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Udienza ai partecipanti all’Assemblea Generale di Caritas Internationalis, 11.05.2023


Discorso del Santo Padre

Traduzione in lingua italiana

Traduzione in lingua francese

Traduzione in lingua inglese

Questa mattina il Santo Padre Francesco ha ricevuto in Udienza, nel Palazzo Apostolico Vaticano, i partecipanti all’Assemblea Generale di Caritas Internationalis.

Pubblichiamo di seguito il discorso che il Papa ha consegnato ai presenti nel corso dell’Udienza:

Discorso del Santo Padre

Queridos hermanos y hermanas:

Frente a los horrores y devastaciones de la Segunda Guerra Mundial, el venerable Pío XII quiso mostrar la solicitud y la preocupación de toda la Iglesia por la familia humana; por las numerosas circunstancias en las que la vida de hombres, mujeres, niños y ancianos estaba amenazada y la búsqueda de un desarrollo humano integral se veía obstaculizada por los estragos que causaban los conflictos bélicos. Movido por un espíritu profético, se pronunció en favor de la institución de un organismo que sostuviera, coordinara e incrementara la colaboración entre las ya numerosas organizaciones caritativas por medio de las cuales la Iglesia universal anunciaba y testimoniaba, con gestos y palabras, el amor de Dios y la predilección de Cristo por los pobres, los últimos, los descartados.

San Juan Pablo II quiso evidenciar el estrecho vínculo que, desde los inicios, unió a Caritas Internationalis con los Pastores de la Iglesia y, en particular, con el Sucesor de Pedro, que preside la caridad universal[1]. Lo hizo, sobre todo, evocando la fuente del amor por la Iglesia, la entrega con la que Cristo se hizo don para los suyos durante la última cena.

No debemos olvidar que el origen de toda nuestra actividad caritativa y social es Cristo; y que «él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1). En el sacramento de la Eucaristía, signo de la presencia viva, real y permanente de Cristo que se ofrece a sí mismo por nosotros, que ama primero sin pedir nada a cambio, «el Señor viene al encuentro del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,27), acompañándole en su camino»[2].

La Eucaristía es para el hombre. Es comida y bebida que nos sostiene en el camino, alivia en el cansancio, levanta de las caídas, llama a acoger libremente el todo de Dios por nosotros y por nuestra salvación. Ante este misterio, grande e inefable, del don incondicional y sobreabundante que Cristo hizo de sí mismo por amor, permanecemos maravillados y, en ocasiones, extasiados.

Como los judíos en el día de Pentecostés, que al escuchar las palabras de Pedro sintieron arder el corazón, también nosotros podemos preguntarnos: «Hermanos, ¿qué debemos hacer?» (Hch 2,37). Podemos entrar en el gozoso y desbordante misterio de la “restitución”, de la memoria agradecida, que nos hace dar gracias a Dios con la decisión de dirigir nuestra mirada al hermano que sufre, que necesita cuidados, que necesita nuestra ayuda para volver a encontrar su dignidad de hijo, rescatado «no con bienes corruptibles, […] sino con la sangre preciosa de Cristo» (1 P 1,18-19).

Podemos corresponder al amor que Dios tiene por nosotros convirtiéndonos en signo e instrumento de ese amor para los demás. No hay mejor modo para mostrar a Dios que hemos comprendido el sentido de la Eucaristía que entregando a los demás aquello que nosotros hemos recibido. He aquí un modo de comprender el significado más auténtico de la Tradición; cuando, en respuesta al amor de Cristo, nos hacemos don para los demás, anunciamos la muerte y resurrección del Señor, hasta que él vuelva (cf. 1 Co 11,26).

Es importante volver a la fuente —el amor de Dios por nosotros—, porque la identidad de Caritas Internationalis depende directamente de la misión que ha recibido. Lo que la distingue de otros organismos que trabajan en el ámbito social es su vocación eclesial y, en el seno de la Iglesia, lo que especifica su servicio respecto a las numerosas instituciones y asociaciones eclesiales dedicadas a la caridad es la tarea de ayudar y colaborar con los obispos en el ejercicio de la caridad pastoral, en comunión con la Sede Apostólica y en sintonía con el Magisterio de la Iglesia. Les agradezco el trabajo que están desarrollando sobre la asociación y la cooperación fraterna, como pilares de la identidad católica de Cáritas, y los exhorto a seguir adelante en este camino.

Para animarlos a perseverar con corazón generoso y renovada esperanza en este compromiso al servicio de la caridad, deseo invitarlos a releer con atención la Exhortación apostólica postsinodal Amoris laetitia. El capítulo cuarto, en particular, si bien se refiere a la vida familiar y matrimonial, contiene algunos puntos que pueden ser útiles para orientar el trabajo que les espera en el futuro y dar un nuevo impulso a su misión.

Escribiendo a la comunidad de los cristianos de Corinto, san Pablo afirma que la caridad es el «camino más perfecto» (1 Co 12,31) para conocer a Dios y comprender qué es lo esencial de la vida cristiana. En el célebre Himno a la caridad, el Apóstol señala cómo la falta de caridad vacía de contenido cualquier acción; permanece la forma exterior, pero no la realidad. También las acciones más extraordinarias, la generosidad más heroica, incluso el gesto de distribuir todos los bienes para darlos a los hambrientos (cf. 1 Co 13,3), sin la caridad no sirve de nada.

Sin la confesión de fe en Dios Padre, que es principio de todo bien; sin la experiencia de la amistad con Cristo, que ha mostrado al mundo el rostro del amor trinitario; sin la guía del Espíritu Santo, que orienta la historia de la humanidad hacia la posesión de la vida plena (cf. Jn 10,10), no queda más que apariencia. Ya no el bien, sino sólo una apariencia de bien. Sería fácil entonces perder de vista el fin de la diaconía a la que estamos llamados: llevar la alegría del Evangelio, la unidad, la justicia y la paz. Sería fácil apoyar esas lógicas mundanas que inducen a perderse en el activismo pragmático y a extraviarse en los particularismos que desgarran el cuerpo eclesial. Es la caridad la que nos hace ser. Cuando acogemos el amor de Dios y amamos en Él, accedemos a la verdad de lo que somos, como individuos y como Iglesia, y comprendemos profundamente el sentido de nuestra existencia. No sólo entendemos la importancia de nuestra vida, sino también cuán preciosa es la de los demás. Podemos reconocer claramente que cada vida es irrenunciable y que a los ojos de Dios se ve como un prodigio.

El amor nos hace abrir los ojos, ampliar la mirada, nos permite reconocer en el extraño que cruzamos en nuestro camino el rostro de un hermano, con un nombre, con una historia, con un drama ante el cual no podemos permanecer indiferentes. A la luz del amor de Dios, la fisonomía del otro emerge desde la sombra, sale de la insignificancia y adquiere valor, relevancia. Las carencias del prójimo nos interpelan, nos incomodan, nos piden que asumamos el reto de hacernos responsables. Y es siempre a la luz del amor que encontramos la fuerza y la valentía de responder al mal que oprime al otro; de responder en primera persona, dando la cara, poniendo el corazón, arremangándonos. El amor de Dios nos hace percibir el peso de la humanidad del otro como «un yugo suave y una carga liviana» (Mt 11,30). Nos lleva a sentir como propias las heridas que contemplamos en su cuerpo y nos llama a derramar el óleo de la fraternidad sobre las llagas invisibles que leemos en la filigrana del alma de los demás.

¿Quieres saber si un cristiano vive la caridad? Entonces mira si está dispuesto a ayudar de buen grado, con una sonrisa en los labios, sin quejarse ni enfadarse. La caridad es paciente —escribe Pablo—, y la paciencia es la capacidad de sostener las pruebas inesperadas, las fatigas cotidianas, sin perder la alegría y la confianza en Dios. Por eso es el resultado de un trabajo lento del espíritu, en el que se aprende el dominio de sí, tomando conciencia de los propios límites. Es un modo de relacionarse consigo mismo del que, después, surge esa madurez relacional que nos lleva a reconocer «que el otro también tiene derecho a vivir en esta tierra junto a mí, así como es» (Exhort. ap. Amoris laetitia, n. 92).

Salir de la autorreferencialidad, dejar de considerar lo que nosotros queremos como el centro alrededor del cual debe girar todo, a costa de doblegar a los demás a nuestros deseos, no sólo nos exige contener la tiranía del egocentrismo, sino que nos pide también una actitud dinámica y creativa, que permita que afloren las cualidades y los carismas de los demás. En este sentido, vivir la caridad significa ser magnánimos, benévolos, reconociendo por ejemplo que, para trabajar juntos de un modo constructivo, es necesario en primer lugar “dar espacio” al otro. Lo hacemos cuando nos abrimos al diálogo y a la escucha, aceptando con flexibilidad las opiniones que son distintas a las nuestras, sin enrocarnos en nuestras posiciones, sino más bien buscando un punto de encuentro, una vía de mediación.

El cristiano que vive sumergido en el amor de Dios no alimenta la envidia, porque «en el amor no hay lugar para sentir malestar por el bien de otro» (n. 95). No presume ni se vanagloria, porque tiene sentido de la medida, y no goza en ponerse por encima del prójimo, sino más bien se pone a su lado con respeto y delicadeza, con amabilidad y ternura, teniendo en cuenta sus fragilidades. Cultiva en sí la humildad, «porque para poder comprender, disculpar o servir a los demás de corazón, es indispensable sanar el orgullo» (n. 98). No busca su propio interés, sino que se compromete para promover el bien del otro y sostenerlo en el esfuerzo por conseguirlo. No lleva cuenta del mal que recibe, ni propaga con el chisme lo que han hecho los demás, sino que con discreción y en silencio encomienda todo a Dios, sin dar pie a la crítica. El amor todo lo cubre —dice Pablo—, no para ocultar la verdad, de la que por el contrario el cristiano siempre se alegra, sino para que el pecado se distinga del pecador, de modo que uno sea condenado y el otro salvado. El amor todo lo excusa, para que todos podamos encontrar consuelo en el abrazo misericordioso del Padre y ser envueltos por su perdón.

Pablo concluye su “elogio a la caridad” afirmando que ésta, en cuanto vía excelente para llegar a Dios, es más grande que la fe y la esperanza. Lo que dice el Apóstol es totalmente cierto. Mientras la fe y la esperanza son “dones provisorios”, es decir, unidos a nuestra condición viática de peregrinos sobre esta tierra, la caridad sin embargo es un “don definitivo”, una prenda y un anticipo de los últimos tiempos, del Reino de Dios. Por eso, todo lo demás pasará, pero la caridad nunca tendrá fin. El bien que se realiza en el nombre de Dios es nuestra parte buena, que no se borrará ni se perderá. El juicio de Dios sobre la historia se cumple en el hoy del amor, en el discernimiento de lo que hemos hecho por los demás en su nombre. Como promete Jesús, será el premio de la vida eterna: «Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo» (Mt 25,34).

Caritas Internationalis fue pensada y querida para dar expresión a la comunión eclesial, al ágape intraeclesial, para ser un medio y una manifestación de estos, mediando entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares, sosteniendo el compromiso de todo el Pueblo de Dios en el ejercicio de la caridad. La tarea de ustedes es, en primer lugar, la de cooperar en la siembra de la Iglesia universal, anunciando el Evangelio con las buenas obras. No se trata sólo de poner en marcha proyectos y estrategias que resulten victoriosas, que persigan la eficacia, sino saberse dentro de un proceso constante y continuo de conversión misionera. Significa mostrar que el Evangelio «responde a las expectativas más profundas de la persona humana: a su dignidad y a la realización plena en la reciprocidad, en la comunión y en la fecundidad» (Exhort. ap. Amoris laetitia, 201). Por eso, no es baladí recordar la íntima unión entre el camino de santidad personal y la conversión misionera eclesial. Quien trabaja para Cáritas está llamado a dar testimonio de ese amor ante el mundo. Sean discípulos misioneros, ¡sigan las huellas de Cristo!

En segundo lugar, están llamados a acompañar a las Iglesias locales en la realización de su compromiso activo con la caridad pastoral. Cuiden la formación de personal competente, capaz de llevar el mensaje de la Iglesia a la vida política y social. El desafío de un laicado consciente y maduro es más actual que nunca, porque su presencia se extiende a todos los ámbitos que tocan directamente la vida de los pobres. Son ellos los que pueden mostrar, con libertad creativa, el corazón materno y la solicitud de la Iglesia por la justicia social, comprometiéndose en la ardua tarea de cambiar las estructuras sociales injustas y promover la felicidad de la persona humana.

Por último, les ruego unidad. Vuestra confederación está hecha de muchas identidades. Vivan esa diversidad como una riqueza, la pluralidad como un recurso. Compitan en estimarse recíprocamente, dejando que los conflictos lleven al debate, al crecimiento, y no a la división.

Invoco la intercesión de María, Madre de la Iglesia, y mientras les pido que recen por mí, de corazón imploro la bendición del Señor sobre ustedes y sobre cuantos colaboran en sus obras.

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[1] Cf. Juan Pablo II, Carta Durante la Última Cena, 16 septiembre 2004, 2.

[2] Benedicto XVI, Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis, 2.

[00778-ES.01] [Texto original: Español]

Traduzione in lingua italiana

Cari fratelli e sorelle,

Dinanzi agli orrori e alle devastazioni della Seconda Guerra Mondiale, il Venerabile Pio XII volle mostrare la sollecitudine e la preoccupazione della Chiesa intera per la famiglia umana, per le tante circostanze in cui la vita di uomini, donne, bambini e anziani era minacciata e ostacolata, nel perseguimento di uno sviluppo umano integrale, dall’imperversare dei conflitti bellici. Mosso da spirito profetico, si pronunciò a favore dell’istituzione di un organismo che sostenesse, coordinasse e incrementasse la collaborazione tra le già numerose organizzazioni caritative attraverso cui la Chiesa universale annunciava e testimoniava, con gesti e parole, l’amore di Dio e la predilezione di Cristo per i poveri, gli ultimi, gli scartati.

San Giovanni Paolo II volle evidenziare lo stretto vincolo che, sin dagli inizi, congiunse Caritas Internationalis ai Pastori della Chiesa e, in particolare, al Successore di Pietro che presiede all’universale carità[1]. Lo fece, anzitutto, richiamando alla sorgente dell’amore per la Chiesa, alla consegna con cui Cristo ha fatto dono di sé ai suoi durante l’Ultima cena.

Non dobbiamo mai dimenticare come all’origine di ogni nostra attività caritativa e sociale si pone Cristo che «avendo amato i suoi che erano nel mondo, li amò fino alla fine» (Gv 13,1). Nel sacramento dell’Eucaristia, segno della presenza viva, reale e permanente di Cristo che offre se stesso per noi, che ama per primo senza chiedere nulla in cambio, «il Signore viene incontro all’uomo, creato ad immagine e somiglianza di Dio (cfr Gn 1,27), facendosi suo compagno di viaggio»[2].

L’Eucaristia è per l’uomo. È cibo e bevanda che ci sostiene nel cammino, rinfranca nella fatica, rialza dalle cadute, chiama ad accogliere liberamente il tutto di Dio per noi e per la nostra salvezza.

Posti di fronte a questo mistero, grande e ineffabile, all’incondizionato e sovrabbondante dono che Cristo ha fatto di sé per amore, rimaniamo meravigliati e, talvolta, sopraffatti.

Come i giudei che si sentirono trafiggere il cuore alle parole di Pietro, nel giorno di Pentecoste, anche noi dobbiamo domandarci: «Che cosa possiamo fare, fratelli?» (At 2,37).

Possiamo entrare nel gioioso ed eccedente mistero della “restituzione”, della memoria grata e riconoscente, che ci fa rendere grazie a Dio nella scelta di volgere lo sguardo al fratello che soffre, che ha bisogno di cure, che necessita del nostro aiuto per ritrovare la sua dignità di figlio, riscattato «non a prezzo di cose corruttibili, […] ma con il sangue prezioso di Cristo» (1Pt 1,18-19).

Possiamo ricambiare l’amore che Dio ha per noi nel diventarne segno e strumento per gli altri. Non c’è modo migliore per mostrare a Dio di aver compreso il senso dell’Eucaristia che consegnando agli altri quello che noi abbiamo ricevuto. Ecco un modo di intendere il significato più autentico della Tradizione: quando in risposta all’amore di Cristo, ci facciamo dono per gli altri, noi annunciamo la morte e risurrezione del Signore, finché egli venga (Cf. 1 Cor 11,26).

È importante ritornare alla fonte, l’amore di Dio per noi, perché l’identità di Caritas Internationalis dipende direttamente dalla missione che ha ricevuto. Ciò che la distingue dalle altre agenzie che operano nell’ambito del sociale è la sua vocazione ecclesiale e, all’interno della Chiesa, ciò che ne specifica il servizio rispetto alle tante istituzioni e associazioni ecclesiali dedite alla carità è il compito di coadiuvare e agevolare i Vescovi nell’esercizio della carità pastorale, in comunione con la Sede Apostolica e in sintonia con il Magistero della Chiesa. Vi ringrazio per il lavoro che state svolgendo sul partenariato e la cooperazione fraterna, come pilastri dell’identità cattolica di Caritas, e vi esorto ad andare avanti in questo cammino.

Per incoraggiarvi a proseguire nel vostro impegno al servizio della carità, con larghezza di cuore e rinnovata speranza, desidero invitarvi a rileggere con attenzione l’Esortazione post-sinodale Amoris Letitia. In particolare, il quarto capitolo, sebbene riferito alla vita familiare e matrimoniale, contiene degli spunti che possono tornare utili ad orientare il lavoro che vi attende in futuro e dare nuovo impulso alla vostra missione.

Scrivendo alla comunità dei cristiani di Corinto, San Paolo afferma che la carità è la «via più sublime» (1Cor 12,31) per conoscere Dio e cogliere l’essenziale della vita cristiana. Nel celebre Inno alla carità, l’Apostolo precisa come la mancanza di carità svuoti di contenuto ogni azione: rimane la forma esteriore, ma non la realtà. Anche le azioni più straordinarie, la generosità più eroica, persino il distribuire tutti i propri averi per darli agli affamati (1 Cor 13,3), senza la carità non vale nulla.

Senza la confessione di fede in Dio Padre, che è principio di ogni bene; senza l’esperienza dell’amicizia con Cristo, che ha mostrato al mondo il volto dell’amore trinitario; senza la guida dello Spirito, che orienta la storia dell’umanità verso il possesso della vita piena (Gv 10,10), non rimane altro che apparenza. Non più il bene, ma solo una parvenza di bene.

Sarebbe allora facile perdere di vista lo scopo della diaconia cui siamo chiamati: portare la gioia del Vangelo, l’unità, la giustizia e la pace. Sarebbe facile assecondare quelle logiche mondane che inducono a smarrirsi nell’attivismo pragmatico e a perdersi nei particolarismi che dilaniano il corpo ecclesiale.

È la carità che ci fa essere. Quando accogliamo l’amore di Dio e amiamo in Lui, attingiamo alla verità di ciò che siamo, come individui e come Chiesa, e comprendiamo a fondo il senso della nostra esistenza. Non soltanto capiamo l’importanza della nostra vita, ma anche quanto sia preziosa quella degli altri. Distinguiamo chiaramente come ogni vita sia irrinunciabile e appaia come un prodigio agli occhi di Dio.

L’amore ci fa aprire gli occhi, allargare lo sguardo, ci permette di riconoscere nell’estraneo che incrociamo sul nostro cammino il volto di un fratello, con un nome, una storia, un dramma a cui non possiamo rimanere indifferenti. Alla luce dell’amore di Dio, la fisionomia dell’altro emerge dall’ombra, esce dall’insignificanza, e acquista valore, rilevanza. Le indigenze del prossimo ci interrogano, ci scomodano, ci provocano alla sfida della responsabilità. Ed è sempre alla luce dell’amore che troviamo la forza e il coraggio di rispondere al male che opprime l’altro, di rispondere in prima persona, mettendoci la faccia, il cuore, rimboccandoci le maniche. L’amore di Dio ci fa avvertire il peso dell’umanità dell’altro come «un giogo soave e un carico leggero» (Mt 11,30). Ci induce a sentire come nostre le ferite che scorgiamo sul suo corpo e ci sollecita a versare l’olio della fraternità sulle piaghe invisibili che leggiamo nella filigrana dell’altrui animo.

Vuoi sapere se un cristiano vive la carità?

Allora guarda se è disposto ad aiutare di buon grado, con il sorriso sulle labbra, senza brontolare e adirarsi. La carità è paziente, scrive Paolo, e la pazienza è la capacità di sostenere le prove inaspettate, le fatiche quotidiane, senza perdere la gioia e la fiducia in Dio. Per questo è il risultato di un lento travaglio dello spirito, in cui si impara a dominare se stessi, prendendo coscienza del propri limiti.

È un modo di rapportarsi a se stessi da cui, poi, scaturisce quella maturità relazionale che ci porta a riconoscere «che anche l’altro possiede il diritto a vivere su questa terra insieme a me, così com’è» (AL 92).

Uscire dall’autoreferenzialità, dal considerare ciò che vogliamo per noi come il centro attorno cui far ruotare ogni cosa, a costo di piegare gli altri ai nostri desideri, non soltanto ci chiede di contenere la tirannia dell’egocentrismo, ma domanda anche l’attitudine dinamica e creativa a lasciare emergere le qualità e i carismi degli altri.

In questo senso, vivere la carità significa essere magnanimi, benevoli, riconoscendo ad esempio che per lavorare insieme, in modo costruttivo, bisogna anzitutto “dare spazio” all’altro. Lo facciamo quando ci apriamo al dialogo e all’ascolto, accettando con flessibilità le opinioni diverse dalle nostre, senza irrigidirci sulle nostre posizioni, ma anzi cercando un punto di incontro, una via di mediazione.

Il cristiano che vive immerso nell’amore di Dio non alimenta l’invidia, perché «nell’amore non c’è posto per il provare dispiacere a causa del bene dell’altro» (AL 95).

Non si vanta e non si gonfia, perché ha il senso della misura, e non gode nel porsi al di sopra del prossimo, ma anzi accosta l’altro con rispetto e con garbo, con gentilezza e tenerezza, tenendo conto delle sue fragilità. Coltiva in sé l’umiltà, «perché per poter comprendere, scusare e servire gli altri di cuore, è indispensabile guarire l’orgoglio» (AL 98).

Non cerca il proprio interesse, ma si impegna a promuovere il bene dell’altro e a sostenerlo nello sforzo di conseguirlo.

Non tiene conto del male ricevuto, né propaga con il pettegolezzo quello commesso dagli altri, ma con discrezione e nel silenzio affida tutto a Dio, senza dare adito al giudizio.

L’amore tutto copre, dice Paolo, non perché sia nascosta la verità, di cui anzi il cristiano si rallegra sempre, ma perché il peccato sia distinto dal peccatore, in modo che l’uno venga condannato e l’altro sia salvato. L’amore tutto scusa, perché tutti possiamo trovare conforto nell’abbraccio misericordioso del Padre ed essere ammantati dal suo perdono.

Paolo conclude il suo “elogio alla carità” affermando che quest’ultima, in quanto via eccellente per giungere a Dio, è più grande della fede e della speranza. Quanto dice l’Apostolo è estremamente vero. Mentre la fede e la speranza sono “doni provvisori”, cioè legati alla nostra condizione viatica, di pellegrini su questa terra, la carità invece è un “dono definitivo”, un pegno e un’anticipazione del tempo ultimo, del Regno di Dio. Ecco perché tutto il resto passerà, ma la carità non avrà mai fine. Il bene che si opera in nome di Dio è la parte buona di noi che non verrà cancellata, che non andrà perduta. Il giudizio di Dio sulla storia si compie sull’oggi dell’amore, sul discernimento di ciò che abbiamo fatto per gli altri in suo nome.

Come promette Gesù, sarà il guadagno della vita eterna: «Venite, benedetti dal Padre mio, ricevete in eredità il regno preparato per voi fin dalla creazione del mondo» (Mt 25,34).

Caritas Internationalis è stata pensata e voluta per dare espressione alla comunione ecclesiale, l’agape intra-ecclesiale, per esserne un mezzo e una manifestazione, mediando tra la Chiesa universale e le Chiese particolari, sostenendo l’impegno di tutto il Popolo di Dio nell’esercizio della carità.

Il vostro compito è, anzitutto, quello di cooperare nella semina della Chiesa universale, annunciando il Vangelo con le opere buone. Non si tratta soltanto di dare avvio a progetti e strategie che si rivelino vincenti, che perseguano l’efficacia, ma di pensarsi in un costante e continuo processo di conversione missionaria. Significa mostrare che il Vangelo è «risposta alle attese più profonde della persona umana: alla sua dignità e alla realizzazione piena nella reciprocità, nella comunione e nella fecondità» (AL 201). Per questo, non è secondario ricordare l’intimo legame tra il cammino di santità personale e la conversione missionaria ecclesiale: chi lavora per la Caritas è chiamato a rendere testimonianza di tale amore di fronte al mondo. Siate discepoli missionari, ponetevi alla sequela di Cristo!

In secondo luogo, siete chiamati ad accompagnare le chiese locali nel loro impegno fattivo alla carità pastorale. Abbiate cura di formare persone competenti, in grado di portare il messaggio della Chiesa nella vita politica e sociale. La sfida di un laicato consapevole e maturo è più che mai attuale, perché la loro presenza si estende in tutti quegli ambiti che toccano direttamente la vita dei poveri. Sono loro che possono esprimere, con libertà creativa, il cuore materno e la sollecitudine della Chiesa per la giustizia sociale, compromettendosi nell’arduo compito di cambiare le strutture sociali ingiuste e promuovere la felicità della persona umana.

Infine, vi raccomando l’unità. La vostra confederazione è fatta di tante identità: vivete la diversità come ricchezza, la pluralità come una risorsa. Gareggiate nello stimarvi a vicenda, lasciando che i conflitti portino al confronto, alla crescita, e non alla divisione.

Invoco l’intercessione di Maria, Madre della Chiesa, e mentre vi chiedo di pregare per me, volentieri imploro la benedizione del Signore su di voi e su quanti vi sostengono nella vostra opera.

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[1] Cf. Giovanni Paolo II, Chirografo Durante l’Ultima Cena, 16 settembre 2004, 2.

[2] Benedetto XVI, Esortazione Apostolica post-sinodale Sacramentum caritatis, 2.

[00778-IT.01] [Testo originale: Spagnolo]

Traduzione in lingua francese

Chers frères et sœurs,

Face aux horreurs et aux dévastations de la Seconde Guerre Mondiale, le Vénérable Pie XII avait voulu montrer la sollicitude et la préoccupation de toute l'Église pour la famille humaine dans les nombreuses circonstances où la vie des hommes, des femmes, des enfants et des personnes âgées était menacée et entravée par les conflits de guerre qui faisaient rage, à travers la recherche d'un développement humain intégral. Animé d'un esprit prophétique, il s’était prononcé en faveur de la création d'un organisme qui soutienne, coordonne et accroisse la collaboration entre les organisations caritatives, déjà nombreuses, à travers lesquelles l'Église universelle annonce et témoigne, par des gestes et des paroles, de l'amour de Dieu et de la prédilection du Christ pour les pauvres, les derniers, les laissés-pour-compte.

Saint Jean-Paul II a voulu mettre en évidence le lien étroit qui, dès le début, a uni Caritas Internationalis aux Pasteurs de l'Église et, en particulier, au Successeur de Pierre qui préside à la charité universelle.[1] Il l'a fait tout particulièrement en rappelant la source de l'amour pour l'Église, le don par lequel le Christ s'est donné aux siens lors de la dernière Cène.

Nous ne devons jamais oublier qu'à l'origine de toute notre activité caritative et sociale se trouve le Christ qui «ayant aimé les siens qui étaient dans le monde, les aima jusqu'au bout» (Jn 13, 1). Dans le sacrement de l'Eucharistie, signe de la présence vivante, réelle et permanente du Christ qui s'offre pour nous, qui aime en premier sans rien demander en retour, «le Seigneur vient à la rencontre de l'homme, créé à l’image et à la ressemblance de Dieu (cf. Gn 1, 27), en se faisant son compagnon de route».[2]

L'Eucharistie est pour l'homme. Elle est la nourriture et la boisson qui nous soutiennent dans notre voyage, qui nous rafraîchissent dans notre fatigue, qui nous relèvent de nos chutes, qui nous appellent à accepter librement le tout de Dieu pour nous et pour notre salut.

Face à ce grand et ineffable mystère, face au don inconditionnel et surabondant que le Christ a fait de lui-même par amour, nous restons étonnés et parfois bouleversés.

Comme les juifs qui ont senti leur cœur transpercé par les paroles de Pierre le jour de la Pentecôte, nous devons nous aussi nous demander: «Que pouvons-nous faire, frères?» (Ac 2, 37).

Nous pouvons entrer dans le mystère joyeux et grandiose de la “restitution”, du souvenir reconnaissant et gratifiant qui nous fait rendre grâce à Dieu en choisissant de regarder notre frère qui souffre, qui a besoin de soins, qui a besoin de notre aide pour retrouver sa dignité de fils, racheté «non pas par des biens corruptibles, [...] mais par le sang précieux du Christ» (1 P 1, 18-19).

Nous pouvons répondre à l'amour que Dieu a pour nous en devenant le signe et l'instrument de cet amour pour les autres. Il n'y a pas de meilleure façon de montrer à Dieu que nous avons compris le sens de l'Eucharistie que de remettre aux autres ce que nous avons reçu. Voici une manière de comprendre le sens le plus authentique de la Tradition : lorsque, en réponse à l'amour du Christ, nous nous faisons don aux autres, nous annonçons la mort et la résurrection du Seigneur jusqu'à ce qu'il vienne (cf. 1 Co 11, 26).

Il est important de remonter à la source, à l'amour de Dieu pour nous, car l'identité de Caritas Internationalis dépend directement de la mission qu'elle a reçue. Ce qui la distingue des autres agences qui travaillent dans le domaine social, c'est sa vocation ecclésiale et ce qui spécifie au sein de l'Église son service par rapport aux nombreuses institutions et associations ecclésiales dédiées à la charité, c'est sa tâche d'assister et d’aider les évêques dans l'exercice de la charité pastorale, en communion avec le Siège Apostolique et en harmonie avec le Magistère de l'Église. Je sais que vous travaillez sur le partenariat et la coopération fraternelle comme piliers fondamentaux de l'identité catholique de la Caritas: je vous remercie et vous encourage à continuer sur cette voie.

Pour vous encourager à poursuivre votre engagement au service de la charité, avec un cœur ouvert et une espérance renouvelée, je vous invite à relire attentivement l'Exhortation post-synodale Amoris Letitia. En particulier, le quatrième chapitre, bien qu'il se réfère à la famille et à la vie conjugale, contient des indications qui peuvent être utiles pour orienter le travail qui vous attend à l'avenir et donner un nouvel élan à votre mission.

Écrivant à la communauté des chrétiens de Corinthe, saint Paul affirme que la charité est le «chemin par excellence» (1 Co 12, 31) pour connaître Dieu et saisir l'essentiel de la vie chrétienne. Dans le célèbre Hymne à la charité, l'apôtre souligne que le manque de charité vide toute action de son contenu: la forme extérieure demeure, mais pas la réalité. Même les actions les plus extraordinaires, la générosité la plus héroïque, même le fait de distribuer tous ses biens pour les donner à ceux qui ont faim (cf. 1 Co 13, 3), ne valent rien sans la charité.

Sans la confession de la foi en Dieu le Père qui est le principe de tout bien, sans l'expérience de l'amitié avec le Christ qui a montré au monde le visage de l'amour trinitaire, sans la conduite de l'Esprit qui oriente l'histoire humaine vers la possession de la vie abondante (Jn 10, 10), il ne reste que l'apparence. Ce n'est plus le bien, mais seulement une apparence de bien.

Il serait alors facile de perdre de vue le but de la diaconie à laquelle nous sommes appelés: apporter la joie de l'Évangile, l'unité, la justice et la paix. Il serait facile de se laisser aller à ces logiques mondaines qui conduisent à s'égarer dans un activisme pragmatique et à se perdre dans les particularismes qui déchirent le corps ecclésial.

C'est la charité qui nous fait être. Lorsque nous accueillons l'amour de Dieu et l'amour en Lui, nous puisons dans la vérité de ce que nous sommes, en tant qu'individus et en tant qu'Église, et nous comprenons profondément le sens de notre existence. Nous comprenons non seulement l'importance de notre propre vie, mais aussi à quel point la vie des autres est précieuse. Nous percevons clairement que chaque vie est inaliénable et apparaît comme une merveille aux yeux de Dieu.

L'amour ouvre nos yeux, élargit notre regard, nous permet de reconnaître dans l'étranger que nous croisons sur notre chemin le visage d'un frère, avec un nom, une histoire, un drame auquel nous ne pouvons rester indifférents. À la lumière de l'amour de Dieu, la physionomie de l'autre sort de l'ombre, sort de l'insignifiance et acquiert de la valeur, de l'importance. Les besoins de notre prochain nous interrogent, nous dérangent, nous poussent au défi de la responsabilité. Et c'est toujours à la lumière de l'amour que nous trouvons la force et le courage de répondre au mal qui opprime les autres, de s’engager en y mettant notre visage, notre cœur, en retroussant nos manches. L'amour de Dieu nous fait sentir le poids de l'humanité de l'autre comme «un joug doux et un fardeau léger» (Mt 11, 30). Il nous incite à ressentir comme nôtres les blessures que nous voyons sur son corps et nous pousse à verser l'huile de la fraternité sur les blessures invisibles que nous lisons en filigrane dans l'âme de l'autre.

Tu veux savoir si un chrétien vit la charité?

Regarde alors s'il est prêt à aider volontiers, le sourire aux lèvres, sans rouspéter et sans se mettre en colère. La charité est patiente, écrit Paul, et la patience c’est la capacité de supporter des épreuves inattendues, les efforts quotidiens sans perdre la joie et la confiance en Dieu. Elle est le résultat d'un lent travail de l'esprit où l'on apprend à se maîtriser, à prendre conscience de ses limites.

C'est une manière de rentrer en soi-même d'où jaillit cette maturité relationnelle qui nous conduit à reconnaître «que l'autre aussi a le droit de vivre sur cette terre avec moi, tel qu'il est» (AL 92).

Sortir de l'autoréférentialité, du fait de considérer que nous sommes nous-mêmes le centre autour duquel tout tourne, au prix de plier les autres à nos désirs, ne nous demande pas seulement de contenir la tyrannie de l'égocentrisme, mais exige aussi l'attitude dynamique et créative de laisser émerger les qualités et les charismes d'autrui.

En ce sens, vivre la charité signifie être magnanime, bienveillant, reconnaître, par exemple, que pour travailler ensemble de manière constructive nous devons d'abord "donner de l'espace" à l'autre. Nous le faisons lorsque nous sommes ouverts au dialogue et à l'écoute, en acceptant avec souplesse des opinions différentes des nôtres, sans durcir nos positions mais en cherchant plutôt un point de rencontre, une voie de médiation.

Le chrétien qui vit plongé dans l'amour de Dieu ne nourrit pas de jalousie, car «dans l'amour, on ne peut pas se sentir mal à l’aise en raison du bien de l’autre» (AL 95).

Il ne se vante pas et ne se gonfle pas, parce qu'il a le sens de la mesure et n'aime pas se placer au-dessus de son prochain, mais il s'approche de l'autre avec respect et bonté, avec douceur et tendresse en tenant compte de ses faiblesses. Il cultive l'humilité en lui-même, «parce que pour comprendre, excuser ou servir les autres avec le cœur, il est indispensable de guérir l'orgueil» (AL 98).

Il ne cherche pas son intérêt, mais s'efforce de promouvoir le bien d'autrui et de le soutenir dans ses efforts pour y parvenir.

Il ne tient pas compte du mal reçu et ne propage pas, par des ragots, celui qui a été commis par d'autres, mais il confie tout à Dieu avec discrétion et en silence, sans donner lieu à des jugements.

L’amour couvre tout, dit Paul, non pas pour cacher la vérité dont le chrétien se réjouit toujours, mais pour distinguer le péché du pécheur, afin que l'un soit condamné et l'autre sauvé. L'amour pardonne tout afin que nous puissions tous trouver un réconfort dans l'étreinte miséricordieuse du Père et être revêtus de son pardon.

Paul conclut son "éloge de la charité" en affirmant que celle-ci, en tant qu'excellent chemin vers Dieu, est plus grande que la foi et l'espérance. Ce que dit l'Apôtre est profondément vrai. Si la foi et l'espérance sont des "dons provisoires", c'est-à-dire liés à notre condition viatique de pèlerins sur cette terre, la charité en revanche est un "don définitif", un gage et une anticipation des fins dernières, du Royaume de Dieu. C'est pourquoi tout le reste passera, mais la charité ne finira jamais. Le bien qui est fait au nom de Dieu est la bonne part de nous-mêmes qui ne sera pas annulée, qui ne sera pas perdue. Le jugement de Dieu sur l'histoire se fait sur l'aujourd'hui de l'amour, sur le discernement de ce que nous avons fait pour les autres en son nom.

Comme le promet Jésus, ce sera le gain de la vie éternelle: «Venez, les bénis de mon Père, recevez en héritage le Royaume préparé pour vous depuis la fondation du monde» (Mt 25, 34).

Caritas Internationalis a été conçue et voulue pour exprimer la communion ecclésiale, l'agapè intra-ecclésiale, pour en être un moyen et une manifestation, en servant de médiateur entre l'Église universelle et les Églises particulières, en soutenant l'engagement de tout le Peuple de Dieu dans l'exercice de la charité.

Votre tâche est avant tout de coopérer à l'ensemencement de l'Église universelle en annonçant l'Évangile par de bonnes œuvres. Il ne s'agit pas seulement d'initier des projets et des stratégies qui s'avèrent fructueux, qui recherchent l'efficacité, mais de vous penser dans un processus constant et continu de conversion missionnaire. Cela signifie montrer que l'Évangile est «une réponse aux attentes les plus profondes de la personne humaine: à sa dignité et à sa pleine réalisation dans la réciprocité, la communion et la fécondité» (AL 201). Pour cette raison, il n'est pas secondaire de rappeler le lien intime entre le chemin de sainteté personnelle et la conversion missionnaire ecclésiale: ceux qui travaillent pour la Caritas sont appelés à témoigner de cet amour-là aux yeux du monde. Soyez des disciples missionnaires, suivez le Christ!

En second lieu, vous êtes appelés à accompagner les Églises locales dans leur engagement actif en matière de charité pastorale. Veillez à former des personnes compétentes, capables de porter le message de l'Église dans la vie politique et sociale. Le défi d'un laïcat conscient et mûr est plus que jamais d'actualité, car sa présence s'étend à tous les domaines qui touchent directement la vie des pauvres. Ce sont les laïcs qui peuvent exprimer, avec une liberté créative, le cœur maternel de l'Église et sa sollicitude pour la justice sociale, en s'engageant dans la tâche ardue de changer les structures sociales injustes et de promouvoir le bonheur de la personne humaine.

Enfin, je vous recommande l'unité. Votre confédération est composée de nombreuses identités: vivez la diversité comme une richesse, la pluralité comme une ressource. Rivalisez d’estime les uns pour les autres, en laissant les conflits vous conduire à la confrontation, à la croissance, et non à la division.

J'invoque l'intercession de Marie, Mère de l'Église, et tout en vous demandant de prier pour moi, j'implore volontiers la bénédiction du Seigneur sur vous et sur tous ceux qui vous soutiennent dans votre travail.

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[1] Jean-Paul II, Chirographie pendant la Cène, 16 septembre 2004, n. 2.

[2] Benoît XVI, Exhortation apostolique post-synodale Sacramentum Caritatis, n. 2.

[00778-FR.01] [Texte original: Espagnol]

Traduzione in lingua inglese

Dear Brothers and Sisters of the Caritas family,

Following the atrocities and destruction of the Second World War, Venerable Pius XII wished to demonstrate the compassion and concern of the whole Church for the human family, and for the many situations in which armed conflict threatened the lives of men, women, children and the elderly, and blocked their integral human development. Pope Pius prophetically encouraged the establishment of a body that would support, coordinate and increase cooperation among the numerous existing charitable organizations through which the universal Church proclaimed and bore witness, with words and deeds, to God’s love and Christ’s preference for the poor, the least, the abandoned and discarded.

Saint John Paul II sought to highlight the close bond that, from the very beginning, united Caritas Internationalis to the Church’s Pastors and, in particular, to the Successor of Peter, who presides over the Churches in charity.[1] Caritas Internationalis accomplishes this above all by drawing from the source of love in the Church, Christ’s gift of himself to his own at the Last Supper.

We must never forget that, at the origin of all our charitable and social activity, is Christ himself who, “having loved his own who were in the world, loved them to the end” (Jn 13:1). In the Eucharist, the sacramental sign of the living, real and continuing presence of Christ who offers himself for us and who loved us first without asking anything in return, “the Lord comes to meet man, created in the image and likeness of God (cf. Gen 1:27), making himself his companion along the way”.[2]

The Eucharist is meant for us. It is the food and drink that sustains us on our journey, that refreshes us in our weariness, that lifts us up when we fall, and that calls us freely to accept everything God has done for us and for our salvation.

In the presence of this great and ineffable mystery, the unconditional and superabundant gift that Christ made of himself out of love, we remain amazed and at times overwhelmed.

Like the Jews who felt their hearts pierced at Peter’s words on the day of Pentecost, we too must ask ourselves: “Brothers, what should we do?” (Acts 2:37).

We can enter into the joyful and superabundant mystery of “giving back” with gratitude, showing our thanks to God by turning towards our brothers and sisters who suffer, who are in need of care, who require our help to regain their dignity as sons and daughters redeemed “not with perishable things..., but with the precious blood of Christ” (1 Pet 1:18-19).

Each of us can reciprocate God’s love for us by becoming its sign and instrument for others. There is no better way to show God that we understand the meaning of the Eucharist than by giving to others what we ourselves have received (cf. 1 Cor 11:32). When, in response to Christ’s love, we make ourselves a gift for others, we proclaim the Lord’s death and resurrection until he comes (v. 26). In this way, we make manifest the most authentic meaning of Tradition.

It is important to return to the source, God’s love for us, precisely because the identity of Caritas Internationalis depends directly on the mission it has received. What distinguishes it from other agencies working in the social sphere is its ecclesial vocation. And what specifies its service within the Church, compared with many other ecclesial associations and institutions devoted to charity, is its task of assisting and supporting the Bishops in their exercise of pastoral caritas, in communion with the Apostolic See and in harmony with the Church’s magisterium. In this regard, I am aware that you are working on partnership and fraternal cooperation as fundamental pillars of the Catholic identity of Caritas: I thank you and I urge you to continue along this path.

To encourage you to persevere in your commitment to the service of caritas with open hearts and renewed hope, I would ask you to reread carefully the Post-Synodal Exhortation Amoris Laetitia, and in particular its fourth chapter. Although it deals with family and married life, that chapter contains insights that may be useful in orienting the work that awaits you in the future and in giving new impetus to your mission.

Writing to the Christian community in Corinth, Saint Paul states that caritas is “a more excellent way” (1 Cor 12:31) to know God and to grasp the essentials of the Christian life. In that well-known “hymn to charity”, the Apostle points out how lack of charity empties every activity of its substance, leaving only the outward form, but not the inward reality. Even the most extraordinary actions, even the most heroic acts of generosity, like giving away all one’s possessions to help the starving (cf. 1 Cor 13:3), if done without charity, are of no avail.

Without the confession of faith in God the Father, the source of all good; without the experience of friendship with Christ, who revealed the face of Trinitarian love; without the guidance of the Holy Spirit who guides human history towards the fullness of life (Jn 10:10), nothing remains except appearances – no longer goodness, but merely a semblance of goodness.

It would be easy then to lose sight of the purpose of the diakonia, the service to which we are called, namely, to share the joy of the Gospel and its message of unity and justice and peace. It would be easy to comply with worldly ways of thinking that would divert us to pragmatic activism or self-interest that wound the ecclesial body.

Charity – caritas – is our very life; it is what makes us “be” what we are. When we embrace God’s love and when we love one another in him, we plumb the depths of our identity, as individuals and as Church, and the meaning of our existence. We understand not only how important our own lives are, but also how precious too are the lives of others. We perceive clearly how every life is unique and inalienable, a marvel in the eyes of God.

Love opens our eyes, expands our gaze, and allows us to recognize in the stranger who crosses our path the face of a brother or sister who has a name, a story, a drama, to which we cannot remain indifferent. In the light of God’s love, the reality of the other comes forth from the shadows, emerges from insignificance, and acquires value, relevance. The needs of our neighbour challenge us, trouble us, and arouse in us a sense of responsibility. It is always in the light of love that we discover the strength and courage to respond to the evil that oppresses others, to respond to that evil personally, and to confront it by committing ourselves fully, rolling up our sleeves. God’s love makes us sense the weight of the other’s humanity as a yoke that is easy and a burden that is light (cf. Mt 11:30). It leads us to feel the wounds of others as our own and challenges us to pour the balm of fraternity on the invisible wounds that we perceive present in their heart.

Do you want to know if a Christian is living charity?

Then look closely to see if they are willing to help freely, with a smile on their face, without grumbling or getting annoyed. Charity is patient, Paul writes, and patience is the ability to endure unexpected trials, daily labours, without losing joy and trust in God. For it is the result of a slow travail of the spirit, in which we learn to master ourselves and acknowledge our limitations.

As we learn to relate to ourselves, interpersonal maturity also develops, and we come to realize that other people too “have a right to live in this world, just as they are” (Amoris Laetitia, 92).

Breaking free from self-referentiality, from considering what we want for ourselves as the core around which everything revolves, even to the point of bending others to our desires, requires not only restraining the tyranny of our self-centredness, but also cultivating a creative and dynamic ability to let the charisms and qualities of others come to the fore.

Living charity – caritas – thus entails being magnanimous and benevolent, recognizing for example that to work together constructively first requires “making space” for others. We do this when we are open to listening and dialogue, ready to consider opinions that differ from our own, not insisting on our own positions, but seeking instead a meeting point, a path of mediation.

The Christian who lives immersed in the love of God does not nurture envy, for “love has no room for discomfiture at another person’s good fortune” (Amoris Laetitia, 95).

Love is not boastful or arrogant, for it has a sense of proportion. Love does not set us above others, but allows us to approach them with respect and kindness, gentleness and tenderness, sensitive to their frailties. “If we are to understand, forgive and serve others from the heart, our pride has to be healed and our humility must increase” (Amoris Laetitia, 98).

Love is not self-serving, but aims to promote the good of others and to support them in their efforts to achieve it.

Love does not take into account wrongs endured, nor does it gossip about the evil done by others; rather, with discretion and in silence it entrusts everything to God, putting aside judgement.

Love covers everything, says Paul, not to hide the truth, in which the Christian always rejoices, but to distinguish the sin from the sinner so that, while the former is condemned, the latter may be saved. Love excuses everything so that we may all find comfort in the merciful embrace of the Father and be cloaked in his loving forgiveness.

Paul concludes his “hymn” by stating that charity, as a more excellent way to reach God, is greater than faith and hope. What the Apostle says is completely true. While faith and hope are “provisional gifts”, that is, linked to our lives as pilgrims and wayfarers on this earth, charity, by contrast, is “a definitive gift”, a pledge and a foretaste of the final time, the Kingdom of God. Everything else will pass away, while charity will never end. The good that is done in the name of God is the good part of us that will not be lost or wiped away. God’s judgement upon history is based on the “today” of love, on his discernment of what we have done for others in his name.

As Jesus promises, the reward will be eternal life: “Come, you that are blessed by my Father, inherit the kingdom prepared for you from the foundation of the world” (Mt 25:34).

From the beginning, Caritas Internationalis was conceived and willed as an expression of ecclesial communion, a means and manifestation of intra-ecclesial agape, mediating between the universal and the particular Churches, and supporting the involvement of the entire People of God in the work of charity.

Your first task is to cooperate with the universal Church in sowing seeds, proclaiming the Gospel through good works. This is not just a matter of initiating projects and strategies that prove successful and effective, but also of engaging in an ongoing process of missionary conversion. You are asked to demonstrate that the Gospel “responds to the deepest expectations of the human person: a response to each one’s dignity and fulfilment in reciprocity, communion and fruitfulness” (Amoris Laetitia, 201). For this reason, it is paramount to mention the intimate connection between growth in personal holiness and ecclesial missionary conversion. All those who work for Caritas are called to bear witness to that love before the world. Be missionary disciples! Follow in the footsteps of Christ!

Secondly, you are called to accompany local Churches in their active commitment to pastoral charity. Take care to train competent lay persons capable of bringing the Church’s message to political and social life. The challenge of a mature and conscious laity is as timely as ever, since their presence reaches all those spheres that directly touch the lives of the poor. They can express with creative freedom the Church’s maternal heart and concern for social justice, thanks to their involvement in the challenging work of changing unjust social structures and promoting the happiness of the human person.

Finally, I recommend unity. Your confederation embraces many different identities. Experience your diversity as a treasure, pluralism as a resource. Compete in showing esteem for one another, and allow conflicts to lead, not to division, but to encounter and growth.

As I commend all of you to the intercession of Mary, Mother of the Church, I ask you, please, to pray for me. Upon you and upon all those who support you in your work, I implore the Lord’s blessing.

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[1] Cf. JOHN PAUL II, Chirograph Durante l’Ultima Cena, 16 September 2004, 2.

[2] BENEDICT XVI, Post-synodal Apostolic Exhortation Sacramentum Caritatis, 2.

[00778-EN.01] [Original text: Spanish]

 

[B0356-XX.02]