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Videomessaggio del Santo Padre Francesco in occasione della 75.ma sessione dell'Assemblea Generale delle Nazioni Unite, 25.09.2020


Videomessaggio del Santo Padre

Traduzione in lingua francese

Traduzione in lingua inglese

 

Pubblichiamo di seguito il testo del Videomessaggio che il Santo Padre Francesco ha inviato ai partecipanti alla 75.ma Sessione dell’Assemblea Generale delle Nazioni Unite, in corso a New York dal 21 al 29 settembre 2020:

Videomessaggio del Santo Padre

Señor presidente,

¡La paz esté con Ustedes!

Saludo cordialmente a Usted, Señor presidente, y a todas las Delegaciones que participan en esta significativa septuagésima quinta Asamblea General de las Naciones Unidas. En particular, extiendo mis saludos al Secretario General, Sr. António Guterres, a los Jefes de Estado y de Gobierno participantes, y a todos aquellos que están siguiendo el Debate General.

El Septuagésimo quinto aniversario de la ONU es una oportunidad para reiterar el deseo de la Santa Sede de que esta Organización sea un verdadero signo e instrumento de unidad entre los Estados y de servicio a la entera familia humana.[1]

Actualmente, nuestro mundo se ve afectado por la pandemia del COVID-19, que ha llevado a la pérdida de muchas vidas. Esta crisis está cambiando nuestra forma de vida, cuestionando nuestros sistemas económicos, sanitarios y sociales, y exponiendo nuestra fragilidad como criaturas.

La pandemia nos llama, de hecho, «a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección […]: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es».[2] Puede representar una oportunidad real para la conversión, la transformación, para repensar nuestra forma de vida y nuestros sistemas económicos y sociales, que están ampliando las distancias entre pobres y ricos, a raíz de una injusta repartición de los recursos. Pero también puede ser una posibilidad para una “retirada defensiva” con características individualistas y elitistas.

Nos enfrentamos, pues, a la elección entre uno de los dos caminos posibles: uno conduce al fortalecimiento del multilateralismo, expresión de una renovada corresponsabilidad mundial, de una solidaridad fundamentada en la justicia y en el cumplimiento de la paz y de la unidad de la familia humana, proyecto de Dios sobre el mundo; el otro, da preferencia a las actitudes de autosuficiencia, nacionalismo, proteccionismo, individualismo y aislamiento, dejando afuera los más pobres, los más vulnerables, los habitantes de las periferias existenciales. Y ciertamente será perjudicial para la entera comunidad, causando autolesiones a todos. Y esto no debe prevalecer.

La pandemia ha puesto de relieve la urgente necesidad de promover la salud pública y de realizar el derecho de toda persona a la atención médica básica.[3] Por tanto, renuevo el llamado a los responsables políticos y al sector privado a que tomen las medidas adecuadas para garantizar el acceso a las vacunas contra el COVID-19 y a las tecnologías esenciales necesarias para atender a los enfermos. Y si hay que privilegiar a alguien, que ése sea el más pobre, el más vulnerable, aquel que normalmente queda discriminado por no tener poder ni recursos económicos.

La crisis actual también nos ha demostrado que la solidaridad no puede ser una palabra o una promesa vacía. Además, nos muestra la importancia de evitar la tentación de superar nuestros límites naturales. «La libertad humana es capaz de limitar la técnica, orientarla y colocarla al servicio de otro tipo de progreso más sano, más humano, más social, más integral».[4] También deberíamos tener en cuenta todos estos aspectos en los debates sobre el complejo tema de la inteligencia artificial (IA).

Teniendo esto presente, pienso también en los efectos sobre el trabajo, sector desestabilizado por un mercado laboral cada vez más impulsado por la incertidumbre y la “robotización” generalizada. Es particularmente necesario encontrar nuevas formas de trabajo que sean realmente capaces de satisfacer el potencial humano y que afirmen a la vez nuestra dignidad. Para garantizar un trabajo digno hay que cambiar el paradigma económico dominante que sólo busca ampliar las ganancias de las empresas. El ofrecimiento de trabajo a más personas tendría que ser uno de los principales objetivos de cada empresario, uno de los criterios de éxito de la actividad productiva. El progreso tecnológico es útil y necesario siempre que sirva para hacer que el trabajo de las personas sea más digno, más seguro, menos pesado y agobiante.

Y todo esto requiere un cambio de dirección, y para esto ya tenemos los recursos y tenemos los medios culturales, tecnológicos y tenemos la conciencia social. Sin embargo, este cambio necesita un marco ético más fuerte, capaz de superar la «tan difundida e inconscientemente consolidada “cultura del descarte”».[5]

En el origen de esta cultura del descarte existe una gran falta de respeto por la dignidad humana, una promoción ideológica con visiones reduccionistas de la persona, una negación de la universalidad de sus derechos fundamentales, y un deseo de poder y de control absolutos que domina la sociedad moderna de hoy. Digámoslo por su nombre: esto también es un atentado contra la humanidad.

De hecho, es doloroso ver cuántos derechos fundamentales continúan siendo violados con impunidad. La lista de estas violaciones es muy larga y nos hace llegar la terrible imagen de una humanidad violada, herida, privada de dignidad, de libertad y de la posibilidad de desarrollo. En esta imagen, también los creyentes religiosos continúan sufriendo todo tipo de persecuciones, incluyendo el genocidio debido a sus creencias. También, entre los creyentes religiosos, somos víctimas los cristianos: cuántos sufren alrededor del mundo, a veces obligados a huir de sus tierras ancestrales, aislados de su rica historia y de su cultura.

También debemos admitir que las crisis humanitarias se han convertido en el statu quo, donde los derechos a la vida, a la libertad y a la seguridad personales no están garantizados. De hecho, los conflictos en todo el mundo muestran que el uso de armas explosivas, sobretodo en áreas pobladas, tiene un impacto humanitario dramático a largo plazo. En este sentido, las armas convencionales se están volviendo cada vez menos “convencionales” y cada vez más “armas de destrucción masiva”, arruinando ciudades, escuelas, hospitales, sitios religiosos, e infraestructuras y servicios básicos para la población.

Además, muchos se ven obligados a abandonar sus hogares. Con frecuencia, los refugiados, los migrantes y los desplazados internos en los países de origen, tránsito y destino, sufren abandonados, sin oportunidad de mejorar su situación en la vida o en la de su familia. Peor aún, miles son interceptados en el mar y devueltos a la fuerza a campos de detención donde enfrentan torturas y abusos. Muchos son víctimas de la trata, la esclavitud sexual o el trabajo forzado, explotados en labores degradantes, sin un salario justo. ¡Esto que es intolerable, sin embargo, es hoy una realidad que muchos ignoran intencionalmente!

Los tantos esfuerzos internacionales importantes para responder a estas crisis comienzan con una gran promesa, entre ellos los dos Pactos Mundiales sobre Refugiados y para la Migración, pero muchos carecen del apoyo político necesario para tener éxito. Otros fracasan porque los Estados individuales eluden sus responsabilidades y compromisos. Sin embargo, la crisis actual es una oportunidad: es una oportunidad para la ONU, es una oportunidad de generar una sociedad más fraterna y compasiva.

Esto incluye reconsiderar el papel de las instituciones económicas y financieras, como las de Bretton-Woods, que deben responder al rápido aumento de la desigualdad entre los súper ricos y los permanentemente pobres. Un modelo económico que promueva la subsidiariedad, respalde el desarrollo económico a nivel local e invierta en educación e infraestructura que beneficie a las comunidades locales, proporcionará las bases para el mismo éxito económico y a la vez, para renovación de la comunidad y la nación en general. Y aquí renuevo mi llamado para que «considerando las circunstancias […] se afronten – por parte de todos los Países – las grandes necesidades del momento, reduciendo, o incluso condonando, la deuda que pesa en los presupuestos de aquellos más pobres».[6]

La comunidad internacional tiene que esforzarse para terminar con las injusticias económicas. «Cuando los organismos multilaterales de crédito asesoren a las diferentes naciones, resulta importante tener en cuenta los conceptos elevados de la justicia fiscal, los presupuestos públicos responsables en su endeudamiento y, sobre todo, la promoción efectiva y protagónica de los más pobres en el entramado social».[7] Tenemos la responsabilidad de proporcionar asistencia para el desarrollo a las naciones empobrecidas y alivio de la deuda para las naciones muy endeudadas.[8]

«Una nueva ética supone ser conscientes de la necesidad de que todos se comprometan a trabajar juntos para cerrar las guaridas fiscales, evitar las evasiones y el lavado de dinero que le roban a la sociedad, como también para decir a las naciones la importancia de defender la justicia y el bien común sobre los intereses de las empresas y multinacionales más poderosas».[9] Este es el tiempo propicio para renovar la arquitectura financiera internacional.[10]

Señor presidente,

Recuerdo la ocasión que tuve hace cinco años de dirigirme a la Asamblea General en su septuagésimo aniversario. Mi visita tuvo lugar en un período de un multilateralismo verdaderamente dinámico, un momento prometedor y de gran esperanza, inmediatamente anterior a la adopción de la Agenda 2030. Algunos meses después, también se adoptó el Acuerdo de París sobre el Cambio Climático.

Sin embargo, debemos admitir honestamente que, si bien se han logrado algunos progresos, la poca capacidad de la comunidad internacional para cumplir sus promesas de hace cinco años me lleva a reiterar que «hemos de evitar toda tentación de caer en un nominalismo declaracionista con efecto tranquilizador en las conciencias. Debemos cuidar que nuestras instituciones sean realmente efectivas en la lucha contra todos estos flagelos».[11]

Pienso también en la peligrosa situación en la Amazonía y sus poblaciones indígenas. Ello nos recuerda que la crisis ambiental está indisolublemente ligada a una crisis social y que el cuidado del medio ambiente exige una aproximación integral para combatir la pobreza y combatir la exclusión.[12]

Ciertamente es un paso positivo que la sensibilidad ecológica integral y el deseo de acción hayan crecido. «No debemos cargar a las próximas generaciones con los problemas causados por las anteriores. […] Debemos preguntarnos seriamente si existe – entre nosotros – la voluntad política […] para mitigar los efectos negativos del cambio climático, así como para ayudar a las poblaciones más pobres y vulnerables que son las más afectadas».[13]

La Santa Sede seguirá desempeñando su papel. Como una señal concreta de cuidar nuestra casa común, recientemente ratifiqué la Enmienda de Kigali al Protocolo de Montreal.[14]

Señor presidente,

No podemos dejar de notar las devastadoras consecuencias de la crisis del Covid-19 en los niños, comprendiendo los menores migrantes y refugiados no acompañados. La violencia contra los niños, incluido el horrible flagelo del abuso infantil y de la pornografía, también ha aumentado dramáticamente.

Además, millones de niños no pueden regresar a la escuela. En muchas partes del mundo esta situación amenaza un aumento del trabajo infantil, la explotación, el maltratado y la desnutrición. Desafortunadamente, los países y las instituciones internacionales también están promoviendo el aborto como uno de los denominados “servicios esenciales” en la respuesta humanitaria. Es triste ver cuán simple y conveniente se ha vuelto, para algunos, negar la existencia de vida como solución a problemas que pueden y deben ser resueltos tanto para la madre como para el niño no nacido.

Imploro, pues, a las autoridades civiles que presten especial atención a los niños a quienes se les niegan sus derechos y dignidad fundamentales, en particular, su derecho a la vida y a la educación. No puedo evitar recordar el apelo de la joven valiente Malala Yousafzai, quien hace cinco años en la Asamblea General nos recordó que “un niño, un maestro, un libro y un bolígrafo pueden cambiar el mundo”.

Los primeros educadores del niño son su mamá y su papá, la familia que la Declaración Universal de los Derechos Humanos describe como «el elemento natural y fundamental de la sociedad».[15] Con demasiada frecuencia, la familia es víctima de colonialismos ideológicos que la hacen vulnerable y terminan por provocar en muchos de sus miembros, especialmente en los más indefensos – niños y ancianos – un sentido de desarraigo y orfandad. La desintegración de la familia se hace eco en la fragmentación social que impide el compromiso para enfrentar enemigos comunes. Es hora de reevaluar y volver a comprometernos con nuestros objetivos.

Y uno de esos objetivos es la promoción de la mujer. Este año se cumple el vigésimo quinto aniversario de la Conferencia de Beijing sobre la Mujer. En todos los niveles de la sociedad las mujeres están jugando un papel importante, con su contribución única, tomando las riendas con gran coraje en servicio del bien común. Sin embargo, muchas mujeres quedan rezagadas: víctimas de la esclavitud, la trata, la violencia, la explotación y los tratos degradantes. A ellas y a aquellas que viven separadas de sus familias, les expreso mi fraternal cercanía a la vez que reitero una mayor decisión y compromiso en la lucha contra estas prácticas perversas que denigran no sólo a las mujeres sino a toda la humanidad que, con su silencio y no actuación efectiva, se hace cómplice.

Señor Presidente,

Debemos preguntarnos si las principales amenazas a la paz y a la seguridad como, la pobreza, las epidemias y el terrorismo, entre otras, pueden ser enfrentadas efectivamente cuando la carrera armamentista, incluyendo las armas nucleares, continúa desperdiciando recursos preciosos que sería mejor utilizar en beneficio del desarrollo integral de los pueblos y para proteger el medio ambiente natural.

Es necesario romper el clima de desconfianza existente. Estamos presenciando una erosión del multilateralismo que resulta todavía más grave a la luz de nuevas formas de tecnología militar,[16] como son los sistemas letales de armas autónomas (LAWS), que están alterando irreversiblemente la naturaleza de la guerra, separándola aún más de la acción humana.

Hay que desmantelar las lógicas perversas que atribuyen a la posesión de armas la seguridad personal y social. Tales lógicas sólo sirven para incrementar las ganancias de la industria bélica, alimentando un clima de desconfianza y de temor entre las personas y los pueblos.

Y en particular, “la disuasión nuclear” fomenta un espíritu de miedo basado en la amenaza de la aniquilación mutua, que termina envenenando las relaciones entre los pueblos y obstruyendo el diálogo.[17] Por eso, es tan importante apoyar los principales instrumentos legales internacionales de desarme nuclear, no proliferación y prohibición. La Santa Sede espera que la próxima Conferencia de Revisión del Tratado sobre la No Proliferación de las Armas Nucleares (TNP) resulte en acciones concretas conformes con nuestra intención conjunta «de lograr lo antes posible la cesación de la carrera de armamentos nucleares y de emprender medidas eficaces encaminadas al desarme nuclear».[18]

Además, nuestro mundo en conflicto necesita que la ONU se convierta en un taller para la paz cada vez más eficaz, lo cual requiere que los miembros del Consejo de Seguridad, especialmente los Permanentes, actúen con mayor unidad y determinación. En este sentido, la reciente adopción del alto al fuego global durante la presente crisis, es una medida muy noble, que exige la buena voluntad de todos para su implementación continuada. Y también reitero la importancia de disminuir las sanciones internacionales que dificultan que los Estados brinden el apoyo adecuado a sus poblaciones.

Señor presidente,

De una crisis no se sale igual: o salimos mejores o salimos peores. Por ello, en esta coyuntura crítica, nuestro deber es repensar el futuro de nuestra casa común y proyecto común. Es una tarea compleja, que requiere honestidad y coherencia en el diálogo, a fin de mejorar el multilateralismo y la cooperación entre los Estados. Esta crisis subraya aún más los límites de nuestra autosuficiencia y común fragilidad y nos plantea explicitarnos claramente cómo queremos salir: mejores o peores. Porque repito, de una crisis no se sale igual: o salimos mejores o salimos peores.

La pandemia nos ha mostrado que no podemos vivir sin el otro, o peor aún, uno contra el otro. Las Naciones Unidas fueron creadas para unir a las naciones, para acercarlas, como un puente entre los pueblos; usémoslo para transformar el desafío que enfrentamos en una oportunidad para construir juntos, una vez más, el futuro que queremos.

¡Y que Dios nos bendiga a todos!

Gracias Señor Presidente.

_____________________

[1] Discurso a la Asamblea General de la ONU, 25 de septiembre de 2015; Benedicto XVI, Discurso a la Asamblea General de la ONU, 18 de abril de 2008.

[2] Meditación durante el momento extraordinario de oración en tiempo de epidemia, 27 de marzo de 2020.

[3] Cfr Declaración Universal de los Derechos Humanos, Artículo 25.1.

[4] Carta Encíclica Laudato si’, 112.

[5] Discurso a la Asamblea General de la ONU, 25 de septiembre de 2015.

[6] Mensaje Urbi et Orbi, 12 de abril de 2020.

[7] Discurso a los Participantes en el Seminario “Nuevas formas de solidaridad”, 5 de febrero de 2020.

[8] Cfr ibíd.

[9] Ibíd.

[10] Cfr ibíd.

[11] Discurso a la Asamblea General de la ONU, 25 de septiembre de 2015.

[12] Cfr Carta Encíclica Laudato si’, 139.

[13] Mensaje a los participantes en el XXV período de sesiones de la Conferencia de los Estados Parte en la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, 1 de diciembre de 2019.

[14] Cfr Mensaje a la XXXI Reunión de las Partes del Protocolo de Montreal, 7 de noviembre de 2019.

[15] Declaración Universal de los Derechos Humanos, Artículo 16.3.

[16] Cfr Discurso sobre las Armas Nucleares, Parque del epicentro de la bomba atómica, Nagasaki, 24 de noviembre de 2019.

[17] Cfr ibíd.

[18] Tratado sobre la No Proliferación de las Armas Nucleares, Preámbulo.

[01110-ES.01] [Texto original: Español]

Traduzione in lingua francese

Monsieur le Président,

La paix soit avec vous!

Je vous salue cordialement, Monsieur le Président, ainsi que toutes les délégations qui prennent part à cette importante 75ème Assemblée Générale des Nations Unies. J’étends mes salutations en particulier au Secrétaire Général, Monsieur António Guterres, aux Chefs d’Etat et de Gouvernement participants et à tous ceux qui suivent ce Débat général.

Le 75ème anniversaire de l’ONU est une occasion de renouveler le souhait du Saint-Siège pour que cette Organisation soit un véritable signe et instrument, d’unité entre les Etats et de service de toute la famille humaine.[1]

Notre monde est touché, ces temps-ci, par la pandémie de COVID-19 qui a provoqué la perte de nombreuses vies. Cette crise est en train de changer notre mode de vie, remettant en question nos systèmes économiques, sanitaires et sociaux, et mettant au jour notre fragilité de créatures.

La pandémie nous appelle, de fait, «à saisir ce temps d’épreuve comme un temps de choix. […] : le temps de choisir ce qui importe et ce qui passe, de séparer ce qui est nécessaire de ce qui ne l’est pas».[2] Cela peut être une réelle occasion de conversion et de changement pour repenser notre mode de vie et nos systèmes économiques et sociaux, qui creusent les écarts entre les pauvres et les riches en raison d’une injuste répartition des ressources. Mais elle peut aussi provoquer des réactions de «retrait défensif» caractérisées par l’individualisme et l’élitisme.

Nous sommes donc face à un choix entre deux voies possibles: l’une conduisant au renforcement du multilatéralisme, expression d’une coresponsabilité mondiale renouvelée, d’une solidarité fondée sur la justice et sur la réalisation de la paix et de l’unité de la famille humaine, projet de Dieu sur le monde; l’autre voie favorisant les attitudes d’autosuffisance, de nationalisme, d’individualisme et d’isolement, délaissant les plus pauvres, les plus vulnérables, ceux qui habitent les périphéries existentielles. Il est certain que celle-ci sera néfaste à toute la communauté, infligeant des auto-préjudices à tous. Et elle ne doit pas l’emporter.

La pandémie a mis en relief l’urgente nécessité de promouvoir la santé publique et de réaliser le droit de toute personne à recevoir les soins médicaux de base.[3] Par conséquent, je renouvelle mon appel aux responsables politiques et au secteur privé pour qu’ils prennent les mesures adéquates afin de garantir l’accès aux vaccins contre la COVID-19 et aux technologies de base nécessaires pour traiter les malades. Et s’il faut privilégier quelqu’un, que ce soit le plus pauvre, le plus vulnérable, celui qui se trouve toujours discriminé du fait de n’avoir ni pouvoir, ni ressources économiques.

La crise actuelle nous a aussi démontré que la solidarité ne peut se réduire à un mot ou à une promesse vide. Elle nous montre, de plus, qu’il est important d’échapper à la tentation d’aller au-delà de nos limites naturelles. «La liberté humaine est capable de limiter la technique, de l’orienter, comme de la mettre au service d’un autre type de progrès, plus sain, plus humain, plus social, plus intégral».[4] Nous devrions aussi prendre en compte tous ces aspects dans les débats sur le thème complexe de l’intelligence artificielle (IA).

Ayant cela à l’esprit, je pense également aux effets sur le travail, domaine déstabilisé par un marché de l’emploi de plus en plus déterminé par l’imprévisibilité et la “robotisation généralisée”. Il est en particulier nécessaire de trouver de nouvelles formes de travail qui permettent réellement de satisfaire le potentiel humain et qui reconnaissent en même temps notre dignité. Pour garantir un travail digne, il est nécessaire de changer le paradigme économique dominant qui vise uniquement à augmenter les bénéfices des entreprises. Offrir du travail à davantage de personnes devrait être l’un des principaux objectifs de tout employeur, un des critères de succès de l’activité productive. Le progrès technologique est utile et nécessaire pourvu qu’il serve à faire en sorte que le travail des personnes soit plus digne, plus sûr, moins lourd et écrasant.

Tout cela demande un changement de direction, et nous avons déjà les ressources pour cela, nous avons les moyens culturels, technologiques et nous avons la conscience sociale. Cela étant, ce changement requiert un cadre éthique plus fort qui soit en mesure de vaincre «la ‘‘culture du déchet’’ aujourd’hui si répandue et inconsciemment renforcée».[5]

A l’origine de cette culture du déchet se trouve un grand manque de respect pour la dignité humaine, un plaidoyer idéologique aux visions réductionnistes de la personne, une négation de l’universalité de ses droits fondamentaux et un désir de pouvoir et de contrôle absolus qui domine la société moderne d’aujourd’hui. Appelons-le par son nom: c’est aussi une attaque contre l’humanité.

De fait, il est douloureux de voir combien de droits fondamentaux continuent d’être violés en toute impunité. La liste de ces violations est très longue et nous fait parvenir l’image terrible d’une humanité violentée, blessée, privée de dignité, de liberté et de possibilité de développement. Sur cette image, les croyants également continuent d’endurer toutes sortes de persécutions, y compris le génocide à cause de leurs convictions. Parmi les croyants, les chrétiens sont aussi victimes: combien souffrent partout dans le monde, étant parfois obligés de fuir leurs terres ancestrales, se retrouvant coupés de leur riche histoire et de leur culture.

Nous devons aussi admettre que les crises humanitaires se sont muées en statu quo, où les droits à la vie, à la liberté et à la sécurité personnelle ne sont pas garantis. De fait, les conflits montrent, partout dans le monde, que l’usage des armes explosives, surtout dans les zones peuplées, a un impact humanitaire dramatique à long terme. En ce sens, les armes conventionnelles deviennent de moins en moins “conventionnelles” et de plus en plus des armes de “destruction massive”, détruisant villes, écoles, hôpitaux, centres religieux, infrastructures et services essentiels pour la population.

De plus, beaucoup se voient obligés d’abandonner leur foyer. Souvent, les réfugiés, les migrants et les personnes déplacées dans leur pays d’origine, de transit et de destination, souffrent, abandonnés, sans opportunité pour améliorer leur situation de vie ou celle de leur famille. Pire encore, des milliers sont arraisonnés en mer et envoyés de force dans des camps de détention où ils subissent des tortures et des abus. Beaucoup sont victimes de la traite, de l’esclavage sexuel ou du travail forcé, exploités dans des travaux dégradants, sans un juste salaire. Aussi intolérable que cela soit, ceci est cependant une réalité que beaucoup aujourd’hui ignorent intentionnellement!

Les nombreux efforts internationaux, importants pour répondre à ces crises, suscitent un grand espoir - parmi eux les deux Pactes Mondiaux, sur les Réfugiés et pour la Migration -, mais beaucoup manquent de l’appui politique nécessaire pour aboutir. D’autres échouent parce que les Etats singuliers contournent leurs responsabilités et leurs engagements. Cependant, la crise actuelle est une opportunité, une opportunité pour l’ONU, une opportunité de susciter une société plus fraternelle et compatissante.

Cela implique de reconsidérer le rôle des institutions économiques et financières, comme celles de Bretton-Woods, qui doivent répondre à l’augmentation rapide de l’inégalité entre les très riches et les perpétuellement pauvres. Un modèle économique qui promeuve la subsidiarité, soutienne le développement économique au niveau local et investisse dans l’éducation et les infrastructures qui bénéficient aux communautés locales, constituera les bases du succès économique lui-même, et en même temps, du renouveau de la communauté et de la nation en général. Et là, je renouvelle mon appel pour que, «vu les circonstances, […] tous les États se mettent en condition d’affronter les besoins majeurs du moment, en réduisant, si non carrément en remettant, la dette qui pèse sur les budgets des États les plus pauvres».[6]

La Communauté internationale doit s’efforcer de mettre fin aux injustices économiques. «Quand les organismes multilatéraux de crédit fournissent des consultations aux différents pays, il est important d’avoir à l’esprit les concepts élevés de la justice fiscale, les bilans publics responsables de leur endettement et, surtout, une promotion effective des plus pauvres dans le tissu social».[7] Nous avons la responsabilité d’offrir une assistance au développement des pays pauvres et un allégement de la dette pour les pays très endettés.[8]

«Une nouvelle éthique présuppose d’être conscients de la nécessité que tous s’engagent à travailler ensemble en vue d’éliminer les paradis fiscaux, éviter la fraude fiscale et le blanchiment d’argent qui volent la société, ainsi que pour dire aux pays l’importance de défendre la justice et le bien commun au-dessus des intérêts des entreprises et des multinationales les plus puissantes».[9] C’est le moment propice pour renouveler l’architecture financière internationale.[10]

Monsieur le Président,

Je me souviens de l’occasion que j’ai eue, il y a cinq ans, de m’adresser à l’Assemblée Générale en son 70ème anniversaire. Ma visite avait eu lieu à l’époque d’un multilatéralisme vraiment dynamique, à un moment prometteur et de grande espérance, juste avant l’adoption de l’Agenda 2030. Quelques mois plus tard, l’Accord de Paris sur le changement climatique était adopté.

Cependant, nous devons admettre honnêtement que, même si certains progrès ont été obtenus, la faible capacité de la Communauté internationale à tenir ses engagements pris il y a cinq ans nous conduit à redire que «nous devons éviter toute tentation de tomber dans un nominalisme de déclarations à effet tranquillisant sur les consciences. Nous devons veiller à ce que nos institutions soient réellement efficaces dans la lutte contre tous ces fléaux».[11]

Je pense aussi à la situation périlleuse pour l’Amazonie et pour ses populations autochtones. Cela nous rappelle que la crise environnementale est indissolublement liée à une crise sociale et que la sauvegarde de l’environnement exige une approche intégrale pour combattre la pauvreté et l’exclusion.[12]

Le développement d’une sensibilité écologique intégrale et d’un désir d’agir est certainement un pas positif. «Nous ne devons pas faire porter aux prochaines générations les problèmes causés par les générations précédentes […] Nous devons nous demander sérieusement s’il existe entre nous une volonté politique […] pour limiter les effets négatifs du changement climatique, et pour aider les populations les plus pauvres et les plus vulnérables qui sont les plus touchées».[13]

Le Saint-Siège continuera à jouer son rôle. En signe concret de son engagement à veiller sur notre maison commune, j’ai récemment ratifié l’Amendement de Kigali au Protocole de Montréal.[14]

Monsieur le Président,

on ne peut manquer de constater les conséquences dévastatrices de la crise de la COVID-19 chez les enfants, en particulier les migrants mineurs et les réfugiés non accompagnés. De plus, la violence contre les enfants, notamment l’horrible fléau des abus sur mineurs et la pornographie, a dramatiquement augmenté.

En outre, des millions d’enfants ne peuvent pas retourner à l’école. Dans plusieurs régions du monde, cette situation risque de générer une augmentation du travail des enfants, de l’exploitation, de la maltraitance et de la malnutrition. Malheureusement, les pays mais également les institutions internationales, promeuvent l’avortement comme l’un des dits “services essentiels” dans la réponse humanitaire. Il est triste de voir à quel point il est devenu simple et commode, pour certains, de nier l’existence de la vie humaine comme une solution à des problèmes qui peuvent et doivent être résolus aussi bien à l’égard de la mère que pour l’enfant à naître.

J’implore donc les autorités civiles afin qu’elles prêtent une attention spéciale aux enfants à qui sont niés leurs droits fondamentaux et leur dignité, en particulier leur droit à la vie et à l’éducation. Je ne peux m’empêcher d’évoquer l’appel de la jeune et courageuse Malala Yousafzai qui, il y a cinq ans, devant l’Assemblée Générale, nous a rappelé qu’ “un enfant, un maître, un livre et un crayon peuvent changer le monde”.

Les premiers éducateurs de l’enfant sont sa maman et son papa, la famille, que la Déclaration Universelle des Droits de l’Homme décrit comme «l’élément naturel et fondamental de la société».[15] Trop souvent, la famille est victime de colonisations idéologiques qui la rendent vulnérable et finissent par provoquer chez plusieurs de ses membres, spécialement chez les plus faibles – les enfants et les personnes âgées –, le sentiment d’un déracinement et celui d’être devenu orphelin. La désintégration de la famille se reflète dans la fragmentation de la société qui entrave les efforts pour faire face aux ennemis communs. L’heure est venue de réévaluer et de renouveler notre engagement et nos objectifs.

Et l’un de ces objectifs est la promotion de la femme. Cette année est célébré le vingt-cinquième anniversaire de la Conférence de Pékin sur la femme. A tous les niveaux de la société, les femmes jouent un rôle important par leur contribution unique, prenant en main, avec grand courage, le service du bien commun. De nombreuses femmes sont cependant laissées pour compte: victimes de l’esclavage, de la traite, de la violence, ainsi que de l’exploitation et des traitements dégradants. A elles, et à celles qui vivent séparées de leurs familles, j’exprime ma proximité fraternelle en même temps que je réitère ma grande détermination et mon engagement dans la lutte contre ces pratiques perverses qui dénigrent non seulement les femmes, mais aussi toute l’humanité qui, par son silence et son manque d’action efficace, se rend complice.

Monsieur le Président,

nous devons nous demander si les principales menaces à la paix et à la sécurité, comme, entre autres, la pauvreté, les épidémies et le terrorisme, peuvent être affrontées efficacement lorsque la course aux armements, y compris les armes nucléaires, continue de gaspiller de précieuses ressources qu’il vaudrait mieux utiliser au bénéfice du développement intégral des peuples et pour protéger l’environnement naturel.

Il est nécessaire de mettre fin au climat de méfiance existant. Nous assistons à une érosion du multilatéralisme qui s’avère encore plus grave à la lumière des nouvelles formes de technologie militaire,[16] telles que les systèmes létaux d’armes autonomes (LAWS) qui changent irréversiblement la nature de la guerre en la séparant davantage de l’intervention humaine.

Il faut démanteler les logiques perverses qui attribuent à la possession d’armes la sécurité personnelle et sociale. Ces logiques servent seulement à augmenter les bénéfices de l’industrie militaire, en alimentant un climat de méfiance et de peur entre les personnes et les peuples.

Et en particulier, “la dissuasion nucléaire” favorise un esprit de peur basé sur la menace de l’anéantissement mutuel qui finit par envenimer les relations entre les peuples et par entraver le dialogue.[17] C’est pourquoi il est si important de soutenir les principaux instruments de droit internationaux sur le désarmement nucléaire, la non-prolifération et l’interdiction. Le Saint-Siège espère que la prochaine Conférence des Parties chargée d’examiner le Traité sur la non-prolifération des armes nucléaires (TNP) se traduira en actions concrètes conformes à notre intention commune «de parvenir au plus tôt à la cessation de la course aux armements nucléaires et de prendre des mesures efficaces dans la voie du désarmement nucléaire».[18]

De plus, notre monde en conflit a besoin que l’ONU devienne un atelier pour la paix de plus en plus efficace, ce qui exige que les membres du Conseil de Sécurité, spécialement les membres permanents, agissent dans une plus grande unité et avec détermination. Dans ce sens, la récente adoption du cessez-le-feu mondial pendant la crise présente est une mesure très noble, qui exige la bonne volonté de tous pour une mise en œuvre continue. Et je réaffirme également l’importance de diminuer les sanctions internationales qui empêchent les États de fournir une aide adéquate à leurs populations.

Monsieur le Président,

On ne sort pas indemnes d’une crise: ou l’on en sort meilleurs, ou l’on en sort pires. C’est pourquoi, dans cette conjoncture critique, notre devoir est de repenser l’avenir de notre maison commune et de notre projet commun. C’est une tâche complexe qui demande honnêteté et cohérence dans le dialogue afin d’améliorer le multilatéralisme et la coopération entre les États. Cette crise souligne encore davantage les limites de notre autosuffisance et de notre fragilité commune et exige de nous expliquer clairement sur la façon dont nous voulons en sortir: meilleurs ou pires. Je le répète, on ne sort pas indemnes d’une crise: ou l’on en sort meilleurs, ou l’on en sort pires.

La pandémie nous a montré que nous ne pouvons pas vivre sans l’autre, ou pire encore, les uns contre les autres. Les Nations Unies ont été créées pour unir les nations, pour les rapprocher, comme un pont entre les peuples; utilisons-le pour transformer le défi auquel nous sommes confrontés en une opportunité pour construire ensemble, une fois de plus, l’avenir que nous voulons.

Que Dieu nous bénisse tous! Merci Monsieur le Président.

___________________

[1] Discours à l’Assemblée Générale de l’ONU, 25 septembre 2015; Benoit XVI, Discours à l’Assemblée Générale de l’ONU, 18 avril 2008.

[2] Moment extraordinaire de prière en temps d’épidémie, 27 mars 2020.

[3] Cf. Déclaration Universelle des Droits Humains, Article 25.1.

[4] Lett. enc. Laudato si’, n. 112.

[5] Discours à l’Assemblée Générale de l’ONU, 25 septembre 2015.

[6] Message Urbi et Orbi, 12 avril 2020.

[7] Discours aux participants à un à un séminaire sur «les nouvelles formes de fraternité solidaire», 5 février 2020.

[8] Cf. Ibid.

[9] Ibid.

[10] Cf. Ibid.

[11] Discours à l’Assemblée Générale de l’ONU, 25 septembre 2015.

[12] Cf. Lett. enc. Laudato si’, n. 139.

[13] Message aux participants à la 25ème session de la Conférence des Nations Unies sur le Changement climatique, 1er décembre 2019.

[14] Cf. Message à la 31ème Réunion des Parties au Protocole de Montréal, 7 novembre 2019.

[15] Déclaration Universelle des Droits de l’Homme, Article 16. 3.

[16] Cf. Discours sur les Armes Nucléaires, Monument des martyrs - Nishizaka Hill (Nagasaki), 24 novembre 2019.

[17] Cf. Ibid.

[18] Traité sur la non-prolifération des armes nucléaires, Préambule.

[01110-FR.01] [Texte original: Italien]

Traduzione in lingua inglese

Mr. President,

Peace be with all of you!

I offer cordial greetings to you, Mr President, and to all the Delegations taking part in this significant Seventy-fifth Session of the United Nations’ General Assembly. In particular, I greet the Secretary General, Mr António Guterres, the participating Heads of State and Government, and all those who are following the General Debate.

The seventy-fifth anniversary of the United Nations offers me a fitting occasion to express once again the Holy See’s desire that this Organization increasingly serve as a sign of unity between States and an instrument of service to the entire human family.[1]

In these days, our world continues to be impacted by the Covid-19 pandemic, which has led to the loss of so many lives. This crisis is changing our way of life, calling into question our economic, health and social systems, and exposing our human fragility.

The pandemic, indeed, calls us “to seize this time of trial as a time of choosing, a time to choose what matters and what passes away, a time to separate what is necessary from what is not”.[2] It can represent a concrete opportunity for conversion, for transformation, for rethinking our way of life and our economic and social systems, which are widening the gap between rich and poor based on an unjust distribution of resources. On the other hand, the pandemic can be the occasion for a “defensive retreat” into greater individualism and elitism.

We are faced, then, with a choice between two possible paths. One path leads to the consolidation of multilateralism as the expression of a renewed sense of global co-responsibility, a solidarity grounded in justice and the attainment of peace and unity within the human family, which is God’s plan for our world. The other path emphasizes self-sufficiency, nationalism, protectionism, individualism and isolation; it excludes the poor, the vulnerable and those dwelling on the peripheries of life. That path would certainly be detrimental to the whole community, causing self-inflicted wounds on everyone. It must not prevail.

The pandemic has highlighted the urgent need to promote public health and to make every person’s right to basic medical care a reality.[3] For this reason, I renew my appeal to political leaders and the private sector to spare no effort to ensure access to Covid-19 vaccines and to the essential technologies needed to care for the sick. If anyone should be given preference, let it be the poorest, the most vulnerable, those who so often experience discrimination because they have neither power nor economic resources.

The current crisis has also demonstrated that solidarity must not be an empty word or promise. It has also shown us the importance of avoiding every temptation to exceed our natural limits. “We have the freedom needed to limit and direct technology; we can put it at the service of another type of progress, one which is healthier, more human, more social, more integral”.[4] This also needs to be taken into careful consideration in discussions on the complex issue of artificial intelligence (AI).

Along these same lines, I think of the effects of the pandemic on employment, a sector already destabilized by a labour market driven by increasing uncertainty and widespread robotization. There is an urgent need to find new forms of work truly capable of fulfilling our human potential and affirming our dignity. In order to ensure dignified employment, there must be a change in the prevailing economic paradigm, which seeks only to expand companies’ profits. Offering jobs to more people should be one of the main objectives of every business, one of the criteria for the success of productive activity. Technological progress is valuable and necessary, provided that it serves to make people’s work more dignified and safe, less burdensome and stressful.

All this calls for a change of direction. To achieve this, we already possess the necessary cultural and technological resources, and social awareness. This change of direction will require, however, a more robust ethical framework capable of overcoming “today’s widespread and quietly growing culture of waste”.[5]

At the origin of this “throwaway culture” is a gross lack of respect for human dignity, the promotion of ideologies with reductive understandings of the human person, a denial of the universality of fundamental human rights, and a craving for absolute power and control that is widespread in today’s society. Let us name this for what it is: an attack against humanity itself.

It is in fact painful to see the number of fundamental human rights that in our day continue to be violated with impunity. The list of such violations is indeed lengthy, and offers us a frightening picture of a humanity abused, wounded, deprived of dignity, freedom and hope for the future. As part of this picture, religious believers continue to endure every kind of persecution, including genocide, because of their beliefs. We Christians too are victims of this: how many of our brothers and sisters throughout the world are suffering, forced at times to flee from their ancestral lands, cut off from their rich history and culture.

We should also admit that humanitarian crises have become the status quo, in which people’s right to life, liberty and personal security are not protected. Indeed, as shown by conflicts worldwide, the use of explosive weapons, especially in populated areas, is having a dramatic long-term humanitarian impact. Conventional weapons are becoming less and less “conventional” and more and more “weapons of mass destruction”, wreaking havoc on cities, schools, hospitals, religious sites, infrastructures and basic services needed by the population.

What is more, great numbers of people are being forced to leave their homes. Refugees, migrants and the internally displaced frequently find themselves abandoned in their countries of origin, transit and destination, deprived of any chance to better their situation in life and that of their families. Worse still, thousands are intercepted at sea and forcibly returned to detention camps, where they meet with torture and abuse. Many of these become victims of human trafficking, sexual slavery or forced labour, exploited in degrading jobs and denied a just wage. This is intolerable, yet intentionally ignored by many!

The numerous and significant international efforts to respond to these crises begin with great promise – here I think of the two Global Compacts on Refugees and on Migration – yet many lack the necessary political support to prove successful. Others fail because individual states shirk their responsibilities and commitments. All the same, the current crisis offers an opportunity for the United Nations to help build a more fraternal and compassionate society.

This includes reconsidering the role of economic and financial institutions, like that of Bretton-Woods, which must respond to the rapidly growing inequality between the super-rich and the permanently poor. An economic model that encourages subsidiarity, supports economic development at the local level and invests in education and infrastructure benefiting local communities, will lay the foundation not only for economic success but also for the renewal of the larger community and nation. Here I would renew my appeal that “in light of the present circumstances… all nations be enabled to meet the greatest needs of the moment through the reduction, if not the forgiveness, of the debt burdening the balance sheets of the poorest nations”.[6]

The international community ought to make every effort to put an end to economic injustices. “When multilateral credit organizations provide advice to various nations, it is important to keep in mind the lofty concepts of fiscal justice, the public budgets responsible for their indebtedness and, above all, an effective promotion of the poorest, which makes them protagonists in the social network”.[7] We have a responsibility to offer development assistance to poor nations and debt relief to highly indebted nations.[8]

“A new ethics presupposes being aware of the need for everyone to work together to close tax shelters, avoid evasions and money laundering that rob society, as well as to speak to nations about the importance of defending justice and the common good over the interests of the most powerful companies and multinationals”.[9] Now is a fitting time to renew the architecture of international finance.[10]

Mr. President,

Five years ago, I had the opportunity to address the General Assembly in person on its seventieth anniversary. My visit took place at a time marked by truly dynamic multilateralism. It was a moment of great hope and promise for the international community, on the eve of the adoption of the 2030 Agenda for Sustainable Development. Some months later, the Paris Agreement on Climate Change was also adopted.

Yet we must honestly admit that, even though some progress has been made, the international community has shown itself largely incapable of honouring the promises made five years ago. I can only reiterate that “we must avoid every temptation to fall into a declarationist nominalism which would assuage our consciences. We need to ensure that our institutions are truly effective in the struggle against all these scourges”.[11]

I think of the alarming situation in the Amazon and its indigenous peoples. Here we see that the environmental crisis is inseparably linked to a social crisis, and that caring for the environment calls for an integrated approach to combatting poverty and exclusion.[12]

To be sure, the growth of an integral ecological sensitivity and the desire for action is a positive step. “We must not place the burden on the next generations to take on the problems caused by the previous ones… We must seriously ask ourselves if there is the political will to allocate with honesty, responsibility and courage, more human, financial and technological resources to mitigate the negative effects of climate change, as well as to help the poorest and most vulnerable populations who suffer from them the most”.[13]

The Holy See will continue to play its part. As a concrete sign of the Holy See’s commitment to care for our common home, I recently ratified the Kigali Amendment to the Montreal Protocol.[14]

Mr. President,

We cannot fail to acknowledge the devastating effects of the Covid-19 crisis on children, including unaccompanied young migrants and refugees. Violence against children, including the horrible scourge of child abuse and pornography, has also dramatically increased.

Millions of children are presently unable to return to school. In many parts of the world, this situation risks leading to an increase in child labour, exploitation, abuse and malnutrition. Sad to say, some countries and international institutions are also promoting abortion as one of the so-called “essential services” provided in the humanitarian response to the pandemic. It is troubling to see how simple and convenient it has become for some to deny the existence of a human life as a solution to problems that can and must be solved for both the mother and her unborn child.

I urge civil authorities to be especially attentive to children who are denied their fundamental rights and dignity, particularly their right to life and to schooling. I cannot help but think of the appeal of that courageous young woman, Malala Yousafzai, who speaking five years ago in the General Assembly, reminded us that “one child, one teacher, one book and one pen can change the world”.

The first teachers of every child are his or her mother and father, the family, which the Universal Declaration of Human Rights describes as the “natural and fundamental group unit of society”.[15] All too often, the family is the victim of forms of ideological colonialism that weaken it and end up producing in many of its members, especially the most vulnerable, the young and the elderly, a feeling of being orphaned and lacking roots. The breakdown of the family is reflected in the social fragmentation that hinders our efforts to confront common enemies. It is time that we reassess and recommit ourselves to achieving our goals.

One such goal is the advancement of women. This year marks the twenty-fifth anniversary of the Beijing Conference on Women. At every level of society, women now play an important role, offering their singular contribution and courageously promoting the common good. Many women, however, continue to be left behind: victims of slavery, trafficking, violence, exploitation and degrading treatment. To them, and to those who forced to live apart from their families, I express my fraternal closeness. At the same time, I appeal once more for greater determination and commitment in the fight against those heinous practices that debase not only women, but all humanity, which by its silence and lack of effective action becomes an accomplice in them.

Mr. President,

We must ask ourselves if the principal threats to peace and security – poverty, epidemics, terrorism and so many others – can be effectively be countered when the arms race, including nuclear weapons, continues to squander precious resources that could better be used to benefit the integral development of peoples and protect the natural environment.

We need to break with the present climate of distrust. At present, we are witnessing an erosion of multilateralism, which is all the more serious in light of the development of new forms of military technology,[16] such as lethal autonomous weapons systems (LAWS) which irreversibly alter the nature of warfare, detaching it further from human agency.

We need to dismantle the perverse logic that links personal and national security to the possession of weaponry. This logic serves only to increase the profits of the arms industry, while fostering a climate of distrust and fear between persons and peoples.

Nuclear deterrence, in particular, creates an ethos of fear based on the threat of mutual annihilation; in this way, it ends up poisoning relationships between peoples and obstructing dialogue.[17] That is why it is so important to support the principal international legal instruments on nuclear disarmament, non-proliferation and prohibition. The Holy See trusts that the forthcoming Review Conference of the Parties to the Treaty on the Non-Proliferation of Nuclear Weapons (NPT) will result in concrete action in accordance with our joint intention “to achieve at the earliest possible date the cessation of the nuclear arms race and to undertake effective measures in the direction of nuclear disarmament”.[18]

In addition, our strife-ridden world needs the United Nations to become an ever more effective international workshop for peace. This means that the members of the Security Council, especially the Permanent Members, must act with greater unity and determination. In this regard, the recent adoption of a global cease-fire during the present crisis is a very noble step, one that demands good will on the part of all for its continued implementation. Here I would also reiterate the importance of relaxing international sanctions that make it difficult for states to provide adequate support for their citizens.

Mr. President,

We never emerge from a crisis just as we were. We come out either better or worse. This is why, at this critical juncture, it is our duty to rethink the future of our common home and our common project. A complex task lies before us, one that requires a frank and coherent dialogue aimed at strengthening multilateralism and cooperation between states. The present crisis has further demonstrated the limits of our self-sufficiency as well as our common vulnerability. It has forced us to think clearly about how we want to emerge from this: either better or worse.

The pandemic has shown us that we cannot live without one another, or worse still, pitted against one another. The United Nations was established to bring nations together, to be a bridge between peoples. Let us make good use of this institution in order to transform the challenge that lies before us into an opportunity to build together, once more, the future we all desire.

God bless you all!

Thank you, Mr. President.

______________________

[1] Address to the General Assembly of the United Nations, 25 September 2015; BENEDICT XVI, Address to the General Assembly of the United Nations, 18 April 2008.

[2] Meditation during the Extraordinary Moment of Prayer in the Time of Pandemic, 27 March 2020.

[3] Universal Declaration of Human Rights, Article 25.1.

[4] Encyclical Letter Laudato Si’, 112.

[5] Address to the General Assembly of the United Nations Organization, 25 September 2015.

[6] Urbi et Orbi Message, 12 April 2020.

[7] Address to the Participants in the Seminar “New Forms of Solidarity”, 5 February 2020.

[8] Ibid.

[9] Ibid.

[10] Cf. ibid.

[11] Address to the General Assembly of the United Nations Organization, 25 September 2015.

[12] Encyclical Letter Laudato Si’, 139.

[13] Message to the Participants in the Twenty-Fifth Session of the Conference of States Parties to the United Nations Framework Convention on Climate Change, 1 December 2019.

[14] Message to the Thirty-first Meeting of the Parties to the Montreal Protocol, 7 November 2019.

[15] Universal Declaration of Human Rights, Article 16.3.

[16] Address on Nuclear Weapons, Atomic Bomb Hypocenter Park, Nagasaki, 24 November 2019.

[17] Ibid.

[18] Treaty on the Non-Proliferation of Nuclear Weapons, Preamble.

[01110-EN.01] [Original text: Spanish]

[B0486-XX.01]