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Messaggio del Santo Padre in occasione dell’Incontro della Pontificia Accademia delle Scienze Sociali “Caritas, amicizia sociale e la fine della povertà”, 03.10.2021


Messaggio del Santo Padre

Traduzione in lingua italiana

Pubblichiamo di seguito il Messaggio che il Santo Padre Francesco ha inviato ai partecipanti all’Incontro della Pontificia Accademia delle Scienze Sociali “Caritas, amicizia sociale e la fine della povertà”, che si svolge in Vaticano, presso la Casina Pio IV, il 3 e il 4 ottobre 2021:

Messaggio del Santo Padre

Queridos hermanos y hermanas:

Según san Agustín, toda la perfección de nuestra vida está contenida en el “sermón de la montaña” (cf. Mt 5s); y lo demuestra por el hecho de que Jesucristo incluye en ellas el fin al que nos conduce, es decir, la promesa de la felicidad.[1] Ser feliz es aquello que más anhela el ser humano. De ahí que el Señor promete la felicidad a los que quieran vivir según su estilo y ser reconocidos como bienaventurados.

Toda la felicidad está incluida en estas bienaventuradas palabras de Cristo. Ahora, si bien todos los humanos desean la felicidad, difieren en sus juicios concretos sobre ella: algunos desean esto, otros aquello. Hoy nos topamos con un paradigma imperante, muy difundido por el “pensamiento único”, que confunde la utilidad con la felicidad, pasarla bien con vivir bien y pretende volverse el único criterio válido de discernimiento. Una forma sutil de colonialismo ideológico. Se trata de imponer la ideología según la cual la felicidad sólo consistiría en lo útil, en las cosas y en los bienes, en la abundancia de cosas, de fama y de dinero. Ya el salmista lamenta esta tergiversación: «¡Feliz el pueblo que tiene todo esto!» (Sal 144,15). Se aprovecha el miedo de las personas, miedo a quedarse sin lo necesario, porque saben que aterra sufrir carencias en el futuro. Cualquier forma de escasez provoca la avidez. De ahí surge el deseo inmoderado de poseer riquezas, que no es otra cosa que lo que san Pablo llama “avaricia”. Tal avaricia puede apoderarse tanto de las personas como de las familias y de las naciones, especialmente de las más ricas, aunque tampoco están exentas las más desprovistas. También puede suscitar en unas y en otras un materialismo sofocante y un estado general de conflicto que lo único que logra es multiplicar la pobreza para la mayoría. Esta situación es causa de enormes sufrimientos y ataca al mismo tiempo la dignidad de las personas y la del planeta —nuestra Casa Común—. Todo ello, con el interés de sostener la tiranía del dinero que sólo garantiza privilegios a unos pocos. Podemos estar muy agarrados al dinero, poseer muchas cosas, pero al final no nos las llevaremos con nosotros. Recuerdo siempre lo que me enseñó mi abuela: «el sudario no tiene bolsillos».

Hoy vemos que el mundo nunca ha sido tan rico, sin embargo —a pesar de tal abundancia— la pobreza y la desigualdad persisten y, lo que es peor aún, crecen. En estos tiempos de opulencia, en los que debería ser posible poner fin a la pobreza, los poderes del pensamiento único no dicen nada de los pobres, ni de los ancianos, ni de los inmigrantes, ni de las personas por nacer, ni de los gravemente enfermos. Invisibles para la mayoría, son tratados como descartables. Y cuando se los hace visibles, se los suele presentar como una carga indigna para el erario público. Es un crimen de lesa humanidad que, a consecuencia de este paradigma avaro y egoísta predominante, nuestros jóvenes sean explotados por la nueva creciente esclavitud del tráfico de personas, especialmente en el trabajo forzado, la prostitución y la venta de órganos.

Habida cuenta de los enormes recursos disponibles de dinero, riqueza y tecnología con que contamos, nuestra mayor necesidad no es ni seguir acumulando, ni una mayor riqueza, ni más tecnología, sino actuar el paradigma siempre nuevo y revolucionario de las bienaventuranzas de Jesús, empezando por la primera que ustedes están considerando con tanta atención: «Felices (μακάριοι) los pobres de espíritu (οἱ πτωχοὶ τῷ πνεύματι), porque a ellos les pertenece el Reino de los cielos» (Mt 5,3). Paradójicamente el espíritu de pobreza es aquel punto de inflexión que nos abre el camino hacia la felicidad mediante un giro completo de paradigma. Este, mientras nos despoja del espíritu mundano, nos conduce a usar nuestras riquezas y tecnologías, bienes y talentos en pro del desarrollo humano integral, del bien común, de la justicia social y del cuidado y protección de nuestra casa común. La paradoja de la pobreza de espíritu, a la que somos llamados, consiste en que siendo la llave de la felicidad para todos —individual y socialmente—, no todos quieren escucharla: «¡Qué difícil es para los ricos entrar en el reino de Dios!» (Lc 18,24).

La pobreza de espíritu es, entonces, este camino sorprendente e insólito, “estrecho y angosto” (Mt 7,14), pero seguro para alcanzar la plenitud a la que como personas y como sociedad estamos llamados.

Pero atención, Jesús no dice que sea una bendición la pobreza “material”, entendida como privación de lo necesario para vivir dignamente: alimento, trabajo, vivienda, salud, vestimenta, educación, oportunidades, etc. Esta pobreza es causada la mayoría de las veces por la injusticia y la avaricia, y no tanto por las fuerzas de la naturaleza (calentamiento global, calamidades, pandemias, terremotos, inundaciones, tsunamis, etc.), es más en algunas estas últimas no pocas veces también se advierte la manipulación humana. La pobreza como privación de lo necesario —es decir, la miseria— es socialmente, como lo han visto claramente L. Bloy y Péguy, una especie de infierno, porque debilita la libertad humana y pone a los que la sufren en condiciones de ser víctimas de las nuevas esclavitudes (trabajo forzado, prostitución, tráfico de órganos y otras más) para poder sobrevivir. Son condiciones criminales que en estricta justicia deben ser denunciadas y combatidas sin descanso. Todos, según la propia responsabilidad, y en particular por los gobiernos, las empresas multinacionales y nacionales, la sociedad civil y las comunidades religiosas, deben hacerlo. Son las peores degradaciones de la dignidad humana y para un cristiano, las llagas abiertas del cuerpo de Cristo que desde su cruz clama: tengo sed. «¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece!» como lo afirma san Lucas (cf. 6,20) es un llamado a la libertad que prioriza la necesidad de socorrer al enfermo y al pobre con alimento, salud, refugio, vestimenta y otras necesidades básicas. Es más, Jesús proclama que en el juicio final se medirá a todas las personas, a las familias, a las asociaciones, como también a todos los pueblos según el protocolo de ayuda a los hermanos necesitados: «Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40).

Los pobres de espíritu son ricos de este “instinto” del Espíritu Santo, son ricos de fraternidad y deseosos de la amistad social. Así lo testimonió el joven Francisco de Asís, hijo de un rico comerciante, en los albores de la era industrial, del capitalismo y de la banca, abandona las riquezas y comodidades para hacerse pobre entre los pobres, testimoniando esta bienaventuranza con el llamado sposalizio con madonna povertà. Movido por el espíritu de pobreza advierte en el sufrimiento del leproso que la verdadera riqueza y la alegría no son las cosas, el tener, el paradigma mundano, sino el amor a Cristo y el servicio solidario a los demás. En un sentido plenamente serio y entusiasta —afirma Chesterton— san Francisco podía decir: “Bienaventurado quien nada tiene ni espera porque poseerá todo y de todo disfrutará”.[2] Asimismo, tocada por el sufrimiento de la multitud de pobres de nuestro tiempo que consideraba como propios, la misericordia ha sido para Madre Teresa de Calcuta el agua viva y el pan vivo que daban primor a cada obra suya, y la energía que saciaba y alimentaba a los que no tenían nada más que “hambre y sed de justicia”. Del mismo modo, muchos hombres y mujeres de fe viva —y no sólo— han recibido gracias de los pobres, porque en cada hermano y hermana en dificultad abrazamos la carne de Cristo sufriente.

Junto al aumento masivo de la pobreza, la otra consecuencia del paradigma materialista predominante es el creciente incremento de la grieta de las desigualdades, lo cual causa el malestar social y generaliza el conflicto, no sólo poniendo en peligro la democracia, sino también debilitando el necesario bien social. Este trágico y sistémico aumento de las desigualdades entre grupos sociales dentro de un mismo país y entre las poblaciones de los diferentes países tiene también un impacto negativo en el plano económico, político, cultural e inclusive espiritual. Y esto a causa del progresivo desgaste del conjunto de relaciones de fraternidad, amistad social, concordia, confianza, fiabilidad y respeto, que son el alma de toda convivencia civil. Naturalmente, la avaricia que mueve el sistema ha dejado de lado ya, desde hace mucho tiempo, la principal consecuencia económico-social y política del “espíritu de pobreza”, aquella que exige la justicia social y la co-responsabilidad en la gestión de los bienes y de los frutos del trabajo de los seres humanos. «Acaso, ¿soy el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9). El Catecismo de la Iglesia católica recuerda que: «El derecho a la propiedad privada, adquirida o recibida de modo justo, no anula la donación original de la tierra al conjunto de la humanidad. El destino universal de los bienes continúa siendo primordial, aunque la promoción del bien común exija el respeto de la propiedad privada, de su derecho y de su ejercicio».[3] Y poco después agrega: «Los bienes de producción —materiales o inmateriales— como tierras o fábricas, profesiones o artes, requieren los cuidados de sus poseedores para que su fecundidad aproveche al mayor número de personas».[4] De modo que los poseedores de bienes deben usarlos con espíritu de pobreza reservando la mejor parte al huésped, al enfermo, al pobre, al viejo, al desvalido, al excluido; que son el rostro, tantas veces olvidado, de Jesús, que es a quién buscamos cuando buscamos el bien común. El desarrollo de una sociedad se mide por la capacidad de socorrer premurosamente al que sufre.

Ya en 1967, san Pablo VI escribía en la encíclica Populorum progressio: «Sabido es con qué firmeza los Padres de la Iglesia han precisado cuál debe ser la actitud de los que poseen respecto a los que se encuentran en necesidad: ‘No es parte de tus bienes —así dice san Ambrosio— lo que tú das al pobre; lo que le das le pertenece. Porque lo que ha sido dado para el uso de todos, tú te lo apropias. La tierra ha sido dada para todo el mundo y no solamente para los ricos’».[5] Un nuevo paso importante, en 1987, es dado por san Juan Pablo II, quien introduce por primera vez la noción de “estructuras de pecado” para indicar una de las principales causas de la desigualdad social del sistema capitalista, que produce esclavos.[6]

La buena noticia es que, creado a imagen de Dios, el ser humano está llamado a colaborar libremente con el Creador y a desarrollar sosteniblemente la tierra y, a su vez, a plasmar la sociedad con el carácter espiritual fraterno que él mismo recibió en el programa de las bienaventuranzas. Si bien la globalización de la indiferencia parece ser la voz imperante, durante todo este tiempo de pandemia vimos como la globalización de la solidaridad se pudo imponer con su discreción característica en los distintos rincones de nuestras ciudades. Debemos, por tanto, despojarnos de la mundanidad para que el espíritu de las bienaventuranzas y, en nuestro caso, la pobreza de espíritu, adquiera forma entre nosotros y entre los pueblos. Sin embargo, todos nuestros discursos serán palabras, como dice el dicho, que se lleva el viento, si no logran arraigarse y encarnarse en la vida de los jóvenes. Esto nos exige trabajar con énfasis y esperanza en modelos educativos capaces de promover en las jóvenes generaciones el espíritu de las bienaventuranzas.

Quiero terminar con el eco que tiene en san Pablo el espíritu de pobreza enseñado por Cristo. No se puede dudar que Pablo encuentra legítimo desear lo necesario y, consecuentemente, trabajar para conseguirlo es un deber: «El que no quiere trabajar, que no coma» (2 Ts 3,10). Pero al mismo tiempo advierte a su discípulo Timoteo sobre la avaricia como origen de muchos males personales y sociales: «Los que desean ser ricos se exponen a la tentación, caen en la trampa de innumerables ambiciones, y cometen desatinos funestos que los precipitan a la ruina y a la perdición» (1 Tm 6,9). «Porque la avaricia (φιλαργυρία) es la raíz de todos los males, y al dejarse llevar por ella, algunos perdieron la fe y se ocasionaron innumerables sufrimientos» (1 Tm 6,10). A muchos este texto les parecerá de valor religioso o ascético, pero no económico. Es más, les parecerá destructor de la economía. Sin embargo, es un texto eminentemente socioeconómico y político, como lo son las bienaventuranzas de Cristo y en especial aquella del espíritu de pobreza en la que este se inspira. Porque Pablo individualiza con extrema lucidez: «se ocasionaron innumerables sufrimientos», es decir, la avaricia no les suministró el bienestar económico y social que buscaban, ni tampoco la libertad y la felicidad que deseaban. Al contrario, la avaricia esclaviza al poder de turno sin piedad y sin justicia en la lucha despiadada por el becerro de oro y el dominio, como lo demuestra la economía moderna. Por ello, el bienestar mismo de cada persona, de la economía y de la sociedad local y global exige el espíritu de pobreza, el ser capaces de regular el deseo de lucro y avaricia, de dejarnos guiar por el Espíritu Santo, cuyos frutos de «amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y dominio de sí» (Ga 5, 22s).

Para superar esta avaricia, estamos llamados a realizar un movimiento global contra la indiferencia que cree o recree instituciones sociales inspiradas en las bienaventuranzas y nos impulsen a buscar la civilización del amor. Un movimiento que ponga límite a todas aquellas actividades e instituciones que por su propia inclinación tienden sólo al lucro, especialmente las que san Juan Pablo II llamó “estructuras de pecado”. Entre ellas la que definí como “globalización de indiferencia”. Pidamos al Señor que nos dé su “espíritu de pobreza”. Busquemos y nos ayudará a encontrarlo. Llamemos para que se nos abra la puerta del camino de las bienaventuranzas y de la auténtica felicidad.

Roma, San Juan de Letrán, 2 de octubre de 2021

FRANCISCO

______________________

[1] «Si alguien considera piadosa y sobriamente el sermón que nuestro Señor Jesucristo pronunció en el monte, como lo leemos en el Evangelio según san Mateo, creo que encontrará en él, en lo que respecta a la más alta moral, una norma perfecta de la vida cristiana» (SAN AGUSTÍN, Sobre el Sermón de la Montaña, I, 1).
[2]
G.K. CHESTERTON, San Francisco de Asís, cap. 5, El juglar de Dios.
[3]
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2403.
[4]
Ibíd. n. 2405.
[5]
Cf. n. 23.
[6]
Cf. Carta enc. Sollecitudo Rei Socialis, 36-40.

[01338-ES.01] [Texto original: Español]

Traduzione in lingua italiana

Cari fratelli e sorelle,

Secondo sant’Agostino, tutta la perfezione della nostra vita è contenuta nel “discorso della montagna” (cfr. Mt 5); e lo dimostra con il fatto che Gesù Cristo include in esso il fine al quale ci conduce, ossia la promessa di felicità (1). Essere felice è ciò a cui più anela l’essere umano. Pertanto il Signore promette la felicità a quanti desiderano vivere secondo il suo stile ed essere riconosciuti come beati.

Tutta la felicità è inclusa in queste beate parole di Cristo. Ora, sebbene tutti gli esseri umani desiderino la felicità, differiscono nei loro giudizi concreti su di essa: alcuni desiderano questo, altri quello. Oggi c’imbattiamo in un paradigma imperante, molto diffuso dal “pensiero unico”, che confonde l’utilità con la felicità, il divertirsi con il vivere bene e pretende di diventare l’unico criterio valido di discernimento. Una forma sottile di colonialismo ideologico. Si tratta d’imporre l’ideologia secondo la quale la felicità consisterebbe solo nell’utile, nelle cose e nei beni, nell’abbondanza di cose, di fama e di denaro. Già il salmista deplora questa tergiversazione: “Beato il popolo che è in tale stato” (Sal 144, 15). Si approfitta della paura delle persone, della paura di restare senza il necessario, perché sanno che terrorizza patire carenze nel futuro. Qualsiasi forma di scarsità provoca l’avidità. Da qui nasce il desiderio smodato di possedere ricchezze, che non è altro che ciò che san Paolo chiama “avarizia”. Tale avarizia può impossessarsi sia delle persone sia delle famiglie e delle nazioni, specialmente di quelle più ricche, anche se non ne sono esenti neanche quelle più bisognose. Può anche suscitare in alcune un materialismo soffocante e uno stato generale di conflitto che l’unica cosa che ottiene è moltiplicare la povertà per la maggioranza. Questa situazione è causa di enormi sofferenze e mina al tempo stesso la dignità delle persone e quella del pianeta – la nostra Casa Comune. Tutto ciò, con l’interesse di sostenere la tirannia del denaro che garantisce privilegi soltanto a pochi. Possiamo essere molto attaccati al denaro, possedere molte cose, ma alla fine non le porteremo con noi. Ricordo sempre quello che mi ha insegnato mia nonna: “il sudario non ha tasche”.

Oggi vediamo che il mondo non è mai stato tanto ricco, eppure – nonostante tale abbondanza – la povertà e la disuguaglianza persistono e, cosa ancora peggiore, crescono. In questo tempo di opulenza, in cui dovrebbe essere possibile porre fine alla povertà, i poteri del pensiero unico non dicono nulla dei poveri, e neppure degli anziani, degli immigranti, dei nascituri, dei malati gravi. Invisibili per la maggior parte della gente, sono trattati come “scartabili”. E quando li si rende visibili, si è soliti presentarli come un peso indegno per l’erario pubblico. È un crimine di lesa umanità il fatto che, a causa di questo paradigma avaro ed egoista predominante, i nostri giovani siano sfruttati dalla nuova crescente schiavitù del traffico di persone, specialmente nel lavoro forzato, nella prostituzione e nella vendita di organi.

Tenuto conto delle enormi risorse disponibili di denaro, ricchezza e tecnologia su cui contiamo, il nostro bisogno più grande non è né continuare ad accumulare né una maggiore ricchezza e più tecnologia, ma mettere in atto il paradigma sempre nuovo e rivoluzionario delle beatitudini di Gesù, a cominciare dalla prima che voi state considerando con tanta attenzione: “Beati ((μακάριοι) i poveri in spirito (οἱ πτωχοὶ τῷ πνεύματι), perché di essi è il regno dei cieli” (Mt 5, 3). Paradossalmente lo spirito di povertà è quel punto di svolta che ci apre il cammino verso la felicità mediante un ribaltamento completo di paradigma. Questo, mentre ci spoglia dello spirito mondano, ci porta a usare le nostre ricchezze e tecnologie, beni e talenti a favore dello sviluppo umano integrale, del bene comune, della giustizia sociale e della cura e protezione della nostra Casa Comune. Il paradosso della povertà di spirito, alla quale siamo chiamati, consiste nel fatto che, pur essendo la chiave della felicità per tutti, – a livello sia individuale sia sociale -, non tutti vogliono ascoltarla: “Quant'è difficile, per coloro che possiedono ricchezze entrare nel regno di Dio!” (Lc 18, 24).

La povertà di spirito è allora questa via sorprendente e insolita, “stretta e angusta” (Mt 7, 14), ma sicura per raggiungere la pienezza alla quale come persone e come società siamo chiamati.

Ma attenzione, Gesù non dice che sia una benedizione la povertà “materiale”, intesa come privazione del necessario per vivere dignitosamente: cibo, lavoro, casa, salute, vestiti, educazione opportunità, etc. Questa povertà è causata, la maggior parte delle volte, dall’ingiustizia e dall’avarizia, e non tanto dalle forze della natura (riscaldamento globale, calamità, pandemie, terremoti, inondazioni, tsunami, etc.), in alcune delle quali, tra l’altro, spesso si avverte anche la manipolazione umana. La povertà come privazione del necessario – ossia la miseria – è socialmente, come hanno visto chiaramente L. Bloy e Péguy, una specie d’inferno, perché indebolisce la libertà umana e pone quanti soffrono nella condizione di essere vittime delle nuove schiavitù (lavoro forzato, prostituzione, traffico di organi e altre ancora) per poter sopravvivere. Sono condizioni criminali che, in stretta giustizia, devono essere denunciate e combattute costantemente. Tutti, secondo la propria responsabilità, e in particolare i governi, le imprese multinazionali e nazionali, la società civile e le comunità religiose, devono farlo. Sono le peggiori degradazioni della dignità umana e, per un cristiano, le piaghe aperte del corpo di Cristo che dalla croce grida: ho sete. “Beati voi poveri, perché vostro è il regno di Dio”, come afferma san Luca (6, 20) è un appello alla libertà che dà la priorità alla necessità di soccorrere il malato e il povero con cibo, salute, rifugio, vestiti e altri bisogni primari. Inoltre Gesù annuncia che nel giudizio finale si valuteranno tutte le persone, le famiglie, le associazioni, come anche tutti i popoli, secondo il protocollo di aiuto ai fratelli bisognosi: “ogni volta che avete fatto queste cose a uno solo di questi miei fratelli più piccoli, l'avete fatto a me” (Mt 25, 40).

I poveri in spirito sono ricchi di questo “istinto” dello Spirito Santo, sono ricchi di fraternità e desiderosi di amicizia sociale. Così lo testimonia il giovane Francesco d’Assisi, figlio di un ricco commerciante che, agli albori dell’era industriale, del capitalismo e della banca, abbandona le ricchezze e gli agi per farsi povero tra i poveri, rendendo testimonianza di questa beatitudine con il cosiddetto sposalizio con madonna povertà. Mosso dallo spirito di povertà, avverte nella sofferenza del lebbroso che la vera ricchezza e la gioia non sono le cose, il possedere, il paradigma mondano, ma l’amore per Cristo e il servizio solidale agli altri. In un senso pienamente serio ed entusiasta – afferma Chesterton – san Francesco poteva dire: “Beato chi nulla ha né spera perché possiederà tutto e di tutto godrà” (2). Parimenti, colpita dalla sofferenza delle moltitudini dei poveri del nostro tempo che considerava come suoi, la misericordia è stata per Madre Teresa di Calcutta l’acqua viva e il pane vivo che davano bellezza a ogni sua opera, e l’energia che saziava e alimentava quanti non avevano altro che “fame e sede di giustizia”. Allo stesso modo, molti uomini e donne dalla fede viva – e non solo – hanno ricevuto grazie dai poveri, perché in ogni fratello e sorella in difficoltà abbracciamo la carne di Cristo sofferente.

Oltre all’aumento massiccio della povertà, l’altra conseguenza del paradigma materialista predominante è il crescente incremento della crepa delle disuguaglianze, il che causa il malessere sociale e generalizza il conflitto, non solo mettendo in pericolo la democrazia, ma anche indebolendo il necessario bene sociale. Questo tragico e sistemico aumento delle disuguaglianze tra gruppi sociali all’interno di uno stesso paese e tra le popolazioni dei diversi paesi ha un impatto negativo anche sul piano economico, politico, culturale e persino spirituale. E ciò a causa del progressivo logorio dell’insieme dei rapporti di fratellanza, amicizia sociale, concordia, fiducia, affidabilità e rispetto, che sono l’anima di ogni convivenza civile. Naturalmente, l’avarizia che muove il sistema ha già messo da parte, da molto tempo, la principale conseguenza economico-sociale e politica dello “spirito di povertà”, quella che esige la giustizia sociale e la corresponsabilità nella gestione dei bene e dei frutti del lavoro degli esseri umani. “Sono forse il guardiano di mio fratello?” (Gn 4, 9). Il Catechismo della Chiesa Cattolica ricorda che: “Il diritto alla proprietà privata, acquisita o ricevuta in giusto modo, non elimina l'originaria donazione della terra all'insieme dell'umanità. La destinazione universale dei beni rimane primaria, anche se la promozione del bene comune esige il rispetto della proprietà privata, del diritto ad essa e del suo esercizio” (3). E poco dopo aggiunge: “I beni di produzione – materiali o immateriali –, come terreni o stabilimenti, competenze o arti, esigono le cure di chi li possiede, perché la loro fecondità vada a vantaggio del maggior numero di persone” (4). Pertanto i possessori di beni devono usarli con spirito di povertà, riservando la parte migliore all’ospite, al malato, al povero, all’anziano, all’invalido, all’escluso; che sono il volto, spesso dimenticato, di Gesù, che è colui che cerchiamo quando cerchiamo il bene comune. Lo sviluppo di una società si misura in base alla sua capacità di soccorrere premurosamente chi soffre.

Già nel 1967 san Paolo VI scriveva nell’enciclica Popolorum progressio: “Si sa con quale fermezza i padri della Chiesa hanno precisato quale debba essere l’atteggiamento di coloro che posseggono nei confronti di coloro che sono nel bisogno: ‘Non è del tuo avere, afferma sant’Ambrogio, che tu fai dono al povero; tu non fai che rendergli ciò che gli appartiene. Poiché è quel che è dato in comune per l’uso di tutti, ciò che tu ti annetti. La terra è data a tutti, e non solamente ai ricchi’" (5). Un nuovo passo importante, nel 1987, viene compiuto da san Giovanni Paolo II, il quale introduce per la prima volta la nozione di “struttura del peccato” per indicare una delle principali cause della disuguaglianza sociale del sistema capitalista, che produce schiavi (6).

La buona novella è che, creato a immagine di Dio, l’essere umano è chiamato a collaborare liberamente con il Creatore e a sviluppare in modo sostenibile la terra e, a sua volta, a plasmare la società con il carattere spirituale fraterno che lui stesso ha ricevuto nel programma delle beatitudini. Sebbene la globalizzazione dell’indifferenza sembri essere la voce imperante, durante tutto questo tempo di pandemia abbiamo visto come la globalizzazione della solidarietà si è potuta imporre con la sua discrezione caratteristica nei vari angoli delle nostre città. Dobbiamo dunque spogliarci della mondanità affinché lo spirito delle beatitudini e, nel nostro caso, la povertà di spirito, prenda forma tra noi e tra i popoli. Tutti i nostri discorsi saranno però, come dice il detto, parole portate via dal vento, se non riescono a radicarsi e a incarnarsi nella vita dei giovani. Ciò esige da noi che lavoriamo con enfasi e speranza in modelli educativi capaci di promuovere nelle giovani generazioni lo spirito delle beatitudini.

Voglio terminare con l’eco che ha in san Paolo lo spirito di povertà insegnato da Cristo. Non si può dubitare che san Paolo trovi legittimo desiderare il necessario e che, di conseguenza, lavorare per ottenerlo sia un dovere: “chi non vuol lavorare neppure mangi” (2 Ts 3, 10). Ma al tempo stesso ammonisce il suo discepolo Timoteo contro l’avarizia come origine di molti mali personali e sociali: “quelli che vogliono arricchire cadono vittime di tentazioni, di inganni e di molti desideri insensati e funesti, che affondano gli uomini nella rovina e nella perdizione” (1 Tim 6, 9). “L’attaccamento al denaro (φιλαργυρία) infatti è la radice di tutti i mali; per il suo sfrenato desiderio alcuni hanno deviato dalla fede e si sono da se stessi tormentati con molti dolori” (1 Tm 6, 10). A molti questo testo sembrerà avere un valore religioso o ascetico, ma non economico. Inoltre sembrerà loro distruttore dell’economia. Eppure è un testo eminentemente socio-economico e politico, come lo sono le beatitudini di Cristo, e in particolare quella dello spirito di povertà a cui questo s’ispira. Perché Paolo lo individua con estrema lucidità: “e si sono da se stessi tormentati con molti dolori”, ovvero, l’avarizia non ho fornito loro il benessere economico e sociale che cercavano, e neppure la libertà e la felicità che desideravano. Al contrario, l’avarizia schiavizza il potere di turno senza pietà e senza giustizia, nella lotta spietata per il vitello d’oro e il dominio, come dimostra l’economia moderna. Perciò il benessere stesso di ogni persona, dell’economia e della società locale e globale esige lo spirito di povertà, l’essere capaci di regolare il desiderio di lucro e l’avarizia, il lasciarci guidare dallo Spirito Santo, i cui frutti sono “amore, gioia, pace, pazienza, benevolenza, bontà, fedeltà, mitezza, dominio di sé” (Gal 5, 22).

Per superare questa avarizia, siamo chiamati a realizzare un movimento globale contro l’indifferenza che crea o ricrea istituzioni sociali ispirate alle beatitudini e che ci spingano a cercare la civiltà dell’amore. Un movimento che ponga limiti a tutte quelle attività e istituzioni che per propria inclinazione tendono solo al lucro, specialmente a quelle che san Giovanni Paolo II ha chiamato “strutture del peccato”. Tra queste quella che ho definito “globalizzazione dell’indifferenza”. Chiediamo al Signore di donarci il suo “spirito di povertà”. Cerchiamo e Lui ci aiuterà a trovarlo. Bussiamo perché si apra per noi la porta del cammino delle beatitudini e dell’autentica felicità.

Roma, San Giovanni in Laterano, 2 ottobre 2021

FRANCESCO

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1) “Se qualcuno esaminerà con fede e serietà il discorso che nostro Signore Gesù Cristo ha proferito sulla montagna, come lo leggiamo nel Vangelo di Matteo, penso che vi riscontrerà la norma definitiva della vita cristiana” (Sant’Agostino, Il discorso del Signore sulla montagna, I, 1).
2) G.K. Chesterton, San Francesco d’Assisi, cap. 5 Il giullare di Dio.
3) Catechismo della Chiesa Cattolica, n. 2403.
4) Ibidem, n. 2405.
5) N. 23
6) Cfr. Lettera enciclica Sollecitudo rei socialis, nn. 36-40.

[01338-IT.00] [Testo originale: Spagnolo]

[B0625-XX.02]