104] Quel nome proprio scritto sul Cuore di Cristo era il modo in cui San Francesco di Sales cercava di simboleggiare fino a che punto l’amore di Cristo per ciascuno non è astratto o generico, ma implica una personalizzazione per cui il credente si sente valorizzato e riconosciuto per sé stesso: «Quanto è bello questo cielo ora che il Salvatore ne è divenuto il sole e il suo petto è una sorgente d’amore alla quale i beati bevono a sazietà. Ognuno va a contemplarlo e vi vede scritto, dentro, il suo amore a caratteri di amore che solo l’amore sa leggere e che solo l’amore ha scolpiti. Ah, Figlia mia, i nostri nomi non vi figureranno? Sì, vi figureranno senza dubbio, perché sebbene il nostro cuore non abbia l’amore, ha però il desiderio dell’amore e l’inizio dell’amore».[105]
116. Egli considerava questa esperienza come qualcosa di fondamentale per una vita spirituale che poneva tale convinzione tra le grandi verità di fede: «Sì, mia carissima Figlia, Egli pensa a voi, e non solo a voi, ma anche al più piccolo fra i capelli del vostro capo: è una verità di fede che non bisogna assolutamente mettere in dubbio».[106] Ne consegue che il credente diventa capace di abbandonarsi completamente nel Cuore di Cristo, dove trova riposo, consolazione e forza: «O Dio, che felicità stare così tra le braccia e sul petto [del Salvatore]. […] Rimanete così, Figlia cara, e come un altro piccolo San Giovanni, mentre gli altri mangiano vari cibi alla tavola del Salvatore, voi riposate e inclinate, con semplicissima fiducia, la vostra testa, la vostra anima, il vostro spirito sul petto amorevole del caro Signore».[107] «Spero che voi siate con lo spirito nella caverna della tortorella e nel fianco squarciato del nostro caro Salvatore. [...] Com’è buono questo Signore, cara figlia mia! Come il suo cuore è amabile! Rimaniamo lì, in quel santo domicilio».[108]
117. Fedele, tuttavia, al suo insegnamento sulla santificazione nella vita ordinaria, egli propone che ciò sia vissuto in mezzo alle attività, ai compiti e ai doveri della vita quotidiana: «Mi chiedete come debbano comportarsi in tutte le loro azioni le anime che sono attratte nella preghiera a questa santa semplicità e a questo perfetto abbandono a Dio? Rispondo che, non solo nella preghiera, ma nella condotta di tutta la loro vita, devono invariabilmente camminare in spirito di semplicità, abbandonando e consegnando tutta la loro anima, le loro azioni e i loro successi alla volontà di Dio, con un amore di perfetta e assoluta fiducia, abbandonandosi alla grazia e alla cura dell’amore eterno che la Divina Provvidenza prova per loro».[109]
118. Per tutti questi motivi, quando si trattò di pensare a un simbolo che potesse riassumere la sua proposta di vita spirituale, egli concluse: «Ho dunque pensato, mia cara Madre, se siete d’accordo, che dobbiamo prendere come nostro stemma un unico cuore trafitto da due frecce, racchiuso in una corona di spine».[110]
UNA NUOVA DICHIARAZIONE D’AMORE
119. È sotto il salutare influsso di questa spiritualità di San Francesco di Sales che si svolsero gli eventi di Paray-le-Monial alla fine del XVII secolo. Santa Margherita Maria Alacoque ha raccontato importanti apparizioni avvenute tra la fine di dicembre 1673 e il giugno 1675. Fondamentale è una dichiarazione d’amore che spicca nella prima grande apparizione. Gesù dice: «Il mio divin Cuore è tanto appassionato d’amore per gli uomini e per te in particolare, che, non potendo più contenere in sé stesso le fiamme del suo ardente Amore, sente il bisogno di diffonderle per mezzo tuo e di manifestarsi agli uomini per arricchirli dei preziosi tesori che ti scoprirò».[111]
120. Santa Margherita Maria riassume tutto in modo potente e fervoroso: «Mi scoprì le meraviglie del suo Amore e i segreti inesplicabili del suo Sacro Cuore, che mi aveva tenuti nascosti fino a quel momento, nel quale me lo aprì per la prima volta. E lo fece in modo così reale e sensibile da non permettermi ombra di dubbio».[112] Nelle manifestazioni successive viene ribadita la bellezza di questo messaggio: «Mi svelò le meraviglie inesplicabili del suo puro Amore e fino a quale eccesso questo lo avesse spinto ad amare gli uomini».[113]
121. Questo intenso riconoscimento dell’amore di Gesù che Santa Margherita Maria ci ha trasmesso ci offre preziosi stimoli per la nostra unione con Lui. Ciò non significa che ci sentiamo obbligati ad accettare o ad assumere tutti i dettagli di questa proposta spirituale, dove, come spesso accade, all’azione divina si mescolano elementi umani legati ai desideri, alle preoccupazioni e alle immagini interiori del soggetto.[114] Tale proposta dev’essere sempre riletta alla luce del Vangelo e di tutta la ricca tradizione spirituale della Chiesa, mentre riconosciamo quanto bene ha fatto in tante sorelle e in tanti fratelli. Questo ci permette di riconoscere doni dello Spirito Santo all’interno di questa esperienza di fede e di amore. Più importante dei dettagli è il nucleo del messaggio che ci viene trasmesso e che può essere riassunto in quelle parole che Santa Margherita ha udito: «Ecco quel Cuore che tanto ha amato gli uomini e che nulla ha risparmiato fino ad esaurirsi e a consumarsi per testimoniare loro il suo Amore».[115]
122. Questa manifestazione è un invito a crescere nell’incontro con Cristo, grazie a una fiducia senza riserve, fino a raggiungere un’unione piena e definitiva: «Il divin Cuore di Gesù si sostituisca talmente a noi da vivere e agire solo in noi e per noi. La sua Volontà […] possa agire assolutamente senza resistenza da parte nostra; in conclusione, gli affetti, i desideri, i pensieri suoi siano al posto dei nostri, ma soprattutto il suo amore che si amerà da sé stesso in noi e per noi. E così, quell’amabile Cuore di Gesù essendo per noi tutto in ogni cosa, potremo dire con san Paolo che non viviamo più noi ma che è lui che vive in noi». [116]
123. In effetti, nel primo messaggio ricevuto, ella presenta questa esperienza in modo più personale, più concreto, pieno di fuoco e di tenerezza: «Mi domandò il cuore e io Lo supplicai di prenderlo. Lo prese e lo mise nel suo Cuore adorabile, nel quale me lo fece vedere come un piccolo atomo, che si consumava in quella fornace ardente».[117]
124. In un altro punto notiamo che Colui che si dona a noi è il Cristo risorto, pieno di gloria, pieno di vita e di luce. Anche se in vari momenti parla delle sofferenze che ha sopportato per noi e dell’ingratitudine che riceve, qui non sono il sangue e le ferite dolorose a risaltare, ma la luce e il fuoco del Vivente. Le ferite della Passione, che non scompaiono, vengono trasfigurate. Così, il Mistero della Pasqua si manifesta qui nella sua interezza: «Una volta, […] mentre era esposto il Santo Sacramento, […] Gesù Cristo, il mio dolce Maestro, si presentò a me tutto splendente di gloria con le sue cinque piaghe sfolgoranti come cinque soli. Da ogni parte di quella sacra Umanità si sprigionavano fiamme, ma soprattutto dal suo adorabile petto, che somigliava a una fornace ardente. Dopo averlo scoperto, mi mostrò il suo amante e amabilissimo Cuore, sorgente viva di quelle fiamme. Fu allora che mi svelò le meraviglie inesplicabili del suo puro Amore e fino a quale eccesso questo lo avesse spinto ad amare gli uomini, dai quali poi non riceveva in cambio che ingratitudini e indifferenza».[118]
SAN CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE
125. Quando San Claudio de La Colombière venne a conoscenza delle esperienze di Santa Margherita, ne divenne immediatamente difensore e divulgatore. Egli ebbe un ruolo speciale nella comprensione e nella diffusione di questa devozione al Sacro Cuore, ma anche nella sua interpretazione alla luce del Vangelo.
126. Mentre alcune espressioni di Santa Margherita, se fraintese, potevano indurre a confidare troppo nei propri sacrifici e nelle proprie offerte, San Claudio mostra che la contemplazione del Cuore di Cristo, se è autentica, non provoca un compiacimento in sé stessi o una vanagloria nelle esperienze o negli sforzi umani, bensì un indescrivibile abbandono in Cristo che riempie la vita di pace, di sicurezza, di decisione. Egli ha espresso molto bene questa fiducia assoluta in una famosa preghiera:
«Per me, o mio Dio, son troppo persuaso che voi vegliate sopra coloro che sperano in voi, e che non può mancar loro cosa alcuna, quando sperano tutto da voi. Son risoluto perciò di vivere per l’avvenire senza cruccio alcuno, e di rimettere a voi tutte le mie inquietudini [...]. Non perderò giammai la mia speranza, la manterrò fino all’ultimo momento di mia vita; e tutti i demoni dell’inferno invano si affaticheranno in quel punto per levarmela [...]. Aspetti pure chi vuole la sua felicità dalle ricchezze o dall’ingegno; confidi altri nell’innocenza della sua vita o nel rigore della sua penitenza, o nell’abbondanza delle sue limosine, o nel fervore delle sue preghiere […]. Per me, Signore, tutta la mia confidenza sta riposta in voi solo. Né questa confidenza ingannò mai alcuno […]. Posso dunque star sicuro che sarò eternamente felice, perché spero fermamente d’esserlo e perché è voi, o mio Dio, siete quello da cui lo spero».[119]
127. San Claudio scrisse una nota nel gennaio del 1677, preceduta da alcune righe che si riferiscono alla certezza che sentiva circa la propria missione: «Ho saputo che Dio ha voluto che lo servissi cercando di realizzare i suoi desideri riguardo alla devozione che Egli ha suggerito a una persona a cui si comunica in modo confidenziale, e a favore della quale ha voluto servirsi della mia debolezza; già l’ho ispirata a parecchie persone».[120]
128. È importante notare come, nella spiritualità di La Colombière, ci sia una felice sintesi tra la ricca e bella esperienza spirituale di Santa Margherita e la contemplazione molto concreta degli Esercizi ignaziani. Egli scriveva all’inizio della Terza Settimana del mese di Esercizi: «Due cose mi hanno commosso straordinariamente. La prima è la disposizione con cui Gesù si è presentato a coloro che lo cercavano. Il suo Cuore è immerso in un’orribile amarezza; tutte le passioni sono sciolte dentro di Lui, l’intera natura è sconcertata, e attraverso tutti questi disordini, tutte queste tentazioni, il Cuore si rivolge direttamente a Dio; non esita a prendere la parte suggeritagli dalla virtù e dalla più alta virtù. La seconda cosa è il comportamento di questo stesso Cuore nei confronti di Giuda che lo tradisce, degli apostoli che lo abbandonano vigliaccamente, dei sacerdoti e degli altri autori della persecuzione a cui è sottoposto; tutto ciò non è stato in grado di suscitare in Lui il minimo sentimento di odio o di indignazione. Mi rappresento, dunque, quel Cuore senza amarezza, senza acrimonia, pieno di vera tenerezza verso i suoi nemici».[121]
SAN CHARLES DE FOUCAULD E SANTA TERESA DI GESÙ BAMBINO
129. San Charles de Foucauld e Santa Teresa di Gesù Bambino, senza averne la pretesa, hanno rimodellato alcuni elementi della devozione al Cuore di Cristo, aiutandoci a comprenderla in modo ancora più fedele al Vangelo. Vediamo ora come questa devozione si è espressa nella loro vita. Nel prossimo capitolo torneremo su di loro per mostrare l’originalità della dimensione missionaria che entrambi, in modi diversi, hanno sviluppato.
Iesus Caritas
130. A Louye, San Charles de Foucauld faceva visita al Santissimo Sacramento con sua cugina, Madame de Bondy, e un giorno lei gli indicò un’immagine del Sacro Cuore.[122] Questa cugina è stata fondamentale nella conversione di Carlo, come egli stesso riconosce: «Giacché il buon Dio vi ha reso il primo strumento delle sue misericordie nei miei confronti, esse discendono tutte da voi: se voi non mi aveste convertito, ricondotto a Gesù, se non mi aveste insegnato a poco a poco, quasi parola per parola, ciò che è buono e pio, sarei oggi a questo punto?».[123] Ma ciò che ella ha risvegliato in lui è proprio l’ardente consapevolezza dell’amore di Gesù. Era tutto lì, questa era la cosa più importante. E questo si concentrava particolarmente nella devozione al Cuore di Cristo, dove egli trovava una misericordia senza limiti: «Speriamo nella misericordia infinita di Colui del quale mi avete fatto conoscere il Sacro Cuore».[124]
131. In seguito il suo direttore spirituale, Don Henri Huvelin, lo aiuterà ad approfondire tale prezioso mistero: «Questo Cuore benedetto di cui Lei ci parlava così spesso».[125] Il 6 giugno 1889, Carlo si consacrò al Sacro Cuore, nel quale trovava un amore assoluto. Egli dice a Cristo: «Mi avete talmente colmato di benefici che mi sembrerebbe essere ingrati verso il vostro cuore non credere che esso è pronto a colmarmi di ogni bene, per quanto grande esso sia, e che il suo amore come la sua generosità sono senza misura».[126] Egli sarà l’eremita «sotto il nome del Sacro Cuore».[127]
132. Il 17 maggio 1906, lo stesso giorno in cui fratel Carlo, da solo, non può più celebrare la Messa, scrive questa promessa: «Lasciar vivere in me il Cuore di Gesù affinché non sia più io che vivo, ma il Cuore di Gesù che vive in me, com’Egli viveva a Nazaret».[128] La sua amicizia con Gesù, cuore a cuore, non aveva nulla di un devozionismo intimistico. Era la radice di quella vita spogliata di Nazaret con cui Carlo voleva imitare Cristo e configurarsi a Lui. Quella tenera devozione al Cuore di Cristo ebbe conseguenze molto concrete sul suo stile di vita e la sua Nazaret si nutriva di tale relazione molto personale con il Cuore di Cristo.
Santa Teresa di Gesù Bambino
133. Come San Charles de Foucauld, Santa Teresa di Gesù Bambino respirò l’enorme devozione che inondava la Francia nel XIX secolo. Il sacerdote Almire Pichon era il direttore spirituale della sua famiglia ed era considerato un grande apostolo del Sacro Cuore. Una delle sue sorelle prese il nome religioso di “Maria del Sacro Cuore”, e il monastero in cui la Santa entrò era dedicato al Sacro Cuore. Tuttavia, la sua devozione assunse alcune caratteristiche proprie, al di là delle forme in cui si esprimeva all’epoca.
134. Quando aveva quindici anni, trovò un modo per riassumere il suo rapporto con Gesù: «Colui il cui cuore batteva all’unisono col mio».[129] Due anni dopo, quando le parlavano di un Cuore coronato di spine, aggiungeva in una lettera: «Tu lo sai: io non guardo al Sacro Cuore come tutti; penso che il cuore del mio sposo è solo mio, così come il mio appartiene solo a lui, e allora nella solitudine gli parlo di questo delizioso cuore a cuore, aspettando di contemplarlo un giorno faccia a faccia».[130]
135. In una poesia ella ha espresso il senso della sua devozione, fatta più di amicizia e fiducia che di sicurezza nei propri sacrifici:
«Un cuore caldo di tenerezza cerco,
che sostegno mi sia senza ricambio,
che tutto di me, debolezza inclusa,
ami e giorno e notte non m’abbandoni [...].
Io voglio un Dio che con la mia natura
mi sia fratello e soffrire possa [...].
Ben lo so tutte le giustizie nostre
non han valore alcuno agli occhi suoi [...].
Per purgatorio mio scelgo felice
l’Amore tuo ardente, Cuore del mio Dio!».[131]
136. Forse il testo più importante per poter comprendere il significato della sua devozione al Cuore di Cristo è la lettera che scrisse, tre mesi prima di morire, all’amico Maurice Bellière: «Quando vedo Maddalena avanzarsi in mezzo ai numerosi convitati, bagnare con le sue lacrime i piedi del suo Maestro adorato, che lei tocca per la prima volta, sento che il suo cuore ha compreso gli abissi d’amore e di misericordia del Cuore di Gesù e che, per quanto peccatrice sia, questo Cuore d’amore non solo è disposto a perdonarla, ma anche a prodigarle i benefici della sua intimità divina, ad elevarla fino alle più alte cime della contemplazione. Ah, caro piccolo Fratello mio, da quando mi è stato dato di capire così l’amore del Cuore di Gesù, le confesso che esso ha scacciato dal mio cuore ogni timore. Il ricordo delle mie colpe mi umilia, mi induce a non appoggiarmi mai sulla mia forza che non è che debolezza; ma ancor più questo ricordo mi parla di misericordia e di amore».[132]
137. Le menti moralistiche, che pretendono di controllare la misericordia e la grazia, direbbero che ella poteva dire questo perché era santa, ma che un peccatore non potrebbe dirlo. Così facendo, tralasciano della spiritualità di Teresa la sua bella novità che riflette il cuore del Vangelo. Purtroppo, è diventato frequente in alcuni ambienti cristiani questo intento di rinchiudere lo Spirito Santo in uno schema che permetta di avere tutto sotto la propria supervisione. Tuttavia, questa saggia Dottore della Chiesa li smentisce e contraddice direttamente tale interpretazione riduttiva con le seguenti parole molto chiare: «Se avessi commesso tutti i crimini possibili, avrei sempre la stessa fiducia, sento che tutta questa moltitudine di offese sarebbe come una goccia d’acqua gettata in un braciere ardente».[133]
138. A suor Maria, che la lodava per il suo generoso amore a Dio, disposto anche al martirio, risponde ampiamente in una lettera che oggi è una delle pietre miliari della storia della spiritualità. Questa pagina andrebbe letta mille volte per la sua profondità, chiarezza e bellezza. In essa aiuta la sorella “del Sacro Cuore” a non concentrare tale devozione su un aspetto doloristico, giacché alcuni intendevano la riparazione come una sorta di primato dei sacrifici o di adempimento moralistico. Lei, invece, riassume tutto nella fiducia come la migliore offerta, gradita al Cuore di Cristo: «I miei desideri di martirio non sono nulla; non sono quei desideri che mi danno la fiducia illimitata che sento nel cuore. A dire il vero, sono le ricchezze spirituali che rendono ingiusti quando ci si riposa in esse con compiacenza e si crede che siano qualcosa di grande. […] Ciò che gli piace è di vedermi amare la mia piccolezza e la mia povertà, è la cieca speranza che ho nella sua misericordia! Ecco il mio solo tesoro. […] Se lei desidera sentire gioia, essere attratta dalla sofferenza, lei cerca la sua consolazione. […] Comprenda che, per amare Gesù, per essere sua vittima d’amore, più si è deboli, senza desideri né virtù, più si è adatti alle operazioni di questo Amore che consuma e trasforma! […] Oh, come vorrei poterle far capire quel che sento! È la fiducia e null’altro che la fiducia che deve condurci all’Amore!».[134]
139. In molti dei suoi testi si nota la sua lotta contro forme di spiritualità troppo incentrate sullo sforzo umano, sul merito proprio, sull’offerta di sacrifici, su determinati adempimenti per “guadagnarsi il cielo”. Per lei, «il merito non consiste nel fare né nel donare molto, ma piuttosto nel ricevere».[135]Leggiamo ancora una volta alcuni dei testi molto significativi nei quali insiste su questa via, che è un modo semplice e veloce di conquistare il Signore attraverso il cuore.
140. Così scrive alla sorella Leonia: «Ti assicuro che il buon Dio è assai migliore di quanto tu creda: si accontenta di uno sguardo, di un sospiro d’amore. Quanto a me, trovo molto facile praticare la perfezione, perché ho capito che non c’è che da prendere Gesù per il cuore! Guarda un bambino, che ha appena recato dispiacere a sua madre. […] Se le tenderà le braccine sorridendo e dicendo: “Abbracciami, non ricomincerò più”, potrà forse sua madre non stringerselo al cuore con tenerezza e dimenticare le sue mancanze infantili? Tuttavia ella sa bene che il suo caro piccino ricomincerà alla prossima occasione, ma questo non importa: se egli la prende ancora per il cuore, non sarà mai punito».[136]
141. In una lettera al padre Adolphe Roulland dice: «La mia via è una via tutta di fiducia e d’amore; io non capisco le anime che hanno paura di un così tenero Amico. Talvolta, quando leggo certi trattati spirituali, nei quali la perfezione è presentata attraverso mille ostacoli, circondata da una folla di illusioni, il mio povero spirito si stanca molto presto; chiudo il dotto libro, che mi rompe la testa e mi inaridisce il cuore, e prendo la Sacra Scrittura. Allora tutto mi appare luminoso: una sola parola svela alla mia anima orizzonti infiniti; la perfezione mi appare facile; vedo che basta conoscere il proprio niente e abbandonarsi come un bambino nelle braccia del buon Dio».[137]
142. E rivolgendosi al Rev.do Maurice Bellière, a proposito di un genitore osserva: «Non credo che il cuore di quel padre felice possa resistere alla fiducia filiale di suo figlio, del quale conosce la sincerità e l’amore. Tuttavia non ignora che più d’una volta suo figlio ricadrà negli stessi errori, ma è disposto a perdonarlo sempre, se suo figlio lo prenderà sempre dalla parte del cuore».[138]
RISONANZE NELLA COMPAGNIA DI GESÙ
143. Abbiamo visto come San Claudio de La Colombière collegasse l’esperienza spirituale di Santa Margherita con la proposta degli Esercizi Spirituali. Ritengo che il posto del Sacro Cuore nella storia della Compagnia di Gesù meriti un breve cenno.
144. La spiritualità della Compagnia di Gesù ha sempre proposto una “conoscenza interiore del Signore per meglio amarlo e seguirlo”.[139] Sant’Ignazio ci invita, nei suoi Esercizi Spirituali, a metterci davanti al Vangelo che ci dice che «il costato [di Gesù] fu ferito con la lancia e venne fuori acqua e sangue».[140] Quando l’esercitante si trova davanti al costato ferito di Cristo, Ignazio gli propone di entrare nel Cuore di Cristo. Questa è una via per maturare il proprio cuore per mano di un “maestro degli affetti”, secondo l’espressione usata da San Pietro Favre in una delle sue lettere a Sant’Ignazio.[141] Anche Padre Juan Alfonso de Polanco ne parla nella sua biografia di Sant’Ignazio: «[il Cardinale Contarini] riconosceva di aver trovato in Padre Ignazio un maestro degli affetti».[142] I colloqui che Sant’Ignazio propone sono una parte essenziale di questa educazione del cuore, perché sentiamo e gustiamo con il cuore un messaggio del Vangelo e ne conversiamo con il Signore. Sant’Ignazio dice che possiamo comunicare le nostre cose al Signore e chiedergli consiglio riguardo ad esse. Qualsiasi esercitante può riconoscere che negli Esercizi c’è un dialogo da cuore a cuore.
145. Sant’Ignazio termina le contemplazioni ai piedi del Crocifisso invitando l’esercitante a rivolgersi con grande affetto al Signore crocifisso e a chiedergli, «come un amico parla all’altro amico, o un servo al suo signore», cosa debba fare per Lui.[143] L’itinerario degli Esercizi culmina nella “Contemplazione per raggiungere l’amore”, da cui scaturisce il ringraziamento e l’offerta di “memoria, intelletto e volontà” al Cuore che è fonte e origine di ogni bene.[144] Tale conoscenza interiore del Signore non si costruisce con le nostre capacità e i nostri sforzi, si chiede come dono.
146. Questa stessa esperienza è alla base di una lunga catena di sacerdoti gesuiti che hanno fatto esplicito riferimento al Cuore di Gesù, come San Francesco Borgia, San Pietro Favre, Sant’Alonso Rodriguez, Padre Álvarez de Paz, Padre Vincenzo Carafa, Padre Kasper Drużbicki e tanti altri. Nel 1883 i Gesuiti dichiararono che «la Compagnia di Gesù accetta e riceve con spirito traboccante di gioia e di gratitudine, il dolcissimo fardello affidatole da nostro Signore Gesù Cristo di praticare, promuovere e propagare la devozione al suo divinissimo Cuore».[145] Nel dicembre 1871, Padre Pieter Jan Beckx consacrò la Compagnia al Sacro Cuore di Gesù e, a testimonianza del fatto che continua a essere un elemento attuale della vita della Compagnia, Padre Pedro Arrupe lo fece nuovamente nel 1972, con una convinzione che si esprime in queste parole: «Voglio dire alla Compagnia qualcosa che ritengo di non dover tacere. Fin dal mio noviziato, sono stato sempre convinto che quella che chiamiamo “Devozione al Sacro Cuore” racchiuda un’espressione simbolica del nucleo più profondo dello spirito ignaziano, e una straordinaria efficacia – ultra quam speraverint – tanto per la perfezione propria come per la fecondità apostolica. La stessa convinzione conservo ancora. [...] In questa devozione trovo una delle sorgenti più intime della mia vita interiore».[146]
147. Quando San Giovanni Paolo II invitò «tutti i membri della Compagnia a promuovere con maggior zelo ancora tale devozione che risponde più che mai alle attese dei nostri tempi», lo fece perché riconosceva gli intimi legami tra la devozione al Cuore di Cristo e la spiritualità ignaziana, poiché «il desiderio di “conoscere intimamente il Signore” e di “mantenere un dialogo” con Lui, cuore a cuore, è caratteristico, grazie agli Esercizi Spirituali, del dinamismo spirituale e apostolico ignaziano, totalmente al servizio dell’amore del Cuore di Dio».[147]
UNA LUNGA CORRENTE DI VITA INTERIORE
148. La devozione al Cuore di Cristo riappare nel cammino spirituale di molti santi molto diversi tra loro e in ognuno di essi tale devozione assume aspetti nuovi. San Vincenzo de’ Paoli, per fare un esempio, diceva che ciò che Dio vuole è il cuore: «Dio chiede prima di tutto il cuore, il cuore: questa è la cosa principale. Perché chi non possiede nulla può aver più merito di chi ha grandi possessi ai quali rinunzia? Perché chi non ha nulla va a Lui con più affetto; ed è questo che Dio vuole in modo tutto particolare».[148] Ciò comporta di accettare che il proprio cuore si unisca a quello di Cristo: «Una suora che fa tutto quello che può per disporre il suo cuore a stare unito a quello di Nostro Signore […] quali benedizioni non riceverà da Dio!».[149]
149. A volte siamo tentati di considerare questo mistero d’amore come un fatto ammirevole del passato, come una bella spiritualità di altri tempi, e dobbiamo ricordare sempre di nuovo, come diceva un santo missionario, che «Questo Cuore divino che tollerò d’essere squarciato da una lancia nemica per poter effondere da quella sacra apertura i Sacramenti, onde s’è formata la Chiesa, non ha altrimenti finito di amare».[150] Altri santi più recenti, come San Pio da Pietrelcina, Santa Teresa di Calcutta e molti altri, parlano con sentita devozione del Cuore di Cristo. Ma vorrei anche ricordare le esperienze di Santa Faustina Kowalska, che ripropongono la devozione al Cuore di Cristo con un forte accento sulla vita gloriosa del Risorto e sulla misericordia divina. Infatti, motivato da queste esperienze della santa e attingendo dall’eredità spirituale lasciata dal Vescovo San Józef Sebastian Pelczar (1842-1924),[151] San Giovanni Paolo II ha collegato intimamente la sua riflessione sulla misericordia con la devozione al Cuore di Cristo: «La Chiesa sembra professare in modo particolare la misericordia di Dio e venerarla rivolgendosi al Cuore di Cristo. Infatti, proprio l’accostarci a Cristo nel mistero del suo Cuore ci consente di soffermarci su questo punto […] della rivelazione dell’amore misericordioso del Padre, che ha costituito il contenuto centrale della missione messianica del Figlio dell’Uomo».[152] Lo stesso San Giovanni Paolo II, riferendosi al Sacro Cuore, ha riconosciuto in modo molto personale: «Mi ha parlato fin dall’età giovanile».[153]
150. L’attualità della devozione al Cuore di Cristo è particolarmente evidente nell’opera evangelizzatrice ed educativa di numerose congregazioni religiose femminili e maschili che sono state segnate fin dalle loro origini da questa esperienza spirituale cristologica. Citarle tutte sarebbe un’impresa interminabile. Vediamo solo due esempi presi a caso: «Il Fondatore [S. Daniele Comboni] trovò nel mistero del Cuore di Gesù la forza per il suo impegno missionario».[154] «Spinte dall’amore del Cuore di Gesù, cerchiamo di far crescere le persone nella loro dignità umana e come figli e figlie di Dio, sulla base del Vangelo e delle sue richieste di amore, di perdono, di giustizia e di solidarietà con i poveri e gli emarginati».[155] Allo stesso modo, i Santuari consacrati al Cuore di Cristo, sparsi per il mondo, sono una fonte attraente di spiritualità e fervore. A tutti coloro che in qualche modo partecipano a questi luoghi di fede e di carità rivolgo la mia paterna benedizione.
LA DEVOZIONE DELLA CONSOLAZIONE
151. La ferita del costato, da cui sgorga l’acqua viva, rimane aperta nel Risorto. Questa grande ferita prodotta dalla lancia e le piaghe della corona di spine, che spesso appaiono nelle rappresentazioni del Sacro Cuore, sono inseparabili da questa devozione. In essa, infatti, contempliamo l’amore di Gesù che è stato capace di donarsi fino alla fine. Il cuore del Risorto conserva questi segni della totale donazione di sé che ha comportato un’intensa sofferenza per noi. È quindi in qualche modo inevitabile che il credente desideri rispondere non solo a questo grande amore, ma anche al dolore che Cristo ha accettato di sopportare per tanto amore.
Con Lui sulla Croce
152. Vale la pena di recuperare questa espressione dell’esperienza spirituale sviluppata attorno al Cuore di Cristo: il desiderio interiore di dargli consolazione. Non tratterò ora della pratica della “riparazione”, che considero meglio collocata nel contesto della dimensione sociale di questa devozione e che svilupperò nel prossimo capitolo. Ora vorrei concentrarmi soltanto su quel desiderio che spesso affiora nel cuore del credente innamorato quando contempla il mistero della Passione di Cristo e lo vive come un mistero che non solo viene ricordato, ma che per grazia si rende presente, o meglio, ci porta a essere misticamente presenti a quel momento redentivo. Se l’Amato è il più importante, come allora non volerlo consolare?
153. Papa Pio XI cercò di dare fondamento a questa esperienza invitandoci a riconoscere che il mistero della Redenzione attraverso la Passione di Cristo oltrepassa, per la grazia di Dio, tutte le distanze di tempo e di spazio, così che se Egli sulla Croce si è donato anche per i peccati futuri, i nostri peccati, allo stesso modo i nostri atti offerti oggi per la sua consolazione, superando i tempi, hanno raggiunto il suo Cuore ferito: «Se a causa anche dei nostri peccati futuri, ma previsti, l’anima di Gesù divenne triste sino alla morte, non è a dubitare che qualche conforto non abbia anche fin da allora provato per la previsione della nostra riparazione, quando a lui “apparve l’Angelo dal cielo” (Lc 22,43) per consolare il suo cuore oppresso dalla tristezza e dalle angosce. E così anche ora in modo mirabile ma vero, noi possiamo e dobbiamo consolare quel Cuore Sacratissimo che viene continuamente ferito dai peccati degli uomini ingrati».[156]
Le ragioni del cuore
154. Può sembrare che questa espressione di devozione non abbia un sufficiente supporto teologico, ma in realtà il cuore ha le sue ragioni. Il sensus fidelium intuisce che qui c’è qualcosa di misterioso che va oltre la nostra logica umana, e che la Passione di Cristo non è un mero fatto del passato: ad essa possiamo partecipare per la fede. Meditare il dono di sé di Cristo sulla croce è, per la pietà dei fedeli, qualcosa di più grande di un semplice ricordo. Tale convinzione è solidamente fondata nella teologia.[157] A questo si aggiunge la consapevolezza del proprio peccato, che Egli ha portato sulle sue spalle ferite, e della propria inadeguatezza di fronte a tanto amore, che sempre ci supera infinitamente.
155. In ogni caso, ci chiediamo come sia possibile relazionarsi con il Cristo vivo, risorto, pienamente felice e, allo stesso tempo, consolarlo nella Passione. Consideriamo il fatto che il Cuore risorto conserva la sua ferita come una memoria costante e che l’azione della grazia provoca un’esperienza che non è interamente contenuta nell’istante cronologico. Queste due convinzioni ci permettono di ammettere che siamo di fronte a un percorso mistico che supera i tentativi della ragione ed esprime ciò che la stessa Parola di Dio ci suggerisce. «Ma – scrive il Papa Pio XI – come potrà dirsi che Cristo regni beato nel Cielo se può essere consolato da questi atti di riparazione? “Da’ un’anima che ami e comprenderà quello che dico” (In Ioannis evangelium, XXVI, 4), rispondiamo con le parole di Agostino, che fanno proprio al nostro proposito. Ogni anima, infatti, veramente infiammata nell’amore di Dio, se con la considerazione si volge al tempo passato, meditando vede e contempla Gesù sofferente per l’uomo, afflitto, in mezzo ai più gravi dolori, “per noi uomini e per la nostra salvezza”, dalla tristezza, dalle angosce e dagli obbrobri quasi oppresso, anzi “schiacciato dai nostri delitti” (Is 53,5), e in atto di risanarci con i suoi lividi. Con tanta maggior verità le anime pie meditano queste cose, in quanto i peccati e i delitti degli uomini, in qualsiasi tempo commessi, furono la causa per la quale il Figlio di Dio fosse dato a morte».[158]
156. Questo insegnamento di Pio XI va tenuto presente. Infatti, quando la Scrittura afferma che i credenti che non vivono secondo la loro fede «per quanto sta in loro, […] crocifiggono di nuovo il Figlio di Dio» (Eb 6,6), o che quando sopporto sofferenze per gli altri «do compimento a ciò che, dei patimenti di Cristo, manca nella mia carne» (Col 1,24), o che Cristo nella sua Passione ha pregato non solo per i suoi discepoli di allora, ma «per quelli che crederanno in me mediante la loro parola» (Gv 17,20), sta dicendo qualcosa che rompe i nostri schemi limitati. Ci mostra che non è possibile stabilire un prima e un dopo senza alcun legame, anche se il nostro pensiero non sa come spiegarlo. Il Vangelo, nei suoi vari aspetti, non è solo da riflettere o da ricordare, ma da vivere, sia nelle opere d’amore che nell’esperienza interiore, e questo vale soprattutto per il mistero della morte e della risurrezione di Cristo. Le separazioni temporali che la nostra mente utilizza non sembrano contenere la verità di questa esperienza credente in cui si fondono l’unione con Cristo sofferente e al tempo stesso la forza, la consolazione e l’amicizia che godiamo con il Risorto.
157. Vediamo allora l’unità del Mistero Pasquale, nei suoi due aspetti inseparabili che si illuminano a vicenda. Questo unico Mistero, che si rende presente per la grazia nelle sue due dimensioni, fa sì che mentre cerchiamo di offrire qualcosa a Cristo per la sua consolazione, le nostre stesse sofferenze vengono illuminate e trasfigurate dalla luce pasquale dell’amore. Ciò che accade è che partecipiamo a tale Mistero nella nostra vita concreta, perché in precedenza Cristo stesso ha voluto partecipare alla nostra vita, ha voluto vivere anticipatamente come capo ciò che avrebbe vissuto il suo corpo ecclesiale, tanto nelle ferite quanto nelle consolazioni. Quando viviamo in grazia di Dio, questa mutua partecipazione diventa un’esperienza spirituale. In definitiva, è il Risorto che, attraverso l’azione della sua grazia, rende possibile che ci uniamo misteriosamente alla sua Passione. Lo sanno i cuori credenti che vivono la gioia della risurrezione, ma allo stesso tempo desiderano partecipare al destino del loro Signore. Sono disposti a questa partecipazione con le sofferenze, le stanchezze, le delusioni e le paure che fanno parte della loro vita. Non vivono tale Mistero in solitudine, perché queste ferite sono ugualmente una partecipazione al destino del corpo mistico di Cristo che cammina nel popolo santo di Dio e che porta in sé il destino di Cristo in ogni tempo e luogo della storia. La devozione della consolazione non è astorica o astratta, si fa carne e sangue nel cammino della Chiesa.
La compunzione
158. L’insopprimibile desiderio di consolare Cristo, che parte dal dolore di contemplare ciò che Egli ha sofferto per noi, si nutre anche del riconoscimento sincero delle nostre schiavitù, degli attaccamenti, della mancanza di gioia nella fede, delle vane ricerche e, al di là dei peccati concreti, della mancata corrispondenza del cuore al suo amore e al suo progetto. È un’esperienza che ci purifica, perché l’amore ha bisogno della purificazione delle lacrime che alla fine ci lasciano più assetati di Dio e meno ossessionati da noi stessi.
159. Vediamo così che quanto più profondo diventa il desiderio di consolare il Signore, tanto più si approfondisce la compunzione del cuore credente, che «non è un senso di colpa che ci butta a terra, non è uno scrupolo che paralizza, ma è un pungolo benefico che brucia dentro e guarisce, perché il cuore, quando vede il proprio male e si riconosce peccatore, si apre, accoglie l’azione dello Spirito Santo, acqua viva che lo scuote e fa scorrere le lacrime sul suo volto [...]. Non si tratta di commiserarsi, come spesso siamo tentati di fare. [...] Avere lacrime di compunzione, invece, significa pentirsi seriamente di aver rattristato Dio con il peccato; significa riconoscere che siamo sempre in debito e mai in credito [...]. Come una goccia scava una pietra, così le lacrime scavano lentamente i cuori induriti. In questo modo assistiamo al miracolo della tristezza, della buona tristezza che porta alla dolcezza [...]. La compunzione non è frutto del nostro lavoro, ma è una grazia e come tale va chiesta nella preghiera».[159] È chiedere «dolore con Cristo abbandonato, tormento con Cristo tormentato, lacrime, intima pena per la grande pena che Cristo soffrì per me».[160]
160. Chiedo, quindi, che nessuno si faccia beffe delle espressioni di fervore credente del santo popolo fedele di Dio, che nella sua pietà popolare cerca di consolare Cristo. E invito ciascuno a chiedersi se non ci sia più razionalità, più verità e più saggezza in certe manifestazioni di questo amore che cerca di consolare il Signore che non nei freddi, distanti, calcolati e minimi atti d’amore di cui siamo capaci noi che pretendiamo di possedere una fede più riflessiva, coltivata e matura.
Consolati per consolare
161. In questa contemplazione del Cuore di Cristo donatosi fino all’estremo noi veniamo consolati. Il dolore che sentiamo nel cuore lascia il posto a una fiducia totale, e alla fine ciò che rimane è gratitudine, tenerezza, pace; rimane il suo amore che regna nella nostra vita. La compunzione «non provoca angoscia, ma alleggerisce l’anima dai pesi, perché agisce nella ferita del peccato, disponendoci a ricevere proprio lì la carezza del Signore».[161] E la nostra sofferenza si unisce a quella di Cristo sulla croce, perché quando diciamo che la grazia ci permette di superare tutte le distanze, ciò significa anche che Cristo, quando soffriva, si univa a tutte le sofferenze dei suoi discepoli nel corso della storia. Così, se soffriamo, possiamo provare la consolazione interiore di sapere che Cristo stesso soffre con noi. Desiderosi di consolarlo, ne usciamo consolati.
162. Ma a un certo punto di questa contemplazione del cuore credente, deve risuonare quel drammatico appello del Signore: «Consolate, consolate il mio popolo» (Is 40,1). E ci tornano alla mente le parole di San Paolo, che ci ricorda che Dio ci consola «perché possiamo anche noi consolare quelli che si trovano in ogni genere di afflizione con la consolazione con cui noi stessi siamo consolati da Dio» (2 Cor 1,4).
163. Questo ci invita ora a cercare di approfondire la dimensione comunitaria, sociale e missionaria di ogni autentica devozione al Cuore di Cristo. Infatti, nello stesso momento in cui il Cuore di Cristo ci conduce al Padre, ci invia ai fratelli. Nei frutti di servizio, fraternità e missione che il Cuore di Cristo produce attraverso di noi, si compie la volontà del Padre. In tal modo il cerchio si chiude: «In questo è glorificato il Padre mio: che portiate molto frutto» (Gv 15,8).
V.
AMORE PER AMORE
164. Nelle esperienze spirituali di Santa Margherita Maria, insieme all’ardente dichiarazione d’amore di Gesù, troviamo anche una risonanza interiore che chiama a dare la vita. Sapere di essere amati e riporre tutta la nostra fiducia in questo amore non significa annullare tutte le nostre capacità di donazione, non implica di rinunciare all’insopprimibile desiderio di dare qualche risposta con le nostre piccole e limitate capacità.
UN LAMENTO E UNA RICHIESTA
165. A partire dalla seconda grande manifestazione a Santa Margherita, Gesù esprime il dolore perché il suo grande amore per gli uomini «non riceveva in cambio che ingratitudini e indifferenza», «freddezze e ripulse». «Questo – dice il Signore – mi fa soffrire più di tutto ciò che ho patito nella mia Passione».[162]
166. Gesù parla della sua sete di essere amato, mostrandoci che il suo Cuore non è indifferente alla nostra reazione al suo desiderio: «Ho sete, una sete tanto ardente di essere amato dagli uomini nel Santissimo Sacramento che mi consuma. Eppure non trovo nessuno che, secondo il mio desiderio, tenti di dissetarmi corrispondendo al mio amore».[163] La richiesta di Gesù è l’amore. Quando il cuore credente lo scopre, la risposta che scaturisce spontaneamente non è un’onerosa ricerca di sacrifici o il mero adempimento di un pesante dovere, ma è una questione d’amore: «Ricevetti dal mio Dio grazie straordinarie del suo Amore; mi sentii spinta dal desiderio di ricambiarlo e di rendergli amore per amore».[164] Così insegna Leone XIII, scrivendo che, mediante l’immagine del Sacro Cuore, la carità di Cristo «ci spinge a ricambiare amore per amore».[165]
PROLUNGARE IL SUO AMORE NEI FRATELLI
167. Dobbiamo tornare alla Parola di Dio per riconoscere che la migliore risposta all’amore del suo Cuore è l’amore per i fratelli; non c’è gesto più grande che possiamo offrirgli per ricambiare amore per amore. La Parola di Dio lo dice con totale chiarezza:
«Tutto quello che avete fatto a uno solo di questi miei fratelli più piccoli, l’avete fatto a me» (Mt 25,40).
«Tutta la Legge trova la sua pienezza in un solo precetto: Amerai il tuo prossimo come te stesso» (Gal 5,14).
«Sappiamo che siamo passati dalla morte alla vita, perché amiamo i fratelli. Chi non ama rimane nella morte» (1 Gv 3,14).
«Chi non ama il proprio fratello che vede, non può amare Dio che non vede» (1 Gv 4,20).
168. L’amore per i fratelli non si fabbrica, non è il risultato di un nostro sforzo naturale, ma richiede una trasformazione del nostro cuore egoista. Nasce allora spontaneamente la ben nota supplica: “Gesù, rendi il nostro cuore simile al tuo”. Per questo stesso motivo, l’invito di San Paolo non era: “Sforzatevi di fare opere buone”. Il suo invito era precisamente: «Abbiate tra voi gli stessi sentimenti di Cristo Gesù» (Fil 2,5).
169. È bene ricordare che nell’Impero romano molti poveri, forestieri e tante altre persone scartate trovavano nei cristiani rispetto, affetto e cura. Questo spiega il ragionamento dell’imperatore apostata Giuliano, che si chiedeva perché i cristiani fossero così rispettati e seguiti, e riteneva che una delle ragioni fosse il loro impegno di assistere i poveri e i forestieri, visto che l’Impero li ignorava e li disprezzava. Per questo imperatore era intollerabile che i suoi poveri non ricevessero aiuto da parte sua, mentre gli odiati cristiani «sfamano i loro, e pure i nostri».[166] In una lettera si sofferma soprattutto sull’ordine di creare istituzioni di beneficenza per competere con i cristiani e attirare il rispetto della società: «Apri in tutte le città numerosi alloggi, affinché gli stranieri possano godere della nostra umanità. [...] Abitua gli Elleni alle opere di beneficienza».[167] Ma egli non raggiunse il suo obiettivo, sicuramente perché dietro tali opere non c’era l’amore cristiano, che permetteva di riconoscere ad ogni persona una dignità unica.
170. Identificandosi con i più piccoli della società (cfr Mt 25,31-46) «Gesù ha portato la grande novità del riconoscimento della dignità di ogni persona, ed anche e soprattutto di quelle persone che erano qualificate come “indegne”. Questo principio nuovo nella storia umana, per cui l’essere umano è tanto più “degno” di rispetto e di amore quanto più è debole, misero e sofferente, fino a perdere la stessa “figura” umana, ha cambiato il volto del mondo, dando vita a istituzioni che si prendono cura delle persone che si trovano in condizioni disagiate: i neonati abbandonati, gli orfani, gli anziani lasciati soli, i malati mentali, le persone affette da malattie incurabili o con gravi malformazioni, coloro che vivono per strada».[168]
171. Anche dal punto di vista della ferita del suo Cuore, guardare al Signore, che «ha preso su di sé le nostre infermità e si è caricato delle nostre malattie» (Mt 8,17), ci aiuta a prestare maggiore attenzione alle sofferenze e ai bisogni degli altri, ci rende forti per partecipare alla sua opera di liberazione, come strumenti per la diffusione del suo amore.[169] Se contempliamo il dono di sé che Cristo ha fatto per tutti, diventa inevitabile chiederci perché non siamo capaci di dare la vita per gli altri: «In questo abbiamo conosciuto l’amore, nel fatto che egli ha dato la sua vita per noi; quindi anche noi dobbiamo dare la vita per i fratelli» (1 Gv 3,16).
ALCUNE RISONANZE NELLA STORIA DELLA SPIRITUALITÀ
172. Questa unione tra la devozione al Cuore di Gesù e l’impegno verso i fratelli attraversa la storia della spiritualità cristiana. Vediamo alcuni esempi.
Essere una fonte per gli altri
173. A partire da Origene, diversi Padri della Chiesa hanno interpretato il testo di Giovanni 7,38 – «dal suo grembo sgorgheranno fiumi di acqua viva» – come riferito al credente stesso, sebbene sia la conseguenza del fatto che egli stesso ha bevuto da Cristo. Così l’unione con Cristo mira non solo a saziare la propria sete bensì a farci diventare una fonte di acqua fresca per gli altri. Origene diceva che Cristo realizza la sua promessa facendo sgorgare da noi torrenti d’acqua: «L’anima dell’essere umano, che è a immagine di Dio, può contenere in sé e produrre da sé pozzi, sorgenti e fiumi».[170]
174. Sant’Ambrogio raccomandava di bere da Cristo «affinché abbondi in te la sorgente di acqua che zampilla per la vita eterna».[171] E Mario Vittorino sosteneva che lo Spirito Santo si dona con tale abbondanza che «chi lo riceve diventa un grembo che riversa fiumi di acqua viva».[172] Sant’Agostino diceva che questo fiume che sgorga dal credente è la benevolenza.[173] San Tommaso d’Aquino ha ribadito questa idea sostenendo che quando qualcuno «si affretta a comunicare agli altri i vari doni della grazia che ha ricevuto da Dio, dal suo seno sgorga acqua viva».[174]
175. Infatti, se «il sacrificio della Croce, offerto con animo amante e obbediente, presenta una soddisfazione sovrabbondante e infinita per le colpe del genere umano»,[175] la Chiesa, che nasce dal Cuore di Cristo, prolunga e comunica in ogni tempo e in ogni luogo gli effetti dell’unica Passione redentrice, che orientano le persone all’unione diretta con il Signore.
176. Nel seno della Chiesa, la mediazione di Maria, interceditrice e madre, può essere compresa solo «come partecipazione a questa unica fonte che è la mediazione di Cristo stesso»,[176] l’unico Redentore, e «la Chiesa non dubita di riconoscere questa funzione subordinata a Maria».[177] La devozione al cuore di Maria, infatti, non vuole togliere nulla all’adorazione unica dovuta al Cuore di Cristo, ma stimolarla: «La funzione materna di Maria verso gli uomini in nessun modo oscura o diminuisce questa unica mediazione di Cristo, ma ne mostra l’efficacia».[178] Grazie all’immensa sorgente che sgorga dal costato aperto di Cristo, la Chiesa, Maria e tutti i credenti, in modi diversi, diventano canali di acqua viva. In questo modo Cristo stesso dispiega la sua gloria nella nostra piccolezza.
Fraternità e mistica
177. San Bernardo, mentre invitava all’unione con il Cuore di Cristo, utilizzava la ricchezza di questa devozione per proporre un cambiamento di vita fondato sull’amore. Egli riteneva che fosse possibile una trasformazione dell’affettività, resa schiava dai piaceri, che non si libera con la cieca obbedienza a un comando, ma in una risposta alla dolcezza dell’amore di Cristo. Il male si supera con il bene, il male si vince con la crescita dell’amore: «Ama dunque il Signore Dio tuo con tutto l’affetto del cuore, amalo con tutta l’attenzione e la cura della ragione, amalo poi con tutte le tue forze; non aver timore di morire per amor suo […]. Il Signore Gesù sia dolce e soave al tuo affetto, contro gli allettamenti piacevoli ma rovinosi della vita carnale; la dolcezza vinca la dolcezza, come chiodo scaccia chiodo».[179]
178. San Francesco di Sales si lasciava illuminare soprattutto dalla richiesta di Gesù: «Imparate da me, che sono mite e umile di cuore» (Mt 11,29). In questo modo, diceva, nelle cose più semplici e ordinarie rubiamo il cuore al Signore: «Sarà contento di noi solo se avremo cura di servirlo bene nelle cose importanti e di rilievo come nelle piccole e insignificanti; sia con le une che con le altre, possiamo rapirgli il cuore […]. I piccoli gesti quotidiani di carità, un mal di testa, un mal di denti, un lieve malessere, una stranezza del marito o della moglie, un vaso rotto, un dispetto, una smorfia, la perdita di un guanto, di un anello, di un fazzoletto; quel piccolo sforzo per andare a letto presto la sera e alzarsi al mattino di buon’ora per pregare, per fare la comunione; quella piccola vergogna che si prova a fare in pubblico un atto di devozione; a farla breve, tutte le piccole contrarietà accettate e abbracciate con amore fanno infinitamente piacere alla Bontà divina».[180] Ma, in definitiva, la chiave della nostra risposta all’amore del Cuore di Cristo è l’amore per il prossimo: «un amore stabile, costante, immutabile, che, non soffermandosi sulle inezie, né sulle qualità o sulle condizioni delle persone, non è soggetto a cambiamenti o ad antipatie. [...] Nostro Signore ci ama senza interruzione, sopporta i nostri difetti come le nostre imperfezioni; dobbiamo quindi fare lo stesso nei confronti dei nostri fratelli, senza mai stancarci di sopportarli».[181]
179. San Charles de Foucauld voleva imitare Gesù, vivere come Lui, agire come Lui agiva, fare sempre ciò che Gesù avrebbe fatto al suo posto. Per realizzare pienamente questo obiettivo, aveva bisogno di conformarsi ai sentimenti del Cuore di Cristo. Così compare ancora una volta l’espressione “amore per amore”, quando dice: «Desiderio di sofferenze per rendergli amore per amore; […] per partecipare al suo compito offrirmi con lui, nonostante il nulla che sono, come sacrificio, come vittima, per la santificazione degli uomini».[182] Il desiderio di portare l’amore di Gesù, il suo impegno missionario tra i più poveri e dimenticati della terra, lo condusse ad assumere come motto Iesus Caritas, con il simbolo del Cuore di Cristo sormontato da una croce.[183] Non è stata una decisione superficiale: «Con tutte le mie forze cerco di mostrare, di provare a questi poveri fratelli sviati che la nostra religione è tutta carità, tutta fraternità, che il suo emblema è un Cuore».[184] Ed il suo desiderio era di stabilirsi con altri fratelli «in Marocco nel nome del Cuore di Gesù».[185] In tal modo la loro opera evangelizzatrice sarebbe stata un’irradiazione: «La carità deve irradiare dalle fraternità, come irradia dal cuore di Gesù».[186] Questo desiderio lo ha reso a poco a poco un fratello universale, perché, lasciandosi plasmare dal Cuore di Cristo, voleva ospitare nel suo cuore fraterno tutta l’umanità sofferente: «Il nostro cuore, come quello della Chiesa, come quello di Gesù, deve abbracciare tutti gli uomini».[187] «L’amore del Cuore di Gesù per gli uomini, questo amore che Egli manifesta nella sua Passione, ecco quello che dobbiamo avere per tutti gli esseri umani».[188]
180. Don Huvelin, direttore spirituale di San Charles de Foucauld, diceva che «quando nostro Signore vive in un cuore, gli dà questi sentimenti, e questo cuore si abbassa verso i piccoli. Tale era la disposizione del cuore di un Vincenzo de’ Paoli. [...] Quando nostro Signore vive nell’anima di un sacerdote lo inclina verso i poveri».[189] È importante notare come questa dedizione di San Vincenzo, che Don Huvelin descrive, fosse pure alimentata dalla devozione al Cuore di Cristo. Vincenzo esortava ad attingere “al cuore di Nostro Signore qualche parola di consolazione per il povero malato”.[190] Perché questo si realizzi, è necessario che il proprio cuore sia stato trasformato dall’amore e dalla mitezza del Cuore di Cristo, e San Vincenzo ripeteva molto questa convinzione nelle sue prediche e nei suoi consigli, tanto da farla diventare un elemento di spicco delle Costituzioni della sua Congregazione: «Tutti porranno anche il massimo impegno nell’imparare questa lezione insegnataci da Gesù: “Imparate da me che sono mite e umile di cuore”; tenendo conto che, come dice Egli stesso, con la mitezza si possiede la terra, perché con la pratica di questa virtù si guadagnano i cuori degli uomini per convertirli a Dio, ciò che non possono ottenere quanti si comportano con il prossimo in maniera dura e aspra».[191]
LA RIPARAZIONE: COSTRUIRE SULLE ROVINE
181. Tutto questo ci permette di comprendere, alla luce della Parola di Dio, quale significato dobbiamo dare alla “riparazione” offerta al Cuore di Cristo, che cosa il Signore si aspetta veramente che noi ripariamo con l’aiuto della sua grazia. Si è discusso molto a tale riguardo, ma San Giovanni Paolo II ha offerto una risposta chiara per orientare noi cristiani di oggi verso uno spirito di riparazione più in sintonia con il Vangelo.
Significato sociale della riparazione al Cuore di Cristo
182. San Giovanni Paolo II ha spiegato che, offrendoci insieme al Cuore di Cristo, «sulle rovine accumulate dall’odio e dalla violenza, potrà essere costruita la civiltà dell’amore tanto desiderato, il regno del cuore di Cristo»; questo implica certamente che siamo in grado di «unire all’amore filiale verso Dio l’amore del prossimo»; ebbene, «questa è la vera riparazione chiesta dal Cuore del Salvatore».[192] Insieme a Cristo, sulle rovine che noi lasciamo in questo mondo con il nostro peccato, siamo chiamati a costruire una nuova civiltà dell’amore. Questo vuol dire riparare come il Cuore di Cristo si aspetta da noi. In mezzo al disastro lasciato dal male, il Cuore di Cristo ha voluto avere bisogno della nostra collaborazione per ricostruire il bene e la bellezza.
183. È certo che ogni peccato danneggia la Chiesa e la società, per cui «a ciascun peccato si può attribuire […] il carattere di peccato sociale», anche se questo vale soprattutto per alcuni peccati che «costituiscono, per il loro oggetto stesso, un’aggressione diretta al prossimo».[193] San Giovanni Paolo II ha spiegato che la ripetizione di questi peccati contro gli altri finisce molte volte per consolidare una “struttura di peccato” che influisce sullo sviluppo dei popoli.[194] Ciò fa spesso parte di una mentalità dominante che considera normale o razionale quello che in realtà è solo egoismo e indifferenza. Tale fenomeno si può definire alienazione sociale: «È alienata la società che, nelle sue forme di organizzazione sociale, di produzione e di consumo, rende più difficile la realizzazione di questo dono ed il costituirsi di questa solidarietà interumana».[195] Non è solo una norma morale ciò che ci spinge a resistere a queste strutture sociali alienate, a metterle a nudo e a propiziare un dinamismo sociale che ripristini e costruisca il bene, ma è la stessa «conversione del cuore» che «impone l’obbligo»[196] di riparare tali strutture. È la nostra risposta al Cuore amante di Gesù Cristo che ci insegna ad amare.
184. Proprio perché la riparazione evangelica possiede questo forte significato sociale, i nostri atti di amore, di servizio, di riconciliazione, per essere effettivamente riparatori, richiedono che Cristo li solleciti, li motivi, li renda possibili. Diceva ancora San Giovanni Paolo II che per costruire la civiltà dell’amore l’umanità di oggi ha bisogno del Cuore di Cristo.[197] La riparazione cristiana non può essere intesa solo come un insieme di opere esteriori, che pure sono indispensabili e talvolta ammirevoli. Essa esige una spiritualità, un’anima, un senso che le conferiscano forza, slancio e creatività instancabile. Ha bisogno della vita, del fuoco e della luce che vengono dal Cuore di Cristo.
Riparare i cuori feriti
185. Del resto, una riparazione meramente esteriore non basta né al mondo né al Cuore di Cristo. Se ognuno pensa ai propri peccati e alle loro conseguenze sugli altri, scoprirà che riparare il danno fatto a questo mondo implica anche il desiderio di riparare i cuori feriti, dove si è procurato il danno più profondo, la ferita più dolorosa.
186. Uno spirito di riparazione «ci invita a sperare che ogni ferita possa essere guarita, anche se è profonda. Una riparazione completa a volte sembra impossibile, quando beni o persone care vengono persi definitivamente o quando certe situazioni sono diventate irreversibili. Ma l’intenzione di riparare e di farlo concretamente è essenziale per il processo di riconciliazione e il ritorno della pace nel cuore».[198]
La bellezza di chiedere perdono
187. La buona intenzione non basta; è indispensabile un dinamismo interiore di desiderio che provochi conseguenze esterne. In sostanza, «la riparazione, per essere cristiana, per toccare il cuore della persona offesa e non essere un semplice atto di giustizia commutativa, presuppone due atteggiamenti impegnativi: riconoscersi colpevole e chiedere perdono. [...] È da questo onesto riconoscimento del male arrecato al fratello, e dal sentimento profondo e sincero che l’amore è stato ferito, che nasce il desiderio di riparare».[199]
188. Non si deve pensare che riconoscere il proprio peccato davanti agli altri sia qualcosa di degradante o dannoso per la nostra dignità umana. Al contrario, è smettere di mentire a sé stessi, è riconoscere la propria storia così com’è, segnata dal peccato, soprattutto quando abbiamo fatto del male ai nostri fratelli: «Accusare sé stessi fa parte della saggezza cristiana. [...] Questo piace al Signore, perché il Signore accoglie il cuore contrito».[200]
189. Fa parte di questo spirito di riparazione l’abitudine di chiedere perdono ai fratelli, che rappresenta una grande nobiltà in mezzo alla nostra fragilità. Chiedere perdono è un modo di guarire le relazioni perché «riapre il dialogo e manifesta la volontà di ristabilire il legame nella carità fraterna. [...] Tocca il cuore del fratello, lo consola e suscita in lui l’accoglienza del perdono richiesto». Così, «se l’irreparabile non può essere completamente riparato, l’amore può sempre rinascere, rendendo sopportabile la ferita».[201]
190. Un cuore capace di compunzione può crescere nella fraternità e nella solidarietà, perché «chi non piange regredisce, invecchia dentro, mentre chi raggiunge una preghiera più semplice e intima, fatta di adorazione e commozione davanti a Dio, quello matura. Si lega sempre meno a sé stesso e più a Cristo, e diventa povero in spirito. In tal modo si sente più vicino ai poveri, i prediletti di Dio».[202] Di conseguenza, nasce un autentico spirito di riparazione, perché «chi si compunge nel cuore si sente più fratello di tutti i peccatori del mondo, si sente più fratello, senza parvenza di superiorità o asprezza di giudizio, ma sempre con il desiderio di amare e riparare».[203] Questa solidarietà generata dalla compunzione rende allo stesso tempo possibile la riconciliazione. La persona capace di compunzione, «anziché adirarsi e scandalizzarsi per il male commesso dai fratelli, piange per i loro peccati. Non si scandalizza. Avviene una sorta di ribaltamento, dove la tendenza naturale a essere indulgenti con sé stessi e inflessibili con gli altri si capovolge e, per grazia di Dio, si diventa fermi con sé stessi e misericordiosi con gli altri».[204]
LA RIPARAZIONE: UN PROLUNGAMENTO PER IL CUORE DI CRISTO
191. C’è un altro modo complementare di intendere la riparazione, che ci permette di collocarla in un rapporto ancora più diretto con il Cuore di Cristo, senza escludere da questa riparazione l’impegno concreto verso i nostri fratelli e sorelle di cui abbiamo parlato.
192. In un altro contesto ho affermato che «in qualche modo, Egli [Dio] ha voluto limitare sé stesso» e «molte cose che noi consideriamo mali, pericoli o fonti di sofferenza, fanno parte in realtà dei dolori del parto, che ci stimolano a collaborare con il Creatore».[205] La nostra collaborazione può permettere alla potenza e all’amore di Dio di diffondersi nella nostra vita e nel mondo, mentre il rifiuto o l’indifferenza possono impedirlo. Alcune espressioni bibliche lo esprimono metaforicamente, come quando il Signore reclama: «Se vuoi davvero ritornare, Israele, a me dovrai ritornare» (Ger 4,1). O quando dice, di fronte al rifiuto del suo popolo: «Il mio cuore si commuove dentro di me, il mio intimo freme di compassione» (Os 11,8).
193. Benché non sia possibile parlare di una nuova sofferenza del Cristo glorioso, «il Mistero pasquale di Cristo […] e tutto ciò che Cristo è, tutto ciò che ha compiuto e sofferto per tutti gli uomini, partecipa dell’eternità divina e perciò abbraccia tutti i tempi e in essi è reso presente». [206] Possiamo invece dire che Egli stesso ha accettato di limitare la gloria espansiva della sua risurrezione, di contenere la diffusione del suo immenso e ardente amore per lasciare spazio alla nostra libera cooperazione con il suo Cuore. Questo è tanto reale che il nostro rifiuto lo ferma in tale impulso di donazione, così come la nostra fiducia e l’offerta di noi stessi apre uno spazio, offre un canale libero da ostacoli all’effusione del suo amore. Il nostro rifiuto o la nostra indifferenza limitano gli effetti della sua potenza e la fecondità del suo amore in noi. Se non trova in me fiducia e apertura, il suo amore viene privato – perché Lui stesso così ha voluto – del suo prolungamento nella mia vita, che è unica e irripetibile, e nel mondo in cui mi chiama a renderlo presente. Ciò non deriva da una sua fragilità, ma dalla sua infinita libertà, dalla sua paradossale potenza e dalla perfezione del suo amore per ciascuno di noi. Quando l’onnipotenza di Dio si mostra nella debolezza della nostra libertà, «soltanto la fede può riconoscerla».[207]
194. Infatti, Santa Margherita Maria racconta che, in una delle manifestazioni di Cristo, Egli le parlò del suo Cuore appassionato d’amore per noi, che «non potendo più contenere in sé stesso le fiamme del suo ardente Amore, sente il bisogno di diffonderle».[208] Dal momento che il Signore, che tutto può, nella sua divina libertà ha voluto avere bisogno di noi, la riparazione si intende come rimuovere gli ostacoli che poniamo all’espansione dell’amore di Cristo nel mondo con le nostre mancanze di fiducia, gratitudine e dedizione.
L’offerta all’Amore
195. Per riflettere meglio su questo mistero, ci viene nuovamente in aiuto la luminosa spiritualità di Santa Teresa di Gesù Bambino. Ella sapeva che alcune persone avevano sviluppato una forma estrema di riparazione, con la buona volontà di donarsi per gli altri, che consisteva nell’offrirsi come una sorta di “parafulmine” affinché si realizzasse la giustizia divina: «Pensavo alle anime che si offrono come vittime alla Giustizia di Dio allo scopo di stornare e di attirare su di sé i castighi riservati ai colpevoli».[209] Ma, per quanto ammirevole potesse sembrare tale offerta, lei non ne era troppo convinta: «Io ero lontana dal sentirmi portata a farla».[210] Questa insistenza sulla giustizia divina alla fine induceva a pensare che il sacrificio di Cristo fosse incompleto o parzialmente efficace, o che la sua misericordia non fosse sufficientemente intensa.
196. Con la sua intuizione spirituale Santa Teresa ha scoperto che c’è un altro modo di offrire sé stessi, in cui non è necessario saziare la giustizia divina, ma permettere all’amore infinito del Signore di diffondersi senza ostacoli: «O mio Dio! Il tuo amore disprezzato deve restare nel tuo Cuore? Mi sembra che se tu trovassi anime che si offrono come Vittime di olocausto al tuo Amore, tu le consumeresti rapidamente; mi sembra che saresti felice di non comprimere affatto i torrenti di infinite tenerezze che sono in te».[211]
197. Non c’è nulla da aggiungere all’unico sacrificio redentore di Cristo, ma è vero che il rifiuto della nostra libertà non permette al Cuore di Cristo di dilatare in questo mondo le sue “ondate di infinita tenerezza”. Ed è così perché il Signore stesso vuole rispettare tale possibilità. È questo, più che la giustizia divina, a turbare il cuore di Santa Teresa di Gesù Bambino, poiché per lei la giustizia si comprende solo alla luce dell’amore. Abbiamo visto che ella adorava tutte le perfezioni divine attraverso la misericordia, e così le vedeva trasfigurate, raggianti d’amore. Diceva: «Perfino la Giustizia (e forse anche più di ogni altra) mi sembra rivestita d’amore».[212]
198. Nasce così il suo atto di offerta, non alla giustizia divina, ma all’Amore misericordioso: «Mi offro come vittima d’olocausto al tuo Amore misericordioso, supplicandoti di consumarmi senza posa, lasciando traboccare nella mia anima le onde di infinita tenerezza che sono racchiuse in te, così che io diventi Martire del tuo Amore, o mio Dio!».[213] È importante notare che non si tratta solo di permettere al Cuore di Cristo di diffondere la bellezza del suo amore nel nostro cuore, attraverso una fiducia totale, ma anche che attraverso la propria vita raggiunga gli altri e trasformi il mondo: «Nel Cuore della Chiesa, mia Madre, sarò l’Amore! [...] Così il mio sogno sarà realizzato».[214] I due aspetti sono inseparabilmente uniti.
199. Il Signore ha accettato la sua offerta. Infatti, qualche tempo dopo lei stessa manifestò un amore intenso per gli altri e affermò che proveniva dal Cuore di Cristo che si prolungava attraverso di lei. Così diceva a sua sorella Leonia: «Ti amo mille volte più teneramente di quanto si amino le sorelle comuni, poiché posso amarti con il Cuore del nostro Sposo celeste».[215] E qualche tempo dopo disse a Maurice Bellière: «Come vorrei farle comprendere la tenerezza del Cuore di Gesù, ciò che si aspetta da lei!».[216]
Integrità e armonia
200. Sorelle e fratelli, propongo che sviluppiamo questa forma di riparazione, che è, in ultima analisi, offrire al Cuore di Cristo una nuova possibilità di diffondere in questo mondo le fiamme della sua ardente tenerezza. Se è vero che la riparazione implica il desiderio di risarcire gli oltraggi in qualsiasi modo recati all’Amore increato, per dimenticanza o per offesa,[217] il modo più appropriato è che il nostro amore offra al Signore una possibilità di espandersi in cambio di quelle volte in cui è stato rifiutato o negato. Questo avviene se si va oltre la semplice “consolazione” a Cristo di cui abbiamo parlato nel capitolo precedente, e si traduce in atti di amore fraterno con cui curiamo le ferite della Chiesa e del mondo. In tal modo offriamo nuove espressioni alla forza restauratrice del Cuore di Cristo.
201. Le rinunce e le sofferenze richieste da questi atti d’amore per il prossimo ci uniscono alla passione di Cristo, e soffrendo con Cristo in «quella mistica crocifissione di cui parla l’Apostolo, tanto più copiosi frutti di propiziazione e di espiazione raccoglieremo per noi e per gli altri».[218] Solo Cristo salva con il suo sacrificio sulla croce per noi, solo Lui redime, perché c’è «un solo Dio e un solo mediatore tra Dio e gli uomini, l’uomo Cristo Gesù, che ha dato se stesso in riscatto per tutti» (1 Tm 2,5-6). La riparazione che offriamo è una partecipazione liberamente accettata al suo amore redentore e al suo unico sacrificio. Così diamo compimento «a ciò che, dei patimenti di Cristo, manca nella [nostra] carne, a favore del suo corpo che è la Chiesa» (Col 1,24), ed è Cristo stesso che prolunga attraverso di noi gli effetti della sua totale donazione per amore.
202. Le sofferenze hanno spesso a che fare con il nostro ego ferito, ma è proprio l’umiltà del Cuore di Cristo che ci mostra la via dell’abbassamento. Dio ha voluto venire a noi annientandosi, facendosi piccolo. Già lo insegna l’Antico Testamento attraverso varie metafore che mostrano un Dio che entra nelle piccolezze della storia e si lascia rifiutare dal suo popolo. Il suo amore si mescola alla vita quotidiana del popolo amato e si fa mendicante di una risposta, come se chiedesse il permesso di mostrare la sua gloria. D’altra parte, «forse una sola volta, con parole sue, il Signore Gesù si è richiamato al proprio cuore. E ha messo in evidenza questo unico tratto: “mitezza e umiltà”. Come se volesse dire che solo con questa via vuole conquistare l’uomo».[219] Quando Cristo ha detto: «Imparate da me, che sono mite e umile di cuore» (Mt 11,29) ci ha indicato che «per esprimersi ha bisogno della nostra piccolezza, del nostro abbassarci».[220]
203. In ciò che abbiamo detto è importante notare diversi aspetti inseparabili, perché queste azioni di amore verso il prossimo, con tutte le rinunce, le abnegazioni, le sofferenze e le fatiche che comportano, compiono tale funzione quando sono alimentate dalla carità di Cristo stesso. Egli ci permette di amare come Lui ha amato e così Egli stesso ama e serve attraverso di noi. Se da un lato sembra rimpicciolirsi, annientarsi, perché ha voluto mostrare il suo amore mediante i nostri gesti, dall’altro, nelle più semplici opere di misericordia, il suo Cuore viene glorificato e manifesta tutta la sua grandezza. Un cuore umano che fa spazio all’amore di Cristo attraverso la fiducia totale e gli permette di espandersi nella propria vita con il suo fuoco, diventa capace di amare gli altri come Cristo, facendosi piccolo e vicino a tutti. Così Cristo sazia la propria sete e diffonde gloriosamente in noi e attraverso di noi le fiamme della sua tenerezza ardente. Notiamo la bella armonia che c’è in tutto questo.
204. Infine, per comprendere questa devozione in tutta la sua ricchezza, è necessario aggiungere, riprendendo quanto detto sulla sua dimensione trinitaria, che la riparazione di Cristo come essere umano si offre al Padre mediante l’opera dello Spirito Santo in noi. Pertanto, la nostra riparazione al Cuore di Cristo è rivolta in ultima analisi al Padre, che si compiace di vederci uniti a Cristo quando ci offriamo attraverso di Lui, con Lui e in Lui.
FAR INNAMORARE IL MONDO
205. La proposta cristiana è attraente quando può essere vissuta e manifestata integralmente: non come semplice rifugio in sentimenti religiosi o in riti sfarzosi. Che culto sarebbe per Cristo se ci accontentassimo di un rapporto individuale senza interesse per aiutare gli altri a soffrire meno e a vivere meglio? Potrà forse piacere al Cuore che ha tanto amato se rimaniamo in un’esperienza religiosa intima, senza conseguenze fraterne e sociali? Siamo onesti e leggiamo la Parola di Dio nella sua interezza. Ma per questo stesso motivo diciamo che non si tratta nemmeno di una promozione sociale priva di significato religioso, che alla fine sarebbe volere per l’uomo meno di quello che Dio vuole dargli. Ecco perché dobbiamo concludere questo capitolo ricordando la dimensione missionaria del nostro amore per il Cuore di Cristo.
206. San Giovanni Paolo II, oltre a parlare della dimensione sociale della devozione al Cuore di Cristo, ha fatto riferimento alla «riparazione, che è cooperazione apostolica alla salvezza del mondo».[221] Allo stesso modo, la consacrazione al Cuore di Cristo «è da accostare all’azione missionaria della Chiesa stessa, perché risponde al desiderio del Cuore di Gesù di propagare nel mondo, attraverso le membra del suo Corpo, la sua dedizione totale al Regno».[222] Di conseguenza, attraverso i cristiani, «l’amore sarà riversato nei cuori degli uomini, perché si edifichi il corpo di Cristo che è la Chiesa e si costruisca anche una società di giustizia, pace e fratellanza».[223]
207. Il prolungamento delle fiamme d’amore del Cuore di Cristo avviene anche nell’opera missionaria della Chiesa, che porta l’annuncio dell’amore di Dio manifestato in Cristo. San Vincenzo de’ Paoli lo insegnava molto bene quando invitava i suoi discepoli a chiedere al Signore «questo cuore, questo cuore che ci faccia andare dovunque, questo cuore del Figlio di Dio, cuore di Nostro Signore, […] che ci disponga ad andare, come egli andrebbe […] ed invia anche noi come loro [gli apostoli] a portare dovunque il fuoco».[224]
208. San Paolo VI, rivolgendosi alle Congregazioni che diffondono la devozione al Sacro Cuore, ricordava che «non vi è dubbio che l’impegno pastorale e lo zelo missionario arderanno in maniera vivissima, se, sacerdoti e fedeli, al fine di propagare la gloria di Dio, contempleranno l’esempio dell’amore eterno che Cristo ci ha mostrato, e rivolgeranno i loro sforzi per rendere partecipi tutti gli uomini delle imperscrutabili ricchezze di Cristo».[225] Alla luce del Sacro Cuore, la missione diventa una questione d’amore, e il rischio più grande in questa missione è che si dicano e si facciano molte cose, ma non si riesca a provocare il felice incontro con l’amore di Cristo che abbraccia e che salva.
209. La missione, intesa nella prospettiva di irradiare l’amore del Cuore di Cristo, richiede missionari innamorati, che si lascino ancora conquistare da Cristo e che non possano fare a meno di trasmettere questo amore che ha cambiato la loro vita. Perciò li addolora perdere tempo a discutere di questioni secondarie o a imporre verità e regole, perché la loro preoccupazione principale è comunicare quello che vivono e, soprattutto, che gli altri possano percepire la bontà e la bellezza dell’Amato attraverso i loro poveri sforzi. Non è ciò che accade a qualsiasi innamorato? Vale la pena di prendere ad esempio le parole con cui Dante Alighieri, innamorato, cercava di esprimere questa logica:
«Io dico che pensando il suo valore
Amor sì dolce mi si fa sentire,
che s’io allora non perdessi ardire,
farei parlando innamorar la gente».[226]
210. Parlare di Cristo, con la testimonianza o la parola, in modo tale che gli altri non debbano fare un grande sforzo per amarlo, questo è il desiderio più grande di un missionario dell’anima. Non c’è proselitismo in questa dinamica d’amore: le parole dell’innamorato non disturbano, non impongono, non forzano, solamente portano gli altri a chiedersi come sia possibile un tale amore. Con il massimo rispetto per la libertà e la dignità dell’altro, l’innamorato semplicemente spera che gli sia permesso di raccontare questa amicizia che riempie la sua vita.
211. Cristo ti chiede, senza venir meno alla prudenza e al rispetto, di non vergognarti di riconoscere la tua amicizia con Lui. Ti chiede di avere il coraggio di raccontare agli altri che è un bene per te averlo incontrato: «Chiunque mi riconoscerà davanti agli uomini, anch’io lo riconoscerò davanti al Padre mio che è nei cieli» (Mt 10,32). Ma per il cuore innamorato non è un obbligo, è una necessità difficile da contenere: «Guai a me se non annuncio il Vangelo» (1 Cor 9,16). «Nel mio cuore c’era come un fuoco ardente, trattenuto nelle mie ossa; mi sforzavo di contenerlo, ma non potevo» (Ger 20,9).
In comunione di servizio
212. Non si deve pensare a questa missione di comunicare Cristo come se fosse solo una cosa tra me e Lui. La si vive in comunione con la propria comunità e con la Chiesa. Se ci allontaniamo dalla comunità, ci allontaneremo anche da Gesù. Se la dimentichiamo e non ci preoccupiamo per essa, la nostra amicizia con Gesù si raffredderà. Non va mai dimenticato questo segreto. L’amore per i fratelli della propria comunità – religiosa, parrocchiale, diocesana – è come un carburante che alimenta la nostra amicizia con Gesù. Gli atti d’amore verso i fratelli di comunità possono essere il modo migliore, o talvolta l’unico possibile, di esprimere agli altri l’amore di Gesù Cristo. L’ha detto il Signore stesso: «Da questo tutti sapranno che siete miei discepoli: se avrete amore gli uni per gli altri» (Gv 13,35).
213. È un amore che diventa servizio comunitario. Non mi stanco di ricordare che Gesù l’ha detto con grande chiarezza: «Tutto quello che avete fatto a uno solo di questi miei fratelli più piccoli, l’avete fatto a me» (Mt 25,40). Egli ti propone di trovarlo anche lì, in ogni fratello e in ogni sorella, soprattutto nei più poveri, disprezzati e abbandonati della società. Che bell’incontro!
214. Pertanto, se ci dedichiamo ad aiutare qualcuno, non significa che ci dimentichiamo di Gesù. Al contrario, lo troviamo in un altro modo. E quando cerchiamo di sollevare e guarire qualcuno, Gesù è lì accanto a noi. Infatti, è bene ricordare che quando mandò i suoi discepoli in missione «il Signore agiva insieme con loro» (Mc 16,20). Egli è lì, lavora, lotta e fa del bene con noi. In modo misterioso, è il suo amore che si manifesta attraverso il nostro servizio, è Lui stesso che parla al mondo in quel linguaggio che a volte non può avere parole.
215. Egli ti manda a diffondere il bene e ti spinge da dentro. Per questo ti chiama con una vocazione di servizio: farai del bene come medico, come madre, come insegnante, come sacerdote. Ovunque tu sia, potrai sentire che Lui ti chiama e ti manda a vivere questa missione sulla terra. Egli stesso ci dice: «Vi mando» (Lc 10,3). Questo fa parte dell’amicizia con Lui. Perciò, affinché tale amicizia maturi, bisogna che ti lasci mandare da Lui a compiere una missione in questo mondo, con fiducia, con generosità, con libertà, senza paure. Se ti chiudi nelle tue comodità, questo non ti darà sicurezza, i timori, le tristezze, le angosce appariranno sempre. Chi non compie la propria missione su questa terra non può essere felice, è frustrato. Quindi è meglio che ti lasci inviare, che ti lasci condurre da Lui dove vuole. Non dimenticare che Lui ti accompagna. Non ti getta nell’abisso e ti lascia abbandonato alle tue forze. Lui ti spinge e ti accompagna. L’ha promesso e lo fa: «Io sono con voi tutti i giorni» (Mt 28,20).
216. In qualche modo devi essere missionario, missionaria, come lo furono gli apostoli di Gesù e i primi discepoli, che andarono ad annunciare l’amore di Dio, andarono a raccontare che Cristo è vivo e vale la pena di conoscerlo. Santa Teresa di Gesù Bambino lo viveva come elemento imprescindibile della sua offerta all’Amore misericordioso: «Volevo dar da bere al mio Amato e io stessa mi sentivo divorata dalla sete delle anime».[227] Questa è anche la tua missione. Ognuno la compie a modo suo, e tu vedrai come potrai essere missionario, missionaria. Gesù lo merita. Se ne avrai il coraggio, Lui ti illuminerà. Ti accompagnerà e ti rafforzerà, e vivrai un’esperienza preziosa che ti farà molto bene. Non importa se riuscirai a vedere dei risultati, questo lascialo al Signore che lavora nel segreto dei cuori, ma non smettere di vivere la gioia di cercare di comunicare l’amore di Cristo agli altri.
CONCLUSIONE
217. Ciò che questo documento esprime ci permette di scoprire che quanto è scritto nelle Encicliche sociali Laudato si’ e Fratelli tutti non è estraneo al nostro incontro con l’amore di Gesù Cristo, perché, abbeverandoci a questo amore, diventiamo capaci di tessere legami fraterni, di riconoscere la dignità di ogni essere umano e di prenderci cura insieme della nostra casa comune.
218. Oggi tutto si compra e si paga, e sembra che il senso stesso della dignità dipenda da cose che si ottengono con il potere del denaro. Siamo spinti solo ad accumulare, consumare e distrarci, imprigionati da un sistema degradante che non ci permette di guardare oltre i nostri bisogni immediati e meschini. L’amore di Cristo è fuori da questo ingranaggio perverso e Lui solo può liberarci da questa febbre in cui non c’è più spazio per un amore gratuito. Egli è in grado di dare un cuore a questa terra e di reinventare l’amore laddove pensiamo che la capacità di amare sia morta per sempre.
219. Ne ha bisogno anche la Chiesa, per non sostituire l’amore di Cristo con strutture caduche, ossessioni di altri tempi, adorazione della propria mentalità, fanatismi di ogni genere che finiscono per prendere il posto dell’amore gratuito di Dio che libera, vivifica, fa gioire il cuore e nutre le comunità. Dalla ferita del costato di Cristo continua a sgorgare quel fiume che non si esaurisce mai, che non passa, che si offre sempre di nuovo a chi vuole amare. Solo il suo amore renderà possibile una nuova umanità.
220. Prego il Signore Gesù che dal suo Cuore santo scorrano per tutti noi fiumi di acqua viva per guarire le ferite che ci infliggiamo, per rafforzare la nostra capacità di amare e servire, per spingerci a imparare a camminare insieme verso un mondo giusto, solidale e fraterno. Questo fino a quando celebreremo felicemente uniti il banchetto del Regno celeste. Lì ci sarà Cristo risorto, che armonizzerà tutte le nostre differenze con la luce che sgorga incessantemente dal suo Cuore aperto. Che sia sempre benedetto!
Dato a Roma, presso San Pietro, il 24 ottobre dell’anno 2024, dodicesimo di Pontificato.
FRANCESCO
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[1] Buona parte delle riflessioni di questo primo capitolo si sono lasciate ispirare da scritti inediti del Padre Diego Fares, S.I. Il Signore lo abbia nella sua santa gloria.
[2] Cfr Omero, Iliade, 21, 441.
[3] Cfr ivi, 10, 244.
[4] Cfr Timeo 65 c-d; 70.
[5] Omelia nella Messa mattutina nella Domus Sanctae Marthae, 14 ottobre 2016: L’Osservatore Romano, 15 ottobre 2016, p. 8.
[6] S. Giovanni Paolo II, Angelus, 2 luglio 2000: L’Osservatore Romano, 3-4 luglio 2000, p. 4.
[7] Id., Catechesi, 8 giugno 1994: L’Osservatore Romano, 9 giugno 1994, p. 5.
[8] I demoni (1873).
[9] Romano Guardini, Il mondo religioso di Dostojevskij, Brescia 1980, 236.
[10] Karl Rahner, Alcune tesi per una teologia della devozione al cuore di Gesù, in Teologia del Cuore di Cristo, Roma 1995, 60.
[11] Ivi., 61.
[12] Byung-Chul Han, Heideggers Herz. Zum Begriff der Stimmung bei Martin Heidegger, München 1996, 39.
[13] Ivi, 60; cfr 176.
[14] Cfr Id., Eros in agonia, Milano 2019.
[15] Cfr Martin Heidegger, La poesia di Hölderlin, Milano 1988, 144.
[16] Cfr Michel de Certeau, Lo spazio del desiderio. Gli «Esercizi spirituali» di Loyola, in Il parlare angelico: figure per una poetica della lingua. Secoli XVI e XVII, Firenze 1989, 95-110.
[17] Itinerarium mentis in Deum, VII, 6: San Bonaventura, Itinerario della mente in Dio. Riconduzione delle Arti alla Teologia, Roma 1995, 93.
[18] Id., Proemium in I Sent., q. 3: Opera Omnia, Quaracchi 1882, vol. 1, 13.
[19] S. John Henry Newman, Meditazioni e Preghiere, Milano 2002, 106.
[20] Cost. past. Gaudium et spes, 82.
[21] Ivi, 10.
[22] Ivi, 14.
[23] Cfr Dicastero per la Dottrina della Fede, Dich. Dignitas infinita (2 aprile 2024), 8. Cfr L’Osservatore Romano, 8 aprile 2024.
[24] Cost. past. Gaudium et spes, 26.
[25] S. Giovanni Paolo II, Angelus, 28 giugno 1998: L’Osservatore Romano, 30 giugno-1 luglio 1998, p. 7.
[26] Lett. enc. Laudato si’ (24 maggio 2015), 83: AAS (2015), 880.
[27] Omelia nella Messa mattutina nella Domus Sanctae Marthae, 7 giugno 2013: L’Osservatore Romano, 8 giugno 2013, p. 8.
[28] Pio XII, Lett. enc. Haurietis Aquas (15 maggio 1956), I: AAS 48 (1956), 316.
[29] Pio VI, Cost. Auctorem fidei (28 agosto 1794), 63: DH, 2663.
[30] Leone XIII, Lett. enc. Annum Sacrum (25 maggio 1899): ASS 31 (1898-99), 649.
[31] Ibid.: «Inest in Sacro Corde symbolum atque expressa imago infinitae Iesu Christi caritatis».
[32] Angelus, 9 giugno 2013: L’Osservatore Romano, 10-11 giugno 2013, p. 8.
[33] Si comprende così perché la Chiesa abbia proibito che si collochino sull’altare raffigurazioni del solo cuore di Gesù o di Maria (cfr Risposta della Congregazione dei Riti al Rev. Charles Lecoq, P.S.S., 5 aprile 1879: Decreta authentica Congregationis Sacrorum Rituum ex actis ejusdem collecta, vol. III, 107-108, n. 3492). Fuori dalla Liturgia, «per la devozione privata» (ibid.), si può utilizzare il simbolismo del cuore come espressione didattica, figura estetica o emblema che invita a pensare all’amore di Cristo, ma si corre il rischio di prendere il cuore come oggetto di adorazione o di dialogo spirituale separatamente dalla persona di Cristo. Il 31 marzo 1887 la Congregazione diede un’altra risposta simile (ivi, 187, n. 3673).
[34] Conc. Ecum. di Trento, Sess. XXV, Decr. Mandat Sancta Synodus (3 dicembre 1563): DH, 1823.
[35] V Conferenza Generale dell’Episcopato Latinoamericano e dei Caraibi, Documento di Aparecida (29 giugno 2007), n. 259.
[36] Lett. enc. Haurietis Aquas (15 maggio 1956), I: AAS 48 (1956), 323-324.
[37] Ep. 261, 3: PG 32, 972.
[38] In Io. homil. 63, 2: PG 59, 350.
[39] De fide ad Gratianum, II, 7, 56: PL 16, 594 (ed. 1880).
[40] Enarr. in Ps. 87, 3: PL 37, 1111.
[41] Cfr De fide orth. 3, 6.20: PG 94, 1006.1081.
[42] Olegario González de Cardedal, La entraña del cristianismo, Salamanca 2010, 70-71.
[43] Angelus, 1 giugno 2008: L’Osservatore Romano, 2-3 giugno 2008, p. 1.
[44] Pio XII, Lett. enc. Haurietis Aquas (15 maggio 1956), II: AAS 48 (1956), 327-328.
[45] Ivi, 28: AAS 48 (1956), 343-344.
[46] Benedetto XVI, Angelus, 1 giugno 2008: L’Osservatore Romano, 2-3 giugno 2008, p. 1.
[47] Vigilio, Cost. Inter innumeras sollicitudines (14 maggio 553): DH, 420.
[48] Conc. Ecum. di Efeso, Anatemi di Cirillo di Alessandria, 8: DH, 259.
[49] Conc. Ecum. II di Costantinopoli, Sess. VIII (2 giugno 553), Can. 9: DH, 431.
[50] S. Giovanni della Croce, Cantico spirituale A, Strofa 22, 4: Opere, Roma 1979, 919.
[51] Ivi, Strofa 12, 8: Opere, cit., 881.
[52] Ivi, Strofa 12,1: 878.
[53] «Per noi c’è un solo Dio, il Padre, dal quale tutto proviene e noi siamo per lui» (1 Cor 8,6). «Al Dio e Padre nostro sia gloria nei secoli dei secoli. Amen» (Fil 4,20). «Sia benedetto Dio, Padre del Signore nostro Gesù Cristo, Padre misericordioso e Dio di ogni consolazione» (2 Cor 1,3).
[54] Lett. ap. Tertio millennio adveniente (10 novembre 1994), 49: AAS 87 (1995), 35.
[55] Ad Rom., 7: PG 5, 694.
[56] «Bisogna che il mondo sappia che io amo il Padre» (Gv 14,31). «Io e il Padre siamo una cosa sola» (Gv 10,30). «Io sono nel Padre e il Padre è in me» (Gv 14,10).
[57] «Vado al Padre» (pros ton Patéra: Gv 16,28). «Io vengo a te» (pros se: Gv 17,11).
[58] «Eis ton kolpon tou Patrós».
[59] Adv. Haer., III, 18, 1: PG 7, 932
[60] In Joh., II, 2: PG 14, 110.
[61] Angelus, 23 giugno 2002: L’Osservatore Romano, 24-25 giugno 2002, p. 1.
[62] S. Giovanni Paolo II, Messaggio nel centenario della consacrazione del genere umano al Cuore divino di Gesù, Varsavia, 11 giugno 1999, Solennità del Sacro Cuore di Gesù: L’Osservatore Romano, 12 giugno 1999, p. 5.
[63] Id., Angelus, 8 giugno 1986, 4: L’Osservatore Romano, 9-10 giugno 1986, p. 5.
[64] Omelia, Visita al Policlinico Gemelli e alla Facoltà di Medicina dell’Università Cattolica del Sacro Cuore, 27 giugno 2014: L’Osservatore Romano, 29 giugno 2014, p. 7.
[65] Ef 1,5.7; 2,18; 3,12.
[66] Ef 2,5.6; 4,15.
[67] Ef 1,3.4.6.7.11.13.15; 2,10.13.21.22; 3,6.11.21.
[68] Messaggio nel centenario della consacrazione del genere umano al Cuore divino di Gesù, Varsavia, 11 giugno 1999, Solennità del Sacro Cuore di Gesù: L’Osservatore Romano, 12 giugno 1999, p. 5.
[69] «Quoniamque inest in Sacro Corde symbolum atque expressa imago infinitae Iesu Christi caritatis, quae movet ipsa nos ad amandum mutuo, ideo consentaneum est dicare se Cordi eius augustissimo: quod tamen nihil est aliud quam dedere atque obligare se Iesu Christo […]. En alterum hodie oblatum oculis auspicatissimum divinissimumque signum: videlicet Cor Iesu sacratissimum, superimposita cruce, splendidissimo candore inter flammas elucens. In eo omnes collocandae spes: ex eo hominum petenda atque expectanda salus» (Lett. enc. Annum Sacrum [25 maggio 1899]: ASS 31 [1898-99], 649; 651).
[70] «In quel felicissimo segno e nella forma che ne emana non sono forse contenute tutta la sostanza della religione e specialmente la norma di una vita più perfetta, come quella che guida per una via più facile le menti a conoscere intimamente Gesù Cristo e induce i cuori ad amarlo più ardentemente e più generosamente ad imitarlo?» (Lett. enc. Miserentissimus Redemptor [8 maggio1928]: AAS 20 (1928), 167.
[71] «è un atto eccellentissimo della virtù di religione, cioè un atto di assoluta e incondizionata sottomissione e consacrazione da parte nostra all’amore del Redentore Divino, di cui è indice e simbolo quanto mai espressivo il suo Cuore trafitto […]; vi possiamo ammirare non soltanto il simbolo ma anche, per così dire, la sintesi di tutto il mistero della nostra redenzione […]. Gesù Cristo espressamente e ripetutamente indicò il suo Cuore come un simbolo quanto mai atto a stimolare gli uomini alla conoscenza e alla stima del suo amore; ed insieme lo costituì quasi segno ed arra di misericordia e di grazia per i bisogni spirituali della Chiesa nei tempi moderni» (Lett. enc. Haurietis Aquas [15 maggio 1956], Proemio; III; IV: AAS 48 (1956), 311; 336; 340).
[72] Catechesi, 8 giugno 1994, 2: L’Osservatore Romano, 9 giugno 1994, p. 5.
[73] Angelus, 1 giugno 2008: L’Osservatore Romano, 2-3 giugno 2008, p. 1.
[74] Lett. enc. Haurietis Aquas (15 maggio 1956), IV: AAS 48 (1956), 344.
[75] Cfr ivi: AAS 48 (1956), 336.
[76] «Il valore delle rivelazioni private è essenzialmente diverso dall’unica rivelazione pubblica: questa esige la nostra fede […]. Una rivelazione privata […] è un aiuto, che è offerto, ma del quale non è obbligatorio fare uso» (Benedetto XVI, Esort. ap. Verbum Domini [30 settembre 2010], 14: AAS 102 [2010], 696).
[77] Lett. enc. Haurietis Aquas (15 maggio 1956), IV: AAS 48 (1956), 340.
[78] Ivi: AAS 48 (1956), 344.
[79] Ibid.
[80] Esort. ap. C’est la confiance (15 ottobre 2023), 20: L’Osservatore Romano, 16 ottobre 2023.
[81] S. Teresa di Gesù Bambino, Ms A, 83vº: Opere complete, Roma 1997, 209.
[82] S. Maria Faustina Kowalska, Diario. La Misericordia Divina nella mia anima (1° quaderno, 22 febbraio 1931), Città del Vaticano 2021, 74.
[83] Cfr Mišna Sukkâ IV, 5. 9.
[84] Lettera al Reverendo Padre Peter-Hans Kolvenbach, Preposito generale della Compagnia di Gesù, Paray-le-Monial (Francia), 5 ottobre 1986: L’Osservatore Romano, 7 ottobre 1986, p. IX.
[85] Atti dei Martiri di Lione, in Eusebio di Cesarea, Hist. Eccles., V, 1, 22: PG 20, 418.
[86] Rufinus, V, 1, 22: GCS, Eusebius II, 1, p. 411, 13s.
[87] S. Giustino, Dial. 135: PG 6,787.
[88] Novaziano, De Trinitate, 29: PL 3, 944. Cfr S. Gregorio di Elvira, Tractatus Origenis de libris Ss. Scripturarum, 20, Paris 1900, 210.
[89] S. Ambrogio, Expl. Ps. I, 33: PL 14, 983-984.
[90] Cfr Tract. in Joann. 61, 6: PL 35,1801.
[91] Epist. ad Rufinum 3, 4.3: PL 22, 334.
[92] Sermones in Cant. 61, 4: PL 183, 1072.
[93] Cfr Expositio altera super Cantica Canticorum, c. 1: PL 180, 487.
[94] Guglielmo di Saint-Thierry, De natura et dignitate amoris, 1: PL 184, 379.
[95] Id., Meditativae Orationes 8, 6: PL 180, 230.
[96] S. Bonaventura, Lignum vitae. De mysterio passionis, 30: Opuscoli Spirituali, 3, Roma 1992 (Sancti Bonaventurae Opera, XIII), 245.
[97] Ivi, 47.
[98] S. Gertrude di Helfta, Legatus divinae pietatis, IV, 4, 4: SCh, 255, 66.
[99] Leone Dehon, Directoire spirituel des prêtres du Sacré Cœur de Jésus, Turnhout 1936, II, cap. VII, n. 141.
[100] S. Caterina da Siena, Dialogo della divina provvidenza, LXXV: Fiorilli M. – Caramella S. (ed.), Bari 1928, 144.
[101] Cfr ad esempio Angelus Walz, De veneratione divini cordis Iesu in Ordine Praedicatorum, Roma 1937.
[102] Rafael García Herreros, Vida de San Juan Eudes, Bogotá 1943, 42.
[103] Lettera a S. Giovanna Francesca di Chantal, 24 aprile 1610: Opere complete di Francesco di Sales, vol. 8/2: Lettere 1605-1610, Roma 2021, 686.
[104] Sermone per la II Dom. di Quaresima, 20 febbraio 1622.
[105] Lettera a S. Giovanna Francesca di Chantal nella Solennità dell’Ascensione del 1612: San Francesco di Sales, Tutte le lettere, vol. II (1611-1618). Roma 1967, 183, lett. n. 781.
[106] Lettera a Maria Amata di Blonay, 18 febbraio 1618: ivi, 1056, lett. n. 140.
[107] Lettera a S. Giovanna Francesca di Chantal, fine novembre 1609: ivi, 610, lett. n. 552.
[108] Lettera a S. Giovanna Francesca di Chantal, verso il 25 febbraio 1610: ivi, 654, lett. n. 573.
[109] Entretien XIV, De la simplicité et prudence religieuse.
[110] Lettera a S. Giovanna Francesca di Chantal, 10 giugno 1611: San Francesco di Sales, Tutte le lettere, vol. II (1611-1618), Roma 1967, 56, lett. n. 69.
[111] S. Margherita Maria Alacoque, Autobiografia, n. 53, Roma 1983, 131.
[112] Ibid.
[113] Ivi, 134.
[114] Cfr Dicastero per la Dottrina della Fede, Norme per procedere nel discernimento di presunti fenomeni soprannaturali, 17 maggio 2024, I, A, 12.
[115] S. Margherita Maria Alacoque, Autobiografia, n. 92, Roma 1983, 180.
[116] Ead., Lettera a Suor de la Barge, 22 ottobre 1689: Vita e opere di Santa Margherita Maria Alacoque, vol. II, Roma 1985, 301.
[117] Ead., Autobiografia, n. 53, Op. cit., 132.
[118] Ivi, n. 55, Op. cit., 134.
[119] S. Claudio de La Colombière, Discorso sulla confidenza in Dio: Discorsi sacri su N.S. Gesù Cristo, su Maria Vergine Santissima, sui Santi, sui Novissimi, ecc., vol. III, Torino 1913, 484-485.
[120] Id., Ritiro a Londra, 1-8 febbraio 1677.
[121] Id., Esercizi spirituali a Lione, ottobre-novembre 1674.
[122] Cfr S. Charles de Foucauld, Lettre à Madame de Bondy, 27 aprile 1897: in Fonds Charles de Foucauld – Archives Diocésaines Viviers.
[123] Id., Lettera a Madame de Bondy, 28 aprile 1901: C. de Foucalud, Lettere a M.me de Bondy. Dalla Trappa a Tamanrasset, Roma 1968, 73. Cfr Lettera a Madame de Bondy, 5 aprile 1909: «È per mezzo vostro che ho conosciuto le esposizioni del Santissimo Sacramento, le benedizioni e il Sacro Cuore!»: ivi, 154.
[124] Lettera a Madame de Bondy, 7 aprile 1890: C. de Foucauld, Op. cit., 29.
[125] Lettera a Don Huvelin, 27 giugno 1892: C. de Foucauld – Don Huvelin, Corrispondenza inedita, Torino-Leumann 1965, 30.
[126] S. Charles de Foucauld, Meditazioni sull’Antico Testamento (1896-1897), XXX, 1-21: C. de Foucalud, Chi può resistere a Dio? Meditazioni sulla Sacra Scrittura (1896-1898), Roma 1983, 77-78.
[127] Id., Lettera a Don Huvelin, 16 maggio 1900: C. de Foucauld – Don Huvelin, Corrispondenza inedita, Torino-Leumann 1965, 132-133.
[128] Id., Diario, 17 maggio 1906: Opere spirituali, Roma 1983, 346.
[129] S. Teresa di Gesù Bambino, Lettera 67 a sua zia Madame Guérin, 18 novembre 1888: Opere complete, Città del Vaticano 1997, 354.
[130] Ead., Lettera 122 a Celina, 14 ottobre 1890: Opere complete, 421.
[131] Ead., Poesie 23, “Al Sacro Cuore di Gesù”, giugno e ottobre 1895: Opere complete, 667-668.
[132] Ead., Lettera 247, al Reverendo Maurice Bellière, 21 giugno 1897: Opere complete, 587.
[133] Ead., Ultimi colloqui. Quaderno giallo, 11 luglio 1897: Opere complete, 1014-1015.
[134] Ead., Lettera 197, a Suor Maria del Sacro Cuore, 17 settembre 1896: Opere complete, 537-538. Questo non significa che Teresina non offrisse sacrifici, dolori, angustie come un modo di associarsi alle sofferenze di Cristo, ma quando voleva andare a fondo si preoccupava di non dare a queste offerte un’importanza che non hanno.
[135] Ead., Lettera 142, a Celina, 6 luglio 1893: Opere complete, 451.
[136] Ead., Lettera 191, a Leonia,12 luglio 1896: Opere complete, 528.
[137] Ead., Lettera 226, al P. Roulland, 9 maggio 1897: Opere complete, 573.
[138] Ead., Lettera 258 al Reverendo Maurice Bellière, 18 luglio 1897: Opere complete, 598.
[139] Cfr S. Ignazio di Loyola, Esercizi Spirituali, n. 104, Roma 1984, 110.
[140] Ivi, n. 297, cit., 211.
[141] Cfr Lettera a S. Ignazio, 23 gennaio 1541.
[142] De Vita P. Ignatii et Societatis Iesu initiis, c. 8, 96, Bilbao-Santander 2021, 147.
[143] S. Ignazio di Loyola, Esercizi Spirituali, 54, Roma 1984, 80.
[144] Cfr ivi, 230ss.
[145] XXIII Congregazione Generale della Compagnia di Gesù, Decreto 46, 1: Institutum Societatis Iesu, 2, Firenze 1893, 511.
[146] «In Lui solo… la speranza», Milano 1983, 180-181.
[147] Lettera al Preposito Generale della Compagnia di Gesù, Paray-le-Monial, 5 ottobre 1986.
[148] Conferenze ai Preti della Missione, 132 (13 agosto 1655), “La povertà”: San Vincenzo de’ Paoli, Opere, vol. 10, Roma 2008, 208.
[149] Conferenze alle Figlie della Carità, 89 (9 dicembre 1657), “Mortificazione, corrispondenza, pasti, uscite” (Regole comuni, artt. 24-27): Op. cit., vol. 9, 807.
[150] S. Daniele Comboni, Scritti, 3324: Daniele Comboni, Gli scritti, Bologna 1991, 998.
[151] Cfr Omelia nella Messa per la canonizzazione, 18 maggio 2003: L’Osservatore Romano, 19-20 maggio 2003, p. 6.
[152] Lett. enc. Dives in misericordia (30 novembre 1980), 13: AAS 72 (1980), 1219.
[153] Catechesi, 20 giugno 1979: L’Osservatore Romano, 22 giugno 1979, p. 1.
[154] Missionari Comboniani del Cuore di Gesù, Regola di Vita, Costituzioni e Direttorio Generale, Roma 1988, 3.
[155] Religiose del Sacro Cuore di Gesù (Società del Sacro Cuore), Costituzioni del 1982, 7.
[156] Lett. enc. Miserentissimus Redemptor (8 maggio 1928): AAS 20 (1928), 174.
[157] Catechismo della Chiesa Cattolica, n. 1085: «Tutto ciò che Cristo è, tutto ciò che ha compiuto e sofferto per tutti gli uomini, partecipa dell’eternità divina e perciò abbraccia tutti i tempi e in essi è reso presente».
[158] Pio XI, Lett. enc. Miserentissimus Redemptor (8 maggio 1928): AAS 20 (1928), 174.
[159] Omelia nella Messa Crismale, 28 marzo 2024: L’Osservatore Romano, 28 marzo 2024, p. 2.
[160] S. Ignazio di Loyola, Esercizi Spirituali, 203, Roma 1984, 160.
[161] Omelia nella Messa Crismale, 28 marzo 2024; L’Osservatore Romano, 28 marzo 2024, p. 2.
[162] S. Margherita Maria Alacoque, Autobiografia, n. 55, Roma 1983, 134.
[163] Ead., Lettera 133, 10: Scritti autobiografici, Roma 1984, 182-183.
[164] Ead., Autobiografia, n. 92, Op. cit., 180.
[165] Lett. enc. Annum Sacrum (25 maggio 1899): ASS 31 (1898-99), 649.
[166] Giuliano, Ep. XLIX ad Arsacium Pontificem Galatiae, Mainz 1828, 90-91.
[167] Ibid.
[168] Dicastero per la Dottrina della Fede, Dich. Dignitas infinita (2 aprile 2024), 19: L’Osservatore Romano, 8 aprile 2024.
[169] Cfr Benedetto XVI, Lettera al Preposito Generale della Compagnia di Gesù in occasione del 50° anniversario dell’Enciclica Haurietis Aquas (15 maggio 2006): AAS 98 (2006), 461.
[170] In Num. homil. 12, 1: PG 12, 657.
[171] Epist. 29, 24: PL 16, 1060.
[172] Adv. Arium 1, 8: PL 8, 1044.
[173] Tract. in Joannem 32, 4: PL 35, 1643.
[174] In Ev. S. Joannis, cap. VII, lectio 5.
[175] Pio XII, Lett. enc. Haurietis Aquas (15 maggio 1956), II: AAS 48 (1956), 321.
[176] S. Giovanni Paolo II, Lett. enc. Redemptoris Mater (25 marzo 1987), 38: AAS 79 (1987), 411.
[177] Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Lumen gentium, 62.
[178] Ivi, 60.
[179] Sermones super Cant., XX, 4: PL 183, 869.
[180] Introduzione alla vita devota, p. III, c. XXXV: Opere complete di Francesco di Sales, vol. 3: Filotea. Introduzione alla vita devota, Roma 2009, 220-221.
[181] Sermone per la XVII Domenica dopo Pentecoste.
[182] Gesù, la sua Passione, Ritiro fatto a Nazaret, 5-15 novembre 1987: C. de Foucauld, La vita nascosta. Ritiri in Terra Santa (1897-1900), Roma 1974, 72.
[183] Dal 19 marzo 1902 tutte le sue lettere sono intestate con le parole Jesus Caritas separate da un cuore sormontato dalla croce.
[184] Lettera a Don Huvelin, 15 luglio 1904: Opere spirituali, Roma 1983, 633.
[185] Lettera a Dom Martin, 25 gennaio 1903: C. de Foucauld, «Cette chère dernière place». Lettres à mes frères de la Trappe, Paris 2012, 311.
[186] Citato in René Voillaume, Les fraternités du Père de Foucauld, Paris, 1946, 173.
[187] Meditazioni dei santi Vangeli sui passi relativi a quindici virtù, Nazaret 1897-1898, Carità 77 (Mt 20,28): C. de Foucauld, Meditazioni sui passi dei vangeli relativi a Dio solo, fede, speranza, carità (1897-1898), Roma 1973, 325.
[188] Ivi, Carità 90 (Mt 27,30): Op. cit., 338.
[189] H. Huvelin, Quelques directeurs d’âmes au XVII siècle, Paris 1911, 97.
[190] Cfr Conferenze alle Figlie della Carità, 85 (11 novembre 1657), “Servizio ai malati, cura della propria salute” (Regole comuni, artt. 12-16): San Vincenzo de’ Paoli, Opere, vol. 9, Roma 2008, 757.
[191] Costituzioni e Statuti della Congregazione della Missione, Roma 1984, 110.
[192] Lettera al Preposito Generale della Compagnia di Gesù (Paray-le-Monial, 5 ottobre 1986): L’Osservatore Romano, 6 ottobre 1986, p. 7.
[193] San Giovanni Paolo II, Esort. ap. postsin. Reconciliatio et Paenitentia (2 dicembre 1984), 16 : AAS 77 (1985), 215.
[194] Cfr Id., Lett. enc. Sollicitudo rei socialis (30 dicembre 1987), 36: AAS 80 (1988), 561-562.
[195] Id., Lett. enc. Centesimus annus (1 maggio 1991), 41: AAS 83 (1991), 844-845.
[196] Catechismo della Chiesa Cattolica, n. 1888.
[197] Cfr Catechesi, 8 giugno 1994, 2: L’Osservatore Romano, 9 giugno 1994, p. 5.
[198] Discorso ai partecipanti al colloquio internazionale “Réparer l’irréparable”, nel 350° delle apparizioni di Gesù a Paray-le-Monial, 4 maggio 2024: L’Osservatore Romano, 4 maggio 2024, p. 12.
[199] Ibid.
[200] Omelia nella Messa mattutina nella Domus Sanctae Marthae, 6 marzo 2018: L’Osservatore Romano, 5-6 marzo 2018, p. 8.
[201] Discorso ai partecipanti al Colloquio internazionale “Réparer l´irréparable”, nel 350° anniversario delle apparizioni di Gesù a Paray-le-Monial, 4 maggio 2024: L’Osservatore Romano, 4 maggio 2024, p. 12.
[202] Omelia nella Messa Crismale, 28 marzo 2024: L’Osservatore Romano, 28 marzo 2024, p. 2.
[203] Ibid.
[204] Ibid.
[205] Lett. enc. Laudato si’ (24 maggio 2015), 80: AAS 107 (2015), 879.
[206] Catechismo della Chiesa Cattolica, n. 1085.
[207] Ivi, n. 268.
[208] Autobiografia, n. 53, Roma 1983, 131.
[209] S. Teresa di Gesù Bambino, Ms A, 84r°: Opere complete, Roma 1997, 209-210.
[210] Ivi: Op. cit., 210.
[211] Ibid.
[212] Ead., Ms A, 83v°: Op. cit., 209; cfr Lettera 226 a padre Adolfo Roulland, 9 maggio 1897: Op. cit., 572.
[213] Ead., Offerta di me stessa come Vittima d’Olocausto all’Amore Misericordioso del Buon Dio, 2r°-2v°: Op. cit., 943.
[214] Ead., Ms B, 3v°: Op. cit., 223.
[215] Ead., Lettera 186, a Leonia, 11 aprile 1896: Op. cit., 521.
[216] Ead. Lettera 258, al Reverendo Maurice Bellière, 18 luglio 1897, 2r°: Op. cit., 598.
[217] Cfr Pio XI, Lett. enc. Miserentissimus Redemptor (8 maggio 1928): AAS 20 (1928), 169.
[218] Ibid.
[219] S. Giovanni Paolo II, Catechesi, 20 giugno 1979: L’Osservatore Romano, 22 giugno 1979, p. 1.
[220] Omelia nella Messa mattutina nella Domus Sanctae Marthae, 27 giugno 2014: L’Osservatore Romano, 28 giugno 2014, p. 8.
[221] Messaggio nel centenario della consacrazione del genere umano al Cuore divino di Gesù, Varsavia, 11 giugno 1999, Solennità del Sacro Cuore di Gesù: L’Osservatore Romano, 12 giugno 1999, p. 5.
[222] Ibid.
[223] Lettera all’Arcivescovo di Lione in occasione del pellegrinaggio a Paray-le-Monial, per il centenario della consacrazione del genere umano al Cuore divino di Gesù, 4 giugno 1999: L’Osservatore Romano, 12 giugno 1999, p. 4.
[224] Conferenze ai Preti della Missione, 135 (22 agosto 1655), “Ripetizione dell’Orazione”: San Vincenzo de’ Paoli, Opere, vol. 10, Roma 2008, 237-238.
[225] Lett. Diserti interpretes (25 maggio 1965), 4: Enchiridion della Vita Consacrata, Bologna-Milano 2001, n. 3809.
[226] Vita Nova, XIX, 5-6.
[227] Ms A, 45v°: Opere complete, Roma 1997, 146.
[01635-IT.01] [Testo originale: Spagnolo]
Traduzione in lingua francese
LETTRE ENCYCLIQUE
DILEXIT NOS
DU SAINT-PÈRE
FRANÇOIS
SUR L’AMOUR HUMAIN ET DIVIN
DU CŒUR DE JÉSUS-CHRIST
1. « Il nous a aimés » dit saint Paul, en parlant du Christ (Rm 8, 37), nous faisant découvrir que rien « ne pourra nous séparer » (Rm 8, 39) de son amour. Il l’affirme avec certitude car le Christ l’a dit lui-même à ses disciples : « Je vous ai aimés » (Jn 15, 9.12). Il a dit aussi : « Je vous appelle amis » (Jn 15, 15). Son cœur ouvert nous précède et nous attend inconditionnellement, sans exiger de préalable pour nous aimer et nous offrir son amitié : « Il nous a aimés le premier » (1 Jn 4, 19). Grâce à Jésus, « nous avons reconnu l’amour que Dieu a pour nous et nous y avons cru » (1 Jn 4, 16).
I
L’IMPORTANCE DU CŒUR
2. On utilise souvent le symbole du cœur pour parler de l’amour de Jésus-Christ. Certains se demandent si cela a encore un sens aujourd’hui. Or, lorsque nous sommes tentés de naviguer en surface, de vivre à la hâte sans savoir pourquoi, de nous transformer en consommateurs insatiables, asservis aux rouages d’un marché qui ne s’intéresse pas au sens de l’existence, nous devons redécouvrir l’importance du cœur[1].
QUELLE COMPRÉHENSION AVONS-NOUS DU “CŒUR” ?
3. Dans le grec classique profane, le terme kardia désigne le tréfonds des êtres humains, des animaux et des plantes. Il indique chez Homère, non seulement le centre corporel, mais aussi le centre émotionnel et spirituel de l’homme. Dans l’Iliade, la pensée et le sentiment relèvent du cœur et sont très proches l’un de l’autre.[2] Le cœur apparaît comme le centre du désir et le lieu où se prennent les décisions importantes de la personne.[3] Le cœur acquiert chez Platon une fonction de “synthèse” du rationnel et des tendances de chacun, les passions et les requêtes des facultés supérieures se transmettant à travers les veines et confluant vers le cœur.[4] C’est ainsi que nous voyons depuis l’antiquité l’importance de considérer l’être humain non pas comme une somme de diverses facultés, mais comme un ensemble âme-corps avec un centre unificateur qui donne à tout ce que vit la personne un sens et une orientation.
4. La Bible affirme que « vivante, en effet, est la parole de Dieu, efficace […] elle peut juger les sentiments et les pensées du cœur » (He 4, 12). Elle nous parle ainsi d’un centre, le cœur, qui se trouve derrière toute apparence, même derrière les pensées superficielles qui nous trompent. Les disciples d’Emmaüs, dans leur marche mystérieuse avec le Christ ressuscité, ont vécu un moment d’angoisse, de confusion, de désespoir, de désillusion. Mais au-delà et malgré tout, quelque chose se passait au fond d’eux : « Notre cœur n’était-il pas tout brûlant au-dedans de nous, quand il nous parlait en chemin ? » (Lc 24, 32).
5. En même temps, le cœur est le lieu de la sincérité où l’on ne peut ni tromper ni dissimuler. Il renvoie généralement aux véritables intentions d’une personne, ce qu’elle pense, croit et veut vraiment, les “secrets” qu’elle ne dit à personne et, en fin de compte, sa vérité nue. Il s’agit de ce qui est authentique, réel, vraiment “à soi”, ce qui n’est ni apparence ni mensonge. C’est pourquoi Dalila déclarait à Samson qui ne lui révélait pas le secret de sa force : « Comment peux-tu dire que tu m’aimes, alors que ton cœur n’est pas avec moi ? » (Jg 16, 15). Ce n’est que lorsqu’il lui confia son secret, si caché, qu’elle « comprit qu’il lui avait ouvert tout son cœur » (Jg 16, 18).
6. Cette vérité propre à toute personne est souvent cachée sous beaucoup de feuilles mortes, au point qu’il est difficile de se connaître soi-même et plus difficile encore de connaître l’autre : « Le cœur est rusé plus que tout, et pervers, qui peut le pénétrer ? » (Jr 17, 9). Nous comprenons ainsi pourquoi le livre des Proverbes nous interpelle : « Plus que sur toute chose, veille sur ton cœur, c’est de lui que jaillit la vie. Écarte loin de toi la bouche perverse » (4, 23-24). L’apparence, la dissimulation et la supercherie abîment et pervertissent le cœur. Nombreuses sont nos tentatives pour montrer ou exprimer ce que nous ne sommes pas ; or, tout se joue dans le cœur. On y est soi-même, quelque soit ce que l’on montre extérieurement et ce que l’on cache. C’est la base de tout projet solide pour la vie, car rien de valable ne se construit sans le cœur. L’apparence et le mensonge n’offrent que du vide.
7. En guise de métaphore, je voudrais rappeler une chose que j’ai déjà racontée à d’autres occasions : « Pour le carnaval, quand nous étions enfants, notre grand-mère nous faisait des biscuits, et elle faisait une pâte très fine. Ensuite, elle la mettait dans l’huile et cette pâte gonflait, gonflait et, quand nous la mangions, elle était vide. En dialecte, ces biscuits s’appelaient des “mensonges”. Et la grand-mère nous en expliquait la raison : “Ces biscuits sont comme les mensonges : ils semblent grands, mais ils n’y a rien dedans, il n’y a là aucune vérité, il n’y a aucune substance” ».[5]
8. Au lieu de rechercher des satisfactions superficielles et de jouer un rôle devant les autres, il vaut mieux laisser surgir les questions décisives : qui suis-je vraiment, qu’est-ce que je cherche ? Quel sens je veux donner à ma vie, à mes choix ou à mes actions ? Pourquoi et dans quel but suis-je dans ce monde ? Comment est-ce que je veux donner de la valeur à mon existence lorsqu’elle s’achèvera ? Quel sens je veux donner à tout ce que je vis ? Qui est-ce que je veux être devant les autres ? Qui suis-je devant Dieu ? Ces questions me ramènent à mon cœur.
REVENIR AU CŒUR
9. Dans ce monde liquide, il est nécessaire de parler à nouveau du cœur, d’indiquer le lieu où toute personne, quelque soit sa catégorie et sa condition, fait sa synthèse ; là où l’être concret trouve la source et la racine de toutes ses autres forces, convictions, passions et choix. Mais nous évoluons dans des sociétés de consommateurs en série vivant au jour le jour, dominés par les rythmes et les bruits de la technologie, et qui n’ont pas une grande patience pour accomplir les processus que l’intériorité requiert. Dans la société actuelle, l’être humain « risque de perdre le centre, le centre de lui-même ».[6] « L’homme contemporain est souvent perturbé, divisé, presque privé d’un principe intérieur qui crée l’unité et l’harmonie de son être et de son agir. Malheureusement, des modèles de comportement assez répandus amplifient sa dimension rationnelle et technologique, ou à l’inverse sa dimension instinctive ».[7] Le cœur fait défaut.
10. Certes, le problème d’une la société liquide est d’actualité, mais la dévalorisation du centre intime de l’homme – du cœur – vient de très loin : on la trouve déjà dans le rationalisme grec et préchrétien, dans l’idéalisme postchrétien et dans le matérialisme sous ses diverses formes. Le cœur a peu de place dans l’anthropologie et il est une notion étrangère pour la grande pensée philosophique. D’autres concepts tels que la raison, la volonté ou la liberté lui ont été privilégiés. Sa signification est vague et on ne lui a pas donné de place spécifique dans la vie humaine. Peut-être parce qu’il n’était pas facile de le placer parmi les idées “claires et distinctes” ou en raison de la difficulté à se connaître soi-même : il semblerait que la réalité la plus intime soit aussi la plus lointaine de la connaissance. Souvent la rencontre de l’autre n’est pas un moyen de se trouver soi-même, puisque notre mentalité est dominée par un individualisme malsain. Beaucoup se sont sentis en sécurité dans le domaine plus contrôlable de l’intelligence et de la volonté afin de construire leurs systèmes de pensée. Ils ne trouvaient pas, en effet, de place pour le cœur lui-même, distinct des forces et des passions humaines considérées isolément les unes des autres. L’idée d’un centre personnel, où la seule chose qui puisse tout unifier est en fin de compte l’amour, n’était pas non plus largement développée.
11. Si le cœur est dévalorisé, alors parler avec le cœur, agir avec le cœur, mûrir et prendre soin du cœur est également dévalorisé. Lorsque la spécificité du cœur n’est pas prise en compte, sont perdues les réponses que l’intelligence à elle seule ne peut donner, perdue la rencontre avec les autres, perdue la poésie. Et nous passons à côté de l’histoire et de nos histoires, car la véritable aventure personnelle est celle qui se construit à partir du cœur. À la fin de la vie, c’est tout ce qui comptera.
12. Il faut affirmer que nous avons un cœur, que notre cœur coexiste avec les autres cœurs qui l’aident à être un “tu”. Comme nous ne pouvons pas développer longuement ce thème, nous citerons un personnage de roman, Stavroguine de Dostoïevski.[8] Romano Guardini le décrit comme une incarnation même du mal, car sa principale caractéristique est d’être sans cœur : « Stavroguine n’a pas de cœur, son esprit est donc quelque peu froid et impitoyable, et son corps est empoisonné par l’inertie et la sensualité bestiale. Il ne peut donc pas atteindre les autres hommes, et aucun d’entre eux ne peut vraiment l’atteindre, car c’est le cœur qui crée les possibilités de rencontre. C’est par le cœur que je suis aux côtés de l’autre et que l’autre est proche de moi. Seul le cœur peut accueillir et donner un asile. L’intimité est l’acte, la sphère du cœur. Stavroguin, cependant, est une personne distante, [...] il est très loin, y compris de lui-même, car la partie la plus intime de l’homme se trouve dans le cœur et non dans l’esprit. L’intériorité qui réside dans l’esprit n’est pas le propre de l’homme. Mais quand le cœur n’est pas vivant, l’homme n’est pas en lui-même, mais à côté de lui-même ».[9]
13. Il faut que toutes les actions soient placées sous le “contrôle politique” du cœur, que l’agressivité et les désirs obsessionnels se calment dans le bien le plus grand que leur offre le cœur et dans sa force contre les maux ; il faut que l’intelligence et la volonté se mettent également à son service, en sentant et goûtant les vérités plutôt qu’en voulant les dominer comme certaines sciences ont tendance à le faire ; il faut que la volonté désire le bien le plus grand que le cœur connaît, et que l’imagination et les sentiments se laissent modérer par le battement du cœur.
14. En définitive, on pourrait dire que je suis mon cœur, car c’est lui qui me distingue, me façonne dans mon identité spirituelle et me met en communion avec les autres. Les algorithmes à l’œuvre dans le monde numérique montrent que nos pensées, et ce que décide notre volonté, sont beaucoup plus “standards” que nous ne le pensions. Elles sont facilement prévisibles et manipulables. Il n’en va pas de même pour le cœur.
15. Le mot “cœur” est important pour la philosophie et la théologie qui cherchent à réaliser une synthèse. En effet, le mot “cœur” ne peut être épuisé par la biologie, la psychologie, l’anthropologie ou toute autre science. Il fait partie de ces mots originels « qui désignent les réalités de l’homme qui lui reviennent dans la mesure où il est précisément un être complet (en tant que personne corporelle et spirituelle) ».[10] Ainsi, le biologiste n’est pas plus réaliste que les autres lorsqu’il parle du cœur, car il n’en voit qu’une partie ; or le tout n’est pas moins réel, il l’est même davantage. Un langage abstrait ne pourrait pas non plus avoir la même signification concrète et intégrante en même temps. Si le “cœur” nous conduit au plus profond de notre personne, il nous permet aussi de nous reconnaître dans notre globalité et pas seulement dans un aspect isolé.
16. D’autre part, cette force unique du cœur nous aide à comprendre pourquoi il est dit que, lorsqu’une réalité est saisie avec le cœur il est possible de mieux la connaître, et plus complètement. Cela nous conduit inévitablement à l’amour dont le cœur est capable, car « le fond de la réalité c’est l’amour ».[11] Pour Heidegger, selon l’interprétation qu’en fait un penseur contemporain, la philosophie ne commence pas par un concept pur ou une certitude, mais par une émotion : « La pensée doit être saisie avant ou pendant qu’elle travaille avec les concepts. Sans l’émotion, la pensée ne peut pas commencer. La première image de la pensée, c’est la chair de poule. C’est l’émotion qui fait réfléchir et questionner : “La philosophie se fait toujours dans un état d’âme fondamental” (Stimmung) ».[12] C’est là qu’apparaît le cœur qui « abrite les états d’âme, fonctionne comme un “gardien de l’état de l’âme”. Le “cœur” entend de manière non métaphorique “la voix silencieuse” de l’être, se laissant modérer et déterminer par elle ».[13]
LE CŒUR QUI ASSEMBLE LES FRAGMENTS
17. En même temps, le cœur rend possible tout lien authentique, car une relation qui n’est pas construite par le cœur ne peut pas surmonter le morcellement de l’individualisme. Deux monades qui se croiseraient pourraient seulement se maintenir, mais elles ne s’uniraient pas vraiment. L’anti-cœur est une société de plus en plus dominée par le narcissisme et l’autoréférence. Nous arrivons finalement à la “perte du désir”, parce que l’autre disparaît de l’horizon et nous nous enfermons dans notre égoïsme, incapables de relations saines.[14] En conséquence, nous devenons incapables d’accueillir Dieu. Comme le dirait Heidegger, pour recevoir le divin, nous devons bâtir une « maison d’hôtes ».[15]
18. Nous voyons ainsi que, dans le cœur de chaque personne, il existe ce lien paradoxal entre la valorisation de soi et l’ouverture à l’autre, entre la rencontre très personnelle avec soi-même et le don de soi à l’autre. Je ne deviens moi-même que lorsque j’acquiers la capacité de reconnaître l’autre, et que je rencontre l’autre qui peut reconnaître et accepter mon identité.
19. Le cœur est également capable d’unifier et d’harmoniser l’histoire personnelle, qui semble fragmentée en mille morceaux mais où tout peut avoir un sens. C’est ce que l’Évangile exprime avec Marie qui regardait avec le cœur. Elle savait dialoguer avec les expériences conservées en y réfléchissant dans son cœur, en leur donnant du temps, les méditant et les conservant intérieurement pour se souvenir. Dans l’Évangile, la meilleure expression de ce que pense le cœur est représentée par les deux passages de saint Luc qui nous disent que Marie « gardait (syneterei) toutes ces choses, les méditant (symballousa) dans son cœur » (cf. Lc 2, 19 ; cf. 2, 51). Le verbe symballein (d’où le terme “symbole”) signifie méditer, unir deux choses dans son esprit, et aussi s’examiner soi-même, réfléchir, dialoguer avec soi-même. En Lc 2, 51 dieterei signifie “conserver avec soin”, et ce qu’elle conservait n’était pas seulement “la scène” qu’elle voyait, mais aussi ce qu’elle ne comprenait pas encore, mais qui était présent et vivant dans l’attente de tout rassembler dans son cœur.
20. À l’ère de l’intelligence artificielle, nous ne pouvons pas oublier que la poésie et l’amour sont nécessaires pour sauver l’homme. Ce qu’aucun algorithme ne pourra jamais prendre en compte, c’est, par exemple, ce temps de l’enfance dont nous nous souvenons avec tendresse et qui continue à se produire aux quatre coins de la planète, même si les années passent. Je pense à l’utilisation de la fourchette pour sceller les bords de ces panzerotti faits maison avec nos mères ou nos grands-mères. C’est ce moment d’apprentissage culinaire, à mi-chemin entre le jeu et l’âge adulte, où l’on prend la responsabilité de travailler pour aider l’autre. Comme la fourchette, je pourrais citer des milliers de petits détails qui se trouvent dans la biographie de chacun : provoquer un sourire avec une plaisanterie, faire un dessin au contrejour d’une fenêtre, jouer son premier match de football avec un ballon en chiffon, conserver des vers dans une boîte à chaussures, faire sécher une fleur entre les pages d’un livre, s’occuper d’un oiseau tombé du nid, faire un vœu en cueillant une marguerite. Tous ces petits détails – ce qui est ordinaire-extraordinaire – ne pourront jamais faire partie des algorithmes. Parce que la fourchette, les plaisanteries, la fenêtre, le ballon, la boîte à chaussures, le livre, l’oiseau, la fleur... reposent sur la tendresse que l’on conserve dans les souvenirs du cœur.
21. Le noyau de tout être humain, son centre le plus intime, n’est pas le noyau de l’âme mais de toute la personne dans son identité unique qui est à la fois âme et corps. Tout s’unifie dans le cœur qui peut être le siège de l’amour avec la totalité de ses composantes spirituelles, émotionnelles et même physiques. En définitive, si l’amour y règne, la personne réalise son identité de manière pleine et lumineuse, car tout être humain a été créé avant tout pour l’amour, il est fait dans ses fibres les plus profondes pour aimer et être aimé.
22. C’est pourquoi, en voyant comment les nouvelles guerres se succèdent avec la complicité, la tolérance ou l’indifférence d’autres pays, ou de simples luttes de pouvoir autour d’intérêts partisans, nous sommes en droit de penser que la société mondiale est en train de perdre son cœur. Il suffit de regarder et d’écouter les femmes âgées – de différentes parties en conflit – qui sont prisonnières de ces affrontements dévastateurs. Il est déchirant de les voir pleurer leurs petits-enfants assassinés ou de les entendre souhaiter leur propre mort parce qu’elles ont perdu la maison dans laquelle elles ont toujours vécu. Elles, qui ont été souvent des modèles de force et d’endurance au cours de vies difficiles et sacrifiées, parviennent aujourd’hui à la dernière étape de leur existence et ne reçoivent pas la paix méritée, mais de l’angoisse, de la peur et de l’indignation. Rejeter la responsabilité sur les autres ne résout pas ce drame honteux. Voir des grands-mères pleurer sans que cela nous soit intolérable est le signe d’un monde sans cœur.
23. Lorsqu’une personne réfléchit, cherche, médite sur son être et son identité ou bien analyse des questions supérieures ; lorsqu’elle réfléchit au sens de sa vie et même lorsqu’elle recherche Dieu, si elle éprouve la joie d’avoir entrevu quelque chose de la vérité, cela trouve son point culminant dans l’amour. En aimant, la personne sent qu’elle sait pourquoi et dans quel but elle vit. Tout converge ainsi vers un état de connexion et d’harmonie. C’est pourquoi, face à son mystère personnel, la question la plus décisive que chacun peut se poser est peut-être la suivante : ai-je un cœur ?
LE FEU
24. Cela a des conséquences pour la spiritualité. Par exemple, la théologie des Exercices Spirituels de saint Ignace de Loyola a pour principe l’affectus. La dimension discursive repose sur une volonté fondamentale (avec toute la force du cœur) qui donne force et ressources à la tâche de réorganisation de la vie. Les règles et compositions de lieu qu’Ignace met en place fonctionnent sur la base d’un “fondement” différent, l’inconnu du cœur. Michel de Certeau montre comment les “motions” dont parle saint Ignace sont les irruptions d’une volonté de Dieu et d’une volonté du cœur qui reste différente de la réalité présente. Quelque chose d’inattendu commence à parler dans le cœur de la personne, quelque chose qui naît de l’inconnaissable, enlève la surface de ce qui est connu et s’y oppose. C’est l’origine d’un nouvel “ordonnancement de la vie” à partir du cœur. Il ne s’agit pas de discours rationnels qu’il faudrait mettre en pratique en les faisant passer dans la vie, de sorte que l’affectivité et la pratique seraient les simples conséquences – en dépendance – d’un savoir assuré.[16]
25. Là où le philosophe arrête sa réflexion, le cœur croyant aime, adore, demande pardon et s’offre pour servir à l’endroit que le Seigneur lui donne de choisir pour le suivre. Il réalise alors qu’il est le “tu” de Dieu et qu’il peut être un “je” parce que Dieu est un “tu” pour lui. Le fait est que seul le Seigneur nous offre de nous traiter comme un “tu”, toujours et à jamais. Accepter son amitié est une affaire de cœur et nous constitue en tant que personnes au sens plein du terme.
26. Saint Bonaventure disait qu’en fin de compte, on doit demander « non pas la lumière mais le feu ».[17] Et il enseignait que « la foi est dans l’intellect de manière à provoquer le sentiment. Ainsi, le fait de savoir que le Christ est mort pour nous ne reste pas une connaissance mais devient nécessairement sentiment, amour ».[18] Dans cette ligne, saint John Henry Newman a pris pour devise la phrase « Cor ad cor loquitur », parce qu’au-delà de toute dialectique, le Seigneur nous sauve en parlant à nos cœurs à partir de son Sacré-Cœur. Cette même logique faisait que pour lui, grand penseur, le lieu de la rencontre la plus profonde, avec lui-même et avec le Seigneur, n’était pas la lecture ou la réflexion, mais le dialogue priant, cœur à cœur avec le Christ vivant et présent. C’est pourquoi Newman a trouvé dans l’Eucharistie le Cœur de Jésus-Christ vivant, capable de libérer, de donner un sens à chaque instant et de répandre en l’homme une paix véritable: « Ô très Sacré, très aimant Cœur de Jésus, tu es caché dans la Sainte Eucharistie et tu bats toujours pour nous. […] Je t’adore donc avec amour et crainte, avec une affection fervente et une volonté soumise et résolue. Ô mon Dieu, quand tu condescends à me permettre de te recevoir, de te manger et de te boire, et à faire de moi pour un moment ta demeure, oh ! fais battre mon cœur à l’unisson du tien. Purifie-le de tout ce qui est terrestre, fier et sensuel, de tout ce qui est dur et cruel, de toute atonie, de tout désordre, de toute perversité. Remplis-le de ta présence, afin que ni les événements de la journée, ni les circonstances du temps présent n’aient le pouvoir de le troubler ; mais que, dans ton amour et dans ta crainte, il puisse trouver la paix ».[19]
27. Devant le Cœur de Jésus vivant et présent, notre esprit comprend, éclairé par l’Esprit, les paroles de Jésus. Notre volonté se met donc en mouvement pour les mettre en pratique. Mais cela pourrait rester une forme de moralisme autosuffisant. Sentir et goûter le Seigneur, et l’honorer, est une affaire de cœur. Seul le cœur est capable de mettre les autres facultés et passions, et toute notre personne, dans une attitude de révérence et d’obéissance amoureuse au Seigneur.
LE MONDE PEUT CHANGER À PARTIR DU CŒUR
28. Ce n’est qu’à partir du cœur que nos communautés parviendront à unir leurs intelligences et leurs volontés, et à les pacifier pour que l’Esprit nous guide en tant que réseau de frères ; car la pacification est aussi une tâche du cœur. Le Cœur du Christ est extase, il est sortie, il est don, il est rencontre. En Lui, nous devenons capables de relations saines et heureuses les uns avec les autres et de construire le Royaume de l’amour et de la justice dans ce monde. Notre cœur uni à celui du Christ est capable de ce miracle social.
29. Prendre le cœur au sérieux a des conséquences sociales. Comme l’enseigne le Concile Vatican II, « nous avons tous assurément à changer notre cœur et à ouvrir les yeux sur le monde, comme sur les tâches que nous pouvons entreprendre tous ensemble pour le progrès du genre humain ».[20] Car « les déséquilibres qui travaillent le monde moderne sont liés à un déséquilibre plus fondamental qui prend racine dans le cœur même de l’homme ».[21] Face aux drames du monde, le Concile nous invite à revenir au cœur, expliquant que l’être humain, « par son intériorité, dépasse l’univers des choses : c’est à ces profondeurs qu’il revient lorsqu’il fait retour en lui-même où l’attend ce Dieu qui scrute les cœurs (cf. 1 S 16, 7 ; Jr 17, 10) et où il décide personnellement de son propre sort sous le regard de Dieu ».[22]
30. Cela ne signifie pas qu’il faille trop compter sur soi-même. Prenons garde : rendons-nous compte que notre cœur n’est pas autosuffisant, qu’il est fragile et blessé. Il a une dignité ontologique mais, en même temps, il doit chercher une vie plus digne.[23] Le Concile Vatican II déclare également : « Quant au ferment évangélique, c’est lui qui a suscité et suscite dans le cœur humain une exigence incoercible de dignité »,[24] mais pour vivre selon cette dignité, il ne suffit pas de connaître l’Évangile ni de faire mécaniquement ce qu’il nous commande. Nous avons besoin de l’aide de l’amour divin. Allons vers le Cœur du Christ, le centre de son être qui est une fournaise ardente d’amour divin et humain et qui est la plus grande plénitude que l’homme puisse atteindre. C’est là, dans ce Cœur, que nous nous reconnaissons finalement nous-mêmes et que nous apprenons à aimer.
31. En définitive, le Sacré-Cœur est le principe unificateur de la réalité, car « le Christ est le cœur du monde ; sa Pâque de mort et de résurrection est le centre de l’histoire qui, grâce à Lui, est histoire de salut ».[25] Toutes les créatures « avancent, avec nous et par nous, jusqu’au terme commun qui est Dieu, dans une plénitude transcendante où le Christ ressuscité embrasse et illumine tout ».[26] Devant le Cœur du Christ, je demande au Seigneur d’avoir à nouveau compassion pour cette terre blessée qu’Il a voulu habiter comme l’un de nous. Qu’Il répande les trésors de sa lumière et de son amour, afin que notre monde, qui survit au milieu des guerres, des déséquilibres socioéconomiques, du consumérisme et de l’utilisation antihumaine de la technologie, puisse retrouver ce qui est le plus important et le plus nécessaire : le cœur.
II
DES GESTES ET DES PAROLES D’AMOUR
32. Le Cœur du Christ, symbole du centre personnel d’où jaillit son amour pour nous, est le noyau vivant de la première annonce. Là se trouve l’origine de notre foi, la source qui donne vie aux convictions chrétiennes.
DES GESTES QUI REFLÈTENT LE CŒUR
33. Le Christ n’a pas voulu beaucoup nous expliquer son amour pour nous, mais Il l’a manifesté par ses gestes. Nous découvrons en le voyant agir la manière dont Il nous traite chacun, même si nous avons du mal à le percevoir. Allons donc chercher là où notre foi peut le reconnaître : dans l’Évangile.
34. Selon l’Évangile, Jésus est venu chez les siens (cf. Jn 1, 11). Il ne nous traite pas comme des étrangers, par conséquent nous sommes les siens. Il nous considère comme un bien propre sur lequel il veille avec soin, avec affection. Il nous traite comme les siens. Cela ne signifie pas que nous serions ses esclaves, et lui-même le dit : « Je ne vous appelle plus serviteurs » (Jn 15, 15). Il nous propose l’appartenance réciproque des amis. Il est venu, Il a franchi toutes les distances, Il s’est fait proche de nous dans les choses les plus simples et les plus quotidiennes de l’existence. L’autre nom qu’il porte, “Emmanuel”, signifie en effet “Dieu avec nous”, Dieu proche de notre vie, vivant parmi nous. Le Fils de Dieu s’est incarné et s’est « anéanti lui-même, prenant la condition d’esclave » (Ph 2, 7).
35. Cela est manifeste lorsque nous le voyons à l’œuvre. Il est toujours à la recherche, toujours proche, toujours ouvert à la rencontre. Nous le contemplons s’arrêter pour parler avec la Samaritaine au puits où elle va prendre de l’eau (cf. Jn 4, 5-7). Nous le voyons, au milieu de la nuit, rencontrer Nicodème qui a peur d’être vu avec Lui (cf. Jn 3,1-2). Nous l’admirons se laisser laver les pieds, sans honte, par une prostituée (cf. Lc 7, 36-50) ; dire à la femme adultère les yeux dans les yeux : je ne te condamne pas (cf. Jn 8, 11) ; affronter l’indifférence de ses disciples lorsqu’il dit à l’aveugle sur la route avec tendresse : « Que veux-tu que je fasse pour toi ? » (Mc 10, 51). Le Christ montre que Dieu est proximité, compassion et tendresse.
36. Lorsqu’Il guérit une personne, Il préfère s’en approcher : Jésus « étendit la main et le toucha » (Mt 8, 3). « Il lui toucha la main » (Mt 8,15). « Il leur toucha les yeux » (Mt 9, 29). Il s’arrête même pour guérir des malades avec sa propre salive (cf. Mc 7, 33), comme une mère, afin qu’ils ne le sentent pas étranger à leur vie. « Le Seigneur connaît la belle science des caresses. La tendresse de Dieu ne nous aime pas avec des mots. Il s’approche de nous et, proche de nous, Il nous donne son amour avec toute la tendresse possible ».[27]
37. Alors qu’il nous est difficile de faire confiance, du fait que nombre de mensonges, d’agressions et de déceptions nous ont blessés, Jésus nous murmure à l’oreille : « Aie confiance, mon enfant » (Mt 9, 2), « Aie confiance, ma fille » (Mt 9, 22). Il nous faut vaincre la peur et réaliser que nous n’avons rien à perdre avec Lui. À Pierre qui perd confiance, « Jésus tend la main. Il le saisit, en lui disant : “ […] Pourquoi as-tu douté ?” » (Mt 14, 31). N’aie pas peur. Laisse-le s’approcher de toi, laisse-le se mettre à côté de toi. Nous pouvons douter de beaucoup de monde, mais pas de Lui. Et ne t’arrête pas à cause de tes péchés. Rappelle-toi que de nombreux pécheurs « se sont mis à table avec Jésus » (Mt 9, 10) et qu’Il n’a été scandalisé par aucun d’eux. Les élites religieuses se plaignaient et le traitaient « de glouton et d’ivrogne, un ami des publicains et des pécheurs » (Mt 11, 19). Lorsque les pharisiens critiquaient sa proximité avec les personnes considérées comme de basse condition ou pécheresses, Jésus leur disait : « C’est la miséricorde que je veux, et non le sacrifice » (Mt 9, 13).
38. Ce même Jésus attend aujourd’hui que tu lui donnes la possibilité d’éclairer ton existence, de t’élever, de te remplir de sa force. Il a dit à ses disciples, avant de mourir : « Je ne vous laisserai pas orphelins, je viendrai vers vous. Encore un peu de temps et le monde ne me verra plus. Mais vous, vous verrez que je vis, et vous aussi vous vivrez » (Jn 14, 18-19). Il trouve toujours un moyen de se manifester dans ta vie pour que tu puisses le rencontrer.
LE REGARD
39. L’Évangile nous raconte qu’un homme riche vint à lui, rempli d’idéaux mais manquant de force pour changer de vie. Alors, « Jésus fixa sur lui son regard » (Mc 10, 21). Peut-on imaginer cet instant, cette rencontre entre le regard de cet homme et le regard de Jésus ? Lorsqu’Il t’appelle, te convoque pour une mission, Il commence par te regarder, Il pénètre au plus profond de ton être. Il perçoit et connaît tout ce qui est en toi, Il pose son regard sur toi : « Comme Il cheminait sur le bord de la mer de Galilée, Il vit deux frères [...]. En avançant plus loin et Il vit deux autres frères » (Mt 4, 18.21).
40. De nombreux textes de l’Évangile nous montrent comment Jésus est attentif aux personnes, à leurs préoccupations, à leurs souffrances. Par exemple : « À la vue des foules, Il en eut pitié, car ces gens étaient las et prostrés » (Mt 9, 36). Lorsque nous avons l’impression que tout le monde nous ignore, que personne ne s’intéresse à ce qui nous arrive, que nous n’avons d’importance pour personne, Il nous prête attention. C’est ce qu’Il fait remarquer à Nathanaël, solitaire et renfermé : « Avant que Philippe t’appelât, quand tu étais sous le figuier, je t’ai vu » (Jn 1, 48).
41. C’est justement parce qu’Il est attentif à nous qu’Il est capable de reconnaître chaque bonne intention, chaque bonne petite action que nous faisons. L’Évangile raconte qu’« Il vit une veuve indigente qui mettait [dans le Trésor du Temple] deux piécettes » (Lc 21, 2) et qu’Il en fit part immédiatement à ses apôtres. Jésus est attentif de telle sorte qu’Il admire les choses bonnes qu’Il reconnaît en nous. Jésus est dans l’admiration lorsqu’il entend le centurion le prier en toute confiance (cf. Mt 8, 10). Qu’il est beau de savoir que si les autres ignorent nos bonnes intentions ou les choses positives que nous faisons, Jésus ne les ignore pas, au contraire Il les admire.
42. En tant qu’être humain, Il avait appris cela de Marie, sa mère. Elle, qui « conservait avec soin toutes ces choses les méditant en son cœur » (Lc 2, 19), Lui apprit, avec saint Joseph, dès son enfance à être attentif.
LES PAROLES
43. Nous avons dans les Écritures sa Parole toujours vivante et actuelle, mais il arrive aussi que Jésus nous parle intérieurement et nous appelle pour nous conduire au meilleur endroit. Ce lieu le meilleur, c’est son Cœur. Il nous appelle à entrer là où nous pouvons retrouver des forces et la paix : « Venez à moi, vous tous qui peinez et ployez sous le fardeau, et moi, je vous soulagerai » (Mt 11, 28). C’est pourquoi Il demande à ses disciples : « Demeurez en moi » (Jn 15, 4).
44. Les paroles de Jésus montrent que sa sainteté n’élimine pas les sentiments. Elles révèlent en certaines occasions un amour passionné qui souffre pour nous, s’émeut, s’afflige jusqu’aux larmes. Il est manifeste que les préoccupations et les angoisses courantes des gens, comme la fatigue ou la faim, ne le laissent pas indifférent : « J’ai pitié de la foule, [...] ils n’ont pas de quoi manger [...] ils vont défaillir en route, et il y en a parmi eux qui sont venus de loin » (Mc 8, 2-3).
45. L’Évangile ne cache pas les sentiments de Jésus à l’égard de Jérusalem, la ville bien-aimée : « Quand Il fut proche, à la vue de la ville, Il pleura sur elle » (Lc 19, 41) et exprima son plus grand regret : « Si en ce jour tu avais compris, toi aussi, le message de paix ! » (19, 42). Les évangélistes, tout en le montrant parfois puissant ou glorieux, ne manquent pas de révéler ses sentiments face à la mort et à la souffrance des amis. Avant de raconter que « Jésus pleura » (Jn 11, 35) sur le tombeau de Lazare, l’Évangile explique qu’« Il aimait Marthe et sa sœur et Lazare » (Jn 11, 5) et que, voyant Marie et ses compagnes pleurer, « Il frémit en son esprit et se troubla » (Jn 11, 33). Le récit ne laisse aucun doute sur le fait qu’il s’agit de pleurs sincères provenant d’un trouble intérieur. Enfin, l’angoisse de Jésus face à sa mort violente de la main de ceux qu’Il aime tant n’est pas non plus cachée : « Il commença à ressentir effroi et angoisse » (Mc 14, 33), au point de dire : « Mon âme est triste à en mourir » (Mc 14, 34). Ce trouble intérieur s’exprime avec toute sa force dans le cri du Crucifié : « Mon Dieu, mon Dieu, pourquoi m’as-tu abandonné ? » (Mc 15, 34).
46. Ce qui précède pourrait ressembler à du romantisme religieux. Or rien n’est plus sérieux et décisif, et trouve sa plus haute expression se trouve dans le Christ cloué sur la croix qui est la parole d’amour la plus éloquente. Il ne s’agit pas d’une coquille vide, d’un pur sentiment, d’une évasion spirituelle. Il s’agit d’amour. C’est pourquoi, lorsque saint Paul cherche les mots justes pour expliquer sa relation avec le Christ, il écrit : « Il m’a aimé et s’est livré lui-même pour moi » (Ga 2, 20). Telle était sa plus grande conviction : se savoir aimé. Le don de soi du Christ sur la croix l’a subjugué, mais il n’avait de sens que parce qu’il y avait une chose encore plus grande que ce don même : “Il m’a aimé”. Alors que nombre de personnes cherchaient leur salut, leur bien-être ou leur sécurité dans diverses propositions religieuses, Paul, touché par l’Esprit, a su regarder au-delà et s’émerveiller de ce qu’il y a de plus grand et de plus fondamental : “Il m’a aimé”.
47. Après avoir contemplé le Christ, ce que ses gestes et ses paroles laissent entrevoir de son cœur, rappelons maintenant comment l’Église réfléchit sur le saint mystère du Cœur du Seigneur.
III
VOICI LE CŒUR QUI A TANT AIMÉ
48. La dévotion au Cœur du Christ n’est pas le culte d’un organe séparé de la personne de Jésus. Nous contemplons et adorons Jésus-Christ tout entier, le Fils de Dieu fait homme, représenté dans une image où son cœur est mis en évidence. Le cœur de chair est considéré comme l’image ou le signe privilégié du centre le plus intime du Fils incarné et de son amour à la fois divin et humain car, plus que tout autre membre de son corps, il est « signe ou symbole naturel de son immense charité ».[28]
L’ADORATION DU CHRIST
49. Il est indispensable de souligner que nous sommes dans une relation d’amitié et d’adoration avec la personne du Christ, attirés par son amour représenté par l’image de son Cœur. Nous vénérons cette image qui le représente, mais l’adoration ne s’adresse qu’au Christ vivant, dans sa divinité et dans toute son humanité, afin de nous laisser étreindre par son amour humain et divin.
50. Au-delà de l’image utilisée, il est certain que le Cœur vivant du Christ – jamais une image – est objet d’adoration car il fait partie de son Corps très saint et ressuscité, inséparable du Fils de Dieu qui l’a assumé pour toujours. Il est adoré en tant que « Cœur de la personne du Verbe auquel il est inséparablement uni ».[29] Nous ne l’adorons pas isolément mais dans la mesure où, avec ce Cœur, c’est le Fils incarné lui-même qui vit, aime et reçoit notre amour. Par conséquent, tout acte d’amour ou d’adoration envers son Cœur « s’adresse en réalité au Christ Lui-même »,[30] puisqu’il renvoie spontanément à Lui et qu’il est « le symbole et l’image expresse de l’amour infini de Jésus-Christ ».[31]
51. C’est pourquoi personne ne doit penser que cette dévotion pourrait nous séparer ou nous éloigner de Jésus-Christ et de son amour. De manière spontanée et directe, elle nous oriente vers Lui, et vers Lui seul, qui nous appelle à une précieuse amitié faite de dialogue, d’affection, de confiance et d’adoration. Ce Christ au cœur transpercé et brûlant est le même qui est né à Bethléem par amour, qui a parcouru la Galilée en guérissant, en caressant, en répandant la miséricorde, le même qui nous a aimés jusqu’au bout en ouvrant les bras sur la croix. Enfin, c’est le même qui est ressuscité et qui vit glorieusement au milieu de nous.
LA VÉNÉRATION DE SON IMAGE
52. Il faut noter que l’image du Christ avec son cœur, même si elle n’est en aucun cas objet d’adoration, n’est pas pour autant une image parmi d’autres que nous pourrions choisir. Elle n’a pas été inventée dans un bureau ni dessinée par un artiste. « Elle n’est pas un symbole imaginaire, elle est un symbole réel qui représente le centre, la source d’où a jailli le salut de l’humanité tout entière ».[32]
53. Une expérience humaine universelle rend cette image unique. Il est en effet incontestable qu’au cours de l’histoire et dans diverses parties du monde, le cœur est devenu le symbole de l’intimité la plus personnelle, ainsi que de l’affection, des émotions et de la capacité d’aimer. Au-delà de toute explication scientifique, une main posée sur le cœur d’un ami exprime une affection particulière ; lorsqu’une personne tombe amoureuse et qu’elle est proche de l’être aimé, les battements de son cœur s’accélèrent ; lorsqu’une personne souffre d’abandon ou de tromperie de la part d’un être aimé, elle ressent une forte oppression au niveau du cœur. Pour exprimer qu’une chose est sincère et vient vraiment du centre de la personne, on dit : “Je te le dis du fond du cœur”. Le langage poétique ne peut ignorer la puissance de ces expériences. C’est pourquoi le cœur a acquis incontestablement au cours de l’histoire une force symbolique unique qui n’est pas seulement conventionnelle.
54. Il est donc compréhensible que l’Église ait choisi l’image du cœur pour représenter l’amour humain et divin de Jésus-Christ et le centre le plus intime de sa personne. Si l’image d’un cœur avec des flammes de feu est un symbole éloquent nous rappelant l’amour de Jésus-Christ, il convient cependant que ce cœur fasse partie d’une représentation de Lui. Son appel à une relation personnelle de rencontre et de dialogue est de cette manière plus significatif.[33] L’image vénérée du Christ, de laquelle se détache son cœur aimant, inclut un regard qui nous appelle à la rencontre, au dialogue et à la confiance ; des mains fortes, capables de nous soutenir ; une bouche qui nous adresse la parole d’une manière unique et très personnelle.
55. Le cœur a la particularité d’être perçu non pas comme un organe séparé mais comme un centre intime unificateur et donc comme expression de la totalité de la personne, ce qui n’est pas le cas des autres organes du corps humain. Puisqu’il est le centre intime de la totalité de la personne, et donc une partie représentant le tout, il serait facile de le dénaturer en le contemplant séparément de la figure du Seigneur. L’image du cœur doit nous renvoyer à la totalité de Jésus-Christ en son centre unificateur et, simultanément à partir de ce centre unificateur, elle nous doit nous amener à contempler le Christ dans toute la beauté et la richesse de son humanité et de sa divinité.
56. Cela va au-delà de l’attrait qu’exercent les diverses images qui ont été faites du Cœur du Christ. On ne doit pas, en effet, « mettre notre confiance dans des images ou leur demander quelque chose, comme le faisaient autrefois les païens », mais, « à travers les images que nous baisons, devant lesquelles nous nous découvrons et nous prosternons, c’est le Christ que nous adorons ».[34]
57. Par ailleurs, nous pouvons trouver certaines de ces images peu attrayantes et invitant peu à l’amour et à la prière. Cela est secondaire car l’image n’est rien d’autre qu’une figure incitative et, comme diraient les Orientaux, nous ne devons pas en rester au doigt qui montre la lune. Bien que bénie, il ne s’agit ici que d’une image nous invitant à aller au-delà, nous incitant à élever notre cœur jusqu’à celui du Christ vivant, et à l’unir à lui ; alors que l’Eucharistie est présence réelle devant être adorée. L’image vénérée convoque, indique et porte, afin de nous faire passer du temps dans la rencontre avec le Christ et dans son adoration, comme il nous semble le mieux de l’imaginer. En regardant l’image, nous nous mettons face au Christ et, devant Lui, « l’amour se fixe, contemple le mystère, en profite en silence ».[35]
58. Cela dit, nous ne devons pas oublier que cette image du cœur nous parle de chair humaine, de terre, et donc aussi de Dieu qui a voulu entrer dans notre condition historique, devenir histoire et partager notre cheminement terrestre. Une forme de dévotion plus abstraite ou stylisée ne sera pas nécessairement plus fidèle à l’Évangile, car la manière dont Dieu a voulu se révéler et se faire proche de nous se manifeste dans ce signe sensible et accessible.
UN AMOUR SENSIBLE
59. Amour et cœur ne sont pas nécessairement reliés, car la haine, l’indifférence, l’égoïsme peuvent régner dans un cœur humain. Mais nous n’atteignons pas notre pleine humanité si nous ne sortons pas de nous-mêmes ; et nous ne devenons pas pleinement nous-mêmes si nous n’aimons pas. Le centre le plus intime de notre personne, créé pour l’amour, ne réalise le projet de Dieu que lorsqu’il aime. C’est pourquoi le symbole du cœur symbolise en même temps l’amour.
60. Le Fils éternel de Dieu, qui me transcende infiniment, a aussi voulu m’aimer avec un cœur humain. Ses sentiments humains deviennent le sacrement d’un amour infini et définitif. Son cœur n’est donc pas un symbole physique qui n’exprimerait qu’une réalité purement spirituelle ou séparée de la matière. Un regard tourné vers le Cœur du Seigneur contemple une réalité physique, sa chair humaine qui permet au Christ d’avoir des émotions et des sentiments bien humains, comme nous, quoi qu’entièrement transformés par son amour divin. La dévotion doit atteindre l’amour infini de la personne du Fils de Dieu, mais nous devons dire que cet amour est inséparable de son amour humain, et nous sommes aidés en cela par l’image de son cœur de chair.
61. Si aujourd’hui encore le cœur est perçu dans le sentiment populaire comme le centre affectif de tout être humain, c’est lui qui peut le mieux signifier l’amour divin du Christ uni pour toujours et inséparablement à son amour humain. Pie XII rappelait déjà que la Parole de Dieu, « qui décrit les dispositions du Cœur de Jésus-Christ, ne rend pas seulement compte de la charité divine mais aussi des sentiments d’affection humaine [...]. Les battements du Cœur de Jésus-Christ, uni hypostatiquement à la divine personne du Verbe, ont sans aucun doute été inspirés par l’amour et par toutes les autres affections sensibles ».[36]
62. Chez les Pères de l’Église, contrairement à d’autres qui niaient ou relativisaient la véritable humanité du Christ, nous trouvons une forte affirmation de la réalité concrète et tangible des affections humaines du Seigneur. Ainsi, saint Basile souligne que l’incarnation n’est pas une chose imaginaire mais que « le Seigneur a pris sur Lui les passions de la nature ».[37] Saint Jean Chrysostome propose un exemple : « S’Il n’avait pas eu notre nature, Il n’aurait jamais été en proie à la douleur ».[38] Saint Ambroise affirme : « Puisqu’Il a pris une âme, Il a pris les passions de l’âme ».[39] Et saint Augustin présente les affections humaines comme une réalité qui, une fois assumée par le Christ, n’est plus étrangère à la vie de la grâce : « Ce qui affecte la faiblesse humaine, comme la chair même de l’humaine faiblesse ainsi que la mort de la chair humaine, le Seigneur Jésus l’a pris non par une nécessité de sa condition, mais par sa volonté de miséricorde […] afin que, s’il arrive à quelqu’un d’être affligé et de souffrir au milieux des tentations humaines, il ne se croie pas pour autant étranger à sa grâce ».[40] Enfin, saint Jean Damascène considère l’expérience affective réelle du Christ dans son humanité comme un signe qu’Il a assumé notre nature dans sa totalité et non partiellement, afin de la racheter et de la transformer entièrement. Le Christ a donc assumé tous les éléments qui composent la nature humaine, afin que tous soient sanctifiés.[41]
63. Il vaut la peine d’inclure ici la réflexion d’un théologien qui reconnaît qu’ « en raison de l’influence de la pensée grecque, la théologie a longtemps relégué le corps et les sentiments dans le monde du pré-humain, du sous-humain ou tentateur du véritable humain. Mais ce que la théologie n’a pas résolu en théorie a été résolu dans la pratique par la spiritualité. Celle-ci et la religiosité populaire ont maintenu vivante la relation avec les aspects somatiques, psychologiques et historiques de Jésus. Les Chemins de Croix, la dévotion aux plaies, la spiritualité du précieux sang, la dévotion au Cœur de Jésus, les pratiques eucharistiques [...]. Tout cela a suppléé aux lacunes de la théologie en nourrissant l’imagination et le cœur, l’amour et la tendresse pour le Christ, l’espérance et la mémoire, le désir et la nostalgie. La raison et la logique ont pris d’autres chemins ».[42]
UN TRIPLE AMOUR
64. Nous n’en restons pas cependant aux seuls sentiments humains, aussi beaux et émouvants soient-ils. En contemplant le Cœur du Christ, nous reconnaissons que dans ses sains et nobles sentiments, dans sa tendresse, dans le tressaillement de son affection humaine, toute la vérité de son amour divin et infini se manifeste. Benoît XVI l’a exprimé ainsi : « De l’horizon infini de son amour, Dieu a voulu entrer dans les limites de l’histoire et de la condition humaine, prenant un corps et un cœur ; si bien que nous pouvons contempler et rencontrer l’infini dans le fini, le Mystère invisible et ineffable dans le Cœur humain de Jésus, le Nazaréen ».[43]
65. Dans l’image du Cœur du Seigneur un triple amour est en effet représenté et nous éblouit. Tout d’abord, l’amour divin infini qui se trouve dans le Christ. Mais nous pensons aussi à la dimension spirituelle de l’humanité du Seigneur. De ce point de vue, le cœur est « le symbole de cette ardente charité qui, infuse dans le Christ, anime sa volonté humaine ». Enfin, il est « le symbole de son amour sensible ».[44]
66. Ces trois amours ne sont pas des facultés séparées fonctionnant de manière parallèle ou sans lien, mais elles agissent et s’expriment ensemble en un flux constant de vie : « À la lumière de la foi, par laquelle nous croyons que les deux natures, humaine et divine, sont unies dans la personne du Christ, notre esprit est rendu capable de concevoir les liens très étroits qui existent entre l’amour sensible du cœur physique de Jésus et son double amour spirituel, l’humain et le divin ».[45]
67. C’est pourquoi, en entrant dans le Cœur du Christ, nous nous sentons aimés par un cœur humain, plein d’affections et de sentiments comme le nôtre. Sa volonté humaine veut nous aimer librement, et cette volonté spirituelle est pleinement illuminée par la grâce et la charité. Lorsque nous atteignons les profondeurs de ce Cœur, nous sommes inondés par la gloire incommensurable de son amour infini de Fils éternel que nous ne pouvons plus séparer de son amour humain. C’est précisément dans son amour humain, et non pas en nous en éloignant, que nous trouvons son amour divin : nous trouvons « l’infini dans le fini ».[46]
68. L’Église enseigne de manière constante et définitive que l’adoration que nous rendons à sa personne est unique et englobe inséparablement sa nature divine et sa nature humaine. Depuis les temps anciens, elle a enseigné que nous devons « adorer un seul et même Christ, Fils de Dieu et Fils d’homme, de deux natures et en deux natures inséparables et indivisées » ;[47] et cela d’ « une seule adoration [… ] selon que le Verbe s’est fait chair ».[48] Le Christ n’est en aucune manière adoré en deux natures, à partir de quoi seraient introduites deux adorations, mais « d’une seule adoration le Dieu Verbe incarné avec sa propre chair » est adoré.[49]
69. Saint Jean de la Croix exprime que, dans l’expérience mystique, l’amour incommensurable du Christ ressuscité n’est pas ressenti comme étranger à notre vie. L’infini s’abaisse en quelque sorte pour que, à travers le Cœur ouvert du Christ, nous puissions vivre une rencontre d’amour vraiment réciproque : « Il est croyable qu’un oiseau qui vole terre à terre prenne la haute Aigle royale, si [celle-ci] descend en bas, voulant être prise ».[50] Et il explique que, « voyant l’Épouse navrée de son amour, Il accourt à sa plainte, étant aussi blessé de son amour, parce qu’en matière de personnes éprises d’amour, la blessure de l’une est commune à l’autre et ils éprouvent à eux deux une commune souffrance ».[51] Ce mystique comprend la figure du côté blessé du Christ comme un appel à la pleine union avec le Seigneur. Il est le cerf blessé du fait que nous ne nous sommes pas encore laissés toucher par son amour. Il descend aux cours d’eau pour étancher sa soif et trouve le réconfort chaque fois que nous nous tournons vers lui :
« Reviens, colombe,
Car sur le sommet des monts
Apparaît le cerf blessé,
Savourant la brise fraîche de ton vol ».[52]
PERSPECTIVES TRINITAIRES
70. La dévotion au Cœur de Jésus est nettement christologique. Il s’agit d’une contemplation directe du Christ qui nous invite à l’union avec Lui. Cela est légitime si nous gardons à l’esprit ce que demande la Lettre aux Hébreux : courir notre course « fixant nos yeux sur Jésus » (12, 2). Cependant, nous ne pouvons pas ignorer que Jésus se présente en même temps comme le chemin vers le Père : « Je suis le chemin [...]. Nul ne vient au Père que par moi » (Jn 14, 6). Il veut nous conduire au Père. On comprend pourquoi la prédication de l’Église, et cela dès les origines, ne nous arrête pas à Jésus-Christ, mais nous conduit au Père. C’est Lui qui, en fin de compte, doit être glorifié en tant que plénitude originelle.[53]
71. Attardons-nous, par exemple, sur la Lettre aux Éphésiens où nous lisons avec force et clarté comment notre adoration s’adresse au Père : « Je fléchis les genoux en présence du Père » (Ep 3, 14). « Un seul Dieu et Père de tous, qui est au-dessus de tous, par tous et en tous » (Ep 4, 6). « En tout temps et à tout propos, rendez grâces à Dieu le Père » (Ep 5, 20). Le Père est celui « pour qui nous sommes faits » (1 Co 8, 6). C’est pourquoi saint Jean-Paul II déclare que « toute la vie chrétienne est comme un grand pèlerinage vers la maison du Père ».[54] Saint Ignace d’Antioche fait l’expérience de cela sur le chemin du martyre : « En moi une eau vive murmure et dit au dedans de moi : Viens vers le Père ».[55]
72. Le Père est avant tout le Père de Jésus-Christ : « Béni soit le Dieu et Père de notre Seigneur Jésus Christ » (Ep 1, 3). Il est « le Dieu de notre Seigneur Jésus Christ, le Père le la gloire » (Ep 1, 17). Lorsque le Fils se fait homme, tous les désirs et les aspirations de son cœur humain se tournent vers le Père. Observant comment le Christ se rapportait au Père, nous remarquons la fascination de son cœur humain, son orientation parfaite et constante vers le Père.[56] Sa vie sur cette terre a consisté en un parcours où il a ressenti, dans son cœur d’homme, un appel incessant à aller vers le Père.[57]
73. Nous savons qu’Il s’adressait au Père avec le mot araméen “Abba”, c’est-à-dire “papa”. À l’époque, certains furent gênés par cette familiarité (cf. Jn 5, 18). C’est l’expression que Jésus a utilisée pour communiquer avec le Père lorsque l’angoisse de la mort est apparue : « Abba ! tout t’est possible, éloigne de moi cette coupe, pourtant pas ce que je veux, mais ce que tu veux ! » (Mc 14, 36). Il s’est toujours reconnu aimé du Père : « Tu m’as aimé avant la fondation du monde » (Jn 17, 24). Et Jésus, dans son cœur d’homme, s’extasiait en entendant le Père lui dire : « Tu es mon Fils bien-aimé, tu as toute ma faveur » (Mc 1, 11).
74. Le quatrième Évangile dit que le Fils éternel est tourné vers « le sein du Père » (1, 18) depuis toujours.[58] Saint Irénée affirme que « le Fils de Dieu existe depuis toujours auprès du Père ».[59] Et Origène soutient que le Fils demeure « dans la contemplation ininterrompue de l’abysse paternelle ».[60] C’est pourquoi, lorsque le Fils se fait homme, il passe des nuits entières à converser avec le Père bien-aimé sur le sommet de la montagne (cf. Lc 6, 12). Il dit : « Je dois être dans la maison de mon Père ? » (Lc 2, 49). Regardons sa louange : « Il tressaillit de joie sous l’action de l’Esprit Saint, et dit : “Je te bénis, Père, Seigneur du ciel et de la terre” » (Lc 10, 21). Et ses dernières paroles, pleines de confiance, sont : « Père, entre tes mains je remets mon esprit » (Lc 23, 46).
75. Tournons maintenant notre regard vers l’Esprit Saint qui remplit le Cœur du Christ et brûle en lui. Comme l’a dit saint Jean-Paul II, le Cœur du Christ est « le chef-d’œuvre de l’Esprit Saint ».[61] Il ne s’agit pas seulement du passé, car « dans le Cœur du Christ, est vivante l’action de l’Esprit Saint, auquel Jésus a attribué l’inspiration de sa mission (cf. Lc 4, 18 ; Is 61, 1) et dont il avait promis l’envoi lors de la dernière Cène. C’est l’Esprit qui aide à saisir la richesse du signe du côté transpercé du Christ, dont l’Église est issue (cf. Const. Sacrosanctum Concilium, n. 5) ».[62] En définitive, « seul l’Esprit Saint peut ouvrir devant nous cette plénitude de “l’homme intérieur” qui se trouve dans le Cœur du Christ. Lui seul peut introduire progressivement la force de cette plénitude dans nos cœurs humains ».[63]
76. Essayant de pénétrer le mystère de l’action de l’Esprit, nous voyons qu’Il gémit en nous et dit Abba : « La preuve que vous êtes des fils, c’est que Dieu a envoyé dans nos cœurs l’Esprit de son Fils qui crie : Abba, Père ! » (Ga 4, 6). En effet, « l’Esprit en personne se joint à notre esprit pour attester que nous sommes enfants de Dieu » (Rm 8, 16). L’action de l’Esprit Saint dans le cœur humain du Christ provoque en permanence cette attirance vers le Père. Et lorsqu’il nous unit aux sentiments du Christ par la grâce, il nous fait participer à la relation de celui-ci avec le Père, il est « un esprit de fils adoptifs qui nous fait nous écrier : Abba ! Père ! » (Rm 8, 15).
77. Notre relation avec le Cœur du Christ se transforme alors sous l’impulsion de l’Esprit qui nous oriente vers le Père, source paternelle de la vie et origine suprême de la grâce. Le Christ ne désire pas que nous nous arrêtions à Lui. L’amour du Christ est une « révélation de la miséricorde du Père ».[64] Son désir est que, poussés par l’Esprit qui jaillit de son cœur, « avec Lui et en Lui » nous allions vers le Père. La gloire est adressée au Père « par » le Christ,[65] « avec » le Christ[66] et « dans » le Christ.[67] Saint Jean-Paul II a enseigné que « le Cœur du Sauveur nous invite à remonter à l’amour du Père qui est la source de tout amour authentique ».[68] C’est précisément cela que l’Esprit Saint cherche à cultiver dans nos cœurs en venant à nous à partir du Cœur du Christ. C’est pourquoi la liturgie, sous l’action vivifiante de l’Esprit, se tourne toujours vers le Père à partir du cœur ressuscité du Christ.
EXPRESSIONS MAGISTÉRIELLES RÉCENTES
78. Le Cœur du Christ est présent de différentes manières dans l’histoire de la spiritualité chrétienne. Dans la Bible et dans les premiers siècles de l’Église, il apparait sous la forme du côté blessé du Seigneur, comme source de grâce ou bien comme appel à une rencontre intime d’amour. Il ne cesse de réapparaître dans le témoignage de nombreux saints jusqu’à nos jours. Au cours des derniers siècles, cette spiritualité a pris la forme d’un véritable culte du Cœur du Seigneur.
79. Nombre de mes prédécesseurs ont évoqué le Cœur du Christ et, de manières très diverses, nous ont invités à nous unir à Lui. À la fin du XIXème siècle, Léon XIII nous invita à nous consacrer à Lui, unissant dans sa proposition l’invitation à l’union avec le Christ à l’admiration de la splendeur de son amour infini.[69] Une trentaine d’années plus tard, Pie XI présenta cette dévotion comme une synthèse de l’expérience de foi chrétienne.[70] Pie XII affirma ensuite que le culte du Sacré-Cœur exprime de manière excellente, en une sublime synthèse, notre culte envers Jésus-Christ.[71]
80. Plus récemment, saint Jean-Paul II a présenté le développement de ce culte au cours des siècles passés comme une réponse à la croissance de formes de spiritualités rigoristes et désincarnées qui oubliaient la miséricorde du Seigneur, mais aussi comme un appel actuel à un monde qui cherche à se construire sans Dieu : « La dévotion au Sacré-Cœur, telle qu’elle s’est développée en Europe il y a deux siècles, sous l’impulsion des expériences mystiques de sainte Marguerite-Marie Alacoque, a été une réponse au rigorisme janséniste qui avait fini par ignorer la miséricorde infinie de Dieu. [...] L’homme de l’an 2000 a besoin du Cœur du Christ pour connaître Dieu et se connaître lui-même ; il en a besoin pour construire la civilisation de l’amour ».[72]
81. Benoît XVI a invité à reconnaître le Cœur du Christ comme une présence intime et quotidienne dans la vie de chacun : « Toute personne a besoin d’avoir un “centre” dans sa vie, une source de vérité et de bonté à laquelle puiser pour affronter les diverses situations et difficultés de la vie quotidienne. Chacun de nous, lorsqu’il fait silence, a besoin d’entendre non seulement les battements de son propre cœur, mais aussi, plus profondément, les battements d’une présence sûre, perceptible avec les sens de la foi et pourtant bien plus réelle : la présence du Christ, cœur du monde ».[73]
APPROFONDISSEMENT ET ACTUALITE
82. L’image symbolique et expressive du Cœur du Christ n’est pas l’unique moyen que nous donne l’Esprit Saint pour rencontrer l’amour du Christ ; et elle aura toujours besoin d’être enrichie, éclairée et renouvelée par la méditation, la lecture de l’Évangile et la maturation spirituelle. Pie XII disait déjà que l’Église ne prétend pas que « dans le Cœur de Jésus l’on doive voir et adorer l’image dite formelle, c’est‑à‑dire le signe parfait et absolu de son amour divin, puisqu’il n’est pas possible d’en représenter l’essence intime d’une façon adéquate par une quelconque image créée ».[74]
83. La dévotion au Cœur du Christ est essentielle à notre vie chrétienne car elle signifie notre ouverture, pleine de foi et d’adoration, au mystère de l’amour divin et humain du Seigneur, au point que nous pouvons affirmer une fois de plus que le Sacré-Cœur est une synthèse de l’Évangile.[75] Nous devons rappeler que les croyants ne sont pas obligés de croire, comme s’il s’agissait de la Parole de Dieu, aux visions ou manifestations mystiques racontées par les saints qui ont proposé avec passion la dévotion au Cœur du Christ.[76] Ce sont de beaux stimuli qui peuvent motiver et faire beaucoup de bien, mais personne ne doit se sentir obligé de les suivre s’il ne trouve pas qu’ils l’aident à avancer dans sa vie spirituelle. Cependant, il est important de garder à l’esprit, comme Pie XII l’a déclaré, que l’on ne peut pas dire que ce culte « viendrait d’une révélation privée ».[77]
84. La proposition de la Communion eucharistique des premiers vendredis du mois, par exemple, était un message fort à une époque où de nombreuses personnes cessaient de recevoir la Communion parce qu’elles n’avaient pas confiance dans le pardon divin, dans sa miséricorde, et considéraient la Communion comme une sorte de prix pour les parfaits. Dans ce contexte janséniste, la promotion de cette pratique a fait beaucoup de bien, en aidant à reconnaître dans l’Eucharistie l’amour proche et gratuit du Cœur du Christ qui nous appelle à l’union avec Lui. Elle ferait beaucoup de bien également aujourd’hui pour une autre raison : parce qu’au milieu du tourbillon du monde actuel et de notre obsession pour les loisirs, la consommation et le divertissement, les téléphones et les réseaux sociaux, nous oublions de nourrir notre vie de la force de l’Eucharistie.
85. De même, personne ne doit se sentir obligé de faire une heure d’adoration le jeudi. Mais comment ne pas la recommander ? Lorsque quelqu’un vit cette pratique avec ferveur, avec de nombreux frères, et qu’il trouve dans l’Eucharistie l’amour du Cœur du Christ, « il adore avec l’Église le symbole et comme l’empreinte de la charité divine qui a été jusqu’à aimer le genre humain avec le Cœur du Verbe Incarné ».[78]
86. Cela était difficile à comprendre pour de nombreux jansénistes qui méprisaient tout ce qui était humain, affectif, corporel, et qui considéraient en fin de compte que cette dévotion nous éloigne de la pure adoration du Dieu du Très-Haut. Pie XII qualifia de « faux mysticisme »[79] cette attitude élitiste de certains groupes qui voyaient Dieu tellement haut, tellement séparé, tellement distant, qu’ils considéraient les expressions sensibles de la piété populaire comme dangereuses et nécessitant un contrôle ecclésiastique.
87. Plus encore qu’avec le jansénisme, on peut dire que nous sommes confrontés aujourd’hui à une forte avancée de la sécularisation qui aspire à un monde libéré de Dieu. En outre, diverses formes de religiosité privées de références à une relation personnelle avec un Dieu d’amour se multiplient dans la société, et sont de nouvelles manifestations d’une “spiritualité sans chair”. Cela est vrai. Mais je dois souligner qu’un dualisme janséniste préjudiciable renaît sous de nouveaux traits au sein même de l’Église. Il a acquis une nouvelle force au cours des dernières décennies. Il est une manifestation de ce gnosticisme qui ignorait la vérité du “salut de la chair” et qui fut dommageable à la spiritualité des premiers siècles de la foi chrétienne. C’est pourquoi je tourne mon regard vers le Cœur du Christ et je vous invite à renouveler votre dévotion. J’espère qu’elle pourra aussi toucher la sensibilité contemporaine et nous aider à faire face à ces dualismes anciens et nouveaux auxquels elle offre une réponse adéquate.
88. Je voudrais ajouter que le Cœur du Christ nous libère en même temps d’un autre dualisme : celui des communautés et des pasteurs qui se concentrent uniquement sur les activités extérieures, les réformes structurelles dépourvues d’Évangile, les organisations obsessionnelles, les projets mondains, les réflexions sécularisées, les propositions qui se présentent comme des prescriptions que l’on veut parfois imposer à tous. Il en résulte souvent un christianisme qui oublie la tendresse de la foi, la joie du dévouement au service, la ferveur de la mission de personne à personne, la fascination pour la beauté du Christ, la gratitude passionnée pour l’amitié qu’Il offre et pour le sens ultime qu’Il donne à la vie. Il s’agit d’une autre forme de transcendantalisme trompeur, tout aussi désincarné.
89. Ce sont ces maladies très actuelles, dont nous ne ressentons même pas le désir de guérir lorsque nous nous sommes laissés piéger, qui me poussent à proposer à toute l’Église un nouveau développement sur l’amour du Christ représenté dans son saint Cœur. Là nous rencontrons la totalité de l’Évangile, là se résume la vérité à laquelle nous croyons, là se trouve ce que nous adorons et cherchons dans la foi, là se trouve ce dont nous avons le plus besoin.
90. Devant le Cœur du Christ il est possible de revenir à la synthèse incarnée de l’Évangile et de vivre ce que je proposais il y a peu, en rappelant la chère sainte Thérèse de l’Enfant Jésus : « L’attitude la plus appropriée est de placer la confiance du cœur hors de soi-même, en la miséricorde infinie d’un Dieu qui aime sans limites et qui a tout donné sur la Croix de Jésus-Christ ».[80] Elle a vécu cela intensément parce qu’elle avait découvert dans le cœur du Christ que Dieu est amour : « À moi Il a donné sa Miséricorde infinie, et c’est à travers elle que je contemple et adore les autres perfections Divines ».[81] C’est pourquoi la prière la plus populaire, adressée comme une flèche au Cœur du Christ, dit simplement : « J’ai confiance en toi ».[82] Aucune autre parole n’est nécessaire.
91. Dans les chapitres suivants, nous allons souligner deux aspects fondamentaux que la dévotion au Sacré-Cœur doit réunir aujourd’hui pour continuer à nous nourrir et à nous rapprocher de l’Évangile : l’expérience spirituelle personnelle et l’engagement communautaire et missionnaire.
IV
L’AMOUR QUI DONNE À BOIRE
92. Revenons aux Saintes Écritures, les textes inspirés qui sont le lieu principal où nous trouvons la Révélation. En elles et dans la Tradition vivante de l’Église, se découvre ce que le Seigneur lui-même a voulu nous dire tout au long de l’histoire. À la lecture des textes de l’Ancien et du Nouveau Testament, nous recueillerons quelques-uns des effets de cette Parole au cours du long cheminement spirituel du Peuple de Dieu.
SOIF DE L’AMOUR DE DIEU
93. Selon la Bible, une abondance d’eau vivifiante était annoncée au peuple errant dans le désert et attendant la délivrance : « Dans l’allégresse vous puiserez de l’eau aux sources du salut » (Is 12, 3). Les annonces messianiques prennent la forme d’une source d’eau purificatrice : « Je répandrai sur vous une eau pure, et vous serez purifiés [...]. Je mettrai en vous un esprit nouveau » (Ez 36, 25-26). Cette eau redonnera au peuple une plénitude d’existence, telle une source qui jaillira du Temple et répandra la vie et la santé sur son passage : « Voici qu’au bord du torrent il y avait une quantité d’arbres de chaque côté [...]. Partout où passera le torrent, tout être vivant qui y fourmille vivra [...] car là où cette eau pénètre, elle assainit, et la vie se développe partout où va le torrent » (Ez 47, 7. 9).
94. La fête juive des Tentes (Souccot), qui commémorait les quarante années passées dans le désert, avait progressivement pris le symbole de l’eau comme élément central, avec le rite d’une offrande d’eau chaque matin qui devenait très solennel le dernier jour de la fête : une grande procession se rendait au Temple où, à la fin, on faisait sept fois le tour de l’autel, et l’eau était offerte à Dieu au milieu d’un grand vacarme.[83]
95. L’annonce des temps messianiques se présentait comme une source ouverte pour le peuple : « Je répandrai sur la maison de David et sur l’habitant de Jérusalem un esprit de grâce et de supplication, et ils regarderont vers moi, celui qu’ils ont transpercé [...]. En ce jour-là, il y aura une fontaine ouverte pour David et pour les habitants de Jérusalem, pour laver péché et souillure » (Za 12, 10 ; 13, 1).
96. Un côté transpercé, une fontaine ouverte, un esprit de grâce et de prière. Les premiers chrétiens ont inévitablement vu cette promesse s’accomplir dans le côté transpercé du Christ, la source d’où jaillit la vie nouvelle. En parcourant l’Évangile de Jean, nous voyons comment la prophétie s’est accomplie dans le Christ. Nous contemplons son côté ouvert d’où jaillit l’eau de l’Esprit : « Un des soldats, de sa lance, lui perça le côté et il sortit aussitôt du sang et de l’eau » (Jn 19, 34). L’évangéliste ajoute ensuite : « Ils regarderont celui qu’ils ont transpercé » (Jn 19, 37). Il reprend ainsi l’annonce du prophète qui promettait au peuple une source ouverte à Jérusalem lorsqu’ils regarderaient celui qu’ils auraient transpercé (cf. Za 12, 10). La source ouverte, c’est le côté blessé de Jésus-Christ.
97. Nous constatons que l’Évangile situe ce moment sacré précisément « le dernier jour de la fête » des Tentes (Jn 7, 37). Jésus proclame au peuple qui célèbre la grande procession : « Si quelqu’un a soif, qu’il vienne à moi, et qu’il boive. […] De son sein couleront des fleuves d’eau vive » (Jn 7, 37.38). C’est pour cela que son « heure » devait venir, car Jésus « n’avait pas encore été glorifié » (Jn 7, 39). Tout s’accomplira dans la fontaine débordante de la Croix.
98. Dans le livre de l’Apocalypse, le Transpercé réapparaît : « Chacun le verra, même ceux qui l’ont transpercé » (Ap 1, 7) ; tout comme la fontaine ouverte : « Que l’homme assoiffé s’approche, que l’homme de désir reçoive l’eau de la vie, gratuitement » (Ap 22, 17).
99. Le côté transpercé est en même temps le siège de l’amour, un amour que Dieu a déclaré à son peuple avec des paroles si variées qu’il vaut la peine de les rappeler :
« Tu comptes beaucoup à mes yeux, tu as du prix et je t’aime » (Is 43, 4).
« Une femme oublie-t-elle son petit enfant, est-elle sans pitié pour le fils de ses entrailles? Même si les femmes oubliaient, moi, je ne t’oublierai pas. Vois, je t’ai gravée sur les paumes de mes mains » (Is 49, 15-16).
« Les montagnes peuvent s’écarter et les collines chanceler, mon amour ne s’écartera pas de toi, mon alliance de paix ne chancellera pas » (Is 54, 10).
« D’un amour éternel je t’ai aimée, aussi t’ai-je maintenu ma faveur » (Jr 31, 3).
« Ton Dieu est au milieu de toi, héros sauveur ! Il exultera pour toi de joie, il te renouvellera par son amour ; il dansera pour toi avec des cris de joie » (So 3, 17).
100. Le prophète Osée va jusqu’à parler du cœur de Dieu qui « les menait avec des attaches humaines, avec des liens d’amour » (Os 11, 4). À cause de cet amour méprisé, il pouvait dire : « Mon cœur en moi est bouleversé, toutes mes entrailles frémissent » (Os 11, 8). Mais la miséricorde l’emportera toujours (cf. Os 11, 9), elle atteindra sa plus haute expression dans le Christ, parole ultime d’amour.
101. Dans le Cœur transpercé du Christ se concentrent, inscrites dans la chair, toutes les expressions d’amour des Écritures. Il ne s’agit pas d’un amour simplement déclaré, mais son côté ouvert est source de vie pour celui qui est aimé, il est cette fontaine qui étanche la soif de son peuple. Comme l’a enseigné saint Jean-Paul II, « les éléments essentiels de cette dévotion appartiennent aussi de façon permanente à la spiritualité de l’Église au long de son histoire ; car, dès le début, l’Église a porté son regard vers le Cœur du Christ transpercé sur la croix ».[84]
RESONANCES DE LA PAROLE DANS L’HISTOIRE
102. Voyons quelques-uns des effets que cette Parole de Dieu a produits dans l’histoire de la foi chrétienne. Plusieurs Pères de l’Église, particulièrement en Asie Mineure, ont mentionné la blessure du côté de Jésus comme l’origine de l’eau de l’Esprit : la Parole, sa grâce et les sacrements qui la communiquent. La force des martyrs provient de la « source de vie qui jaillit du corps du Christ »[85] ou, comme le traduit Rufin, des « sources célestes et éternelles qui sortent du sein du Christ ».[86] Nous, les croyants qui sommes renés de l’Esprit, nous venons de cette grotte du rocher : « Nous avons été extraits du sein du Christ ».[87] Son côté blessé, que nous interprétons comme son cœur, est rempli de l’Esprit Saint, et des fleuves d’eau vive proviennent de lui : « La source de l’Esprit saint tout entier demeure dans le Christ ».[88] Mais l’Esprit que nous recevons ne nous éloigne pas du Seigneur ressuscité, au contraire il nous remplit de Lui, car en buvant l’Esprit, nous buvons le Christ lui-même : « Bois le Christ car Il est le rocher d’où l’eau a coulé, bois le Christ car Il est la source de la vie ; bois le Christ car Il est le fleuve dont le jaillissement réjouit la cité de Dieu ; bois le Christ car Il est la paix ; bois le Christ car de son sein coulent des fleuves d’eau vive ».[89]
103. Saint Augustin a ouvert la voie à la dévotion au Sacré-Cœur en tant que lieu de rencontre personnelle avec le Seigneur. Pour lui, la poitrine du Christ n’est pas seulement la source de la grâce et des sacrements, mais elle la personnalise en la présentant comme symbole de l’union intime avec Lui, comme lieu de la rencontre d’amour. Là se trouve l’origine de la sagesse la plus précieuse qui consiste à Le connaître. Augustin écrit en effet que Jean, le bien-aimé, lorsqu’il pencha la tête sur la poitrine de Jésus, s’approcha du lieu secret de la sagesse.[90] Il ne s’agit pas de la simple contemplation intellectuelle d’une vérité théologique. Saint Jérôme explique qu’une personne capable de contempler « ne jouit pas de la beauté des cours d’eau, mais boit l’eau vive du côté du Seigneur ».[91]
104. Saint Bernard reprend le symbolisme du côté transpercé du Seigneur en le comprenant explicitement comme une révélation et un don de l’amour de son Cœur. À travers la blessure, le grand mystère de l’amour et de la miséricorde devient accessible et nous pouvons le faire nôtre : « Je prends avec confiance ce qui me manque dans les entrailles du Seigneur, car elles débordent de miséricorde et ne manquent pas d’ouverture par où jaillir. Ils lui ont percé les mains et les pieds, et ils lui ont perforé le côté. À travers ces fissures, je peux boire le miel du rocher et l’huile de la pierre la plus dure, autrement dit goûter et voir comme est bon le Seigneur [...]. Le fer a transpercé son âme, et son cœur s’est fait proche : il n’est plus incapable de comprendre mes faiblesses. Les blessures ouvertes dans son corps nous révèlent le secret de son cœur, elles nous font contempler le grand mystère de la compassion ».[92]
105. Ceci réapparaît de manière particulière chez Guillaume de Saint-Thierry qui nous invite à entrer dans le Cœur de Jésus nous nourrissant à son sein.[93] Ce n’est pas surprenant si l’on se souvient que, pour cet auteur, « l’art des arts c’est l’art de l’amour […]. L’amour est suscité par le Créateur de la nature. L’amour est une force de l’âme qui, comme par un poids naturel, la conduit à sa place et à son but ».[94] Le cœur du Christ est le lieu où l’amour règne en plénitude : « Seigneur, où conduis-tu ceux que tu embrasses et serres dans tes bras, sinon à ton cœur ? Ton cœur, Jésus, est la douce manne de ta divinité (cf. He 9, 4) que tu conserves en toi dans le vase d’or de ton âme qui dépasse toute connaissance. Heureux ceux qui y sont portés par ton étreinte. Heureux ceux qui, plongés dans ces profondeurs, ont été cachés par Toi dans le secret de ton cœur ».[95]
106. Saint Bonaventure réunit les deux lignes spirituelles autour du Cœur du Christ. Tout en le présentant comme la source des sacrements et de la grâce, il propose que cette contemplation devienne une relation d’amitié, une rencontre personnelle d’amour.
107. D’un côté, il nous aide à reconnaître la beauté de la grâce et des sacrements qui jaillissent de cette source de vie qu’est le côté blessé du Seigneur : « Afin que, du côté du Christ endormi sur la Croix, l’Église soit formée et que s’accomplisse l’Écriture qui dit : “Ils verront Celui qu’ils ont transpercé”, il fut accordé, par une disposition divine, qu’un des soldats ouvrit de sa lance ce côté sacré et le perfora entièrement, au point de faire couler le sang et l’eau en répandant le prix de notre salut qui, depuis la source – le secret de son cœur –, donnerait à profusion leur puissance aux sacrements de l’Église pour conférer la vie de la grâce, et serait désormais, pour ceux qui vivraient dans le Christ, une coupe [puisée à] la source vive qui jaillit pour la vie éternelle ».[96]
108. Il nous invite ensuite à faire un pas de plus afin que l’accès à la grâce ne devienne pas une chose magique, ni une sorte d’émanation néo-platonicienne, mais une relation directe avec le Christ en demeurant dans son cœur. En effet, celui qui boit est un ami du Christ, un cœur qui aime : « Lève-toi donc, âme amie du Christ et sois la colombe qui fait son nid dans le mur d’une grotte, sois le moineau qui a trouvé une maison et ne cesse de la garder, sois la tourterelle qui cache les petits de son chaste amour dans cette ouverture sacrée ».[97]
LA DIFFUSION DE LA DEVOTION AU CŒUR DU CHRIST
109. Le côté blessé, où réside l’amour du Christ et d’où jaillit la vie de la grâce a, peu à peu, pris la forme du cœur, surtout dans la vie monastique. Nous savons que le culte du Cœur du Christ ne s’est pas manifesté de la même manière au cours de l’histoire et que les aspects développés à l’époque moderne, liés à diverses expériences spirituelles, ne peuvent être extrapolés des formes médiévales et encore moins des formes bibliques dans lesquelles nous pouvons entrevoir des germes de ce culte. Cependant, l’Église aujourd’hui ne néglige rien du bien que l’Esprit Saint nous a donné au cours des siècles, sachant qu’il sera toujours possible de reconnaître un sens plus clair et plus complet à certains détails de la dévotion, ou d’en comprendre et d’en dévoiler de nouveaux aspects.
110. Plusieurs saintes femmes ont raconté des expériences de rencontre avec le Christ, caractérisées par le repos dans le Cœur du Seigneur, source de vie et de paix intérieure. C’est le cas de sainte Lutgarde, de sainte Mechtilde de Hackeborn, de sainte Angèle de Foligno, de Julienne de Norwich, entre autres. Sainte Gertrude de Helfta, moniale cistercienne, a raconté un moment de prière au cours duquel elle posa sa tête sur le Cœur du Christ et entendit ses battements. Dans un dialogue avec saint Jean l’Évangéliste, elle lui demande pourquoi il n’a pas parlé dans son Évangile de ce qu’il avait ressenti lorsqu’il avait fait la même expérience. Gertrude conclut que « la douce éloquence de ces battements est réservée aux temps actuels, afin qu’en les écoutants le monde, déjà vieilli et engourdi dans son amour envers Dieu, puisse retrouver sa ferveur ».[98] Pourrions-nous y voir une affirmation pour notre époque, un appel à reconnaître combien ce monde est devenu “vieux” et a besoin de percevoir le message toujours nouveau de l’amour du Christ ? Sainte Gertrude et sainte Mechtilde ont été considérées comme les « confidentes les plus intimes du Sacré-Cœur ».[99]
111. Les chartreux, encouragés surtout par Ludolphe de Saxe, ont trouvé dans la dévotion au Sacré-Cœur un moyen de remplir d’affection et de proximité leur relation avec Jésus-Christ. Celui qui entre par la blessure de son cœur est enflammé d’affection. Sainte Catherine de Sienne écrivait qu’on ne peut être témoin des souffrances endurées par le Seigneur, mais le Cœur ouvert du Christ nous offre la possibilité d’une rencontre réelle et personnelle avec beaucoup d’amour : « J’ai voulu que vous voyiez le secret de mon cœur, en vous le montrant ouvert afin que vous voyiez que je vous aimais plus que ne pouvait le montrer la souffrance finie ».[100]
112. La dévotion au Cœur du Christ a progressivement dépassé la vie monastique et a rempli la spiritualité de saints maîtres, prédicateurs et fondateurs de congrégations religieuses qui l’ont répandue dans les régions les plus reculées de la terre.[101]
113. L’initiative de saint Jean Eudes est particulièrement intéressante. « Après avoir mené avec ses missionnaires, à Rennes, une mission très fervente, il réussit à faire approuver par l’évêque de ce diocèse la célébration de la fête du Cœur adorable de Notre Seigneur Jésus-Christ. C’était la première fois que cette fête était officiellement autorisée dans l’Église. Par la suite, les évêques de Coutances, d’Évreux, de Bayeux, de Lisieux et de Rouen autorisèrent la même fête pour leurs diocèses respectifs entre 1670 et 1671 ». [102]
SAINT FRANÇOIS DE SALES
114. À l’époque moderne, la contribution de saint François de Sales est à souligner. Il a souvent contemplé le Cœur ouvert du Christ qui nous invite à y demeurer dans une relation personnelle d’amour où les mystères de la vie sont éclairés. On peut voir dans la pensée de ce saint Docteur comment, face à une morale rigoriste et à une religiosité de simple observance, le Cœur du Christ se présente comme un appel à la pleine confiance en l’action mystérieuse de sa grâce. Il l’exprime ainsi dans une proposition à la Baronne de Chantal : « Il m’est bien d’avis que nous ne demeurerons plus en nous-mêmes, […] nous nous logerons pour jamais dans le côté percé du Sauveur ; car, sans lui, non seulement nous ne pouvons, mais quand nous pourrions, nous ne voudrions rien faire ».[103]
115. Pour lui, la dévotion est loin de devenir une forme de superstition ou une objectivation indue de la grâce ; elle est une invitation à la relation personnelle où chaque personne se sent unique devant le Christ, prise en compte dans sa réalité irremplaçable, pensée par le Christ et valorisée de manière directe et exclusive : « Ce cœur très adorable et très aimable de notre Maître tout ardent de l’amour qu’Il nous porte, cœur auquel nous verrons tous nos noms inscrits […]. Ce sera un sujet de très grande consolation que nous soyons si chèrement aimés de Notre Seigneur qu’Il nous porte toujours en son cœur ».[104] Ce nom propre écrit dans le Cœur du Christ est la manière dont Saint François de Sales veut symboliser jusqu’à quel point l’amour du Christ pour chacun n’est pas générique ni abstrait, mais personnel, où le croyant se sent valorisé et reconnu pour lui-même : « Que ce Ciel est beau maintenant que le Sauveur y sert de soleil, et la poitrine d’icelui d’une source d’amour de laquelle les bienheureux boivent à souhait ! Chacun se va regarder là-dedans et y voit son nom écrit d’un caractère d’amour que le seul amour peut lire, et que le seul amour a gravé. Dieu, ma chère fille, les nôtres n’y seront-ils pas ? Si seront sans doute ; car bien que notre cœur n’a pas l’amour, il y a néanmoins le désir de l’amour ».[105]
116. Il considère cette expérience comme fondamentale pour une vie spirituelle qui place cette conviction parmi les grandes vérités de la foi : « Oui, ma très chère fille, Il pense en vous ; et non seulement en vous, mais au moindre cheveu de votre tête : c’est un article de foi et n’en faut nullement douter ». [106] La conséquence est que le croyant devient capable de s’abandonner complètement dans le Cœur du Christ où il trouve repos, consolation et force : « Ô Dieu ! Quel bonheur d’être ainsi entre les bras et les mamelles du Sauveur. […] Demeurez ainsi, chère fille ; et comme un autre petit saint Jean, tandis que les autres mangent à la table du Sauveur diverses viandes, reposez et penchez par une toute simple confiance votre tête, votre âme, votre esprit sur la poitrine amoureuse de ce cher Seigneur ».[107] « J’espère que vous serez dans la caverne de la tourterelle et au côté percé de notre cher Sauveur. [...] Que ce Seigneur est bon, ma chère fille, que son cœur est aimable ! Demeurons là en ce saint domicile ».[108]
117. Mais, fidèle à son enseignement sur la sanctification dans la vie ordinaire, il propose que cela soit vécu au milieu des activités, des tâches et des devoirs quotidiens : « Vous me demandez comment les âmes qui sont attirées en l’oraison à cette sainte simplicité et ce parfait abandonnement à Dieu se doivent conduire en toutes leurs actions ? Je réponds que, non seulement en l’oraison, mais en la conduite de toute leur vie, elles doivent marcher invariablement en esprit de simplicité, abandonnant et remettant toute leur âme, leurs actions et leurs succès au bon plaisir de Dieu, par un amour de parfaite et très absolue confiance, se délaissant à la merci et au soin de l’amour éternel que la divine Providence a pour elles ».[109]
118. Pour toutes ces raisons, lorsqu’il s’agit de penser à un symbole qui puisse résumer sa proposition de vie spirituelle, il conclut : « J’ai pensé, ma chère Mère, si vous en êtes d’accord, qu’il nous faut prendre pour armes un unique cœur percé de deux flèches enfermé dans une couronne d’épines ».[110]
UNE NOUVELLE DECLARATION D’AMOUR
119. Les événements de Paray-le-Monial, à la fin du XVIIème siècle, se sont déroulés sous l’influence salutaire de cette spiritualité salésienne. Sainte Marguerite-Marie Alacoque a fait le récit d’importantes apparitions entre la fin de décembre 1673 et juin 1675. De la première grande apparition, ressort essentiellement une déclaration d’amour. Jésus dit : « Mon divin Cœur est si passionné d’amour pour les hommes, et pour toi en particulier, que, ne pouvant plus contenir en lui-même les flammes de son ardente charité, il faut qu’il les répande par ton moyen et qu’il se manifeste à eux pour les enrichir de ses précieux trésors que je te découvre ».[111]
120. Sainte Marguerite-Marie résume cela avec force et ferveur : « Il me découvrit les merveilles de son amour et les secrets inexplicables de son Sacré Cœur qu’Il m’avait toujours tenus cachés, jusqu’alors qu’Il me l’ouvrit pour la première fois, mais d’une manière si effective et sensible qu’Il ne me laissa aucun lieu d’en douter ».[112] Dans les uelligures suivantes, la beauté de ce message est réaffirmée : « Il me découvrit les merveilles inexplicables de son pur amour, et jusqu’à uell excès il l’avait porté d’aimer les hommes ». [113]
121. Cette reconnaissance intense de l’amour de Jésus-Christ que sainte Marguerite-Marie nous a transmise nous offre de précieux stimulants pour notre union avec Lui. Cela ne signifie pas que nous nous sentions obligés d’accepter ou d’assumer tous les détails de cette proposition spirituelle, où, comme c’est souvent le cas, l’action divine est mêlée à des éléments humains liés à nos désirs, à nos préoccupations et à nos images intérieures.[114] Il faut toujours la relire à la lumière de l’Évangile et de la riche tradition spirituelle de l’Église, en reconnaissant tout le bien qu’elle a fait à tant de sœurs et de frères. Cela nous permet de reconnaître les dons de l’Esprit Saint dans cette uelligur de foi et d’amour. Plus que les détails, le noyau du message qui nous est transmis peut se résumer dans ces mots que sainte Marguerite-Marie a entendus : « Voilà ce Cœur qui a tant aimé les hommes, qu’Il n’a rien épargné jusqu’à s’épuiser et se consommer pour leur témoigner son amour ».[115]
122. Cette manifestation est une invitation à grandir dans la rencontre avec le Christ grâce à une confiance sans réserve, jusqu’à atteindre une union pleine et définitive : « Il faut que ce divin Cœur de Jésus soit tellement substitué en la place du nôtre que Lui seul vive et agisse en nous et pour nous ; que sa volonté […] puisse agir absolument sans résistance de notre part ; et enfin que ses affections, ses pensées et ses désirs soient en la place des nôtres, mais surtout son amour, qui s’aimera Lui-même en nous et pour nous. Et ainsi, cet aimable Cœur nous étant tout en toute chose, nous pourrons dire avec saint Paul que nous ne vivons plus, mais que c’est Lui qui vit en nous ».[116]
123. Elle présente dans le premier message reçu cette expérience de manière plus personnelle, plus concrète, pleine de feu et de tendresse : « Il me demanda mon cœur, lequel je le suppliai de prendre, ce qu’Il fit, et le mit dans le sien adorable, dans lequel Il me le fit voir comme un petit atome qui se consommait dans cette ardente fournaise ».[117]
124. À un autre moment, nous constatons que celui qui se donne à nous c’est le Christ ressuscité, plein de gloire, de vie et de lumière. Certes, Il parle ailleurs des souffrances endurées pour nous et de l’ingratitude qu’Il reçoit ; mais ici ce ne sont ni le sang ni les blessures souffrantes qui ressortent, mais la lumière et le feu du Vivant. Les plaies de la Passion ne disparaissent pas mais sont uelligures. Le Mystère pascal est ainsi exprimé dans son intégralité : « Et une fois, entre les autres, que le saint Sacrement était exposé, […] Jésus-Christ, mon doux Maître, se présenta à moi, tout éclatant de gloire avec ses cinq plaies brillantes comme cinq soleils, et de cette sacrée humanité sortaient des flammes de toutes parts, mais surtout de son adorable poitrine qui ressemblait une fournaise; et s’étant ouverte, me découvrit son tout aimant et tout aimable Cœur qui était la vive source de ces flammes. Ce fut alors qu’Il me découvrit les merveilles inexplicables de son pur amour, et jusqu’à uell excès il l’avait porté, d’aimer les hommes, don’t Il ne recevait que des ingratitudes et méconnaissances ».[118]
SAINT CLAUDE DE LA COLOMBIERE
125. Lorsque saint Claude de La Colombière prend connaissance des expériences de sainte Marguerite-Marie, il s’en fait immédiatement le défenseur et le diffuseur. Il a joué un rôle particulier dans la compréhension et la diffusion de cette dévotion au Sacré-Cœur, mais aussi dans son interprétation à la lumière de l’Évangile.
126. Certaines expressions de sainte Marguerite-Marie mal comprises pourraient conduire à une trop grande confiance dans les sacrifices et offrandes personnels. Or, saint Claude montre que la contemplation du Cœur du Christ, si elle est authentique, ne provoque pas de complaisance en soi-même ni de vaine gloire dans les expériences ou les efforts humains, mais un abandon indescriptible dans le Christ qui remplit la vie de paix, de sécurité et de résolutions. Cette confiance absolue, il l’a très bien exprimée dans une célèbre prière :
« Pour moi, mon Dieu je suis si persuadé que vous veillez sur ceux qui espèrent en vous, je suis si persuadé qu’on ne peut manquer de rien quand on attend tout de vous, que j’ai résolu de vivre à l’avenir sans aucun souci, et de me décharger sur vous de toutes mes inquiétudes […]. Jamais je ne perdrai mon espérance, je la conserverai jusqu’au dernier moment de ma vie et tous les démons de l’enfer feront à ce moment de vains efforts pour me l’arracher […]. Que les uns attendent leur bonheur ou de leurs richesses, ou de leurs talents ; que les autres s’appuient ou sur l’innocence de leur vie, ou sur la rigueur de leurs pénitences, ou sur le nombre de leurs aumônes, ou sur la ferveur de leurs prières, […] pour moi, Seigneur, toute ma confiance, c’est ma confiance même : cette confiance ne trompe jamais personne […]. Je suis donc assuré que je serai éternellement heureux, parce que j’espère fermement de l’être, et que c’est de vous, ô mon Dieu, que je l’espère ». [119]
127. Saint Claude écrit une note en janvier 1677, précédée de quelques lignes évoquant la certitude qu’il a de sa mission : « J’ai reconnu que Dieu voulait que je le servisse en procurant l’accomplissement de ses désirs touchant la dévotion qu’Il a suggérée à une personne à qui Il se communique fort confidemment, et pour laquelle Il a bien voulu se servir de ma faiblesse ».[120]
128. Il est important de noter comment, dans la spiritualité de La Colombière, se trouve une belle synthèse entre la riche et magnifique expérience spirituelle de sainte Marguerite-Marie et la contemplation très concrète des Exercices ignatiens. Il écrit au début de la troisième semaine du mois des Exercices : « Deux choses m’ont extrêmement touché. La première, c’est la disposition avec laquelle Jésus-Christ alla au-devant de ceux qui le cherchaient […]. Son cœur est plongé dans une horrible amertume, toutes les passions sont déchainées au-dedans de lui, toute la nature est déconcertée, et à travers tous ces désordres, toutes ces tentations, le cœur se porte droit à Dieu, ne fait pas un faux pas, ne balance point à prendre le parti que la vertu et la plus haute vertu lui suggère […]. La seconde chose, c’est la disposition de ce même cœur à l’égard de Judas qui le trahissait, des Apôtres qui l’abandonnaient lâchement, des Prêtres et des autres qui étaient les auteurs de la persécution qu’il souffrait ; il est certain que tout cela ne fut pas capable d’exciter en lui le moindre ressentiment de haine ou d’indignation […]. Je me représente donc ce cœur sans fiel, sans aigreur, plein d’une véritable tendresse pour ses ennemis ».[121]
SAINT CHARLES DE FOUCAULD ET SAINTE THÉRÈSE DE L’ENFANT JÉSUS
129. Saint Charles de Foucauld et Sainte Thérèse de l’Enfant Jésus ont involontairement remodelé certains éléments de la dévotion au Cœur du Christ, nous aidant à la comprendre, toujours plus fidèlement à l’Évangile. Voyons comment cette dévotion s’est exprimée dans leur vie. Dans le prochain chapitre, nous reviendrons à eux pour montrer l’originalité de la dimension missionnaire qu’ils ont tous deux développée de manière différente.
Iesus Caritas
130. Saint Charles de Foucauld visitait un jour à Louÿe le Saint Sacrement avec sa cousine, Madame de Bondy, et elle lui montra une image du Sacré-Cœur.[122] Cette cousine joua un rôle déterminant dans la conversion de Charles, comme il le reconnaît lui-même : « Puisque le Bon Dieu vous a fait le premier instrument de ses miséricordes à mon égard, c’est de vous qu’elles découlent toutes : si vous ne m’aviez pas converti, ramené à Jésus, appris petit à petit, comme mot à mot tout ce qui est pieux et bon, en serais-je là aujourd’hui? ».[123] Mais ce qu’elle éveilla en lui, c’est la conscience brûlante de l’amour de Jésus. Tout était là, c’était le plus important. Et cela se focalisa en particulier sur la dévotion au Cœur du Christ où il découvrit une miséricorde sans limites : « Espérons dans la miséricorde infinie de Celui dont vous m’avez fait connaître le Sacré-Cœur ».[124]
131. Ensuite, son directeur spirituel, l’abbé Henri Huvelin, l’aida à approfondir ce précieux mystère : « Ce cœur béni dont vous m’avez parlé si souvent ».[125] Le 6 juin 1889, Charles se consacra au Sacré-Cœur où il trouva un amour très tendre et très absolu. Il dit au Christ : « Vous m’avez tellement comblé de bienfaits qu’il me semble que ce serait être ingrat envers votre cœur que de ne pas croire qu’il est prêt à me combler de tout bien, si grand qu’il soit, et que son amour comme sa libéralité sont sans mesure ».[126] Il sera le premier ermite « sous le nom du Sacré-Cœur ».[127]
132. Le 17 mai 1906, le jour même où frère Charles, seul, ne peut plus célébrer la messe, il écrit avoir promis : « Laisser vivre en moi le cœur de Jésus, pour que ce ne soit plus moi qui vive, mais le Cœur de Jésus qui vive en moi, comme il vivait à Nazareth ».[128] Son amitié avec Jésus, cœur à cœur, n’avait rien d’une dévotion intimiste. Elle était la racine de cette vie dépouillée de Nazareth par laquelle Charles voulait imiter le Christ et se configurer à Lui. Cette tendre dévotion au Cœur du Christ eut des conséquences très concrètes sur son mode de vie, et son Nazareth s’est nourri de cette relation très personnelle avec le Cœur du Christ.
Sainte Thérèse de l’Enfant Jésus
133. Comme saint Charles de Foucauld, sainte Thérèse de l’Enfant Jésus a respiré l’immense dévotion qui inonda la France au XIXème siècle. L’abbé Pichon, considéré comme un grand apôtre du Sacré-Cœur, était le directeur spirituel de sa famille. Une des sœurs de Thérèse prit comme nom de religion “Marie du Sacré-Cœur” et le monastère dans lequel la sainte entra était voué au Sacré-Cœur. Cependant, sa dévotion prit certaines caractéristiques propres, au-delà des formes dans lesquelles elle s’exprimait à l’époque.
134. À quinze ans, elle trouva une manière de résumer sa relation avec Jésus : « Celui dont le cœur battait à l’unisson du mien ».[129] Deux ans plus tard, lorsqu’on lui parla d’un cœur couronné d’épines, elle écrivit dans une lettre : « Tu sais, moi je ne vois pas le Sacré-Cœur comme tout le monde, je pense que le cœur de mon époux est à moi seule, comme le mien est à lui seul et je lui parle alors dans la solitude de ce délicieux cœur à cœur en attendant de le contempler un jour face à face ».[130]
135. Dans une poésie, elle exprime le sens de sa dévotion, faite plus d’amitié et de confiance que de sécurité dans ses propres sacrifices :
« J’ai besoin d’un cœur brûlant de tendresse
Restant mon appui sans aucun retour
Aimant tout en moi, même ma faiblesse…
Ne me quittant pas, la nuit et le jour. [...]
Il me faut un Dieu prenant ma nature
Devenant mon frère et pouvant souffrir ! [...]
Ah ! je le sais bien, toutes nos justices
N’ont devant tes yeux aucune valeur [...].
Et moi je choisis pour mon purgatoire
Ton Amour brûlant, ô Cœur de mon Dieu ».[131]
136. Le texte le plus important pour comprendre le sens de sa dévotion au Cœur du Christ est sans doute la lettre qu’elle écrivit, trois mois avant sa mort, à son ami Maurice Bellière : « Lorsque je vois Madeleine s’avancer devant les nombreux convives, arroser de ses larmes les pieds de son Maître adoré, qu’elle touche pour la première fois ; je sens que son cœur a compris les abîmes d’amour et de miséricorde du Cœur de Jésus, et que toute pécheresse qu’elle est ce Cœur d’amour est non seulement disposé à lui pardonner, mais encore à lui prodiguer les bienfaits de son intimité divine, à l’élever jusqu’aux plus hauts sommets de la contemplation. Ah ! mon cher petit Frère, depuis qu’il m’a été donné de comprendre aussi l’amour du Cœur de Jésus, je vous avoue qu’il a chassé de mon cœur toute crainte. Le souvenir de mes fautes m’humilie, me porte à ne jamais m’appuyer sur ma force qui n’est que faiblesse, mais plus encore ce souvenir me parle de miséricorde et d’amour ».[132]
137. Les esprits moralisateurs, qui prétendent garder le contrôle de la miséricorde et de la grâce, diraient qu’elle pouvait écrire cela parce qu’elle était une sainte, mais qu’une pécheresse ne l’aurait pas pu. Ce faisant, ils privent la spiritualité de Thérèse de sa belle nouveauté qui reflète le cœur de l’Évangile. Il est malheureusement devenu courant, dans certains cercles chrétiens, d’essayer d’enfermer l’Esprit Saint dans un schéma qui leur permet de tout superviser. Mais ce sage Docteur de l’Église les fait taire et contredit directement cette interprétation réductrice par ces mots très clairs : « Si j’avais commis tous les crimes possibles, j’aurais toujours la même confiance, je sens que toute cette multitude d’offenses serait comme une goutte d’eau jetée dans un brasier ardent ».[133]
138. Elle répond longuement à sœur Marie qui la louait pour son amour généreux pour Dieu, amour disposé au martyre, dans une lettre qui constitue l’un des grands jalons de l’histoire de la spiritualité. Cette page devrait être lue mille fois pour sa profondeur, sa clarté et sa beauté. Thérèse aide sa sœur “du Sacré-Cœur” à ne pas centrer cette dévotion sur un aspect doloriste, certains ayant compris la réparation comme une sorte de primat des sacrifices ou des observances austères. Au contraire, elle la résume dans la confiance qui est l’offrande la plus agréable au Cœur du Christ : « Mes désirs du martyre ne sont rien, ce ne sont pas eux qui me donnent la confiance illimitée que je sens en mon cœur. Ce sont, à vrai dire, les richesses spirituelles qui rendent injuste, lorsqu’on s’y repose avec complaisance et que l’on croit qu’ils sont quelque chose de grand. [...] Ce qui lui plaît, c’est de me voir aimer ma petitesse et ma pauvreté, c’est l’espérance aveugle que j’ai en sa miséricorde… Voilà mon seul trésor. [...] Si vous désirez sentir de la joie avoir de l’attrait pour la souffrance, c’est votre consolation que vous cherchez […]. Comprenez que pour aimer Jésus, être sa victime d’amour, plus on est faible, sans désirs, ni vertus, plus on est propre aux opérations de cet Amour consumant et transformant. [...] Oh ! que je voudrais pouvoir vous faire comprendre ce que je sens !... C’est la confiance et rien que la confiance qui doit nous conduire à l’Amour ».[134]
139. Il est possible de voir dans nombre de ses textes sa lutte contre des formes de spiritualité trop centrées sur l’effort humain, sur le mérite propre, sur l’offrande de sacrifices, sur certaines observances pour “gagner le ciel”. Pour elle, « le mérite ne consiste pas à faire ni à donner beaucoup, mais plutôt à recevoir ».[135] Relisons quelques textes très significatifs où elle insiste sur cette voie qui est un moyen simple et rapide de gagner le Seigneur par le cœur.
140. Elle écrit à sa sœur Léonie : « Je t’assure que le Bon Dieu est bien meilleur que tu le crois. Il se contente d’un regard, d’un soupir d’amour… Pour moi je trouve la perfection bien facile à pratiquer, parce que j’ai compris qu’il n’y a qu’à prendre Jésus par le Cœur... Regarde un petit enfant, qui vient de fâcher sa mère [...] s’il vient lui tendre ses petits bras en souriant et disant : “Embrasse-moi, je ne recommencerai plus”. Est-ce que sa mère pourra ne pas le presser contre son cœur avec tendresse et oublier ses malices enfantines ?... Cependant elle sait bien que son cher petit recommencera à la prochaine occasion, mais cela ne fait rien, s’il la prend encore par le cœur jamais il ne sera puni ».[136]
141. Dans une lettre à l’abbé Roulland elle dit : « Ma voie est toute de confiance et d’amour, je ne comprends pas les âmes qui ont peur d’un si tendre Ami. Parfois lorsque je lis certains traités spirituels où la perfection est montrée à travers mille entraves, environnée d’une foule d’illusions, mon pauvre petit esprit se fatigue bien vite, je ferme le savant livre qui me casse la tête et me dessèche le cœur et je prends l’Écriture Sainte. Alors tout me semble lumineux, une seule parole découvre à mon âme des horizons infinis, la perfection me semble facile, je vois qu’il suffit de reconnaître son néant et de s’abandonner comme un enfant dans les bras du Bon Dieu ». [137]
142. Et s’adressant à l’abbé Bellière à propos d’un père de famille elle dit : « Je ne crois pas que le cœur de l’heureux père puisse résister à la confiance filiale de son enfant dont il connaît la sincérité et l’amour. Il n’ignore pas cependant que plus d’une fois son fils retombera dans les mêmes fautes, mais il est disposé à lui pardonner toujours, si toujours son fils le prend par le cœur ».[138]
RESONANCES DANS LA COMPAGNIE DE JESUS
143. Nous avons vu comment saint Claude de La Colombière avait relié l’expérience spirituelle de sainte Marguerite-Marie à la proposition des Exercices spirituels. Je crois que la place du Sacré-Cœur dans l’histoire de la Compagnie de Jésus mérite une brève mention.
144. La spiritualité de la Compagnie de Jésus a toujours proposé une « connaissance intérieure du Seigneur, afin [de] l’aimer et le suivre davantage ».[139] Saint Ignace nous invite dans ses Exercices Spirituels à nous mettre devant l’Évangile qui nous dit : « Le côté [de Jésus] fut blessé par la lance, et il en coula de l’eau et du sang ».[140] Lorsque le retraitant se trouve devant le côté blessé du Christ, Ignace lui propose d’entrer dans son cœur. C’est une manière de faire mûrir le cœur sous la conduite d’un “maître des affections”, selon l’expression utilisée par saint Pierre Fabre dans l’une de ses lettres à saint Ignace.[141] Le Père jésuite Juan Alfonso de Polanco le mentionne également dans sa biographie de saint Ignace : « [le Cardinal Contarini] reconnut avoir trouvé chez le Père Ignace un maître des affections ».[142] Les entretiens que propose saint Ignace sont une partie essentielle de cette éducation du cœur, parce qu’ils font sentir et goûter avec le cœur le message de l’Évangile ; et en parler avec le Seigneur. Saint Ignace affirme que nous pouvons dire au Seigneur ce qui nous concerne et Lui demander son conseil. Chaque retraitant peut reconnaître, dans les Exercices, un dialogue cœur à cœur.
145. Saint Ignace termine ses contemplations au pied du Crucifix en invitant le retraitant à s’adresser avec grande affection au Seigneur crucifié, Lui demandant « comme un ami parle à un ami ou un serviteur à son seigneur » ce qu’il devra faire pour Lui.[143] L’itinéraire des Exercices culmine dans la « Contemplation pour parvenir à l’amour », d’où découlent l’action de grâce et l’offrande de « la mémoire, de l’intelligence et de la volonté » au Cœur qui est source et origine de tout bien.[144] Cette connaissance intérieure du Seigneur ne se construit pas à partir de nos capacités et de nos efforts, mais elle se demande comme don.
146. Cette même expérience sera faite par une longue chaîne de prêtres jésuites qui font explicitement référence au Cœur de Jésus, comme saint François de Borgia, saint Pierre Favre, saint Alonso Rodriguez, le Père Alvarez de Paz, le Père Vincenzo Caraffa, le Père Kasper Druźbicki et bien d’autres. En 1883, les jésuites déclarent « que la Compagnie de Jésus accepte et reçoit avec un esprit débordant de joie et de gratitude le très doux fardeau que lui a confié notre Seigneur Jésus-Christ de pratiquer, de promouvoir et de propager la dévotion à son divin Cœur ».[145] En décembre 1871, le Père Pieter Jan Beckx consacre la Compagnie au Sacré-Cœur de Jésus et, pour témoigner que cela a toujours fait partie intégrante de la vie de la Compagnie, le Père Pedro Arrupe le fait de nouveau en 1972, avec une conviction exprimée en ces termes : « Je veux dire à la Compagnie quelque chose que j’estime ne pas devoir taire. Depuis mon noviciat, j’ai toujours été convaincu que ce que nous appelons la dévotion au Sacré-Cœur contient une expression symbolique du plus profond de l’esprit ignatien, et une efficacité extraordinaire - ultra quam speraverint - tant pour sa propre perfection que pour sa fécondité apostolique. Je suis toujours convaincu de la même chose. […] Dans cette dévotion, je trouve une des sources les plus intimes de ma vie intérieure ».[146]
147. Lorsque saint Jean-Paul II invitait « tous les membres de la Compagnie à promouvoir avec plus de zèle encore cette dévotion qui correspond plus que jamais aux attentes de notre temps », il le faisait parce qu’il reconnaissait les liens intimes entre la dévotion au Cœur du Christ et la spiritualité ignatienne, car « le désir de “connaître intimement le Seigneur” et de “faire un colloque” avec lui, cœur à cœur, est caractéristique, grâce aux Exercices spirituels, du dynamisme spirituel et apostolique ignacien, tout entier au service de l’amour du Cœur de Dieu ».[147]
UN LONG COURANT DE VIE INTERIEURE
148. La dévotion au Cœur du Christ réapparaît dans l’itinéraire spirituel de nombreux saints très différents les uns des autres, et cette dévotion revêt chez chacun d’eux des aspects nouveaux. Saint Vincent de Paul, par exemple, disait que ce que Dieu veut, c’est le cœur : « Dieu demande principalement le cœur, le cœur, et c’est le principal. D’où vient qu’un qui n’aura pas de bien méritera plus que celui qui aura de grandes possessions auxquelles il renonce ? Parce que celui qui n’a rien y va avec plus d’affection ; et c’est ce que Dieu veut particulièrement... ».[148] Cela implique d’accepter d’unir son cœur à celui du Christ : « Une fille qui fait tout ce qu’elle peut faire pour mettre son cœur en état d’être uni à celui de Notre Seigneur, […] quelle bénédiction ne doit elle pas espérer de Dieu ».[149]
149. Nous sommes parfois tentés de considérer ce mystère d’amour comme un fait admirable du passé, comme une belle spiritualité d’autrefois. Or nous devons toujours nous rappeler, comme le disait un saint missionnaire, que « ce cœur divin, qui a supporté d’être transpercé par une lance ennemie afin de répandre, par cette ouverture sacrée, les sacrements par lesquels l’Église a été formée, n’a jamais cessé d’aimer ».[150] D’autres saints plus récents, comme saint Pio de Pietrelcina, sainte Teresa de Calcutta et bien d’autres, parlent avec profonde dévotion du Cœur du Christ. Et je voudrais aussi rappeler les expériences de sainte Faustine Kowalska qui propose à nouveau la dévotion au Cœur du Christ en mettant fortement l’accent sur la vie glorieuse du Ressuscité et sur la miséricorde divine. À la suite de quoi, motivé par ces expériences de cette sainte et puisant dans l’héritage spirituel de l’évêque saint Józef Sebastian Pleczar (1842-1924),[151] saint Jean-Paul II rattache étroitement sa réflexion sur la miséricorde à la dévotion au Cœur du Christ : « L’Église semble professer et vénérer d’une manière particulière la miséricorde de Dieu quand elle s’adresse au cœur du Christ. En effet, nous approcher du Christ dans le mystère de son cœur nous permet de nous arrêter sur ce point […] de la révélation de l’amour miséricordieux du Père, qui a constitué le contenu central de la mission messianique du Fils de l’homme ».[152] Le même saint Jean-Paul II, se référant au Sacré-Cœur, reconnait de façon très personnelle : « Il m’a parlé dès mon plus jeune âge ».[153]
150. L’actualité de la dévotion au Cœur du Christ est manifeste en particulier dans l’œuvre évangélisatrice et éducative de nombreuses congrégations religieuses féminines et masculines qui ont été marquées, dès leurs origines, par cette expérience spirituelle christologique. Les citer toutes serait une tâche interminable. Voici seulement deux exemples pris au hasard : « Le Fondateur [S. Daniele Comboni] trouva dans le mystère du Cœur de Jésus la force de son engagement missionnaire ».[154] « Poussées par l’amour du Cœur de Jésus, nous cherchons à faire grandir les personnes dans leur dignité humaine, comme fils et filles de Dieu, à partir de l’Évangile et de ses exigences d’amour, de pardon, de justice et de solidarité avec les pauvres et les marginalisés ».[155] De même, les sanctuaires consacrés au Cœur du Christ, répandus dans le monde entier, sont une source attirante de spiritualité et de ferveur. À tous ceux qui, d’une manière ou d’une autre, se rendent en ces lieux de foi et de charité, j’adresse ma bénédiction paternelle.
LA DÉVOTION DE LA CONSOLATION
151. La blessure du côté d’où jaillit l’eau vive est encore ouverte chez le Christ ressuscité. Cette large blessure faite par la lance, ainsi que les blessures de la couronne d’épines qui apparaissent souvent dans les représentations du Sacré-Cœur, sont inséparables de cette dévotion. Nous contemplons en elles l’amour de Jésus-Christ qui fut capable de se donner jusqu’au bout. Le cœur du Ressuscité conserve ces signes du don total qui entraîna une intense souffrance pour nous. Il est donc en quelque sorte inévitable que le croyant veuille réagir non seulement à ce grand amour, mais aussi à la douleur que le Christ a accepté d’endurer pour tant d’amour.
Avec Lui sur la Croix
152. Il vaut la peine de mentionner cette expression de l’expérience spirituelle qui s’est développée autour du Cœur du Christ : le désir intérieur de Le consoler. Je n’aborderai pas ici la pratique de la “réparation” que je considère mieux placée dans le contexte de la dimension sociale de cette dévotion et que je développerai dans le chapitre suivant. Pour l’instant, je voudrais seulement me concentrer sur ce désir qui apparaît souvent dans le cœur du croyant amoureux lorsqu’il contemple le mystère de la Passion du Christ et qu’il la vit comme un mystère, non pas seulement rappelé mais, par grâce rendu présent, ou mieux, nous rendant mystiquement présents à ce moment rédempteur. Comment ne pas vouloir consoler le Bien-aimé, s’Il est le plus important ?
153. Le Pape Pie XI a voulu justifier cela en nous invitant à reconnaître que le mystère de la Rédemption par la Passion du Christ transcende, par la grâce de Dieu, toutes les distances de temps et d’espace. S’Il s’est donné sur la croix pour les péchés à venir, les nôtres ; de la même manière nos actes offerts aujourd’hui pour sa consolation parviennent, par-delà le temps, jusqu’à son cœur blessé : « Si, à cause de nos péchés futurs, mais prévus, l’âme du Christ devint triste jusqu’à la mort, elle a, sans nul doute, recueilli quelque consolation, prévue elle aussi, de nos actes de réparation, alors qu’un ange venant du ciel (Lc 22, 43) lui apparut, pour consoler son cœur accablé de dégoût et d’angoisse. Ainsi donc, ce cœur sacré incessamment blessé par les péchés d’hommes ingrats, nous pouvons maintenant, et même nous devons, le consoler d’une manière mystérieuse, mais réelle ».[156]
Les raisons du cœur
154. Il pourrait sembler que cette expression de dévotion n’ait pas de support théologique suffisant. Mais en réalité le cœur a ses raisons. Le sensus fidelium perçoit qu’il y a là quelque chose de mystérieux qui dépasse notre logique humaine, et que la Passion du Christ n’est pas un simple fait du passé : nous pouvons y participer par la foi. Méditer le don de soi du Christ sur la croix est plus qu’un simple souvenir pour la piété des fidèles. Cette conviction est solidement fondée dans la théologie.[157] À cela s’ajoute la conscience de notre péché qu’Il a porté sur ses épaules blessées, et de notre insuffisance devant tant d’amour qui nous dépasse toujours infiniment.
155. Quoi qu’il en soit, nous nous demandons comment il est possible d’être en relation avec le Christ vivant, ressuscité, pleinement heureux, et en même temps de le consoler dans sa Passion. Il convient de considérer que le Cœur ressuscité conserve sa blessure comme un souvenir constant, et que l’action de la grâce provoque une expérience qui n’est pas entièrement contenue dans l’instant chronologique. Ces deux convictions nous permettent d’admettre que nous nous trouvons sur un chemin mystique qui dépasse les tentatives de la raison et exprime ce que la Parole de Dieu elle-même nous suggère : « Mais – écrivait le Pape Pie XI – quelle consolation peuvent apporter au Christ régnant dans la béatitude céleste ces rites expiatoire ? Nous répondrons avec Saint Augustin : “Prenez une personne qui aime : elle comprendra ce que je dis.” Toute âme aimant Dieu avec ferveur, quand elle regarde le passé, peut voir et contempler dans ses méditations le Christ travaillant pour l’homme, affligé, souffrant les plus dures épreuves “pour nous les hommes et pour notre salut”, presque abattu par la tristesse, l’angoisse et les opprobres ; bien plus, “écrasé à cause de nos fautes” (Is 53, 5), dans ses blessures nous trouvons la guérison. Tout cela, les âmes pieuses ont d’autant plus de raison de le méditer que ce sont les péchés et les crimes des hommes commis en n’importe quel temps qui ont causé la mort du Fils de Dieu ».[158]
156. Cet enseignement de Pie XI mérite d’être pris en considération. En effet, lorsque l’Écriture affirme que les croyants qui ne vivent pas en accord avec leur foi « crucifient pour leur compte le Fils de Dieu » (He 6, 6), ou que lorsque j’endure les souffrances pour les autres « je complète en ma chair ce qui manque aux épreuves du Christ » (Col 1, 24), ou que le Christ durant sa Passion a prié non seulement pour ses disciples d’alors, mais « pour ceux qui, grâce à leur parole, croiront en Lui » (Jn 17, 20), elle dit une chose qui brise nos schémas limités. Elle nous montre qu’il n’est pas possible d’établir un avant et un après sans aucun lien, même si notre pensée ne sait pas comment l’expliquer. L’Évangile n’est pas seulement à réfléchir ou à remémorer dans ses différents aspects, mais à vivre, tant dans les œuvres d’amour que dans l’expérience intérieure. Et cela vaut surtout pour le mystère de la mort et de la résurrection du Christ. Les séparations temporelles que notre esprit utilise ne semblent pas contenir la vérité de cette expérience croyante dans laquelle se fusionnent l’union avec le Christ souffrant et, en même temps, la force, la consolation et l’amitié dont nous jouissons avec le Ressuscité.
157. Voyons alors l’unité du Mystère pascal dans ses deux aspects inséparables qui s’éclairent mutuellement. Ce Mystère unique, rendu présent par la grâce dans ses deux dimensions, fait que nos souffrances sont illuminées et transfigurées par la lumière pascale de l’amour, alors même que nous cherchons à offrir quelque chose au Christ pour le consoler. Nous participons à ce Mystère dans notre vie concrète parce que, par avance, le Christ a voulu participer à notre vie, Il a voulu par avance vivre en tant que tête ce que son Corps ecclésial allait vivre, tant dans les blessures que dans les consolations. Lorsque nous vivons dans la grâce de Dieu, cette participation mutuelle devient une expérience spirituelle. En définitive, le Ressuscité par l’action de sa grâce nous permet d’être mystérieusement unis à sa Passion. Les cœurs croyants qui font l’expérience de la joie de la résurrection le savent, mais ils désirent en même temps participer au destin de leur Seigneur. Ils sont prêts à cette participation par les souffrances, les peines, les déceptions et les peurs qui font partie de leur vie. Ils ne vivent pas ce Mystère dans la solitude parce que ces blessures sont également une participation au destin du Corps mystique du Christ qui marche au milieu du peuple saint de Dieu. Celui-ci porte en lui le destin du Christ en tout temps et en tout lieu de l’histoire. La dévotion de consolation n’est pas anhistorique ni abstraite, elle se fait chair et sang dans le cheminement de l’Église.
La Componction
158. Le désir nécessaire de consoler le Christ, qui naît de la souffrance en contemplant ce qu’Il a enduré pour nous, se nourrit aussi de la reconnaissance sincère de nos servitudes, de nos attachements, de nos manques de joie dans la foi, de nos vaines recherches et, au-delà de nos péchés concrets, de la non correspondance de nos cœurs à son amour et à son projet. Cette expérience nous purifie car l’amour a besoin de la purification des larmes qui, en fin de compte, nous rendent plus assoiffés de Dieu et moins obsédés de nous-mêmes.
159. Nous voyons ainsi que plus le désir de consoler le Seigneur est profond, plus la componction du cœur croyant est profonde. Celle-ci « n’est pas un sentiment de culpabilité qui abat, ni un scrupule qui paralyse, mais une piqûre salutaire qui brûle à l’intérieur et guérit, parce que le cœur, lorsqu’il voit son mal et se reconnaît pécheur, s’ouvre, accueille l’action de l’Esprit Saint, eau vive qui l’émeut et fait couler des larmes sur son visage [...]. Il ne s’agit pas de pleurer sur nous-mêmes, comme nous sommes souvent tentés de le faire. [...] Avoir des larmes de componction c’est au contraire nous repentir sérieusement d’avoir attristé Dieu par le péché ; c’est reconnaître que nous sommes toujours en dette et jamais en crédit [...]. Comme la goutte creuse la pierre, les larmes creusent lentement les cœurs endurcis. On assiste ainsi au miracle de la tristesse, de la bonne tristesse, qui conduit à la douceur [...]. La componction n’est pas tant le fruit de notre exercice, mais elle est une grâce et, comme telle, doit être demandée dans la prière ».[159] Il s’agit de « demander […] la douleur avec le Christ douloureux ; l’accablement avec le Christ accablé, les larmes, et la peine intérieure pour la peine si grande que le Christ a enduré pour moi ».[160]
160. Je demande donc que personne ne se moque des expressions de ferveur croyante du peuple saint et fidèle de Dieu qui, dans sa piété populaire, cherche à consoler le Christ. Et j’invite chacun à se demander s’il n’y a pas davantage de rationalité, de vérité et de sagesse dans certaines manifestations de cet amour qui cherche à consoler le Seigneur que dans les froids, distants, calculés et minuscules actes d’amour dont nous sommes capables, nous qui prétendons posséder une foi plus réfléchie, plus cultivée, et plus mature.
Consolés pour consoler
161. Nous sommes consolés dans cette contemplation du Cœur du Christ donné jusqu’au bout. La douleur que nous ressentons dans notre cœur cède la place à une confiance totale, et il ne reste à la fin que de la gratitude, de la tendresse, de la paix, son amour régnant dans notre vie. La componction « ne provoque pas d’angoisse mais soulage l’âme de ses fardeaux parce qu’elle agit dans la blessure du péché en nous disposant à recevoir la caresse du Seigneur ».[161] Et notre souffrance s’unit à celle du Christ sur la croix car affirmer que la grâce nous permet de surmonter toutes les distances c’est affirmer aussi que le Christ, lorsqu’il souffrait, s’unissait aux souffrances de ses disciples tout au long de l’histoire. Ainsi, lorsque nous souffrons, nous pouvons éprouver la consolation intérieure de savoir que le Christ lui-même souffre avec nous. Désireux de le consoler, nous en sortons consolés.
162. Mais à un moment donné de cette contemplation du cœur croyant, l’appel dramatique du Seigneur doit retentir : « Consolez, consolez mon peuple » (Is 40, 1). Et nous viennent à l’esprit les paroles de saint Paul qui nous rappelle que Dieu nous console « afin que, par la consolation que nous-mêmes recevons de Dieu, nous puissions consoler les autres en quelque tribulation que ce soit » (2 Co 1, 4).
163. Cela nous invite à chercher à approfondir la dimension communautaire, sociale et missionnaire de toute dévotion authentique au Cœur du Christ. En même temps que le Cœur du Christ nous conduit au Père, il nous envoie vers nos frères. Dans les fruits de service, de fraternité et de mission que le Cœur du Christ produit à travers nous, la volonté du Père s’accomplit. De la sorte, le cercle se referme : « C’est la gloire de mon Père que vous portiez beaucoup de fruit » (Jn 15, 8).
V
AMOUR POUR AMOUR
164. Dans les expériences spirituelles de sainte Marguerite-Marie, à côté de l’ardente déclaration d’amour de Jésus-Christ, il y a aussi une résonance intérieure qui nous appelle à donner notre vie. Se savoir aimé et mettre toute sa confiance en cet amour ce n’est pas annuler nos capacités de don de soi, ce n’est pas renoncer au désir irrépressible de donner quelque réponse à partir de nos capacités, petites et limitées.
UNE PLAINTE ET UNE REQUÊTE
165. Dans la deuxième grande manifestation à sainte Marguerite-Marie, Jésus exprime sa douleur parce que son grand amour pour les hommes ne reçoit en retour que « des ingratitudes et méconnaissances », « des froideurs et du rebut », « ce qui – dit le Seigneur – m’est beaucoup plus sensible que tout ce que j’ai souffert en ma Passion ».[162]
166. Jésus parle de sa soif d’être aimé, Il nous montre que son Cœur n’est pas indifférent à la manière dont nous réagissons à son désir : « J’ai soif, mais d’une soif si ardente d’être aimé des hommes au Saint Sacrement, que cette soif me consomme ; et je ne trouve personne qui s’efforce, selon mon désir, pour me désaltérer en rendant quelque retour à mon amour ».[163] La demande de Jésus est l’amour. Lorsque le cœur croyant le découvre, la réponse qui jaillit spontanément n’est pas une pesante quête de sacrifices ni le simple accomplissement d’un devoir pénible, mais elle concerne l’amour : « Je reçus de mon Dieu des grâces excessives de son amour, et me sentis touchée du désir de quelque retour, et de lui rendre amour pour amour ».[164] Léon XIII enseigne cela lorsqu’il écrit que, par l’image du Sacré-Cœur, la charité du Christ « nous pousse à l’aimer en retour ».[165]
PROLONGER SON AMOUR CHEZ LES FRERES
167. Nous devons revenir à la Parole de Dieu pour reconnaître que la meilleure réponse à l’amour de son cœur est l’amour pour nos frères. Il n’y a pas d’acte plus grand que nous puissions offrir pour Lui rendre amour pour amour. La Parole de Dieu le dit avec une totale clarté :
« Dans la mesure où vous l’avez fait à l’un de ces plus petits de mes frères, c’est à moi que vous l’avez fait » (Mt 25, 40).
Toute la Loi trouve sa plénitude dans un seul précepte : « Tu aimeras ton prochain comme toi-même » (Ga 5, 14).
« Nous savons, nous, que nous sommes passés de la mort à la vie, parce que nous aimons nos frères. Celui qui n’aime pas demeure dans la mort » (1 Jn 3, 14).
« Celui qui n’aime pas son frère, qu’il voit, ne saurait aimer Dieu qu’il ne voit pas » (1 Jn 4, 20).
168. L’amour pour les frères ne se fabrique pas, il n’est pas le résultat de notre effort naturel mais il exige une transformation de notre cœur égoïste. C’est alors que surgit spontanément la célèbre supplique : “Jésus, rends notre cœur semblable au tien”. C’est pour cette même raison que l’invitation de saint Paul n’est pas : “Efforcez-vous de faire de bonnes œuvres”. Son invitation est plus précisément : « Ayez entre vous les mêmes sentiments qui sont dans le Christ Jésus » (Ph 2, 5).
169. Il est bon de rappeler que, dans l’Empire romain, beaucoup de pauvres, d’étrangers et autres laissés-pour-compte trouvaient auprès des chrétiens respect, affection et attention. Cela explique le raisonnement de l’empereur apostat Julien qui se demandait pourquoi les chrétiens étaient si respectés et suivis, et qui pensait que l’une des raisons était leur engagement dans l’assistance des pauvres et des étrangers, puisque l’Empire les ignorait et les méprisait. Il était intolérable pour cet empereur que ses pauvres ne reçoivent aucune aide de sa part, alors que les chrétiens détestés, « en plus de nourrir les leurs, nourrissent encore les nôtres ».[166] Dans une lettre, il ordonna de créer des institutions caritatives pour rivaliser avec les chrétiens et attirer le respect de la société : « Établis dans chaque cité de nombreux hospices, afin que les étrangers aient à se louer de notre humanité [...]. Apprends aux amis de l’hellénisme à apporter leur contribution à de pareilles bienfaisances ».[167] Mais il n’atteignit pas son objectif, probablement parce qu’il n’y avait pas derrière ces œuvres l’amour chrétien qui permet de reconnaître à toute personne une dignité unique.
170. S’identifiant aux derniers de la société (cf. Mt 25, 31-46) « Jésus a apporté la grande nouveauté de la reconnaissance de la dignité de toute personne, aussi et surtout de ces personnes qualifiées d’“indignes”. Ce principe nouveau dans l’histoire de l’humanité, selon lequel les êtres humains sont d’autant plus “dignes” de respect et d’amour qu’ils sont plus faibles, plus misérables et plus souffrants – jusqu’à perdre leur “figure” humaine –, a changé la face du monde en donnant naissance à des institutions qui s’occupent des personnes en situation défavorisée : bébés abandonnés, orphelins, personnes âgées laissées seules, malades mentaux, personnes atteintes de maladies incurables ou de graves malformations, personnes vivant dans la rue ».[168]
171. Regarder la blessure du cœur du Seigneur qui « a pris nos infirmités et s’est chargé de nos maladies » (Mt 8, 17) nous aide à être plus attentifs aux souffrances et aux besoins des autres, nous rend assez forts pour participer à son œuvre de libération en tant qu’instruments de diffusion de son amour.[169] Lorsque nous contemplons le don du Christ pour chacun, nous nous demandons inévitablement pourquoi nous ne sommes pas capables de donner notre vie pour les autres : « À ceci nous avons connu l’Amour : celui-là a donné sa vie pour nous. Et nous devons, nous aussi, donner notre vie pour nos frères » (1 Jn 3, 16).
QUELQUES RÉSONANCES DANS L’HISTOIRE DE LA SPIRITUALITÉ
172. Ce lien entre dévotion au Cœur de Jésus et engagement envers les frères traverse l’histoire de la spiritualité chrétienne. Voyons-en quelques exemples.
Être une source pour les autres
173. À partir d’Origène, plusieurs Pères de l’Église ont interprété le texte de Jean 7, 38 – « de son sein couleront des fleuves d’eau vive » – comme se référant au croyant lui-même, bien qu’il s’agisse de la conséquence d’avoir bu au Christ. L’union au Christ n’est donc pas destinée seulement à étancher sa propre soif mais à devenir aussi une source d’eau fraîche pour les autres. Origène dit que le Christ accomplit sa promesse en faisant jaillir de nous des torrents d’eau : « L’âme de l’homme, qui est à l’image de Dieu, peut avoir en soi et produire hors de soi des puits, des sources et des fleuves ».[170]
174. Saint Ambroise recommande de s’abreuver au Christ « afin que la source d’eau abonde en toi qui jaillit pour la vie éternelle ».[171] Et Marius Victorinus affirme que l’Esprit Saint est donné en telle abondance que « celui qui le reçoit devient un sein qui déverse des fleuves d’eau vive ».[172] Saint Augustin dit que ce fleuve qui jaillit du croyant est la bienveillance.[173] Saint Thomas d’Aquin réaffirme cette idée en soutenant que lorsque quelqu’un « s’empresse de communiquer aux autres les divers dons de grâce qu’il a reçus de Dieu, l’eau vive jaillit de son sein ».[174]
175. En effet, si « le sacrifice de la croix, offert avec un cœur aimant et obéissant, présente une satisfaction surabondante et infinie »[175], l’Église qui naît du Cœur du Christ prolonge et communique en tout temps et en tout lieu les effets de cette unique Passion rédemptrice qui conduit les personnes à l’union directe avec le Seigneur.
176. Au sein de l’Église, la médiation de Marie, mère qui intercède, ne peut être comprise que « comme une participation à l’unique source qu’est la médiation du Christ lui-même »,[176] l’unique Rédempteur. « Ce rôle subordonné de Marie, l’Église le professe sans hésitation ».[177] La dévotion au cœur de Marie n’entend pas affaiblir l’adoration unique due au Cœur du Christ, mais la stimuler : « Le rôle maternel de Marie à l’égard des hommes n’offusque et ne diminue en rien cette unique médiation du Christ : il en manifeste au contraire la vertu ».[178] Grâce à l’immense source qui jaillit du côté ouvert du Christ, l’Église, Marie et tous les croyants, deviennent de diverses manières des canaux d’eau vive. Le Christ déploie, de cette manière, sa gloire dans notre petitesse.
Fraternité et mystique
177. Saint Bernard, alors qu’il invite à l’union avec le Cœur du Christ, utilise la richesse de cette dévotion pour proposer un changement de vie fondé sur l’amour. Il croit possible de transformer l’affectivité, esclave des plaisirs dont on ne se libère pas par une obéissance aveugle à un commandement mais par la réponse à la douceur de l’amour du Christ. Le mal est vaincu par le bien, le mal est vaincu par la croissance de l’amour : « Aime donc le Seigneur ton Dieu d’une affection de cœur pleine et entière ; aime-le de toute la sagesse et de toute la vigilance de la raison ; aime-le aussi de toute ta force, sans même craindre de mourir par amour pour lui […]. Que le Seigneur Jésus soit pour ton cœur un objet suave et doux, toujours opposé à la douceur criminelle des charmes de la vie de la chair ; qu’une douceur surmonte une autre douceur, comme un clou chasse un autre clou ».[179]
178. Saint François de Sales a été éclairé par la demande de Jésus : « Mettez-vous à mon école, car je suis doux et humble de cœur » (Mt 11, 29). De cette façon, disait-il, dans les choses les plus simples et les plus ordinaires, nous volons le cœur du Seigneur : « Il faut avoir grand soin de le bien servir, aux choses grandes et hautes et aux choses petites et abjectes, puisque nous pouvons également, et par les unes et par les autres, lui dérober son cœur par amour [...]. Ces petites charités quotidiennes, ce mal de tête, ce mal de dents, cette défluxion, cette bizarrerie du mari ou de la femme, ce cassement d’un verre, ce mépris ou cette moue, cette perte de gants, d’une bague, d’un mouchoir, cette petite incommodité que l’on se fait, d’aller coucher de bonne heure et de se lever matin pour prier, pour se communier, cette petite honte que l’on a à faire certaines actions de dévotion en publique : bref, toutes ces petites souffrances, étant prises et embrassées avec amour, contentent extrêmement la Bonté divine ».[180] Mais en définitive, la clé de notre réponse à l’amour du Cœur du Christ est l’amour du prochain : « La marque que je vous donne pour connaître si vous aimez bien Dieu, est que vous aimez aussi bien le prochain [...] d’un amour pur, solide, ferme, constant et invariable, qui ne s’attache point aux qualités ou condition des personnes […] qui ne sera point sujet au changement ni aux aversions. [...] Notre Seigneur nous aime sans discontinuation, Il nous supporte en nos défauts et en nos imperfections ; il faut donc que nous fassions de même à l’endroit de nos frères, ne nous lassant jamais de les supporter ».[181]
179. Saint Charles de Foucauld voulait imiter Jésus-Christ, vivre comme Il a vécu, agir comme Il a agi, toujours faire ce que Jésus aurait fait à sa place. Pour réaliser pleinement son objectif, il était nécessaire qu’il se conforme aux sentiments du Cœur du Christ ; d’où l’expression “amour pour amour” qui apparaît une fois encore lorsqu’il écrit : « Désir des souffrances pour Lui rendre amour pour amour, pour l’imiter, [...] pour entrer dans son travail, et pour m’offrir avec Lui, tout néant que je suis, en sacrifice, en victime, pour la sanctification des hommes ».[182] Le désir d’apporter l’amour de Jésus, par son engagement missionnaire, aux plus pauvres et aux plus oubliés de la terre, l’amènent à prendre comme devise Iesus Caritas, avec le symbole du Cœur du Christ surmonté d’une croix.[183] Ce n’est pas une décision superficielle : « De toutes mes forces, je tâche de montrer, de prouver à ces pauvres frères égarés que notre religion est toute charité, toute fraternité, que son emblème est un Cœur ».[184] Et il veut s’installer avec d’autres frères au Maroc au nom du Cœur de Jésus.[185] Leur tâche évangélisatrice se fera par rayonnement : « La charité doit rayonner des fraternités, comme elle rayonne du Cœur de Jésus ».[186] Ce désir fait de lui progressivement un frère universel car il veut embrasser dans son cœur fraternel toute l’humanité souffrante en se laissant modeler par le Cœur du Christ : « Notre cœur, comme celui de l’Église, comme celui de Jésus, doit embrasser tous les hommes ».[187] « L’amour du Cœur de Jésus pour les hommes, cet amour qu’Il montre dans sa passion, voilà celui que nous devons avoir pour tous les humains ».[188]
180. L’abbé Huvelin, directeur spirituel de saint Charles de Foucauld, disait que « lorsque Notre Seigneur habite un cœur, Il lui donne ces sentiments, et ce cœur s’ouvre aux petits. Telle était la disposition du cœur d’un Vincent de Paul [...] Quand Notre Seigneur habite l’âme d’un prêtre, Il l’incline vers les pauvres ».[189] Il est important de noter que ce don de soi chez saint Vincent, décrit par l’abbé Huvelin, était aussi alimenté par la dévotion au Cœur du Christ. Vincent exhortait à « prendre dans le Cœur de Notre Seigneur quelque parole de consolation pour tel pauvre malade ».[190] Pour que cela soit vrai il fallait que son cœur ait été transformé par l’amour et la douceur du Cœur du Christ. Et saint Vincent a souvent répété cette conviction dans ses sermons et ses conseils au point d’en faire un élément important des Constitutions de sa Congrégation : « Tous étudieront soigneusement la leçon que Jésus-Christ nous a enseignée en disant : “Apprenez de moi que je suis doux et humble de cœur” ; considérant que, comme il assure lui-même, par la douceur on possède la terre, parce qu’agissant dans cet esprit, on gagne les cœurs des hommes, pour les convertir à Dieu, à quoi l’esprit de rigueur met empêchement ».[191]
LA REPARATION : CONSTRUIRE SUR LES RUINES
181. Tout cela nous permet de comprendre, à la lumière de la Parole de Dieu, quel sens nous devons donner à la “réparation” que nous offrons au Cœur du Christ, ce que le Seigneur attend vraiment que nous réparions avec l’aide de sa grâce. Cette question a fait l’objet de nombreuses discussions mais saint Jean-Paul II a donné une réponse claire pour nous guider, chrétiens d’aujourd’hui, dans un esprit de réparation plus conforme à l’Évangile.
Sens social de la réparation au Cœur du Christ
182. Saint Jean-Paul II dit que, « la civilisation du Cœur du Christ pourra être bâtie sur les ruines accumulées par la haine et la violence » en nous abandonnant à ce Cœur. Cela implique certainement que nous soyons capables de « joindre l’amour filial envers Dieu à l’amour du prochain ». Telle est en réalité « la véritable réparation demandée par le Cœur du Sauveur ».[192] Avec le Christ, nous sommes appelés à construire une nouvelle civilisation de l’amour sur les ruines que nous avons laissées en ce monde par notre péché. Telle est la réparation que le Cœur du Christ attend de nous. Au milieu du désastre laissé par le mal, le Cœur du Christ veut avoir besoin de notre collaboration pour reconstruire le bien et le beau.
183. Il est vrai que tout péché nuit à l’Église et à la société, de sorte qu’ « on peut attribuer indiscutablement à tout péché le caractère de péché social ». Cependant, cela est particulièrement vrai pour certains péchés qui « constituent, par leur objet même, une agression directe envers le prochain ».[193] Saint Jean-Paul II explique que la répétition de ces péchés contre les autres finit souvent par renforcer une « structure de péché » nuisant au développement des peuples.[194] Cela est souvent ancré dans une mentalité dominante qui considère normal ou rationnel ce qui n’est rien d’autre que de l’égoïsme et de l’indifférence. Ce phénomène peut être défini comme une “aliénation sociale” : « Une société est aliénée quand, dans les formes de son organisation sociale, de la production et de la consommation, elle rend plus difficile la réalisation de ce don et la constitution de cette solidarité entre hommes ».[195] Ce n’est pas seulement une norme morale qui nous pousse à résister à ces structures sociales aliénées, les mettre à nu et susciter un dynamisme social qui restaure et construit le bien, mais c’est la « conversion du cœur » elle-même qui « impose l’obligation »[196] de restaurer ces structures. Telle est notre réponse au Cœur aimant de Jésus-Christ qui nous apprend à aimer.
184. C’est précisément parce que la réparation évangélique a cette forte signification sociale que nos actes d’amour, de service, de réconciliation, pour être effectivement réparateurs, ont besoin que le Christ les pousse, les motive, les rende possibles. Saint Jean-Paul II a également déclaré que, pour construire la civilisation de l’amour, l’humanité a aujourd’hui besoin du Cœur du Christ. [197] La réparation chrétienne ne peut être comprise uniquement comme un ensemble d’œuvres extérieures, bien qu’indispensables et parfois admirables. Elle exige une mystique, une âme, un sens qui leur donne force, élan et créativité inlassables. Elle a besoin de la vie, du feu et de la lumière qui procèdent du Cœur du Christ.
Réparer les cœurs blessés
185. Par ailleurs, la réparation extérieure ne suffit ni au monde ni au Cœur du Christ. Si chacun pense à ses propres péchés et à leurs conséquences sur les autres, il découvrira que la réparation des dommages causés au monde implique également le désir de réparer les cœurs blessés, là où a été causé le dommage le plus profond, la blessure la plus douloureuse.
186. Un esprit de réparation « nous invite à espérer que toute blessure peut être guérie, même si elle est profonde. La complète réparation semble parfois impossible, lorsque des biens, des êtres chers, sont définitivement perdus ou lorsque des situations sont devenues irréversibles. Mais l’intention de réparer et d’en poser concrètement les actes est capitale à la démarche de réconciliation et au retour de la paix du cœur ».[198]
La beauté de demander pardon
187. Les bonnes intentions ne suffisent pas. Un dynamisme intérieur de désir qui entraîne des conséquences extérieures est indispensable. En bref, « la réparation, pour être chrétienne, pour toucher le cœur de la personne offensée et ne pas être un simple acte de justice commutative, suppose deux attitudes qui engagent : se reconnaître fautif et demander pardon. [...] C’est de cette honnête reconnaissance du tort causé au frère, et du sentiment profond et sincère que l’amour a été blessé, que nait le désir de réparer ».[199]
188. Il ne faut pas penser que reconnaître son propre péché devant les autres serait dégradant ou nuirait à notre dignité humaine. Au contraire, c’est cesser de se mentir à soi-même, c’est reconnaître son histoire telle qu’elle est, marquée par le péché, surtout lorsque nous avons fait du mal à nos frères : « S’accuser soi-même fait partie de la sagesse chrétienne. [...] Cela plaît au Seigneur, parce que le Seigneur reçoit le cœur contrit ».[200]
189. L’habitude de demander pardon aux frères fait partie de cet esprit de réparation ; elle démontre une grande noblesse au cœur de notre fragilité. La demande de pardon est un moyen de guérir les relations parce qu’elle « rouvre le dialogue et manifeste la volonté de renouer dans la charité fraternelle, [...] elle touche le cœur du frère, le console et suscite en lui l’accueil du pardon demandé. Alors, si l’irréparable ne peut être totalement réparé, l’amour, lui, peut toujours renaître, rendant la blessure supportable ».[201]
190. Un cœur capable de compassion peut grandir dans la fraternité et la solidarité car « celui qui ne pleure pas régresse, il vieillit intérieurement tandis que celui qui parvient à une prière plus simple et plus intime, faite d’adoration et d’émotion devant Dieu, celui-là mûrit. Il s’attache de moins en moins à lui-même, de plus en plus au Christ, et devient pauvre en esprit. Il se sent ainsi plus proche des pauvres, les bien-aimés de Dieu ».[202] C’est ainsi que naît un authentique esprit de réparation, car « celui qui a de la componction dans le cœur se sent de plus en plus frère de tous les pécheurs du monde, il se sent davantage frère, sans aucun sentiment de supériorité ou de dureté de jugement, mais toujours avec le désir d’aimer et de réparer ».[203] Cette solidarité qui génère la compassion rend en même temps possible la réconciliation. La personne capable de componction, « au lieu de se mettre en colère et de se scandaliser du mal fait par ses frères, pleure leurs péchés. Elle ne se scandalise pas. Il se produit une sorte de renversement. La tendance naturelle à être indulgent avec soi-même et inflexible avec les autres s’inverse et, par la grâce de Dieu, on devient ferme avec soi-même et miséricordieux avec les autres ».[204]
LA RÉPARATION : UN PROLONGEMENT POUR LE CŒUR DU CHRIST
191. Il y a une autre manière complémentaire de comprendre la réparation, qui place celle-ci dans une relation encore plus directe avec le Cœur du Christ, sans pour autant exclure l’engagement concret envers les frères dont nous avons parlé.
192. Dans un autre contexte, j’ai affirmé que Dieu « a voulu se limiter lui-même de quelque manière » et que « beaucoup de choses que nous considérons mauvaises, dangereuses ou sources de souffrances, font en réalité partie des douleurs de l’enfantement qui nous stimulent à collaborer avec le Créateur ».[205] Notre coopération peut permettre à la puissance et à l’amour de Dieu de se répandre dans nos vies et dans le monde, tandis que le rejet ou l’indifférence peuvent l’empêcher. Certaines expressions bibliques expriment cela de manière métaphorique, comme lorsque le Seigneur s’écrie : « Si tu reviens Israël, c’est à moi que tu reviendras » (Jr 4, 1). Ou lorsqu’il dit, face aux rejets de son peuple : « Mon cœur en moi est bouleversé, toutes mes entrailles frémissent » (Os 11, 8).
193. Bien qu’il ne soit pas possible de parler d’une nouvelle souffrance du Christ glorieux, « le Mystère pascal du Christ […] et tout ce qu’Il a fait et souffert pour tous les hommes participe de l’éternité divine et surplombe tous les temps et y est rendu présent ».[206] Nous pouvons dire qu’Il a lui-même accepté de limiter la gloire débordante de sa résurrection, de contenir la diffusion de son amour immense et brûlant afin de laisser de la place à notre libre coopération avec son cœur. Cela est si vrai que notre refus l’arrête dans cet élan de don, tout comme notre confiance et notre offrande de nous-mêmes ouvrent un espace, offrent un canal sans obstacles à l’effusion de son amour. Notre refus ou notre indifférence limitent les effets de sa puissance et la fécondité de son amour en nous. S’Il ne trouve pas en moi confiance et ouverture, son amour se trouve privé – parce que Lui-même le veut ainsi – de son prolongement dans ma vie qui est unique et ne peut être répétée, et dans le monde où Il m’appelle à le rendre présent. Cela ne vient pas d’une faiblesse de sa part mais de son infinie liberté, de sa puissance paradoxale et de la perfection de son amour pour chacun de nous. Lorsque la toute-puissance de Dieu se manifeste dans la faiblesse de notre liberté, « seule la foi peut la discerner ».[207]
194. De fait, sainte Marguerite-Marie raconte que, dans l’une de ses manifestations, le Christ lui parla de son cœur passionné d’amour pour nous qui, « ne pouvant plus contenir en lui-même les flammes de son ardente charité, il fallait qu’il les répande ».[208] Puisque le Seigneur tout-puissant, dans sa liberté divine, a voulu avoir besoin de nous, la réparation se comprend comme une libération des obstacles que nous mettons à l’expansion de son amour dans le monde, par notre manque de confiance, de gratitude et de don de soi.
L’offrande à l’Amour
195. Pour mieux réfléchir à ce mystère, nous sommes à nouveau aidés par la spiritualité lumineuse de sainte Thérèse de l’Enfant Jésus. Elle savait que certaines personnes avaient développé une forme extrême de réparation, avec la bonne volonté de se donner pour les autres, qui consistait à s’offrir comme une sorte de “paratonnerre” pour que la justice divine s’accomplisse : « Je pensais aux âmes qui s’offrent comme victimes à la justice de Dieu afin de détourner et d’attirer sur elles les châtiments réservés aux coupables ».[209] Mais, si admirable que soit cette offrande, elle n’en était pas très convaincue : « J’étais loin de me sentir portée à la faire ».[210] Cette insistance sur la justice divine conduit finalement à penser que le sacrifice du Christ est incomplet ou partiellement efficace, ou que sa miséricorde n’est pas assez grande.
196. Avec son intuition spirituelle, sainte Thérèse de l’Enfant Jésus découvre qu’il existe une autre façon de s’offrir selon laquelle il n’est pas nécessaire de satisfaire la justice divine mais de permettre à l’amour infini du Seigneur de se répandre sans entrave : « Ô mon Dieu, votre amour méprisé va-t-il rester en votre Cœur ? Il me semble que si vous trouviez des âmes s’offrant en Victimes d’holocauste à votre Amour, vous les consumeriez rapidement, il me semble que vous seriez heureux de ne point comprimer les flots d’infinie tendresse qui sont en vous ».[211]
197. Il n’y a rien à ajouter à l’unique sacrifice rédempteur du Christ, mais il est vrai que le refus de notre liberté ne permet pas au Cœur du Christ de répandre ses « flots de tendresse infinie » dans le monde. Et cela parce que le Seigneur lui-même veut respecter cette possibilité. Cela troublait sainte Thérèse de l’Enfant Jésus plus que la justice divine car, pour elle, la justice ne peut se comprendre qu’à la lumière de l’amour. Nous avons vu qu’elle adorait toutes les perfections divines au travers de la miséricorde, et qu’elle les voyait ainsi transfigurées, rayonnantes d’amour. Elle disait : « La Justice même (et peut-être encore plus que toute autre) me semble revêtue d’amour ».[212]
198. C’est ainsi que naît son acte d’offrande, non pas à la justice divine, mais à l’Amour miséricordieux : « Je m’offre comme victime d’holocauste à votre Amour miséricordieux, vous suppliant de me consumer sans cesse, laissant déborder en mon âme les flots de tendresse infinie qui sont enfermés en vous, et qu’ainsi je devienne Martyre de votre Amour ».[213] Il est important de noter qu’il ne s’agit pas seulement, par une confiance totale, de permettre au Cœur du Christ de répandre la beauté de son amour dans son cœur, mais aussi de faire en sorte qu’il rejoigne les autres et transforme le monde à travers sa vie : « Dans le Cœur de l’Église, ma Mère, je serai l’Amour. [...] Ainsi mon rêve sera réalisé ».[214] Les deux aspects sont indissociables.
199. Le Seigneur accepta son offrande. Elle exprimera un peu plus tard son amour intense pour les autres et soutiendra qu’il provient du Cœur du Christ qui se prolonge à travers elle. C’est ainsi qu’elle écrira à Sœur Léonie : « Je t’aime mille fois plus tendrement que ne s’aiment des sœurs ordinaires, puisque je puis t’aimer avec le Cœur de notre Céleste Époux ».[215] Et quelque temps après, elle écrira à Maurice Bellière : « Ah ! Que je voudrais vous faire comprendre la tendresse du Cœur de Jésus, ce qu’Il attend de vous ».[216]
Intégrité et harmonie
200. Sœurs et frères, je propose que nous développions cette forme de réparation qui consiste, en définitive, à offrir au Cœur du Christ une nouvelle possibilité de répandre en ce monde les flammes de son ardente tendresse. S’il est vrai que la réparation implique le désir de compenser les outrages commis contre l’Amour incréé par les oublis ou les offenses,[217] le chemin le plus approprié est que notre amour donne au Seigneur une possibilité de s’étendre en échange de toutes ces fois où il a été rejeté ou nié. Cela se produit en allant au-delà de la simple “consolation” au Christ dont nous avons parlé dans le chapitre précédent, et se traduit par des actes d’amour fraternel par lesquels nous guérissons les blessures de l’Église et du monde. De cette manière, nous offrons de nouvelles expressions de la puissance restauratrice du Cœur du Christ.
201. Les renoncements et les souffrances qu’exigent ces actes d’amour pour le prochain nous unissent à la Passion du Christ et, en souffrant avec le Christ en « cette crucifixion mystique dont parle l’Apôtre, nous recevrons les fruits plus abondants de propitiation et d’expiation, pour nous et pour les autres ».[218] Seul le Christ nous sauve par le don de Lui-même sur la Croix, seul il rachète car « Dieu est unique, unique aussi le médiateur entre Dieu et les hommes, le Christ Jésus, homme lui-même, qui s’est livré en rançon pour tous » (1 Tm 2, 5-6). La réparation que nous offrons est une participation que nous acceptons librement à son amour rédempteur et à son unique sacrifice. Ainsi, nous complétons dans notre chair « ce qui manque aux épreuves du Christ pour son Corps qui est l’Église » (Col 1, 24) et c’est le Christ lui-même qui prolonge à travers nous les effets de son don total d’amour.
202. Les souffrances sont souvent liées à notre ego blessé, mais c’est précisément l’humilité du Cœur du Christ qui nous montre le chemin de l’abaissement. Dieu a voulu venir à nous en s’humiliant, en se faisant petit. L’Ancien Testament nous l’enseigne à travers diverses métaphores montrant un Dieu qui entre dans la petitesse de l’histoire et se laisse rejeter par son peuple. Son amour se mêle à la vie quotidienne du peuple aimé et devient le mendiant d’une réponse, comme s’il demandait la permission de montrer sa gloire. D’autre part, « peut-être une seule fois Notre Seigneur Jésus a-t-il parlé de son cœur. C’était pour mettre en évidence sa douceur et son humilité, comme s’il signifiait que c’est seulement de cette manière qu’il veut conquérir l’homme ».[219] Lorsque le Christ dit : « Mettez-vous à mon école, car je suis doux et humble de cœur » (Mt 11, 29), il nous indique que « pour s’exprimer, il a besoin de notre petitesse, de notre abaissement ».[220]
203. Il est important de noter, dans ce que nous avons dit, plusieurs aspects inséparables. En effet, ces actes d’amour du prochain, avec les renoncements, les abnégations, les souffrances et les peines qu’ils comportent, remplissent cette fonction réparatrice lorsqu’ils sont nourris par la charité du Christ qui nous rend capables d’aimer comme Il a aimé. Et c’est de cette manière qu’Il aime et sert à travers nous. Si, d’un côté, il semble s’abaisser, s’humilier parce qu’Il a voulu montrer son amour à travers nos gestes, d’un autre côté son cœur est glorifié et manifeste toute sa grandeur dans les œuvres de miséricorde les plus simples. Un cœur humain qui fait place à l’amour du Christ par une confiance totale, et qui Lui permet de se déployer dans sa vie par son feu, devient capable d’aimer les autres comme Lui, en se faisant petit et proche de tous. C’est ainsi que le Christ se désaltère et répand glorieusement en nous et à travers nous les flammes de sa tendresse brûlante. Remarquons la belle harmonie de tout cela.
204. Enfin, pour comprendre cette dévotion dans toute sa richesse, il faut ajouter, en reprenant ce que nous avons dit sur sa dimension trinitaire, que la réparation au Christ en tant qu’être humain est offerte au Père par l’action de l’Esprit Saint en nous. Notre réparation au Cœur du Christ s’adresse donc en définitive au Père qui se réjouit de nous voir unis au Christ lorsque nous nous offrons par Lui, avec Lui et en Lui.
RENDRE LE MONDE AMOUREUX
205. La proposition chrétienne est attrayante lorsqu’elle est vécue et manifestée dans son intégralité, non pas comme un simple refuge dans des sentiments religieux ou dans des rites somptueux. Quel culte serait rendu au Christ si nous nous contentions d’une relation individuelle, sans nous intéresser à aider les autres à moins souffrir et à mieux vivre ? Peut-on plaire au Cœur qui a tant aimé en restant dans une expérience religieuse intime, sans conséquences fraternelles et sociales ? Soyons honnêtes et lisons la Parole de Dieu dans son intégralité. Cependant, et pour cette même raison, il ne s’agit pas non plus d’œuvrer à une promotion sociale dépourvue de sens religieux qui, en fin de compte, voudrait donner à l’homme moins que ce que Dieu veut pour lui. C’est pourquoi nous devons conclure ce chapitre en rappelant la dimension missionnaire de notre amour pour le Cœur du Christ.
206. Saint Jean-Paul II, outre la dimension sociale de la dévotion au Cœur du Christ, a parlé de la « réparation qui est une coopération apostolique pour le salut du monde ».[221] De même, la consécration au Cœur du Christ « doit être envisagée en relation avec l’action missionnaire de l’Église, parce qu’elle répond au désir du Cœur de Jésus de répandre dans le monde, à travers les membres de son Corps, son dévouement total au Royaume ».[222] Par conséquent, à travers les chrétiens, « l’amour se répandra dans le cœur des hommes, pour que se construise le Corps du Christ qui est l’Église et que s’édifie aussi une société de justice, de paix et de fraternité ».[223]
207. Les flammes d’amour du Cœur du Christ se prolongent également dans l’œuvre missionnaire de l’Église qui porte l’annonce de l’amour de Dieu manifesté dans le Christ. Saint Vincent de Paul l’a bien enseigné lorsqu’il invitait ses disciples à demander au Seigneur « ce cœur, ce cœur qui nous fait aller partout, ce cœur du Fils de Dieu, cœur de Notre-Seigneur, qui nous dispose à aller comme il irait [...] et nous envoie comme il envoie [les Apôtres] pour porter partout son feu ».[224]
208. Saint Paul VI, s’adressant aux Congrégations qui propageaient la dévotion au Sacré-Cœur, rappelait qu’ « il ne fait aucun doute que l’engagement pastoral et le zèle missionnaire brûleront plus intensément si les prêtres et les fidèles, pour propager la gloire de Dieu, contemplent l’exemple de l’amour éternel que le Christ nous a montré et orientent leurs efforts pour faire participer tous les hommes à l’insondable richesse du Christ ».[225] À la lumière du Sacré-Cœur, la mission devient une question d’amour, et le plus grand risque est que beaucoup de choses qui sont dites et faites dans cette mission ne parviennent pas à provoquer la rencontre heureuse avec l’amour du Christ qui embrasse et sauve.
209. La mission, comprise dans la perspective du rayonnement de l’amour du Cœur du Christ, a besoin de missionnaires amoureux, toujours captivés par le Christ et qui transmettent inlassablement cet amour qui a changé leur vie. Il leur sera alors pénible de perdre leur temps à discuter de questions secondaires ou à imposer des vérités et des règles. Leur souci majeur sera de communiquer ce qu’ils vivent, et surtout que d’autres puissent percevoir la bonté et la beauté du Bien Aimé à travers leurs pauvres tentatives. N’est-ce pas ce qui se passe avec toute personne amoureuse ? Prenons l’exemple des paroles par lesquelles Dante Alighieri, amoureux, tentait d’exprimer cette logique :
« Je dis qu’au seul penser de sa valeur
Amour en moi si doux se fait sentir,
que si alors je ne perdais courage
mon vers ferait les gens d’amour éprendre ».[226]
210. Parler du Christ, par le témoignage ou la parole, de telle manière que les autres n’aient pas à faire un grand effort pour l’aimer, voilà le plus grand désir d’un missionnaire de l’âme. Il n’y a pas de prosélytisme dans cette dynamique de l’amour : les paroles de l’amoureux ne dérangent pas, n’imposent pas, ne forcent pas. Elles poussent seulement les autres à se demander comment un tel amour est possible. Dans le plus grand respect de la liberté et de la dignité de l’autre, l’amoureux attend simplement qu’on lui permette de raconter cette amitié qui remplit sa vie.
211. Le Christ te demande, sans négliger la prudence et le respect, de ne pas avoir honte de reconnaître ton amitié pour Lui. Il te demande d’oser dire aux autres qu’il est bon pour toi de L’avoir rencontré : « Quiconque se déclarera pour moi devant les hommes, moi aussi je me déclarerai pour lui devant mon Père qui est dans les cieux » (Mt 10, 32). Mais ce n’est pas une obligation pour le cœur aimant, c’est un besoin difficile à contenir : « Malheur à moi si je n’annonçais pas l’Évangile ! » (1 Co 9, 16). « C’était en mon cœur comme un feu dévorant, enfermé dans mes os. Je m’épuisais à le contenir, mais je n’ai pas pu » (Jr 20, 9).
En communion de service
212. Il ne faut pas penser à cette mission de communiquer le Christ comme s’il s’agissait d’une chose entre Lui et moi seuls. Elle se vit en communion avec la communauté et avec l’Église. Si nous nous éloignons de la communauté, nous nous éloignons aussi de Jésus. Si nous l’oublions et si nous ne nous en préoccupons pas, notre amitié avec Jésus se refroidit. Il ne faut jamais oublier ce secret. L’amour pour les frères de la communauté – religieuse, paroissiale, diocésaine, etc. – est comme un carburant qui alimente notre relation amicale avec Jésus. Les actes d’amour envers les frères et sœurs de la communauté peuvent être la meilleure et parfois la seule façon d’exprimer l’amour de Jésus-Christ aux autres. Le Seigneur lui-même le dit : « À ceci tous reconnaîtront que vous êtes mes disciples : si vous avez de l’amour les uns pour les autres » (Jn 13, 35).
213. Cet amour devient un service communautaire. Je ne me lasserai pas de rappeler que Jésus l’a exprimé avec une grande clarté : « Dans la mesure où vous l’avez fait à l’un de ces plus petits de mes frères, c’est à moi que vous l’avez fait » (Mt 25, 40). Il te propose de le trouver là aussi, dans chaque frère et chaque sœur, surtout les plus pauvres, les plus méprisés et les plus abandonnés de la société. Quelles belles rencontres !
214. Par conséquent, si nous nous engageons à aider quelqu’un, cela ne signifie pas que nous oublions Jésus. Au contraire, nous le rencontrons d’une autre manière. Et lorsque nous essayons de relever et de guérir quelqu’un, Jésus est là, à nos côtés. En fait, il est bon de se rappeler qu’en envoyant ses disciples en mission, « le Seigneur agissait avec eux » (Mc 16, 20). Il est là, travaillant, luttant et faisant le bien avec nous. D’une manière mystérieuse, c’est son amour qui se manifeste par notre service, c’est lui qui parle au monde dans ce langage qui parfois n’a pas de mots.
215. Il t’envoie faire le bien et t’y pousse de l’intérieur. Pour cela, Il t’appelle par une vocation de service : tu feras le bien comme médecin, comme mère, comme professeur, comme prêtre. Où que tu sois, tu pourras sentir qu’Il t’appelle et t’envoie vivre cette mission sur terre. Il nous dit lui-même : « Je vous envoie » (Lc 10, 3). Cela fait partie de l’amitié avec Lui. Pour que cette amitié mûrisse, tu dois te laisser envoyer par Lui pour remplir une mission dans le monde, avec confiance, avec générosité, avec liberté, sans peur. Si tu t’enfermes dans ton confort, cela ne te donnera pas de sécurité. Les peurs, les tristesses et les angoisses apparaîtront toujours. Celui qui ne remplit pas sa mission sur terre ne peut pas être heureux. Il devient frustré. Alors laisse-toi envoyer, laisse-toi conduire par Lui, là où Il veut que tu ailles. N’oublie pas qu’Il t’accompagne. Il ne te jette pas dans l’abîme et ne t’abandonne pas à ton sort. Il te conduit et t’accompagne. Il a promis et Il tient sa promesse : « Je suis avec vous pour toujours » (Mt 28, 20).
216. En un sens, il faut être missionnaire à la manière des apôtres de Jésus et des premiers disciples. Ils sont allés proclamer l’amour de Dieu. Ils sont allés dire que le Christ est vivant et qu’il vaut la peine de le connaître. Sainte Thérèse de l’Enfant Jésus a vécu cela comme une partie inséparable de son offrande à l’Amour miséricordieux : « Je voulais donner à boire à mon Bien-aimé et je me sentais moi-même dévorée de la soif des âmes ».[227] Telle est aussi ta mission. Chacun la remplit à sa manière, et tu verras comment tu pourras être missionnaire. Jésus le mérite. Si tu l’oses, Il t’éclairera. Il t’accompagnera et te fortifiera, et tu vivras une expérience précieuse qui te fera beaucoup de bien. Peu importe que tu puisses voir des résultats, laisse cela au Seigneur qui travaille dans le secret des cœurs, mais ne cesse pas de vivre la joie d’essayer de communiquer l’amour du Christ aux autres.
CONCLUSION
217. Ce document nous a permis de découvrir que le contenu des encycliques sociales Laudato si’ et Fratelli tutti n’est pas étranger à notre rencontre avec l’amour de Jésus-Christ. En nous abreuvant de cet amour, nous devenons capables de tisser des liens fraternels, de reconnaître la dignité de tout être humain et de prendre soin ensemble de notre maison commune.
218. Aujourd’hui, tout s’achète et se paie, et il semble que le sens même de la dignité dépende de ce que l’on peut obtenir par le pouvoir de l’argent. Nous sommes pressés d’accumuler, de consommer et de nous distraire, prisonniers d’un système dégradant qui ne nous permet pas de voir au-delà de nos besoins immédiats et mesquins. L’amour du Christ est en dehors de cet engrenage pervers et Lui seul peut nous libérer de cette fièvre où il n’y a plus de place pour un amour gratuit. Il est en mesure de donner du cœur à cette terre et de réinventer l’amour, là où nous pensons que la capacité d’aimer est définitivement morte.
219. L’Église aussi en a besoin pour ne pas remplacer l’amour du Christ par des structures dépassées, des obsessions d’un autre âge, adoration de sa propre mentalité, des fanatismes de toutes sortes qui finissent par prendre la place de l’amour gratuit de Dieu qui libère, vivifie, réjouit le cœur et nourrit les communautés. Un fleuve qui ne s’épuise pas, qui ne passe pas, qui s’offre toujours de nouveau à qui veut aimer, continue de jaillir de la blessure du côté du Christ. Seul son amour rendra possible une nouvelle humanité.
220. Je prie le Seigneur Jésus-Christ que jaillissent pour nous tous de son saint Cœur ces fleuves d’eau vive qui guérissent les blessures que nous nous infligeons, qui renforcent notre capacité d’aimer et de servir, qui nous poussent à apprendre à marcher ensemble vers un monde juste, solidaire et fraternel. Et ce, jusqu’à ce que nous célébrions ensemble, dans la joie, le banquet du Royaume céleste. Le Christ ressuscité sera là, harmonisant nos différences par la lumière jaillissant inlassablement de son Cœur ouvert. Qu’il soit béni !
Donné à Rome, près de Saint-Pierre, le 24 octobre 2024, en la douzième année de mon Pontificat.
FRANÇOIS
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[1] Une grande partie des réflexions de ce premier chapitre sont inspirées des écrits inédits du Père Diego Fares S.I. Que le Seigneur l’accueille dans sa sainte gloire.
[2] Cf. Homère, Iliade, 21, 441.
[3] Cf. Ibid., 10, 244.
[4] Cf. Timée 65 c-d ; 70.
[5] Homélie de la messe à Sainte Marthe, 14 octobre 2016 : L’Osservatore Romano, 15 octobre 2016, p. 8.
[6] S. Jean-Paul II, Angélus, 2 juillet 2000 : L’Osservatore Romano, 3-4 juillet 2000, p. 4
[7] Id., Catéchèse, 8 juin 1994 : L’Osservatore Romano, 9 juin 1994, p. 5
[8] Les démons (1873).
[9] Religiöse Gestalten in Dostojewskijs Werk, Mainz/Paderborn 1989, p. 236.
[10] Karl Rahner, Einige Thesen zur Theologie der Herz-Jesu-Verehrung“, in Schriften zur Theologie, Band 3, Einsiedeln 1956, p. 392.
[11] Ibid., p. 393.
[12] Byung-Chul Han, Heideggers Herz. Zum Begriff der Stimmung bei Martin Heidegger, München 1996, p. 39.
[13] Ibid., p. 60; cf. p. 176.
[14] Cf. Id., Agonie des Eros, Berlin 2012.
[15] Martin Heidegger, Erläuterungen zu Hölderlins Dichtung, Frankfurt a. M. 1981, p. 120.
[16] Cf. Michel de Certeau, L’espace du désir, Christus, t. 20, n. 77, 1973, pp. 118-128.
[17] Itinerarium mentis in Deum, 7, 6 : Opera Omnia, Quaracchi 1891, t. 5, p. 313.
[18] Id., Proemium in I Sent., q. 3 : Opera Omnia, Quaracchi 1882, t. 1, p. 13.
[19] Méditations sur la doctrine chrétienne, Paris 2008, pp. 133.134.
[20] Const. past. Gaudium et spes, n. 82.
[21] Ibid., n. 10.
[22] Ibid., n. 14.
[23] Cf. Dicastère pour la Doctrine de la Foi, Déc. Dignitas infinita (12 avril 2024), n. 8 : Cf. L’Osservatore Romano, 8 avril 2024.
[24] Const. past. Gaudium et spes, n. 26.
[25] S. Jean-Paul II, Angélus, 28 juin 1998 : L’Osservatore Romano, 30 juin-1er juillet 1998, p. 7.
[26] Lett. enc. Laudato si’ (24 mai 2015), n. 83 : AAS 107 (2015), p. 880.
[27] Homélie de la messe à Sainte Marthe, 7 juin 2013 : L’Osservatore Romano, 8 juin 2013, p. 8.
[28] Pie XII, Lett. enc. Haurietis aquas (15 mai 1956), I : AAS 48 (1956), p. 316.
[29] Pie VI, Const. Auctorem fidei (28 août 1794), n. 63 : Denz. n. 2663.
[30] Léon XIII, Lett. enc. Annum sacrum (25 mai 1899), n. 7 : AAS 31 (1898-99), p. 649.
[31] Ibid. : « Inest in Sacro Corde symbolum atque expressa imago infinitae Iesu Christi caritatis ».
[32] Angélus, 9 juin 2013 : L’Osservatore Romano, 10-11 juin 2013, p. 8.
[33] On comprend donc pourquoi l’Église a interdit de placer sur l’autel des représentations du seul cœur de Jésus ou de Marie (cf. Réponse de la Congrégation des Rites au prêtre Charles Lecoq P.S.S., 5 avril 1879 : Decreta authentica Congregationis Sacrorum Rituum ex actis ejusdem Collecta, vol. III, 107.108, n. 3492). En dehors de la liturgie, « pour la dévotion privée » (ibid.), le symbolisme du cœur peut être utilisé comme une expression didactique, une figure esthétique ou un emblème qui invite à penser à l’amour du Christ, mais il y a un risque de prendre le cœur comme un objet d’adoration ou de dialogue spirituel séparément de la personne du Christ. Le 31 mars 1887, la Congrégation donne une réponse similaire (idem., 187, n. 3673).
[34] Conc. Œcum. de Trente, Sess. 25, Décr. Mandat Sancta Synodus (3 décembre 1563) : Denz. n. 1823.
[35] 5ème Conférence Générale de l’Épiscopat Latino-américain et des Caraïbes, Document d’Aparecida (29 juin 2007), n. 259.
[36] Lett. enc. Haurietis aquas (15 mai 1956), I : AAS 48 (1956), pp. 323-324.
[37] Ep. 261, 3: PG 32, 972.
[38] In Io. homil. 63, 2 : PG 59, 350.
[39] De fide ad Gratianum, II, 7, 56 : PL 16, 594 (ed. 1880).
[40] Enarr. in Ps. 87, 3: PL 37, 1111.
[41] Cf. De fide orth. 3, 6.20 : PG 94, 1006.1081.
[42] Olegario González de Cardedal, La entraña del cristianismo, Secretariado Trinitario, Salamanca 2010, pp. 70-71.
[43] Angélus, 1er juin 2008 : L’Osservatore Romano, 2-3 juin 2008, p. 1.
[44] Pie XII, Lett. enc. Haurietis aquas (15 mai 1956), II : AAS 48 (1956), pp. 327-328.
[45] Ibid., n. 28 : AAS 48 (1956), pp. 343-344.
[46] Benoît XVI, Angélus, 1er juin 2008 : L’Osservatore Romano, 2-3 juin 2008, p. 1.
[47] Vigile, Const. Inter innumeras solicitudines (14 mai 553) : Denz. n. 420.
[48] Conc. Œcum. d’Ephèse, Anathèmes de Cyrille d’Alexandrie, n. 8 : Denz. n. 259.
[49] IIème Conc. Œcum. de Constantinople, Sess. 8 (2 juin 553), Can. 9 : Denz. n. 431.
[50] Cantique spirituel A, Chant 23, 4 : Œuvres complètes, Paris 1959, p. 837.
[51] Ibid., 13, 4, pp. 769-770.
[52] Ibid., 12, 1, p. 764.
[53] « Pour nous en tout cas, il n’y a qu’un seul Dieu, le Père de qui tout vient et pour qui nous sommes » (1 Co 8, 6). « Gloire à ce Dieu, notre Père, dans les siècles des siècles ! Amen. » (Ph 4, 20). « Béni soit le Dieu et Père de notre Seigneur Jésus-Christ, le Père des miséricordes et le Dieu de toute consolation » (2 Co 1, 3).
[54] Lett. ap. Tertio millennio adveniente (10 novembre 1994), n. 49 : AAS 87 (1995), p. 35.
[55] Ad Rom., 7 : PG 5, 694.
[56] « Il faut que le monde reconnaisse que j’aime le Père » (Jn 14, 31). « Moi et le Père nous sommes un » (Jn 10, 30). « Je suis dans le Père et le Père est en moi » (Jn 14, 10).
[57] « Je vais au Père » (pros ton Patéra : Jn 16, 28). « Moi, je viens à toi » (pros se : Jn 17, 11).
[58] « Eis ton kolpon tou Patrós ».
[59] Adv Haer 3, 18, 1 : PG 7, 932.
[60] In Joh. 2, 2 : PG 14, 110.
[61] Angelus, 23 juin 2002 : L’Osservatore Romano, 24-25 juin 2002, p. 1.
[62] S. Jean-Paul II, Message à l’occasion du centenaire de la Consécration du genre humain au Sacré Cœur réalisée par Léon XIII, Varsovie (11 juin 1999) : L’Osservatore Romano, 12 juin 1999, p. 5.
[63] Id., Angelus, 8 juin 1986, n. 4 : L’Osservatore Romano, 9-10 juin 1986, p. 5.
[64] Homélie lors de la visite à la Polyclinique Gemelli et à la Faculté de Médecine de l’Université Catholique du Sacré-Cœur (27 juin 2014) : L’Osservatore Romano, 29 juin 2014, p. 7.
[65] Ep 1, 5.7; 2, 18; 3, 12.
[66] Ep 2, 5.6; 4, 15.
[67] Ep 1, 3.4.6.7.11.13.15; 2, 10.13.21.22; 3, 6.11.21.
[68] Message à l’occasion du centenaire de la Consécration du genre humain au Sacré Cœur réalisé par Léon XIII, Varsovie, 11 juin 1999 : L’Osservatore Romano, 12 juin 1999, p. 5.
[69] « Quoniamque inest in Sacro Corde symbolum atque expressa imago infinitae Iesu Christi caritatis, quae movet ipsa nos ad amandum mutuo, ideo consentaneum est dicare se Cordi eius augustissimo: quod tamen nihil est aliud quam dedere atque obligare se Iesu Christo […]. En alterum hodie oblatum oculis auspicatissimum divinissimumque signum: videlicet Cor Iesu sacratissimum, superimposita cruce, splendidissimo candore inter flammas elucens. In eo omnes collocandae spes: ex eo hominum petenda atque expectanda salus » (Lett. enc., Annum sacrum [25 mai 1899] : AAS 31 [1898-99], pp. 649, 651 : Denz. n. 3353).
[70] « Car ce signe éminemment propice et la forme de dévotion qui en découle ne renferment-ils point la synthèse de la religion et la norme d’une vie d’autant plus parfaite qu’elle achemine les âmes à connaître plus profondément et plus rapidement le Christ Seigneur, à l’aimer plus ardemment et à l’imiter avec plus d’application et plus d’efficacité ? » (Lett. enc. Miserentissimus Redemptor [8 mai 1928], n. 3 : AAS 20 (1928), p. 167).
[71] « C’est par excellence un acte de la vertu de religion dans la mesure où il requiert de nous la volonté pleine et absolue de nous consacrer à l’amour du divin Rédempteur, dont le cœur blessé est le vivant témoignage et le signe […]. Et nous pouvons considérer en lui, non seulement le symbole, mais comme un résumé de tout le mystère de notre Rédemption. […] Le Christ montra expressément à plusieurs reprises son cœur comme le symbole qui conduira à reconnaître son amour ; et en même temps, il fit de son cœur un signe et un gage de miséricorde et de grâce pour les besoins de l’Église à notre époque ». (Lett. enc. Haurietis aquas [15 mai 1986], Proemio ; III ; IV : AAS 48 [1956], pp. 311, 336, 340).
[72] Catéchèse, 8 juin 1994, n. 2 : L’Osservatore Romano, 9 juin 1994, p. 5.
[73] Angélus, 1er juin 2008 : L’Osservatore Romano, 2-3 juin 2008, p. 1.
[74] Lett. enc. Haurietis aquas (15 mai 1956), IV : AAS 48 (1956), p. 344.
[75] Cf. Ibid. : AAS 48 (1956), p. 336.
[76] « La valeur des révélations privées est foncièrement diverse de l’unique révélation publique : celle-ci exige notre foi […]. Une révélation privée, […] c’est une aide qui nous est offerte mais il n’est pas obligatoire de s’en servir » (Benoît XVI, Exhort. ap. Verbum Domini [30 septembre 2010], n. 14 : AAS 102 [2010], p. 696).
[77] Lett. enc. Haurietis aquas (15 mai 1956), IV : AAS 48 (1956), p. 340.
[78] Ibid. : AAS 48 (1956), p. 344.
[79] Ibid.
[80] Exhort. ap. C’est la confiance (15 octobre 2023), n. 20 : L’Osservatore Romano, 16 octobre 2023.
[81] S. Thérèse de l’Enfant Jésus, Manuscrit autobiographique A, 83v° : Œuvres complètes, Cerf, Paris 1992, p. 211.
[82] S. Faustina Kowalska, Diaire, 22 février 1931.
[83] Cf. Mišna Sukkâ 4, 5.9.
[84] Lettre au Révérend Père Peter-Hans Kolvenbach, Préposé général de la Compagnie de Jésus, Paray-le-Monial, 5 octobre 1986 : L’Osservatore Romano, 7 octobre 1986, p. 9.
[85] Actes des martyrs de Lyon in Eusèbe de Césarée, Hist. eccles, 5, 1, 22 : PG 20, 418.
[86] Rufin, 5, 1, 22 in GCS Eusebius 2, 1, p. 411, 13s.
[87] S. Justin, Dial. 135 : PG 6, 787.
[88] Novatien, De Trinitate, 29 : PL 3, 944. Cf. S. Grégoire d’Elvire, Tractatus Origenis de libris Sanctarum Scripturarum, 20, 12 : CCSL 69, 144.
[89] S. Ambroise, Expl. Ps. 1, 33 : PL 14, 983-984.
[90] Cf. Tract. in Joann. 61, 6 : PL 35, 1801.
[91] Epist. ad Rufinum, 3, 4.3 : PL 22, 334.
[92] Sermones in Cant. 61, 4 : PL 183, 1072.
[93] Cf. Expositio altera super Cantica Canticorum, c. 1 : PL 180, 487.
[94] Id., De natura et dignitate amoris, 1 : PL 184, 379.
[95] Id., Meditativae Orationes 8, 6 : PL 180, 230.
[96] S. Bonaventure, Opusculum 3, Lignum vitae, 30, in Opera Omnia, Quaracchi 1898, t. 8, p. 79.
[97] Ibid., pp. 79-80.
[98] Legatus divinae pietatis, 4, 4, 4 : SCh, 255, p. 66.
[99] León Dehon, Directoire spirituel des prêtres du Sacré Cœur de Jésus, Turnhout 1936, 2, Ch. 7, n. 141.
[100] Le Dialogue ch. 75, Paris 1999, p. 126.
[101] Cf. Par exemple angelus Walz, De veneratione divini cordis Iesu in Ordine Praedicatorum, Rome 1937.
[102] Rafael García Herreros, Vida di San Juan Eudes, Bogotá 1943, p. 42.
[103] Id., Lettre à la Baronne de Chantal, 24 avril 1610 : Œuvres complètes, Annecy, Monastère de la Visitation, t. 14, p. 289.
[104] Id., Sermon pour le deuxième dimanche de Carême, 20 février 1622, t. 10, pp. 243-244.
[105] Id., Lettre à Mme de Chantal, 31 mai 1612, t. 15, p. 221.
[106] Id., Lettre à la Sœur de Blonay, 18 février 1618, t. 18, pp. 170-171.
[107] Id., Lettre à la Baronne de Chantal, fin novembre 1609, t. 14, p. 214.
[108] Id., Lettre à la Baronne de Chantal, vers le 25 février 1610, t.14, p. 253.
[109] Id., Entretien XII, De la simplicité et prudence religieuse, t.6, p. 217.
[110] Id., Lettre à la Mère de Chantal, 10 juin 1611, t. 15, p. 63.
[111] S. Marguerite-Marie Alacoque, Autobiographie, n. 53 : Vie et œuvre de la bienheureuse Marguerite-Marie Alacoque, Paris 1915, p. 69.
[112] Ibid.
[113] Ibid., n. 55, p.71.
[114] Cf. Dicastère pour la Doctrine de la Foi, Normes procédurales pour le discernement de phénomènes surnaturels présumés, 17 mai 2024, I, A, 12.
[115] S. Marguerite-Marie Alacoque, Autobiographie, n. 92, p. 102.
[116] Id., Lettre à Sœur de la Barge, 22 octobre 1689, pp. 468.
[117] Id., Autobiographie, n. 53, p. 69-70.
[118] Ibid., n. 55, p. 71.
[119] Sermon sur la confiance en Dieu : Œuvres du R.P. de La Colombière, t. 5, Lyon 1852, p. 100.
[120] Id., Retraite faite à Londres, 1-8 février 1677, Œuvres du R.P. de la Colombière, t.7, Avignon 1832, p. 93.
[121] Id., Retraite spirituelle faite à Lyon, octobre- novembre 1674, op. cit., p. 45.
[122] Cf. S. Charles de Foucauld, Lettre à Madame de Bondy, 27 avril 1897.
[123] Id., Lettre à Madame de Bondy, 28 avril 1901 ; Cf. C. de Foucauld, Lettre à Madame de Bondy, 5 avril 1909 : « C’est par vous que j’ai connu et les expositions du Très Saint Sacrement et les bénédictions, et le Sacré-Cœur ! ».
[124] Id., Lettre à Madame de Bondy, 7 avril 1890.
[125] Id., Lettre à l’Abbé Huvelin, 27 juin 1892.
[126] Id., Méditations sur l’Ancien Testament (1896-1897), Genèse 30, 1-21.
[127] Id., Lettre à l’Abbé Huvelin, 16 mai 1900.
[128] Id., Diaire, 17 mai 1906.
[129] Lettre 67 à Mme Guérin, 18 novembre 1888 : Œuvres Complètes, Paris 1996, p. 362.
[130] Id., Lettre 122, à Céline,14 octobre 1890, p. 431.
[131] Id., Poésie 23, “Au Sacré Cœur de Jésus”, juin ou octobre 1895, pp. 690-691.
[132] Id., Lettre 247, à l’abbé Maurice Bellière, 21 juin 1897, pp. 603-604.
[133] Id., Derniers entretiens, Carnet jaune, 11 juillet 1897, p. 1037.
[134] Id., Lettre 197, à Sœur Marie du Sacré-Cœur, 17 septembre 1896, pp. 552- 553. Cela ne veut pas dire que Thérèse n’a pas offert des sacrifices, ses douleurs et ses angoisses pour s’associer à la souffrance du Christ, mais lorsqu’elle a voulu entrer dans le vif du sujet, elle a veillé à ne pas donner à ces offrandes une importance qu’elles n’avaient pas.
[135] Id., Lettre 142, à Céline, 6 juillet 1893, p. 463.
[136] Id., Lettre 191, à Léonie, 12 juillet 1896, pp. 542-543.
[137] Id., Lettre 226, au Père Roulland, 9 mai 1897, pp. 588-589.
[138] Id., Lettre 258, à l’abbé Maurice Bellière, 18 juillet 1897, p. 615.
[139] S. Ignace de Loyola, Exercices Spirituels, n. 104.
[140] Ibid., n. 297.
[141] Cf. Lettre à S. Ignace, 23 janvier 1541.
[142] De Vita P. Ignatii et Societatis Iesu initiis, c. 8, 96, Bilbao-Santander 2021, p. 147.
[143] S. Ignace de Loyola, Exercices Spirituels, n. 54.
[144] Cf. Ibid., nn. 230 ss.
[145] 23ème Congrégation générale de la Compagnie de Jésus, Déc. 46, 1 : Institutum Societatis Iesu, 2, Florence, 1893, p. 511.
[146] In Lui solo la speranza, Milano 1983, p. 180.
[147] Lettre au Préposé général de la Compagnie de Jésus, Paray le Monial, 5 octobre 1986.
[148] Conférence 132 “la pauvreté”, 13 août 1655 : S. Vincent de Paul, Correspondance, Entretiens, Documents, II Entretiens, t. 11, Paris, 1923, p. 247.
[149] Id., Conférence 89 “la Mortification, la correspondance, les repas, les sorties”, 9 décembre 1657 : S. Vincent de Paul Correspondance, Entretiens, Documents, II Entretiens, t. X, Paris 1923, p. 407.
[150] S. Daniele Comboni, Scritti, 3324 : Daniele Comboni, Gli scritti, Bologna 1991, p. 998.
[151] Cf. Homélie de la messe de canonisation, 18 mai 2003 : L’Osservatore Romano, 19-20 mai 2003, p. 6.
[152] Lett. enc. Dives in misericordia (30 novembre 1980), n. 13 : AAS 72 (1980), p. 1219.
[153] Catéchèse, 20 juin 1979 : L’Osservatore Romano, 22 juin 1979, p. 1.
[154] Missionnaires Comboniens du Cœur de Jésus, Règle de vie, Constitutions et Directoire général, Rome 1988, 3.
[155] Religieuses de la société du Sacré-Cœur, Constitutions de 1982, n. 7.
[156] Lett. enc. Miserentissimus Redemptor (8 mai 1928) : AAS 20 (1928), p. 174.
[157] Lorsque la vertu de la foi est exercée, orientée vers le Christ, l’âme accède non seulement aux idées, mais aussi à la réalité de sa vie divine (cf. S. Thomas d’Aquin, Summa Theologiae, 3, 4, 1).
[158] Lett. enc. Miserentissimus Redemptor (8 mai 1928) : AAS 20 (1928), p. 174.
[159] Homélie de la Messe Chrismale, 28 mars 2024 : L’Osservatore Romano, 28 mars 2024, p. 2
[160] S. Ignace de Loyola, Exercices Spirituels, n. 203.
[161] Homélie de la Messe Chrismale, 28 mars 2024 : L’Osservatore Romano, 28 mars 2024, p. 2.
[162] S. Marguerite-Marie Alacoque, Autobiographie, Op.cit, pp. 71-72.
[163] Id., Lettre au R.P. Croiset, 3 novembre 1689, pp. 576-577.
[164] Id., Autobiographie, n. 92, p. 102.
[165] Lett. enc. Annum sacrum (25 mai 1899), n. 8 : ASS 31 (1898-99), p. 649.
[166] Julien, Ep. 49 ad Arsacium Pontificem Galatiae, Antioche, hiver 362-363 : Mainz 1828, pp. 90-91
[167] Ibid.
[168] Dicastère pour la Doctrine de la Foi, Décl. Dignitas infinita (2 avril 2024), n. 19 : L’Osservatore Romano, 8 avril 2024.
[169] Cf. Benoît XVI, Lettre au Préposé général de la Compagnie de Jésus pour 50ème anniversaire de l’Encyclique Haurietis aquas (15 mai 2006) : AAS 98 (2006), 461.
[170] In Num. Homil. 12, 1: PG 12, 657.
[171] Epist. 29, 24 : PL 16, 1060.
[172] Adv. Arium 1, 8 : PL 8, 1044.
[173] Cf. Tract. In Joannem 32, 4 : PL 35, 1643.
[174] Expos. in Ev. S. Joannis, cap. 7, lectio 5.
[175] Pie XII, Lettre Encyclique Haurietis Aquas (15 mai 1956), II : AAS 48 (1956), p. 321.
[176] S. Jean Paul II, Lettre encyclique Redemptoris Mater (25 mars 1987), n. 38 : AAS 79 (1987), p. 411.
[177] Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 62.
[178] Ibid., n. 60.
[179] Sermones super Cant., 20, 4 : PL 183, 869.
[180] Introduction à la vie dévote, 3ème part. chap. 35 : S. Francois de Sales, Œuvres, Gallimard, Paris 1969, pp. 226-227.
[181] Id., Sermon pour le 17ème dimanche après la Pentecôte, Œuvres complètes, Annecy, Monastère de la Visitation, t. 9, pp. 200.201.
[182] Retraite à Nazareth, Jésus en sa Passion, du 5 au 15 novembre 1897.
[183] À partir du 19 mars 1902, toutes ses lettres ont pour entête les mots Jesus Caritas séparés d’un cœur surmonté de la croix.
[184] Id. Lettre à l’abbé Huvelin, 15 juillet 1904 : Charles de Foucauld, Œuvres spirituelles, Paris 1958, p 675.
[185] Cf. Id. Lettre à Dom Martin, 25 janvier 1903 (Cahiers Charles de Foucauld, vol. 2, p. 154).
[186] Cité par René Voillaume, Les fraternités du Père de Foucauld, Paris, 1946, p. 173.
[187] S. Charles de Foucauld, Méditation des saints Évangiles sur les passages relatifs à quinze vertus, Charité, (Mt 20, 28) Nazareth 1897-1898.
[188] Ibid., (Mt 27, 30).
[189] H. Huvelin, Quelques directeurs d’âmes au XVII siècle, Paris 1911, p. 97.
[190] Conférences, Service au malades et soin de sa santé, 11 novembre 1657 : S. Vincent de Paul, Correspondance, Entretiens, Documents, II Entretiens, t. 10, p. 334
[191] Id., Règles communes, II, 6.
[192] S. Jean-Paul II, Lettre au Préposé Général de la Compagnie de Jésus, Paray-le-Monial, 5 octobre 1986 : L’Osservatore Romano, 6 octobre 1986, p. 7.
[193] Id., Exhort. ap. post. syn. Reconciliatio et Paenitentia (2 décembre 1984), n. 16 : AAS 77 (1985), p. 215.
[194] Cf. Id., Lett. enc. Sollicitudo Rei Socialis (30 décembre 1987), n. 36 : AAS 80 (1988), pp. 561-562.
[195] Id., Lett. enc. Centesimus annus (1 mai 1991), n. 41 : AAS 83 (1991), p.845.
[196] Catéchisme de l’Église Catholique, n. 1888.
[197] Cf. Catéchèse, 8 juin 1994 : L’Osservatore Romano, 9 juin 1994, p. 5.
[198] Discours aux participants au colloque “réparer l’irréparable”, pour les 350 ans des apparitions de Jésus à Paray-le-Monial, 4 mai 2024 : L’Osservatore Romano, 4 mai 2024, p. 12.
[199] Ibid.
[200] Homélie de la messe à Sainte Marthe, 6 mars 2018 : L’Osservatore Romano, 5-6 mars 2018, p. 8.
[201] Discours aux participants au colloque “réparer l’irréparable”, pour les 350 ans des apparitions de Jésus à Paray-le-Monial, 4 mai 2024 : L’Osservatore Romano, 4 mai 2024, p. 12.
[202] Homélie de la messe Chrismale, 28 mars 2024 : L’Osservatore Romano, 28 marzo 2024, p. 2.
[203] Ibid.
[204] Ibid.
[205] Lett. enc. Laudato si’ (24 mai 2015), n. 80 : AAS 107 (2015), p. 879.
[206] Catéchisme de l’Église Catholique, n. 1085.
[207] Ibid., n. 268.
[208] Autobiographie, n 53 : Vie et œuvre de la bienheureuse Marguerite-Marie Alacoque, Paris 1915, p. 69.
[209] Ms A, 84r°, p. 212.
[210] Ibid.
[211] Ibid.
[212] Id., Ms A, 83v°, p. 211 ; Cf. Lettre 226, au Père Roulland, 9 mai 1897, p. 588.
[213] Id., Offrande de moi-même comme Victime d’Holocauste à l’Amour Miséricordieux du Bon Dieu, p. 965.
[214] Id., Ms B, 3v°, p. 226.
[215] Id., Lettre 186, à Léonie, 11 avril 1896, p. 535.
[216] Id., Lettre 258, à l’abbé Bellière, 18 juillet 1897, p. 615.
[217] Cf. Pie XI, Lett. enc. Miserentissimus Redemptor (8 mai 1928) : AAS 20 (1928), p. 169.
[218] Ibid.
[219] S. Jean-Paul II, Catéchèse, 20 juin 1979 : L’Osservatore Romano, 22 juin 1979, p. 1.
[220] Homélie de la messe à Sainte Marthe, 27 juin 2014 : L’Osservatore Romano, 28 juin 2014, p. 8.
[221] Message à l’occasion du centenaire de la consécration du genre humain au Sacré Cœur réalisé par Léon XIII, Varsovie, 11 juin 1999 : L’Osservatore Romano, 12 juin 1999, p. 5.
[222] Ibid.
[223] Lettre à l’Archevêque de Lyon pour le centenaire de la consécration du genre humain au Cœur de Jésus, 4 juin 1999 : L’Osservatore Romano, 12 juin 1999, p. 4.
[224] Répétition d’oraison, 22 août 1655 : S. Vincent de Paul Correspondance, Entretiens, Documents II, Entretiens, t. 11, p. 291.
[225] Lett. Diserti interpretes, (5 mai 1965), n. 4 : Enchiridion della Vita Consacrata, Bologne-Milan 2001, n. 3809.
[226] Vita Nova, 19, 5-6.
[227] Ms A, 45v°, Op. cit, p. 143.
[01635-FR.01] [Texte original: Espagnol]
Traduzione in lingua inglese
ENCYCLICAL LETTER
DILEXIT NOS
OF THE HOLY FATHER
FRANCIS
ON THE HUMAN AND DIVINE LOVE
OF THE HEART OF JESUS CHRIST
1. HE LOVED US”, Saint Paul says of Christ (cf. Rom 8:37), in order to make us realize that nothing can ever “separate us” from that love (Rom 8:39). Paul could say this with certainty because Jesus himself had told his disciples, “I have loved you” (Jn 15:9, 12). Even now, the Lord says to us, “I have called you friends” (Jn 15:15). His open heart has gone before us and waits for us, unconditionally, asking only to offer us his love and friendship. For “he loved us first” (cf. 1 Jn 4:10). Because of Jesus, “we have come to know and believe in the love that God has for us” (1 Jn 4:16).
CHAPTER ONE
THE IMPORTANCE OF THE HEART
2. The symbol of the heart has often been used to express the love of Jesus Christ. Some have questioned whether this symbol is still meaningful today. Yet living as we do in an age of superficiality, rushing frenetically from one thing to another without really knowing why, and ending up as insatiable consumers and slaves to the mechanisms of a market unconcerned about the deeper meaning of our lives, all of us need to rediscover the importance of the heart.[1]
WHAT DO WE MEAN BY “THE HEART”?
3. In classical Greek, the word kardía denotes the inmost part of human beings, animals and plants. For Homer, it indicates not only the centre of the body, but also the human soul and spirit. In the Iliad, thoughts and feelings proceed from the heart and are closely bound one to another.[2] The heart appears as the locus of desire and the place where important decisions take shape.[3] In Plato, the heart serves, as it were, to unite the rational and instinctive aspects of the person, since the impulses of both the higher faculties and the passions were thought to pass through the veins that converge in the heart.[4] From ancient times, then, there has been an appreciation of the fact that human beings are not simply a sum of different skills, but a unity of body and soul with a coordinating centre that provides a backdrop of meaning and direction to all that a person experiences.
4. The Bible tells us that, “the Word of God is living and active... it is able to judge the thoughts and intentions of the heart” (Heb 4:12). In this way, it speaks to us of the heart as a core that lies hidden bene ath all outward appearances, even beneath the superficial thoughts that can lead us astray. The disciples of Emmaus, on their mysterious journey in the company of the risen Christ, experienced a moment of anguish, confusion, despair and disappointment. Yet, beyond and in spite of this, something was happening deep within them: “Were not our hearts burning within us while he was talking to us on the road?” (Lk 24:32).
5. The heart is also the locus of sincerity, where deceit and disguise have no place. It usually indicates our true intentions, what we really think, believe and desire, the “secrets” that we tell no one: in a word, the naked truth about ourselves. It is the part of us that is neither appearance or illusion, but is instead authentic, real, entirely “who we are”. That is why Samson, who kept from Delilah the secret of his strength, was asked by her, “How can you say, ‘I love you’, when your heart is not with me?” (Judg 16:15). Only when Samson opened his heart to her, did she realize “that he had told her his whole secret” (Judg 16:18).
6. This interior reality of each person is frequently concealed behind a great deal of “foliage”, which makes it difficult for us not only to understand ourselves, but even more to know others: “The heart is devious above all else; it is perverse, who can understand it?” (Jer 17:9). We can understand, then, the advice of the Book of Proverbs: “Keep your heart with all vigilance, for from it flow the springs of life; put away from you crooked speech” (4:23-24). Mere appearances, dishonesty and deception harm and pervert the heart. Despite our every attempt to appear as something we are not, our heart is the ultimate judge, not of what we show or hide from others, but of who we truly are. It is the basis for any sound life project; nothing worthwhile can be undertaken apart from the heart. False appearances and untruths ultimately leave us empty-handed.
7. As an illustration of this, I would repeat a story I have already told on another occasion. “For the carnival, when we were children, my grandmother would make a pastry using a very thin batter. When she dropped the strips of batter into the oil, they would expand, but then, when we bit into them, they were empty inside. In the dialect we spoke, those cookies were called ‘lies’… My grandmother explained why: ‘Like lies, they look big, but are empty inside; they are false, unreal’”.[5]
8. Instead of running after superficial satisfactions and playing a role for the benefit of others, we would do better to think about the really important questions in life. Who am I, really? What am I looking for? What direction do I want to give to my life, my decisions and my actions? Why and for what purpose am I in this world? How do I want to look back on my life once it ends? What meaning do I want to give to all my experiences? Who do I want to be for others? Who am I for God? All these questions lead us back to the heart.
RETURNING TO THE HEART
9. In this “liquid” world of ours, we need to start speaking once more about the heart and thinking about this place where every person, of every class and condition, creates a synthesis, where they encounter the radical source of their strengths, convictions, passions and decisions. Yet, we find ourselves immersed in societies of serial consumers who live from day to day, dominated by the hectic pace and bombarded by technology, lacking in the patience needed to engage in the processes that an interior life by its very nature requires. In contemporary society, people “risk losing their centre, the centre of their very selves”.[6] “Indeed, the men and women of our time often find themselves confused and torn apart, almost bereft of an inner principle that can create unity and harmony in their lives and actions. Models of behaviour that, sadly, are now widespread exaggerate our rational-technological dimension or, on the contrary, that of our instincts”.[7] No room is left for the heart.
10. The issues raised by today’s liquid society are much discussed, but this depreciation of the deep core of our humanity – the heart – has a much longer history. We find it already present in Hellenic and pre-Christian rationalism, in post-Christian idealism and in materialism in its various guises. The heart has been ignored in anthropology, and the great philosophical tradition finds it a foreign notion, preferring other concepts such as reason, will or freedom. The very meaning of the term is imprecise and hard to situate within our human experience. Perhaps this is due to the difficulty of treating it as a “clear and distinct idea”, or because it entails the question of self-understanding, where the deepest part of us is also that which is least known. Even encountering others does not necessarily prove to be a way of encountering ourselves, inasmuch as our thought patterns are dominated by an unhealthy individualism. Many people feel safer constructing their systems of thought in the more readily controllable domain of intelligence and will. The failure to make room for the heart, as distinct from our human powers and passions viewed in isolation from one another, has resulted in a stunting of the idea of a personal centre, in which love, in the end, is the one reality that can unify all the others.
11. If we devalue the heart, we also devalue what it means to speak from the heart, to act with the heart, to cultivate and heal the heart. If we fail to appreciate the specificity of the heart, we miss the messages that the mind alone cannot communicate; we miss out on the richness of our encounters with others; we miss out on poetry. We also lose track of history and our own past, since our real personal history is built with the heart. At the end of our lives, that alone will matter.
12. It must be said, then, that we have a heart, a heart that coexists with other hearts that help to make it a “Thou”. Since we cannot develop this theme at length, we will take a character from one of Dostoevsky’s novels, Nikolai Stavrogin.[8] Romano Guardini argues that Stavrogin is the very embodiment of evil, because his chief trait is his heartlessness: “Stavrogin has no heart, hence his mind is cold and empty and his body sunken in bestial sloth and sensuality. He has no heart, hence he can draw close to no one and no one can ever truly draw close to him. For only the heart creates intimacy, true closeness between two persons. Only the heart is able to welcome and offer hospitality. Intimacy is the proper activity and the domain of the heart. Stavrogin is always infinitely distant, even from himself, because a man can enter into himself only with the heart, not with the mind. It is not in a man’s power to enter into his own interiority with the mind. Hence, if the heart is not alive, man remains a stranger to himself”.[9]
13. All our actions need to be put under the “political rule” of the heart. In this way, our aggressiveness and obsessive desires will find rest in the greater good that the heart proposes and in the power of the heart to resist evil. The mind and the will are put at the service of the greater good by sensing and savouring truths, rather than seeking to master them as the sciences tend to do. The will desires the greater good that the heart recognizes, while the imagination and emotions are themselves guided by the beating of the heart.
14. It could be said, then, that I am my heart, for my heart is what sets me apart, shapes my spiritual identity and puts me in communion with other people. The algorithms operating in the digital world show that our thoughts and will are much more “uniform” than we had previously thought. They are easily predictable and thus capable of being manipulated. That is not the case with the heart.
15. The word “heart” proves its value for philosophy and theology in their efforts to reach an integral synthesis. Nor can its meaning be exhausted by biology, psychology, anthropology or any other science. It is one of those primordial words that “describe realities belonging to man precisely in so far as he is one whole (as a corporeo-spiritual person)”.[10] It follows that biologists are not being more “realistic” when they discuss the heart, since they see only one aspect of it; the whole is not less real, but even more real. Nor can abstract language ever acquire the same concrete and integrative meaning. The word “heart” evokes the inmost core of our person, and thus it enables us to understand ourselves in our integrity and not merely under one isolated aspect.
16. This unique power of the heart also helps us to understand why, when we grasp a reality with our heart, we know it better and more fully. This inevitably leads us to the love of which the heart is capable, for “the inmost core of reality is love”.[11] For Heidegger, as interpreted by one contemporary thinker, philosophy does not begin with a simple concept or certainty, but with a shock: “Thought must be provoked before it begins to work with concepts or while it works with them. Without deep emotion, thought cannot begin. The first mental image would thus be goose bumps. What first stirs one to think and question is deep emotion. Philosophy always takes place in a basic mood (Stimmung)”.[12] That is where the heart comes in, since it “houses the states of mind and functions as a ‘keeper of the state of mind’. The ‘heart’ listens in a non-metaphoric way to ‘the silent voice’ of being, allowing itself to be tempered and determined by it”.[13]
THE HEART UNITES THE FRAGMENTS
17. At the same time, the heart makes all authentic bonding possible, since a relationship not shaped by the heart is incapable of overcoming the fragmentation caused by individualism. Two monads may approach one another, but they will never truly connect. A society dominated by narcissism and self-centredness will increasingly become “heartless”. This will lead in turn to the “loss of desire”, since as other persons disappear from the horizon we find ourselves trapped within walls of our own making, no longer capable of healthy relationships.[14] As a result, we also become incapable of openness to God. As Heidegger puts it, to be open to the divine we need to build a “guest house”.[15]
18. We see, then, that in the heart of each person there is a mysterious connection between self-knowledge and openness to others, between the encounter with one’s personal uniqueness and the willingness to give oneself to others. We become ourselves only to the extent that we acquire the ability to acknowledge others, while only those who can acknowledge and accept themselves are then able to encounter others.
19. The heart is also capable of unifying and harmonizing our personal history, which may seem hopelessly fragmented, yet is the place where everything can make sense. The Gospel tells us this in speaking of Our Lady, who saw things with the heart. She was able to dialogue with the things she experienced by pondering them in her heart, treasuring their memory and viewing them in a greater perspective. The best expression of how the heart thinks is found in the two passages in Saint Luke’s Gospel that speak to us of how Mary “treasured (synetérei) all these things and pondered (symbállousa) them in her heart” (cf. Lk 2:19 and 51). The Greek verb symbállein, “ponder”, evokes the image of putting two things together (“symbols”) in one’s mind and reflecting on them, in a dialogue with oneself. In Luke 2:51, the verb used is dietérei, which has the sense of “keep”. What Mary “kept” was not only her memory of what she had seen and heard, but also those aspects of it that she did not yet understand; these nonetheless remained present and alive in her memory, waiting to be “put together” in her heart.
20. In this age of artificial intelligence, we cannot forget that poetry and love are necessary to save our humanity. No algorithm will ever be able to capture, for example, the nostalgia that all of us feel, whatever our age, and wherever we live, when we recall how we first used a fork to seal the edges of the pies that we helped our mothers or grandmothers to make at home. It was a moment of culinary apprenticeship, somewhere between child-play and adulthood, when we first felt responsible for working and helping one another. Along with the fork, I could also mention thousands of other little things that are a precious part of everyone’s life: a smile we elicited by telling a joke, a picture we sketched in the light of a window, the first game of soccer we played with a rag ball, the worms we collected in a shoebox, a flower we pressed in the pages of a book, our concern for a fledgling bird fallen from its nest, a wish we made in plucking a daisy. All these little things, ordinary in themselves yet extraordinary for us, can never be captured by algorithms. The fork, the joke, the window, the ball, the shoebox, the book, the bird, the flower: all of these live on as precious memories “kept” deep in our heart.
21. This profound core, present in every man and woman, is not that of the soul, but of the entire person in his or her unique psychosomatic identity. Everything finds its unity in the heart, which can be the dwelling-place of love in all its spiritual, psychic and even physical dimensions. In a word, if love reigns in our heart, we become, in a complete and luminous way, the persons we are meant to be, for every human being is created above all else for love. In the deepest fibre of our being, we were made to love and to be loved.
22. For this reason, when we witness the outbreak of new wars, with the complicity, tolerance or indifference of other countries, or petty power struggles over partisan interests, we may be tempted to conclude that our world is losing its heart. We need only to see and listen to the elderly women – from both sides – who are at the mercy of these devastating conflicts. It is heart-breaking to see them mourning for their murdered grandchildren, or longing to die themselves after losing the homes where they spent their entire lives. Those women, who were often pillars of strength and resilience amid life’s difficulties and hardships, now, at the end of their days, are experiencing, in place of a well-earned rest, only anguish, fear and outrage. Casting the blame on others does not resolve these shameful and tragic situations. To see these elderly women weep, and not feel that this is something intolerable, is a sign of a world that has grown heartless.
23. Whenever a person thinks, questions and reflects on his or her true identity, strives to understand the deeper questions of life and to seek God, or experiences the thrill of catching a glimpse of truth, it leads to the realization that our fulfilment as human beings is found in love. In loving, we sense that we come to know the purpose and goal of our existence in this world. Everything comes together in a state of coherence and harmony. It follows that, in contemplating the meaning of our lives, perhaps the most decisive question we can ask is, “Do I have a heart?”
FIRE
24. All that we have said has implications for the spiritual life. For example, the theology underlying the Spiritual Exercises of Saint Ignatius Loyola is based on “affection” (affectus). The structure of the Exercises assumes a firm and heartfelt desire to “rearrange” one’s life, a desire that in turn provides the strength and the wherewithal to achieve that goal. The rules and the compositions of place that Ignatius furnishes are in the service of something much more important, namely, the mystery of the human heart. Michel de Certeau shows how the “movements” of which Ignatius speaks are the “inbreaking” of God’s desire and the desire of our own heart amid the orderly progression of the meditations. Something unexpected and hitherto unknown starts to speak in our heart, breaking through our superficial knowledge and calling it into question. This is the start of a new process of “setting our life in order”, beginning with the heart. It is not about intellectual concepts that need to be put into practice in our daily lives, as if affectivity and practice were merely the effects of – and dependent upon – the data of knowledge.[16]
25. Where the thinking of the philosopher halts, there the heart of the believer presses on in love and adoration, in pleading for forgiveness and in willingness to serve in whatever place the Lord allows us to choose, in order to follow in his footsteps. At that point, we realize that in God’s eyes we are a “Thou”, and for that very reason we can be an “I”. Indeed, only the Lord offers to treat each one of us as a “Thou”, always and forever. Accepting his friendship is a matter of the heart; it is what constitutes us as persons in the fullest sense of that word.
26. Saint Bonaventure tells us that in the end we should not pray for light, but for “raging fire”.[17] He teaches that, “faith is in the intellect, in such a way as to provoke affection. In this sense, for example, the knowledge that Christ died for us does not remain knowledge, but necessarily becomes affection, love”.[18] Along the same lines, Saint John Henry Newman took as his motto the phrase Cor ad cor loquitur, since, beyond all our thoughts and ideas, the Lord saves us by speaking to our hearts from his Sacred Heart. This realization led him, the distinguished intellectual, to recognize that his deepest encounter with himself and with the Lord came not from his reading or reflection, but from his prayerful dialogue, heart to heart, with Christ, alive and present. It was in the Eucharist that Newman encountered the living heart of Jesus, capable of setting us free, giving meaning to each moment of our lives, and bestowing true peace: “O most Sacred, most loving Heart of Jesus, Thou art concealed in the Holy Eucharist, and Thou beatest for us still… I worship Thee then with all my best love and awe, with my fervent affection, with my most subdued, most resolved will. O my God, when Thou dost condescend to suffer me to receive Thee, to eat and drink Thee, and Thou for a while takest up Thy abode within me, O make my heart beat with Thy Heart. Purify it of all that is earthly, all that is proud and sensual, all that is hard and cruel, of all perversity, of all disorder, of all deadness. So fill it with Thee, that neither the events of the day nor the circumstances of the time may have power to ruffle it, but that in Thy love and Thy fear it may have peace”.[19]
27. Before the heart of Jesus, living and present, our mind, enlightened by the Spirit, grows in the understanding of his words and our will is moved to put them into practice. This could easily remain on the level of a kind of self-reliant moralism. Hearing and tasting the Lord, and paying him due honour, however, is a matter of the heart. Only the heart is capable of setting our other powers and passions, and our entire person, in a stance of reverence and loving obedience before the Lord.
THE WORLD CAN CHANGE, BEGINNING WITH THE HEART
28. It is only by starting from the heart that our communities will succeed in uniting and reconciling differing minds and wills, so that the Spirit can guide us in unity as brothers and sisters. Reconciliation and peace are also born of the heart. The heart of Christ is “ecstasy”, openness, gift and encounter. In that heart, we learn to relate to one another in wholesome and happy ways, and to build up in this world God’s kingdom of love and justice. Our hearts, united with the heart of Christ, are capable of working this social miracle.
29. Taking the heart seriously, then, has consequences for society as a whole. The Second Vatican Council teaches that, “every one of us needs a change of heart; we must set our gaze on the whole world and look to those tasks we can all perform together in order to bring about the betterment of our race”.[20] For “the imbalances affecting the world today are in fact a symptom of a deeper imbalance rooted in the human heart”.[21] In pondering the tragedies afflicting our world, the Council urges us to return to the heart. It explains that human beings “by their interior life, transcend the entire material universe; they experience this deep interiority when they enter into their own heart, where God, who probes the heart, awaits them, and where they decide their own destiny in the sight of God”.[22]
30. This in no way implies an undue reliance on our own abilities. Let us never forget that our hearts are not self-sufficient, but frail and wounded. They possess an ontological dignity, yet at the same time must seek an ever more dignified life.[23] The Second Vatican Council points out that “the ferment of the Gospel has aroused and continues to arouse in human hearts an unquenchable thirst for human dignity”.[24] Yet to live in accordance with this dignity, it is not enough to know the Gospel or to carry out mechanically its demands. We need the help of God’s love. Let us turn, then, to the heart of Christ, that core of his being, which is a blazing furnace of divine and human love and the most sublime fulfilment to which humanity can aspire. There, in that heart, we truly come at last to know ourselves and we learn how to love.
31. In the end, that Sacred Heart is the unifying principle of all reality, since “Christ is the heart of the world, and the paschal mystery of his death and resurrection is the centre of history, which, because of him, is a history of salvation”.[25] All creatures “are moving forward with us and through us towards a common point of arrival, which is God, in that transcendent fullness where the risen Christ embraces and illumines all things”.[26] In the presence of the heart of Christ, I once more ask the Lord to have mercy on this suffering world in which he chose to dwell as one of us. May he pour out the treasures of his light and love, so that our world, which presses forward despite wars, socio-economic disparities and uses of technology that threaten our humanity, may regain the most important and necessary thing of all: its heart.
CHAPTER TWO
ACTIONS AND WORDS OF LOVE
32. The heart of Christ, as the symbol of the deepest and most personal source of his love for us, is the very core of the initial preaching of the Gospel. It stands at the origin of our faith, as the wellspring that refreshes and enlivens our Christian beliefs.
ACTIONS THAT REFLECT THE HEART
33. Christ showed the depth of his love for us not by lengthy explanations but by concrete actions. By examining his interactions with others, we can come to realize how he treats each one of us, even though at times this may be difficult to see. Let us now turn to the place where our faith can encounter this truth: the word of God.
34. The Gospel tells us that Jesus “came to his own” (cf. Jn 1:11). Those words refer to us, for the Lord does not treat us as strangers but as a possession that he watches over and cherishes. He treats us truly as “his own”. This does not mean that we are his slaves, something that he himself denies: “I do not call you servants” (Jn 15:15). Rather, it refers to the sense of mutual belonging typical of friends. Jesus came to meet us, bridging all distances; he became as close to us as the simplest, everyday realities of our lives. Indeed, he has another name, “Emmanuel”, which means “God with us”, God as part of our lives, God as living in our midst. The Son of God became incarnate and “emptied himself, taking the form of a slave” (Phil 2:7).
35. This becomes clear when we see Jesus at work. He seeks people out, approaches them, ever open to an encounter with them. We see it when he stops to converse with the Samaritan woman at the well where she went to draw water (cf. Jn 4:5-7). We see it when, in the darkness of night, he meets Nicodemus, who feared to be seen in his presence (cf. Jn 3:1-2). We marvel when he allows his feet to be washed by a prostitute (cf. Lk 7:36-50), when he says to the woman caught in adultery, “Neither do I condemn you” (Jn 8:11), or again when he chides the disciples for their indifference and quietly asks the blind man on the roadside, “What do you want me to do for you?” (Mk 10:51). Christ shows that God is closeness, compassion and tender love.
36. Whenever Jesus healed someone, he preferred to do it, not from a distance but in close proximity: “He stretched out his hand and touched him” (Mt 8:3). “He touched her hand” (Mt 8:15). “He touched their eyes” (Mt 9:29). Once he even stopped to cure a deaf man with his own saliva (cf. Mk 7:33), as a mother would do, so that people would not think of him as removed from their lives. “The Lord knows the fine science of the caress. In his compassion, God does not love us with words; he comes forth to meet us and, by his closeness, he shows us the depth of his tender love”.[27]
37. If we find it hard to trust others because we have been hurt by lies, injuries and disappointments, the Lord whispers in our ear: “Take heart, son!” (Mt 9:2), “Take heart, daughter!” (Mt 9:22). He encourages us to overcome our fear and to realize that, with him at our side, we have nothing to lose. To Peter, in his fright, “Jesus immediately reached out his hand and caught him”, saying, “You of little faith, why did you doubt?” (Mt 14:31). Nor should you be afraid. Let him draw near and sit at your side. There may be many people we distrust, but not him. Do not hesitate because of your sins. Keep in mind that many sinners “came and sat with him” (Mt 9:10), yet Jesus was scandalized by none of them. It was the religious élite that complained and treated him as “a glutton and a drunkard, a friend of tax collectors and sinners” (Mt 11:19). When the Pharisees criticized him for his closeness to people deemed base or sinful, Jesus replied, “I desire mercy, not sacrifice” (Mt 9:13).
38. That same Jesus is now waiting for you to give him the chance to bring light to your life, to raise you up and to fill you with his strength. Before his death, he assured his disciples, “I will not leave you orphaned; I am coming to you. In a little while the world will no longer see me, but you will see me” (Jn 14:18-19). Jesus always finds a way to be present in your life, so that you can encounter him.
JESUS’ GAZE
39. The Gospel tells us that a rich man came up to Jesus, full of idealism yet lacking in the strength needed to change his life. Jesus then “looked at him” (Mk 10:21). Can you imagine that moment, that encounter between his eyes and those of Jesus? If Jesus calls you and summons you for a mission, he first looks at you, plumbs the depths of your heart and, knowing everything about you, fixes his gaze upon you. So it was when, “as he walked by the Sea of Galilee, he saw two brothers... and as he went from there, he saw two other brothers” (Mt 4:18, 21).
40. Many a page of the Gospel illustrates how attentive Jesus was to individuals and above all to their problems and needs. We are told that, “when he saw the crowds, he had compassion for them, because they were harassed and helpless” (Mt 9:36). Whenever we feel that everyone ignores us, that no one cares what becomes of us, that we are of no importance to anyone, he remains concerned for us. To Nathanael, standing apart and busy about his own affairs, he could say, “I saw you under the fig tree before Philip called you” (Jn 1:48).
41. Precisely out of concern for us, Jesus knows every one of our good intentions and small acts of charity. The Gospel tells us that once he “saw a poor widow put in two small copper coins” in the Temple treasury (Lk 21:2) and immediately brought it to the attention of his disciples. Jesus thus appreciates the good that he sees in us. When the centurion approached him with complete confidence, “Jesus listened to him and was amazed” (Mt 8:10). How reassuring it is to know that, even if others are not aware of our good intentions or actions, Jesus sees them and regards them highly.
42. In his humanity, Jesus learned this from Mary, his mother. Our Lady carefully pondered the things she had experienced; she “treasured them… in her heart” (Lk 2:19, 51) and, with Saint Joseph, she taught Jesus from his earliest years to be attentive in this same way.
JESUS’ WORDS
43. Although the Scriptures preserve Jesus’ words, ever alive and timely, there are moments when he speaks to us inwardly, calls us and leads us to a better place. That better place is his heart. There he invites us to find fresh strength and peace: “Come to me, all who are weary and are carrying heavy burdens, and I will give you rest” (Mt 11:28). In this sense, he could say to his disciples, “Abide in me” (Jn 15:4).
44. Jesus’ words show that his holiness did not exclude deep emotions. On various occasions, he demonstrated a love that was both passionate and compassionate. He could be deeply moved and grieved, even to the point of shedding tears. It is clear that Jesus was not indifferent to the daily cares and concerns of people, such as their weariness or hunger: “I have compassion for this crowd... they have nothing to eat... they will faint on the way, and some of them have come from a great distance” (Mk 8:2-3).
45. The Gospel makes no secret of Jesus’ love for Jerusalem: “As he came near and saw the city, he wept over it” (Lk 19:41). He then voiced the deepest desire of his heart: “If you had only recognized on this day the things that make for peace” (Lk 19:42). The evangelists, while at times showing him in his power and glory, also portray his profound emotions in the face of death and the grief felt by his friends. Before recounting how Jesus, standing before the tomb of Lazarus, “began to weep” (Jn 11:35), the Gospel observes that, “Jesus loved Martha and her sister and Lazarus” (Jn 11:5) and that, seeing Mary and those who were with her weeping, “he was greatly disturbed in spirit and deeply moved” (Jn 11:33). The Gospel account leaves no doubt that his tears were genuine, the sign of inner turmoil. Nor do the Gospels attempt to conceal Jesus’ anguish over his impending violent death at the hands of those whom he had loved so greatly: he “began to be distressed and agitated” (Mk 14:33), even to the point of crying out, “I am deeply grieved, even to death” (Mk 14:34). This inner turmoil finds its most powerful expression in his cry from the cross: “My God, my God, why have you forsaken me?” (Mk 15:34).
46. At first glance, all this may smack of pious sentimentalism. Yet it is supremely serious and of decisive importance, and finds its most sublime expression in Christ crucified. The cross is Jesus’ most eloquent word of love. A word that is not shallow, sentimental or merely edifying. It is love, sheer love. That is why Saint Paul, struggling to find the right words to describe his relationship with Christ, could speak of “the Son of God, who loved me and gave himself for me” (Gal 2:20). This was Paul’s deepest conviction: the knowledge that he was loved. Christ’s self-offering on the cross became the driving force in Paul’s life, yet it only made sense to him because he knew that something even greater lay behind it: the fact that “he loved me”. At a time when many were seeking salvation, prosperity or security elsewhere, Paul, moved by the Spirit, was able to see farther and to marvel at the greatest and most essential thing of all: “Christ loved me”.
47. Now, after considering Christ and seeing how his actions and words grant us insight into his heart, let us turn to the Church’s reflection on the holy mystery of the Lord’s Sacred Heart.
CHAPTER THREE
THIS IS THE HEART THAT HAS LOVED SO GREATLY
48. Devotion to the heart of Christ is not the veneration of a single organ apart from the Person of Jesus. What we contemplate and adore is the whole Jesus Christ, the Son of God made man, represented by an image that accentuates his heart. That heart of flesh is seen as the privileged sign of the inmost being of the incarnate Son and his love, both divine and human. More than any other part of his body, the heart of Jesus is “the natural sign and symbol of his boundless love”.[28]
WORSHIPING CHRIST
49. It is essential to realize that our relationship to the Person of Jesus Christ is one of friendship and adoration, drawn by the love represented under the image of his heart. We venerate that image, yet our worship is directed solely to the living Christ, in his divinity and his plenary humanity, so that we may be embraced by his human and divine love.
50. Whatever the image employed, it is clear that the living heart of Christ – not its representation – is the object of our worship, for it is part of his holy risen body, which is inseparable from the Son of God who assumed that body forever. We worship it because it is “the heart of the Person of the Word, to whom it is inseparably united”.[29] Nor do we worship it for its own sake, but because with this heart the incarnate Son is alive, loves us and receives our love in return. Any act of love or worship of his heart is thus “really and truly given to Christ himself”,[30] since it spontaneously refers back to him and is “a symbol and a tender image of the infinite love of Jesus Christ”.[31]
51. For this reason, it should never be imagined that this devotion may distract or separate us from Jesus and his love. In a natural and direct way, it points us to him and to him alone, who calls us to a precious friendship marked by dialogue, affection, trust and adoration. The Christ we see depicted with a pierced and burning heart is the same Christ who, for love of us, was born in Bethlehem, passed through Galilee healing the sick, embracing sinners and showing mercy. The same Christ who loved us to the very end, opening wide his arms on the cross, who then rose from the dead and now lives among us in glory.
VENERATING HIS IMAGE
52. While the image of Christ and his heart is not in itself an object of worship, neither is it simply one among many other possible images. It was not devised at a desk or designed by an artist; it is “no imaginary symbol, but a real symbol which represents the centre, the source from which salvation flowed for all humanity”.[32]
53. Universal human experience has made the image of the heart something unique. Indeed, throughout history and in different parts of the world, it has become a symbol of personal intimacy, affection, emotional attachment and capacity for love. Transcending all scientific explanations, a hand placed on the heart of a friend expresses special affection: when two persons fall in love and draw close to one another, their hearts beat faster; when we are abandoned or deceived by someone we love, our hearts sink. So too, when we want to say something deeply personal, we often say that we are speaking “from the heart”. The language of poetry reflects the power of these experiences. In the course of history, the heart has taken on unique symbolic value that is more than merely conventional.
54. It is understandable, then, that the Church has chosen the image of the heart to represent the human and divine love of Jesus Christ and the inmost core of his Person. Yet, while the depiction of a heart afire may be an eloquent symbol of the burning love of Jesus Christ, it is important that this heart not be represented apart from him. In this way, his summons to a personal relationship of encounter and dialogue will become all the more meaningful.[33] The venerable image portraying Christ holding out his loving heart also shows him looking directly at us, inviting us to encounter, dialogue and trust; it shows his strong hands capable of supporting us and his lips that speak personally to each of us.
55. The heart, too, has the advantage of being immediately recognizable as the profound unifying centre of the body, an expression of the totality of the person, unlike other individual organs. As a part that stands for the whole, we could easily misinterpret it, were we to contemplate it apart from the Lord himself. The image of the heart should lead us to contemplate Christ in all the beauty and richness of his humanity and divinity.
56. Whatever particular aesthetic qualities we may ascribe to various portrayals of Christ’s heart when we pray before them, it is not the case that “something is sought from them or that blind trust is put in images as once was done by the Gentiles”. Rather, “through these images that we kiss, and before which we kneel and uncover our heads, we are adoring Christ”.[34]
57. Certain of these representations may indeed strike us as tasteless and not particularly conducive to affection or prayer. Yet this is of little importance, since they are only invitations to prayer, and, to cite an Eastern proverb, we should not limit our gaze to the finger that points us to the moon. Whereas the Eucharist is a real presence to be worshiped, sacred images, albeit blessed, point beyond themselves, inviting us to lift up our hearts and to unite them to the heart of the living Christ. The image we venerate thus serves as a summons to make room for an encounter with Christ, and to worship him in whatever way we wish to picture him. Standing before the image, we stand before Christ, and in his presence, “love pauses, contemplates mystery, and enjoys it in silence”.[35]
58. At the same time, we must never forget that the image of the heart speaks to us of the flesh and of earthly realities. In this way, it points us to the God who wished to become one of us, a part of our history, and a companion on our earthly journey. A more abstract or stylized form of devotion would not necessarily be more faithful to the Gospel, for in this eloquent and tangible sign we see how God willed to reveal himself and to draw close to us.
A LOVE THAT IS TANGIBLE
59. On the other hand, love and the human heart do not always go together, since hatred, indifference and selfishness can also reign in our hearts. Yet we cannot attain our fulfilment as human beings unless we open our hearts to others; only through love do we become fully ourselves. The deepest part of us, created for love, will fulfil God’s plan only if we learn to love. And the heart is the symbol of that love.
60. The eternal Son of God, in his utter transcendence, chose to love each of us with a human heart. His human emotions became the sacrament of that infinite and endless love. His heart, then, is not merely a symbol for some disembodied spiritual truth. In gazing upon the Lord’s heart, we contemplate a physical reality, his human flesh, which enables him to possess genuine human emotions and feelings, like ourselves, albeit fully transformed by his divine love. Our devotion must ascend to the infinite love of the Person of the Son of God, yet we need to keep in mind that his divine love is inseparable from his human love. The image of his heart of flesh helps us to do precisely this.
61. Since the heart continues to be seen in the popular mind as the affective centre of each human being, it remains the best means of signifying the divine love of Christ, united forever and inseparably to his wholly human love. Pius XII observed that the Gospel, in referring to the love of Christ’s heart, speaks “not only of divine charity but also human affection”. Indeed, “the heart of Jesus Christ, hypostatically united to the divine Person of the Word, beyond doubt throbbed with love and every other tender affection”.[36]
62. The Fathers of the Church, opposing those who denied or downplayed the true humanity of Christ, insisted on the concrete and tangible reality of the Lord’s human affections. Saint Basil emphasized that the Lord’s incarnation was not something fanciful, and that “the Lord possessed our natural affections”.[37] Saint John Chrysostom pointed to an example: “Had he not possessed our nature, he would not have experienced sadness from time to time”.[38] Saint Ambrose stated that “in taking a soul, he took on the passions of the soul”.[39] For Saint Augustine, our human affections, which Christ assumed, are now open to the life of grace: “The Lord Jesus assumed these affections of our human weakness, as he did the flesh of our human weakness, not out of necessity, but consciously and freely... lest any who feel grief and sorrow amid the trials of life should think themselves separated from his grace”.[40] Finally, Saint John Damascene viewed the genuine affections shown by Christ in his humanity as proof that he assumed our nature in its entirety in order to redeem and transform it in its entirety: Christ, then, assumed all that is part of human nature, so that all might be sanctified.[41]
63. Here, we can benefit from the thoughts of a theologian who maintains that, “due to the influence of Greek thought, theology long relegated the body and feelings to the world of the pre-human or sub-human or potentially inhuman; yet what theology did not resolve in theory, spirituality resolved in practice. This, together with popular piety, preserved the relationship with the corporal, psychological and historical reality of Jesus. The Stations of the Cross, devotion to Christ’s wounds, his Precious Blood and his Sacred Heart, and a variety of Eucharist devotions... all bridged the gaps in theology by nourishing our hearts and imagination, our tender love for Christ, our hope and memory, our desires and feelings. Reason and logic took other directions”.[42]
A THREEFOLD LOVE
64. Nor do we remain only on the level of the Lord’s human feelings, beautiful and moving as they are. In contemplating Christ’s heart we also see how, in his fine and noble sentiments, his kindness and gentleness and his signs of genuine human affection, the deeper truth of his infinite divine love is revealed. In the words of Benedict XVI, “from the infinite horizon of his love, God wished to enter into the limits of human history and the human condition. He took on a body and a heart. Thus, we can contemplate and encounter the infinite in the finite, the invisible and ineffable mystery in the human heart of Jesus the Nazarene”.[43]
65. The image of the Lord’s heart speaks to us in fact of a threefold love. First, we contemplate his infinite divine love. Then our thoughts turn to the spiritual dimension of his humanity, in which the heart is “the symbol of that most ardent love which, infused into his soul, enriches his human will”. Finally, “it is a symbol also of his sensible love”.[44]
66. These three loves are not separate, parallel or disconnected, but together act and find expression in a constant and vital unity. For “by faith, through which we believe that the human and divine nature were united in the Person of Christ, we can see the closest bonds between the tender love of the physical heart of Jesus and the twofold spiritual love, namely human and divine”.[45]
67. Entering into the heart of Christ, we feel loved by a human heart filled with affections and emotions like our own. Jesus’ human will freely chooses to love us, and that spiritual love is flooded with grace and charity. When we plunge into the depths of his heart, we find ourselves overwhelmed by the immense glory of his infinite love as the eternal Son, which we can no longer separate from his human love. It is precisely in his human love, and not apart from it, that we encounter his divine love: we discover “the infinite in the finite”.[46]
68. It is the constant and unequivocal teaching of the Church that our worship of Christ’s person is undivided, inseparably embracing both his divine and his human natures. From ancient times, the Church has taught that we are to “adore one and the same Christ, the Son of God and of man, consisting of and in two inseparable and undivided natures”.[47] And we do so “with one act of adoration… inasmuch as the Word became flesh”.[48] Christ is in no way “worshipped in two natures, whereby two acts of worship are introduced”; instead, we venerate “by one act of worship God the Word made flesh, together with his own flesh”.[49]
69. Saint John of the Cross sought to explain that in mystical experience the infinite love of the risen Christ is not perceived as alien to our lives. The infinite in some way “condescends” to enable us, through the open heart of Christ, to experience an encounter of truly reciprocal love, for “it is indeed credible that a bird of lowly flight can capture the royal eagle of the heights, if this eagle descends with the desire of being captured”.[50] He also explains that the Bridegroom, “beholding that the bride is wounded with love for him, because of her moan he too is wounded with love for her. Among lovers, the wound of one is the wound of both”.[51] John of the Cross regards the image of Christ’s pierced side as an invitation to full union with the Lord. Christ is the wounded stag, wounded when we fail to let ourselves be touched by his love, who descends to the streams of water to quench his thirst and is comforted whenever we turn to him:
“Return, dove!
The wounded stag
is in sight on the hill,
cooled by the breeze of your flight”.[52]
TRINITARIAN PERSPECTIVES
70. Devotion to the heart of Jesus, as a direct contemplation of the Lord that draws us into union with him, is clearly Christological in nature. We see this in the Letter to the Hebrews, which urges us to “run with perseverance the race that is set before us, looking to Jesus” (12:2). At the same time, we need to realize that Jesus speaks of himself as the way to the Father: “I am the way… No one comes to the Father except through me” (Jn 14:6). Jesus wants to bring us to the Father. That is why, from the very beginning, the Church’s preaching does not end with Jesus, but with the Father. As source and fullness, the Father is ultimately the one to be glorified.[53]
71. If we turn, for example, to the Letter to the Ephesians, we can see clearly how our worship is directed to the Father: “I bow my knees before the Father” (3:14). There is “one God and Father of all, who is above all and through all and in all” (4:6). “Give thanks to God the Father at all times and for everything” (5:20). It is the Father “for whom we exist” (1 Cor 8:6). In this sense, Saint John Paul II could say that, “the whole of the Christian life is like a great pilgrimage to the house of the Father”.[54] This too was the experience of Saint Ignatius of Antioch on his path to martyrdom: “In me there is left no spark of desire for mundane things, but only a murmur of living water that whispers within me, ‘Come to the Father’”.[55]
72. The Father is, before all else, the Father of Jesus Christ: “Blessed be the God and Father of our Lord Jesus Christ” (Eph 1:3). He is “the God of our Lord Jesus Christ, the Father of glory” (Eph 1:17). When the Son became man, all the hopes and aspirations of his human heart were directed towards the Father. If we consider the way Christ spoke of the Father, we can grasp the love and affection that his human heart felt for him, this complete and constant orientation towards him.[56] Jesus’ life among us was a journey of response to the constant call of his human heart to come to the Father.[57]
73. We know that the Aramaic word Jesus used to address the Father was “Abba”, an intimate and familiar term that some found disconcerting (cf. Jn 5:18). It is how he addressed the Father in expressing his anguish at his impending death: “Abba, Father, for you all things are possible; remove this cup from me; yet, not what I want, but what you want” (Mk 14:36). Jesus knew well that he had always been loved by the Father: “You loved me before the foundation of the world” (Jn 17:24). In his human heart, he had rejoiced at hearing the Father say to him: “You are my Son, the Beloved; with you I am well pleased” (Mk 1:11).
74. The Fourth Gospel tells us that the eternal Son was always “close to the Father’s heart” (Jn 1:18).[58] Saint Irenaeus thus declares that “the Son of God was with the Father from the beginning”.[59] Origen, for his part, maintains that the Son perseveres “in uninterrupted contemplation of the depths of the Father”.[60] When the Son took flesh, he spent entire nights conversing with his beloved Father on the mountaintop (cf. Lk 6:12). He told us, “I must be in my Father’s house” (Lk 2:49). We see too how he expressed his praise: “Jesus rejoiced in the Holy Spirit and said, ‘I thank you, Father, Lord of heaven and earth’ (Lk 10:21). His last words, full of trust, were, “Father, into your hands I commend my spirit” (Lk 23:46).
75. Let us now turn to the Holy Spirit, whose fire fills the heart of Christ. As Saint John Paul II once said, Christ’s heart is “the Holy Spirit’s masterpiece”.[61] This is more than simply a past event, for even now “the heart of Christ is alive with the action of the Holy Spirit, to whom Jesus attributed the inspiration of his mission (cf. Lk 4:18; Is 61:1) and whose sending he had promised at the Last Supper. It is the Spirit who enables us to grasp the richness of the sign of Christ’s pierced side, from which the Church has sprung (cf. Sacrosanctum Concilium, 5)”.[62] In a word, “only the Holy Spirit can open up before us the fullness of the ‘inner man’, which is found in the heart of Christ. He alone can cause our human hearts to draw strength from that fullness, step by step”.[63]
76. If we seek to delve more deeply into the mysterious working of the Spirit, we learn that he groans within us, saying “Abba!” Indeed, “the proof that you are children is that God has sent the Spirit of his Son into our hearts, crying, ‘Abba! Father!’” (Gal 4:6). For “the Spirit bears witness with our spirit that we are children of God” (Rom 8:16). The Holy Spirit at work in Christ’s human heart draws him unceasingly to the Father. When the Spirit unites us to the sentiments of Christ through grace, he makes us sharers in the Son’s relationship to the Father, whereby we receive “a spirit of adoption through which we cry out, ‘Abba! Father!’” (Rom 8:15).
77. Our relationship with the heart of Christ is thus changed, thanks to the prompting of the Spirit who guides us to the Father, the source of life and the ultimate wellspring of grace. Christ does not expect us simply to remain in him. His love is “the revelation of the Father’s mercy”,[64] and his desire is that, impelled by the Spirit welling up from his heart, we should ascend to the Father “with him and in him”. We give glory to the Father “through” Christ,[65] “with” Christ,[66] and “in” Christ.[67] Saint John Paul II taught that, “the Saviour’s heart invites us to return to the Father’s love, which is the source of every authentic love”.[68] This is precisely what the Holy Spirit, who comes to us through the heart of Christ, seeks to nurture in our hearts. For this reason, the liturgy, through the enlivening work of the Spirit, always addresses the Father from the risen heart of Christ.
RECENT TEACHINGS OF THE MAGISTERIUM
78. In numerous ways, Christ’s heart has always been present in the history of Christian spirituality. In the Scriptures and in the early centuries of the Church’s life, it appeared under the image of the Lord’s wounded side, as a fountain of grace and a summons to a deep and loving encounter. In this same guise, it has reappeared in the writings of numerous saints, past and present. In recent centuries, this spirituality has gradually taken on the specific form of devotion to the Sacred Heart of Jesus.
79. A number of my Predecessors have spoken in various ways about the heart of Christ and exhorted us to unite ourselves to it. At the end of the nineteenth century, Leo XIII encouraged us to consecrate ourselves to the Sacred Heart, thus uniting our call to union with Christ and our wonder before the magnificence of his infinite love.[69] Some thirty years later, Pius XI presented this devotion as a “summa” of the experience of Christian faith.[70] Pius XII went on to declare that adoration of the Sacred Heart expresses in an outstanding way, as a sublime synthesis, the worship we owe to Jesus Christ.[71]
80. More recently, Saint John Paul II presented the growth of this devotion in recent centuries as a response to the rise of rigorist and disembodied forms of spirituality that neglected the richness of the Lord’s mercy. At the same time, he saw it as a timely summons to resist attempts to create a world that leaves no room for God. “Devotion to the Sacred Heart, as it developed in Europe two centuries ago, under the impulse of the mystical experiences of Saint Margaret Mary Alacoque, was a response to Jansenist rigor, which ended up disregarding God’s infinite mercy... The men and women of the third millennium need the heart of Christ in order to know God and to know themselves; they need it to build the civilization of love”.[72]
81. Benedict XVI asked us to recognize in the heart of Christ an intimate and daily presence in our lives: “Every person needs a ‘centre’ for his or her own life, a source of truth and goodness to draw upon in the events, situations and struggles of daily existence. All of us, when we pause in silence, need to feel not only the beating of our own heart, but deeper still, the beating of a trustworthy presence, perceptible with faith’s senses and yet much more real: the presence of Christ, the heart of the world”.[73]
FURTHER REFLECTIONS AND RELEVANCE FOR OUR TIMES
82. The expressive and symbolic image of Christ’s heart is not the only means granted us by the Holy Spirit for encountering the love of Christ, yet it is, as we have seen, an especially privileged one. Even so, it constantly needs to be enriched, deepened and renewed through meditation, the reading of the Gospel and growth in spiritual maturity. Pius XII made it clear that the Church does not claim that, “we must contemplate and adore in the heart of Jesus a ‘formal’ image, that is, a perfect and absolute sign of his divine love, for the essence of this love can in no way be adequately expressed by any created image whatsoever”.[74]
83. Devotion to Christ’s heart is essential for our Christian life to the extent that it expresses our openness in faith and adoration to the mystery of the Lord’s divine and human love. In this sense, we can once more affirm that the Sacred Heart is a synthesis of the Gospel.[75] We need to remember that the visions or mystical showings related by certain saints who passionately encouraged devotion to Christ’s heart are not something that the faithful are obliged to believe as if they were the word of God.[76] Nonetheless, they are rich sources of encouragement and can prove greatly beneficial, even if no one need feel forced to follow them should they not prove helpful on his or her own spiritual journey. At the same time, however, we should be mindful that, as Pius XII pointed out, this devotion cannot be said “to owe its origin to private revelations”.[77]
84. The promotion of Eucharistic communion on the first Friday of each month, for example, sent a powerful message at a time when many people had stopped receiving communion because they were no longer confident of God’s mercy and forgiveness and regarded communion as a kind of reward for the perfect. In the context of Jansenism, the spread of this practice proved immensely beneficial, since it led to a clearer realization that in the Eucharist the merciful and ever-present love of the heart of Christ invites us to union with him. It can also be said that this practice can prove similarly beneficial in our own time, for a different reason. Amid the frenetic pace of today’s world and our obsession with free time, consumption and diversion, cell phones and social media, we forget to nourish our lives with the strength of the Eucharist.
85. While no one should feel obliged to spend an hour in adoration each Thursday, the practice ought surely to be recommended. When we carry it out with devotion, in union with many of our brothers and sisters and discover in the Eucharist the immense love of the heart of Christ, we “adore, together with the Church, the sign and manifestation of the divine love that went so far as to love, through the heart of the incarnate Word, the human race”.[78]
86. Many Jansenists found this difficult to comprehend, for they looked askance on all that was human, affective and corporeal, and so viewed this devotion as distancing us from pure worship of the Most High God. Pius XII described as “false mysticism”[79] the elitist attitude of those groups that saw God as so sublime, separate and distant that they regarded affective expressions of popular piety as dangerous and in need of ecclesiastical oversight.
87. It could be argued that today, in place of Jansenism, we find ourselves before a powerful wave of secularization that seeks to build a world free of God. In our societies, we are also seeing a proliferation of varied forms of religiosity that have nothing to do with a personal relationship with the God of love, but are new manifestations of a disembodied spirituality. I must warn that within the Church too, a baneful Jansenist dualism has re-emerged in new forms. This has gained renewed strength in recent decades, but it is a recrudescence of that Gnosticism which proved so great a spiritual threat in the early centuries of Christianity because it refused to acknowledge the reality of “the salvation of the flesh”. For this reason, I turn my gaze to the heart of Christ and I invite all of us to renew our devotion to it. I hope this will also appeal to today’s sensitivities and thus help us to confront the dualisms, old and new, to which this devotion offers an effective response.
88. I would add that the heart of Christ also frees us from another kind of dualism found in communities and pastors excessively caught up in external activities, structural reforms that have little to do with the Gospel, obsessive reorganization plans, worldly projects, secular ways of thinking and mandatory programmes. The result is often a Christianity stripped of the tender consolations of faith, the joy of serving others, the fervour of personal commitment to mission, the beauty of knowing Christ and the profound gratitude born of the friendship he offers and the ultimate meaning he gives to our lives. This too is the expression of an illusory and disembodied otherworldliness.
89. Once we succumb to these attitudes, so widespread in our day, we tend to lose all desire to be cured of them. This leads me to propose to the whole Church renewed reflection on the love of Christ represented in his Sacred Heart. For there we find the whole Gospel, a synthesis of the truths of our faith, all that we adore and seek in faith, all that responds to our deepest needs.
90. As we contemplate the heart of Christ, the incarnate synthesis of the Gospel, we can, following the example of Saint Therese of the Child Jesus, “place heartfelt trust not in ourselves but in the infinite mercy of a God who loves us unconditionally and has already given us everything in the cross of Jesus Christ”.[80] Therese was able to do this because she had discovered in the heart of Christ that God is love: “To me he has granted his infinite mercy, and through it I contemplate and adore the other divine perfections”.[81] That is why a popular prayer, directed like an arrow towards the heart of Christ, says simply: “Jesus, I trust in you”.[82] No other words are needed.
91. In the following chapters, we will emphasize two essential aspects that contemporary devotion to the Sacred Heart needs to combine, so that it can continue to nourish us and bring us closer to the Gospel: personal spiritual experience and communal missionary commitment.
CHAPTER FOUR
A LOVE THAT GIVES ITSELF AS DRINK
92. Let us now return to the Scriptures, the inspired texts where, above all, we encounter God’s revelation. There, and in the Church’s living Tradition, we hear what the Lord has wished to tell us in the course of history. By reading several texts from the Old and the New Testaments, we will gain insight into the word of God that has guided the great spiritual pilgrimage of his people down the ages.
A GOD WHO THIRSTS FOR LOVE
93. The Bible shows that the people that journeyed through the desert and yearned for freedom received the promise of an abundance of life-giving water: “With joy you will draw water from the wells of salvation” (Is 12:3). The messianic prophecies gradually coalesced around the imagery of purifying water: “I will sprinkle clean water upon you, and you shall be clean… a new spirit I will put within you” (Ezek 36:25-26). This water would bestow on God’s people the fullness of life, like a fountain flowing from the Temple and bringing a wealth of life and salvation in its wake. “I saw on the bank of the river a great many trees on the one side and on the other… and wherever that river goes, every living creature will live… and when that river enters the sea, its waters will become fresh; everything will live where the river goes” (Ezek 47:7-9).
94. The Jewish festival of Booths (Sukkot), which recalls the forty-year sojourn of Israel in the desert, gradually adopted the symbolism of water as a central element. It included a rite of offering water each morning, which became most solemn on the final day of the festival, when a great procession took place towards the Temple, the altar was circled seven times and the water was offered to God amid loud cries of joy.[83]
95. The dawn of the messianic era was described as a fountain springing up for the people: “I will pour out a spirit of compassion and supplication on the house of David and the inhabitants of Jerusalem, and they shall look on him whom they have pierced… On that day, a fountain shall be opened for the house of David and the inhabitants of Jerusalem, to cleanse them from sin and impurity” (Zech 12:10; 13:1).
96. One who is pierced, a flowing fountain, the outpouring of a spirit of compassion and supplication: the first Christians inevitably considered these promises fulfilled in the pierced side of Christ, the wellspring of new life. In the Gospel of John, we contemplate that fulfilment. From Jesus’ wounded side, the water of the Spirit poured forth: “One of the soldiers pierced his side with a spear, and at once blood and water flowed out” (Jn 19:34). The evangelist then recalls the prophecy that had spoken of a fountain opened in Jerusalem and the pierced one (Jn 19:37; cf. Zech 12:10). The open fountain is the wounded side of Christ.
97. Earlier, John’s Gospel had spoken of this event, when on “the last day of the festival” (Jn 7:37), Jesus cried out to the people celebrating the great procession: “Let anyone who is thirsty come to me and drink… out of his heart shall flow rivers of living water” (Jn 7:37-38). For this to be accomplished, however, it was necessary for Jesus’ “hour” to come, for he “was not yet glorified” (Jn 7:39). That fulfilment was to come on the cross, in the blood and water that flowed from the Lord’s side.
98. The Book of Revelation takes up the prophecies of the pierced one and the fountain: “every eye will see him, even those who pierced him” (Rev 1:7); “Let everyone who is thirsty come; let anyone who wishes take the water of life as a gift” (Rev 22:17).
99. The pierced side of Jesus is the source of the love that God had shown for his people in countless ways. Let us now recall some of his words:
“Because you are precious in my sight and honoured, I love you” (Is 43:4).
“Can a woman forget her nursing child, or show no compassion for the child of her womb? Even if these may forget, yet I will not forget you. See, I have inscribed you on the palms of my hands” (Is 49:15-16).
“For the mountains may depart, and the hills be removed, but my steadfast love shall not depart from you, and my covenant of peace shall not be removed” (Is 54:10).
“I have loved you with an everlasting love; therefore I have continued my faithfulness to you” (Jer 31:3).
“The Lord, your God, is in your midst, a warrior who gives you victory; he will rejoice over you with gladness, he will renew you in his love; he will exult over you with loud singing” (Zeph 3:17).
100. The prophet Hosea goes so far as to speak of the heart of God, who “led them with cords of human kindness, with bands of love” (Hos 11:4). When that love was spurned, the Lord could say, “My heart is stirred within me; my compassion grows warm and tender (Hos 11:8). God’s merciful love always triumphs (cf. Hos 11:9), and it was to find its most sublime expression in Christ, his definitive Word of love.
101. The pierced heart of Christ embodies all God’s declarations of love present in the Scriptures. That love is no mere matter of words; rather, the open side of his Son is a source of life for those whom he loves, the fount that quenches the thirst of his people. As Saint John Paul II pointed out, “the essential elements of devotion [to the Sacred Heart] belong in a permanent fashion to the spirituality of the Church throughout her history; for since the beginning, the Church has looked to the heart of Christ pierced on the Cross”.[84]
ECHOES OF THE WORD IN HISTORY
102. Let us consider some of the ways that, in the history of the Christian faith, these prophecies were understood to have been fulfilled. Various Fathers of the Church, especially those in Asia Minor, spoke of the wounded side of Jesus as the source of the water of the Holy Spirit: the word, its grace and the sacraments that communicate it. The courage of the martyrs is born of “the heavenly fount of living waters flowing from the side of Christ”[85] or, in the version of Rufinus, “the heavenly and eternal streams that flow from the heart of Christ”.[86] We believers, reborn in the Spirit, emerge from the cleft in the rock; “we have come forth from the heart of Christ”.[87] His wounded side, understood as his heart, filled with the Holy Spirit, comes to us as a flood of living water. “The fount of the Spirit is entirely in Christ”.[88] Yet the Spirit whom we have received does not distance us from the risen Lord, but fills us with his presence, for by drinking of the Spirit we drink of the same Christ. In the words of Saint Ambrose: “Drink of Christ, for he is the rock that pours forth a flood of water. Drink of Christ, for he is the source of life. Drink of Christ, for he is the river whose streams gladden the city of God. Drink of Christ, for he is our peace. Drink of Christ, for from his side flows living water”.[89]
103. Saint Augustine opened the way to devotion to the Sacred Heart as the locus of our personal encounter with the Lord. For Augustine, Christ’s wounded side is not only the source of grace and the sacraments, but also the symbol of our intimate union with Christ, the setting of an encounter of love. There we find the source of the most precious wisdom of all, which is knowledge of him. In effect, Augustine writes that John, the beloved disciple, reclining on Jesus’ bosom at the Last Supper, drew near to the secret place of wisdom.[90] Here we have no merely intellectual contemplation of an abstract theological truth. As Saint Jerome explains, a person capable of contemplation “does not delight in the beauty of that stream of water, but drinks of the living water flowing from the side of the Lord”.[91]
104. Saint Bernard takes up the symbolism of the pierced side of the Lord and understands it explicitly as a revelation and outpouring of all of the love of his heart. Through that wound, Christ opens his heart to us and enables us to appropriate the boundless mystery of his love and mercy: “I take from the bowels of the Lord what is lacking to me, for his bowels overflow with mercy through the holes through which they stream. Those who crucified him pierced his hands and feet, they pierced his side with a lance. And through those holes I can taste wild honey and oil from the rocks of flint, that is, I can taste and see that the Lord is good… A lance passed through his soul even to the region of his heart. No longer is he unable to take pity on my weakness. The wounds inflicted on his body have disclosed to us the secrets of his heart; they enable us to contemplate the great mystery of his compassion”.[92]
105. This theme reappears especially in William of Saint-Thierry, who invites us to enter into the heart of Jesus, who feeds us from his own breast.[93] This is not surprising if we recall that for William, “the art of arts is the art of love… Love is awakened by the Creator of nature, and is a power of the soul that leads it, as if by its natural gravity, to its proper place and end”.[94] That proper place, where love reigns in fullness, is the heart of Christ: “Lord, where do you lead those whom you embrace and clasp to your heart? Your heart, Jesus, is the sweet manna of your divinity that you hold within the golden jar of your soul (cf. Heb 9:4), and that surpasses all knowledge. Happy those who, having plunged into those depths, have been hidden by you in the recess of your heart”.[95]
106. Saint Bonaventure unites these two spiritual currents. He presents the heart of Christ as the source of the sacraments and of grace, and urges that our contemplation of that heart become a relationship between friends, a personal encounter of love.
107. Bonaventure makes us appreciate first the beauty of the grace and the sacraments flowing from the fountain of life that is the wounded side of the Lord. “In order that from the side of Christ sleeping on the cross, the Church might be formed and the Scripture fulfilled that says: ‘They shall look upon him whom they pierced’, one of the soldiers struck him with a lance and opened his side. This was permitted by divine Providence so that, in the blood and water flowing from that wound, the price of our salvation might flow from the hidden wellspring of his heart, enabling the Church’s sacraments to confer the life of grace and thus to be, for those who live in Christ, like a cup filled from the living fount springing up to life eternal”.[96]
108. Bonaventure then asks us to take another step, in order that our access to grace not be seen as a kind of magic or neo-platonic emanation, but rather as a direct relationship with Christ, a dwelling in his heart, so that whoever drinks from that source becomes a friend of Christ, a loving heart. “Rise up, then, O soul who are a friend of Christ, and be the dove that nests in the cleft in the rock; be the sparrow that finds a home and constantly watches over it; be the turtledove that hides the offspring of its chaste love in that most holy cleft”.[97]
THE SPREAD OF DEVOTION TO THE HEART OF CHRIST
109. Gradually, the wounded side of Christ, as the abode of his love and the wellspring of the life of grace, began to be associated with his heart, especially in monastic life. We know that in the course of history, devotion to the heart of Christ was not always expressed in the same way, and that its modern developments, related to a variety of spiritual experiences, cannot be directly derived from the mediaeval forms, much less the biblical forms in which we glimpse the seeds of that devotion. This notwithstanding, the Church today rejects nothing of the good that the Holy Spirit has bestowed on us down the centuries, for she knows that it will always be possible to discern a clearer and deeper meaning in certain aspects of that devotion, and to gain new insights over the course of time.
110. A number of holy women, in recounting their experiences of encounter with Christ, have spoken of resting in the heart of the Lord as the source of life and interior peace. This was the case with Saints Lutgarde and Mechtilde of Hackeborn, Saint Angela of Foligno and Dame Julian of Norwich, to mention only a few. Saint Gertrude of Helfta, a Cistercian nun, tells of a time in prayer when she reclined her head on the heart of Christ and heard its beating. In a dialogue with Saint John the Evangelist, she asked him why he had not described in his Gospel what he experienced when he did the same. Gertrude concludes that “the sweet sound of those heartbeats has been reserved for modern times, so that, hearing them, our aging and lukewarm world may be renewed in the love of God”.[98] Might we think that this is indeed a message for our own times, a summons to realize how our world has indeed “grown old”, and needs to perceive anew the message of Christ’s love? Saint Gertrude and Saint Mechtilde have been considered among “the most intimate confidants of the Sacred Heart”.[99]
111. The Carthusians, encouraged above all by Ludolph of Saxony, found in devotion to the Sacred Heart a means of growth in affection and closeness to Christ. All who enter through the wound of his heart are inflamed with love. Saint Catherine of Siena wrote that the Lord’s sufferings are impossible for us to comprehend, but the open heart of Christ enables us to have a lively personal encounter with his boundless love. “I wished to reveal to you the secret of my heart, allowing you to see it open, so that you can understand that I have loved you so much more than I could have proved to you by the suffering that I once endured”.[100]
112. Devotion to the heart of Christ slowly passed beyond the walls of the monasteries to enrich the spirituality of saintly teachers, preachers and founders of religious congregations, who then spread it to the farthest reaches of the earth.[101]
113. Particularly significant was the initiative taken by Saint John Eudes, who, “after preaching with his confrères a fervent mission in Rennes, convinced the bishop of that diocese to approve the celebration of the feast of the Adorable Heart of our Lord Jesus Christ. This was the first time that such a feast was officially authorized in the Church. Following this, between the years 1670 and 1671, the bishops of Coutances, Evreux, Bayeux, Lisieux and Rouen authorized the celebration of the feast for their respective dioceses”.[102]
SAINT FRANCIS DE SALES
114. In modern times, mention should be made of the important contribution of Saint Francis de Sales. Francis frequently contemplated Christ’s open heart, which invites us to dwell therein, in a personal relationship of love that sheds light on the mysteries of his life. In his writings, the saintly Doctor of the Church opposes a rigorous morality and a legalistic piety by presenting the heart of Jesus as a summons to complete trust in the mysterious working of his grace. We see this expressed in his letter to Saint Jane Francis de Chantal: “I am certain that we will remain no longer in ourselves… but dwell forever in the Lord’s wounded side, for apart from him not only can we do nothing, but even if we were able, we would lack the desire to do anything”.[103]
115. For Francis de Sales, true devotion had nothing to do with superstition or perfunctory piety, since it entails a personal relationship in which each of us feels uniquely and individually known and loved by Christ. “This most adorable and lovable heart of our Master, burning with the love which he professes to us, [is] a heart on which all our names are written… Surely it is a source of profound consolation to know that we are loved so deeply by our Lord, who constantly carries us in his heart”.[104] With the image of our names written on the heart of Christ, Saint Francis sought to express the extent to which Christ’s love for each of us is not something abstract and generic, but utterly personal, enabling each believer to feel known and respected for who he or she is. “How lovely is this heaven, in which the Lord is its sun and his breast a fountain of love from which the blessed drink to their heart’s content! Each of us can look therein and see our name carved in letters of love, which true love alone can read and true love has written. Dear God! And what too, beloved daughter, of our loved ones? Surely they will be there too; for even if our hearts have no love, they nonetheless possess a desire for love and the beginnings of love”.[105]
116. Francis saw this experience of Christ’s love as essential to the spiritual life, indeed one of the great truths of faith: “Yes, my beloved daughter, he thinks of you and not only, but even the smallest hair of your head: this is an article of faith and in no way must it be doubted”.[106] It follows that the believer becomes capable of complete abandonment in the heart of Christ, in which he or she finds repose, comfort and strength: “Oh God! What happiness to be thus embraced and to recline in the bosom of the Saviour. Remain thus, beloved daughter, and like another little one, Saint John, while others are tasting different kinds of food at the table of the Lord, lay your head, your soul and your spirit, in a gesture of utter trust, on the loving bosom of this dear Lord”.[107] “I hope that you are resting in the cleft of the turtledove and in the pierced side of our beloved Saviour… How good is this Lord, my beloved daughter! How loving is his Heart! Let us remain here, in this holy abode”.[108]
117. At the same time, faithful to his teaching on the sanctification of ordinary life, Francis proposes that this experience take place in the midst of the activities, tasks and obligations of our daily existence. “You asked me how souls that are attracted in prayer to this holy simplicity, to this perfect abandonment in God, should conduct themselves in all their actions? I would reply that, not only in prayer, but also in the conduct of everyday life they should advance always in the spirit of simplicity, abandoning and completely surrendering their soul, their actions and their accomplishments to God’s will. And to do so with a love marked by perfect and absolute trust, abandoning themselves to grace and to the care of the eternal love that divine Providence feels for them”.[109]
118. For this reason, when looking for a symbol to convey his vision of spiritual life, Francis de Sales concluded: “I have thought, dear Mother, if you agree, that we should take as our emblem a single heart pierced by two arrows, the whole enclosed in a crown of thorns”.[110]
A NEW DECLARATION OF LOVE
119. Under the salutary influence of this Salesian spirituality, the events of Paray-le-Monial took place at the end of the seventeenth century. Saint Margaret Mary Alacoque reported a remarkable series of apparitions of Christ between the end of December 1673 and June of 1675. Fundamental to these was a declaration of love that stood out in the first apparition. Jesus said: “My divine Heart is so inflamed with love for men, and for you in particular, that, no longer able to contain in itself the flames of its ardent charity, it must pour them out through you and be manifested to them, in order to enrich them with its precious treasures which I now reveal to you”.[111]
120. Saint Margaret Mary’s account is powerful and deeply moving: “He revealed to me the wonders of his love and the inexplicable secrets of his Sacred Heart which he had hitherto kept hidden from me, until he opened it to me for the first time, in such a striking and sensible manner that he left me no room for doubt”.[112] In subsequent appearances, that consoling message was reiterated: “He revealed to me the ineffable wonders of his pure love and to what extremes it had led him to love mankind”.[113]
121. This powerful realization of the love of Jesus Christ bequeathed to us by Saint Margaret Mary can spur us to greater union with him. We need not feel obliged to accept or appropriate every detail of her spiritual experience, in which, as often happens, God’s intervention combines with human elements related to the individual’s own desires, concerns and interior images.[114] Such experiences must always be interpreted in the light of the Gospel and the rich spiritual tradition of the Church, even as we acknowledge the good they accomplish in many of our brothers and sisters. In this way, we can recognize the gifts of the Holy Spirit present in those experiences of faith and love. More important than any individual detail is the core of the message handed on to us, which can be summed up in the words heard by Saint Margaret Mary: “This is the heart that so loved human beings that it has spared nothing, even to emptying and consuming itself in order to show them its love”.[115]
122. This apparition, then, invites us to grow in our encounter with Christ, putting our trust completely in his love, until we attain full and definitive union with him. “It is necessary that the divine heart of Jesus in some way replace our own; that he alone live and work in us and for us; that his will… work absolutely and without any resistance on our part; and finally that its affections, thoughts and desires take the place of our own, especially his love, so that he is loved in himself and for our sakes. And so, this lovable heart being our all in all, we can say with Saint Paul that we no longer live our own lives, but it is he who lives within us”.[116]
123. In the first message that Saint Margaret Mary received, this invitation was expressed in vivid, fervent and loving terms. “He asked for my heart, which I asked him to take, which he did and then placed myself in his own adorable heart, from which he made me see mine like a little atom consumed in the fiery furnace of his own”.[117]
124. At another point, we see that the one who gives himself to us is the risen and glorified Christ, full of life and light. If indeed, at different times, he spoke of the suffering that he endured for our sake and of the ingratitude with which it is met, what we see here are not so much his blood and painful wounds, but rather the light and fire of the Lord of life. The wounds of the passion have not disappeared, but are now transfigured. Here we see the paschal mystery in all its splendour: “Once, when the Blessed Sacrament was exposed, Jesus appeared, resplendent in glory, with his five wounds that appeared as so many suns blazing forth from his sacred humanity, but above all from his adorable breast, which seemed a fiery furnace. Opening his robe, he revealed his most loving and lovable heart, which was the living source of those flames. Then it was that I discovered the ineffable wonders of his pure love, with which he loves men to the utmost, yet receives from them only ingratitude and indifference”.[118]
SAINT CLAUDE DE LA COLOMBIÈRE
125. When Saint Claude de La Colombière learned of the experiences of Saint Margaret Mary, he immediately undertook her defence and began to spread word of the apparitions. Saint Claude played a special role in developing the understanding of devotion to the Sacred Heart and its meaning in the light of the Gospel.
126. Some of the language of Saint Margaret Mary, if poorly understood, might suggest undue trust in our personal sacrifices and offerings. Saint Claude insists that contemplation of the heart of Jesus, when authentic, does not provoke self-complacency or a vain confidence in our own experiences or human efforts, but rather an ineffable abandonment in Christ that fills our life with peace, security and decision. He expressed this absolute confidence most eloquently in a celebrated prayer:
“My God, I am so convinced that you keep watch over those who hope in you, and that we can want for nothing when we look for all in you, that I am resolved in the future to live free from every care and to turn all my anxieties over to you... I shall never lose my hope. I shall keep it to the last moment of my life; and at that moment all the demons in hell will strive to tear it from me… Others may look for happiness from their wealth or their talents; others may rest on the innocence of their life, or the severity of their penance, or the amount of their alms, or the fervour of their prayers. As for me, Lord, all my confidence is confidence itself. This confidence has never deceived anyone… I am sure, therefore, that I shall be eternally happy, since I firmly hope to be, and because it is from you, O God, that I hope for it”.[119]
127. In a note of January 1677, after mentioning the assurance he felt regarding his mission, Claude continued: “I have come to know that God wanted me to serve him by obtaining the fulfilment of his desires regarding the devotion that he suggested to a person to whom he communicates in confidence, and for whose sake he has desired to make use of my weakness. I have already used it to help several persons”.[120]
128. It should be recognized that the spirituality of Blessed Claude de La Colombière resulted in a fine synthesis of the profound and moving spiritual experience of Saint Margaret Mary and the vivid and concrete form of contemplation found in the Spiritual Exercises of Saint Ignatius Loyola. At the beginning of the third week of the Exercises, Claude reflected: “Two things have moved me in a striking way. First, the attitude of Christ towards those who sought to arrest him. His heart is full of bitter sorrow; every violent passion is unleashed against him and all nature is in turmoil, yet amid all this confusion, all these temptations, his heart remains firmly directed to God. He does not hesitate to take the part that virtue and the highest virtue suggested to him. Second, the attitude of that same heart towards Judas who betrayed him, the apostles who cravenly abandoned him, the priests and the others responsible for the persecution he suffered; none of these things was able to arouse in him the slightest sentiment of hatred or indignation. I present myself anew to this heart free of anger, free of bitterness, filled instead with genuine compassion towards its enemies”.[121]
SAINT CHARLES DE FOUCAULD AND SAINT THERESE OF THE CHILD JESUS
129. Saint Charles de Foucauld and Saint Therese of the Child Jesus, without intending to, reshaped certain aspects of devotion to the heart of Christ and thus helped us understand it in an even more evangelical spirit. Let us now examine how this devotion found expression in their lives. In the following chapter, we will return to them, in order to illustrate the distinctively missionary dimension that each of them brought to the devotion.
Iesus Caritas
130. In Louye, Charles de Foucauld was accustomed to visit the Blessed Sacrament with his cousin, Marie de Bondy. One day she showed him an image of the Sacred Heart.[122] His cousin played a fundamental role in Charles’s conversion, as he himself acknowledged: “Since God has made you the first instrument of his mercies towards me, from you everything else began. Had you not converted me, brought me to Jesus and taught me little by little, letter by letter, all that is holy and good, where would I be today?”[123] What Marie awakened in him was an intense awareness of the love of Jesus. That was the essential thing, and centred on devotion to the heart of Jesus, in which he encountered unbounded mercy: “Let us trust in the infinite mercy of the one whose heart you led me to know”.[124]
131. Later, his spiritual director, Father Henri Huvelin, helped Charles to deepen his understanding of the inestimable mystery of “this blessed heart of which you spoke to me so often”.[125] On 6 June 1889, Charles consecrated himself to the Sacred Heart, in which he found a love without limits. He told Christ, “You have bestowed on me so many benefits, that it would appear ingratitude towards your heart not to believe that it is disposed to bestow on me every good, however great, and that your love and your generosity are boundless”.[126] He was to become a hermit “under the name of the heart of Jesus”.[127]
132. On 17 May 1906, the same day in which Brother Charles, alone, could no longer celebrate Mass, he wrote of his promise “to let the heart of Jesus live in me, so that it is no longer I who live, but the heart of Jesus that lives in me, as he lived in Nazareth”.[128] His friendship with Jesus, heart to heart, was anything but a privatized piety. It inspired the austere life he led in Nazareth, born of a desire to imitate Christ and to be conformed to him. His loving devotion to the heart of Jesus had a concrete effect on his style of life, and his Nazareth was nourished by his personal relationship with the heart of Christ.
Saint Therese of the Child Jesus
133. Like Saint Charles de Foucauld, Saint Therese of the Child Jesus was influenced by the great renewal of devotion that swept nineteenth-century France. Father Almire Pichon, the spiritual director of her family, was seen as a devoted apostle of the Sacred Heart. One of her sisters took as her name in religion “Sister Marie of the Sacred Heart”, and the monastery that Therese entered was dedicated to the Sacred Heart. Her devotion nonetheless took on certain distinctive traits with regard to the customary piety of that age.
134. When Therese was fifteen, she could speak of Jesus as the one “whose heart beats in unison with my own”.[129] Two years later, speaking of the image of Christ’s heart crowned with thorns, she wrote in a letter: “You know that I myself do not see the Sacred Heart as everyone else. I think that the Heart of my Spouse is mine alone, just as mine is his alone, and I speak to him then in the solitude of this delightful heart to heart, while waiting to contemplate him one day face to face”.[130]
135. In one of her poems, Therese voiced the meaning of her devotion, which had to do more with friendship and assurance than with trust in her sacrifices:
“I need a heart burning with tenderness,
Who will be my support forever,
Who loves everything in me, even my weakness…
And who never leaves me day or night…
I must have a God who takes on my nature,
And becomes my brother and is able to suffer! …
Ah! I know well, all our righteousness
Is worthless in your sight…
So I, for my purgatory,
Choose your burning love, O heart of my God!”[131]
136. Perhaps the most important text for understanding the devotion of Therese to the heart of Christ is a letter that she wrote three months before her death to her friend Maurice Bellière. “When I see Mary Magdalene walking up before the many guests, washing with her tears the feet of her adored Master, whom she is touching for the first time, I feel that her heart has understood the abysses of love and mercy of the heart of Jesus, and, sinner though she is, this heart of love was disposed not only to pardon her but to lavish on her the blessings of his divine intimacy, to lift her to the highest summits of contemplation. Ah! dear little Brother, ever since I have been given the grace to understand also the love of the heart of Jesus, I admit that it has expelled all fear from my heart. The remembrance of my faults humbles me, draws me never to depend on my strength which is only weakness, but this remembrance speaks to me of mercy and love even more”.[132]
137. Those moralizers who want to keep a tight rein on God’s mercy and grace might claim that Therese could say this because she was a saint, but a simple person could not say the same. In that way, they excise from the spirituality of Saint Therese its wonderful originality, which reflects the heart of the Gospel. Sadly, in certain Christian circles we often encounter this attempt to fit the Holy Spirit into a certain preconceived pattern in a way that enables them to keep everything under their supervision. Yet this astute Doctor of the Church reduces them to silence and directly contradicts their reductive view in these clear words: “If I had committed all possible crimes, I would always have the same confidence; I feel that this whole multitude of offenses would be like a drop of water thrown into a fiery furnace”.[133]
138. To Sister Marie, who praised her generous love of God, prepared even to embrace martyrdom, Therese responded at length in a letter that is one of the great milestones in the history of spirituality. This page ought to be read a thousand times over for its depth, clarity and beauty. There, Therese helps her sister, “Marie of the Sacred Heart”, to avoid focusing this devotion on suffering, since some had presented reparation primarily in terms of accumulating sacrifices and good works. Therese, for her part, presents confidence as the greatest and best offering, pleasing to the heart of Christ: “My desires of martyrdom are nothing; they are not what give me the unlimited confidence that I feel in my heart. They are, to tell the truth, the spiritual riches that render one unjust, when one rests in them with complacence and one believes that they are something great… what pleases [Jesus] is that he sees me loving my littleness and my poverty, the blind hope that I have in his mercy… That is my only treasure… If you want to feel joy, to have an attraction for suffering, it is your consolation that you are seeking… Understand that to be his victim of love, the weaker one is, without desires or virtues, the more suited one is for the workings of this consuming and transforming Love… Oh! How I would like to be able to make you understand what I feel! ... It is confidence and nothing but confidence that must lead us to Love”.[134]
139. In many of her writings, Therese speaks of her struggle with forms of spirituality overly focused on human effort, on individual merit, on offering sacrifices and carrying out certain acts in order to “win heaven”. For her, “merit does not consist in doing or in giving much, but rather in receiving”.[135] Let us read once again some of these deeply meaningful texts where she emphasizes this and presents it as a simple and rapid means of taking hold of the Lord “by his heart”.
140. To her sister Léonie she writes, “I assure you that God is much better than you believe. He is content with a glance, a sigh of love… As for me, I find perfection very easy to practise because I have understood it is a matter of taking hold of Jesus by his heart… Look at a little child who has just annoyed his mother… If he comes to her, holding out his little arms, smiling and saying: ‘Kiss me, I will not do it again’, will his mother be able not to press him to her heart tenderly and forget his childish mischief? However, she knows her dear little one will do it again on the next occasion, but this does not matter; if he takes her again by her heart, he will not be punished”.[136]
141. So too, in a letter to Father Adolphe Roulland she writes, “[M]y way is all confidence and love. I do not understand souls who fear a friend so tender. At times, when I am reading certain spiritual treatises in which perfection is shown through a thousand obstacles, surrounded by a crowd of illusions, my poor little mind quickly tires; I close the learned book that is breaking my head and drying up my heart, and I take up Holy Scripture. Then all seems luminous to me; a single word uncovers for my soul infinite horizons, perfection seems simple to me. I see that it is sufficient to recognize one’s nothingness and to abandon oneself like a child into God’s arms”.[137]
142. In yet another letter, she relates this to the love shown by a parent: “I do not believe that the heart of [a] father could resist the filial confidence of his child, whose sincerity and love he knows. He realizes, however, that more than once his son will fall into the same faults, but he is prepared to pardon him always, if his son always takes him by his heart”.[138]
RESONANCES WITHIN THE SOCIETY OF JESUS
143. We have seen how Saint Claude de La Colombière combined the spiritual experience of Saint Margaret Mary with the aim of the Spiritual Exercises. I believe that the place of the Sacred Heart in the history of the Society of Jesus merits a few brief words.
144. The spirituality of the Society of Jesus has always proposed an “interior knowledge of the Lord in order to love and follow him more fully”.[139] Saint Ignatius invites us in his Spiritual Exercises to place ourselves before the Gospel that tells us that, “[Christ’s] side was pierced by the lance and blood and water flowed forth”.[140] When retreatants contemplate the wounded side of the crucified Lord, Ignatius suggests that they enter into the heart of Christ. Thus we have a way to enlarge our own hearts, recommended by one who was a “master of affections”, to use the words of Saint Peter Faber in one of his letters to Saint Ignatius.[141] Father Juan Alfonso de Polanco echoed that same expression in his biography of Saint Ignatius: “He [Cardinal Gasparo Contarini] realized that in Father Ignatius he had encountered a master of affections”.[142] The colloquies that Saint Ignatius proposed are an essential part of this training of the heart, for in them we sense and savour with the heart a Gospel message and converse about it with the Lord. Saint Ignatius tells us that we can share our concerns with the Lord and seek his counsel. Anyone who follows the Exercises can readily see that they involve a dialogue, heart to heart.
145. Saint Ignatius brings his contemplations to a crescendo at the foot of the cross and invites the retreatant to ask the crucified Lord with great affection, “as one friend to another, as a servant to his master”, what he or she must do for him.[143] The progression of the Exercises culminates in the “Contemplation to Attain Love”, which gives rise to thanksgiving and the offering of one’s “memory, understanding and will” to the heart which is the fount and origin of every good thing.[144] This interior contemplation is not the fruit of our understanding and effort, but is to be implored as a gift.
146. This same experience inspired the great succession of Jesuit priests who spoke explicitly of the heart of Jesus: Saint Francis Borgia, Saint Peter Faber, Saint Alphonsus Rodriguez, Father Álvarez de Paz, Father Vincent Carafa, Father Kasper Drużbicki and countless others. In 1883, the Jesuits declared that, “the Society of Jesus accepts and receives with an overflowing spirit of joy and gratitude the most agreeable duty entrusted to it by our Lord Jesus Christ to practise, promote and propagate devotion to his divine heart”.[145] In September 1871, Father Pieter Jan Beckx consecrated the Society to the Sacred Heart of Jesus and, as a sign that it remains an outstanding element in the life of the Society, Father Pedro Arrupe renewed that consecration in 1972, with a conviction that he explained in these words: “I therefore wish to say to the Society something about which I feel I cannot remain silent. From my novitiate on, I have always been convinced that what we call devotion to the Sacred Heart contains a symbolic expression of what is most profound in Ignatian spirituality, and of an extraordinary efficacy – ultra quam speraverint – both for its own perfection and for its apostolic fruitfulness. I continue to have this same conviction… In this devotion I encounter one of the deepest sources of my interior life”.[146]
147. When Saint John Paul II urged “all the members of the Society to be even more zealous in promoting this devotion, which corresponds more than ever to the expectations of our time”, he did so because he recognized the profound connection between devotion to the heart of Christ and Ignatian spirituality. For “the desire to ‘know the Lord intimately’ and to ‘have a conversation’ with him, heart to heart, is characteristic of the Ignatian spiritual and apostolic dynamism, thanks to the Spiritual Exercises, and this dynamism is wholly at the service of the love of the heart of God”.[147]
A BROAD CURRENT OF THE INTERIOR LIFE
148. Devotion to the heart of Christ reappears in the spiritual journey of many saints, all quite different from each other; in every one of them, the devotion takes on new hues. Saint Vincent de Paul, for example, used to say that what God desires is the heart: “God asks primarily for our heart – our heart – and that is what counts. How is it that a man who has no wealth will have greater merit than someone who has great possessions that he gives up? Because the one who has nothing does it with greater love; and that is what God especially wants…”[148] This means allowing one’s heart to be united to that of Christ. “What blessing should a Sister not hope for from God if she does her utmost to put her heart in the state of being united with the heart of our Lord!”[149]
149. At times, we may be tempted to consider this mystery of love as an admirable relic from the past, a fine spirituality suited to other times. Yet we need to remind ourselves constantly that, as a saintly missionary once said, “this divine heart, which let itself be pierced by an enemy’s lance in order to pour forth through that sacred wound the sacraments by which the Church was formed, has never ceased to love”.[150] More recent saints, like Saint Pius of Pietrelcina, Saint Teresa of Calcutta and many others, have spoken with deep devotion of the heart of Christ. Here I would also mention the experiences of Saint Faustina Kowalska, which re-propose devotion to the heart of Christ by greatly emphasizing the glorious life of the risen Lord and his divine mercy. Inspired by her experiences and the spiritual legacy of Saint Józef Sebastian Pelczar (1842-1924),[151] Saint John Paul II intimately linked his reflections on divine mercy with devotion to the heart of Christ: “The Church seems in a singular way to profess the mercy of God and to venerate it when she directs herself to the heart of Christ. In fact, it is precisely this drawing close to Christ in the mystery of his heart which enables us to dwell on this point of the revelation of the merciful love of the Father, a revelation that constituted the central content of the messianic mission of the Son of Man”.[152] Saint John Paul also spoke of the Sacred Heart in very personal terms, acknowledging that, “it has spoken to me ever since my youth”.[153]
150. The enduring relevance of devotion to the heart of Christ is especially evident in the work of evangelization and education carried out by the numerous male and female religious congregations whose origins were marked by this profoundly Christological devotion. Mentioning all of them by name would be an endless undertaking. Let us simply consider two examples taken at random: “The Founder [Saint Daniel Comboni] discovered in the mystery of the heart of Jesus the source of strength for his missionary commitment”.[154] “Caught up as we are in the desires of the heart of Jesus, we want people to grow in dignity, as human beings and as children of God. Our starting point is the Gospel, with all that it demands from us of love, forgiveness and justice, and of solidarity with those who are poor and rejected by the world”.[155] So too, the many shrines worldwide that are consecrated to the heart of Christ continue to be an impressive source of renewal in prayer and spiritual fervour. To all those who in any way are associated with these spaces of faith and charity I send my paternal blessing.
THE DEVOTION OF CONSOLATION
151. The wound in Christ’s side, the wellspring of living water, remains open in the risen body of the Saviour. The deep wound inflicted by the lance and the wounds of the crown of thorns that customarily appear in representations of the Sacred Heart are an inseparable part of this devotion, in which we contemplate the love of Christ who offered himself in sacrifice to the very end. The heart of the risen Lord preserves the signs of that complete self-surrender, which entailed intense sufferings for our sake. It is natural, then, that the faithful should wish to respond not only to this immense outpouring of love, but also to the suffering that the Lord chose to endure for the sake of that love.
With Jesus on the cross
152. It is fitting to recover one particular aspect of the spirituality that has accompanied devotion to the heart of Christ, namely, the interior desire to offer consolation to that heart. Here I will not discuss the practice of “reparation”, which I deem better suited to the social dimension of this devotion to be discussed in the next chapter. I would like instead to concentrate on the desire often felt in the hearts of the faithful who lovingly contemplate the mystery of Christ’s passion and experience it as a mystery which is not only recollected but becomes present to us by grace, or better, allows us to be mystically present at the moment of our redemption. If we truly love the Lord, how could we not desire to console him?
153. Pope Pius XI wished to ground this particular devotion in the realization that the mystery of our redemption by Christ’s passion transcends, by God’s grace, all boundaries of time and space. On the cross, Jesus offered himself for all sins, including those yet to be committed, including our own sins. In the same way, the acts we now offer for his consolation, also transcending time, touch his wounded heart. “If, because of our sins too, as yet in the future but already foreseen, the soul of Jesus became sorrowful unto death, it cannot be doubted that at the same time he derived some solace from our reparation, likewise foreseen, at the moment when ‘there appeared to him an angel from heaven’ (Lk 22:43), in order that his heart, oppressed with weariness and anguish, might find consolation. And so even now, in a wondrous yet true manner, we can and ought to console that Most Sacred Heart, which is continually wounded by the sins of thankless men”.[156]
Reasons of the heart
154. It might appear to some that this aspect of devotion to the Sacred Heart lacks a firm theological basis, yet the heart has its reasons. Here the sensus fidelium perceives something mysterious, beyond our human logic, and realizes that the passion of Christ is not merely an event of the past, but one in which we can share through faith. Meditation on Christ’s self-offering on the cross involves, for Christian piety, something much more than mere remembrance. This conviction has a solid theological grounding.[157] We can also add the recognition of our own sins, which Jesus took upon his bruised shoulders, and our inadequacy in the face of that timeless love, which is always infinitely greater.
155. We may also question how we can pray to the Lord of life, risen from the dead and reigning in glory, while at the same time comforting him in the midst of his sufferings. Here we need to realize that his risen heart preserves its wound as a constant memory, and that the working of grace makes possible an experience that is not restricted to a single moment of the past. In pondering this, we find ourselves invited to take a mystical path that transcends our mental limitations yet remains firmly grounded in the word of God. Pope Pius XI makes this clear: “How can these acts of reparation offer solace now, when Christ is already reigning in the beatitude of heaven? To this question, we may answer in the words of Saint Augustine, which are very apposite here – ‘Give me the one who loves, and he will understand what I say’. Anyone possessed of great love for God, and who looks back to the past, can dwell in meditation on Christ, and see him labouring for man, sorrowing, suffering the greatest hardships, ‘for us men and for our salvation’, well-nigh worn out with sadness, with anguish, nay ‘bruised for our sins’ (Is 53:5), and bringing us healing by those very bruises. The more the faithful ponder all these things the more clearly they see that the sins of mankind, whenever they were committed, were the reason why Christ was delivered up to death”.[158]
156. Those words of Pius XI merit serious consideration. When Scripture states that believers who fail to live in accordance with their faith “are crucifying again the Son of God” (Heb 6:6), or when Paul, offering his sufferings for the sake of others, says that, “in my flesh I am completing what is lacking in Christ’s afflictions” (Col 1:24), or again, when Christ in his passion prays not only for his disciples at that time, but also for “those who will believe in me through their word” (Jn 17:20), all these statements challenge our usual way of thinking. They show us that it is not possible to sever the past completely from the present, however difficult our minds find this to grasp. The Gospel, in all its richness, was written not only for our prayerful meditation, but also to enable us to experience its reality in our works of love and in our interior life. This is certainly the case with regard to the mystery of Christ’s death and resurrection. The temporal distinctions that our minds employ appear incapable of embracing the fullness of this experience of faith, which is the basis both of our union with Christ in his suffering and of the strength, consolation and friendship that we enjoy with him in his risen life.
157. We see, then, the unity of the paschal mystery in these two inseparable and mutually enriching aspects. The one mystery, present by grace in both these dimensions, ensures that whenever we offer some suffering of our own to Christ for his consolation, that suffering is illuminated and transfigured in the paschal light of his love. We share in this mystery in our own life because Christ himself first chose to share in that life. He wished to experience first, as Head, what he would then experience in his Body, the Church: both our wounds and our consolations. When we live in God’s grace, this mutual sharing becomes for us a spiritual experience. In a word, the risen Lord, by the working of his grace, mysteriously unites us to his passion. The hearts of the faithful, who experience the joy of the resurrection, yet at the same time desire to share in the Lord’s passion, understand this. They desire to share in his sufferings by offering him the sufferings, the struggles, the disappointments and the fears that are part of their own lives. Nor do they experience this as isolated individuals, since their sufferings are also a participation in the suffering of the mystical Body of Christ, the holy pilgrim People of God, which shares in the passion of Christ in every time and place. The devotion of consolation, then, is in no way ahistorical or abstract; it becomes flesh and blood in the Church’s pilgrimage through history.
Compunction
158. The natural desire to console Christ, which begins with our sorrow in contemplating what he endured for us, grows with the honest acknowledgment of our bad habits, compulsions, attachments, weak faith, vain goals and, together with our actual sins, the failure of our hearts to respond to the Lord’s love and his plan for our lives. This experience proves purifying, for love needs the purification of tears that, in the end, leave us more desirous of God and less obsessed with ourselves.
159. In this way, we see that the deeper our desire to console the Lord, the deeper will be our sincere sense of “compunction”. Compunction is “not a feeling of guilt that makes us discouraged or obsessed with our unworthiness, but a beneficial ‘piercing’ that purifies and heals the heart. Once we acknowledge our sin, our hearts can be opened to the working of the Holy Spirit, the source of living water that wells up within us and brings tears to our eyes… This does not mean weeping in self-pity, as we are so often tempted to do… To shed tears of compunction means seriously to repent of grieving God by our sins; recognizing that we always remain in God’s debt… Just as drops of water can wear down a stone, so tears can slowly soften hardened hearts. Here we see the miracle of sorrow, that ‘salutary sorrow’ which brings great peace... Compunction, then, is not our work but a grace and, as such, it must be sought in prayer.”[159] It means, “asking for sorrow in company with Christ in his sorrow, for anguish with Christ in his anguish, for tears and a deep sense of pain at the great pains that Christ endured for my sake”.[160]
160. I ask, then, that no one make light of the fervent devotion of the holy faithful people of God, which in its popular piety seeks to console Christ. I also encourage everyone to consider whether there might be greater reasonableness, truth and wisdom in certain demonstrations of love that seek to console the Lord than in the cold, distant, calculated and nominal acts of love that are at times practised by those who claim to possess a more reflective, sophisticated and mature faith.
Consoled ourselves in order to console others
161. In contemplating the heart of Christ and his self-surrender even to death, we ourselves find great consolation. The grief that we feel in our hearts gives way to complete trust and, in the end, what endures is gratitude, tenderness, peace; what endures is Christ’s love reigning in our lives. Compunction, then, “is not a source of anxiety but of healing for the soul, since it acts as a balm on the wounds of sin, preparing us to receive the caress of the Lord”.[161] Our sufferings are joined to the suffering of Christ on the cross. If we believe that grace can bridge every distance, this means that Christ by his sufferings united himself to the sufferings of his disciples in every time and place. In this way, whenever we endure suffering, we can also experience the interior consolation of knowing that Christ suffers with us. In seeking to console him, we will find ourselves consoled.
162. At some point, however, in our contemplation, we should likewise hear the urgent plea of the Lord: “Comfort, comfort my people!” (Is 40:1). As Saint Paul tells us, God offers us consolation “so that we may be able to console those who are in any affliction, with the consolation by which we ourselves are consoled by God” (2 Cor 1:4).
163. This then challenges us to seek a deeper understanding of the communitarian, social and missionary dimension of all authentic devotion to the heart of Christ. For even as Christ’s heart leads us to the Father, it sends us forth to our brothers and sisters. In the fruits of service, fraternity and mission that the heart of Christ inspires in our lives, the will of the Father is fulfilled. In this way, we come full circle: “My Father is glorified by this, that you bear much fruit” (Jn 15:8).
CHAPTER FIVE
LOVE FOR LOVE
164. In the spiritual experiences of Saint Margaret Mary Alacoque, we encounter, along with an ardent declaration of love for Jesus Christ, a profoundly personal and challenging invitation to entrust our lives to the Lord. The knowledge that we are loved, and our complete confidence in that love, in no way lessens our desire to respond generously, despite our frailty and our many shortcomings.
A LAMENT AND A REQUEST
165. Beginning with his second great apparition to Saint Margaret Mary, Jesus spoke of the sadness he feels because his great love for humanity receives in exchange “nothing but ingratitude and indifference”, “coldness and contempt”. And this, he added, “is more grievous to me than all that I endured in my Passion”.[162]
166. Jesus spoke of his thirst for love and revealed that his heart is not indifferent to the way we respond to that thirst. In his words, “I thirst, but with a thirst so ardent to be loved by men in the Most Blessed Sacrament, that this thirst consumes me; and I have not encountered anyone who makes an effort, according to my desire, to quench my thirst, giving back a return for my love”.[163] Jesus asks for love. Once the faithful heart realizes this, its spontaneous response is one of love, not a desire to multiply sacrifices or simply discharge a burdensome duty: “I received from my God excessive graces of his love, and I felt moved by the desire to respond to some of them and to respond with love for love”.[164] As my Predecessor Leo XIII pointed out, through the image of his Sacred Heart, the love of Christ “moves us to return love for love”.[165]
EXTENDING CHRIST’S LOVE TO OUR BROTHERS AND SISTERS
167. We need once more to take up the word of God and to realize, in doing so, that our best response to the love of Christ’s heart is to love our brothers and sisters. There is no greater way for us to return love for love. The Scriptures make this patently clear:
“Just as you did it to one of the least of these my brethren, you did it to me” (Mt 25:40).
“For the whole law is summed up in a single commandment: ‘You shall love your neighbour as yourself’” (Gal 5:14).
“We know that we have passed from death to life because we love one another. Whoever does not love abides in death” (1 Jn 3:14).
“Those who do not love a brother or sister whom they have seen, cannot love God whom they have not seen” (1 Jn 4:20).
168. Love for our brothers and sisters is not simply the fruit of our own efforts; it demands the transformation of our selfish hearts. This realization gave rise to the oft-repeated prayer: “Jesus, make our hearts more like your own”. Saint Paul, for his part, urged his hearers to pray not for the strength to do good works, but “to have the same mind among you that was in Christ Jesus” (Phil 2:5).
169. We need to remember that in the Roman Empire many of the poor, foreigners and others who lived on the fringes of society met with respect, affection and care from Christians. This explains why the apostate emperor Julian, in one of his letters, acknowledged that one reason why Christians were respected and imitated was the assistance they gave the poor and strangers, who were ordinarily ignored and treated with contempt. For Julian, it was intolerable that the Christians whom he despised, “in addition to feeding their own, also feed our poor and needy, who receive no help from us”.[166] The emperor thus insisted on the need to create charitable institutions to compete with those of the Christians and thus gain the respect of society: “There should be instituted in each city many accommodations so that the immigrants may enjoy our philanthropy… and make the Greeks accustomed to such works of generosity”.[167] Julian did not achieve his objective, no doubt because underlying those works there was nothing comparable to the Christian charity that respected the unique dignity of each person.
170. By associating with the lowest ranks of society (cf. Mt 25:31-46), “Jesus brought the great novelty of recognizing the dignity of every person, especially those who were considered ‘unworthy’. This new principle in human history – which emphasizes that individuals are even more ‘worthy’ of our respect and love when they are weak, scorned, or suffering, even to the point of losing the human ‘figure’ – has changed the face of the world. It has given life to institutions that take care of those who find themselves in disadvantaged conditions, such as abandoned infants, orphans, the elderly who are left without assistance, the mentally ill, people with incurable diseases or severe deformities, and those living on the streets”.[168]
171. In contemplating the pierced heart of the Lord, who “took our infirmities and bore our diseases” (Mt 8:17), we too are inspired to be more attentive to the sufferings and needs of others, and confirmed in our efforts to share in his work of liberation as instruments for the spread of his love.[169] As we meditate on Christ’s self-offering for the sake of all, we are naturally led to ask why we too should not be ready to give our lives for others: “We know love by this, that he laid down his life for us – and that we ought to lay down our lives for one another” (1 Jn 3:16).
ECHOES IN THE HISTORY OF SPIRITUALITY
172. This bond between devotion to the heart of Jesus and commitment to our brothers and sisters has been a constant in the history of Christian spirituality. Let us consider a few examples.
Being a fountain from which others can drink
173. Starting with Origen, various Fathers of the Church reflected on the words of John 7:38 – “out of his heart shall flow rivers of living water” – which refer to those who, having drunk of Christ, put their faith in him. Our union with Christ is meant not only to satisfy our own thirst, but also to make us springs of living water for others. Origen wrote that Christ fulfils his promise by making fountains of fresh water well up within us: “The human soul, made in the image of God, can itself contain and pour forth wells, fountains and rivers”.[170]
174. Saint Ambrose recommended drinking deeply of Christ, “in order that the spring of water welling up to eternal life may overflow in you”.[171] Marius Victorinus was convinced that the Holy Spirit has given of himself in such abundance that, “whoever receives him becomes a heart that pours forth rivers of living water”.[172] Saint Augustine saw this stream flowing from the believer as benevolence.[173] Saint Thomas Aquinas thus maintained that whenever someone “hastens to share various gifts of grace received from God, living water flows from his heart”.[174]
175. Although “the sacrifice offered on the cross in loving obedience renders most abundant and infinite satisfaction for the sins of mankind”,[175] the Church, born of the heart of Christ, prolongs and bestows, in every time and place, the fruits of that one redemptive passion, which lead men and women to direct union with the Lord.
176. In the heart of the Church, the mediation of Mary, as our intercessor and mother, can only be understood as “a sharing in the one source, which is the mediation of Christ himself”,[176] the sole Redeemer. For this reason, “the Church does not hesitate to profess the subordinate role of Mary”.[177] Devotion to the heart of Mary in no way detracts from the sole worship due the heart of Christ, but rather increases it: “Mary’s function as mother of humanity in no way obscures or diminishes this unique mediation of Christ, but rather shows its power”.[178] Thanks to the abundant graces streaming from the open side of Christ, in different ways the Church, the Virgin Mary and all believers become themselves streams of living water. In this way, Christ displays his glory in and through our littleness.
Fraternity and mysticism
177. Saint Bernard, in exhorting us to union with the heart of Christ, draws upon the richness of this devotion to call for a conversion grounded in love. Bernard believed that our affections, enslaved by pleasures, may nonetheless be transformed and set free, not by blind obedience to a commandment but rather in response to the delectable love of Christ. Evil is overcome by good, conquered by the flowering of love: “Love the Lord your God with the full and deep affection of all your heart; love him with your mind wholly alert and intent; love him with all your strength, so much so that you would not even fear to die for love of him… Your affection for the Lord Jesus should be both sweet and intimate, to oppose the sweet enticements of the sensual life. Sweetness conquers sweetness, as one nail drives out another”.[179]
178. Saint Francis de Sales was particularly taken by Jesus’ words, “Learn from me; for I am gentle and humble in heart” (Mt 11:29). Even in the most simple and ordinary things, he said, we can “steal” the Lord’s heart. “Those who would serve him acceptably must give heed not only to lofty and important matters, but to things mean and little, since by both alike we may win his heart and love… I mean the acts of daily forbearance, the headache, the toothache, the heavy cold; the tiresome peculiarities of a husband or wife, the broken glass, the loss of a ring, a handkerchief, a glove; the sneer of a neighbour; the effort of going to bed early in order to rise early for prayer or communion, the little shyness some people feel in openly performing religious duties… Be sure that all these sufferings, small as they are, if accepted lovingly, are most pleasing to God’s goodness”.[180] Ultimately, however, our response to the love of the heart of Christ is manifested in love of our neighbour: “a love that is firm, constant, steady, unconcerned with trivial matters or people’s station in life, not subject to changes or animosity… Our Lord loves us unceasingly, puts up with so many of our defects and our flaws. Precisely because of this, we must do the same with our brothers and sisters, never tiring of putting up with them”.[181]
179. Saint Charles de Foucauld sought to imitate Jesus by living and acting as he did, in a constant effort to do what Jesus would have done in his place. Only by being conformed to the sentiments of the heart of Christ could he fully achieve this goal. Here too we find the idea of “love for love”. In his words, “I desire sufferings in order to return love for love, to imitate him… to enter into his work, to offer myself with him, the nothingness that I am, as a sacrifice, as a victim, for the sanctification of men”.[182] The desire to bring the love of Jesus to others, his missionary outreach to the poorest and most forgotten of our world, led him to take as his emblem the words, “Iesus-Caritas”, with the symbol of the heart of Christ surmounted by a cross.[183] Nor was this a light decision: “With all my strength I try to show and prove to these poor lost brethren that our religion is all charity, all fraternity, and that its emblem is a heart”.[184] He wanted to settle with other brothers “in Morocco, in the name of the heart of Jesus”.[185] In this way, their evangelizing work could radiate outwards: “Charity has to radiate from our fraternities, as it radiates from the heart of Jesus”.[186] This desire gradually made him a “universal brother”. Allowing himself to be shaped by the heart of Christ, he sought to shelter the whole of suffering humanity in his fraternal heart: “Our heart, like that of Jesus, must embrace all men and women”.[187] “The love of the heart of Jesus for men and women, the love that he demonstrated in his passion, this is what we need to have for all human beings”.[188]
180. Father Henri Huvelin, the spiritual director of Saint Charles de Foucauld, observed that, “when our Lord dwells in a heart, he gives it such sentiments, and this heart reaches out to the least of our brothers and sisters. Such was the heart of Saint Vincent de Paul… When our Lord lives in the soul of a priest, he makes him reach out to the poor”.[189] It is important to realize that the apostolic zeal of Saint Vincent, as Father Huvelin describes it, was also nurtured by devotion to the heart of Christ. Saint Vincent urged his confreres to “find in the heart of our Lord a word of consolation for the poor sick person”.[190] If that word is to be convincing, our own heart must first have been changed by the love and tenderness of the heart of Christ. Saint Vincent often reiterated this conviction in his homilies and counsels, and it became a notable feature of the Constitutions of his Congregation: “We should make a great effort to learn the following lesson, also taught by Christ: ‘Learn from me, for I am gentle and humble of heart’. We should remember that he himself said that by gentleness we inherit the earth. If we act on this, we will win people over so that they will turn to the Lord. That will not happen if we treat people harshly or sharply”.[191]
REPARATION: BUILDING ON THE RUINS
181. All that has been said thus far enables us to understand in the light of God’s word the proper meaning of the “reparation” to the heart of Christ that the Lord expects us, with the help of his grace, to “offer”. The question has been much discussed, but Saint John Paul II has given us a clear response that can guide Christians today towards a spirit of reparation more closely attuned to the Gospels.
The social significance of reparation to the heart of Christ
182. Saint John Paul explained that by entrusting ourselves together to the heart of Christ, “over the ruins accumulated by hatred and violence, the greatly desired civilization of love, the Kingdom of the heart of Christ, can be built”. This clearly requires that we “unite filial love for God and love of neighbour”, and indeed this is “the true reparation asked by the heart of the Saviour”.[192] In union with Christ, amid the ruins we have left in this world by our sins, we are called to build a new civilization of love. That is what it means to make reparation as the heart of Christ would have us do. Amid the devastation wrought by evil, the heart of Christ desires that we cooperate with him in restoring goodness and beauty to our world.
183. All sin harms the Church and society; as a result, “every sin can undoubtedly be considered as a social sin” and this is especially true for those sins that “by their very matter constitute a direct attack on one’s neighbour”.[193] Saint John Paul II explained that the repetition of these sins against others often consolidates a “structure of sin” that has an effect on the development of peoples.[194] Frequently, this is part of a dominant mind-set that considers normal or reasonable what is merely selfishness and indifference. This then gives rise to social alienation: “A society is alienated if its forms of social organization, production and consumption make it more difficult to offer the gift of self and to establish solidarity between people”.[195] It is not only a moral norm that leads us to expose and resist these alienated social structures and to support efforts within society to restore and consolidate the common good. Rather, it is our “conversion of heart” that “imposes the obligation”[196] to repair these structures. It is our response to the love of the heart of Jesus, which teaches us to love in turn.
184. Precisely because evangelical reparation possesses this vital social dimension, our acts of love, service and reconciliation, in order to be truly reparative, need to be inspired, motivated and empowered by Christ. Saint John Paul II also observed that “to build the civilization of love”,[197] our world today needs the heart of Christ. Christian reparation cannot be understood simply as a congeries of external works, however indispensable and at times admirable they may be. These need a “mystique”, a soul, a meaning that grants them strength, drive and tireless creativity. They need the life, the fire and the light that radiate from the heart of Christ.
Mending wounded hearts
185. Nor is a merely outward reparation sufficient, either for our world or for the heart of Christ. If each of us considers his or her own sins and their effect on others, we will realize that repairing the harm done to this world also calls for a desire to mend wounded hearts where the deepest harm was done, and the hurt is most painful.
186. A spirit of reparation thus “leads us to hope that every wound can be healed, however deep it may be. Complete reparation may at times seem impossible, such as when goods or loved ones are definitively lost, or when certain situations have become irremediable. Yet the intention to make amends, and to do so in a concrete way, is essential for the process of reconciliation and a return to peace of heart”.[198]
The beauty of asking forgiveness
187. Good intentions are not enough. There has to be an inward desire that finds expression in our outward actions. “Reparation, if it is to be Christian, to touch the offended person’s heart and not be a simple act of commutative justice, presupposes two demanding things: acknowledging our guilt and asking forgiveness… It is from the honest acknowledgment of the wrong done to our brother or sister, and from the profound and sincere realization that love has been compromised, that the desire to make amends arises”.[199]
188. We should never think that acknowledging our sins before others is somehow demeaning or offensive to our human dignity. On the contrary, it demands that we stop deceiving ourselves and acknowledge our past for what it is, marred by sin, especially in those cases when we caused hurt to our brothers and sisters. “Self-accusation is part of Christian wisdom… It is pleasing to the Lord, because the Lord accepts a contrite heart”.[200]
189. Part of this spirit of reparation is the custom of asking forgiveness from our brothers and sisters, which demonstrates great nobility amid our human weakness. Asking forgiveness is a means of healing relationships, for it “re-opens dialogue and manifests the will to re-establish the bond of fraternal charity… It touches the heart of our brother or sister, brings consolation and inspires acceptance of the forgiveness requested. Even if the irreparable cannot be completely repaired, love can always be reborn, making the hurt bearable”.[201]
190. A heart capable of compunction will grow in fraternity and solidarity. Otherwise, “we regress and grow old within”, whereas when “our prayer becomes simpler and deeper, grounded in adoration and wonder in the presence of God, we grow and mature. We become less attached to ourselves and more attached to Christ. Made poor in spirit, we draw closer to the poor, those who are dearest to God”. [202] This leads to a true spirit of reparation, for “those who feel compunction of heart increasingly feel themselves brothers and sisters to all the sinners of the world; renouncing their airs of superiority and harsh judgments, they are filled with a burning desire to show love and make reparation”.[203] The sense of solidarity born of compunction also enables reconciliation to take place. The person who is capable of compunction, “rather than feeling anger and scandal at the failings of our brothers and sisters, weeps for their sins. There occurs a sort of reversal, where the natural tendency to be indulgent with ourselves and inflexible with others is overturned and, by God’s grace, we become strict with ourselves and merciful towards others”.[204]
REPARATION: AN EXTENSION OF THE HEART OF CHRIST
191. There is another, complementary, approach to reparation, which allows us to set it in an even more direct relationship with the heart of Christ, without excluding the aspect of concrete commitment to our brothers and sisters.
192. Elsewhere I have suggested that, “God has in some way sought to limit himself in such a way that many of the things we think of as evils, dangers or sources of suffering, are in reality part of the pains of childbirth which he uses to draw us into the act of cooperation with the Creator”.[205] This cooperation on our part can allow the power and the love of God to expand in our lives and in the world, whereas our refusal or indifference can prevent it. Several passages of the Bible express this metaphorically, as when the Lord cries out, “If only you would return to me, O Israel!” (cf. Jer 4:1). Or when, confronted with rejection by his people, he says, “My heart recoils within me; my compassion grows warm and tender” (Hos 11:8).
193. Even though it is not possible to speak of new suffering on the part of the glorified Lord, “the paschal mystery of Christ… and all that Christ is – all that he did and suffered for all men – participates in the divine eternity, and so transcends all times while being made present in them all”.[206] We can say that he has allowed the expansive glory of his resurrection to be limited and the diffusion of his immense and burning love to be contained, in order to leave room for our free cooperation with his heart. Our rejection of his love erects a barrier to that gracious gift, whereas our trusting acceptance of it opens a space, a channel enabling it to pour into our hearts. Our rejection or indifference limits the effects of his power and the fruitfulness of his love in us. If he does not encounter openness and confidence in me, his love is deprived – because he himself has willed it – of its extension, unique and unrepeatable, in my life and in this world, where he calls me to make him present. Again, this does not stem from any weakness on his part but rather from his infinite freedom, his mysterious power and his perfect love for each of us. When God’s power is revealed in the weakness of our human freedom, “only faith can discern it”.[207]
194. Saint Margaret Mary recounted that, in one of Christ’s appearances, he spoke of his heart’s passionate love for us, telling her that, “unable to contain the flames of his burning charity, he must spread them abroad”.[208] Since the Lord, who can do all things, desired in his divine freedom to require our cooperation, reparation can be understood as our removal of the obstacles we place before the expansion of Christ’s love in the world by our lack of trust, gratitude and self-sacrifice.
An Oblation to Love
195. To help us reflect more deeply on this mystery, we can turn once more to the luminous spirituality of Saint Therese of the Child Jesus. Therese was aware that in certain quarters an extreme form of reparation had developed, based on a willingness to offer oneself in sacrifice for others, and to become in some sense a “lightning rod” for the chastisements of divine justice. In her words, “I thought about the souls who offer themselves as victims of God’s justice in order to turn away the punishments reserved to sinners, drawing them upon themselves”.[209] However, as great and generous as such an offering might appear, she did not find it overly appealing: “I was far from feeling attracted to making it”.[210] So great an emphasis on God’s justice might eventually lead to the notion that Christ’s sacrifice was somehow incomplete or only partly efficacious, or that his mercy was not sufficiently powerful.
196. With her great spiritual insight, Saint Therese discovered that we can offer ourselves in another way, without the need to satisfy divine justice but by allowing the Lord’s infinite love to spread freely: “O my God! Is your disdained love going to remain closed up within your heart? It seems to me that if you were to find souls offering themselves as victims of holocaust to your love, you would consume them rapidly; it seems to me, too, that you would be happy not to hold back the waves of infinite tenderness within you”.[211]
197. While nothing need be added to the one redemptive sacrifice of Christ, it remains true that our free refusal can prevent the heart of Christ from spreading the “waves of his infinite tenderness” in this world. Again, this is because the Lord wishes to respect our freedom. More than divine justice, it was the fact that Christ’s love might be refused that troubled the heart of Saint Therese, because for her, God’s justice is understood only in the light of his love. As we have seen, she contemplated all God’s perfections through his mercy, and thus saw them transfigured and resplendent with love. In her words, “even his justice (and perhaps this even more so than the others) seems to me clothed in love”.[212]
198. This was the origin of her Act of Oblation, not to God’s justice but to his merciful love. “I offer myself as a victim of holocaust to your merciful love, asking you to consume me incessantly, allowing the waves of infinite tenderness shut up within you to overflow into my soul, and that thus I may become a martyr of your love”.[213] It is important to realize that, for Therese, this was not only about allowing the heart of Christ to fill her heart, through her complete trust, with the beauty of his love, but also about letting that love, through her life, spread to others and thus transform the world. Again, in her words, “In the heart of the Church, my Mother, I shall be love… and thus my dream will be realized”.[214] The two aspects were inseparably united.
199. The Lord accepted her oblation. We see that shortly thereafter she stated that she felt an intense love for others and maintained that it came from the heart of Christ, prolonged through her. So she told her sister Léonie: “I love you a thousand times more tenderly than ordinary sisters love each other, for I can love you with the heart of our celestial spouse”.[215] Later, to Maurice Bellière she wrote, “How I would like to make you understand the tenderness of the heart of Jesus, what he expects from you!”[216]
Integrity and Harmony
200. Sisters and brothers, I propose that we develop this means of reparation, which is, in a word, to offer the heart of Christ a new possibility of spreading in this world the flames of his ardent and gracious love. While it remains true that reparation entails the desire to “render compensation for the injuries inflicted on uncreated Love, whether by negligence or grave offense”,[217] the most fitting way to do this is for our love to offer the Lord a possibility of spreading, in amends for all those occasions when his love has been rejected or refused. This involves more than simply the “consolation” of Christ of which we spoke in the previous chapter; it finds expression in acts of fraternal love by which we heal the wounds of the Church and of the world. In this way, we offer the healing power of the heart of Christ new ways of expressing itself.
201. The sacrifices and sufferings required by these acts of love of neighbour unite us to the passion of Christ. In this way, “by that mystic crucifixion of which the Apostle speaks, we shall receive the abundant fruits of its propitiation and expiation, for ourselves and for others”.[218] Christ alone saves us by his offering on the cross; he alone redeems us, for “there is one God; there is also one mediator between God and men, the man Christ Jesus, who gave himself as a ransom for all” (1 Tim 2:5-6). The reparation that we offer is a freely accepted participation in his redeeming love and his one sacrifice. We thus complete in our flesh “what is lacking in Christ’s afflictions for the sake of his body, that is, the Church” (Col 1:24); and Christ himself prolongs through us the effects of his complete and loving self-oblation.
202. Often, our sufferings have to do with our own wounded ego. The humility of the heart of Christ points us towards the path of abasement. God chose to come to us in condescension and littleness. The Old Testament had already shown us, with a variety of metaphors, a God who enters into the heart of history and allows himself to be rejected by his people. Christ’s love was shown amid the daily life of his people, begging, as it were, for a response, as if asking permission to manifest his glory. Yet “perhaps only once did the Lord Jesus refer to his own heart, in his own words. And he stresses this sole feature: ‘gentleness and lowliness’, as if to say that only in this way does he wish to win us to himself”.[219] When he said, “Learn from me, for I am gentle and humble in heart” (Mt 11:29), he showed us that “to make himself known, he needs our littleness, our self-abasement”.[220]
203. In what we have said, it is important to note several inseparable aspects. Acts of love of neighbour, with the renunciation, self-denial, suffering and effort that they entail, can only be such when they are nourished by Christ’s own love. He enables us to love as he loved, and in this way he loves and serves others through us. He humbles himself to show his love through our actions, yet even in our slightest works of mercy, his heart is glorified and displays all its grandeur. Once our hearts welcome the love of Christ in complete trust, and enable its fire to spread in our lives, we become capable of loving others as Christ did, in humility and closeness to all. In this way, Christ satisfies his thirst and gloriously spreads the flames of his ardent and gracious love in us and through us. How can we fail to see the magnificent harmony present in all this?
204. Finally, in order to appreciate this devotion in all of its richness, it is necessary to add, in the light of what we have said about its Trinitarian dimension, that the reparation made by Christ in his humanity is offered to the Father through the working of the Holy Spirit in each of us. Consequently, the reparation we offer to the heart of Christ is directed ultimately to the Father, who is pleased to see us united to Christ whenever we offer ourselves through him, with him and in him.
BRINGING LOVE TO THE WORLD
205. The Christian message is attractive when experienced and expressed in its totality: not simply as a refuge for pious thoughts or an occasion for impressive ceremonies. What kind of worship would we give to Christ if we were to rest content with an individual relationship with him and show no interest in relieving the sufferings of others or helping them to live a better life? Would it please the heart that so loved us, if we were to bask in a private religious experience while ignoring its implications for the society in which we live? Let us be honest and accept the word of God in its fullness. On the other hand, our work as Christians for the betterment of society should not obscure its religious inspiration, for that, in the end, would be to seek less for our brothers and sisters than what God desires to give them. For this reason, we should conclude this chapter by recalling the missionary dimension of our love for the heart of Christ.
206. Saint John Paul II spoke of the social dimension of devotion to the heart of Christ, but also about “reparation, which is apostolic cooperation in the salvation of the world”.[221] Consecration to the heart of Christ is thus “to be seen in relation to the Church’s missionary activity, since it responds to the desire of Jesus’ heart to spread throughout the world, through the members of his Body, his complete commitment to the Kingdom”.[222] As a result, “through the witness of Christians, love will be poured into human hearts, to build up the body of Christ which is the Church, and to build a society of justice, peace and fraternity”.[223]
207. The flames of love of the Sacred Heart of Jesus also expand through the Church’s missionary outreach, which proclaims the message of God’s love revealed in Christ. Saint Vincent de Paul put this nicely when he invited his disciples to pray to the Lord for “this spirit, this heart that causes us to go everywhere, this heart of the Son of God, the heart of our Lord, that disposes us to go as he went… he sends us, like [the apostles], to bring fire everywhere”.[224]
208. Saint Paul VI, addressing religious Congregations dedicated to the spread of devotion to the Sacred Heart, made the following observation. “There can be no doubt that pastoral commitment and missionary zeal will fan into flame, if priests and laity alike, in their desire to spread the glory of God, contemplate the example of eternal love that Christ has shown us, and direct their efforts to make all men and women sharers in the unfathomable riches of Christ”.[225] As we contemplate the Sacred Heart, mission becomes a matter of love. For the greatest danger in mission is that, amid all the things we say and do, we fail to bring about a joyful encounter with the love of Christ who embraces us and saves us.
209. Mission, as a radiation of the love of the heart of Christ, requires missionaries who are themselves in love and who, enthralled by Christ, feel bound to share this love that has changed their lives. They are impatient when time is wasted discussing secondary questions or concentrating on truths and rules, because their greatest concern is to share what they have experienced. They want others to perceive the goodness and beauty of the Beloved through their efforts, however inadequate they may be. Is that not the case with any lover? We can take as an example the words with which Dante Alighieri sought to express this logic of love:
“Io dico che, pensando al suo valore
amor si dolce si mi si fa sentire,
che s’io allora non perdessi ardire
farei parlando innamorar la gente”.[226]
210. To be able to speak of Christ, by witness or by word, in such a way that others seek to love him, is the greatest desire of every missionary of souls. This dynamism of love has nothing to do with proselytism; the words of a lover do not disturb others, they do not make demands or oblige, they only lead others to marvel at such love. With immense respect for their freedom and dignity, the lover simply waits for them to inquire about the love that has filled his or her life with such great joy.
211. Christ asks you never to be ashamed to tell others, with all due discretion and respect, about your friendship with him. He asks that you dare to tell others how good and beautiful it is that you found him. “Everyone who acknowledges me before others, I also will acknowledge before my Father in heaven” (Mt 10:32). For a heart that loves, this is not a duty but an irrepressible need: “Woe to me if I do not proclaim the Gospel!” (1 Cor 9:16). “Within me there is something like a burning fire shut up in my bones; I am weary with holding it in, and I cannot” (Jer 20:9).
In communion of service
212. We should not think of this mission of sharing Christ as something only between Jesus and me. Mission is experienced in fellowship with our communities and with the whole Church. If we turn aside from the community, we will be turning aside from Jesus. If we turn our back on the community, our friendship with Jesus will grow cold. This is a fact, and we must never forget it. Love for the brothers and sisters of our communities – religious, parochial, diocesan and others – is a kind of fuel that feeds our friendship with Jesus. Our acts of love for our brothers and sisters in community may well be the best and, at times, the only way that we can witness to others our love for Jesus Christ. He himself said, “By this everyone will know that you are my disciples, if you have love for one another” (Jn 13:35).
213. This love then becomes service within the community. I never tire of repeating that Jesus told us this in the clearest terms possible: “Just as you did it to one of the least of these my brethren, you did it to me” (Mt 25:40). He now asks you to meet him there, in every one of our brothers and sisters, and especially in the poor, the despised and the abandoned members of society. What a beautiful encounter that can be!
214. If we are concerned with helping others, this in no way means that we are turning away from Jesus. Rather, we are encountering him in another way. Whenever we try to help and care for another person, Jesus is at our side. We should never forget that, when he sent his disciples on mission, “the Lord worked with them” (Mk 16:20). He is always there, always at work, sharing our efforts to do good. In a mysterious way, his love becomes present through our service. He speaks to the world in a language that at times has no need of words.
215. Jesus is calling you and sending you forth to spread goodness in our world. His call is one of service, a summons to do good, perhaps as a physician, a mother, a teacher or a priest. Wherever you may be, you can hear his call and realize that he is sending you forth to carry out that mission. He himself told us, “I am sending you out” (Lk 10:3). It is part of our being friends with him. For this friendship to mature, however, it is up to you to let him send you forth on a mission in this world, and to carry it out confidently, generously, freely and fearlessly. If you stay trapped in your own comfort zone, you will never really find security; doubts and fears, sorrow and anxiety will always loom on the horizon. Those who do not carry out their mission on this earth will find not happiness, but disappointment. Never forget that Jesus is at your side at every step of the way. He will not cast you into the abyss, or leave you to your own devices. He will always be there to encourage and accompany you. He has promised, and he will do it: “For I am with you always, to the end of the age” (Mt 28:20).
216. In your own way, you too must be a missionary, like the apostles and the first disciples of Jesus, who went forth to proclaim the love of God, to tell others that Christ is alive and worth knowing. Saint Therese experienced this as an essential part of her oblation to merciful Love: “I wanted to give my Beloved to drink and I felt myself consumed with a thirst for souls”.[227] That is your mission as well. Each of us must carry it out in his or her own way; you will come to see how you can be a missionary. Jesus deserves no less. If you accept the challenge, he will enlighten you, accompany you and strengthen you, and you will have an enriching experience that will bring you much happiness. It is not important whether you see immediate results; leave that to the Lord who works in the secret of our hearts. Keep experiencing the joy born of our efforts to share the love of Christ with others.
CONCLUSION
217. The present document can help us see that the teaching of the social Encyclicals Laudato Si’ and Fratelli Tutti is not unrelated to our encounter with the love of Jesus Christ. For it is by drinking of that same love that we become capable of forging bonds of fraternity, of recognizing the dignity of each human being, and of working together to care for our common home.
218. In a world where everything is bought and sold, people’s sense of their worth appears increasingly to depend on what they can accumulate with the power of money. We are constantly being pushed to keep buying, consuming and distracting ourselves, held captive to a demeaning system that prevents us from looking beyond our immediate and petty needs. The love of Christ has no place in this perverse mechanism, yet only that love can set us free from a mad pursuit that no longer has room for a gratuitous love. Christ’s love can give a heart to our world and revive love wherever we think that the ability to love has been definitively lost.
219. The Church also needs that love, lest the love of Christ be replaced with outdated structures and concerns, excessive attachment to our own ideas and opinions, and fanaticism in any number of forms, which end up taking the place of the gratuitous love of God that liberates, enlivens, brings joy to the heart and builds communities. The wounded side of Christ continues to pour forth that stream which is never exhausted, never passes away, but offers itself time and time again to all those who wish to love as he did. For his love alone can bring about a new humanity.
220. I ask our Lord Jesus Christ to grant that his Sacred Heart may continue to pour forth the streams of living water that can heal the hurt we have caused, strengthen our ability to love and serve others, and inspire us to journey together towards a just, solidary and fraternal world. Until that day when we will rejoice in celebrating together the banquet of the heavenly kingdom in the presence of the risen Lord, who harmonizes all our differences in the light that radiates perpetually from his open heart. May he be blessed forever.
Given in Rome, at Saint Peter’s, on 24 October of the year 2024, the twelfth of my Pontificate.
FRANCIS
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[1] Many of the reflections in this first chapter were inspired by the unpublished writings of the late Father Diego Fares, S.J. May the Lord grant him eternal rest.
[2] Cf. HOMER, Iliad, XXI, 441.
[3] Cf. Iliad, X, 244.
[4] Cf. PLATO, Timaeus, 65 c-d; 70.
[5] Homily at Morning Mass in Domus Sanctae Marthae, 14 October 2016: L’Osservatore Romano, 15 October 2016, p. 8.
[6] SAINT JOHN PAUL II, Angelus, 2 July 2000: L’Osservatore Romano, 3-4 July 2000, p. 4.
[7] ID., Catechesis, 8 June 1994: L’Osservatore Romano, 9 June 1994, p. 5.
[8] The Demons (1873).
[9] ROMANO GUARDINI, Religiöse Gestalten in Dostojewskijs Werk, Mainz/Paderborn, 1989, pp. 236ff.
[10] KARL RAHNER, “Some Theses for a Theology of Devotion to the Sacred Heart”, in Theological Investigations, vol. III, Baltimore-London, 1967, p. 332.
[11] Ibid., p. 333.
[12] BYUNG-CHUL HAN, Heideggers Herz. Zum Begriff der Stimmung bei Martin Heidegger, München, 1996, p. 39.
[13] Ibid., p. 60; cf. p. 176.
[14] Cf. ID., Agonie des Eros, Berlin, 2012.
[15] Cf. MARTIN HEIDEGGER, Erläuterungen zu Hölderlins Dichtung, Frankfürt a. M., 1981, p. 120.
[16] Cf. MICHEL DE CERTEAU, L’espace du désir ou le «fondement» des Exercises Spirituels: Christus 77 (1973), pp. 118-128.
[17] Itinerarium Mentis in Deum, VII, 6.
[18] ID., Proemium in I Sent., q. 3.
[19] SAINT JOHN HENRY NEWMAN, Meditations and Devotions, London, 1912, Part III [XVI], par. 3, pp. 573-574.
[20] Pastoral Constitution Gaudium et Spes, 82.
[21] Ibid., 10.
[22] Ibid., 14.
[23] Cf. DICASTERY FOR THE DOCTRINE OF THE FAITH, Declaration Dignitas Infinita (2 April 2024), 8. Cf. L’Osservatore Romano, 8 April 2024.
[24] Pastoral Constitution Gaudium et Spes, 26.
[25] SAINT JOHN PAUL II, Angelus, 28 June 1998: L’Osservatore Romano, 30 June-1 July 1998, p. 7.
[26] Encyclical Letter Laudato Si’ (24 May 2015), 83: AAS 107 (2015), 880.
[27] Homily at Morning Mass in Domus Sanctae Marthae, 7 June 2013: L’Osservatore Romano, 8 June 2013, p. 8.
[28] PIUS XII, Encyclical Letter Haurietis Aquas (15 May 1956), I: AAS 48 (1956), 316.
[29] PIUS VI, Constitution Auctorem Fidei (28 August 1794), 63: DH 2663.
[30] LEO XIII, Encyclical Letter Annum Sacrum (25 May 1899): ASS 31 (1898-1899), 649.
[31] Ibid: “Inest in Sacro Corde symbolum et expressa imago infinitæ Iesu Christi caritatis”.
[32] Angelus, 9 June 2013: L’Osservatore Romano, 10-11 June 2013, p. 8.
[33] We can thus understand why the Church has forbidden placing on the altar representations of the heart of Jesus or Mary alone (cf. Response of the Congregation of Sacred Rites to the Reverend Charles Lecoq, P.S.S., 5 April 1879: Decreta Authentica Congregationis Sacrorum Rituum ex Actis ejusdem Collecta, vol. III, 107-108, n. 3492). Outside the liturgy, “for private devotion” (ibid.), the symbolism of a heart can be used as a teaching aid, an aesthetic figure or an emblem that invites one to meditate on the love of Christ, but this risks taking the heart as an object of adoration or spiritual dialogue apart from the Person of Christ. On 31 March 1887, the Congregation gave another, similar response (ibid., 187, n. 3673).
[34] ECUMENICAL COUNCIL OF TRENT, Session XXV, Decree Mandat Sancta Synodus (3 December 1563): DH 1823.
[35] FIFTH GENERAL CONFERENCE OF THE LATIN AMERICAN AND CARIBBEAN BISHOPS, Aparecida Document (29 June 2007), n. 259.
[36] Encyclical Letter Haurietis Aquas (15 May 1956), I: AAS 48 (1956), 323-324.
[37] Ep. 261, 3: PG 32, 972.
[38] In Io. homil. 63, 2: PG 59, 350.
[39] De fide ad Gratianum, II, 7, 56: PL 16, 594 (ed. 1880).
[40] Enarr. in Ps. 87, 3: PL 37, 1111.
[41] Cf. De fide orth. 3, 6, 20: PG 94, 1006, 1081.
[42] OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL, La entraña del cristianismo, Salamanca, 2010, 70-71.
[43] Angelus, 1 June 2008: L’Osservatore Romano, 2-3 June 2008, p. 1.
[44] PIUS XII, Encyclical Letter Haurietis Aquas (15 May 1956), II: AAS 48 (1956), 327-328.
[45] Ibid.: AAS 48 (1956), 343-344.
[46] BENEDICT XVI, Angelus, 1 June 2008: L’Osservatore Romano, 2-3 June 2008, p. 1.
[47] VIGILIUS, Constitution Inter Innumeras Sollicitudines (14 May 553): DH 420.
[48] ECUMENICAL COUNCIL OF EPHESUS, Anathemas of Cyril of Alexandria, 8: DH 259.
[49] SECOND ECUMENICAL COUNCIL OF CONSTANTINOPLE, Session VIII (2 June 553), Canon 9: DH 431.
[50] SAINT JOHN OF THE CROSS, Spiritual Canticle, red. A, Stanza 22, 4.
[51] Ibid., Stanza 12, 8.
[52] Ibid., Stanza 12, 1.
[53] “There is one God, the Father, from whom are all things and for whom we exist” (1 Cor 8:6). “To our God and Father be glory forever and ever. Amen” (Phil 4:20). “Blessed be the God and Father of our Lord Jesus Christ, the Father of mercies and the God of all consolation” (2 Cor 1:3).
[54] Apostolic Letter Tertio Millennio Adveniente (10 November 1994), 49: AAS 87 (1995), 35.
[55] Ad Rom., 7: PG 5, 694.
[56] “That the world may know that I love the Father” (Jn 14:31); “The Father and I are one” (Jn 10:30); “I am in the Father and the Father is in me” (Jn 14:10).
[57] “I am going to the Father” (pros ton Patéra: Jn 16:28). “I am coming to you” (pros se: Jn 17:11).
[58] “eis ton kolpon tou Patrós”.
[59] Adv. Haer., III, 18, 1: PG 7, 932.
[60] In Joh. II, 2: PG 14, 110.
[61] Angelus, 23 June 2002: L’Osservatore Romano, 24-25 June 2002, p. 1.
[62] SAINT JOHN PAUL II, Message on the Hundredth Anniversary of the Consecration of the Human Race to the Divine Heart of Jesus, Warsaw, 11 June 1999, Solemnity of the Sacred Heart of Jesus, 3: L’Osservatore Romano, 12 June 1999, p. 5.
[63] ID., Angelus, 8 June 1986: L’Osservatore Romano, 9-10 June 1986, p. 5
[64] Homily, Visit to the Gemelli Hospital and to the Faculty of Medicine of the Catholic University of the Sacred Heart, 27 June 2014: L’Osservatore Romano, 29 June 2014, p. 7.
[65] Eph 1:5, 7; 2:18; 3:12.
[66] Eph 2:5, 6; 4:15.
[67] Eph 1:3, 4, 6, 7, 11, 13, 15; 2:10, 13, 21, 22; 3:6, 11, 21.
[68] Message on the Hundredth Anniversary of the Consecration of the Human Race to the Divine Heart of Jesus, Warsaw, 11 June 1999, Solemnity of the Sacred Heart of Jesus, 2: L’Osservatore Romano, 12 June 1999, p. 5.
[69] “Since there is in the Sacred Heart a symbol and the express image of the infinite love of Jesus Christ that moves us to love one another, it is fit and proper that we should consecrate ourselves to his most Sacred Heart – an act that is nothing else than an offering and a binding of oneself to Jesus Christ, for whatever honour, veneration and love is given to this divine Heart is really and truly given to Christ himself… And now, today, behold another blessed and heavenly token is offered to our sight – the most Sacred Heart of Jesus, with a cross rising from it and shining forth with dazzling splendour amidst flames of love. In that Sacred Heart all our hopes should be placed, and from it the salvation of men is to be confidently besought” (Encyclical Letter Annum Sacrum [25 May 1899]: ASS 31 [1898-1899], 649, 651).
[70] “For is not the sum of all religion and therefore the pattern of more perfect life, contained in that most auspicious sign and in the form of piety that follows from it inasmuch as it more readily leads the minds of men to an intimate knowledge of Christ our Lord, and more efficaciously moves their hearts to love him more vehemently and to imitate him more closely?” (Encyclical Letter Miserentissimus Redemptor [8 May 1928]: AAS 20 [1928], 167).
[71] “For it is perfectly clear that this devotion, if we examine its proper nature, is a most excellent act of religion, inasmuch as it demands the full and absolute determination of surrendering and consecrating oneself to the love of the divine Redeemer whose wounded heart is the living sign and symbol of that love… In it, we can contemplate not only the symbol, but also, as it were, the synthesis of the whole mystery of our redemption… Christ expressly and repeatedly pointed to his heart as the symbol by which men are drawn to recognize and acknowledge his love, and at the same time constituted it as the sign and pledge of his mercy and his grace for the needs of the Church in our time” (Encyclical Letter Haurietis Aquas [15 May 1956], Proemium, III, IV: AAS 48 [1956], 311, 336, 340).
[72] Catechesis, 8 June 1994, 2: L’Osservatore Romano, 9 June 1994, p. 5.
[73] Angelus, 1 June 2008: L’Osservatore Romano, 2-3 June 2008, p. 1.
[74] Encyclical Letter Haurietis Aquas (15 May 1956), IV: AAS 48 (1956), 344.
[75] Cf. ibid.: AAS 48 (1956), 336.
[76] “The value of private revelations is essentially different from that of the one public revelation: the latter demands faith… A private revelation… is a help which is proffered, but its use is not obligatory” (BENEDICT XVI, Apostolic Exhortation Verbum Domini [30 September 2010], 14: AAS 102 [2010]), 696).
[77] Encyclical Letter Haurietis Aquas (15 May 1956), IV: AAS 48 (1956), 340.
[78] Ibid.: AAS 48 (1956), 344.
[79] Ibid.
[80] Apostolic Exhortation C’est la Confiance (15 October 2023), 20: L’Osservatore Romano, 16 October 2023.
[81] SAINT THERESE OF THE CHILD JESUS, Autobiography, Ms A, 83v°.
[82] SAINT MARIA FAUSTINA KOWALSKA, Diary, 47 (22 February 1931), Marian Press, Stockbridge, 2011, p. 46.
[83] Mishnah Sukkah, IV, 5, 9.
[84] Letter to the Superior General of the Society of Jesus, Paray-le-Monial (France), 5 October 1986: L’Osservatore Romano, 7 October 1986, p. IX.
[85] Acta Martyrum Lugdunensium, in EUSEBIUS OF CAESARIA, Historia Ecclesiastica, V, 1: PG 20, 418.
[86] RUFINUS, V, 1, 22, in GCS, Eusebius II, 1, p. 411, 13ff.
[87] SAINT JUSTIN, Dial. 135,3: PG 6, 787
[88] NOVATIAN, De Trinitate, 29: PL 3, 994; cf. SAINT GREGORY OF ELVIRA, Tractatus Origenis de libris Sanctarum Scripturarum, XX, 12: CSSL 69, 144.
[89] Expl. Ps. 1:33: PL 14, 983-984.
[90] Cf. Tract. in Ioannem 61, 6: PL 35, 1801.
[91] Ep. ad Rufinum, 3, 4.3: PL 22, 334.
[92] Sermones in Cant. 61, 4: PL 183, 1072.
[93] Expositio altera super Cantica Canticorum, c. 1: PL 180, 487.
[94] WILLIAM OF SAINT-THIERRY, De natura et dignitate amoris, 1: PL 184, 379.
[95] ID., Meditivae Orationes, 8, 6: PL 180, 230.
[96] SAINT BONAVENTURE, Lignum Vitae. De mysterio passionis, 30.
[97] Ibid., 47.
[98] Legatus divinae pietatis, IV, 4, 4: SCh 255, 66.
[99] LÉON DEHON, Directoire spirituel des prêtres su Sacré Cœur de Jésus, Turnhout, 1936, II, ch. VII, n. 141.
[100] Dialogue on Divine Providence, LXXV: FIORILLI M.-CARAMELLA S., eds., Bari, 1928, 144.
[101] Cf., for example, ANGELUS WALZ, De veneratione divini cordis Iesu in Ordine Praedicatorum, Pontificium Institutum Angelicum, Rome, 1937.
[102] RAFAEL GARCÍA HERREROS, Vida de San Juan Eudes, Bogotá, 1943, 42.
[103] SAINT FRANCIS DE SALES, Letter to Jane Frances de Chantal, 24 April 1610.
[104] Sermon for the Second Sunday of Lent, 20 February 1622.
[105] Letter to Jane Frances de Chantal, Solemnity of the Ascension, 1612.
[106] Letter to Marie Aimée de Blonay, 18 February 1618.
[107] Letter to Jane Frances de Chantal, late November 1609.
[108] Letter to Jane Frances de Chantal, ca. 25 February 1610.
[109] Entretien XIV, on religious simplicity and prudence.
[110] Letter to Jane Frances de Chantal, 10 June 1611.
[111] SAINT MARGARET MARY ALACOQUE, Autobiography, n. 53.
[112] Ibid.
[113] Ibid., n. 55.
[114] Cf. DICASTERY FOR THE DOCTRINE OF THE FAITH, Norms for Proceeding in the Discernment of Alleged Supernatural Phenomena, 17 May 2024, I, A, 12.
[115] SAINT MARGARET MARY ALACOQUE, Autobiography, n. 92.
[116] Letter to Sœur de la Barge, 22 October 1689.
[117] Autobiography, n. 53.
[118] Ibid., n. 55.
[119] Sermon on Trust in God, in Œuvres du R.P de La Colombière, t. 5, Perisse, Lyon, 1854, p. 100.
[120] Spiritual Exercises in London, 1-8 February 1677, in Œuvres du R.P de La Colombière, t. 7, Seguin, Avignon, 1832, p. 93.
[121] Spiritual Exercises in Lyon, October-November 1674, ibid., p. 45.
[122] SAINT CHARLES DE FOUCAULD, Letter to Madame de Bondy, 27 April 1897.
[123] Letter to Madame de Bondy, 28 April 1901. Cf. Letter to Madame de Bondy, 5 April 1909: “Through you I came to know the adoration of the Blessed Sacrament, the benedictions and the Sacred Heart”.
[124] Letter to Madame de Bondy, 7 April 1890.
[125] Letter to l’Abbé Huvelin, 27 June 1892.
[126] SAINT CHARLES DE FOUCAULD, Méditations sur l’Ancien Testament (1896-1897), XXX, 1-21.
[127] ID., Letter to l’Abbé Huvelin, 16 May 1900.
[128] ID., Diary, 17 May 1906.
[129] Letter 67 to Mme. Guérin, 18 November 1888.
[130] Letter 122 to Céline, 14 October 1890.
[131] Poem 23, “To the Sacred Heart of Jesus”, June or October 1895.
[132] Letter 247 to l’Abbé Maurice Bellière, 21 June 1897.
[133] Last Conversations. Yellow Notebook, 11 July 1897, 6.
[134] Letter 197 to Sister Marie of the Sacred Heart, 17 September 1896. This does not mean that Therese did not offer sacrifices, sorrows and troubles as a way of associating herself with the suffering of Christ, but that, in the end, she was concerned not to give these offerings an importance they did not have.
[135] Letter 142 to Céline, 6 July 1893.
[136] Letter 191 to Léonie, 12 July 1896.
[137] Letter 226 to Father Roulland, 9 May 1897.
[138] Letter 258 to l’Abbé Maurice Bellière, 18 July 1897.
[139] Cf. SAINT IGNATIUS LOYOLA, Spiritual Exercises, 104.
[140] Ibid., 297.
[141] Cf. Letter to Ignatius Loyola, 23 January 1541.
[142] De Vita P. Ignatii et Societatis Iesu initiis, ch. 8. 96.
[143] Spiritual Exercises, 54.
[144] Ibid., 230ff.
[145] THIRTY-THIRD GENERAL CONGREGATION OF THE SOCIETY OF JESUS, Decree 46, 1: Institutum Societatis Iesu, 2, Florence, 1893, 511.
[146] In Him Alone is Our Hope. Texts on the Heart of Christ, St. Louis, 1984.
[147] Letter to the Superior General of the Society of Jesus, Paray-le-Monial, 5 October 1986: L’Osservatore Romano, 6 October 1986, p. 7.
[148] Conference to Priests, “Poverty”, 13 August 1655.
[149] Conference to the Daughters of Charity, “Mortification, Correspondence, Meals and Journeys (Common Rules, art. 24-27), 9 December 1657.
[150] SAINT DANIELE COMBONI, Gli scritti, Bologna, 1991, 998 (n. 3324).
[151] Homily at the Mass of Canonization, 18 May 2003: L’Osservatore Romano, 19-20 May 2003, p. 6.
[152] SAINT JOHN PAUL II, Encyclical Letter Dives in Misericordia (30 November 1980), 1: AAS 72 (1980), 1219.
[153] ID., Catechesis, 20 June 1979: L’Osservatore Romano, 22 June 1979, 1.
[154] COMBONIAN MISSIONARIES OF THE HEART OF JESUS, Rule of Life, 3.
[155] SOCIETY OF THE SACRED HEART, Constitutions of 1982, 7.
[156] Encyclical Letter Miserentissimus Redemptor (8 May 1928): AAS 20 (1928), 174.
[157] The believer’s act of faith has as its object not simply the doctrine proposed, but also union with Christ himself in the reality of his divine life (cf. SAINT THOMAS AQUINAS, Summa Theologiae, II-II, q. 1, a. 2, ad 2; q. 4, a. 1).
[158] PIUS XI, Encyclical Letter Miserentissimus Redemptor (8 May 1928): AAS 20 (1928), 174.
[159] Homily at the Chrism Mass, 28 March 2024: L’Osservatore Romano, 28 March 2024, p. 2.
[160] SAINT IGNATIUS LOYOLA, Spiritual Exercises, 203.
[161] Homily at the Chrism Mass, 28 March 2024: L’Osservatore Romano, 28 March 2024, p. 2.
[162] SAINT MARGARET MARY ALACOQUE, Autobiography, n. 55.
[163] Letter 133 to Father Croiset.
[164] Autobiography, n. 92.
[165] Encyclical Letter Annum Sacrum (25 May 1899): ASS 31 (1898-1899), 649.
[166] IULIANUS IMP., Ep. XLIX ad Arsacium Pontificem Galatiae, Mainz, 1828, 90-91.
[167] Ibid.
[168] DICASTERY FOR THE DOCTRINE OF THE FAITH, Declaration Dignitas Infinita (2 April 2024), 19: L’Osservatore Romano, 8 April 2024.
[169] Cf. BENEDICT XVI, Letter to the Superior General of the Society of Jesus on the Fiftieth Anniversary of the Encyclical “Haurietis Aquas” (15 May 2006): AAS 98 (2006), 461.
[170] In Num. homil. 12, 1: PG 12, 657.
[171] Epist. 29, 24: PL 16, 1060.
[172] Adv. Arium 1, 8: PL 8, 1044.
[173] Tract. in Joannem 32, 4: PL 35, 1643.
[174] Expos. in Ev. S. Joannis, cap. VII, lectio 5.
[175] PIUS XII, Encyclical Letter Haurietis Aquas, 15 May 1956: AAS 48 (1956), 321.
[176] SAINT JOHN PAUL II, Encyclical Letter Redemptoris Mater (25 March 1987), 38: AAS 79 (1987), 411.
[177] SECOND VATICAN ECUMENICAL COUNCIL, Dogmatic Constitution Lumen Gentium, 62.
[178] Ibid., 60.
[179] Sermones super Cant., XX, 4: PL 183, 869.
[180] Introduction to the Devout Life, Part III, xxxv.
[181] Sermon for the XVII Sunday after Pentecost.
[182] Écrits spirituels, Paris 1947, 67.
[183] After 19 March 1902, all his letters begin with the words Jesus Caritas separated by a heart surmounted by the cross.
[184] Letter to l’Abbé Huvelin, 15 July 1904.
[185] Letter to Dom Martin, 25 January 1903.
[186] Cited in RENÉ VOILLAUME, Les fraternités du Père de Foucauld, Paris, 1946, 173.
[187] Méditations des saints Évangiles sur les passages relatifs à quinze vertus, Nazareth, 1897-1898, Charité (Mt 13:3), 60.
[188] Ibid., Charité (Mt 22:1), 90.
[189] H. HUVELIN, Quelques directeurs d’âmes au XVII siècle, Paris, 1911, 97.
[190] Conference, “Service of the Sick and Care of One’s own Health”, 11 November 1657.
[191] Common Rules of the Congregation of the Mission, 17 May 1658, c. 2, 6.
[192] Letter to the Superior General of the Society of Jesus, Paray-le-Monial, 5 October 1986: L’Osservatore Romano, 6 October 1986, p. 7.
[193] SAINT JOHN PAUL II, Post-Synodal Apostolic Exhortation Reconciliatio et Paenitentia (2 December 1984), 16: AAS 77 (1985), 215.
[194] Cf. Encyclical Letter Sollicitudo Rei Socialis (30 December 1987), 36: AAS 80 (1988), 561-562.
[195] Encyclical Letter Centesimus Annus (1 May 1991), 41: AAS 83 (1991), 844-845.
[196] Catechism of the Catholic Church, 1888.
[197] Catechesis, 8 June 1994, 2: L’Osservatore Romano, 4 May 1994, p. 5.
[198] Address to the Participants in the International Colloquium “Réparer L’Irréparable”, on the 350th Anniversary of the Apparitions of Jesus in Paray-le-Monial, 4 May 2024: L’Osservatore Romano, 4 May 2024, p. 12.
[199] Ibid.
[200] Homily at Morning Mass in Domus Sanctae Marthae, 6 March 2018: L’Osservatore Romano, 5-6 March 2018, p. 8.
[201] Address to the Participants in the International Colloquium “Réparer L’Irréparable”, on the 350th Anniversary of the Apparitions of Jesus in Paray-le-Monial, 4 May 2024: L’Osservatore Romano, 4 May 2024, p. 12.
[202] Homily at the Chrism Mass, 28 March 2024: L’Osservatore Romano, 28 March 2024, p. 2.
[203] Ibid.
[204] Ibid.
[205] Encyclical Letter Laudato Si’ (24 May 2015), 80: AAS 107 (2015), 879.
[206] Catechism of the Catholic Church, No. 1085.
[207] Ibid., No. 268.
[208] Autobiography, n. 53.
[209] Ms A, 84r.
[210] Ibid.
[211] Ibid.
[212] Ms A, 83v.; cf. Letter 226 to Father Roulland, 9 May 1897.
[213] Act of Oblation to Merciful Love, 9 June 1895, 2r-2v.
[214] Ms B, 3v.
[215] Letter 186 to Léonie, 11 April 1896.
[216] Letter 258 to l’Abbé Bellière, 18 July 1897.
[217] Cf. PIUS XI, Encyclical Letter Miserentissimus Redemptor, 8 May 1928: AAS 20 (1928), 169.
[218] Ibid.: AAS 20 (1928), 172.
[219] SAINT JOHN PAUL II, Catechesis, 20 June 1979: L’Osservatore Romano, 22 June 1979, p. 1.
[220] Homily at Mass in Domus Sanctae Marthae, 27 June 2014: L’Osservatore Romano, 28 June 2014, p. 8.
[221] Message for the Centenary of the Consecration of the Human Race to the Divine Heart of Jesus, Warsaw, 11 June 1999, Solemnity of the Sacred Heart of Jesus. L’Osservatore Romano, 12 June 1999, p. 5.
[222] Ibid.
[223] Letter to the Archbishop of Lyon on the occasion of the Pilgrimage of Paray-le-Monial for the Centenary of the Consecration of the Human Race to the Divine Heart of Jesus, 4 June 1999: L’Osservatore Romano, 12 June 1999, p. 4.
[224] Conference, “Repetition of Prayer”, 22 August 1655.
[225] Letter Diserti interpretes (25 May 1965), 4: Enchiridion della Vita Consacrata, Bologna-Milano, 2001, n. 3809.
[226] Vita Nuova XIX, 5-6: “I declare that, in thinking of its worth, love so sweet makes me feel that, if my courage did not fail me, I would speak out and make everyone else fall in love”.
[227] Ms A, 45v.
[01635-EN.01] [Original text: Spanish]
Traduzione in lingua tedesca
ENZYKLIKA
DILEXIT NOS
DES HEILIGEN VATERS
FRANZISKUS
ÜBER DIE MENSCHLICHE UND GÖTTLICHE LIEBE
DES HERZENS JESU CHRISTI
1. „Er hat uns geliebt“, sagt Paulus über Christus (vgl. Röm 8,37), um uns erkennen zu lassen, dass uns nichts von dieser Liebe „scheiden kann“ (vgl. Röm 8,39). Paulus sagte dies mit Überzeugung, denn Christus selbst hatte seinen Jüngern versichert: „Ich habe euch geliebt“ (vgl. Joh 15,9.12). Er hat uns auch gesagt: „Ich nenne euch Freunde“ (vgl. Joh 15,15). Sein offenes Herz kommt uns zuvor und wartet bedingungslos auf uns, ohne Vorleistungen zu erwarten, um uns lieben und uns seine Freundschaft anbieten zu können: Er hat uns zuerst geliebt (vgl. 1 Joh 4,10). Dank Jesus „haben wir die Liebe, die Gott zu uns hat, erkannt und gläubig angenommen“ (vgl. 1 Joh 4,16).
I.
DIE WICHTIGKEIT DES HERZENS
2. Um die Liebe Christi auszudrücken wird oft das Symbol des Herzens verwendet. Manche fragen sich, ob es heute noch eine gültige Bedeutung besitzt. Aber wenn wir versucht sind, uns an der Oberfläche zu bewegen, in Hektik zu leben, ohne letztendlich zu wissen, wozu, wenn wir Gefahr laufen, zu unersättlichen Konsumenten werden, zu Sklaven eines Marktsystems, das sich nicht für den Sinn unseres Lebens interessiert, dann tut es not, die Bedeutung des Herzens wieder neu zu entdecken.[1]
WAS MEINEN WIR, WENN WIR VOM „HERZEN“ SPRECHEN?
3. Im altgriechischen profanen Sprachgebrauch bezeichnet der Begriff kardia das Innerste des Menschen, der Tiere und der Pflanzen. Bei Homer bezeichnet er nicht nur das körperliche, sondern auch das seelische und geistige Zentrum der menschlichen Person. In der Ilias sind Denken und Fühlen dem Herzen zugeordnet und eng miteinander verbunden.[2] Das Herz erscheint als Zentrum des Strebens und als Ort, an dem sich die wichtigen Entscheidungen des Menschen herausbilden.[3] Bei Platon übernimmt das Herz gewissermaßen eine „synthetisierende“ Funktion für das Rationale und die Neigungen im Menschen, da sowohl der Befehl der höheren Seelenvermögen als auch die Leidenschaften durch die Adern übertragen werden, die im Herzen zusammenlaufen[4]. Seit der Antike haben wir also erkannt, wie wichtig es ist, den Menschen nicht als eine Summe verschiedener Fähigkeiten zu betrachten, sondern als eine leiblich-geistige Einheit mit einem einheitstiftenden Zentrum, das allem, was der Mensch erlebt, einen Sinn- und Orientierungshintergrund verleiht.
4. Die Bibel sagt: »Lebendig ist das Wort Gottes, wirksam und schärfer als jedes zweischneidige Schwert; […] es richtet über die Regungen und Gedanken des Herzens« (Hebr 4,12). Es spricht damit von einem Wesenskern, dem Herzen, der sich hinter allen Äußerlichkeiten verbirgt, auch hinter oberflächlichen Gedanken, die uns verwirren. Die Emmausjünger durchlebten während ihres geheimnisvollen Weges mit dem auferstandenen Christus einen Zustand der Angst, der Verwirrung, der Verzweiflung und der Enttäuschung. Doch hinter allem und trotz allem ging in der Tiefe etwas in ihnen vor: »Brannte nicht unser Herz in uns, als er unterwegs mit uns redete?« (Lk 24,32).
5. Gleichzeitig ist das Herz der Ort der Aufrichtigkeit, wo man nicht täuschen oder sich verstellen kann. Normalerweise zeigt es die wahren Absichten an, das, was man wirklich denkt, glaubt und will, die „Geheimnisse“, die man niemandem erzählt, also letztlich die eigene nackte Wahrheit. Es ist nicht Schein oder Lüge, sondern das, was authentisch, echt, ganz und gar „das Eigene“ ist. Deshalb wurde Simson von Delila, als er ihr das Geheimnis seiner Stärke nicht verriet, gefragt: »Wie kannst du sagen: Ich liebe dich!, wenn mir dein Herz nicht gehört?« (Ri 16,15). Erst als er ihr sein verborgenes Geheimnis offenbarte, erkannte sie, »dass er ihr sein Herz offengelegt hatte« (Ri 16,18).
6. Diese Wahrheit eines jeden Menschen ist oft unter viel Blattwerk verborgen und verdeckt. Das macht es schwierig, sich selbst mit Gewissheit zu erkennen, und noch schwieriger, einen anderen Menschen zu kennen: »Arglistig ohnegleichen ist das Herz und unverbesserlich. Wer kann es ergründen?« (Jer 17,9). So verstehen wir, warum das Buch der Spruchwörter uns ermahnt: »Mehr als alles hüte dein Herz; denn von ihm geht das Leben aus. Vermeide alle Falschheit des Mundes« (Spr 4,23-24). Der bloße Schein, Verstellung und Täuschung schaden dem Herz und verderben es. Jenseits der vielen Versuche, etwas zu zeigen oder auszudrücken, was wir nicht sind, ist das Herz das alles Entscheidende: dort zählt nicht, was man nach außen hin zeigt oder was man verbirgt, dort sind wir wir selbst. Und das ist die Grundlage eines jeden tragfähigen Plans für unser Leben, denn ohne das Herz kann nichts von Wert aufgebaut werden. Äußerlichkeiten und Lügen bieten nur Leere.
7. Als Metapher möchte ich an etwas erinnern, das ich bereits bei einer anderen Gelegenheit erzählt habe: »Als wir Kinder waren, hat uns unsere Großmutter zu Karneval Schmalzgebäck gemacht, und es war ein sehr sehr leichter Teig; der Teig, den sie machte, war leicht. Dann legte sie ihn ins Öl und der Teig blähte sich auf; er blähte sich auf, und wenn wir ihn aßen, war er innen hohl. Dieses Gebäck wurde im Dialekt mentiras genannt. Und die Großmutter erklärte uns, warum: Dieses Gebäck ist wie eine Lüge, es sieht groß aus, aber drinnen ist nichts, es ist nichts Wahres drinnen, kein Inhalt«.[5]
8. Anstatt nach oberflächliche Befriedigungen zu suchen und den anderen etwas vorzuspielen, ist es besser, wichtige Fragen aufkommen zu lassen: wer bin ich wirklich, was suche ich, welchen Sinn will ich meinem Leben, meinen Entscheidungen oder meinen Handlungen geben; warum und wozu bin ich auf dieser Welt, wie will ich mein Leben bewerten, wenn es zu Ende geht, welchen Sinn will ich allem, was ich erlebe, geben, wer will ich vor den anderen sein, wer bin ich vor Gott. Diese Fragen führen mich zu meinem Herzen.
RÜCKKEHR ZUM HERZEN
9. In dieser flüssigen Welt ist es notwendig, wieder vom Herzen zu sprechen, als dem Ort, wo in jedem Menschen, gleich welcher Herkunft und Lebensbedingung, alles zusammenkommt, wo all die anderen Kräfte, Überzeugungen, Leidenschaften und Entscheidungen der konkreten Menschen entspringen und verwurzelt sind. Aber wir bewegen uns in Gesellschaft von Serienkonsumenten, die in den Tag hineinleben und von den Rhythmen und dem Lärm der Technologie beherrscht werden, ohne viel Geduld für die Prozesse, die die Innerlichkeit erfordert. In der heutigen Gesellschaft läuft der Mensch »Gefahr, den Mittelpunkt, seine eigene Mitte zu verlieren«.[6] »Der Mensch von heute ist oft zerstreut, gespalten, fast ohne ein inneres Prinzip, das in seinem Denken und Handeln Einheit und Harmonie schafft. Vielverbreitete Verhaltensmodelle verschärfen die technologisch-rationelle oder, umgekehrt, triebmäßige Dimension«.[7] Es fehlt das Herz.
10. Die flüssige Gesellschaft ist ein aktuelles Problem, doch die Abwertung des innersten Zentrums des Menschen ̶ des Herzens ̶ reicht viel weiter zurück: Wir finden sie bereits im griechischen und vorchristlichen Rationalismus, im nachchristlichen Idealismus oder im Materialismus in seinen verschiedenen Formen. Das Herz hat in der Anthropologie kaum eine Rolle gespielt, und dem großen philosophischen Denken ist es offenabar fremd. Ihm wurden andere Begriffe wie Vernunft, Wille oder Freiheit vorgezogen. Die Bedeutung des Herzens ist vage und ihm wurde kein spezifischer Platz im menschlichen Leben eingeräumt. Vielleicht, weil es nicht einfach war, es unter die „klaren und deutlichen“ Ideen einzureihen, oder aufgrund der Schwierigkeit, die die Selbsterkenntnis mit sich bringt: Es scheint, dass unser Innerstes für unser Erkennen zugleich das Entfernteste ist. Wahrscheinlich liegt das daran, dass die Begegnung mit dem anderen nicht als Weg der Selbstfindung etabliert ist, weil das Denken wieder einmal zu einem ungesunden Individualismus führt. Viele haben sich bei der Konstruktion ihrer Denksysteme im besser kontrollierbaren Bereich der Intelligenz und des Willens sicher gefühlt. Und weil man keinen eigenen Platz für das Herz fand, der sich von den jeweils separat betrachteten menschlichen Vermögen und Leidenschaften unterschied, wurde nicht einmal die Idee eines personalen Zentrums – in dem das Einzige, was alles vereinen kann, letztlich die Liebe ist – weiter entfaltet.
11. Wenn man das Herz abwertet, verliert auch das Mit-dem-Herzen- sprechen, das Mit-dem-Herzen-handeln, das Reifen und Heilen im Herzen an Bedeutung. Wenn das Spezifische des Herzens nicht anerkannt wird, gehen uns die Antworten verloren, die der Verstand allein nicht geben kann, verlieren wir die Begegnung mit den Anderen, verlieren wir die Poesie. Und wir verlieren die Geschichte und unsere Geschichten, denn das wahre persönliche Abenteuer nimmt im Herzen seinen Ausgang. Am Ende des Lebens wird nur das von Bedeutung sein.
12. Es muss gesagt werden, dass wir ein Herz haben, dass unser Herz mit anderen Herzen koexistiert, die ihm helfen, ein „Du“ zu sein. Da wir dieses Thema nicht ausführlich behandeln können, wollen wir auf eine Romanfigur verweisen, nämlich Dostojewskis Stawrogin.[8] Romano Guardini zeigt ihn als die Verkörperung des Bösen schlechthin, denn sein Hauptmerkmal ist, dass er kein Herz hat: »Stawrogin aber hat kein Herz; so ist sein Geist kalt und entleert, und sein Körper vergiftet sich in Trägheit und „tierischer“ Sinnlichkeit. So kann er auch nicht zum anderen Menschen kommen, und keiner kommt wirklich zu ihm. Denn das Herz ist’s, was Nähe schafft. Durch das Herz bin ich beim anderen, und ist jener bei mir. Nur das Herz kann einlassen, Heimat geben. Innigkeit ist Akt und Sphäre des Herzens. Stawrogin aber ist fern. […] Ja weit weg auch von sich selbst. Auch sich selbst inne ist der Mensch im Herzen, nicht im Geiste. Im Geiste sich innezusein, ist nicht Menschensache. Wenn aber das Herz nicht lebt, steht der Mensch neben sich«.[9]
13. Wir müssen alle Handlungen unter die „politische Herrschaft“ des Herzens stellen; Aggressivität und zwanghafte Begierden müssen durch das höhere Gut, das das Herz ihnen bietet, und durch die Kraft, die es gegen das Böse besitzt, gemildert werden. Auch Intelligenz und Wille müssen sich in seinen Dienst stellen, indem sie Wahrheiten eher verspüren und verkosten, anstatt sie beherrschen zu wollen, wie es manche Wissenschaften zu tun pflegen. Der Wille soll das höhere Gut begehren, das das Herz erkennt, und auch die Vorstellungskraft und die Gefühle sollen sich vom Herzschlag mäßigen lassen.
14. Man könnte sagen, dass ich letztlich mein Herz bin, denn es ist das, was mich ausmacht, was mich in meiner geistigen Identität prägt und mich mit den anderen Menschen verbindet. Der Algorithmus, der in der digitalen Welt am Werk ist, zeigt, dass unsere Gedanken und unsere Willensentscheidungen viel mehr „Standard“ sind, als wir gedacht hätten. Sie sind leicht vorhersehbar und manipulierbar. Nicht so das Herz.
15. Es handelt sich um ein wichtiges Wort für eine Philosophie und Theologie, die eine ganzheitliche Synthese anstreben. Tatsächlich kann das Wort „Herz“ weder von der Biologie, noch von der Psychologie, noch von der Anthropologie oder sonst einer Wissenschaft erschöpfend erklärt werden. Es ist eines jener ursprünglichen Worte, »die Wirklichkeiten des Menschen bezeichnen, die ihm zukommen, insofern er gerade ein ganzer (als leiblich-geistige Person) ist«.[10] So ist der Biologe nicht realistischer, wenn er vom Herzen spricht, denn er sieht nur einen Teil davon, und das Ganze ist nicht weniger real, sondern sogar mehr. Nicht einmal eine abstrakte Sprache könnte die gleiche konkrete und zugleich umfassende Bedeutung haben. Wenn das „Herz“ uns zur innersten Mitte unserer Person führt, ermöglicht es uns auch, uns in unserer Gesamtheit zu erkennen und nicht nur unter einem einzelnen Aspekt.
16. Andererseits hilft uns diese einzigartige Kraft des Herzens zu verstehen, warum es heißt, dass wir eine Wirklichkeit besser und vollständiger erkennen, wenn wir sie mit dem Herzen erfassen. Dies führt uns unweigerlich zur Liebe, zu der das Herz fähig ist, da »das Innerste der Wirklichkeit Liebe ist«.[11] Nach der Interpretation eines zeitgenössischen Denkers beginnt für Heidegger die Philosophie nicht mit einem reinen Begriff oder einer Gewissheit, sondern mit einer Ergriffenheit: »Das Denken muss ergriffen sein, bevor bzw. während es mit den Begriffen arbeitet. Ohne die Ergriffenheit kann das Denken nicht beginnen. Die Gänsehaut wäre das erste Denkbild. Es ist die Ergriffenheit, die erst zu denken und zu fragen gibt: „Philosophie geschieht je in einer Grundstimmung“«.[12] Und hier tritt das Herz in Erscheinung, das »die Grundstimmungen hütet, [das] als eine „Hüterin der Grundstimmung“ arbeitet. Das „Herz“ hört nicht-metaphorisch die „lautlose Stimme“ des Seins, indem es sich davon stimmen und be-stimmen lässt«.[13]
DAS HERZ, DAS DIE BRUCHSTÜCKE VEREINIGT
17. Gleichzeitig ermöglicht das Herz jede echte Bindung, denn eine Beziehung, die nicht mit dem Herzen gestaltet wird, ist nicht in der Lage, die Fragmentierung des Individualismus zu überwinden: Es würden nur zwei Monaden weiterbestehen, die aneinandergrenzen, aber sich nicht wirklich verbinden. Das Anti-Herz ist eine Gesellschaft, die zunehmend von Narzissmus und Selbstbezogenheit beherrscht wird. Schließlich kommt es zum „Verlust der Sehnsucht“, weil der andere aus dem Blickfeld gerät und wir uns in uns selbst verschließen, ohne die Fähigkeit zu gesunden Beziehungen.[14] Infolgedessen werden wir unfähig, Gott anzunehmen. Wie Heidegger sagen würde: Um das Göttliche zu empfangen, müssen wir ein »Gasthaus« bauen.[15]
18. Wir sehen also, dass es im Herzen eines jeden Menschen diese paradoxe Verbindung zwischen Selbstwertgefühl und Offenheit für andere gibt, zwischen der ganz persönlichen Begegnung mit sich selbst und dem Geschenk seiner Selbst an andere. Wir werden nur dann wir selbst, wenn wir die Fähigkeit erlangen, den anderen anzuerkennen, und wir begegnen dem anderen, wenn wir in der Lage sind, die eigene Identität anzuerkennen und zu akzeptieren.
19. Das Herz ist auch fähig, die eigene persönliche Geschichte zu einen und zu harmonisieren, die in tausend Teile zersplittert zu sein scheint, in der aber dennoch alles einen Sinn haben kann. Das ist es, was das Evangelium zum Ausdruck bringt, wenn es von dem Blick Marias spricht, die mit dem Herzen sah. Sie verstand es, mit den bewahrten Erfahrungen in einen Dialog zu treten, indem sie sie in ihrem Herzen erwog und ihnen Zeit gab, indem sie sie vergegenwärtigte und in ihrem Inneren bewahrte, um sich zu erinnern. Im Evangelium kommt das, was ein Herz denkt, am besten in den beiden Stellen des Lukasevangeliums zum Ausdruck, wo es heißt: »Maria aber bewahrte (syneterei) alle diese Worte und erwog sie (symballousa) in ihrem Herzen« (Lk 2,19; vgl. 2,51). Das Verb symballein (wovon das Wort „Symbol“ abgeleitet ist) bedeutet abwägen, zwei Dinge im Kopf zusammenbringen und sich selbst prüfen, nachdenken, mit sich selbst Zwiesprache halten. In Lk 2,51 bedeutet dieterei „sie bewahrte mit Sorgfalt auf“, und das, was sie bewahrte, war nicht nur „die Szene“, die sie sah, sondern auch das, was sie noch nicht verstand und das doch gegenwärtig und lebendig blieb, in Erwartung, im Herzen zusammengefügt zu werden.
20. Im Zeitalter der künstlichen Intelligenz dürfen wir nicht vergessen, dass zur Rettung des Menschen Poesie und Liebe notwendig sind. Was kein Algorithmus erfassen kann, ist zum Beispiel der Augenblick in der Kindheit, an den man sich mit Zärtlichkeit erinnert und der, obwohl die Jahre verstreichen, immer noch überall auf dem Planeten stattfindet. Ich denke daran, wie wir mit unseren Müttern oder Großmüttern die Ränder der selbstgemachten Panzerotti mit einer Gabel verschlossen. In diesem Moment des Kochenlernens, auf halbem Weg zwischen Spiel und Erwachsensein, übernimmt man die Verantwortung der Arbeit, um den anderen zu helfen. Ich könnte Tausende solcher kleinen Details, wie das von der Gabel, aufzählen, die die Biografien aller Menschen ausmachen: mit einem Witz ein Lächeln zu erzeugen, das Abpausen einer Zeichnung im Gegenlicht eines Fensters, das erste Fußballspiel mit einem Lumpenball, das Aufbewahren von Würmern in einem Schuhkarton, das Trocknen einer Blume zwischen den Seiten eines Buches, die Sorge um einen Vogel, der aus dem Nest gefallen ist, sich beim Abzupfen der Blätter eines Gänseblümchens etwas zu wünschen. All diese kleinen Details, das Gewöhnlich- Außergewöhnliche, lässt sich nicht in Algorithmen fassen. Denn die Gabel, die Witze, das Fenster, der Ball, der Schuhkarton, das Buch, der Vogel, die Blume ... haben mit der Zärtlichkeit zu tun, die man in den Erinnerungen des Herzens bewahrt.
21. Der Kern eines jeden Menschen, also sein Innerstes, ist nicht der Kern der Seele, sondern der ganzen Person in ihrer einzigartigen Identität, die aus Seele und Leib besteht. Alles ist im Herzen vereint, das der Sitz der Liebe mit all ihren geistigen, seelischen und sogar körperlichen Komponenten sein kann. Letztendlich kommt der Mensch dann voll und ganz zu seiner Identität, wenn im Herzen die Liebe regiert, denn jeder Mensch wurde vor allem für die Liebe geschaffen; er ist bis in seine tiefsten Fasern hinein dazu geschaffen, zu lieben und geliebt zu werden.
22. Wenn man daher sieht, wie immer neue Kriege aufeinander folgen, mithilfe der Komplizenschaft, der Duldung oder der Gleichgültigkeit anderer Länder oder mit bloßen Machtkämpfen um Eigeninteressen, könnte man meinen, dass die Weltgemeinschaft ihr Herz verliert. Man muss sich nur die älteren Frauen der verschiedenen Kriegsparteien ansehen und anhören, die Gefangene dieser verheerenden Konflikte sind. Es bricht einem das Herz, wenn man sieht, wie sie um ihre ermordeten Enkelkinder trauern, oder wenn man hört, wie sie sich den Tod wünschen, weil sie das Haus, in dem sie immer gelebt haben, verloren haben. Sie, die in ihrem schwierigen und aufopferungsvollen Leben so oft ein Vorbild an Stärke und Widerstandskraft waren, erfahren nun in der letzten Lebensphase nicht den wohlverdienten Frieden, sondern Angst, Furcht und Empörung. Die Schuld auf andere zu schieben, löst dieses beschämende Drama nicht. Großmütter weinen zu sehen, ohne dies unerträglich zu finden, ist ein Zeichen für eine herzlose Welt.
23. Beim Nachdenken, beim Suchen, beim Meditieren über das eigene Sein und die eigene Identität, bei der Beschäftigung mit den höheren Fragen, beim Nachdenken über den Sinn des eigenen Lebens, bei der Suche nach Gott, selbst wenn man den Eindruck hat, etwas von der Wahrheit erahnt zu haben, bedarf es doch letztlich einer höchsten Erfüllung in der Liebe. In der Liebe spürt der Mensch, dass er weiß, warum und zu welchem Zweck er lebt. So mündet alles in Verbindung und Harmonie. Deshalb ist die vielleicht entscheidendste Frage, die sich jeder angesichts des eigenen persönlichen Geheimnisses stellen kann: Habe ich ein Herz?
DAS FEUER
24. Dies hat Folgen für die Spiritualität. So hat beispielsweise die Theologie der Geistlichen Übungen des heiligen Ignatius von Loyola den affectus als Prinzip. Die diskursive Dimension baut auf einem grundsätzlichen Wollen auf (mit der ganzen Kraft des Herzens), das der Aufgabe, das Leben neu zu ordnen, Kraft und Ressourcen verleiht. Die Regeln und die Gestaltung der Schauplätze, die Ignatius vorgibt, erfolgen auf der Grundlage eines „Fundaments“, das sich von ihnen unterscheidet, nämlich dem Unbekannten des Herzens. Michel de Certeau zeigt, wie die „Regungen“, von denen der heilige Ignatius spricht, ein Hereinbrechen des Willens Gottes und eines Wollens des eigenen Herzens sind, die von der offenkundigen Ordnung unterschieden bleiben. Etwas Unerwartetes beginnt im Herzen des Menschen zu sprechen, etwas, das aus dem Unerkennbaren hervorgeht, entfernt die Oberfläche dessen, was bekannt ist, und stellt sich ihm entgegen. Es ist der Beginn einer neuen „Ordnung des Lebens“, die vom Herzen ausgeht. Es geht nicht um rationale Diskurse, die man in die Praxis umsetzen müsste, indem man sie ins Leben übersetzt, so als ob die Affektivität und die Praxis nur – abhängige – Folgen eines gesicherten Wissens wären.[16]
25. Dort, wo der Philosoph mit seinem Denken stehen bleibt, liebt das gläubige Herz, es betet an, bittet um Vergebung und erklärt sich bereit, an dem Platz zu dienen, den der Herr ihm anbietet, um ihm zu folgen. Dann erkennt es, dass es Gottes „Du“ ist und dass es ein „Ich“ sein kann, weil Gott ein „Du“ für es ist. Tatsache ist, dass nur der Herr uns anbietet, uns stets und für immer wie ein Du zu behandeln. Seine Freundschaft anzunehmen, ist eine Herzensangelegenheit und macht uns zu Personen im vollen Sinne des Wortes.
26. Der heilige Bonaventura sagte, letztendlich solle man nicht das Licht erbitten, »sondern das Feuer«.[17] Und er lehrte, »der Glaube ist so in der Vernunft, dass er den Affekt hervorruft. Zum Beispiel: das Erkennen, dass Christus „für uns“ gestorben ist, bleibt nicht Erkenntnis, sondern wird notwendigerweise Affekt, Liebe«.[18] In dieser Perspektive wählte der heilige John Henry Newman den Satz „Cor ad cor loquitur“ zu seinem Leitspruch, denn jenseits aller Dialektik rettet uns der Herr, indem er aus seinem Heiligsten Herzen zu unserem Herzen spricht. Dieselbe Logik bedeutete für ihn, einen großen Denker, dass der Ort der tiefsten Begegnung mit sich selbst und mit dem Herrn nicht die Lektüre oder das Nachdenken war, sondern die Zwiesprache im Gebet, von Herz zu Herz, mit dem lebendigen und gegenwärtigen Christus. Deshalb fand Newman in der Eucharistie das lebendige Herz Jesu, das fähig ist, zu befreien, jedem Augenblick einen Sinn zu geben und den Menschen mit wahrem Frieden zu erfüllen: »O hochheiliges und gütigstes Herz Jesu, Du bist verborgen in der heiligen Eucharistie und schlägst noch immer für uns. […] Ich bete Dich an mit größter Liebe und Ehrfurcht, mit glühender Hingabe, mit demütigem und festem Willen. O mein Gott, wenn Du mich würdigst, Dich als Speise und Trank zu empfangen, und Du für eine Weile in mir Wohnung nimmst, dann gib, dass mein Herz mit dem Deinen schlägt! Reinige es von allem Irdischen, von allem Stolz und aller Sinnlichkeit, von aller Härte und Erbarmungslosigkeit, von aller Verkehrtheit, Unordnung und Gleichgültigkeit! Erfülle es so mit Dir, dass weder die Ereignisse des Tages noch die Umstände der Zeit die Macht haben, es zu beunruhigen, und dass es in Deiner Liebe und in Deiner Furcht den Frieden habe«.[19]
27. Vor dem Herzen des lebendigen und gegenwärtigen Jesus begreift unser Verstand, vom Heiligen Geist erleuchtet, die Worte Jesu. Und so setzt sich unser Wille in Bewegung, um sie umzusetzen. Aber das könnte eine Form von selbstgenügsamem Moralismus bleiben. Den Herrn zu hören, zu verkosten und zu ehren, ist eine Sache des Herzens. Nur das Herz ist in der Lage, die anderen Fähigkeiten und Leidenschaften und unsere ganze Person in eine Haltung der Ehrfurcht und des liebenden Gehorsams dem Herrn gegenüber zu bringen.
VOM HERZEN HER KANN SICH DIE WELT VERÄNDERN
28. Nur vom Herzen her werden unsere Gemeinschaften in der Lage sein, die verschiedenen Einsichten und Willen zu vereinen und zu befrieden, auf dass der Geist uns als ein Netz von Brüdern und Schwestern leiten kann, denn auch die Befriedung ist eine Aufgabe des Herzens. Das Herz Christi ist Ekstase, ist Hinausgehen, Geschenk und Begegnung. In ihm werden wir fähig, auf gesunde und glückliche Weise miteinander in Beziehung zu treten und in dieser Welt das Reich der Liebe und der Gerechtigkeit aufzubauen. Wenn unser Herz mit dem Herzen Christi vereint ist, ist es zu diesem sozialen Wunder fähig.
29. Das Herz ernst zu nehmen, hat soziale Konsequenzen. Wie das Zweite Vatikanische Konzil lehrt, müssen wir alle »uns wandeln in unserer Gesinnung und müssen die ganze Welt und jene Aufgaben in den Blick bekommen, die wir alle zusammen zum Fortschritt der Menschheit auf uns nehmen können«.[20] Denn »in Wahrheit hängen die Störungen des Gleichgewichts, an denen die moderne Welt leidet, mit jener tiefer liegenden Störung des Gleichgewichts zusammen, die im Herzen des Menschen ihren Ursprung hat«.[21] Angesichts der Dramen der Welt lädt das Konzil dazu ein, zum Herzen zurückzukehren, und erklärt, dass der Mensch in seiner Innerlichkeit die Gesamtheit der Dinge übersteigt. »In diese Tiefe geht er zurück, wenn er in sein Herz einkehrt, wo Gott ihn erwartet, der die Herzen durchforscht (vgl. 1 Sam 16,7; Jer 17,10), und wo er selbst unter den Augen Gottes über sein eigenes Geschick entscheidet«.[22]
30. Das bedeutet nicht, dass wir uns zu sehr auf uns selbst verlassen. Seien wir vorsichtig: Machen wir uns bewusst, dass unser Herz nicht eigenständig ist, es ist zerbrechlich und verwundet. Es hat eine ontologische Würde, muss aber zugleich nach einem würdigeren Leben streben.[23] Das Zweite Vatikanische Konzil sagt dazu: »Der Sauerteig des Evangeliums hat im Herzen des Menschen den unbezwingbaren Anspruch auf Würde erweckt und erweckt ihn auch weiter«,[24] doch um dieser Würde entsprechend zu leben, genügt es nicht, das Evangelium zu kennen oder mechanisch zu tun, was es uns aufträgt. Wir brauchen die Hilfe der göttlichen Liebe. Gehen wir zum Herzen Christi, dem Zentrum seines Seins, das ein Brennofen der göttlichen und menschlichen Liebe ist und die größte Fülle darstellt, die ein Mensch erlangen kann. Dort, in jenem Herzen, erkennen wir endlich uns selbst und lernen wir zu lieben.
31. Schließlich ist dieses Heiligste Herz das einigende Prinzip der Wirklichkeit, denn »Christus ist das Herz der Welt; sein Pascha des Todes und der Auferstehung ist die Mitte der Geschichte, die dank Ihm Heilsgeschichte ist«.[25] Alle Geschöpfe »gehen mit uns und durch uns voran auf das gemeinsame Ziel zu, das Gott ist, in einer transzendenten Fülle, wo der auferstandene Christus alles umgreift und erleuchtet«.[26] Vor dem Herzen Christi bitte ich den Herrn, noch einmal Erbarmen zu haben mit dieser verwundeten Erde, die er als einer von uns bewohnen wollte. Möge er die Schätze seines Lichts und seiner Liebe ausschütten, damit unsere Welt, die inmitten von Kriegen, sozioökonomischen Ungleichgewichten, Konsumismus und dem menschenfeindlichen Einsatz von Technoligie überlebt, das Wichtigste und Nötigste wiederfindet: das Herz.
II.
GESTEN UND WORTE DER LIEBE
32. Das Herz Christi, das seine persönliche Mitte versinnbildlicht, aus dem seine Liebe zu uns hervorströmt, ist der lebendige Kern der ersten Verkündigung. Dort befindet sich der Ursprung unseres Glaubens, die Quelle, die die christlichen Überzeugungen lebendig hält.
GESTEN, DIE DAS HERZ WIDERSPIEGELN
33. Die Art und Weise, in der Christus uns liebt, wollte er uns nicht allzu sehr erklären. Er hat sie durch seine Taten gezeigt. Indem wir ihn bei seinem Handeln beobachten, können wir entdecken, wie er einen jeden von uns behandelt, auch wenn es uns schwerfällt, das wahrzunehmen. Sehen wir also dort nach, wo unser Glaube es erkennen kann: im Evangelium.
34. Das Evangelium sagt, dass Jesus »in sein Eigentum« kam (Joh 1,11). Sein Eigentum sind wir, weil er uns nicht als etwas Fremdes behandelt. Er sieht uns als das Seine an, das er mit Sorgfalt, mit Zuneigung hütet. Er behandelt uns als die Seinen. Nicht in dem Sinne, dass wir seine Sklaven sind, das verneint er selbst: »Ich nenne euch nicht mehr Knechte« (Joh 15,15). Das, was er anbietet, ist gegenseitige freundschaftliche Zugehörigkeit. Er ist gekommen, er hat alle Entfernung überwunden, er ist uns so nahe gekommen wie die einfachsten und alltäglichsten Dinge des Lebens. Er hat nämlich noch einen anderen Namen, der „Immanuel“ lautet und „Gott mit uns“ bedeutet, Gott, der unserem Leben nahe ist und mitten unter uns lebt. Der Sohn Gottes ist Fleisch geworden und »entäußerte sich und wurde wie ein Sklave« (Phil 2,7).
35. Das ist offensichtlich, wenn wir ihn handeln sehen. Er ist immer auf der Suche, nah, jederzeit offen für die Begegnung. Wir betrachten ihn, wenn er anhält, um sich mit der samaritanischen Frau am Brunnen zu unterhalten, wo sie hinging, um Wasser zu holen (vgl. Joh 4,5-7). Wir sehen ihn, wie er tief in der Nacht Nikodemus begegnet, der Angst hatte, zusammen mit Jesus gesehen zu werden (vgl. Joh 3,1-2). Wir bewundern ihn, als er sich nicht schämt, sich von einer Prostituierten die Füße waschen zu lassen (vgl. Lk 7,36-50); als er Auge in Auge zu der Ehebrecherin sagt: »Ich verurteile dich nicht« (Joh 8,11); oder als er der Gleichgültigkeit seiner Jünger entgegentritt und dem Blinden auf der Straße liebevoll sagt: »Was willst du, dass ich dir tue?« (Mk 10,51). Christus zeigt, dass Gott Nähe, Mitgefühl und Zärtlichkeit ist.
36. Wenn er jemanden heilte, zog er es vor, sich zu nähern: Er »streckte die Hand aus, berührte ihn« (Mt 8,3), »berührte […] ihre Hand« (Mt 8,15), »berührte […] ihre Augen« (Mt 9,29). Und er heilte Kranke sogar mit seinem Speichel (vgl. Mk 7,33), wie eine Mutter, damit sie ihn nicht für einen Fremden in ihrem Leben hielten. Denn »der Herr beherrscht die schöne Wissenschaft der Liebkosung. Die Zärtlichkeit Gottes liebt uns nicht mit Worten; er kommt zu uns, und indem er uns nahe ist, schenkt er uns seine Liebe mit der ganzen möglichen Zärtlichkeit«.[27]
37. Da es uns schwer fällt, zu vertrauen, weil wir durch so viel Verlogenheit, Aggression und Enttäuschung verwundet worden sind, flüstert er uns ins Ohr: »Hab Vertrauen, mein Sohn« (Mt 9,2), »Hab keine Angst, meine Tochter« (Mt 9,22). Es geht darum, die Angst zu überwinden und uns bewusst zu werden, dass wir mit ihm nichts zu verlieren haben. Zu Petrus, der kein Vertrauen hatte, streckte »Jesus […] sofort die Hand aus, ergriff ihn und sagte zu ihm: Du Kleingläubiger, warum hast du gezweifelt?« (Mt 14,31). Fürchte dich nicht. Lass ihn nah zu dir kommen, lass ihn neben dir sitzen. Wir können an vielen Menschen zweifeln, aber nicht an ihm. Und bleib nicht wegen deiner Sünden stehen. Denk daran, viele Sünder »aßen zusammen mit ihm« (Mt 9,10) und Jesus nahm an keinem von ihnen Anstoß. Die Eliten der Glaubensgemeinschaft beschwerten sich und behandelten ihn wie »ein[en] Fresser und Säufer, ein[en] Freund der Zöllner und Sünder« (Mt 11,19). Als die Pharisäer seine Nähe zu den Menschen kritisierten, die als niedrig oder sündig galten, sagte Jesus zu ihnen: »Barmherzigkeit will ich, nicht Opfer« (Mt 9,13).
38. Derselbe Jesus wartet heute darauf, dass du ihm die Gelegenheit gibst, dein Leben zu erhellen, dich aufzurichten, dich mit seiner Kraft zu erfüllen. Bevor er starb, sagte er nämlich zu seinen Jüngern: »Ich werde euch nicht als Waisen zurücklassen, ich komme zu euch. Nur noch kurze Zeit und die Welt sieht mich nicht mehr; ihr aber seht mich« (Joh 14,18-19). Er findet immer einen Weg, sich in deinem Leben zu zeigen, damit du ihm begegnen kannst.
DER BLICK
39. Das Evangelium berichtet, dass ein reicher Mann zu ihm kam, der voller Ideale war, aber nicht die Kraft hatte, sein Leben zu ändern. »Da sah ihn Jesus an« (Mk 10,21). Kannst du dir diesen Augenblick vorstellen, diese Begegnung zwischen den Augen jenes Mannes und dem Blick Jesu? Wenn er dich ruft, wenn er dich zu einer Mission einlädt, dann sieht er dich zuerst an, er erforscht das Innerste deines Seins, er nimmt alles wahr und weiß, was in dir ist, er legt seinen Blick auf dich: »Als Jesus am See von Galiläa entlangging, sah er zwei Brüder [...]. Als er weiterging, sah er zwei andere Brüder« (Mt 4,18.21).
40. Viele Evangelientexte zeigen uns Jesus, der seine ganze Aufmerksamkeit den Menschen, ihren Sorgen, ihren Leiden widmet. Zum Beispiel: »Als er die vielen Menschen sah, hatte er Mitleid mit ihnen; denn sie waren müde und erschöpft« (Mt 9,36). Wenn wir den Eindruck haben, dass uns alle ignorieren, dass sich niemand dafür interessiert, was uns geschieht, dass wir für niemanden wichtig sind, dann achtet er auf uns. Genau das zeigte er dem allein und versonnen dastehenden Natanaël: »Schon bevor dich Philippus rief, habe ich dich unter dem Feigenbaum gesehen« (Joh 1,48).
41. Gerade weil er auf uns achtet, ist er in der Lage, jede gute Absicht zu erkennen, jede kleine gute Tat, die du vollbringst. Das Evangelium erzählt: »Er sah aber auch eine arme Witwe, die [in den Opferkasten] zwei kleine Münzen hineinwarf« (Lk 21,2). Sofort machte er seine Apostel darauf aufmerksam. Jesus ist so aufmerksam, dass er das Gute, das er in uns erkennt, bewundert. Als der Hauptmann sich voll Vertrauen an ihn wandte, war Jesus »erstaunt, als er das hörte« (Mt 8,10). Wie schön ist es zu wissen, dass Jesus die guten Absichten und die guten Dinge, die wir tun können, nicht entgehen und er sie sogar bewundert, auch wenn andere sie ignorieren.
42. Als Mensch hatte er dies von Maria, seiner Mutter, gelernt. Sie betrachtete alles mit Sorgfalt, »bewahrte [es] in ihrem Herzen« (Lk 2,51) und lehrte ihn gemeinsam mit dem heiligen Josef von klein auf, aufmerksam zu sein.
DIE WORTE
43. Obwohl wir in der Heiligen Schrift sein Wort haben, das immer lebendig und aktuell ist, spricht uns Jesus manchmal innerlich an und ruft uns, um uns an den besten Ort zu bringen. Und der beste Ort ist sein Herz. Er ruft uns, um uns dort eintreten zu lassen, wo wir wieder Kraft und Frieden finden können: »Kommt alle zu mir, die ihr mühselig und beladen seid! Ich will euch erquicken« (Mt 11,28). Deshalb hat er seine Jünger aufgefordert: »Bleibt in mir« (Joh 15,4).
44. Die Worte, die Jesus sprach, zeigten, dass seine Heiligkeit die Gefühle nicht auslöschte. Bei einigen Gelegenheiten zeigten sie eine leidenschaftliche Liebe, die mit uns leidet, gerührt ist, klagt und sogar weint. Es ist offensichtlich, dass ihm die gewöhnlichen Sorgen und Ängste der Menschen, wie Müdigkeit oder Hunger, nicht gleichgültig waren: »Ich habe Mitleid mit diesen Menschen; sie […] haben nichts mehr zu essen. […] Sie [werden] auf dem Weg zusammenbrechen; denn einige von ihnen sind von weit her gekommen« (Mk 8,2-3).
45. Das Evangelium verbirgt nicht die Gefühle Jesu gegenüber Jerusalem, der geliebten Stadt: »Als er näher kam und die Stadt sah, weinte er über sie« (Lk 19,41) und äußerte seinen größten Wunsch: »Wenn doch auch du an diesem Tag erkannt hättest, was Frieden bringt« (19,42). Auch wenn die Evangelisten ihn manchmal in seiner Kraft und Herrlichkeit darstellen, unterlassen sie es nicht, seine Gefühle im Angesicht des Todes und des Schmerzes seiner Freunde zu zeigen. Bevor das Evangelium erzählt, dass Jesus am Grab des Lazarus weinte (vgl. Joh 11,35) , hält es sich damit auf, zu berichten, dass Jesus Marta, ihre Schwester und Lazarus liebte (vgl. Joh 11,5) und dass er, als er Maria und ihre Begleiter weinen sah, »im Innersten erregt und erschüttert« war (Joh 11,33). Die Erzählung lässt keinen Zweifel daran, dass es sich um ein ehrliches Weinen handelte, das von einer inneren Erregung ausgelöst wurde. Schließlich wird auch die Angst Jesu vor seinem eigenen gewaltsamen Tod durch die Hand derer, die er so sehr liebte, nicht verschwiegen: »Da ergriff ihn Furcht und Angst« (Mk 14,33) und schließlich sagt er sogar: »meine Seele ist zu Tode betrübt« (Mk 14,34). Diese innere Erschütterung kommt mit ihrer ganzen Kraft in dem lauten Ruf des Gekreuzigten zum Ausdruck: »Mein Gott, mein Gott, warum hast du mich verlassen?« (Mk 15,34).
46. All dies mag bei oberflächlicher Betrachtung als religiöser Romantizismus erscheinen. Es geht jedoch um etwas äußerst Ernstes und Entscheidendes, das seinen höchsten Ausdruck in dem an ein Kreuz genagelten Christus findet. Dies ist das vielsagendste Wort der Liebe. Es ist keine leere Hülle, es ist kein reines Gefühl, es ist keine spirituelle Flucht. Es ist Liebe. Deshalb sagte der heilige Paulus, als er nach den richtigen Worten suchte, um seine Beziehung zu Christus zu erklären: Er hat »mich geliebt und sich für mich hingegeben« (Gal 2,20). Dies war seine tiefste Überzeugung: das Wissen, geliebt zu sein. Die Hingabe Christi am Kreuz erniedrigte ihn, aber sie hatte doch einen Sinn, weil es etwas gab, das noch größer war als diese Hingabe: „Er hat mich geliebt“. Als viele Menschen in verschiedenen religiösen Angeboten Heil, Wohlergehen oder Sicherheit suchten, vermochte Paulus, vom Geist berührt, darüber hinauszusehen und über das Wichtigste und Grundlegendste zu staunen: „Er hat mich geliebt“.
47. Nachdem wir Christus betrachtet und auf das geschaut haben, was seine Gesten und Worte von seinem Herzen erkennen lassen, rufen wir uns nun in Erinnerung, wie die Kirche über das heilige Geheimnis des Herzens Jesu bedenkt.
III.
DIES IST DAS HERZ, DAS SO SEHR GELIEBT HAT
48. Die Verehrung des Herzens Christi ist nicht ein von der Person Jesu losgelöster Kult um ein Organ. Das, was wir betrachten und anbeten, ist der ganze Jesus Christus, der Mensch gewordene Sohn Gottes, dargestellt in einem Bild, das sein Herz besonders betont. In diesem Fall wird das fleischliche Herz als Bild oder bevorzugtes Zeichen der innersten Mitte des menschgewordenen Sohnes und seiner sowohl göttlichen als auch menschlichen Liebe betrachtet, weil es mehr als jedes andere Organ seines Leibes »ein natürliches Zeichen oder Sinnbild seiner unermesslichen Liebe« ist.[28]
DIE ANBETUNG CHRISTI
49. Es ist wichtig zu betonen, dass wir mit der Person Christi in Freundschaft und Anbetung in Beziehung treten, angezogen von der Liebe, die im Bild seines Herzens dargestellt ist. Wir verehren zwar das Bild, das ihn darstellt, aber die Anbetung gilt ausschließlich dem lebendigen Christus, in seiner Gottheit und in seiner ganzen Menschheit, um uns von seiner menschlichen und göttlichen Liebe umarmen zu lassen.
50. Jenseits der Frage des verwendeten Bildes steht fest, dass die Anbetung dem lebendigen Herz Christi – und niemals einem Bild – gilt, denn es ist Teil seines heiligsten und auferstandenen Leibes, der nicht vom Sohn Gottes getrennt werden kann, der ihn für immer angenommen hat. Es wird als das »Herz der Person des Wortes, mit dem es untrennbar geeint ist«[29] verehrt. Wir beten es nicht für sich allein an, sondern insofern, als mit diesem Herzen der fleischgewordene Sohn selbst lebt, liebt und unsere Liebe empfängt. Strenggenommen wird daher jeder Akt der Liebe oder der Anbetung seinem Herzen gegenüber »wahrhaft und eigentlich Christus selbst dargebracht«,[30] denn diese Darstellung verweist unmittelbar auf ihn und ist »Symbol und Ebenbild der unendlichen Liebe Jesu Christi«.[31]
51. Deshalb sollte niemand denken, dass uns diese Andachtsform von Jesus Christus und seiner Liebe trennen oder ablenken kann. Sie führt uns unmittelbar und direkt zu ihm und zu ihm allein, der uns zu einer kostbaren Freundschaft einlädt, die aus Dialog, Zuneigung, Vertrauen und Anbetung besteht. Dieser Christus mit dem durchbohrten und brennenden Herzen ist derselbe, der in Betlehem aus Liebe geboren wurde; er ist derjenige, der durch Galiläa zog und Heil, Zärtlichkeit und Barmherzigkeit verbreitete; er ist derjenige, der uns bis zur Vollendung liebte, indem er am Kreuz seine Arme ausbreitete. Schlussendlich ist er derselbe, der auferstanden ist und in Herrlichkeit unter uns lebt.
DIE VEREHRUNG SEINES BILDNISSES
52. Es ist zu beachten, dass das Bild von Christus mit seinem Herzen, obschon es in keiner Weise Gegenstand der Anbetung ist, dennoch nicht eines von vielen Bildern ist, die zur Wahl stünden. Es ist nicht etwas, das am Schreibtisch erfunden oder von einem Künstler gezeichnet wurde, »es ist kein erdachtes Symbol, es ist ein wirkliches Symbol, das den Mittelpunkt darstellt, die Quelle, der das Heil für die ganze Menschheit entsprungen ist«.[32]
53. Es gibt eine weltweite menschliche Erfahrung, die dieses Bild einzigartig macht. Es besteht nämlich kein Zweifel daran, dass das Herz im Laufe der Geschichte und in verschiedenen Teilen der Welt zu einem Symbol der innigsten Vertrautheit und auch der Zuneigung, der Gefühle und der Fähigkeit zu lieben geworden ist. Jenseits jeder wissenschaftlichen Erklärung drückt eine Hand, die auf das Herz eines Freundes gelegt wird, eine besondere Zuneigung aus; wenn man sich verliebt und dem geliebten Menschen nahe ist, beschleunigt sich der Herzschlag; wenn man von einem geliebten Menschen verlassen oder betrogen wird, spürt man soetwas wie eine starke Beklemmung im Herzen. Und um auszudrücken, dass etwas aufrichtig ist, dass es wirklich aus dem Innersten der Person kommt, sagt man: „Ich sage dir das von Herzen“. Die poetische Sprache kann die Kraft dieser Erfahrungen nicht übergehen. Es ist daher unvermeidlich, dass das Herz im Laufe der Geschichte eine einzigartige symbolische Kraft erlangt hat, die nicht bloß konventionell ist.
54. Es ist daher verständlich, dass die Kirche das Bild des Herzens gewählt hat, um die menschliche und göttliche Liebe Jesu Christi und den innersten Wesenskern seiner Person darzustellen. Doch auch wenn die Zeichnung eines Herzens mit Feuerflammen ein vielsagendes Symbol sein kann, das uns an die Liebe Jesu erinnert, ist es angemessen, dass dieses Herz Teil eines Bildnisses von Jesus Christus ist. Auf diese Weise wird seine Einladung zu einer persönlichen Beziehung der Begegnung und des Dialogs noch bedeutsamer.[33] Jenes Bildnis Christi, das verehrt wird und auf dem sein liebendes Herz hervorgehoben ist, zeigt zugleich einen Blick, der zur Begegnung, zum Dialog und zum Vertrauen einlädt; es zeigt starke Hände, die fähig sind, uns zu stützen; es zeigt einen Mund, der uns auf einzigartige und ganz persönliche Weise anspricht.
55. Das Herz hat den Vorzug, dass es nicht als ein separates Organ wahrgenommen wird, sondern als innere, einende Mitte und gleichzeitig als Ausdruck der Gesamtheit des Menschen, was bei anderen Organen des menschlichen Körpers nicht der Fall ist. Wenn es die innerste Mitte der Gesamtheit des Menschen ist, also ein Teil, der für das Ganze steht, können wir es leicht entstellen, wenn wir es getrennt von der Gestalt des Herrn betrachten. Das Bild des Herzens muss uns in Beziehung zu dem ganzen Jesus Christus setzen, und muss uns zugleich von dieser einenden Mitte aus dazu bringen, Christus in der ganzen Schönheit und dem ganzen Reichtum seiner Menschheit und Gottheit zu betrachten.
56. Dies ist etwas, dass über die Attraktivität der unterschiedlichen Bilder des Herzens Christi hinausgeht, weil man von den Abbildungen Christi nicht »irgendetwas erbitten [kann], oder weil man Vertrauen in Bilder setzen könnte, wie es einst von Heiden getan wurde, die ihre Hoffnung auf Götzenbilder setzten«, sondern es ist so, dass wir »durch die Bilder, die wir küssen und vor denen wir das Haupt entblößen und niederfallen, Christus anbeten«.[34]
57. Außerdem erscheinen uns einige dieser Bilder vielleicht weniger attraktiv und bewegen uns nicht sonderlich zu Liebe und Gebet. Dies ist zweitrangig, da das Bild nur eine anregende Darstellung ist und man, wie die Orientalen sagen würden, nicht auf den Finger starren sollte, der auf den Mond deutet. Während die Eucharistie eine anzubetende Realpräsenz ist, handelt es sich in diesem Fall bloß um ein Bild, das zwar gesegnet ist, uns aber dazu einlädt, darüber hinauszugehen, und uns darauf ausrichtet, unser eigenes Herz zu jenem des lebendigen Christus zu erheben und es mit ihm zu vereinen. Das Bild, das verehrt wird, lädt ein, weist hin, regt an, damit wir der Begegnung mit Christus und seiner Anbetung Zeit widmen, so wie wir ihn uns am besten vorstellen. Auf diese Weise stellen wir uns beim Betrachten des Bildes vor Christus und »die Liebe« hält ihm gegenüber »inne, betrachtet das Mysterium und erfreut sich in der Stille daran«.[35]
58. Nach all dem dürfen wir nicht vergessen, dass das Bild des Herzens zu uns von menschlichem Fleisch, von der Erde spricht und damit auch von Gott, der in unsere geschichtliche Verfasstheit eintreten, selbst Teil der Geschichte werden und unseren irdischen Weg mit uns gehen wollte. Eine abstraktere oder stilisiertere Form der Verehrung wird nicht unbedingt treuer zum Evangelium sein, denn in diesem sinnenhaften und leicht zugänglichen Zeichen offenbart sich die Art und Weise, in der Gott sich offenbaren und uns nahe kommen wollte.
SPÜRBARE LIEBE
59. Liebe und Herz sind nicht notwendigerweise eins, denn in einem menschlichen Herzen können Hass, Gleichgültigkeit und Egoismus herrschen. Aber wir erreichen nicht unser volles Menschsein, wenn wir nicht aus uns heraustreten, und wir werden nicht ganz wir selbst, wenn wir nicht lieben. Die innere Mitte unserer Person, die für die Liebe geschaffen wurde, verwirklicht den Plan Gottes also nur, wenn sie liebt. So steht das Symbol des Herzens gleichzeitig auch für die Liebe.
60. Der ewige Sohn Gottes, der mich grenzenlos übersteigt, wollte mich auch mit einem menschlichen Herzen lieben. Seine menschlichen Gefühle werden Sakrament einer unendlichen und endgültigen Liebe. Sein Herz ist also nicht ein physisches Symbol, das nur eine geistige oder von der Materie getrennte Wirklichkeit ausdrückt. Der auf das Herz des Herrn gerichtete Blick betrachtet eine physische Realität, sein menschliches Fleisch, welches ermöglicht, dass Christus menschliche Emotionen und Gefühle hat wie wir, wenn auch völlig verwandelt von seiner göttlichen Liebe. Die Verehrung muss sich auf die unendliche Liebe der Person des Gottessohnes erstrecken, aber wir müssen sagen, dass sie untrennbar mit seiner menschlichen Liebe verbunden ist, und das Bild seines Herzens aus Fleisch hilft uns, dies zu tun.
61. Wenn auch heute noch das Herz im Volksempfinden als die affektive Mitte eines jeden Menschen wahrgenommen wird, so ist es das, was am besten die göttliche Liebe Christi bezeichnen kann, die für immer und untrennbar mit seiner ganz und gar menschlichen Liebe vereint ist. Schon Pius XII. erinnerte daran, dass das Wort Gottes, wenn es »die Liebe des Herzens Jesu Christi« beschreibt, »nicht eine nur göttliche Liebe, sondern auch menschliche Empfindungen der Liebe bezeichnet [...]. Daher hat das Herz Jesu Christi, mit der göttlichen Person des Wortes hypostatisch vereint, zweifellos auch wegen der Liebe und der übrigen Gemütsbewegungen geschlagen«.[36]
62. Bei den Kirchenvätern finden wir, in Anbetracht einiger, die die wahre Menschheit Christi leugneten oder relativierten, eine starke Bekräftigung der konkreten und greifbaren Wirklichkeit der menschlichen Gefühle, die der Herr empfand. So betont der heilige Basilius, dass die Inkarnation des Herrn nichts frei erdachtes ist, sondern dass »der Herr die natürlichen Affekte annahm«.[37] Der heilige Johannes Chrysostomus nennt ein Beispiel: »Wenn er nämlich nicht unsere Natur gehabt hätte, wäre er nicht wieder und wieder von Trauer erfaßt worden«.[38] Der heilige Ambrosius sagt: »Weil er die Seele übernahm, hat er auch die Empfindungen der Seele auf sich genommen«.[39] Und der heilige Augustinus stellt die menschlichen Leidenschaften als eine Gegebenheit dar, die, nachdem Christus sie auf sich genommen hat, dem Leben der Gnade nicht mehr fremd ist: »Diese Regungen der menschlichen Schwachheit, wie auch das Fleisch der menschlichen Schwachheit und den Tod des menschlichen Fleisches hat Jesus, der Herr, auf sich genommen nicht aus der Not seiner Lage, sondern aus dem Willen seiner Erbarmung, um in sich zu verwandeln seinen Leib, der die Kirche ist und für den das Haupt zu sein er sich würdigte, das heißt, seine Glieder in seinen Heiligen und Gläubigen; damit, wenn einer von ihnen inmitten menschlicher Versuchungen betrübt wäre und litte, er nicht deshalb seiner Gnade fern zu sein glauben sollte«.[40] Schließlich ist der heilige Johannes von Damaskus der Auffassung, dass diese reale Erfahrung der Gemütsregungen Christi in seiner Menschheit der Beweis dafür ist, dass er unsere Natur ganz und nicht nur teilweise angenommen hat, um sie zu erlösen und als Ganze zu verwandeln. Christus hat also alle Elemente, die die menschliche Natur ausmachen, angenommen, damit sie alle geheiligt werden.[41]
63. Es lohnt sich, an dieser Stelle die Überlegungen eines Theologen aufzugreifen, der einräumt, dass »die Theologie unter dem Einfluss des griechischen Denkens den Körper und die Gefühle lange Zeit in die Welt des Vormenschlichen, Untermenschlichen oder der Versuchung des wahrhaft Menschlichen verbannt hat, doch was die Theologie nicht in der Theorie gelöst hat, das hat die Spiritualität in der Praxis gelöst. Sie und die Volksfrömmigkeit haben die Beziehung zu den somatischen, psychologischen und historischen Aspekten Jesu lebendig gehalten. Der Kreuzweg, die Verehrung seiner Wunden, die Spiritualität des kostbaren Blutes, die Verehrung des Herzens Jesu, die eucharistischen Frömmigkeitsformen [...] All dies hat die Lücken in der Theologie gefüllt, indem es die Vorstellungskraft und das Herz, die Liebe und die zärtliche Zuneigung zu Christus, die Hoffnung und die Erinnerung, die Sehnsucht und die Nostalgie genährt hat. Die Vernunft und die Logik haben andere Wege eingeschlagen«.[42]
DREIFACHE LIEBE
64. Wir bleiben auch nicht nur bei seinen menschlichen Empfindungen stehen, so schön und bewegend sie auch sein mögen, denn bei der Betrachtung des Herzens Christi erkennen wir, wie sich in seinen edlen und heilsamen Empfindungen, in seiner Zärtlichkeit, in der Lebendigkeit seiner menschlichen Zuneigung die ganze Wahrheit seiner göttlichen und unendlichen Liebe offenbart. Benedikt XVI. hat es so ausgedrückt: »Aus dem unendlichen Horizont seiner Liebe heraus wollte Gott in die Grenzen der Geschichte und des Menschseins eintreten, er nahm Leib und Herz an; so dass wir das Unendliche im Endlichen betrachten und ihm begegnen können, dem unsichtbaren und unaussprechlichen Geheimnis des menschlichen Herzens Jesu, des Nazareners«.[43]
65. In der Tat gibt es eine dreifache Liebe, die im Bild des Herzens des Herrn enthalten ist und uns verblüfft. Zunächst einmal die unendliche göttliche Liebe, die wir in Christus finden. Aber denken wir auch an die geistliche Dimension der Menschheit des Herrn. Unter diesem Gesichtspunkt ist das Herz »Sinnbild […] jener brennenden Liebe, die, in seine Seele eingegossen, den menschlichen Willen Christi bereichert«. Schließlich ist es »Sinnbild der sinnenfälligen Regung«.[44]
66. Bei dieser dreifachen Liebe handelt es sich nicht um getrennte Fähigkeiten, die parallel oder unabhängig voneinander funktionieren, sondern sie handeln und drücken sich gemeinsam und in einem beständigen Lebensfluss aus: »Aus dem Glauben an die Vereinigung der menschlichen und göttlichen Natur in der Person Christi können wir die engen Beziehungen erfassen, die zwischen der sinnlichen Liebe des leiblichen Herzens Jesu und seiner doppelten geistigen Liebe, der menschlichen und göttlichen, bestehen«.[45]
67. Wenn wir also in das Herz Christi eintreten, fühlen wir uns von einem menschlichen Herzen geliebt, das voll von Zuneigung und Gefühlen ist wie das unsere. Sein menschlicher Wille liebt uns aus freien Stücken, und dieser geistige Wille ist von der Gnade und der Liebe voll erleuchtet. Wenn wir das Innerste dieses Herzens erreichen, werden wir von der unermesslichen Herrlichkeit der unendlichen Liebe des ewigen Sohnes überströmt, die wir nicht mehr von seiner menschlichen Liebe trennen können. Gerade in seiner menschlichen Liebe, und nicht indem wir uns von ihr distanzieren, finden wir seine göttliche Liebe: wir finden das »Unendliche im Endlichen«.[46]
68. Es ist beständige und definitive Lehre der Kirche, dass unsere Anbetung seiner Person eine einzige ist und untrennbar sowohl seine göttliche als auch seine menschliche Natur einschließt. Von alters her hat die Kirche gelehrt, dass wir »ein und denselben Christus, den Gottes- und Menschensohn, aus zwei untrennbaren und ungeteilten Naturen«[47] anbeten müssen. Und dies »mit einer Anbetung, weil das Wort Fleisch geworden ist«.[48] Christus wird keineswegs »in zwei Naturen angebetet, woraus zwei Anbetungen folgen«, sondern man betet »mit einer Anbetung den fleischgewordenen Gott, das Wort, mitsamt seinem ihm eigenen Fleisch«[49] an.
69. Der heilige Johannes vom Kreuz wollte zum Ausdruck bringen, dass in der mystischen Erfahrung die unermessliche Liebe des auferstandenen Christus nicht als etwas unserem Leben Fremdes wahrgenommen wird. Der Unendliche steigt gewissermaßen herab, damit wir durch das offene Herz Christi eine wahrhaft gegenseitige Liebesbegegnung erfahren können: »Und so ist es glaubwürdig, dass der tieffliegende Vogel den königlichen, ganz erhabenen Adler fängt, wenn dieser herunterkommt, weil er gefangen werden möchte«.[50] Und er erklärt: »Denn wenn er die Braut sieht, verwundet aus Liebe zu ihm, kommt auch er auf ihr Seufzen herbei, verwundet aus Liebe zu ihr. Denn bei Verliebten ist die Verwundung des einen die von beiden, und beide erleben das gleiche Gefühl«.[51] Dieser Mystiker versteht das Bild der verwundeten Seite Christi als Aufruf, sich mit dem Herrn gänzlich zu vereinen. Er ist der verletzte Hirsch, der verwundet ist, wenn wir uns noch nicht von seiner Liebe haben berühren lassen, der zu den Wasserbächen hinabsteigt, um unseren Durst zu stillen, und der jedes Mal Trost findet, wenn wir uns an ihn wenden:
»Kehr zurück, Taube,
denn der verwundete Hirsch
lässt sich auf dem Hügel blicken
beim Windhauch deines Fluges und schöpft frische Luft«.[52]
TRINITARISCHE PERSPEKTIVEN
70. Die Verehrung des Herzens Jesu ist zutiefst christologisch; sie ist eine direkte Betrachtung Christi, die zur Vereinigung mit ihm einlädt. Das ist berechtigt, wenn wir uns vor Augen halten, worum uns der Hebräerbrief bittet: unseren Lauf zu vollenden, indem wir »auf Jesus blicken« (12,2). Wir dürfen jedoch nicht übersehen, dass Jesus sich gleichzeitig als der Weg zum Vater darstellt: »Ich bin der Weg [...]. Niemand kommt zum Vater außer durch mich« (Joh 14,6). Er will uns zum Vater führen. Deshalb lässt uns die Verkündigung der Kirche, von Anfang an, nicht bei Jesus Christus stehenbleiben, sondern sie führt uns zum Vater. Er ist es, der als die ursprüngliche Fülle am Ende verherrlicht werden muss.[53]
71. Betrachten wir zum Beispiel den Epheserbrief, wo wir deutlich und klar sehen können, wie unsere Anbetung an den Vater gerichtet ist: »Daher beuge ich meine Knie vor dem Vater« (Eph 3,14). »Ein Gott und Vater aller, der über allem und durch alles und in allem ist« (Eph 4,6). »Sagt Gott, dem Vater, jederzeit Dank für alles« (Eph 5,20). Der Vater ist es, auf den wir hingeschaffen sind (vgl. 1 Kor 8,6). Aus diesem Grund hat der heilige Johannes Paul II. gesagt: »Das ganze christliche Leben ist wie eine große Pilgerschaft zum Haus des Vaters«.[54] Es ist das, was Ignatius von Antiochien auf dem Weg zum Martyrium erfahren hat: »Aber lebendes Wasser und redendes ist in mir, das im Innern zu mir spricht: Auf zum Vater!«.[55]
72. Er ist vor allem der Vater Jesu Christi: »Gepriesen sei der Gott und Vater unseres Herrn Jesus Christus« (Eph 1,3). Er ist »Gott Jesu Christi, unseres Herrn, der Vater der Herrlichkeit« (Eph 1,17). Als der Sohn Mensch wurde, waren alle Wünsche und Sehnsüchte seines menschlichen Herzens auf den Vater gerichtet. Wenn wir sehen, wie Christus sich auf den Vater bezog, können wir diese Faszination seines menschlichen Herzens, diese vollkommene und ständige Ausrichtung auf den Vater, erahnen.[56] Seine Geschichte auf dieser unserer Erde war ein Wandeln, bei dem er in seinem menschlichen Herzen den unaufhörlichen Ruf spürte, zum Vater zu gehen.[57]
73. Wir wissen, dass das aramäische Wort, mit dem er sich an den Vater wandte, „Abba“ hieß, was „Papa, Vati“ bedeutet. Zu seiner Zeit waren einige über diese Vertrautheit verärgert (vgl. Joh 5,18). Es ist der Ausdruck, den Jesus verwendet hatte, um mit dem Vater zu sprechen, als die Todesangst ihn überkam: »Abba, Vater, alles ist dir möglich. Nimm diesen Kelch von mir! Aber nicht, was ich will, sondern was du willst« (Mk 14,36). Er erkannte sich immer als vom Vater geliebt: »Weil du mich schon geliebt hast vor Grundlegung der Welt« (Joh 17,24). Und Jesus war in seinem menschlichen Herzen verzückt, als er den Vater zu sich sagen hörte: »Du bist mein geliebter Sohn, an dir habe ich Wohlgefallen gefunden« (Mk 1,11).
74. Das vierte Evangelium sagt, dass der ewige Sohn des Vaters seit jeher „auf das Herz des Vaters“ (Joh 1,18)[58] ausgerichtet war. Der heilige Irenäus sagt, dass »der Sohn Gottes […] immer bei dem Vater gewesen ist«.[59] Und Origenes erklärt, dass der Sohn »in unablässiger Betrachtung der Tiefe des Vaters verharrt«[60]. Deshalb verbrachte der Sohn, als er Mensch wurde, ganze Nächte im Gespräch mit dem geliebten Vater auf dem Gipfel des Berges (vgl. Lk 6,12). Er sagte: »Ich muss in dem sein, was meinem Vater gehört« (Lk 2,49). Schauen wir uns seine Lobpreisungen an: Jesus rief, »vom Heiligen Geist erfüllt, voll Freude aus: Ich preise dich, Vater, Herr des Himmels und der Erde« (Lk 10,21). Und seine letzten Worte, die voller Zuversicht waren, lauteten: »Vater, in deine Hände lege ich meinen Geist« (Lk 23,46).
75. Richten wir nun unseren Blick auf den Heiligen Geist, der das Herz Christi erfüllt und in ihm brennt. Denn, wie der heilige Johannes Paul II. sagte, das Herz Christi ist »das Meisterwerk des Heiligen Geistes«.[61] Es ist nicht nur eine Angelegenheit der Vergangenheit, denn »in Christi Herz ist das Wirken des Heiligen Geistes lebendig, dem Jesus die Inspiration seiner Sendung zuschreibt (vgl. Lk 4,18; Jes 61,1) und dessen Herabkunft er beim Letzten Abendmahl versprochen hatte. Dieser Geist hilft uns, das vielfältige Zeichen der durchbohrten Seite Christi zu begreifen, aus der die Kirche hervorgegangen ist (vgl. Konstitution Sacrosanctum Concilium, 5)«.[62] Letztlich kann »nur der Heilige Geist in unserem Inneren die Fülle eröffnen, die im Herzen Jesu ist. Nur er kann bewirken, dass auch unsere Menschenherzen, unser Inneres, aus dieser Fülle immer mehr Kraft schöpfen«.[63]
76. Wenn wir versuchen, das Geheimnis des Wirkens des Geistes zu ergründen, sehen wir, dass er in uns seufzt und „Abba“ sagt: »Weil ihr aber Söhne seid, sandte Gott den Geist seines Sohnes in unsere Herzen, den Geist, der ruft: Abba, Vater« (Gal 4,6). Denn »der Geist selber bezeugt unserem Geist, dass wir Kinder Gottes sind« (Röm 8,16). Das Wirken des Heiligen Geistes im menschlichen Herzen Christi ruft unaufhörlich diese Anziehung zum Vater hervor. Und wenn er uns durch die Gnade mit den Empfindungen Christi verbindet, macht er uns zu Teilhabern an der Beziehung des Sohnes zum Vater und es ist der »Geist der Kindschaft […], in dem wir rufen: Abba, Vater!« (Röm 8,15).
77. Unsere Beziehung zum Herzen Christi verwandelt sich dann unter dem Antrieb des Heiligen Geistes, der uns auf den Vater, die Quelle des Lebens und den letzten Ursprung der Gnade, ausrichtet. Christus selbst wünscht nicht, dass wir nur bei ihm stehen bleiben. Die Liebe Christi ist eine »Offenbarung der Barmherzigkeit des Vaters«.[64] Sein Wunsch ist es, dass wir, angetrieben durch den Geist, der aus seinem Herzen strömt, „mit ihm und in ihm“ zum Vater gehen. Die Ehre gilt dem Vater „für“ Christus, [65] „mit“ Christus[66] und „in“ Christus“.[67] Der heilige Johannes Paul II. lehrte: »Das Herz des Erlösers lädt uns ein, zur Liebe des Vaters zurückzufinden, der die Quelle jeder echten Liebe ist«.[68] Genau das ist es, was der Heilige Geist, der aus dem Herzen Christi zu uns kommt, in unseren Herzen zu nähren sucht. Deshalb wendet sich die Liturgie unter dem lebensspendenden Wirken des Geistes immer vom auferstandenen Herzen Christi aus an den Vater.
JÜNGSTE LEHRAMTLICHE ÄUSSERUNGEN
78. Das Herz Christi ist in der Geschichte der christlichen Spiritualität auf unterschiedliche Weise sichtbar geworden. In der Bibel und in den ersten Jahrhunderten der Kirche erschien es in der Gestalt der verwundeten Seite des Herrn, als Quelle der Gnade oder als Aufruf zu einer innigen Begegnung der Liebe. So ist sie im Zeugnis vieler Heiliger bis in die Gegenwart immer wieder aufgetaucht. In den letzten Jahrhunderten hat diese Spiritualität die Form einer regelrechten Verehrung des Herzens des Herrn angenommen.
79. Verschiedene meiner Vorgänger haben auf das Herz Christi Bezug genommen und in sehr unterschiedlichen Formulierungen dazu eingeladen, sich mit ihm zu vereinen. Ende des 19. Jahrhunderts lud Leo XIII. uns ein, uns ihm zu weihen, und verband in seinem Vorschlag die Einladung zur Verbindung mit Christus mit der Bewunderung für die Herrlichkeit seiner unendlichen Liebe.[69] Etwa dreißig Jahre später stellte Pius XI. diese Andacht als ein Kompendium der christlichen Glaubenserfahrung vor.[70] Darüber hinaus bekräftigte Pius XII., dass die Herz-Jesu-Verehrung in hervorragender Weise, als erhabene Synthese, unsere Verehrung für Jesus Christus zum Ausdruck bringt.[71]
80. In jüngerer Zeit hat Johannes Paul II. die Entwicklung dieser Verehrung in den vergangenen Jahrhunderten als Antwort auf die Zunahme rigoristischer und entkörperlichter Formen der Spiritualität dargestellt, die die Barmherzigkeit des Herrn vergessen haben, aber auch als einen zeitgemäßen Appell angesichts einer Welt, die sich ohne Gott versucht: »Die Verehrung des Heiligsten Herzens, wie sie sich in Europa vor zwei Jahrhunderten unter dem Antrieb der mystischen Erfahrungen der heiligen Margareta Maria Alacoque entwickelt hat, war die Antwort auf den Jansenistischen Rigorismus, der schließlich die unendliche Barmherzigkeit Gottes verkannt hatte […]. Der Mensch des Jahres 2000 braucht das Herz Christi, um Gott zu erkennen und sich selbst zu erkennen; er bedarf seiner, um die Zivilisation der Liebe aufzubauen«.[72]
81. Benedikt XVI. lud uns ein, das Herz Christi als innige und tägliche Gegenwart im Leben eines jeden Menschen zu erkennen: »Jeder Mensch braucht eine „Mitte“ für sein Leben, eine Quelle der Wahrheit und der Güte, aus der er in der Abfolge der verschiedenen Situationen und in der Mühe des Alltags schöpfen kann. Beim stillen Innehalten hat es ein jeder von uns nötig, nicht nur den eigenen Herzschlag, sondern das Pochen einer verlässlichen Gegenwart in größerer Tiefe zu verspüren, die mit den Sinnen des Glaubens wahrnehmbar und dennoch weitaus wirklicher ist: die Gegenwart Christi, des Herzens der Welt«.[73]
VERTIEFUNG UND AKTUALITÄT
82. Das ausdrucksstarke und symbolische Bild des Herzens Christi ist nicht die einzige Ressource, die der Heilige Geist uns gibt, um der Liebe Christi zu begegnen. Es muss immer wieder durch Betrachtung, Lektüre des Evangeliums und geistliche Reifung bereichert, erleuchtet und erneuert werden. Schon Pius XII. sagte, dass die Kirche nicht behauptet, »dass Herz Jesu sei so zu verstehen, dass in ihm enthalten sei und angebetet werde das sogenannte „formale Bild“, beziehungsweise das vollkommene und absolute Zeichen seiner göttlichen Liebe, da ja dessen innerstes Wesen in keiner Weise durch irgendein geschaffenes Bild angemessen dargestellt werden kann«.[74]
83. Die Verehrung des Herzens Christi ist für unser christliches Leben insofern wesentlich, als sie die volle Offenheit des Glaubens und der Anbetung für das Geheimnis der göttlichen und menschlichen Liebe des Herrn bedeutet, so dass wir erneut sagen können, dass das Heiligste Herz eine Synthese des Evangeliums ist.[75] Es sei daran erinnert, dass die Visionen oder mystischen Erscheinungen, die von bestimmten Heiligen berichtet werden, die leidenschaftlich die Verehrung des Herzens Christi empfohlen haben, nicht etwas sind, das die Gläubigen glauben müssen, als ob sie das Wort Gottes wären.[76] Dies sind schöne Anregungen, die motivieren und viel Gutes bewirken können, obwohl sich niemand verpflichtet fühlen muss, ihnen zu folgen, wenn er nicht erkennt, dass sie ihm auf seinem geistlichen Weg helfen. Auch sei daran erinnert, dass man, wie Pius XII. erklärte, nicht sagen solle, »dass dieser Kult seinen Ausgang von einer göttlichen Privatoffenbarung genommen habe«.[77]
84. Der Vorschlag, die eucharistische Kommunion am ersten Freitag eines jeden Monats zu empfangen, war beispielsweise eine starke Botschaft in einer Zeit, in der viele Menschen nicht mehr zur Kommunion gingen, weil sie kein Vertrauen in die göttliche Vergebung, in Gottes Barmherzigkeit, hatten und die Kommunion als eine Art Belohnung für die Vollkommenen betrachteten. In diesem jansenistischen Kontext hat die Förderung dieser Praxis viel Gutes bewirkt, indem sie den Menschen half, in der Eucharistie die selbstlose und nahe Liebe des Herzens Christi zu erkennen, die uns zur Einheit mit ihm ruft. Wir können sagen, dass sie auch heute viel Gutes bewirken würde, und zwar aus einem anderen Grund: weil wir inmitten des Wirbels der heutigen Welt und unserer Besessenheit von Freizeit, Konsum und Vergnügung, Smartphones und Social Media vergessen, unser Leben mit der Kraft der Eucharistie zu nähren.
85. Ebenso muss sich niemand verpflichtet fühlen, donnerstags eine Stunde Anbetung zu halten. Aber wie kann man das nicht empfehlen? Wenn jemand diese Praxis mit Eifer zusammen mit vielen Brüdern und Schwestern übt und in der Eucharistie die ganze Liebe des Herzens Christi findet, »so verehrt er anbetend zusammen mit der Kirche das Zeichen und gleichsam die Spur der göttlichen Liebe, die so weit gegangen ist, dass sie auch mit dem Herzen des fleischgewordenen Wortes die […] Menschheit liebte«.[78]
86. Dies war für viele Jansenisten schwer zu verstehen, die auf alles Menschliche, Affektive, Körperliche herabschauten und schließlich glaubten, dass eine solche Verehrung uns von der reinsten Anbetung des allerhöchsten Gottes entferne. Pius XII. nannte diese elitäre Haltung einiger Gruppen, die Gott als so hoch, so erhaben, so weit entfernt ansahen, dass sie die empfindsamen Ausdrucksformen der Volksfrömmigkeit als gefährlich und der kirchlichen Kontrolle bedürftig ansahen, eine »falsche mystische Lehre«.[79]
87. Man könnte argumentieren, dass wir es heute mehr noch als beim Jansenismus mit einem starken Vormarsch der Säkularisierung zu tun haben, die eine Welt ohne Gott anstrebt. Hinzu kommt, dass sich in der Gesellschaft verschiedene Formen von Religiosität ohne Bezug zu einer persönlichen Beziehung zu einem Gott der Liebe verbreiten, die neue Erscheinungsformen einer „Spiritualität ohne Fleisch“ sind. Das ist richtig. Ich muss jedoch feststellen, dass auch in der Kirche der schädliche jansenistische Dualismus in neuer Gestalt wieder auflebt. Er hat in den letzten Jahrzehnten neue Kraft gewonnen, aber er ist eine Erscheinungsform jenes Gnostizismus, der schon in den ersten Jahrhunderten des christlichen Glaubens der Spiritualität geschadet und die Wahrheit der „Erlösung des Fleisches“ missachtet hat. Deshalb richte ich meinen Blick auf das Herz Christi und lade euch ein, seine Verehrung zu erneuern. Ich hoffe, dass es auch das heutige Empfinden anspricht und uns so hilft, diesen alten und neuen Dualismen zu begegnen, auf die es eine angemessene Antwort gibt.
88. Ich möchte hinzufügen, dass das Herz Christi uns gleichzeitig von einem anderen Dualismus befreit: dem der Gemeinschaften und Hirten, die sich nur auf äußere Aktivitäten konzentrieren, auf strukturelle Reformen, die nichts mit dem Evangelium zu tun haben, auf zwanghaftes Organisieren, auf weltliche Projekte, auf säkularisiertes Denken, auf verschiedene Vorschläge, die als Erfordernisse dargestellt werden und die man bisweilen allen aufdrängen will. Das Ergebnis ist oft ein Christentum, das die Zartheit des Glaubens, die Freude hingebungsvollen Dienstes, den Eifer für die Mission von Mensch zu Mensch, das Überwältigtsein von der Schönheit Christi, die emotionale Dankbarkeit für die Freundschaft, die er anbietet, und den letzten Sinn, den er dem persönlichen Leben gibt, vergessen hat. Kurzum, dies ist eine andere, nicht weniger entkörperlichte Form des trügerischen Transzendentalismus.
89. Diese sehr aktuellen Krankheiten, von denen wir, wenn wir uns haben anstecken lassen, nicht einmal geheilt werden wollen, veranlassen mich, der ganzen Kirche eine neue Vertiefung der Liebe Christi, die sich in seinem Heiligsten Herzen darstellt, nahezulegen. Dort finden wir das ganze Evangelium, dort ist die Wahrheit zusammengefasst, die wir glauben, dort ist das, was wir im Glauben anbeten und suchen, dort ist das, was wir am meisten brauchen.
90. Vor dem Herzen Christi ist es möglich, zu der fleischgewordenen Synthese des Evangeliums zurückzukehren und das zu leben, was ich vor kurzem vorgeschlagen habe, als ich an die geliebte heilige Theresia vom Kinde Jesus erinnerte: »Die angemessenste Haltung ist daher, das Vertrauen unseres Herzens außerhalb von uns selbst zu verankern: in der unendlichen Barmherzigkeit eines Gottes, der grenzenlos liebt und der am Kreuz Jesu Christi alles gegeben hat«.[80] Sie lebte das intensiv, weil sie im Herzen Christi entdeckt hatte, dass Gott Liebe ist: »Mir hat er seine unendliche Barmherzigkeit gegeben, durch sie hindurch beschaue ich alle anderen göttlichen Vollkommenheiten und bete sie an«.[81] Deshalb lautet das bekannteste Gebet, das wie ein Pfeil auf das Herz Christi zielt, ganz einfach: »Ich vertraue auf dich«.[82] Andere Worte sind nicht nötig.
91. In den folgenden Kapiteln werden wir zwei grundlegende Aspekte hervorheben, die die Herz-Jesu-Verehrung heute beide berücksichtigen sollte, um uns weiterhin zu nähren und dem Evangelium näher zu bringen: die persönliche geistliche Erfahrung und das gemeinschaftliche und missionarische Engagement.
IV.
DIE LIEBE, DIE ZU TRINKEN GIBT
92. Kehren wir zur Heiligen Schrift zurück, zu den inspirierten Texten, die der wichtigste Ort sind, an dem wir die Offenbarung finden. In ihnen und in der lebendigen Tradition der Kirche ist das enthalten, was der Herr selbst uns im Laufe der ganzen Geschichte sagen wollte. Beginnend bei der Lektüre von Texten aus dem Alten und dem Neuen Testament werden wir einige Auswirkungen des Wortes auf dem langen geistlichen Weg des Volkes Gottes zusammenstellen.
DURST NACH DER LIEBE GOTTES
93. In der Bibel steht, dass dem Volk, das die Wüste durchwandert hatte und auf die Befreiung wartete, eine Fülle lebensspendenden Wassers verheißen war: »Ihr werdet Wasser freudig schöpfen aus den Quellen des Heils« (Jes 12,3). Die messianischen Verheißungen nahmen die Gestalt einer Quelle reinigenden Wassers an: »Ich gieße reines Wasser über euch aus, dann werdet ihr rein. […] einen neuen Geist gebe ich in euer Inneres« (Ez 36,25-26). Es ist das Wasser, das dem Volk ein erfülltes Leben zurückgeben wird, wie eine Quelle, die aus dem Tempel hervorquillt und im Vorüberfließen Leben und Gesundheit schenkt: »Als ich zurückging, siehe, da waren an beiden Ufern des Flusses sehr viele Bäume. [...] da werden alle Lebewesen, alles, was sich regt, leben können […]. Weil dieses Wasser dort hinkommt, werden sie gesund; wohin der Fluss kommt, dort bleibt alles am Leben« (Ez 47,7.9).
94. Beim jüdischen Laubhüttenfest (Sukkot), das an die vierzig Jahre in der Wüste erinnerte, nahm das Symbol des Wassers nach und nach einen zentralen Platz ein und sah ein Ritual vor, bei dem jeden Morgen Wasser geopfert wurde und das am letzten Tag des Festes sehr feierlich wurde: Es wurde eine große Prozession zum Tempel unternommen, wo man schließlich siebenmal den Altar umschritt und das Wasser inmitten von großem Trubel Gott opferte.[83]
95. Die Ankündigung des Kommens der messianischen Zeit erfolgte mit dem Bild einer für das Volk geöffneten Quelle: »Doch über das Haus David und über die Einwohner Jerusalems werde ich einen Geist des Mitleids und des flehentlichen Bittens ausgießen. Und sie werden auf mich blicken, auf ihn, den sie durchbohrt haben. […] An jenem Tag wird für das Haus David und für die Einwohner Jerusalems eine Quelle entspringen gegen Sünde und Unreinheit« (Sach 12,10; 13,1).
96. Ein durchbohrter Mensch, eine offene Quelle, ein Geist der Gnade und des Gebets. Die ersten Christen sahen diese Verheißung klar in der offenen Seite Christi erfüllt, der Quelle, aus der das neue Leben hervorströmt. Wenn wir das Johannesevangelium durchgehen, sehen wir, wie sich diese Prophezeiung in Christus erfüllt hat. Betrachten wir seine offene Seite, aus der das Wasser des Heiligen Geistes floss: »Einer der Soldaten stieß mit der Lanze in seine Seite und sogleich floss Blut und Wasser heraus« (Joh 19,34). Dann fügt der Evangelist hinzu: »Sie werden auf den blicken, den sie durchbohrt haben« (Joh 19,37). Er greift damit die Verheißung des Propheten auf, der dem Volk eine offene Quelle in Jerusalem versprach, wenn sie auf den Durchbohrten schauten (vgl. Sach 12,10). Die offene Quelle ist die verwundete Seite Jesu.
97. Wir sehen, dass das Evangelium selbst diesen heiligen Augenblick ankündigt, und zwar »am letzten Tag des Festes, dem großen Tag« des Laubhüttenfestes (Joh 7,37). Damals rief Jesus dem feiernden Volk in der großen Prozession zu: »Wer Durst hat, komme zu mir und […] trinke […]. Aus seinem Inneren werden Ströme von lebendigem Wasser fließen« (Joh 7,37-38). Damit dies geschehen konnte, musste seine „Stunde“ kommen, denn Jesus war »noch nicht verherrlicht« (Joh 7,39). Alles hat sich in der überfließenden Quelle des Kreuzes erfüllt.
98. Im Buch der Offenbarung des Johannes erscheint dann sowohl der Durchbohrte wieder – »jedes Auge wird ihn sehen, auch alle, die ihn durchbohrt haben« (Offb 1,7), als auch die offene Quelle: »Wer durstig ist, der komme! Wer will, empfange unentgeltlich das Wasser des Lebens!« (Offb 22,17).
99. Die durchbohrte Seite ist gleichzeitig der Sitz der Liebe, einer Liebe, die Gott seinem Volk in vielen unterschiedlichen Worten erklärt hat, die es wert sind, erinnert zu werden:
»Weil du in meinen Augen teuer und wertvoll bist / und weil ich dich liebe« (Jes 43,4).
»Kann denn eine Frau ihr Kindlein vergessen, ohne Erbarmen sein gegenüber ihrem leiblichen Sohn? Und selbst wenn sie ihn vergisst: Ich vergesse dich nicht. Sieh her: Ich habe dich eingezeichnet in meine Hände« (Jes 49,15-16).
»Mögen auch die Berge weichen und die Hügel wanken – meine Huld wird nicht von dir weichen und der Bund meines Friedens nicht wanken« (Jes 54,10).
»Mit ewiger Liebe habe ich dich geliebt, darum habe ich dir die Treue bewahrt« (Jer 31,3).
»Der Herr, dein Gott, ist in deiner Mitte, ein Held, der Rettung bringt. Er freut sich und jubelt über dich, er schweigt in seiner Liebe, er jubelt über dich und frohlockt« (Zef 3,17).
100. Der Prophet Hosea spricht sogar vom Herzen Gottes: »Mit menschlichen Fesseln zog ich sie, mit Banden der Liebe« (Hos 11,4). Wegen eben dieser verachteten Liebe konnte er sagen: »Gegen mich selbst wendet sich mein Herz, heftig entbrannt ist mein Mitleid« (Hos 11,8). Doch es wird stets die Barmherzigkeit siegen (vgl. Hos 11,9), die ihren höchsten Ausdruck in Christus finden wird, dem letztgültigen Wort der Liebe.
101. Im durchbohrten Herzen Christi sind alle Liebesbekundungen der Heiligen Schrift konzentriert, eingeschrieben in das Fleisch. Es handelt sich nicht um eine Liebe, die bloß erklärt wird, sondern seine offene Seite ist für die Geliebten die Quelle des Lebens, jene Quelle, die den Durst seines Volkes stillt. Wie der heilige Johannes Paul II. lehrte, »gehören die wesentlichen Elemente einer solchen Verehrung daher dauerhaft zur Spiritualität der Kirche im Lauf ihrer Geschichte, da die Kirche von Anfang an ihren Blick auf das Herz des am Kreuz durchbohrten Christus gerichtet hat«.[84]
DER WIDERHALL DES WORTES IN DER GESCHICHTE
102. Sehen wir uns einige Wirkungen an, die dieses Wort Gottes in der Geschichte des christlichen Glaubens hervorgebracht hat. Mehrere Kirchenväter, vor allem aus Kleinasien, haben die Wunde in der Seite Jesu als Quelle des Wassers des Heiligen Geistes angesprochen: des Wortes, seiner Gnade und der Sakramente, die es vermitteln. Die Kraft der Märtyrer lebt von der »himmlischen Quelle des lebendigen Wassers […], das aus dem Leibe Christi quoll«,[85] oder wie Rufinus übersetzt »aus den himmlischen und ewigen Quellen, die aus dem Leib Jesu hervorgehen«.[86] Wir Gläubigen, die wir aus dem Geist wiedergeboren sind, kommen aus jener Felsenhöhle und »sind aus Christi Schoß hervorgegangen«.[87] Seine verwundete Seite, die wir als sein Herz deuten, ist voll von Heiligem Geist, und aus ihm gelangt er zu uns wie Ströme von lebendigem Wasser: »Die Quelle des Geistes ist ganz in Christus«.[88] Aber der Geist, den wir empfangen, entfernt uns nicht vom auferstandenen Herrn, sondern erfüllt uns mit ihm, denn indem wir den Geist trinken, trinken wir Christus selbst: »Trinke Christus, denn er ist der Fels, aus dem das Wasser hervorquillt. Trinke Christus, denn er ist die Quelle des Lebens. Trinke Christus, denn er ist der Strom, dessen Kraft die Stadt Gottes erfreut. Trinke Christus, denn er ist der Friede. Trinke Christus, denn aus seiner Seite strömt lebendiges Wasser«.[89]
103. Der heilige Augustinus hat den Weg für die Verehrung des Heiligsten Herzens als Ort der persönlichen Begegnung mit dem Herrn geebnet. Für ihn ist das Herz Christi nämlich nicht nur die Quelle der Gnade und der Sakramente, sondern er personalisiert es, indem er es als Symbol der innigen Vereinigung mit Christus, als Ort einer liebevollen Begegnung darstellt. Darin liegt der Ursprung der kostbarsten Weisheit, die darin besteht, ihn zu kennen. Augustinus schreibt nämlich, dass Johannes, der geliebte Jünger, als er sich beim letzten Abendmahl an die Brust Jesu lehnte, sich dem geheimen Ort der Weisheit näherte.[90] Dabei handelt es sich nicht um eine einfache intellektuelle Betrachtung einer theologischen Wahrheit. Der heilige Hieronymus erklärte: Ein Mensch, der zur Kontemplation fähig ist, »genießt nicht die Anmut lieblicher Quellen, statt dessen trinkt er aus der Seite des Herrn vom Wasser des Lebens«.[91]
104. Der heilige Bernhard hat die Symbolik der durchbohrten Seite des Herrn wiederaufgegriffen und sie ausdrücklich als Offenbarung und Geschenk der Liebe seines Herzens verstanden. Durch die Wunde wird sie für uns zugänglich und wir können uns das große Geheimnis der Liebe und der Barmherzigkeit zu eigen machen: »Ich aber eigne mir voll Zuversicht, was mir von mir aus fehlt, aus dem Herzen des Herrn an, weil es von Erbarmen überfließt und die Spalten nicht fehlen, durch die es ausfließt. Sie haben seine Hände und Füße durchbohrt und die Seiten mit der Lanze durchstoßen: durch diese Ritzen darf ich Honig aus dem Felsen und Öl aus härtestem Gestein saugen, das heißt kosten und sehen, wie süß der Herr ist. […] „Das Eisen durchdrang seine Seele und näherte sich seinem Herzen“, so dass es nicht mehr ohne Mitgefühl sein kann gegenüber meinen Schwächen. Offen liegt das Verborgene des Herzens durch die Öffnung des Leibes, offen liegt jenes große Geheimnis der Güte.«[92]
105. Dies wird dann bei Wilhelm von Saint-Thierry besonders deutlich, der dazu einlädt, in das Herz Jesu einzutreten, der uns an seiner Brust nährt.[93] Das ist nicht verwunderlich, wenn wir uns daran erinnern, dass für diesen Autor »die Kunst der Künste die Kunst der Liebe ist [...]. Die Liebe wird durch den Schöpfer der Natur eingegeben. Die Liebe ist freilich eine Kraft der Seele, die sie wie ein natürliches Gewicht zu dem ihr eigenen Ort und dem Ziel führt«.[94] Und der ihr eigene Ort, an dem die Liebe in Fülle herrscht, ist das Herz Christi: »Denn wohin, Herr, ziehst du jene, die du umarmst und festhältst, wenn nicht zu deinem Herzen? Dein Herz, o Jesus, ist jenes süße Manna deiner Gottheit (vgl. Hebr 9,4), das du in dem goldenen Gefäß deiner Seele aufbewahrst, die voller Weisheit ist. Selig sind die, die durch deine Umarmung zu ihr geführt werden; selig sind die, die du in die Verborgenheit jener Tiefen, im Zentrum deines Herzens geborgen hast«.[95]
106. Der heilige Bonaventura vereint die beiden geistlichen Linien, die vom Herzen Christi sprechen: Während er es als Quelle der Sakramente und der Gnade darstellt, schlägt er vor, dass diese Betrachtung zu einer Beziehung der Freundschaft wird, zu einer persönlichen Begegnung der Liebe.
107. Zum einen hilft er uns, die Schönheit der Gnade und der Sakramente zu erkennen, die aus jener Quelle des Lebens hervorgehen, die die verwundete Seite des Herrn ist: »Aus der Seite des am Kreuz entschlafenen Christus sollte die Kirche gebildet werden; auch sollte sich das Schriftwort erfüllen: „Sie werden auf den blicken, den sie durchbohrt haben“ (Sach 12,10; Joh 19,37). Daher entsprach es dem göttlichen Heilsplan, dass einer der Soldaten die heilige Seite mit der Lanze durchstach, sodass Blut und Wasser herausfloss. Der Preis unserer Erlösung wurde da ausgegossen. Aus der Quelle, nämlich dem innersten Geheimnis des Herzens fließend, sollte er den Sakramenten der Kirche die Kraft verleihen, das Leben der Gnade zu geben; und den bereits in Christus Lebendigen sollte er zum Becher des „lebendigen Quells werden, der hinüberströmt ins ewige Leben“ (Joh 4,14)«.[96]
108. Zum anderen lädt er uns ein, einen weiteren Schritt zu tun, damit der Zugang zur Gnade nicht etwas Magisches oder so etwas wie eine Emanation neuplatonischer Art wird, sondern eine direkte Beziehung zu Christus, der seinem Herzen innewohnt, denn wer trinkt, ist ein Freund Christi, ist ein Herz, das liebt: »Steh auf, Freundin Christi! Du sollst wie die Taube sein, die im Eingang des Felsenspaltes nistet (vgl. Jer 48,28); wie der Sperling, der dort sein Haus findet (Ps 84,4), sollst du stets wach bleiben. Wie die Turteltaube sollst du dort die Nachkommen keuscher Liebe verbergen«.[97]
DIE VERBREITUNG DER HERZ-JESU-VEREHRUNG
109. Nach und nach nahm die verwundete Seite, in der die Liebe Christi ihren Sitz hat und von der das Leben der Gnade ausgeht, die Gestalt des Herzens an, insbesondere im monastischem Leben. Wir wissen, dass die Verehrung des Herzens Christi im Laufe der Geschichte nicht immer die gleicheAusdrucksform hatte und dass die in der Neuzeit entwickelten Aspekte, die mit verschiedenen geistlichen Erfahrungen verbunden sind, nicht mit den mittelalterlichen Formen und noch weniger mit den biblischen Formen verglichen werden können, in denen wir die Anfänge dieser Verehrung erahnen können. Dennoch verschmäht die Kirche heute nichts von dem Guten, das der Heilige Geist uns im Laufe der Jahrhunderte geschenkt hat, weil sie weiß, dass es immer möglich sein wird, eine klarere und umfassendere Bedeutung bestimmter Details der Verehrung zu erkennen oder neue Aspekte zu verstehen und zu enthüllen.
110. Verschiedene heilige Frauen haben von ihren Erfahrungen der Christusbegegnung berichtet, die gekennzeichnet waren von einem Ruhen im Herzen des Herrn, der Quelle des Lebens und des inneren Friedens. Dies gilt unter anderem für die heilige Lutgard, die heilige Mechthild von Hackeborn, die heilige Angela von Foligno und Juliana von Norwich. Die heilige Gertrud von Helfta, eine Zisterzienserin, berichtete von einem Moment der Gebets, in welchem sie ihren Kopf auf das Herz Christi legte und seinem Schlagen lauschte. In einem Zwiegespräch mit dem Evangelisten Johannes fragte sie ihn, warum er in seinem Evangelium nicht über das gesprochen habe, was er empfand, als er dieselbe Erfahrung gemacht hatte. Gertrud kommt zu dem Schluss: »Das beglückende Reden über die Schläge dieses Herzens bleibt jedoch der gegenwärtigen Zeit vorbehalten. Wenn die alternde und in der Gottesliebe erlahmte Welt davon hört, soll sie sich neu erwärmen«.[98] Könnten wir es vielleicht für eine Ankündigung an unsere Zeit halten, für einen Aufruf, zu erkennen, wie „alt“ diese Welt geworden ist und wie bedürftig sie ist, die immer neue Botschaft der Liebe Christi zu vernehmen? Die heilige Gertrud und die heilige Mechthild gelten als die »innigsten Vertrauten des Heiligsten Herzens«.[99]
111. Die Kartäuser fanden, ermutigt vor allem von Ludolf von Sachsen, in der Verehrung des Heiligsten Herzens einen Weg, ihre Beziehung zu Jesus Christus mit Zuneigung und Nähe zu erfüllen. Wer durch die Wunde seines Herzens eintritt, der entflammt vor Zuneigung. Die heilige Katharina von Siena schrieb, dass die Leiden, die der Herr ertrug, nicht etwas sind, dem wir beiwohnen können, dass das offene Herz Christi für uns jedoch die Möglichkeit einer gegenwärtigen und persönlichen Begegnung mit viel Liebe ist: »Ich wollte, dass ihr das Geheimnis des Herzens sehen solltet, indem ich es euch geöffnet darbot; hier sollte euch klar werden, dass meine Liebe größer war als was ich euch durch mein endliches Leiden zeigen konnte«.[100]
112. Die Verehrung des Herzens Christi erfolgte allmählich auch jenseits des monastischen Lebens und bereicherte die Spiritualität von heiligen Lehrern, Predigern und Ordensgründern, die sie bis in die entlegensten Winkel der Erde verbreiteten.[101]
113. Von besonderem Interesse war die Initiative des heiligen Johannes Eudes, der »nachdem er mit seinen Missionaren eine besonders eifrige Mission in Rennes durchgeführt hatte, den Bischof dazu brachte, in dieser Diözese die Feier des Festes des anbetungswürdigen Herzens unseres Herrn Jesus Christus zu approbieren. Dies war das erste Mal, dass dieses Fest in der Kirche offiziell genehmigt wurde. Später gewährten die Bischöfe von Coutances, Evreux, Bayeux, Lisieux und Rouen zwischen 1670 und 1671 das gleiche Fest für ihre jeweiligen Diözesen«.[102]
DER HEILIGE FRANZ VON SALES
114. In der Neuzeit ist der Beitrag des heiligen Franz von Sales bemerkenswert. Er betrachtete oft das offene Herz Christi, das dazu einlädt, in einer persönlichen Beziehung der Liebe in ihm zu verweilen, in der sich die Geheimnisse des Lebens erhellen. Wir können in den Gedanken dieses heiligen Kirchenlehrers erkennen, wie ihm angesichts einer rigoristischen Moral oder einer Religiosität der bloßen Pflichterfüllung das Herz Christi als ein Aufruf erschien, voll auf das geheimnisvolle Wirken seiner Gnade zu vertrauen. Der Baronin von Chantal gegenüber drückte er das so aus: »Ich denke wohl, daß wir nicht mehr in uns selbst bleiben wollen und […] vertrauensvoll für immer unsere Wohnstätte in der durchbohrten Seite des Erlösers aufschlagen sollen; denn ohne ihn können wir nicht nur nichts tun, aber auch wenn wir könnten, würden wir nichts tun wollen«.[103]
115. Für ihn war die Frömmigkeit weit davon entfernt, zu einer Form des Aberglaubens oder einer unangemessenen Verdinglichung der Gnade zu werden, denn sie bedeutete die Einladung zu einer persönlichen Beziehung, in der sich ein jeder vor Christus als einzigartig erlebt, als in seiner unwiederholbaren Wirklichkeit erkannt, als von Christus gesehen und direkt und exklusiv bedacht: »Dieses sehr anbetungswürdige und sehr liebenswürdige Herz unseres Meisters, das von seiner Liebe zu uns ganz glühend ist, in das wir alle unsere Namen eingeschrieben sehen werden [...] Es wird ein sehr großer Trost sein, dass wir von unserem Herrn so innig geliebt werden, dass er uns immer in seinem Herzen trägt«.[104] Dieser auf das Herz Christi geschriebene Eigenname, ist die Weise, in der Franz von Sales zu versinnbildlichen versucht, inwieweit die Liebe Christi zu jedem einzelnen keine abstrakte oder allgemeine ist, sondern eine persönliche Dimension beinhaltet, durch die sich der Gläubige um seiner selbst willen geschätzt und anerkannt fühlt: »Mein Gott, meine Tochter, wie schön ist der Himmel nun, da der Heiland ihm als Sonne dient und seine durchbohrte Seite als Quelle der Liebe, aus der die Seligen nach Wunsch trinken können. Jeder wird sich darin betrachten und jeder sieht dort seinen Namen mit Liebeslettern geschrieben, die die Liebe allein lesen kann und den die Liebe allein geschrieben hat. Ach Gott, meine liebe Tochter, werden unsere Namen auch darin stehen? Sie werden es zweifellos; denn wenn auch unser Herz nicht die Liebe hat, hat es doch Sehnsucht nach Liebe und den Beginn der Liebe«.[105]
116. Er sah diese Erfahrung als etwas Grundlegendes für ein spirituelles Leben an und zählte diese Überzeugung zu den großen Glaubenswahrheiten: »Ja, meine sehr liebe Tochter, er denkt an Sie und nicht nur an Sie, sondern an das kleinste Haar auf Ihrem Haupt (Mt 10,30; Lk 21,18); das ist ein Glaubensartikel und wir dürfen nie daran zweifeln«.[106] Daraus folgt, dass der Gläubige fähig wird, sich ganz dem Herzen Christi anzuvertrauen, in welchem er Ruhe, Trost und Kraft findet: » O Gott, welches Glück, so in den Armen und an der Brust [des Erlösers]. […] Bleiben Sie so, liebe Tochter, wie ein kleiner anderer Johannes und während die anderen am Tisch des Herrn verschiedene Gerichte speisen, legen und lehnen Sie mit ganz einfachem Vertrauen Ihr Haupt, Ihre Seele, Ihren Geist an die liebevolle Brust dieses teuren Heilands«.[107] »Dem Geist nach hoffe ich, dass Sie in der Höhle der Turteltaube und in der durchbohrten Seite unseres teuren Heilands sein werden. [...] Wie gut ist doch der Herr, meine liebe Tochter! Wie liebenswert sein Herz! Bleiben wir dort in dieser heiligen Wohnstatt«.[108]
117. Getreu seiner Lehre über die Heiligung im gewöhnlichen Leben schlägt er jedoch vor, dass dies inmitten der Tätigkeiten, Aufgaben und Pflichten des Alltags gelebt werden sollte: »Sie fragen mich, wie die Seelen, die im Gebet zu dieser heiligen Einfachheit und vollkommenen Hingabe an Gott hingezogen werden, sich in all ihren Handlungen verhalten sollen? Ich antworte, dass sie nicht nur im Gebet, sondern in der Führung ihres ganzen Lebens unwandelbar im Geist der Einfachheit wandeln sollen, indem sie ihre ganze Seele, ihr Tun und ihren Erfolg dem Wohlgefallen Gottes überlassen und anvertrauen, aus einer Liebe vollkommenen und absolutsten Vertrauens, indem sie sich der Gnade und der Sorge der ewigen Liebe überlassen, die die göttliche Vorsehung für sie hat«.[109]
118. Als es darum ging, ein Sinnbild zu finden, das seinen Entwurf für ein geistliches Leben zusammenfasst, kam er aus all diesen Gründen zu folgendem Schluss: »Ich habe also gedacht, wenn Sie damit einverstanden sind, meine liebe Mutter, wollen wir als Wappen ein einziges, von zwei Pfeilen durchbohrtes, von einer Dornenkrone umschlossenes Herz nehmen«.[110]
EINE NEUE LIEBESERKLÄRUNG
119. Unter dem heilsamen Einfluss dieser Spiritualität des heiligen Franz von Sales kam es Ende des 17. Jahrhunderts zu den Ereignissen von Paray-le-Monial. Die heilige Margareta Maria Alacoque hat von wichtigen Erscheinungen berichtet, die sich zwischen Ende Dezember 1673 und Juni 1675 zugetragen haben. Grundlegend ist eine Liebeserklärung, die aus der ersten großen Erscheinung hervorsticht. Jesus sagt: »Mein göttliches Herz brennt so vor Liebe zu den Menschen und besonders zu dir, dass es die Flammen dieses Feuers nicht mehr in sich verschließen kann. Es muss sie deshalb durch dich ausbreiten, es muss sich offenbaren, um die Menschen mit den kostbaren Schätzen zu bereichern, die ich dir entdecke.«[111]
120. Die heilige Margareta Maria fasst alles auf eine kraftvolle und leidenschaftliche Weise zusammen: »...und entdeckte mir die Wunder seiner Liebe und die unaussprechlichen Geheimnisse seines heiligsten Herzens, die er mir bis dahin verborgen hatte und nun zum ersten Mal vor mir öffnete. Er tat das in einer so wirksamen und fühlbaren Weise, dass er mir keine Möglichkeit ließ, an den Wirkungen dieser Gnade in mir zu zweifeln«.[112] In den folgenden Erscheinungen wird die Schönheit dieser Botschaft noch einmal bekräftigt: »Darauf entdeckte er mir die unaussprechlichen Wunder seiner reinen Liebe und das Übermaß dieser Liebe zu den Menschen […]«.[113]
121. Dieses intensive Erkennen der Liebe Jesu, das uns die heilige Margareta Maria übermittelt hat, bietet uns wertvolle Impulse für unsere Vereinigung mit ihm. Das bedeutet nicht, dass wir uns verpflichtet fühlen, alle Einzelheiten dieses geistlichen Weges anzunehmen oder zu übernehmen, bei dem sich, wie es oft der Fall ist, das göttliche Handeln mit menschlichen Elementen vermischt, die mit den Wünschen, Sorgen und den inneren Vorstellungen der Betroffenen verbunden sind.[114] Solch eine Anregung muss immer wieder im Licht des Evangeliums und der gesamten reichen geistlichen Tradition der Kirche neu gelesen werden, wobei wir anerkennen, wie viel Gutes sie in zahlreichen Schwestern und Brüdern bewirkt hat. Dies ermöglicht es uns, Gaben des Heiligen Geistes in dieser Erfahrung des Glaubens und der Liebe zu erkennen. Wichtiger als die Einzelheiten ist der Kern der Botschaft, der uns vermittelt wird und der in jenen Worten zusammengefasst werden kann, die die heilige Margareta gehört hat: »Siehe hier das Herz, das die Menschen so sehr geliebt hat, dass es sich nicht schonte, sondern sich völlig hingab und verzehrte, um ihnen seine Liebe zu beweisen«.[115]
122. Diese Erscheinung ist eine Einladung, in der Begegnung mit Christus zu wachsen, dank eines uneingeschränkten Vertrauens, bis zur Erlangung einer vollen und endgültigen Vereinigung: »Das göttliche Herz Jesu muss so sehr an die Stelle des unseren treten, dass er allein in uns und für uns lebt und handelt; dass sein Wille […] absolut ohne jeglichen Widerstand von unserer Seite handeln kann; und schließlich, dass seine Zuneigungen, seine Gedanken und seine Sehnsüchte die unseren ersetzen, vor allem aber seine Liebe, die ihn selbst in uns und für uns lieben wird. Auf diese Weise werde uns sein liebendes Herz alles in allem, so dass wir mit dem heiligen Paulus werden sagen können, nicht mehr wir leben, sondern er lebt in uns«.[116]
123. Tatsächlich schildert sie in der ersten Botschaft, die sie erhalten hat, diese Erfahrung auf persönlichere und konkretere Weise, voll Feuer und Zärtlichkeit: »Dann forderte er mein Herz von mir. Ich bat ihn inständig, es zu nehmen. Er nahm es und versenkte es in das seine. Dort sah ich es wie ein winziges Stäubchen, das sich in dieser brennenden Glut verzehrte«.[117]
124. An einer anderen Stelle bemerken wir, dass derjenige, der sich uns schenkt, der auferstandene Christus ist, voll Herrlichkeit, voller Leben und Licht. Obwohl er verschiedentlich von den Leiden spricht, die er für uns ertragen hat, und von der Undankbarkeit, die er erfährt, sind es hier nicht das Blut und die schmerzhaften Wunden, die hervorstechen, sondern das Licht und das Feuer des Lebendigen. Die Wunden seines Leidens, die nicht verschwinden, werden verklärt. Auf diese Weise offenbart sich hier das Ostergeheimnis in seiner Gänze: »Einmal, als wieder das Allerheiligste ausgesetzt war […] erschien mir Jesus Christus, mein geliebter Meister, im Glanz seiner Verherrlichung mit seinen fünf Wundmalen, die wie fünf Sonnen leuchteten. Überall aus dieser seiner heiligen Menschheit drangen Flammen hervor, besonders aus seiner anbetungswürdigen Brust, die einem Glutmeer glich. Darauf entdeckte er mir die unaussprechlichen Wunder seiner reinen Liebe und das Übermaß dieser Liebe zu den Menschen, von denen er nichts als Undank und Verkennung erfährt«.[118]
DER HEILIGE CLAUDE DE LA COLOMBIÈRE
125. Als der heilige Claude de la Colombière von den Erfahrungen der heiligen Margareta erfuhr, wurde er sofort zu deren Verteidiger und Verbreiter. Er spielte eine besondere Rolle für das Verständnis und die Verbreitung dieser Herz-Jesu-Verehrung, aber auch für ihre Interpretation im Lichte des Evangeliums.
126. Während einige der Äußerungen der heiligen Margareta, wenn sie missverstanden werden, dazu verleiten konnten, zu sehr auf die eigenen Opfer und Gaben zu vertrauen, zeigt der heilige Claude, dass die Betrachtung des Herzens Christi, wenn sie wahrhaftig ist, keine Selbstgefälligkeit oder Eitelkeit aufgrund menschlicher Erfahrungen oder Anstrengungen hervorruft, sondern vielmehr eine unbeschreibliche Hingabe an Christus, die das Leben mit Frieden, Sicherheit und Entschiedenheit erfüllt. Dieses absolute Vertrauen hat er sehr gut in einem berühmten Gebet ausgedrückt:
»Ich, mein Gott, bin so überzeugt, dass du über jene wachst, die auf dich hoffen, ich bin so überzeugt, dass es einem an nichts fehlen kann, wenn man alles von dir erwartet, dass ich beschlossen habe, in Zukunft ohne jegliche Sorge zu leben und alle meine Sorgen auf dich zu werfen [...] Ich werde meine Hoffnung nie verlieren, ich werde sie bis zum letzten Augenblick meines Lebens behalten und alle Dämonen der Hölle werden in jenem Augenblick vergebliche Anstrengungen unternehmen, um sie mir zu entreißen [...]. Ob die einen ihr Glück von ihrem Reichtum oder ihren Talenten erwarten, ob die anderen sich auf die Unschuld ihres Lebens oder die Strenge ihrer Bußübungen oder die Zahl ihrer Almosen oder die Inbrunst ihrer Gebete stützen, [...] für mich, Herr, ist mein ganzes Vertrauen, mein Vertrauen selbst: Dieses Vertrauen täuscht niemals irgendjemanden. [...] Ich bin also sicher, dass ich ewig glücklich sein werde, weil ich fest darauf hoffe, es zu sein, und weil ich es von dir, o mein Gott, hoffe«.[119]
127. Der heilige Claude schrieb im Januar 1677 eine Notiz, der einige Zeilen vorausgehen, die sich auf die Gewissheit beziehen, die er im Hinblick auf seine Mission empfand: »Ich habe erkannt, dass Gott will, dass ich ihm diene, indem ich seine Wünsche hinsichtlich der Verehrung erfülle, die er einer Person empfohlen hat, der er sich sehr vertraulich mitteilt, und für die er sich meiner Schwäche bedienen wollte. Ich habe sie schon etlichen Personen nahegelegt«.[120]
128. Es ist wichtig festzustellen, dass es in der Spiritualität von La Colombière zu einer gelungenen Synthese zwischen der reichen und schönen geistlichen Erfahrung der heiligen Margareta und der sehr konkreten Art der Betrachtung in den ignatianischen Exerzitien kommt. Er schrieb zu Beginn der dritten Woche des Exerziermonats: »Zwei Dinge haben mich besonders berührt. Das erste war die Bereitschaft, mit der Jesus Christus denen entgegenging, die ihn suchten [...] Sein Herz ist in schreckliche Bitterkeit versunken, alle Leidenschaften sind in ihm entfesselt, die ganze Natur ist verwirrt, und durch all diese Unordnung, all diese Versuchungen hindurch geht das Herz geradewegs auf Gott zu, macht keinen falschen Schritt, schwankt nicht, die Seite zu ergreifen, die die Tugend und die höchste Tugend ihm nahelegt [...] Das zweite ist die Haltung desselben Herzens gegenüber Judas, der ihn verriet, gegenüber den Aposteln, die ihn feige verließen, gegenüber den Priestern und den anderen, die die Verfolgung unternahmen, die er erlitt. Es ist sicher, dass all dies nicht imstande war, in ihm die geringste Verbitterung durch Hass oder Empörung zu erregen [...] Ich stelle mir also dieses Herz ohne Bosheit, ohne Verbitterung, voller wahrer Zärtlichkeit für seine Feinde vor«.[121]
DER HEILIGE CHARLES DE FOUCAULD UND DIE HEILIGE THERESIA VOM KINDE JESUS
129. Der heilige Charles de Foucauld und die heilige Theresia vom Kinde Jesus haben, ohne diesen Anspruch geltend zu machen, bestimmte Teile der Verehrung des Herzens Christi neugestaltet und uns so geholfen, sie in einer Weise zu verstehen, die dem Evangelium noch mehr entspricht. Sehen wir uns nun an, wie sich diese Verehrung in ihren Leben ausdrückte. Im nächsten Kapitel werden wir uns erneut mit ihnen befassen, um die Originalität der missionarischen Ausrichtung aufzuzeigen, die sie beide auf unterschiedliche Weise entwickelt haben.
Jesus Caritas
130. In Louye besuchte der heilige Charles de Foucauld mit seiner Cousine, Madame de Bondy, das Allerheiligste und eines Tages zeigte sie ihm ein Herz-Jesu-Bild.[122] Diese Cousine war maßgeblich für die Bekehrung von Charles, wie er selbst zugibt: »Da Gott Sie zum Hauptwerkzeug seines Erbarmens mit mir gemacht hat, kommt seine ganze Barmherzigkeit von Ihnen: hätten Sie mich nicht bekehrt, nicht zu Jesus zurückgeführt, mich nicht nach und nach, gewissermaßen Wort für Wort, gelehrt, was fromm und gut ist, wäre ich dann heute so weit?« [123] Doch das, was sie in ihm weckte, war eben das glühende Bewusstsein für die Liebe Jesu. Dort war alles zu finden, das war die Hauptsache. Und dies konzentrierte sich vor allem in der Verehrung des Herzens Christi, wo er grenzenlose Barmherzigkeit fand: »Hoffen wir auf die unendliche Barmherzigkeit Dessen, dessen Heiligstes Herz ich durch Sie kennengelernt habe«.[124]
131. Sein geistlicher Begleiter, Abbé Henri Huvelin, wird ihm dann helfen, dieses kostbare Geheimnis zu vertiefen: »Dieses gebenedeite Herz, über das Sie so oft zu uns sprachen«.[125] Am 6. Juni 1889 weihte sich Charles dem Heiligsten Herzen, in welchem er eine absolute Liebe fand. Er sagt zu Christus: »Du [hast] mich auch so mit Wohltaten überschüttet, dass es mir wie Undankbarkeit gegen dein Herz erschiene, nicht daran zu glauben, dass es bereit ist, mich mit allem Gut zu überschütten, so groß es auch sein mag, und dass seine Liebe und seine Freigiebigkeit unermesslich sind«.[126] Er wird als Einsiedler »den Namen des Heiligsten Herzens […] tragen«.[127]
132. Am 17. Mai 1906, an eben jenem Tag, an dem Bruder Charles nicht mehr alleine die Messe zelebrieren kann, schreibt er dieses Versprechen auf: »Das Herz Jesu in mir leben zu lassen, damit nicht mehr ich lebe, sondern damit das Herz Jesu in mir lebe, wie er in Nazareth lebte«.[128] Seine Freundschaft mit Jesus, von Herz zu Herz, hatte nichts mit einer intimistischen Frömmigkeit gemein. Sie war die Wurzel jenes entblößten Lebens in Nazaret, mit dem Charles Christus nachahmen und ihm gleich werden wollte. Jene zärtliche Verehrung des Herzens Christi hatte ganz konkrete Auswirkungen auf seinen Lebensstil, und sein Nazaret wurde von dieser sehr persönlichen Beziehung zum Herzen Christi genährt.
Die heilige Theresia vom Kinde Jesus
133. Wie der heilige Charles de Foucauld nahm auch die heilige Theresia vom Kinde Jesus die enorme Frömmigkeit in sich auf, die Frankreich im 19. Jahrhundert erfasste. Der Priester Almire Pichon war der geistliche Begleiter ihrer Familie und galt als ein großer Apostel des Heiligsten Herzens. Eine seiner Schwestern nahm den Ordensnamen „Maria vom Heiligsten Herzen“ an und das Kloster, in das die Heilige eintrat, war dem Heiligsten Herzen geweiht. Ihre Verehrung nahm jedoch einige besondere Züge an, die über die damals üblichen Formen hinausgingen.
134. Als sie fünfzehn Jahre alt war, fand sie eine Weise, um ihre Beziehung zu Jesus zusammenzufassen: Er, »dessen Herz im Einklang mit meinem schlug«.[129] Zwei Jahre später, als man zu ihr von einem dornengekrönten Herzen sprach, fügte sie in einem Brief hinzu: »Du weißt, ich sehe das Herz Jesu nicht wie jedermann. Ich denke, das Herz meines Bräutigams ist ganz mein und das meine ganz sein, und ich spreche zu ihm in dieser köstlichen Einsamkeit von Herz zu Herz, bis ich ihn dann einmal von Angesicht zu Angesicht schauen darf«.[130]
135. In einem Gedicht hat sie den Sinn ihrer Frömmigkeit zum Ausdruck gebracht, die mehr in Freundschaft und Vertrauen bestand, als im Sich-verlassen auf die eigenen Opfer:
»Ich brauche ihn so, sein Herz kann so zart sein.
Denn Er gibt mir Halt und zieht’s nicht zurück,
liebt alles in mir, selbst meine Schwachheit,
und bleibt stets bei mir, bei Tag und bei Nacht. […]
Er muss mir ein Gott sein. Nimmst meine Natur Du,
wirst Du mir zum Buder und lernst noch den Schmerz? […]
Ach, halt ich an mir, will selbst mir gerecht sein,
so ist das ein Nichts, ist Haschen nach Wind. […]
Mich reinige einst die Glut Deiner Liebe,
Du Herz meines Gottes, Du meine Wahl!«[131]
136. Der vielleicht wichtigste Text, um die Bedeutung ihrer Hingabe an das Herz Christi zu verstehen, ist der Brief, den sie drei Monate vor ihrem Tod an ihren Freund Maurice Bellière schrieb: »Wenn ich Magdalena betrachte, wie sie in Gegenwart der zahlreichen Geladenen vorgeht, um die Füße ihres angebeteten Meisters, den sie zum ersten Mal berührt, mit ihren Tränen zu netzen; ich fühle, dass ihr Herz die Abgründe der Liebe und des Erbarmens des Herzens Jesu begriffen hat und dass dieses Herz der Liebe nicht nur bereit ist, ihr, der Sünderin, zu vergeben, sondern auch ihr die Wohltat seiner göttlichen Nähe zu erweisen, sie zu den höchsten Gipfeln der Kontemplation zu erheben. Ah! Mein lieber kleiner Bruder, seit es mir geschenkt wurde, in solcher Weise die Liebe des Herzens zu erfassen, gestehe ich Ihnen, dass er alle Furcht aus meinem Herzen vertrieben hat. Die Erinnerung an meine Fehler demütigt mich, veranlasst mich, mich nie auf meine eigene Kraft, die nur Schwachheit ist, zu stützen, aber mehr noch spricht dieses Erinnern mir von Barmherzigkeit und Liebe«.[132]
137. Moralisten, die sich anmaßen, die Barmherzigkeit und Gnade zu kontrollieren, würden sagen, dass sie dies behaupten konnte, weil sie heilig war, dass ein Sünder das jedoch nicht sagen könne. Auf diese Weise lassen sie das wunderbare Neue an Theresias Spiritualität beiseite, die das Herz des Evangeliums widerspiegelt. Leider ist es in einigen christlichen Kreisen üblich geworden, den Heiligen Geist in ein Schema pressen zu wollen, um alles unter der eigenen Kontrolle zu behalten. Diese weise Kirchenlehrerin widerlegt sie jedoch und widerspricht einer solchen verkürzenden Interpretation direkt mit den folgenden sehr klaren Worten: »Wenn ich auch alle nur möglichen Verbrechen begangen hätte, wäre mein Vertrauen genau so groß. Ich fühle es, diese Masse von Sünden wäre wie ein Wassertropfen, den man auf glühende Kohlen fallen lässt«.[133]
138. An Schwester Maria, die sie für ihre hingebungsvolle und sogar zum Martyrium bereite Liebe zu Gott lobte, schreibt sie einen ausführlichen Antwortbrief, der heute als einer der Meilensteine der Geschichte der Spiritualität gilt. Dieser Text sollte wegen seiner Tiefe, Klarheit und Schönheit tausendmal gelesen werden. Darin hilft sie der Schwester „vom Heiligsten Herzen“, diese Frömmigkeit nicht auf den Aspekt des Leidens zu konzentrieren, weil einige die Sühne vorrangig als Opfer oder als moralische Pflichterfüllung verstanden. Für sie hingegen ist alles zusammengefasst im Vertrauen als dem besten Opfer, das dem Herzen Christi wohlgefällt: »Mein Verlangen nach dem Martyrium ist nichts, nicht das ist es, was mir das grenzenlose Vertrauen schenkt, das ich in meinem Herzen fühle. Die geistigen Schätze machen nämlich ungerecht, wenn man sich wohlgefällig darauf ausruht und meint, sie seien etwas Großes [...] Ihm gefällt zu sehen, dass ich meine Kleinheit und meine Armut liebe, meine blinde Hoffnung auf seine Barmherzigkeit … Das ist mein einziger Schatz [...] Wenn Sie nun Freude empfinden wollen, wenn Sie Verlangen nach Leiden haben wollen, dann suchen Sie Ihren Trost [...] Verstehen Sie: Wenn man Jesus lieben, sein Opfer der Liebe sein will – je schwächer man ist, ohne Wünsche, ohne Tugenden, um so eher ist man geeignet für das Wirken dieser verzehrenden und umwandelnden Liebe [...] O wie möchte ich Ihnen begreiflich machen, was ich fühle! ... Das Vertrauen und nichts als das Vertrauen muss uns zur Liebe führen«.[134]
139. In vielen ihrer Texte erkennt man ihren Kampf gegen Spiritualitätsformen, die sich zu sehr auf die menschliche Anstrengung fokusieren, auf die eigenen Verdienste, auf das Darbringen von Opfern, auf bestimmte Pflichterfüllungen, um „sich den Himmel zu verdienen“. »Das Verdienst besteht« für sie »nicht im vielen Tun oder Geben, sondern vielmehr im Empfangen«.[135] Lesen wir noch einmal einige der sehr bedeutsamen Texte, in denen sie auf diesem Weg beharrt, der ein einfacher und schneller Weg ist, um den Herrn mittels des Herzens zu gewinnen.
140. So schreibt sie ihrer Schwester Leonie: »Ich versichere Dir, der Liebe Gott ist viel gütiger, als Du denkst. Er ist mit einem Blick, mit einem Seufzer der Liebe zufrieden... Ich selber finde, es ist ganz leicht, die Vollkommenheit zu üben, weil ich begriffen habe, dass man nur Jesus bei seinem Herzen zu nehmen braucht… Betrachte ein kleines Kind, das seine Mutter betrübt hat [...]. Kommt es aber und streckt ihr lächelnd seine Ärmchen entgegen und sagt: „Gib mir einen Kuss, ich werde es nicht mehr tun”, wird dann die Mutter es nicht zärtlich ans Herz drücken und seine kindlichen Unarten vergessen? …Freilich weiß sie genau, dass ihr liebes Kleines bei der nächsten Gelegenheit es wieder tun wird, aber das macht nichts, wenn es sie wieder beim Herzen nimmt, wird es nie gestraft werden«.[136]
141. In einem Brief an Pater Adolphe Roulland sagt sie: »Mein Weg ist ganz Vertrauen und Liebe, ich verstehe die Seelen nicht, die vor so einem liebevollen Freund Angst haben. Manchmal, wenn ich gewisse geistliche Abhandlungen lese, in denen die Vollkommenheit durch tausenderlei Erschwerungen hindurch und von einer Menge Illusionen umgeben beschrieben wird, ermüdet mein armer kleiner Geist gar schnell. Ich schließe das gelehrte Buch, das mir Kopfschmerzen macht und das Herz austrocknet und greife zur Heiligen Schrift. Dann erscheint mir alles voll Licht. Ein einziges Wort erschließt meiner Seele unendliche Horizonte, die Vollkommenheit scheint mir leicht, ich sehe, dass es genügt, sein Nichts zu erkennen und sich wie ein Kind Gott in die Arme zu werfen«.[137]
142. Und gegenüber Abbé Maurice Bellière merkt sie bezüglich eines Vaters an: »Ich glaube nicht, dass das Herz des glücklichen Vaters dem kindlichen Vertrauen seines Kindes widerstehen kann, dessen Aufrichtigkeit und Liebe er kennt. Freilich weiß er genau, dass sein Sohn mehr als einmal in dieselben Fehler zurückfallen wird, aber er ist bereit, ihm zu vergeben, wann immer sein Sohn an sein Herz appelliert«.[138]
WIDERHALL IN DER GESELLSCHAFT JESU
143. Wir haben gesehen, wie der heilige Claude de la Colombière die geistliche Erfahrung der heiligen Margareta mit dem Konzept der Exerzitien verbunden hat. Ich meine, dass der Platz, den das Heiligste Herz in der Geschichte der Gesellschaft Jesu einnimmt, eine kurze Erwähnung verdient.
144. Die Spiritualität der Gesellschaft Jesu hat immer eine »innere Erkenntnis des Herrn« empfohlen, »damit ich mehr ihn liebe und ihm nachfolge«.[139] Der heilige Ignatius lädt uns in seinen Geistlichen Übungen ein, an das Evangelium zu denken, in dem es heißt, »als seine Seite [von Jesus] von der Lanze verwundet war, floss Wasser und Blut heraus«.[140] Wenn der Exerzitant sich vor der verwundeten Seite Christi befindet, schlägt Ignatius ihm vor, in das Herz Christi einzutreten. Dies ist ein Weg, das Herz durch die Hand eines „Meisters der Liebe“ reifen zu lassen, wie es der heilige Peter Faber in einem seiner Briefe an den heiligen Ignatius ausdrückt.[141] Auch Pater Juan Alfonso de Polanco erwähnt dies in seiner Biographie des heiligen Ignatius: »[Kardinal Contarini] erkannte, dass er in Pater Ignatius einen Meister der Gemütsstimmungen (magister affectuum) gefunden hatte«.[142] Die Gespräche, die der heilige Ignatius vorschlägt, sind ein wesentlicher Teil dieser Herzensbildung, damit wir die Botschaft des Evangeliums mit dem Herzen schmecken und verkosten und uns mit dem Herrn darüber unterhalten. Der heilige Ignatius sagt, dass wir dem Herrn unsere Anliegen mitteilen und ihn diesbezüglich um Rat fragen können. Jeder Exerzitant kann erkennen, dass es in den Exerzitien einen Dialog von Herz zu Herz gibt.
145. Der heilige Ignatius beendet seine Betrachtungen am Fuße des Kreuzes, indem er den Exerzitanten einlädt, sich an den gekreuzigten Herrn zu wenden und ihn mit großer Zuneigung zu fragen, was er für ihn tun solle, »wie ein Freund zu einem anderen spricht oder ein Knecht zu seinem Herrn«.[143] Der Verlauf der Exerzitien gipfelt in der „Betrachtung, um Liebe zu erlangen“, aus der der Dank und die Hingabe von „Gedächtnis, Verstand und Willen“ an jenes Herz hervorgehen, das die Quelle und der Ursprung alles Guten ist.[144] Diese innere Erkenntnis des Herrn wird nicht durch unsere eigenen Fähigkeiten und Bemühungen geschaffen, sie wird als Gabe erbeten.
146. Eben diese Erfahrung steht hinter einer langen Reihe von Priestern des Jesuitenordens, die sich ausdrücklich auf das Herz Jesu bezogen haben, wie der heilige Franz von Borja, der heilige Peter Faber, der heilige Alfons Rodríguez, Pater Álvarez de Paz, Pater Vicenzo Caraffa, Pater Kasper Drużbicki und viele andere. Im Jahr 1883 erklärten die Jesuiten, dass »die Gesellschaft Jesu die äußerst angenehme Aufabe, die ihr von unserem Herrn Jesus Christus anvertraut wurde, die Verehrung seines göttlichen Herzens zu pflegen, zu fördern und zu verbreiten, in frohem und dankbarem Geist annimmt und empfängt«.[145] Im Dezember 1871 weihte Pater Pieter Jan Beckx die Gesellschaft dem Heiligsten Herzen Jesu, und als Zeugnis dafür, dass dies nach wie vor ein aktueller Bestandteil des Lebens der Gesellschaft ist, tat Pater Pedro Arrupe dies 1972 erneut, und zwar mit einer Überzeugung, die in folgenden Worten zum Ausdruck kommt: »Ich möchte der Gesellschaft etwas mitteilen, von dem ich denke, dass ich es nicht verschweigen darf. Seit meinem Noviziat war ich immer davon überzeugt, dass die sogenannte „Herz-Jesu-Verehrung“ symbolisch das Tiefste des ignatianischen Geistes zum Ausdruck bringt und eine außerordentliche Wirksamkeit – ultra quam speraverint – besitzt, sowohl für die eigene Vervollkommnung als auch für die apostolische Fruchtbarkeit. Davon bin ich nach wie vor überzeugt. [...] In dieser Verehrung liegt eine der tiefsten Quellen meines inneren Lebens«.[146]
147. Als Johannes Paul II. »alle Mitglieder der Gesellschaft« aufforderte, »diese Verehrung, die den Erwartungen unserer Zeit mehr denn je entspricht, mit noch größerem Eifer zu fördern«, tat er dies, weil er die enge Verbindung zwischen der Verehrung des Herzens Christi und der ignatianischen Spiritualität erkannte, denn »der Wunsch, „den Herrn innig kennenzulernen“ und mit ihm von Herzen zu Herzen „einen Dialog zu führen“, ist dank der Geistlichen Übungen typisch für die geistliche und apostolische ignatianische Dynamik, die ganz im Dienst der Liebe zum Herzen Gottes steht«.[147]
EINE LANGE TRADITION DES INNEREN LEBENS
148. Die Verehrung des Herzens Christi gehört zum geistlichen Weg vieler sehr unterschiedlicher Heiliger, und bei jedem von ihnen nimmt diese Verehrung neue Aspekte an. Der heilige Vinzenz von Paul, um ein Beispiel zu nennen, sagte, dass das, was Gott will, das Herz ist: »Gott verlangt vor allem das Herz, das Herz, und das ist die Hauptsache. Woher kommt es, dass jemand, der nichts hat, mehr Verdienste haben kann, als jemand, der große Besitztümer hat, auf die er verzichtet? Weil derjenige, der nichts hat, mit mehr Zuneigung an die Sache herangeht; und das ist es, was Gott besonders will«.[148] Das bedeutet, zu akzeptieren, dass sich das eigene Herz mit dem Herzen Christi vereint: »Eine Schwester, die alles tut, was sie tun kann, um ihr Herz in den Zustand zu versetzen, mit dem Herzen unseres Herrn vereint zu sein, [...], welch ein Segen!«[149]
149. Manchmal sind wir versucht, dieses Geheimnis der Liebe als eine bewundernswerte Tatsache der Vergangenheit zu betrachten, als eine schöne Spiritualität aus anderen Zeiten. Wir müssen uns immer wieder daran erinnern, wie ein heiliger Missionar sagte, dass »dieses göttliche Herz, das es zuließ, von einer feindlichen Lanze durchbohrt zu werden, um aus jener heiligen Seitenwunde die Sakramente strömen zu lassen, aus denen die Kirche entstanden ist, […] nie aufgehört [hat] zu lieben«.[150] Andere Heilige aus jüngerer Zeit, wie der heilige Pater Pio von Pietrelcina, die heilige Teresa von Kalkutta und viele andere, sprechen mit inniger Hingabe vom Herzen Christi. Aber ich möchte auch an die Erfahrungen der heiligen Faustina Kowalska erinnern, die die Verehrung des Herzens Christi mit einer starken Betonung des glorreichen Lebens des Auferstandenen und der göttlichen Barmherzigkeit wieder aufgreifen. In der Tat, angeregt durch diese Erfahrungen der Heiligen und auf der Grundlage des geistlichen Vermächtnisses des heiligen Bischofs Józef Sebastian Pelczar (1842-1924)[151] hat Johannes Paul II. seine Gedanken über die Barmherzigkeit eng mit der Verehrung des Herzens Christi verbunden: »Die Kirche bekennt und verehrt das Erbarmen Gottes, so will es scheinen, auf besondere Weise, indem sie sich an Christi Herz wendet. Tatsächlich erlaubt uns gerade die Hinwendung zu Christus im Geheimnis seines Herzens, bei diesem Thema der Offenbarung, der erbarmenden Liebe des Vaters, zu verweilen, das den innersten Kern der messianischen Sendung des menschgewordenen Gottessohnes ausmacht«.[152] Ebenfalls Johannes Paul II. bekannte hinsichtlich des Heiligsten Herzens auf sehr persönliche Weise: »Mich hat es seit meiner Jugendzeit angesprochen«.[153]
150. Die Aktualität der Verehrung des Herzens Christi zeigt sich besonders deutlich in der Evangelisierungs- und Erziehungsarbeit zahlreicher weiblicher und männlicher Ordensgemeinschaften, die von ihren Anfängen an von dieser christologischen geistlichen Erfahrung geprägt waren. Sie alle aufzuzählen, wäre eine endlose Aufgabe. Betrachten wir nur zwei beliebige Beispiele: »Der Gründer [der heilige Daniele Comboni] fand im Geheimnis des Herzens Jesu die Kraft für sein missionarisches Engagement«.[154] »Ergriffen von der Liebe, die in seinem Herzen ist, versuchen wir, die Person in ihrer menschlichen Würde und als Kind Gottes wachsen zu lassen, indem wir vom Evangelium ausgehen und von seinen Geboten der Liebe, der Vergebung, der Gerechtigkeit und der Solidarität mit den Armen und Ausgegrenzten«.[155] Ebenso sind die dem Herzen Christi geweihten Wallfahrtsorte in der ganzen Welt eine anziehende Quelle der Spiritualität und Hingabe. Allen, die in irgendeiner Weise diesen Orten des Glaubens und der Nächstenliebe zugehören, gebe ich meinen väterlichen Segen.
DIE FRÖMMIGKEIT DER TRÖSTUNG
151. Die Seitenwunde, aus der das lebendige Wasser hervorströmt, bleibt auch nach der Auferstehung offen. Diese große von der Lanze verursachte Wunde und die Wunden der Dornenkrone, die oft zusammen mit dem Heiligsten Herzen dargestellt werden, sind von dieser Frömmigkeit nicht zu trennen. In ihr betrachten wir nämlich die Liebe Jesu, der dazu in der Lage war, sich bis zum Äußersten hinzugeben. Das Herz des Auferstandenen bewahrt diese Male der vollkommenen Selbsthingabe, die mit schwerem Leiden für uns einherging. Es ist daher nahezu unvermeidlich, dass die Gläubigen nicht nur auf diese große Liebe antworten wollen, sondern auch auf den Schmerz, den Christus aus so viel Liebe auf sich genommen hat.
Mit ihm am Kreuz
152. Es lohnt sich, diese Form der Spiritualität, die sich um das Herz Christi herum entwickelt hat, wiederzuentdecken: den inneren Wunsch, ihm Trost zu spenden. Ich werde hier nicht die Praxis der „Wiedergutmachung“ behandeln, die meines Erachtens besser in den Kontext der sozialen Dimension dieser Frömmigkeit einzuordnen ist und die ich im nächsten Kapitel ausführen werde. Jetzt möchte ich mich auf das Verlangen konzentrieren, das oft im Herzen des liebenden Gläubigen entsteht, wenn er das Geheimnis des Leidens Christi betrachtet und es als ein Geheimnis erlebt, das nicht nur erinnert, sondern durch die Gnade gegenwärtig wird, oder besser gesagt, uns dazu bringt, in diesem erlösenden Moment mystisch mit dabei zu sein. Wenn der Geliebte das Wichtigste ist, wie könnten wir ihn dann nicht trösten wollen?
153. Papst Pius XI. versuchte, dieser Erfahrung eine Grundlegung zu geben, indem er uns einlud, zu erkennen, dass das Geheimnis der Erlösung durch das Leiden Christi mittels der Gnade Gottes alle Entfernungen von Zeit und Raum übersteigt. Wenn er nun sein Leben am Kreuz auch für zukünftige Sünden hingegeben hat, für unsere Sünden, dann erreichen unsere Taten, die wir heute zu seinem Trost darbringen, sein verwundetes Herz ebenso durch die Zeiten hindurch: »Unsere Sünden lagen in der Zukunft, waren aber vorausgesehen; auch ihretwegen wurde Christi Seele todtraurig. Unsere Sühne sah er gleichfalls voraus; wer dürfte zweifeln, dass er auch aus ihr sich etwas Trost holte, schon damals, als „ihm ein Engel vom Himmel“ (Lk 22,43) erschien, um sein von Ekel und Angst gepeinigtes Herz zu trösten? Tatsächlich können und sollen wir so sein Heiliges Herz, das von Sünden des Undanks immerfort verwundet wird, auch jetzt wundersam und doch wahrhaftig trösten«.[156]
Die Beweggründe des Herzens
154. Es mag den Anschein haben, dass diese Frömmigkeitsform keine ausreichende theologische Grundlage hat, aber in Wirklichkeit hat das Herz seine Gründe. Der sensus fidelium spürt, dass es hier etwas Geheimnisvolles gibt, das unsere menschliche Logik übersteigt, und dass das Leiden Christi nicht bloß eine Tatsache der Vergangenheit ist: durch den Glauben können wir daran teilnehmen. Die Selbsthingabe Christi am Kreuz zu meditieren, ist für die Frömmigkeit der Gläubigen viel mehr als bloßes Erinnern. Diese Überzeugung ist in der Theologie fest verankert.[157] Dazu kommt das Bewusstsein für unsere Sünden, die er auf seinen verletzten Schultern getragen hat, und für unsere Unzulänglichkeit angesichts einer so großen Liebe, die uns stets unendlich übertrifft.
155. Auf jeden Fall fragen wir uns, wie es möglich ist, mit dem lebendigen, auferstandenen, vollkommen glücklichen Christus in Beziehung zu treten und ihn zugleich in seinem Leiden zu trösten. Bedenken wir, dass das auferstandene Herz seine Wunde als ständige Erinnerung bewahrt und dass das Wirken der Gnade eine Erfahrung hervorruft, die sich nicht vollständig im chronologischen Augenblick erschöpft. Diese beiden Überzeugungen erlauben uns die Annahme, dass wir es mit einem mystischen Weg zu tun haben, der alle Bemühungen der Vernunft übersteigt und das ausdrückt, was das Wort Gottes selbst uns nahelegt. Papst Pius XI. schreibt: »Aber wie können denn solcherlei Sühneakte Christus in seiner Seligkeit als himmlischen König trösten? Da möchten wir antworten mit dem hier gut angebrachten Worte des heiligen Augustinus: „Denk dir einen Liebenden, er versteht, was ich sage“ (Vorträge über das Johannes-Evangelium 26, 4). Überschaut nämlich jemand, der Gott von Herzen lieb hat, den geschichtlichen Verlauf der Welt, so sieht und betrachtet er Christus, wie er sich für den Menschen abmüht, Schmerzen leidet, alles Harte trägt, wie er „für uns Menschen und zu unserem Heil“ vor Trauer, Angst und Schimpf fast erdrückt, ja „wegen unserer Sünden zermalmt“ (Jes 53,5) ist und vermöge seiner Striemen uns gesund macht. All dies, was ein frommes Gemüt schaut, ist gewiss wahr. Denn aller Zeiten Menschensünden und -frevel waren die Ursache für die Hinrichtung des Gottessohnes«.[158]
156. Diese Lehre Pius’ XI. sollte man sich stets vergegenwärtigen. Wenn die Schrift nämlich beteuert, dass Gläubige, die nicht ihrem Glauben gemäß leben, »den Sohn Gottes noch einmal für sich ans Kreuz schlagen« (Hebr 6,6), oder dass ich, wenn ich Leiden für andere ertrage, »in meinem irdischen Leben [ergänze], was an den Bedrängnissen Christi noch fehlt« (Kol 1,24), oder dass Christus in seinem Leiden nicht nur für seine damaligen Jünger gebetet hat, »sondern auch für alle, die durch ihr Wort an mich glauben« (Joh 17,20), dann sagt sie etwas, das unsere begrenzten Schemata durchbricht. Sie zeigt uns, dass es nicht möglich ist, ein Vorher und ein Nachher ohne jegliche Verbindung herzustellen, auch wenn unser Denken nicht weiß, wie es das erklären soll. Das Evangelium soll in seinen verschiedenen Aspekten nicht nur reflektiert oder erinnert, sondern gelebt werden, sowohl in den Werken der Liebe als auch in der inneren Erfahrung, und das gilt insbesondere für das Geheimnis des Todes und der Auferstehung Christi. Die zeitlichen Abgrenzungen, die unser Verstand verwendet, scheinen die Wahrheit dieser Glaubenserfahrung nicht zu fassen, in der die Vereinigung mit dem leidenden Christus und gleichzeitig die Kraft, der Trost und die Freundschaft, die wir mit dem Auferstandenen genießen, miteinander verschmelzen.
157. Betrachten wir nun die Einheit des Ostergeheimnisses mit seinen beiden untrennbaren Aspekten, die sich gegenseitig erhellen. Dieses singuläre Geheimnis, das sich durch die Gnade in seinen zwei Dimensionen vergegenwärtigt, bewirkt, dass unsere eigenen Leiden durch das österliche Licht der Liebe erhellt und verklärt werden, während wir versuchen, Christus etwas zu seinem Trost anzubieten. Wir nehmen in unserem konkreten Leben an diesem Geheimnis teil, denn Christus selbst wollte schon vorab an unserem Leben teilhaben, er wollte als Haupt das vorwegleben, was sein kirchlicher Leib erfahren würde, sowohl in den Wunden als auch in den Tröstungen. Wenn wir in Gottes Gnade leben, wird diese gegenseitige Teilnahme zu einer geistlichen Erfahrung. Letztlich ist es der Auferstandene, der es uns durch das Wirken seiner Gnade ermöglicht, dass wir uns auf geheimnisvolle Weise mit seinem Leiden vereinen. Das wissen die gläubigen Herzen, die die Freude der Auferstehung erleben, gleichzeitig aber auch am Schicksal ihres Herrn teilnehmen wollen. Sie sind bereit zu dieser Teilnahme mit den Leiden, der Müdigkeit, den Enttäuschungen und den Ängsten, die zu ihrem Leben gehören. Sie leben dieses Geheimnis nicht allein, denn diese Wunden sind auch Teilnahme am Schicksal des mystischen Leibes Christi, der im heiligen Volk Gottes unterwegs ist und das Schicksal Christi zu jeder Zeit und an jedem Ort der Geschichte in sich trägt. Die Frömmikeit der Tröstung ist nicht ahistorisch oder abstrakt, sie wird auf dem Weg der Kirche zu Fleisch und Blut.
Die Reue
158. Das unbändige Verlangen, Christus zu trösten, das vom Schmerz beim Betrachten dessen, was er für uns erlitten hat, ausgeht, speist sich auch aus der aufrichtigen Erkenntnis unserer Zwänge, Abhängigkeiten, mangelnden Freude am Glauben, unseres eitlen Strebens und, jenseits konkreter Sünden, der fehlenden Übereinstimmung des Herzens mit seiner Liebe und seinem Plan. Es ist eine Erfahrung, die uns reinigt, denn die Liebe bedarf der Reinigung durch Tränen, die uns letztlich durstiger nach Gott und weniger besessen von uns selbst sein lassen.
159. So sehen wir, dass je tiefer der Wunsch wird, den Herrn zu trösten, desto tiefer wird die Reue des gläubigen Herzens. Sie ist kein »niederschmetterndes Schuldgefühl, keine lähmende Skrupulosität, sondern sie ist ein heilsamer Stich, der im Innern brennt und heilt, weil sich das Herz – wenn es die eigene Boshaftigkeit sieht und sich als sündig erkennt – für das Wirken des Heiligen Geistes öffnet, des lebendigen Wassers, das das Herz berührt, und Tränen über das Gesicht fließen lässt. [...]. Es bedeutet nicht, dass wir uns selbst bemitleiden, was eine häufige Versuchung ist. [...] Über uns selbst zu weinen bedeutet hingegen, ernsthaft zu bereuen, dass wir Gott mit unserer Sünde betrübt haben; es bedeutet anzuerkennen, dass wir immer im Soll und nicht im Haben sind [...]. Aber so wie der Tropfen den Stein aushöhlt, so höhlen die Tränen langsam die verhärteten Herzen. So werden wir Zeugen des Wunders, dass Traurigkeit, die gute Traurigkeit, zur Sanftmut führt. [...]. Die Reue ist nicht so sehr das Ergebnis unserer Übung, sondern eine Gnade und als solche ist sie im Gebet zu erbitten«.[159] Und »zu erbitten ist: Schmerz mit dem schmerzerfüllten Christus, Zerbrochenheit mit dem zerbrochenen Christus, Tränen, innere Qual über die so große Qual, die Christus für mich erduldet hat«.[160]
160. Ich bitte also darum, dass sich niemand über die Ausdrucksformen frommer Hingabe des gläubigen Gottesvolkes lustig macht, das in seiner Volksfrömmigkeit versucht, Christus zu trösten. Und ich lade einen jeden ein, sich zu fragen, ob in manchen Erscheinungsformen dieser Liebe, die den Herrn zu trösten sucht, nicht mehr Vernunft, mehr Wahrheit und mehr Weisheit steckt als in den kalten, unnahbaren, berechneten und minimalistischen Taten der Liebe, zu denen wir fähig sind, die wir behaupten, einen reflektierteren, kultivierteren und reiferen Glauben zu besitzen.
Getröstet, um zu trösten
161. In dieser Betrachtung des Herzens Christi, der sich bis zum Äußersten hingegeben hat, werden wir getröstet. Der Schmerz, den wir in unserem Herzen empfinden, weicht völligem Vertrauen, und am Ende bleiben Dankbarkeit, Zärtlichkeit und Frieden; es bleibt seine Liebe, die in unserem Leben herrscht. Die Reue »verursacht keine Angst, sondern erleichtert die Seele von ihren Lasten, denn sie wirkt in der Wunde der Sünde und macht uns bereit, eben dort die liebevolle Zuwendung des Herrn zu erfahren«[161] Und unser Leiden vereint sich mit dem Leiden Christi am Kreuz, denn wenn wir sagen, dass die Gnade uns befähigt, alle Entfernungen zu überwinden, bedeutet das auch, dass sich Christus, als er litt, mit allen Leiden seiner Jünger im Laufe der Geschichte verband. Wenn wir also leiden, können wir den inneren Trost erfahren, zu wissen, dass Christus selbst mit uns leidet. Aus dem Wunsch, ihn zu trösten, gehen wir selbst getröstet hervor.
162. Doch an einem bestimmten Punkt dieser Betrachtung des gläubigen Herzens muss jener dramatische Ruf des Herrn erklingen: »Tröstet, tröstet mein Volk« (Jes 40,1). Und wir denken an die Worte des heiligen Paulus, der uns daran erinnert, dass Gott uns tröstet, »damit auch wir die Kraft haben, alle zu trösten, die in Not sind, durch den Trost, mit dem auch wir von Gott getröstet werden« (2 Kor 1,4).
163. Dies lädt uns nun dazu ein, zu versuchen, die gemeinschaftliche, soziale und missionarische Dimension einer jeden wahren Verehrung des Herzens Christi zu vertiefen. Denn im selben Augenblick, in dem uns das Herz Christi zum Vater führt, sendet es uns zu unseren Brüdern und Schwestern. In den Früchten des Dienstes, der Geschwisterlichkeit und der Mission, die das Herz Christi durch uns hervorbringt, wird der Wille des Vaters erfüllt. Auf diese Weise schließt sich der Kreis: »Mein Vater wird dadurch verherrlicht, dass ihr reiche Frucht bringt« (Joh 15,8).
V.
LIEBE MIT LIEBE ERWIDERN
164. In den geistlichen Erfahrungen der heiligen Margareta Maria finden wir zusammen mit der glühenden Liebeserklärung Jesu auch einen inneren Widerhall, der dazu aufruft, das Leben hinzugeben. Zu wissen, dass wir geliebt sind, und unser ganzes Vertrauen in diese Liebe zu setzen, bedeutet nicht, alle unsere Fähigkeiten zur Hingabe aufzugeben, es bedeutet auch nicht auf den unbändigen Wunsch zu verzichten, mit unseren kleinen und begrenzten Fähigkeiten irgendeine Antwort zu geben.
EINE KLAGE UND EINE BITTE
165. Ab der zweiten großen Offenbarung an die heilige Margareta drückt Jesus seinen Schmerz darüber aus, dass er in Erwiderung auf seine große Liebe zu den Menschen »nur Undank und Gleichgültigkeit«, »Kälte und Missachtung« erfährt. »Das trifft mich viel schmerzlicher« – sagte er – »als alles, was ich in meiner Passion erduldete«.[162]
166. Jesus sagt, wie sehr er danach zu dürstet, geliebt zu werden, und zeigt uns damit, dass es seinem Herzen nicht gleichgültig ist wie wir auf seinen Wunsch reagieren: »Mich dürstet, es dürstet mich so sehr danach, von den Menschen im Allerheiligsten Sakrament geliebt zu werden, dass dieser Durst mich verzehrt; und ich finde niemanden, der sich nach meinem Wunsch darum bemüht, meinen Durst zu stillen und meine Liebe zu erwidern«.[163] Das Verlangen Jesu ist die Liebe. Wenn das gläubige Herz dies entdeckt, ist die spontane Antwort keine mühsame Suche nach Opfern oder die bloße Erfüllung einer lästigen Pflicht, sondern eine Angelegenheit der Liebe: » Als ich einmal […] betete, schenkte mir seine Liebe ganz außergewöhnliche Gnadenerweise, und ich fühlte den heißen Wunsch, diese Liebe nur ein wenig erwidern zu können, ihm Liebe für Liebe zu geben«.[164] So lehrt es Leo XIII., wenn er schreibt, dass durch das Bildnis des Heiligsten Herzens die Liebe Christi »uns auch zur Gegenliebe antreibt«.[165]
SEINE LIEBE AUF DIE BRÜDER UND SCHWESTERN AUSDEHNEN
167. Wir müssen zum Wort Gottes zurückkehren, um einzusehen, dass die beste Antwort auf die Liebe seines Herzens die Liebe zu unseren Brüdern und Schwestern ist; es gibt keine größere Geste, die wir ihm anbieten können, um seine Liebe mit Liebe zu erwidern. Das Wort Gottes sagt dies mit absoluter Klarheit:
»Was ihr für einen meiner geringsten Brüder getan habt, das habt ihr mir getan« (Mt 25,40).
»Denn das ganze Gesetz ist in dem einen Wort erfüllt: Du sollst deinen Nächsten lieben wie dich selbst!« (Gal 5,14).
»Wir wissen, dass wir aus dem Tod in das Leben hinübergegangen sind, weil wir die Brüder lieben. Wer nicht liebt, bleibt im Tod« (1 Joh 3,14).
»Denn wer seinen Bruder nicht liebt, den er sieht, kann Gott nicht lieben, den er nicht sieht« (1 Joh 4,20).
168. Die Liebe zu unseren Brüdern und Schwestern stellen wir nicht her, sie ist nicht das Ergebnis unserer natürlichen Anstrengung, aber sie erfordert eine Verwandlung unseres egoistischen Herzens. Und so kommt es spontan zu der bekannten Bitte: „Jesus, bilde unser Herz nach deinem Herzen“. Aus eben diesem Grund lautete die Aufforderung des heiligen Paulus auch nicht: „Bemüht euch, gute Werke zu tun“. Seine Aufforderung lautete vielmehr: »Seid untereinander so gesinnt, wie es dem Leben in Christus Jesus entspricht« (Phil 2,5).
169. Es ist gut, sich daran zu erinnern, dass im Römischen Reich zahlreiche Arme, Fremde und viele andere ausgegrenzte Menschen bei den Christen Respekt, Zuneigung und Fürsorge fanden. Das erklärt die Überlegung des vom Glauben abgefallenen Kaisers Julian, der sich fragte, warum man die Christen so sehr respektierte und ihnen folgte, und der Meinung war, dass einer der Gründe darin liege, dass sie den Armen und Fremden beistanden, während das Reich sie ignorierte und verachtete. Für diesen Kaiser war es unerträglich, dass seine Armen keine Hilfe von ihm erhielten, während die verhassten Christen »nebst ihren eigenen Bettlern auch noch den unseren zu essen geben«.[166] In einem Brief verweilt er vor allem bei der Anweisung, Wohlfahrtseinrichtungen zu schaffen, um mit den Christen zu konkurrieren und den Respekt der Gesellschaft zu gewinnen: »Richte in jeder Stadt zahlreiche Herbergen ein, damit die Fremden unsere Menschenfreundlichkeit erfahren […]. Lehre die Anhänger des Griechentums, das Ihre zu diesen Leistungen beizusteuern«.[167] Doch er erreichte sein Ziel nicht, sicherlich weil hinter derartigen Werken keine christliche Liebe stand, die es ermöglichte, die einzigartige Würde eines jeden Menschen anzuerkennen.
170. Indem er sich mit den Geringsten in der Gesellschaft identifizierte (vgl. Mt 25,31-46), »brachte Jesus die große Neuheit der Anerkennung der Würde jedes Menschen, auch und gerade derjenigen, die als „unwürdig“ betrachtet wurden. Dieses neue Prinzip in der Menschheitsgeschichte, wonach der Mensch umso mehr „wert“ ist, respektiert und geliebt zu werden, je schwächer, elender und leidender er ist, bis hin zum Verlust seiner menschlichen „Gestalt“, hat das Gesicht der Welt verändert und zur Gründung von Einrichtungen geführt, die sich um Menschen in schwierigen Lebensumständen kümmern: ausgesetzte Neugeborene, Waisen, allein gelassene alte Menschen, psychisch Kranke, Menschen mit unheilbaren Krankheiten oder schweren Missbildungen, Menschen, die auf der Straße leben«.[168]
171. Auch im Bezug auf die Wunde seines Herzens hilft es uns, auf den Herrn zu sehen: »Er hat unsere Leiden auf sich genommen und unsere Krankheiten getragen« (Mt 8,17). Es hilft uns, mehr auf die Leiden und Bedürfnisse der anderen zu achten, es gibt uns Kraft, damit wir als Werkzeuge für die Verbreitung seiner Liebe an seinem Werk der Befreiung mitwirken können.[169] Wenn wir die Selbsthingabe Christi betrachten, die er für alle erbracht hat, müssen wir uns zwangsläufig fragen, warum wir nicht in der Lage sind, unser Leben für andere hinzugeben: »Daran haben wir die Liebe erkannt, dass er sein Leben für uns hingegeben hat. So müssen auch wir für die Brüder das Leben hingeben« (1 Joh 3,16).
WIDERHALL IN DER GESCHICHTE DER SPIRITUALITÄT
172. Diese Verbindung zwischen der Verehrung des Herzens Jesu und dem Engagement für die Brüder und Schwestern zieht sich durch die Geschichte der christlichen Spiritualität. Sehen wir uns einige Beispiele an.
Eine Quelle für die anderen sein
173. Von Origenes an haben mehrere Kirchenväter Vers 7,38 des Johannesevangeliums – »Aus seinem Inneren werden Ströme von lebendigem Wasser fließen« – so interpretiert, dass er sich auf den Gläubigen selbst bezieht, obwohl es sich um die Folge davon handelt, dass dieser selbst von Christus getrunken hat. Die Vereinigung mit Christus zielt also nicht bloß darauf ab, den eigenen Durst zu stillen, sondern uns zu einer Quelle frischen Wassers für die anderen zu machen. Origenes sagte, dass Christus seine Verheißung dadurch erfüllt, dass er Wasserströme aus uns hervorsprudeln lässt: »Die Seele des Menschen, die nach dem Bild Gottes geschaffen ist, kann in sich Brunnen, Quellen und Flüsse enthalten und selbst solche hervorbringen«. [170]
174. Der heilige Ambrosius empfahl, von Christus zu trinken, »damit die Wasserquelle, die zum ewigen Leben fließt, in dir überquelle«.[171] Und Gaius Marius Victorinus behauptete, dass der Heilige Geist sich so überreich verschenkt, dass »derjenige, der ihn empfängt, zu einem Schoß wird, aus dem Ströme lebendigen Wassers fließen«.[172] Der heilige Augustinus sagte, dass dieser Strom, der aus dem Gläubigen hervorsprudelt, das Wohlwollen ist.[173] Der heilige Thomas von Aquin wiederholte diesen Gedanken und behauptete: Wenn einer »sich beeilt, die verschiedenen von Gott empfangenen Gnadengaben anderen mitzuteilen, so wird aus seinem Schoß lebendiges Wasser hervorsprudeln«.[174]
175. Wenn nämlich »das mit liebender und gehorsamer Gesinnung dargebrachte Kreuzesopfer die ob der Sünden des Menschengeschlechtes geschuldete Genugtuung in überreichem und unendlichem Maße bietet«[175], dann verlängert und vermittelt die Kirche, die aus dem Herzen Christi hervorgeht, zu allen Zeiten und an allen Orten die Wirkungen des einzigen erlösenden Leidens, welche die Menschen auf die unmittelbare Vereinigung mit dem Herrn ausrichten.
176. In der Kirche kann die Mittlerschaft Marias, der Fürsprecherin und Mutter, nur verstanden werden »als Teilhabe an dieser einzigen Quelle der Mittlerschaft Christi selbst«,[176] des einzigen Erlösers, und »eine solche untergeordnete Aufgabe Marias zu bekennen, zögert die Kirche nicht«.[177] Die Verehrung des Herzens Marias will nämlich der einzigen, dem Herzen Christi gebührenden Anbetung nichts wegnehmen, sondern sie vielmehr anregen: »Marias mütterliche Aufgabe gegenüber den Menschen aber verdunkelt oder mindert diese einzige Mittlerschaft Christi in keiner Weise, sondern zeigt ihre Wirkkraft«.[178] Dank der mächtigen Quelle, die aus der offenen Seite Christi hervorsprudelt, werden die Kirche, Maria und alle Gläubigen auf unterschiedliche Weise zu Spendern lebendigen Wassers. Auf diese Weise entfaltet Christus selbst seine Herrlichkeit in unserer Kleinheit.
Geschwisterlichkeit und Mystik
177. Der heilige Bernhard lud zur Vereinigung mit dem Herzen Christi ein und nutzte den Reichtum dieser Frömmigkeit, um eine Veränderung des Lebens auf der Grundlage der Liebe vorzuschlagen. Er glaubte an die Möglichkeit einer Verwandlung des Gefühlslebens, das vom Genuss versklavt ist und nicht durch blinden Gehorsam auf eine Anordnung hin frei wird, sondern durch eine Antwort auf die Zärtlichkeit der Liebe Christi. Das Böse wird mit dem Guten überwunden, das Böse wird mit dem Wachstum der Liebe überwunden: »Liebe also den Herrn, deinen Gott, mit dem ganzen und vollen Gefühl deines Herzens, liebe ihn mit der ganzen Wachsamkeit und Umsicht der Vernunft, liebe ihn auch mit ganzer Kraft, so dass du in der Liebe zu ihm auch nicht den Tod fürchtest […]. Mild und süß für dein Gemüt sei der Herr Jesus im Kampf mit den unheilvollen süßen Verlockungen des fleischlichen Lebens; eine Wonne überwinde die andere, wie ein Nagel den anderen herausschlägt«.[179]
178. Der heilige Franz von Sales ließ sich vor allem von Jesu Aufforderung erleuchten: »Lernt von mir; denn ich bin gütig und von Herzen demütig« (Mt 11,29). Auf diese Weise, so sagte er, können wir in den einfachsten und gewöhnlichsten Dingen das Herz des Herrn gewinnen: „Wer ihm nach seinem Wohlgefallen dienen will, muß den kleinen und weniger geachteten Dingen ebensoviel Sorgfalt widmen wie den großen und erhabenen, denn mit dem einen wie mit dem anderen können wir seine Liebe gewinnen. [...]. Diese täglichen kleinen Liebesdienste, das Kopfweh und die Zahnschmerzen, das Geschwür und die üble Laune des Mannes oder der Frau, ein zerbrochenes Glas, ein geringschätziges oder unwilliges Wort, der Verlust eines Ringes oder Taschentuchs, die kleine Unbequemlichkeit, früh schlafen zu gehen, um früh zu Gebet und Kommunion aufzustehen, die Scheu, gewisse Übungen der Frömmigkeit öffentlich zu verrichten, kurz alle diese kleinen Leiden in Liebe angenommen und ertragen, erfreuen die göttliche Güte überaus“.[180] Aber letztlich ist der Schlüssel für unsere Antwort auf die Liebe des Herzens Christi die Nächstenliebe: »Ich habe nur ein Mittel, um dem Herrn zu zeigen, dass ich ihn liebe, und das ist die Liebe zu meinem Nächsten. [...] Es ist eine beständige, konstante, unveränderliche Liebe, die sich weder mit Kleinigkeiten noch mit den Eigenschaften oder Zuständen von Personen aufhält und die nicht dem Wandel oder der Abneigung unterworfen ist. [...] Unser Herr liebt uns ohne Unterlass, indem er unsere Fehler und unsere Unvollkommenheiten erträgt; deshalb müssen wir dasselbe gegenüber unseren Brüdern tun und nicht müde werden, sie zu ertragen«.[181]
179. Der heilige Charles de Foucauld wollte Jesus nachahmen, so leben wie er, so handeln, wie er handelte, immer das tun, was Jesus an seiner Stelle getan hätte. Um dies umfassend zu verwirklichen, musste er sich den Empfindungen des Herzens Christi angleichen. So erscheint noch einmal der Ausdruck „Liebe mit Liebe vergelten“, wenn er sagt, er habe die »Sehnsucht nach Leiden, um ihm Liebe mit Liebe zu vergelten, um ihn nachzuahmen […] um mit ihm zu arbeiten, um – wenn gleich ich ein Nichts bin – mit ihm mich darzubringen als Opfer, als Opfergabe für die Heiligung der Menschen«.[182] Der Wunsch, die Liebe Jesu und sein missionarisches Wirken unter die Ärmsten und Vergessensten der Welt zu bringen, veranlasste ihn, Jesus Caritas zu seinem Motto zu machen, mit dem Symbol des Herzens Christi, über dem sich ein Kreuz befindet.[183] Das war keine oberflächliche Entscheidung: »Aus allen meinen Kräften versuche ich diesen armen, verirrten Brüdern zu zeigen, dass unsere Religion ganz Nächstenliebe, ganz Brüderlichkeit ist und dass ihr Sinnbild ein Herz ist«.[184] Und sein Wunsch war es, sich mit anderen Brüdern in Marokko im Namen des Herzens Jesu niederzulassen.[185] Auf solche Weise sollte ihr Evangelisierungswerk ausstrahlen: »Die Nächstenliebe muss von den Bruderschaften ausstrahlen, so wie sie vom Herzen Jesu ausstrahlt«.[186] Dieser Wunsch machte ihn nach und nach zu einem universalen Bruder, denn indem er sich vom Herzen Christi formen ließ, wollte er die gesamte leidende Menschheit in sein brüderliches Herz aufnehmen: »Unser Herz muss, wie das von Jesus, alle Menschen umarmen«[187] »Die Liebe des Herzens Jesu zu den Menschen, jene Liebe, die er in seiner Passion bewiesen hat, ist die Liebe, die wir für alle Menschen haben müssten«.[188]
180. Abbé Huvelin, der geistliche Begleiter des heiligen Charles de Foucauld, sagte: »Wenn unser Herr in einem Herzen Wohnung nimmt, schenkt er ihm diese Neigungen, und jenes Herz öffnet sich dann gegenüber den Kleinen. So war das Herz eines Vinzenz von Paul veranlagt. [...] Wenn unser Herr in der Seele eines Priesters wohnt, macht er sie den Armen zugeneigt«.[189] Es ist wichtig zu beachten, dass diese Hingabe des heiligen Vinzenz, die Abbé Huvelin beschreibt, ebenfalls von der Verehrung des Herzens Christi genährt wurde. Vinzenz drängte darauf, „aus dem Herzen unseres Herrn ein Wort des Trostes für den armen Kranken zu schöpfen“.[190] Damit sich dies verwirklicht, muss das eigene Herz durch die Liebe und Sanftmut des Herzens Christi verwandelt worden sein. Und der heilige Vinzenz wiederholte diese Überzeugung so oft in seinen Predigten und Ratschlägen, dass sie zu einem herausragenden Punkt in den Konstitutionen seiner Kongregation wurde: »Alle werden sich in gleicher Weise die größte Mühe geben, jene Lektion zu lernen, die uns Jesus gelehrt hat: „Lernt von mir, denn ich bin gütig und von Herzen demütig“; in der Überzeugung – wie er selbst sagt –, dass man durch Sanftmut die Erde erobert, da man durch die Ausübung dieser Tugend die Herzen der Menschen gewinnt, um sie zu Christus zu führen; ein Ziel, das diejenigen nicht erreichen, die ihren Nächsten zu hart und unnachgiebig behandeln«.[191]
DIE WIEDERGUTMACHUNG: AUF TRÜMMERN AUFBAUEN
181. All dies ermöglicht es uns, im Lichte des Wortes Gottes zu verstehen, welche Bedeutung wir der dem Herzen Christi dargebrachten „Wiedergutmachung“ geben sollen und was der Herr wirklich an Wiedergutmachung – mit der Hilfe seiner Gnade – von uns erwartet. Es wurde diesbezüglich viel diskutiert, aber der heilige Johannes Paul II. hat eine klare Antwort gegeben, um uns Christen heute zu einem Geist der Wiedergutmachung zu führen, der mit dem Evangelium besser in Einklang steht.
Die soziale Bedeutung der Wiedergutmachung gegenüber dem Herzen Christi
182. Der heilige Johannes Paul II. erklärte, dass, wenn wir uns zusammen mit dem Herzen Christi hingeben, »auf den von Hass und Gewalt angehäuften Trümmern die so sehr ersehnte Zivilisation der Liebe errichtet werden kann, das Reich des Herzens Christi«. Das beinhaltet natürlich, dass wir in der Lage sein müssen »die kindliche Liebe zu Gott mit der Liebe zum Nächsten zu vereinen«; das ist »die wahre Wiedergutmachung, die das Herz des Erlösers verlangt«.[192] Wir sind aufgerufen, gemeinsam mit Christus auf den Trümmern, die wir mit unserer Sünde in dieser Welt hinterlassen, eine neue Zivilisation der Liebe aufzubauen. Dies bedeutet Wiedergutmachung wie das Herz Christi sie von uns erwartet. In der Katastrophe, die das Böse hinterlassen hat, wollte das Herz Christi unserer Mitwirkung beim Wiederaufbau des Guten und Schönen bedürfen.
183. Es steht fest, dass jede Sünde der Kirche und der Gesellschaft schadet, weshalb man »jeder Sünde [...] den Charakter einer sozialen Sünde zuerkennen« kann, auch wenn dies insbesondere auf bestimmte Sünden zutrifft, die »durch ihren Inhalt selbst einen direkten Angriff auf den Nächsten« darstellen.[193] Der heilige Johannes Paul II. erklärte, dass die Wiederholung dieser Sünden gegen die Anderen oft dazu führt, dass sich eine „Struktur der Sünde“ verfestigt, die sich auf die Entwicklung der Völker auswirkt.[194] Dies ist oft Teil einer vorherrschenden Denkweise, die als normal oder rational betrachtet, was in Wirklichkeit bloß Egoismus und Gleichgültigkeit ist. Dieses Phänomen kann man als soziale Entfremdung bezeichnen: »Entfremdet wird eine Gesellschaft, die in ihren sozialen Organisationsformen, in Produktion und Konsum, die Verwirklichung dieser Hingabe und die Bildung dieser zwischenmenschlichen Solidarität erschwert«.[195] Es ist nicht nur eine moralische Norm, die uns dazu anhält, diesen entfremdeten Gesellschaftsstrukturen zu widerstehen, sie offenzulegen und eine soziale Dynamik zu fördern, die das Gute wiederherstellt und aufbaut, sondern es ist die »Bekehrung des Herzens«, welche die Pflicht verstärkt,[196] solche Strukturen zu heilen. Es ist unsere Antwort auf das liebende Herz Jesu Christi, das uns zu lieben lehrt.
184. Gerade weil die Wiedergutmachung im Sinne des Evangeliums diese starke soziale Bedeutung hat, verlangen unsere Akte der Liebe, des Dienstes und der Versöhnung, um wirklich Wiedergutmachung zu leisten, dass Christus sie anregt, sie motiviert und sie ermöglicht. Der heilige Johannes Paul II. sagte des weiteren, dass die heutige Menschheit das Herz Christi braucht, um die Zivilisation der Liebe aufzubauen.[197] Die christliche Wiedergutmachung kann nicht nur als eine Ansammlung von äußeren Werken verstanden werden, die doch auch unerlässlich und manchmal bewundernswert sind. Sie braucht eine Spiritualität, eine Seele, einen Sinn, welche ihr Kraft, Schwung und unermüdliche Kreativität verleihen. Sie braucht das Leben, das Feuer und das Licht, die aus dem Herzen Christi kommen.
Die verwundeten Herzen heilen
185. Außerdem ist eine rein äußerliche Wiedergutmachung weder für die Welt noch für das Herz Christi ausreichend. Wenn ein jeder über die eigenen Sünden und deren Folgen für die anderen nachdenkt, wird er entdecken, dass die Wiedergutmachung des Schadens, der dieser Welt zugefügt wurde, auch den Wunsch einschließt, die verwundeten Herzen zu heilen, wo der größte Schaden, wo die schmerzhafteste Wunde zugefügt wurde.
186. Der Geist der Wiedergutmachung »lädt uns zur Hoffnung ein, dass jede Wunde geheilt werden kann, selbst wenn sie tief ist. Eine vollständige Wiedergutmachung scheint manchmal unmöglich, wenn Besitz oder geliebte Menschen dauerhaft verloren gegangen sind oder wenn bestimmte Situationen unumkehrbar geworden sind. Aber die Absicht, etwas wiedergutzumachen und dies konkret zu tun, ist wesentlich für den Prozess der Versöhnung und die Rückkehr des Friedens im Herzen«.[198]
Die Schönheit der Bitte um Vergebung
187. Die gute Absicht reicht nicht aus; ein kräftiges inneres Verlangen, das zu äußeren Konsequenzen führt, ist unerlässlich. Im Wesentlichen »setzt die Wiedergutmachung, damit sie christlich ist, das Herz der beleidigten Person berührt und nicht nur ein einfacher Akt ausgleichender Gerechtigkeit ist, zwei anspruchsvolle Haltungen voraus: sich selbst als schuldig zu bekennen und um Vergebung zu bitten. [...] Aus diesem ehrlichen Eingeständnis des Schadens, den man seinem Bruder zugefügt hat, und aus dem tiefen und aufrichtigen Gefühl, dass die Liebe verletzt wurde, erwächst der Wunsch nach Wiedergutmachung«.[199]
188. Man sollte nicht meinen, dass das Eingeständnis der eigenen Sünde vor den anderen erniedrigend oder schädlich für unsere Menschenwürde sei. Es bedeutet im Gegenteil, aufzuhören, sich selbst zu belügen, es bedeutet, die eigene Geschichte so anzuerkennen, wie sie ist, gezeichnet von der Sünde, insbesondere wenn wir unseren Brüdern und Schwestern Schaden zugefügt haben: »Sich selbst anzuklagen ist Teil der christlichen Weisheit. [...] Das ist dem dem Herrn wohlgefällig, denn der Herr nimmt ein zerknirschtes Herz an«.[200]
189. Zu diesem Geist der Wiedergutmachung gehört die Gewohnheit, die Brüder und Schwestern um Vergebung zu bitten, was angesichts unserer Schwachheit sehr edel ist. Um Vergebung zu bitten, ist ein Weg die Beziehungen zu heilen, weil es »den Dialog wieder eröffnet und den Willen offenbart, das Band brüderlicher Liebe wiederherzustellen. [...] Es berührt das Herz des Bruders, tröstet ihn und weckt in ihm die Bereitschaft die erbetene Vergebung zu gewähren«. So kann, »wenn das Irreparable nicht vollständig repariert werden kann, die Liebe immer wieder neu geboren werden und die Wunde erträglich machen«.[201]
190. Ein Herz, das zur Reue fähig ist, kann in der Geschwisterlichkeit und in der Solidarität wachsen, denn es »entwickelt sich derjenige zurück, der nicht weint, er altert innerlich, während derjenige reift, der zu einem einfacheren und innigeren Gebet gelangt, das aus Anbetung und Ergriffenheit vor Gott besteht. Er klammert sich immer weniger an sich selbst und immer mehr an Christus, er wird arm im Geiste. Auf diese Weise fühlt er sich den Armen, den Geliebten Gottes, näher«.[202] So entsteht ein echter Geist der Wiedergutmachung, denn »so fühlt sich derjenige, der im Herzen Reue empfindet, mehr und mehr wie ein Bruder aller Sünder der Welt, er fühlt sich mehr Bruder, ohne den Anschein von Überlegenheit oder Härte des Urteils, sondern immer mit dem Wunsch zu lieben und wiedergutzumachen«.[203] Diese Solidarität, die durch die Reue entsteht, ermöglicht zugleich die Versöhnung. Der Mensch, der zur Reue fähig ist, wird, »anstatt über das Böse, das die Brüder und Schwestern begangen haben, zu zürnen und sich zu empören, […] über ihre Sünden« weinen. »Er nimmt keinen Anstoß. Es findet eine Art Umkehrung statt, bei dem sich die natürliche Neigung, mit sich selbst nachsichtig und mit den anderen hart zu sein, umkehrt und man durch die Gnade Gottes sich selbst gegenüber konsequent und den anderen gegenüber barmherzig wird«.[204]
DIE WIEDERGUTMACHUNG: VERLÄNGERUNG FÜR DAS HERZ CHRISTI
191. Es gibt noch eine andere, komplementäre Weise, die Wiedergutmachung zu verstehen, die es uns erlaubt, sie in eine noch direktere Beziehung zum Herzen Christi zu setzen, ohne dabei den konkreten Einsatz gegenüber unseren Brüdern und Schwestern, von dem wir gesprochen haben, von dieser Wiedergutmachung auszuschließen.
192. In einem anderen Zusammenhang habe ich erklärt: »In gewisser Weise wollte er [Gott] sich selbst beschränken« und »viele Dinge, die wir als Übel, Gefahren oder Quellen des Leidens ansehen, sind in Wirklichkeit Teil der „Geburtswehen“, die uns anregen, mit dem Schöpfer zusammenzuarbeiten«.[205] Unser Mitwirken kann es Gottes Macht und Liebe ermöglichen, sich in unserem Leben und in der Welt auszubreiten, während Ablehnung oder Gleichgültigkeit dies verhindern können. Einige biblische Aussagen bringen dies metaphorisch zum Ausdruck, etwa wenn der Herr fordert: »Wenn du umkehren willst, Israel, […] darfst du zu mir umkehren« (Jer 4,1). Oder wenn er angesichts der Ablehnung seines Volkes sagt: »Gegen mich selbst wendet sich mein Herz, heftig entbrannt ist mein Mitleid« (Hos 11,8).
193. Obwohl es nicht möglich ist, von einem erneuten Leiden des verherrlichten Christus zu sprechen, nimmt das Pascha-Mysterium Christi und alles, »was Christus ist, und alles, was er für alle Menschen getan und gelitten hat, […] an der Ewigkeit Gottes teil, steht somit über allen Zeiten und wird ihnen gegenwärtig«.[206] Wir können jedoch sagen, dass er selbst zugestimmt hat, die raumgreifende Herrlichkeit seiner Auferstehung zu begrenzen, das Ausströmen seiner unermesslichen und glühenden Liebe einzudämmen, um Raum für unser freies Mitwirken mit seinem Herzen zu lassen. Das ist so real, dass unsere Ablehnung ihn in diesem Drang der Hingabe aufhält, genauso wie unser Vertrauen und unsere Selbsthingabe einen Raum öffnen, einen hindernisfreien Kanal für das Ausfließen seiner Liebe bieten. Unsere Ablehnung oder unsere Gleichgültigkeit beschränken die Wirkungen seiner Macht und die Fruchtbarkeit seiner Liebe in uns. Wenn er in mir kein Vertrauen und keine Offenheit findet, wird seine Liebe – weil er es selbst so wollte – daran gehindert, sich in mein einzigartiges und unwiederholbares Leben und in die Welt hinein auszudehnen, wo ich ihn seinem Ruf entsprechend gegenwärtig werden lassen soll. Das liegt nicht an seiner Schwäche, sondern an seiner unendlichen Freiheit, an seiner paradoxen Macht und an seiner vollkommenen Liebe zu einem jeden von uns. Wenn sich die Allmacht Gottes in der Schwäche unserer Freiheit zeigt, vermag »einzig der Glaube sie […] wahrzunehmen«.[207]
194. Tatsächlich berichtet die heilige Margareta Maria, dass Christus in einer seiner Offenbarungen zu ihr über sein uns leidenschaftlich liebendes Herz sprach, das »die Flammen dieses Feuers nicht mehr in sich zurückhalten kann. Es muss sie deshalb ausbreiten«.[208] Da der Herr, der alles vermag, in seiner göttlichen Freiheit unser bedürfen wollte, verstehen wir unter Wiedergutmachung die Beseitigung der Hindernisse, die wir der Ausbreitung der Liebe Christi in der Welt durch unseren Mangel an Vertrauen, Dankbarkeit und Hingabe in den Weg legen.
Die Hingabe an die Liebe
195. Die leuchtende Spiritualität der heiligen Theresia vom Kinde Jesus hilft uns erneut, besser über dieses Geheimnis nachzudenken. Sie wusste, dass einige Menschen eine extreme Form der Wiedergutmachung entwickelt hatten, mit der guten Absicht, sich für andere hinzugeben, die darin bestand, sich selbst als eine Art „Blitzableiter“ anzubieten, damit sich die göttliche Gerechtigkeit verwirkliche: »Ich dachte an Seelen, die sich der Gerechtigkeit Gottes als Opfer anbieten, um die für die Schuldigen bestimmten Strafen abzulenken und auf sich zu ziehen«.[209] Aber so bewundernswert ein solches Opfer auch erscheinen mochte, sie war nicht sehr überzeugt: »Jedoch war ich weit davon entfernt, mich dazu geneigt zu fühlen«.[210] Dieses Beharren auf der göttlichen Gerechtigkeit führte am Ende dazu, dass man denken mochte, das Opfer Christi sei unvollständig oder nur teilweise wirksam, oder seine Barmherzigkeit genüge nicht.
196. Mit ihrer geistlichen Intuition hat die heilige Theresia entdeckt, dass es eine andere Art der Selbsthingabe gibt, bei der es nicht notwendig ist, der göttlichen Gerechtigkeit genüge zu tun, sondern der unendlichen Liebe des Herrn zu erlauben, sich ungehindert auszubreiten: »O mein Gott, soll deine verachtete Liebe also in deinem Herzen eingeschlossen bleiben? Mir scheint, wenn du Seelen finden würdest, die sich deiner Liebe als Ganzopfer weihten, so würdest du sie rasch verzehren. Mir scheint, du wärest glücklich, die Ströme unendlicher Zärtlichkeit nicht in dir einschließen zu müssen«.[211]
197. Dem einen Erlösungsopfer Christi ist nichts hinzuzufügen, aber es ist wahr, dass die Ablehnung seitens unserer Freiheit es dem Herzen Christi nicht erlaubt, seine „Wellen unendlicher Zärtlichkeit“ in diese Welt hinein auszubreiten. Und das ist so, weil der Herr selbst diese Möglichkeit respektieren will. Dies ist es, was das Herz der heiligen Theresia vom Kinde Jesus mehr beunruhigte als die göttliche Gerechtigkeit, denn ihrer Auffassung nach versteht man die Gerechtigkeit nur im Licht der Liebe. Wir haben gesehen, dass sie alle göttliche Vollkommenheit durch die Barmherzigkeit verehrte und sie auf diese Weise verklärt und strahlend vor Liebe sah. Sie sagte: »Sogar die Gerechtigkeit (und vielleicht sie sogar mehr als alle anderen) erscheint mir wie mit Liebe bekleidet«.[212]
198. So entstand ihr Akt der Hingabe, nicht an die göttliche Gerechtigkeit, sondern an die barmherzige Liebe: »Ich weihe mich deiner erbarmenden Liebe als ungeteilte Feuergabe, und bitte dich, mich ständig zu verbrennen, indem du die Ströme unendlicher Zärtlichkeit, die in in dir gefasst sind, in meiner Seele überschäumen lässt. So werde ich Märtyrerin deiner Liebe, mein Gott«.[213] Es ist wichtig festzuhalten, dass es nicht bloß darum geht, dem Herzen Christi durch völliges Vertrauen zu erlauben, die Schönheit seiner Liebe in unserem Herzen auszubreiten, sondern auch darum, dass sie durch das eigene Leben die anderen erreicht und die Welt verwandelt: »Im Herzen der Kirche, meiner Mutter, werde ich die Liebe sein. [...] So wird mein Traum Wirklichkeit werden«.[214] Die beiden Aspekte sind untrennbar miteinander verbunden.
199. Der Herr nahm ihre Hingabe an. Tatsächlich zeigte sie einige Zeit danach eine tiefe Liebe zu den anderen und beteuerte, dass diese aus dem Herzen Christi stamme, das durch sie weiter in die Welt hineinreiche. So sagte sie zu ihrer Schwester Leonia: »Ich liebe Dich tausendmal zärtlicher, als sich gewöhnliche Schwestern lieben, weil ich Dich mit dem Herzen unseres Himmlischen Bräutigams zu lieben vermag«.[215] Und einige Zeit später sagte sie zu Maurice Bellière: »Ah! wie möchte ich Ihnen die zarte Liebe des Herzens Jesu verständlich machen, das, was Er von Ihnen erwartet«.[216]
Ganzheitlichkeit und Harmonie
200. Schwestern und Brüder, ich schlage vor, dass wir diese Form der Wiedergutmachung weiter entfalten, die letztlich darin besteht, dem Herzen Christi eine neue Möglichkeit zu bieten, die Flammen seiner brennenden Zärtlichkeit in dieser Welt zu verbreiten. Auch wenn es stimmt, dass Wiedergutmachung den Wunsch beinhaltet, das der ungeschaffenen Liebe durch Vergessenheit oder Frevel zugefügte Unrecht gutzumachen,[217]so besteht die angemessenste Form doch darin, dass unsere Liebe dem Herrn eine Gelegenheit bietet, sich auszubreiten, als Ausgleich für jene Male, wo er zurückgewiesen oder abgelehnt wurde. Dies geschieht, wenn wir über die bloße „Tröstung“ Christi hinausgehen, über die wir im vorigen Kapitel gesprochen haben, und sie zu Taten geschwisterlicher Liebe werden lassen, mit denen wir die Wunden der Kirche und der Welt heilen. Auf diese Weise verleihen wir der heilenden Kraft des Herzens Christi neuen Ausdruck.
201. Der Verzicht und die Leiden, die uns diese Akte der Nächstenliebe abverlangen, vereinen uns mit der Passion Christi, und indem wir mit Christus gekreuzigt werden »in jener mystischen Art, von welcher der Apostel spricht, [werden wir] um so reichere Früchte der Versöhnung und der Sühne […] für uns und andere ernten«.[218] Nur Christus errettet dadurch, dass er sich am Kreuz für uns opfert, nur er erlöst, denn »einer ist Gott, einer auch Mittler zwischen Gott und Menschen: der Mensch Christus Jesus, der sich als Lösegeld hingegeben hat für alle« (1 Tim 2,5-6). Die Wiedergutmachung, die wir anbieten, ist ein in Freiheit angenommenes Mitwirken an seiner erlösenden Liebe und seinem einzigen Opfer. So erfüllen wir »was an den Bedrängnissen Christi noch fehlt an seinem Leib, der die Kirche ist« (Kol 1,24), und es ist Christus selbst, der die Wirkungen seiner liebenden Ganzhingabe durch uns ausweitet.
202. Das Leiden hat oft mit unserem verletzten Ego zu tun, aber es ist gerade die Demut des Herzens Christi, die uns den Weg der Erniedrigung zeigt. Gott hat zu uns kommen wollen, indem er sich selbst zurücknahm, indem er sich klein machte. Schon das Alte Testament lehrt dies durch verschiedene Metaphern, die einen Gott zeigen, der sich in die Kleinigkeiten der Geschichte begibt und sich von seinem Volk zurückweisen lässt. Seine Liebe mischt sich mit dem Alltagsleben des geliebten Volkes und bettelt um eine Antwort, so als ob er um die Erlaubnis bitten würde, seine Herrlichkeit zu zeigen. Andererseits »hat Jesus, der Herr, sich wohl nur einmal mit eigenen Worten auf sein Herz bezogen. Und er stellte diesen einen Charakterzug heraus: „Sanftmut und Demut“. Als wollte er sagen, dass er nur auf diese Weise die Menschen gewinnen will«.[219] Als Christus sagte: «Lernt von mir, denn ich bin gütig und von Herzen demütig« (Mt 11,29), wies er uns darauf hin, dass »er unsere Kleinheit, unsere Sich-klein-Machen braucht, um sich auszudrücken«.[220]
203. Bei dem, was wir gesagt haben, ist es wichtig, mehrere untrennbare Aspekte zu beachten, denn diese Handlungen der Nächstenliebe mit all dem Verzicht, der Selbstverleugnung, den Leiden und den Mühen, die sie mit sich bringen, erfüllen diese Funktion, wenn sie von der Nächstenliebe Christi selbst genährt werden. Er befähigt uns, so zu lieben, wie er geliebt hat, und auf diese Weise liebt und dient er selbst durch uns. Wenn es auf der einen Seite so scheint, als würde er sich klein machen, als würde er sich selbst zurücknehmen, weil er seine Liebe durch unsere Taten zeigen wollte, so wird auf der anderen Seite in den einfachsten Werken der Barmherzigkeit sein Herz verherrlicht und offenbart seine ganze Größe. Ein menschliches Herz, das der Liebe Christi durch völliges Vertrauen Raum gibt und ihr erlaubt, sich im eigenen Leben mit ihrem Feuer auszubreiten, wird fähig, die anderen so zu lieben wie Christus, indem es sich klein macht und allen gegenüber Nähe zeigt. So stillt Christus seinen eigenen Durst und breitet die Flammen seiner brennenden Zärtlichkeit glorreich in uns und durch uns aus. Wir bemerken die schöne Harmonie, die sich in alldem findet.
204. Um diese Frömmigkeit schließlich in ihrem ganzen Reichtum zu verstehen, muss man in Anlehnung an das, was wir über ihre trinitarische Dimension gesagt haben, hinzufügen, dass die Wiedergutmachung des Menschen Christus dem Vater durch das Wirken des Heiligen Geistes in uns dargebracht wird. Daher richtet sich unsere Wiedergutmachung an das Herz Christi letztlich an den Vater, der sich daran erfreut, uns mit Christus vereint zu sehen, wenn wir uns durch ihn, mit ihm und in ihm hingeben.
DIE WELT DAZU BRINGEN, SICH ZU VERLIEBEN
205. Das christliche Lebensmodell ist attraktiv, wenn es ganzheitlich gelebt und zum Ausdruck gebracht werden kann: nicht als bloße Zuflucht in religiöse Empfindungen oder in prunkvolle Rituale. Was wäre das für ein Dienst an Christus, wenn wir uns mit einer individuellen Beziehung begnügen würden, ohne Interesse daran, den anderen zu helfen, so dass sie weniger leiden und besser leben? Wird es dem Herzen, das so sehr liebte, etwa gefallen, wenn wir in einer innerlichen religiösen Erfahrung ohne geschwisterliche und soziale Auswirkungen verharren? Seien wir ehrlich und lesen wir das Wort Gottes in seiner Gesamtheit. Aber aus demselben Grund sagen wir, dass es sich auch nicht um eine soziale Förderung ohne tieferen religiösen Sinn handelt, die letztlich darauf hinausliefe, für den Menschen weniger zu wollen als das, was Gott ihm geben möchte. Deshalb soll dieses Kapitel damit schließen, dass wir an die missionarische Dimension unserer Liebe zum Herzen Christi erinnern.
206. Der heilige Johannes Paul II. sprach nicht nur von der sozialen Dimension der Verehrung des Herzens Christi, sondern bezog sich auch auf die »Wiedergutmachung, die eine apostolische Mitarbeit für das Heil der Welt ist«.[221] Ebenso ist die Weihe an das Herz Christi »im Hinblick auf das missionarische Handeln der Kirche selbst zu betrachten, denn sie entspricht dem Wunsch des Herzens Jesu, durch die Glieder seines Leibes seine vollkommene Hingabe an das Reich Gottes in der Welt zu verbreiten«.[222] Folglich wird durch die Christen »die Liebe in die Herzen der Menschen ausgegossen werden, damit der Leib Christi, der die Kirche ist, aufgebaut wird und auch eine Gesellschaft der Gerechtigkeit, des Friedens und der Brüderlichkeit entsteht«.[223]
207. Auch durch das missionarische Wirken der Kirche, die die Verkündigung der in Christus geoffenbarten Liebe Gottes weiterträgt, erfahren die Flammen der Liebe des Herzens Christi eine Verlängerung. Der heilige Vinzenz von Paul lehrte dies sehr gut, indem er die Seinen aufforderte, den Herrn um »dieses Herz zu bitten, das Herz, das uns überall hingehen lasse, dieses Herz des Sohnes Gottes, das Herz unseres Herrn, das uns dafür bereit mache, so zu wandeln, wie er wandeln wollte [...] und uns sendet, wie er sie [die Apostel] gesandt hat, um sein Feuer überallhin zu tragen«.[224]
208. Der heilige Paul VI. erinnerte in seiner Ansprache an die Kongregationen, die die Herz-Jesu-Verehrung verbreiten, daran, dass »es keinen Zweifel daran gibt, dass der pastorale Einsatz und der missionarische Eifer am hellsten brennen werden, wenn die Priester und die Gläubigen, um die Herrlichkeit Gottes zu verbreiten, das Beispiel der ewigen Liebe betrachten, das Christus uns gezeigt hat, und ihre Bemühungen darauf richten, alle Menschen an den unergründlichen Reichtümern Christi teilhaben zu lassen«.[225] Im Licht des Heiligsten Herzens wird die Mission zu einer Frage der Liebe, und die größte Gefahr bei dieser Mission besteht darin, dass viele Dinge gesagt und getan werden, es aber nicht gelingt, die glückliche Begegnung mit der umarmenden und rettenden Liebe Christi herbeizuführen.
209. Die Mission, verstanden als ein Ausstrahlen der Liebe des Herzens Christi, erfordert liebende Missionare, die sich immer noch von Christus einnehmen lassen und die nicht anders können, als diese Liebe weiterzugeben, die ihr Leben verändert hat. Daher schmerzt es sie, Zeit mit Diskussionen über zweitrangige Themen zu verlieren oder damit, Wahrheiten und Regeln aufzuerlegen, denn ihr Hauptanliegen ist es, das weiterzugeben, was sie erleben, und vor allem, dass andere die Güte und Schönheit des Geliebten durch ihre bescheidenen Bemühungen wahrnehmen können. Ist dies nicht das, was einem jeden Liebenden widerfährt? Es lohnt sich, als Beispiel, die Worte heranzuziehen, mit denen der verliebte Dante Alighieri versuchte, diesen Gedankengang auszudrücken:
»Drum hört: Will mein Gedanke zu ihr fliehen,
Lässt Amor selʼges Fühlen mich empfinden,
Dass alle Welt mit Liebʼ ich würd entzünden,
Wärʼ nicht sogleich die Seele mir gelähmt«.[226]
210. Von Christus durch das Zeugnis oder das Wort so zu sprechen, dass andere sich nicht besonders anstrengen müssen, um ihn zu lieben, das ist der größte Wunsch von jemandem, der mit ganzer Seele Missionar ist. In dieser Dynamik der Liebe gibt es keinen Proselytismus: Die Worte des Liebenden stören nicht, drängen nichts auf, erzwingen nichts, sondern bringen die anderen lediglich dazu, sich zu fragen, wie eine solche Liebe möglich ist. Mit größtem Respekt vor der Freiheit und der Würde des anderen hofft der Liebende einfach darauf, dass er von dieser Freundschaft erzählen darf, die sein Leben erfüllt.
211. Christus bittet dich, dass du dich ohne Scham zu deiner Freundschaft mit ihm bekennst, ohne es freilich an Klugheit und Respekt fehlen zu lassen. Er bittet dich, den Mut zu haben, den anderen zu sagen, dass es dir gut tut, ihm begegnet zu sein: »Jeder, der sich vor den Menschen zu mir bekennt, zu dem werde auch ich mich vor meinem Vater im Himmel bekennen« (Mt 10,32). Aber für das liebende Herz ist dies keine Pflicht, sondern ein schwer zu bändigendes Bedürfnis: »Weh mir, wenn ich das Evangelium nicht verkünde!« (1 Kor 9,16). »So brannte in meinem Herzen ein Feuer, eingeschlossen in meinen Gebeinen. Ich mühte mich, es auszuhalten, vermochte es aber nicht« (Jer 20,9).
In der Gemeinschaft des Dienstes
212. Man darf diese Sendung, Christus bekanntzumachen, nicht nur als etwas zwischen mir und ihm betrachten. Man lebt sie in Einheit mit der eigenen Gemeinschaft und mit der Kirche. Wenn wir uns von der Gemeinschaft entfernen, werden wir uns auch von Jesus entfernen. Wenn wir sie vergessen und nicht für sie Sorge tragen, wird unsere Freundschaft mit Jesus erkalten. Dieses Geheimnis darf niemals vergessen werden. Die Liebe zu den Brüdern und Schwestern der eigenen Gemeinschaft – Orden, Pfarrei, Diözese – ist wie ein Treibstoff, der unsere Freundschaft mit Jesus nährt. Die tätige Liebe gegenüber den Brüdern und Schwestern der Gemeinschaft können der beste, manchmal sogar der einzige Weg sein, um anderen die Liebe Jesu Christi zu zeigen. Der Herr selbst hat das gesagt: »Daran werden alle erkennen, dass ihr meine Jünger seid: wenn ihr einander liebt« (Joh 13,35).
213. Diese Liebe wird zum gemeinschaftlichen Dienst. Ich werde nicht müde, daran zu erinnern, dass Jesus sehr deutlich gesagt hat: »Was ihr für einen meiner geringsten Brüder getan habt, das habt ihr mir getan« (Mt 25,40). Er schlägt dir vor, ihn auch dort zu finden, in jedem Bruder und in jeder Schwester, besonders in den Ärmsten, den Verachtetsten und Verlassensten der Gesellschaft. Was für eine schöne Begegnung!
214. Wenn wir uns also bemühen, jemandem zu helfen, bedeutet das nicht, dass wir Jesus darüber vergessen. Im Gegenteil, wir finden ihn auf andere Weise. Und wenn wir versuchen, jemanden aufzurichten und zu heilen, ist Jesus an unserer Seite. Erinnern wir uns daran: »Der Herr stand ihnen bei« (Mk 16,20), als er die Jünger zur Mission aussandte. Er ist da, arbeitet, kämpft und tut Gutes mit uns. Es ist seine Liebe, die sich in unserem Dienst auf geheimnisvolle Weise zeigt, er selbst ist es, der zur Welt in jener Sprache spricht, die manchmal keine Worte hat.
215. Er sendet dich, das Gute zu verbreiten und treibt dich innerlich an. Er ruft dich mit einer Berufung zum Dienst: Du wirst Gutes tun als Arzt, als Mutter, im Lehrer, als Priester. Wo immer du bist, kannst du spüren, dass er dich ruft und dich sendet, diese Mission auf Erden zu leben. Er selbst sagt uns: »Ich sende euch« (Lk 10,3). Dies ist Teil der Freundschaft mit ihm. Damit diese Freundschaft reifen kann, musst du dich also von ihm senden lassen, um eine Aufgabe in dieser Welt zu erfüllen, mit Vertrauen, mit Großherzigkeit, mit Freiheit, ohne Angst. Wenn du dich in deinen Bequemlichkeiten verschließt, wird dir das keine Sicherheit geben, es werden immer Ängste, Traurigkeiten und Sorgen auftauchen. Wer seine Aufgabe auf dieser Erde nicht erfüllt, kann nicht glücklich sein, er ist frustriert. Deshalb ist es besser, dass du dich von ihm senden lässt, dass du dich von ihm führen lässt, wohin er will. Vergiss nicht, dass er dich begleitet. Er wirft dich nicht in den Abgrund und überlässt dich nicht deinen eigenen Kräften. Er treibt dich an und begleitet dich. Das hat er versprochen und das tut er: »Ich bin mit euch alle Tage« (Mt 28,20).
216. In gewisser Weise musst du ein Missionar bzw. eine Missionarin sein, wie es die Apostel Jesu und die ersten Jünger waren, die hinausgingen, um die Liebe Gottes zu verkünden, die hinausgingen, um zu sagen, dass Christus lebt und es sich lohnt ihn kennenzulernen. Die heilige Theresia vom Kinde Jesus hat dies als unverzichtbares Element ihrer Hingabe an die barmherzige Liebe gelebt: »Ich wollte meinem Geliebten zu trinken geben, und auch ich selbst fühlte mich vom Durst nach Seelen verzehrt«.[227] Das ist auch deine Aufgabe. Jeder erfüllt sie auf seine Weise, und du wirst erkennen, wie du Missionar bzw. Missionarin sein kannst. Jesus verdient es. Wenn du dazu den Mut hast, wird er dich erleuchten. Er wird dich begleiten und stärken, und du wirst eine wertvolle Erfahrung machen, die dir sehr gut tun wird. Es ist nicht wichtig, ob du Ergebnisse sehen kannst, überlasse das dem Herrn, der im Verborgenen der Herzen wirkt, aber höre nicht auf, dich bei dem Versuch, anderen die Liebe Christi zu vermitteln, zu freuen.
SCHLUSS
217. Die Ausagen dieses Dokumentes lassen uns entdecken, dass das, was in den Sozialenzykliken Laudato si' und Fratelli tutti geschrieben steht, unserer Begegnung mit der Liebe Jesu Christi nicht fremd ist. Denn, wenn wir aus dieser Liebe schöpfen, werden wir fähig, geschwisterliche Bande zu knüpfen, die Würde jedes Menschen anzuerkennen und zusammen für unser gemeinsames Haus Sorge zu tragen.
218. Heute ist alles käuflich und bezahlbar, und es scheint, dass Sinn und Würde von Dingen abhängen, die man durch die Macht des Geldes erwirbt. Wir werden getrieben, nur anzuhäufen, zu konsumieren und uns abzulenken, gefangen in einem entwürdigenden System, das uns nicht erlaubt, über unsere unmittelbaren und armseligen Bedürfnisse hinauszusehen. Die Liebe Christi steht außerhalb dieses abartigen Räderwerks, und er allein kann uns von diesem Fieber befreien, in dem es keinen Platz mehr für eine bedingungslose Liebe gibt. Er ist in der Lage, dieser Erde ein Herz zu verleihen und die Liebe neu zu beleben, wo wir meinen, die Fähigkeit zu lieben sei für immer tot.
219. Das hat auch die Kirche nötig, damit nicht an die Stelle der Liebe Christi vergängliche Strukturen, Zwangsvorstellungen vergangerer Zeiten, Anbetung der eigenen Gesinnung oder Fanatismus aller Art treten, die schließlich den Platz der bedingungslosen Liebe Gottes einnehmen, die befreit, belebt, das Herz erfreut und die Gemeinschaften nährt. Aus der Seitenwunde Christi fließt weiterhin jener Strom, der nie versiegt, der nicht vergeht, der sich immer neu denen darbietet, die lieben wollen. Nur seine Liebe wird eine neue Menschheit ermöglichen.
220. Ich bete zu Jesus, dem Herrn, dass aus seinem heiligsten Herzen für uns alle Ströme lebendigen Wassers fließen, um die Wunden zu heilen, die wir selbst uns zufügen, um unsere Fähigkeit zur Liebe und zum Dienen zu stärken, um uns anzutreiben, zu lernen, gemeinsam auf eine gerechte, solidarische und geschwisterliche Welt hinzuarbeiten. Und dies so lange, bis wir glücklich vereint das Festmahl im Himmelreich feiern können. Dort wird der auferstandene Christus sein, der all unsere Unterschiede mit dem Licht, das unaufhörlich aus seinem offenen Herzen strömt, in Enklang bringen wird. Gepriesen sei er in Ewigkeit!
Gegeben zu Rom, bei Sankt Peter, am 24. Oktober des Jahres 2024, dem zwölften meines Pontifikats.
FRANZISKUS
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[1] Ein Großteil der Gedanken dieses ersten Kapitels wurde von den Schriften des Paters Diego Fares SJ angeregt. Der Herr nehme ihn auf in seine Herrlichkeit.
[2] Vgl. Homer, Ilias, 21, 441.
[3] Vgl. ebd., 10, 244.
[4] Vgl. Platon, Timaios, 65 c-d; 70.
[5] Predigt in Santa Marta, 14. Oktober 2016.
[6] Hl. Johannes Paul II., Angelus, 2. Juli 2000, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 30, Nr. 27 (7. Juli 2000), S. 3.
[7] Ders., Katechese, 8. Juni 1994, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 24, Nr. 24 (17. Juni 1994), S. 2.
[8] Die Dämonen (1873).
[9] Romano Guardini, Religiöse Gestalten in Dostojewskijs Werk, Mainz/Paderborn 1989, S. 236f.
[10] Karl Rahner, Einige Thesen zur Theologie der Herz-Jesu-Verehrung, in Schriften zur Theologie, Bd. 3, Einsiedeln 1956, S. 392.
[11] Ebd., S. 393.
[12] Byung-Chul Han, Heideggers Herz. Zum Begriff der Stimmung bei Martin Heidegger, München 1996, S. 39.
[13] Ebd., S. 60; vgl. S. 176.
[14] Vgl. Ders., Agonie des Eros, Berlin 2012.
[15] Martin Heidegger, Erläuterungen zu Hölderlins Dichtung, Frankfurt a. M. 1981, S. 120.
[16] Vgl. Michel de Certeau, L’espace du désir ou Le »fondement« des Exercices Spirituels: Christus 20 (1973), S. 118–128.
[17] Hl. Bonaventura, Itinerarium mentis in Deum, VII, 6.
[18] Ders., Proemium in I Sent., q. 3.
[19] Hl. John Henry Newman, Betrachtungen und Gebete, Heiligenkreuz 2019, S. 187.
[20] Pastoralkonstitution Gaudium et spes, 82.
[21] Ebd., 10.
[22] Ebd., 14.
[23] Vgl. Dikasterium für die Glaubenslehre, Erklärung Dignitas infinita (2. April 2024), 8.
[24] Pastoralkonstitution Gaudium et spes, 26.
[25] Hl. Johannes Paul II., Angelus, 28. Juni 1998, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 28, Nr. 27 (3. Juli 1998), S. 1.
[26] Enzyklika Laudato si’ (24. Mai 2015), 83: AAS 107 (2015), S. 880.
[27] Predigt in Santa Marta, 7. Juni 2013.
[28] Pius XII., Enzyklika Haurietis Aquas (15. Mai 1956), I: AAS 48 (1956), S. 316.
[29] Pius VI., Konstitution Auctorem fidei (28. August 1794), 63: DH 2663.
[30] Leo XIII., Enzyklika Annum sacrum (25. Mai 1899): ASS 31 (1898-99), S. 649.
[31] Ebd.: »Inest in Sacro Corde symbolum atque expressa imago infinitae Iesu Christi caritatis«.
[32] Angelus, 9. Juni 2013, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 43, Nr. 24 (14. Juni 2013), S.1.
[33] Man kann daher verstehen, warum die Kirche verboten hat, dass Abbildungen nur des Herzens Jesu oder Marias am Altar aufgestellt werden (vgl. Antwort der Ritenkongregation an den Hochw. Charles Lecoq PSS, 5. April 1879: Decreta authentica Congregationis Sacrorum Rituum ex actis ejusdem collecta, Bd. III, S. 107–108, Nr. 3492). Außerhalb der Liturgie, zur privaten Andacht, kann man die Symbolik des Herzens als didaktisches Mittel verwenden, als ästhetische Figur oder als Emblem, das zum Nachdenken über die Liebe Christi einlädt, aber man läuft Gefahr, das Herz als Gegenstand der Anbetung oder des geistlichen Dialogs getrennt von der Person Christi zu betrachten. Am 31. März 1887 gab die Kongregation eine weitere Antwort ähnlicher Art (ebd., S. 187, Nr. 3673).
[34] Ökumenisches Konzil von Trient, 25. Sitzung, Dekret Mandat Sancta Synodus (3. Dezember 1563): DH 1823.
[35] 5. Generalversammlung des Episkopats von Lateinamerika und der Karibik, Schlussdokument von Aparecida (29. Juni 2007), Nr. 259.
[36] Enzyklika Haurietis Aquas (15. Mai 1956), II: AAS 48 (1956), S. 323–324.
[37] Ausgewählte Briefe, 261, 3: BKV 1. Reihe, Bd. 46, S. 312.
[38] In Io. homil. 63, 2: PG 59, 350.
[39] De fide ad Gratianum, II, 7, 56: PL 16, 594 (Ausgabe 1880).
[40] Enarr. in Ps. 87, 3: PL 37, 1111.
[41] Vgl. De fide orth. 3, 6.20: PG 94, 1006.1081.
[42] Olegario González de Cardedal, La entraña del cristianismo, Salamanca 2010, 70–71.
[43] Angelus, 1. Juni 2008, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 38, Nr. 23 (6. Juni 2008), S. 1.
[44] Pius XII., Enzyklika Haurietis Aquas (15. Mai 1956), II: AAS 48 (1956), S. 327–328.
[45] Ebd., AAS 48 (1956), S. 343–344.
[46] Benedikt XVI., Angelus, 1. Juni 2008, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 38, Nr. 23 (6. Juni 2008), S.1.
[47] Vigilius, Konstitution Inter innumeras sollicitudines (14. Mai 553): DH 420.
[48] Konzil von Ephesus, Anathematismen Kyrills von Alexandrien, 8: DH 259.
[49] II. Konzil von Konstantinopel, 8. Sitzung, 2. Juni 553, Can. 9: DH 431.
[50] Hl. Johannes vom Kreuz, Geistlicher Gesang A, Strophe 22,4: Gesammelte Werke Bd. 3, Der Geistliche Gesang, Freiburg i. Br. 1997, S. 164.
[51] Ders., Strophe X12, 8, ebd., S. 94.
[52] Ders., Strophe 12, 1: ebd., S. 88.
[53] »So haben doch wir nur einen Gott, den Vater. Von ihm stammt alles und wir leben auf ihn hin« (1 Kor 8,6). »Unserem Gott und Vater aber sei die Ehre in alle Ewigkeit! Amen« (Phil 4,20). »Gepriesen sei der Gott und Vater unseres Herrn Jesus Christus, der Vater des Erbarmens und Gott allen Trostes« (2 Kor 1,3).
[54] Hl. Johannes Paul II., Apostolisches Schreiben Tertio millennio adveniente (10. November 1994), 49: AAS 87 (1995), S. 35.
[55] An die Römer 7, 2: BKV 1. Reihe, Bd. 35, S. 140.
[56] »Die Welt soll erkennen, dass ich den Vater liebe« (Joh 14,31). »Ich und der Vater sind eins« (Joh 10,30). »Ich bin im Vater und der Vater ist in mir« (vgl. Joh 14,10).
[57] »Ich gehe zum Vater« (pros ton Patéra: Joh 16,28). »Ich komme zu dir« (pros se: Joh 17,11).
[58] »Eis ton kolpon tou Patrós«.
[59] Gegen die Häresien, III, 18, 1: BKV 1. Reihe, Bd. 3, S. 286.
[60] In Jn II, 2: PG 14, 110.
[61] Angelus, 23. Juni 2002, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 32, Nr. 26 (28. Juni 2002), S. 1 .
[62] Johannes Paul II., Schreiben anlässlich des 100. Jahrestages der Weihe der Menschheit an das Heiligste Herz Jesu, Warschau, 11. Juni 1999, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 29, Nr. 29/30 (16. Juli 1999), S. 15.
[63] Ders., Angelus, 8. Juni 1986, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 16, Nr. 24 (13. Juni 1986), S. 3.
[64] Predigt, Besuch der Gemelli-Klinik und der medizinischen Fakultät der katholischen Herz-Jesu-Universität, 27. Juni 2014, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 44, Nr. 28 (11. Juli 2014), S. 8.
[65] Vgl. Eph 1,5.7; 2,18; 3,12.
[66] Vgl. Eph 2,5.6; 4,15.
[67] Vgl. Eph 1,3.4.6.7.11.13.15; 2,10.13.21.22; 3,6.11.21.
[68] Schreiben anlässlich des 100. Jahrestages der Weihe der Menschheit an das Heiligste Herz Jesu, Warschau, 11. Juni 1999: L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 29, Nr. 29/30 (16. Juli 1999), S. 15.
[69] »Quoniamque inest in Sacro Corde symbolum atque expressa imago infinitae Iesu Christi caritatis, quae movet ipsa nos ad amandum mutuo, ideo consentaneum est dicare se Cordi eius augustissimo: quod tamen nihil est aliud quam dedere atque obligare se Iesu Christo […]. En alterum hodie oblatum oculis auspicatissimum divinissimumque signum: videlicet Cor Iesu sacratissimum, superimposita cruce, splendidissimo candore inter flammas elucens. In eo omnes collocandae spes: ex eo hominum petenda atque expectanda salus«. Leo XIII., Enzyklika Annum Sacrum (25. Mai 1899): ASS 31 (1898-99), S. 649. 651.
[70] »Ist denn nicht in jenem glückverheißenden Zeichen und in der daraus herkommenden Andachtsübung der ganze Gehalt der Gottesverehrung und damit auch die Richtschnur des vollkommenen Lebens gegeben? Diese Andachtsübung führt ja den Sinn leichter dazu, Christus den Herrn tief zu verstehen, und treibt das Herz mit größerem Erfolge dazu, ihn inniger zu lieben und ihn treuer nachzuahmen«. Pius XI., Enzyklika Miserentissimus Redemptor (8. Mai 1928): AAS 20 (1928), S. 167.
[71] »Sie ist eine hochwertige Betätigung der Gottesverehrung, insofern sie von uns einen vollen und ganz unbedingten Willen der Hingabe und Weihe an die Liebe des göttlichen Erlösers fordert, an die Liebe, für die das verwundete Herz ein lebendiger Hinweis und ein lebensvolles Zeichen ist […]. In ihm können wir nicht nur das Sinnbild, sondern auch die Zusammenfassung des ganzen Geheimnisses unserer Erlösung erblicken. […] Christus [hat] mit ausdrücklichen und wiederholten Worten auf sein Herz hingewiesen als auf das Sinnbild, das die Menschen der Erkenntnis und Anerkenntnis seiner Liebe gewinnen sollte; zugleich hat er es zum Zeichen und Unterpfand der Erbarmungen und der Gnade für die Nöte der Kirche in unserer Zeit bestimmt«. Pius XII., Enzyklika Haurietis Aquas (15. Mai 1956), Einleitung, III. IV: AAS 48 (1956), S. 311. 336. 340.
[72] Katechese, 8. Juni 1994, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 24, Nr. 24 (17. Juni 1994), S.2.
[73] Angelus, 1. Juni 2008, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 38, Nr. 23 (6. Juni 2008), S.1.
[74] Enzyklika Haurietis Aquas (15. Mai 1956), IV: AAS 48 (1956), S. 344.
[75]Vgl. ebd.: AAS 48 (1956), S. 336.
[76] »Der Wert der Privatoffenbarungen ist wesentlich unterschieden von der einer öffentlichen Offenbarung: Diese fordert unseren Glauben an […]. Eine Privatoffenbarung […] ist eine Hilfe, die angeboten wird, aber von der man nicht Gebrauch machen muss«: Benedikt XVI., Apostolisches Schreiben Verbum Domini (30. September 2010), 14: AAS 102 (2010), S. 696.
[77] Enzyklika Haurietis Aquas (15. Mai 1956), IV: AAS 48 (1956), S. 340.
[78] Ebd., S. 344.
[79] Ebd.
[80] Apostolisches Schreiben C’est la confiance (15. Oktober 2023), 20, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 53, Nr. 42/43 (20. Oktober 2023), S. 10.
[81] HL. Therese von Lisieux, Ms A, 83vº, Geschichte einer Seele, Freiburg 22019, S. 228.
[82] Hl. Faustina Kowalska, Tagebuch der Schwester Maria Faustyna Kowalska, (22. Februar 1931). Hauteville 82009. 47.
[83] Vgl. Mišna Sukkâ IV, 5.9.
[84] Brief an den Hochwürdigen Pater Peter-Hans Kolvenbach, Generaloberer der Gesellschaft Jesu, Paray-le-Monial, 5. Oktober 1986, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 16, Nr. 42 (17. Oktober 1986), S. 11.
[85] Martyrerakten von Lugdunum: Eusebius von Caesarea, Kirchengeschichte V, 1, 22: BKV 2. Reihe, Bd. 1, S. 211.
[86] Rufinus, V, 1, 22: GCS Eusebius II, 1, S. 411, 13f.
[87] Hl. Justinus, Dialog mit dem Juden Trypho, 135, 3: BKV 1. Reihe, Bd. 33, S. 221.
[88] Novatian, De Trinitate, 29: PL 3, 944. Vgl. Hl. Gregor von Elvira, Tractatus Origenis de libris Sanctarum Scripturarum, XX, 12: CCSL 69, 144.
[89] Hl. Ambrosius, Expl. Ps. I, 33: PL 14, 983–984.
[90] Vgl., Vorträge über das Johannes-Evangelium, 61, 6: BKV 1. Reihe, Bd. 19, S. 823.
[91]Epist. ad Rufinum 3, 4.3: BKV 2. Reihe, Bd. 16, S. 7.
[92] Sermones in Cant. 61, 4: PL 183, 1072, in Bernhard von Clairvaux, Sämtliche Werke V, Innsbruck 1994, S. 315-317.
[93] Vgl. Expositio altera super Cantica Canticorum, c. 1: PL 180, 487.
[94] Wilhelm von Saint-Thierry, De natura et dignitate amoris, 1: PL 184, 379.
[95] Ders., Meditativae Orationes 8, 6: PL 180, 230.
[96] Hl. Bonaventura, Baum des Lebens. Geistliche Betrachtungen, St. Ottilien 2012, S. 68.
[97] Ebd., S. 69.
[98] Hl. Gertrud von Helfta, Legatus divinae pietatis, IV, 4, 4 : SCh, 255, 66.
[99] Léon Dehon, Directoire spirituel des prêtres du Sacré Cœur de Jésus, Turnhout 1936, II, cap. VII, n. 141.
[100] Hl. Katharina von Siena, Gespräch von Gottes Vorsehung, Einsiedeln 1964, S. 92.
[101] Vgl. beispielsweise Angelus Walz, De veneratione divini cordis Iesu in Ordine Praedicatorum, Rom 1937.
[102] Rafael García Herreros, Vida de San Juan Eudes, Bogotá 1943, S. 42.
[103] Brief 131 an Mme de Chantal (24. April 1610): Deutsche Ausgabe der Werke des hl. Franz von Sales. Band 5. Briefe: I. An Johanna Franziska von Chantal (DASal V), Eichstätt, 1963, S. 208.
[104] Sermon X, pour le deuxième dimanche de Carême (20. Februar 1622), Œuvres complètes, Bd. 10, Annecy 1898, S. 244.
[105] Gedanken zu Christi Himmelfahrt 1612 in einem Brief an Mutter Chantal: DASal V, S. 242.
[106] Brief vom 18. Februar 1618 an Mutter Blonay: DASal VII, S. 97.
[107] Brief an Mdme. de Chantal vom Ende November 1609: DASal V, S. 194.
[108] Brief an Mdme. de Chantal vom Februar 1610: DASal V, S. 202.
[109] Entretien 14, De la simplicité et prudence religieuse, Œuvres complètes, Bd. 1, Lyon 1855, S. 739.
[110] Brief vom 19. Juni 1611 an Mutter Chantal: DASal V, S. 225.
[111] Hl. Margareta Maria Alacoque, Leben und Offenbarungen, Freiburg/Schweiz 1984, S. 75.
[112] Ebd.
[113] Ebd., S. 79.
[114] Vgl. Dikasterium für die Glaubenslehre, Normen für das Verfahren zur Beurteilung mutmaßlicher übernatürlicher Phänomene, 17. Mai 2024, I, A, 12.
[115] Hl. Margareta Maria Alacoque, Leben und Offenbarungen, S. 93.
[116] dies., Brief 110 an Sœur de la Barge (22. Oktober 1689), Vie et œuvre de la bienheureuse Marguerite-Marie Alacoque, Bd. 2, Paris 1915, S. 468.
[117] Dies., Leben und Offenbarungen, S. 76.
[118] Ebd., S. 79.
[119] Hl. Claude de la Colombière, Sermon sur la confiance en Dieu, Œuvres du R.P. de la Colombière, Bd. 5, Lyon 1852, S. 100.
[120] Ders., Retraite faite à Londres (1.–8. Februar 1677), Œuvres du R.P. de la Colombière, Bd. 7, Avignon 1832, S. 93.
[121] Ders., Retraite spirituelle, Œuvres du R.P. de la Colombière, Bd. 7, Avignon 1832, S. 45.
[122] Vgl. Hl. Charles de Foucauld, Brief an Marie de Bondy (27. April 1897).
[123] Ders., Brief an Marie de Bondy (15. April 1901): Briefe an Madame de Bondy, Regensburg 1969, S. 68; vgl: »Durch Sie habe ich die Aussetzungen des Allerheiligsten Sakraments, die Segensandachten und das Heiligste Herz kennengelernt!«, Brief an Marie de Bondy (5. April 1909), ebd., S. 144.
[124] Brief an Marie de Bondy (7. April 1890), Briefe an Madame de Bondy, S. 25.
[125] Brief an Henri Huvelin (27. Juni 1892), Briefwechsel, S. 30.
[126] Hl. Charles de Foucauld, Betrachtungen über das Alte Testament (Ende Dezember 1896), Aufzeichnungen und Briefe, Freiburg i.Br. 1962, S. 46.
[127] Ders., Brief an Henri Huvelin (16. Mai 1900), Briefwechsel, S. 148.
[128] Ders., Tagebuch (17. Mai 1906), Aufzeichnungen und Briefe, S. 195.
[129] Hl. Therese von Lisieux, Brief 67 an Frau Guérin (18. November 1888), Briefe. Deutsche authentische Ausgabe, Trier 42011, S. 85.
[130] Dies., Brief 122 an Céline (14. Oktober 1890), Briefe, S. 161.
[131] Dies., Gedicht 23 „Zum Herzen Jesu“ (21. Juni oder Ende Oktober 1895), Ich besinge, was ich glauben will. Die Gedichte der heiligen Theresia von Liseux, Leutesdorf 1995, S. 54f.
[132] Dies., Brief 247 an Abbé Bellière (21. Juni 1897), Briefe, S. 352.
[133] Dies., Letzte Gespräche, Gelbes Heft (11. Juni 1897), Illertissen 2018, S. 89.
[134] Dies., Brief 197 an Schwester Marie du Sacré-Coeur (17. September 1896), Briefe, S. 292f. Das bedeutet nicht, dass Theresia nicht auch Opfer, Schmerzen und Ängste darbrachte, um sich mit den Leiden Christi zu verbinden, aber wenn sie der Wahrheit auf den Grund gehen wollte, achtete sie darauf, diesen Opfern keine Bedeutung beizumessen, die ihnen nicht zukommt.
[135] Dies., Brief 142 an Céline (6. Juli 1893), Briefe, S. 196.
[136] Dies., Brief 191 an Léonie (12. Juli 1896), Briefe, S. 281.
[137] Dies., Brief 226 an Pater Roulland (9. Mai 1897), Briefe, S. 335.
[138] Dies., Brief 258 an Abbé Bellière (18. Juli 1897), Briefe, S. 365.
[139] Hl. Ignatius von Loyola, Geistliche Übungen, Würzburg 2008, 104.
[140] Ebd., 297.
[141] Vgl. Brief an den hl. Ignatius, 23. Januar 1541.
[142] De Vita Ignatii Loyolae et Rerum Societatis Iesu Historia, Bd. 1, Madrid 1894, S. 64.
[143] Hl. Ignatius von Loyola, Geistliche Übungen, 54.
[144] Vgl. ebd., 230ff.
[145] 23. Generalkongregation der Gesellschaft Jesu, Dekret 46, 1: Institutum Societatis Iesu, Bd. 2, Florenz 1893, S. 511.
[146] En Él solo… la esperanza, Rom 1982, S. 180.
[147] Brief an den Hochwürdigen Pater Peter-Hans Kolvenbach, Generaloberer der Gesellschaft Jesu, Paray-le-Monial, 5. Oktober 1986, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 16, Nr. 42 (17. Oktober 1986), S.11.
[148] Sur la pauvreté (13. August 1655), Correspondence, Entretiens, Documents, Bd. 11, Paris 1923, S. 247.
[149] Mortification, Correspondance, Repas, Sorties (9. Dezember 1657), Correspondence, Entretiens, Documents, Bd. 10, Paris 1923, S. 407.
[150] Hl. Daniel Comboni, Scritti, 3324: Daniele Comboni, Gli scritti, Bologna 1991, 998.
[151] Vgl. Predigt bei der heiligen Messe mit Heiligsprechungen, 18. Mai 2003: L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 33, Nr. 23 (6. Juni 2003), 7.
[152] Enzyklika Dives in misericordia (30. November 1980), 13: AAS 72 (1980), S. 1219.
[153] Katechese, 20. Juni 1979, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 9, Nr. 26 (29. Juni 1979), S.1.
[154] Comboni-Missionare vom Herzen Jesu, Regola di Vita, Costituzione e Direttorio Generale, Rom 1988, 3.
[155] Gesellschaft vom Heiligen Herzen Jesu (Sacré-Cœur), Constitutions de 1982, 7.
[156] Enzyklika Miserentissimus Redemptor (8. Mai 1928): AAS 20 (1928), S. 174.
[157] Wenn die Tugend des Glaubens, die auf Christus ausgerichtet ist, augeübt wird, tritt die Seele nicht nur mit den Ideen, derer man eingedenk sein muss, in Verbindung, sondern mit den Wirklichkeiten seines göttlichen Lebens (vgl. Hl. Thomas von Aquin, Summa Theologiae, II-II, q. 1, a. 2, ad. 2; q. 4, a. 1).
[158] Enzyklika Miserentissimus Redemptor (8. Mai 1928): AAS 20 (1928), S. 173f.
[159] Predigt in der Chrisammesse, 28. März 2024, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 54, Nr. 15 (12. April 2024), S.7.
[160] Hl. Ignatius von Loyola, Geistliche Übungen, 203.
[161] Predigt in der Chrisammesse, 28. März 2024, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 54, Nr. 15 (12. April 2024), S.7.
[162] Hl. Margareta Maria Alacoque, Leben und Offenbarungen, S. 93.
[163] Dies., Brief 133, 10.
[164] Dies., Leben und Offenbarung, S. 93.
[165] Enzyklika, Annum Sacrum (25. Mai 1899): ASS 31 (1898-99), 649.
[166] Julian, Brief an Arsakios, in Kaiser Julian der Abtrünnige. Briefe, Zürich und Stuttgart 1971, S. 115.
[167] Ebd.
[168] Dikasterium für die Glaubenslehre, Erklärung Dignitas infinita (2. April 2024), 19.
[169] Vgl. Benedikt XVI., Schreiben an den Generaloberen der Gesellschaft Jesu anlässlich des 50. Jahrestages der Enzyklika Haurietis Aquas (15. Mai 2006), AAS 98 (2006), S. 461.
[170] In Num. homil. 12, 1: PG 12 157.
[171] Epist. 29, 24: PL 16, 1060.
[172] Adv. Arium 1, 8: PL 8, 1044.
[173] Tract. in Joannem 32, 4: PL 35, 1643.
[174] In Ev. S. Joannis, Kap. VII, lectio 5.
[175] Pius XII., Enzyklika Haurietis Aquas (15. Mai 1956), II: AAS 48 (1956), S. 321.
[176] Hl. Johannes Paul II., Enzyklika Redemptoris Mater (25 marzo 1987), 38: AAS 79 (1987), S. 411.
[177] Zweites Vatikanisches Konzil, Dogmatische Konstitution Lumen gentium, 62.
[178] Ebd., 60.
[179] Sermones super Cant. 20, 4: PL 183, 869, in Bernhard von Clairvaux, Sämtliche Werke V, Innsbruck 1994, S. 283.
[180] Hl. Franz von Sales, DASal I: 190/Philothea III, S. 35.
[181] Dem hl. Franz von Sales zugeschrieben: Sermon sur le dédicace d’une église, zitiert nach Œuvres complètes t. 2, Albanel, Paris 1839, pp. 465.466.
[182] Die geistlichen Schriften, Wien 1963, S. 59.
[183] Seit dem 19. März 1902 beginnen alle seine Briefe mit den Worten Jesus Caritas, welche durch ein Herz getrennt sind, über dem sich ein Kreuz befindet.
[184] Brief an Huvelin (15. Juli 1904), Briefwechsel, S. 207.
[185] Vgl. Ders., Tagebuch (25. Februar 1903), Aufzeichnungen und Briefe, S. 170.
[186] Zitiert in René Voillaume, Les fraternités du Père de Foucauld, Cerf, París 1946, S. 173.
[187] Méditations des saints Évangiles sur les passages relatifs à quinze vertus, Nazaret 1897-1898, Charité, 60 (Mt 13,3), S. 325.
[188] Ebd., S. 338.
[189] Abbé Huvelin, Quelques directeurs d’âmes au XVII siècle, Paris 1925, S. 97.
[190] Vgl. Conférences Service au malades et soin de sa santé, 11 novembre 1657. Correspondance, Entretiens, Documents, II Entretiens, t. X, S. 334.
[191] Costituzioni e Statuti della Congregazione della Missione, Rom 1984, 110.
[192] Brief an den Hochwürdigen Pater Peter-Hans Kolvenbach, Generaloberer der Gesellschaft Jesu, Paray-le-Monial, 5. Oktober 1986, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 16, Nr. 42 (17. Oktober 1986), S. 11.
[193] Hl. Johannes Paul II., Apostolisches Schreiben Reconciliatio et Paenitentia (2. Dezember 1984), 16: AAS 77 (1985), S. 215.
[194] Vgl. Ders., Enzyklika Sollicitudo rei socialis (30. Dezember 1987), 36: AAS 80 (1988), S. 561-562 .
[195] Ders., Enzyklika Centesimus annus (1. Mai 1991), 41: AAS 83 (1991), S. 844-845.
[196] Vgl. Katechismus der Katholischen Kirche, 1888.
[197] Vgl. Katechese, 8 Juni 1994, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 24, Nr. 24 (17. Juni 1994), S. 2.
[198] Ansprache an die Teilnehmer am Internationalen Kolloquium „Réparer l'irréparable“, 4. Mai 2024: L’Osservatore Romano, 4. Mai 2024, S. 12.
[199] Ebd.
[200] Predigt in Santa Marta, 6. März 2018.
[201] Ansprache an die Teilnehmer am Internationalen Kolloquium „Réparer l'irréparable“, 4. Mai 2024 L’Osservatore Romano, 4. Mai 2024, S. 12.
[202] Predigt in der Chrisammesse, 28. März 2024: L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 54, Nr. 15 (12. April 2024), S.7.
[203] Ebd.
[204] Ebd. S.7-8.
[205] Enzyklika Laudato si’ (24. Mai 2015), 80: AAS 107 (2015), S. 879.
[206] Katechismus der Katholischen Kirche, 1085.
[207] Ebd., 268.
[208] Hl. Margareta Maria Alacoque, Leben und Offenbarung, S. 75.
[209] Therese von Lisieux, Ms A 84r, Geschichte einer Seele, S. 229.
[210] Ebd.
[211] Ebd.
[212] Dies., Ms A, 83vo, Geschichte einer Seele, S. 228; vgl. Brief 226, an Pater Roulland, 9. Mai 1897, in dies., Briefe der hl. Therese von Lisieux, Trier 42011, S. 333.
[213] Dies., Gebete, Trier 22009, Weiheakt an die Barmherzige Liebe, S. 41.
[214] Dies., Ms B, 3vo, Geschichte einer Seele, S. 305.
[215] Brief 186, an Leonie, 11. April 1896, Dies., Briefe der hl. Therese von Lisieux, S. 273.
[216] Brief 258, an Abbé Bellière, 18. Juli 1897, Dies., Briefe der hl. Therese von Lisieux, S. 364.
[217] Vgl. Pius XI., Enzyklika Miserentissimus Redemptor (8. Mai 1928): AAS 20 (1928), 169.
[218] Ebd.: AAS 20 (1928), 172.
[219] Hl. Johannes Paul II., Katechese, 20 Juni 1979, L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 9, Nr. 26 (29. Juni 1979), S. 2.
[220] Predigt in Santa Marta, 27. Juni 2014.
[221] Botschaft anlässlich der Hundertjahrfeier der Weihe der Menschheit an das Hl. Herz Jesu, Warschau, 11. Juni 1999, Hochfest Heiligstes Herz Jesu. L’Osservatore Romano (dt.), Jg. 29, Nr. 29/30 (16. Juli 1999), S. 15.
[222] Ebd.
[223] Schreiben an Msgr. Louis-Marie Billè, Erzbischof von Lyon, anläßlich der Pilgerfahrt nach Paray-le-Monial (4. Juni 1999).
[224] Conferenze ai Preti della Missione, 135 (22. August 1655), „Ripetizione e Orazione“: Hl. Vinzenz von Paul, Opere, vol. 10, Roma 2008, S. 237-238.
[225] Brief Diserti interpretes (25. Mai 1965), 4: Enchiridion della Vita Consacrata, Bologna-Mailand 2001, 3809.
[226] Vita Nova, XIX, 5-6, in Das Neue Leben, Stuttgart 2016, S. 46.
[227] Ms A, 45 vo, Geschichte einer Seele, S. 152.
[01635-DE.01] [Originalsprache: Italienisch]
Traduzione in lingua portoghese
CARTA ENCÍCLICA
DILEXIT NOS
DO SANTO PADRE
FRANCISCO
SOBRE O AMOR HUMANO E DIVINO
DO CORAÇÃO DE JESUS
1. «Amou-nos», diz São Paulo referindo-se a Cristo (Rm 8, 37), para nos ajudar a descobrir que nada «será capaz de separar-nos» desse amor (Rm 8, 39). Paulo afirmava-o com firme certeza, porque o próprio Cristo tinha garantido aos seus discípulos: «Eu vos amei» (Jo 15, 9.12). Disse também: «Chamei-vos amigos» (Jo 15, 15). O seu coração aberto precede-nos e espera-nos incondicionalmente, sem exigir qualquer pré-requisito para nos amar e oferecer a sua amizade: Ele amou-nos primeiro (cf. 1 Jo 4, 10). Graças a Jesus, «conhecemos o amor que Deus nos tem, pois cremos nele» (1 Jo 4, 16).
CAPÍTULO I
A IMPORTÂNCIA DO CORAÇÃO
2. Para exprimir o amor de Jesus Cristo, recorre-se frequentemente ao símbolo do coração. Há quem se interrogue se isto atualmente tenha um significado válido. Porém, é necessário recuperar a importância do coração quando nos assalta a tentação da superficialidade, de viver apressadamente sem saber bem para quê, de nos tornarmos consumistas insaciáveis e escravos na engrenagem de um mercado que não se interessa pelo sentido da nossa existência[1].
O QUE ENTENDEMOS QUANDO DIZEMOS “CORAÇÃO”?
3. No grego clássico profano, o termo kardía designa a parte mais íntima dos seres humanos, dos animais e das plantas. Em Homero, indica não só o centro corpóreo, mas também a alma e o centro espiritual do ser humano. Na Ilíada, o pensamento e o sentimento pertencem ao coração e estão muito próximos um do outro[2]. O coração aparece como o centro do desejo e o lugar onde são forjadas as decisões importantes duma pessoa[3]. Em Platão, o coração assume, de certa forma, uma função “sintetizante” do que é racional e das tendências de cada pessoa, uma vez que tanto o comando das faculdades superiores como as paixões se transmitem através das veias que convergem no coração[4]. Assim, desde a antiguidade advertimos a importância de considerar o ser humano não como uma soma de diferentes capacidades, mas como um complexo anímico-corpóreo com um centro unificador que dá a tudo o que a pessoa experimenta um substrato de sentido e orientação.
4. A Bíblia diz que «a Palavra de Deus é viva, eficaz [...] e discerne os sentimentos e as intenções do coração» (Heb 4, 12). Deste modo, fala-nos de um núcleo, o coração, que se esconde por detrás de todas as aparências, e até mesmo de pensamentos superficiais que nos confundem. Os discípulos de Emaús, na sua misteriosa caminhada com Cristo ressuscitado, viviam um momento de angústia, confusão, desespero, desilusão. Mas, para além disso e apesar de tudo, acontecia algo no seu íntimo: «Não nos ardia o coração, quando Ele nos falava pelo caminho?» (Lc 24, 32).
5. O coração é igualmente o lugar da sinceridade, onde não se pode enganar ou dissimular. Costuma indicar as verdadeiras intenções, o que se pensa, se acredita e se quer realmente, os “segredos” que não se contam a ninguém, em suma, a verdade nua e crua de cada um. O que não é aparência ou mentira, mas autêntico, real, inteiramente “pessoal”. É por isso que Sansão, que não havia revelado a Dalila o segredo da sua força, foi interpelado por ela deste modo: «Como podes dizer “Amo-te”, se o teu coração não está comigo?» (Jz 16, 15). Só quando lhe revelou o seu segredo tão escondido é que ela «viu que ele lhe abrira todo o coração» (Jz 16, 18).
6. Frequentemente, esta verdade íntima de cada pessoa está escondida debaixo de muita superficialidade, o que torna difícil o autoconhecimento e ainda mais difícil conhecer o outro: «Nada mais enganador que o coração, tantas vezes perverso: quem o pode conhecer?» (Jr 17, 9). Compreendemos assim porque é que o livro dos Provérbios nos exorta: «Vela com todo o cuidado sobre o teu coração, porque dele jorram as fontes da vida. Preserva-te da linguagem enganosa, afasta de ti a maledicência» (Pr 4, 23-24). A mera aparência, a dissimulação e o engano danificam e pervertem o coração. Para além das muitas tentativas de mostrar ou exprimir o que não somos, é no coração que se decide tudo: ali não conta o que mostramos exteriormente ou o que ocultamos, ali conta o que somos. E esta é a base de qualquer projeto sólido para a nossa vida, porque nada que valha a pena pode ser construído sem o coração. As aparências e as mentiras só trazem vazio.
7. Como metáfora, quero recordar algo que já contei em outra ocasião: «Recordo que no carnaval, quando éramos crianças, a avó nos preparava doces, e a que ela fazia era uma massa muito fina. Depois colocava-a no azeite e aquela massa crescia e quando nós a comíamos, estava vazia. Aqueles doces em dialeto chamavam-se “mentirinhas”. E era precisamente a avó quem explicava a razão: aqueles doces “são como as mentiras, parecem grandes, mas dentro não têm nada, não há nada verdadeiro, não há substância alguma”»[5].
8. Em vez de procurar uma satisfação superficial e de representar um papel diante dos outros, é melhor deixar que surjam perguntas decisivas: quem realmente sou? O que procuro? Que sentido quero dar à vida, às minhas escolhas e ações? Por que razão e para que fim estou neste mundo? Como vou querer avaliar a minha existência quando ela terminar? Que sentido quero dar a tudo o que vivo? Quem quero ser perante os outros? Quem sou diante de Deus? Estas perguntas conduzem-me ao meu coração.
REGRESSAR AO CORAÇÃO
9. Neste mundo líquido, é necessário voltar a falar do coração; indicar onde cada pessoa, de qualquer classe e condição, faz a própria síntese; onde os seres concretos encontram a fonte e a raiz de todas as suas outras potências, convicções, paixões e escolhas. Movemo-nos, porém, em sociedades de consumidores em série, preocupados só com o agora e dominados pelos ritmos e ruídos da tecnologia, sem muita paciência para os processos que a interioridade exige. Na sociedade atual, o ser humano «corre o perigo de se desorientar do centro de si mesmo»[6]. «O homem contemporâneo encontra-se com frequência transtornado, dividido, quase privado de um princípio interior que crie unidade e harmonia no seu ser e no seu agir. Modelos de comportamento infelizmente bastante difundidos, exaltam a sua dimensão racional-tecnológica ou, ao contrário, a instintiva»[7]. Falta o coração.
10. Ora, o problema da sociedade líquida é atual, mas a desvalorização do centro íntimo do homem – o coração – vem de mais longe: encontramo-la já no racionalismo grego e pré-cristão, no idealismo pós-cristão ou no materialismo nas suas diversas formas. O coração teve pouco espaço na antropologia e é uma noção estranha ao grande pensamento filosófico. Preferiram-se outros conceitos, como a razão, a vontade ou a liberdade. O seu significado permanece impreciso e não lhe foi atribuído um lugar específico na vida humana. Talvez porque não fosse fácil colocá-lo entre as ideias “claras e distintas” ou porque o conhecimento de si mesmo supõe dificuldade: parece que a realidade mais íntima é também a mais afastada do nosso conhecimento. Talvez porque o encontro com o outro não se consolida como caminho para nos encontrarmos a nós próprios, já que o pensamento conduz, uma vez mais, a um individualismo doentio. Muitos, para construir os seus sistemas de pensamento, sentiram-se seguros no âmbito mais controlável da inteligência e da vontade. E, ao não se encontrar um lugar para o coração, como algo distinto das faculdades e das paixões humanas consideradas separadamente, também não se desenvolveu suficientemente a ideia de um centro pessoal, em que a única realidade que pode unificar tudo é, em última análise, o amor.
11. Ao não se dar o devido valor ao coração, desvaloriza-se também o que significa falar a partir do coração, agir com o coração, amadurecer e curar o coração. Quando não se consideram as especificidades do coração, perdemos as respostas que a inteligência por si só não pode dar, perdemos o encontro com os outros, perdemos a poesia. E perdemos a história e as nossas histórias, porque a verdadeira aventura pessoal é aquela que se constrói a partir do coração. No fim da vida, só isto contará.
12. É preciso afirmar que temos um coração e que o nosso coração coexiste com outros corações que o ajudam a ser um “tu”. Como não podemos desenvolver longamente este tema, recorreremos ao personagem chamado Stavroguine, de um romance de Dostoievski[8]. Romano Guardini aponta-o como a própria encarnação do mal, porque a sua principal caraterística é não possuir coração: «Stavroguine, porém, não possui coração. O seu espírito é, portanto, frio e vazio e o seu corpo intoxica-se de indolência e sensualidade “animalesca”. Não pode ir até junto dos outros homens nem estes podem chegar na realidade até ele. Porque é o coração que origina a proximidade; é pelo coração que me encontro junto dos outros e os outros estão igualmente junto de mim. Só o coração pode acolher, dar refúgio. A interioridade é o ato e esfera do coração. Stavroguine, porém, encontra-se longe, […] muito afastado também de si mesmo. O homem está em intimidade com o seu íntimo no coração, não no espírito. Estar em intimidade com o íntimo, no espírito, não é do domínio humano. Mas quando o coração não vive, o homem encontra-se ao lado de si mesmo»[9].
13. É necessário que todas as ações sejam colocadas sob o “controle político” do coração, que a agressividade e os desejos obsessivos sejam acalmados no bem maior que o coração lhes oferece e na força que ele tem contra os males; que a inteligência e a vontade sejam também postas ao seu serviço, sentindo e saboreando as verdades em vez de as querer dominar, como algumas ciências tendem a fazer; que a vontade deseje o bem maior que o coração conhece, e que a imaginação e os sentimentos se deixem também moderar pelo bater do coração.
14. Em última análise, poder-se-ia dizer que eu sou o meu coração, porque é ele que me distingue, que me molda na minha identidade espiritual e que me põe em comunhão com as outras pessoas. O algoritmo que atua no mundo digital mostra que os nossos pensamentos e as decisões da nossa vontade são muito mais “standard” do que pensávamos. São facilmente previsíveis e manipuláveis. Não é o caso do coração.
15. Trata-se de uma palavra importante para a filosofia e a teologia, que procuram alcançar uma síntese integral. Na verdade, a palavra “coração” não pode ser explicada plenamente pela biologia, pela psicologia, pela antropologia ou por qualquer outra ciência. É uma daquelas palavras originais que «significam realidades que dizem respeito ao homem no seu conjunto enquanto pessoa corpóreo-espiritual»[10]. Assim, o biólogo não é mais realista quando fala do coração, porque vê apenas um aspecto dele e o todo não é menos real, pelo contrário, é-o ainda mais. Tampouco uma linguagem abstrata poderia ter o mesmo significado concreto e, simultaneamente, integrador. Se o “coração” leva ao mais íntimo da nossa pessoa, permite também que nos reconheçamos na nossa integralidade e não apenas num mero aspecto isolado.
16. Por outro lado, este poder único do coração ajuda-nos a compreender porque é que se diz que quando apreendemos uma realidade com o coração podemos conhecê-la melhor e mais plenamente. Isto conduz-nos inevitavelmente ao amor de que esse coração é capaz, porque «o mais íntimo da realidade é amor»[11]. Para Heidegger, segundo a interpretação de um pensador contemporâneo, a filosofia não começa com um conceito puro ou uma certeza, mas com uma comoção: «O pensamento deve ser comovido antes de trabalhar com conceitos, ou enquanto trabalha com eles. Sem a comoção, o pensamento não pode começar. A primeira imagem mental seria a pele arrepiada. É a comoção que primeiramente dá o que pensar e perguntar. A filosofia ocorre sempre numa tonalidade afetiva fundamental (Stimmung)»[12]. E é aqui que surge o coração, que «guarda as tonalidades afetivas fundamentais, […] trabalha como “guardião da tonalidade afetiva fundamental”. O “coração” ouve não-metaforicamente a “voz silenciosa” do ser ao se deixar afinar e determinar por ela»[13].
O CORAÇÃO QUE UNE OS FRAGMENTOS
17. Ao mesmo tempo, o coração torna possível qualquer vínculo autêntico, porque uma relação que não é construída com o coração não pode ultrapassar a fragmentação do individualismo. Restariam apenas duas mónadas que se justapõem, mas não se ligam verdadeiramente. Uma sociedade cada vez mais dominada pelo narcisismo e pela autorreferencialidade é uma sociedade “anti-coração”. E, por fim, chega-se à “perda do desejo”, porque o outro desaparece do horizonte e nos fechamos no nosso egoísmo, sem capacidade para relações saudáveis[14]. Como resultado, tornamo-nos incapazes de acolher Deus. Como diria Heidegger, para receber o divino é preciso construir uma «casa de hóspedes»[15].
18. Vemos assim como no coração de cada pessoa se produz esta ligação paradoxal entre a valorização do próprio ser e a abertura aos outros, entre o encontro muito pessoal consigo mesmo e o dom de si aos outros. Só nos tornamos nós próprios quando adquirimos a capacidade de reconhecer o outro, e só encontra o outro quem é capaz de reconhecer e aceitar a própria identidade.
19. O coração é também capaz de unificar e harmonizar a própria história pessoal, que parece fragmentada em mil pedaços, mas na qual tudo pode adquirir sentido. É isso que o Evangelho exprime no olhar de Maria, que olhava com o coração. Ela foi capaz de dialogar com as experiências que conservava, meditando-as no seu coração, dando-lhes tempo: simbolizando-as e guardando-as no seu interior para as recordar. No Evangelho, a melhor expressão do que pensa o coração é oferecida por duas passagens de São Lucas que nos dizem que Maria “guardava (synetérei) todas estas coisas, ponderando-as (symbállousa) no seu coração” (cf. Lc 2, 19.51). O verbo symbállein (do qual provem a palavra “símbolo”) significa ponderar, unir duas coisas na mente, examinar-se, refletir, dialogar consigo mesmo. Em Lc 2, 51, dietérei é “conservava com cuidado”, e o que ela guardava não era apenas “a cena” que via, mas também o que ainda não compreendia, conservando-o presente e vivo, na esperança de unir tudo no seu coração.
20. Na era da inteligência artificial, não podemos esquecer que a poesia e o amor são necessários para salvar o humano. O que nenhum algoritmo conseguirá abarcar é, por exemplo, aquele momento de infância que se recorda com ternura e que continua a acontecer em todos os cantos do planeta, mesmo com o passar dos anos. Penso na utilização do garfo para selar as bordas daquelas empadas caseiras que preparávamos com as nossas mães ou avós. É aquele momento de aprendizagem culinária, a meio caminho entre a brincadeira e a idade adulta, em que assumimos a responsabilidade do trabalho para ajudar o outro. Tal como o exemplo do garfo, poderia citar milhares de pequenos pormenores que sustentam a biografia de cada um: sorrir com uma piada, fazer um desenho em contraluz numa janela, jogar o primeiro jogo de futebol com uma “bola de trapos”, cuidar de lagartas numa caixa de sapatos, secar uma flor entre as páginas de um livro, cuidar de um pássaro que caiu do ninho, formular um desejo ao despetalar uma margarida. Todos estes pequenos pormenores, o ordinário-extraordinário, nunca poderão estar entre os algoritmos. Porque o garfo, as piadas, a janela, a bola, a caixa de sapatos, o livro, o pássaro, a flor… são sustentados pela ternura preservada nas memórias do coração.
21. Este núcleo de cada ser humano, o seu centro mais íntimo, não é o núcleo da alma, mas da pessoa inteira na sua identidade única, que é alma e corpo. Tudo está unificado no coração, que pode ser a sede do amor com todas as suas componentes espirituais, psíquicas e também físicas. Em última análise, se aí reina o amor, a pessoa realiza a sua identidade de forma plena e luminosa, porque cada ser humano é criado sobretudo para o amor; é feito nas suas fibras mais profundas para amar e ser amado.
22. É por esta razão que, assistindo a sucessivas novas guerras, com a cumplicidade, a tolerância ou a indiferença de outros Países, ou com simples lutas de poder em torno de interesses de parte, podemos pensar que a sociedade mundial está a perder o seu coração. Basta olhar e ouvir – nos diferentes lados do confronto – as idosas que são prisioneiras destes conflitos devastadores. É desolador vê-las chorar os netos assassinados, ou escutá-las desejar a própria morte por terem perdido a casa onde sempre viveram. Elas, que muitas vezes foram modelos de força e resiliência ao longo de vidas difíceis e sacrificadas, chegam à última fase da sua existência e não recebem