Incontro per la Pace presso il Memoriale della Pace di Hiroshima
Discorso del Santo Padre
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Traduzione in lingua francese
Traduzione in lingua inglese
Traduzione in lingua tedesca
Traduzione in lingua portoghese
Traduzione in lingua polacca
Alle 17.45 locali (9.45 ora di Roma) il Santo Padre Francesco è giunto all’Aeroporto di Hiroshima.
Al Suo arrivo il Papa è stato accolto dal Vescovo della città, S.E. Mons. Alexis Mitsuru Shirahama, P.S.S., e da alcune Autorità civili ed ecclesiastiche. Dopo l’omaggio floreale di due bambini, il Santo Padre si è trasferito in auto al Memoriale della Pace di Hiroshima che sorge nel luogo in cui il 6 agosto 1945 esplose la bomba atomica.
Alle 18.40 locali (10.40 ora di Roma) ha avuto luogo l’Incontro per la Pace presso il Memoriale della Pace di Hiroshima a cui erano presenti circa mille fedeli, 20 Leader religiosi e 20 vittime.
Papa Francesco è stato accolto dal Prefetto, dal Sindaco, dal Presidente dell’Assemblea prefettizia e dal Presidente del Consiglio Comunale di Hiroshima nei pressi del Memoriale della Pace.
Dopo la firma sul Libro d’Onore, il Santo Padre ha raggiunto la piazzetta sottostante e salutato i Leader religiosi e, successivamente, le vittime presenti. Due delle vittime hanno offerto al Papa un omaggio floreale che egli ha deposto davanti al Memoriale. Quindi il Papa ha acceso una candela e, dopo il suono della campana e un momento di preghiera silenziosa, ha ascoltato la testimonianza di due vittime. Subito dopo ha pronunciato il Suo discorso.
Al termine, dopo il canto finale, il Papa si è trasferito in auto all’Aeroporto di Hiroshima, da dove, dopo il congedo dal Vescovo, S.E. Mons. Alexis Mitsuru Shirahama, e da 15 persone, è partito
alle ore 20.45 locali (12.45 ora di Roma) – a bordo di un A321 della All Nippon Airways – per rientrare a Tokyo. Appena arrivato all’aeroporto di Tokyo, alle 22.10 locali (14.10 ora di Roma), ha fatto ritorno in auto alla Nunziatura Apostolica di Tokyo.
Pubblichiamo di seguito il discorso che il Santo Padre ha pronunciato nel corso dell’Incontro per la Pace:
Discorso del Santo Padre
«Por mis hermanos y compañeros, voy a decir: La paz contigo» (Sal 122,8).
Dios de misericordia y Señor de la historia, a ti elevamos nuestros ojos desde este lugar, encrucijada de muerte y vida, de derrota y renacimiento, de sufrimiento y piedad.
Aquí, de tantos hombres y mujeres, de sus sueños y esperanzas, en medio de un resplandor de relámpago y fuego, no ha quedado más que sombra y silencio. En apenas un instante, todo fue devorado por un agujero negro de destrucción y muerte. Desde ese abismo de silencio, todavía hoy se sigue escuchando fuerte el grito de los que ya no están. Venían de diferentes lugares, tenían nombres distintos, algunos de ellos hablaban lenguas diversas. Todos quedaron unidos por un mismo destino, en una hora tremenda que marcó para siempre, no sólo la historia de este país sino el rostro de la humanidad.
Hago memoria aquí de todas las víctimas, me inclino ante la fuerza y la dignidad de aquellos que, habiendo sobrevivido a esos primeros momentos, han soportado en sus cuerpos durante muchos años los sufrimientos más agudos y, en sus mentes, los gérmenes de la muerte que seguían consumiendo su energía vital.
He sentido el deber de venir a este lugar como peregrino de paz, para permanecer en oración, recordando a las víctimas inocentes de tanta violencia y llevando también en el corazón las súplicas y anhelos de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, especialmente de los jóvenes, que desean la paz, trabajan por la paz, se sacrifican por la paz. He venido a este lugar lleno de memoria y de futuro trayendo el grito de los pobres, que son siempre las víctimas más indefensas del odio y de los conflictos.
Quisiera humildemente ser la voz de aquellos cuya voz no es escuchada, y que miran con inquietud y angustia las crecientes tensiones que atraviesan nuestro tiempo, las inaceptables desigualdades e injusticias que amenazan la convivencia humana, la grave incapacidad de cuidar nuestra casa común, el recurso continuo y espasmódico de las armas, como si estas pudieran garantizar un futuro de paz.
Con convicción, deseo reiterar que el uso de la energía atómica con fines de guerra es hoy más que nunca un crimen, no sólo contra el hombre y su dignidad sino contra toda posibilidad de futuro en nuestra casa común. El uso de energía atómica con fines de guerra es inmoral, como asimismo es inmoral la posesión de las armas atómicas, como ya lo dije hace dos años. Seremos juzgados por esto. Las nuevas generaciones se levantarán como jueces de nuestra derrota si hemos hablado de la paz, pero no la hemos realizado con nuestras acciones entre los pueblos de la tierra. ¿Cómo podemos hablar de paz mientras construimos nuevas y formidables armas de guerra? ¿Cómo podemos hablar de paz mientras justificamos determinadas acciones espurias con discursos de discriminación y de odio?
Estoy convencido de que la paz no es más que un “sonido de palabras” si no se funda en la verdad, si no se construye de acuerdo con la justicia, si no está vivificada y completada por la caridad, y si no se realiza en la libertad (cf. S. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, 37).
La construcción de la paz en la verdad y en la justicia significa reconocer que «son muchas y muy grandes las diferencias entre los hombres en ciencia, virtud, inteligencia y bienes materiales» (ibíd., 87), lo cual jamás puede justificar el propósito de imponer a los demás los propios intereses particulares. Por el contrario, todo esto constituye una fuente de mayor responsabilidad y respeto. Asimismo, las comunidades políticas, que legítimamente pueden diferir entre sí en términos de cultura o desarrollo económico, están llamadas a comprometerse a trabajar «por el progreso común», por el bien de todos (ibíd., 88).
De hecho, si realmente queremos construir una sociedad más justa y segura, debemos dejar que las armas caigan de nuestras manos: «No es posible amar con armas ofensivas en las manos» (S. Pablo VI, Discurso a las Naciones Unidas, 4 octubre 1965, 10). Cuando nos entregamos a la lógica de las armas y nos alejamos del ejercicio del diálogo, nos olvidamos trágicamente de que las armas, antes incluso de causar víctimas y ruinas, tienen la capacidad de provocar pesadillas, «exigen enormes gastos, detienen los proyectos de solidaridad y de trabajo útil, alteran la psicología de los pueblos» (ibíd.). ¿Cómo podemos proponer la paz si frecuentamos la intimidación bélica nuclear como recurso legítimo para la resolución de los conflictos? Que este abismo de dolor evoque los límites que jamás se pueden atravesar. La verdadera paz sólo puede ser una paz desarmada. Además, «la paz no es la mera ausencia de la guerra […]; sino un perpetuo quehacer» (Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 78). Es fruto de la justicia, del desarrollo, de la solidaridad, del cuidado de nuestra casa común y de la promoción del bien común, aprendiendo de las enseñanzas de la historia.
Recordar, caminar juntos, proteger. Estos son tres imperativos morales que, precisamente aquí en Hiroshima, adquieren un significado aún más fuerte y universal, y tienen la capacidad de abrir un camino de paz. Por lo tanto, no podemos permitir que las actuales y nuevas generaciones pierdan la memoria de lo acontecido, esa memoria que es garante y estímulo para construir un futuro más justo y más fraterno; un recuerdo expansivo capaz de despertar las conciencias de todos los hombres y mujeres, especialmente de aquellos que hoy desempeñan un papel especial en el destino de las naciones; una memoria viva que nos ayude a decir de generación en generación: ¡nunca más!
Precisamente por esto estamos llamados a caminar juntos, con una mirada de comprensión y de perdón, abriendo el horizonte a la esperanza y trayendo un rayo de luz en medio de las numerosas nubes que hoy ensombrecen el cielo. Abrámonos a la esperanza, convirtiéndonos en instrumentos de reconciliación y de paz. Esto será siempre posible si somos capaces de protegernos y sabernos hermanados en un destino común. Nuestro mundo, interconectado no sólo por la globalización sino desde siempre por una tierra común, reclama más que en otras épocas la postergación de intereses exclusivos de determinados grupos o sectores, para alcanzar la grandeza de aquellos que luchan corresponsablemente para garantizar un futuro común.
En una sola súplica abierta a Dios y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, en nombre de todas las víctimas de los bombardeos y experimentos atómicos, y de todos los conflictos, desde el corazón elevemos conjuntamente un grito: ¡Nunca más la guerra, nunca más el rugido de las armas, nunca más tanto sufrimiento! Que venga la paz en nuestros días, en este mundo nuestro. Dios, tú nos lo has prometido: «La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo» (Sal 84,11-12).
Ven, Señor, que es tarde y donde sobreabundó la destrucción que hoy también pueda hoy sobreabundar la esperanza de que es posible escribir y realizar una historia diferente. ¡Ven, Señor, Príncipe de la paz, haznos instrumentos y ecos de tu paz!
«Por mis hermanos y compañeros, voy a decir: La paz contigo» (Sal 122,8).
[01860-ES.02] [Texto original: Español]
Traduzione in lingua italiana
«Per i miei fratelli e i miei amici io dirò: “Su te sia pace!”» (Sal 122,8).
Dio di misericordia e Signore della storia, a te leviamo i nostri occhi da questo luogo, crocevia di morte e vita, di sconfitta e rinascita, di sofferenza e pietà.
Qui, di tanti uomini e donne, dei loro sogni e speranze, in mezzo a un bagliore di folgore e fuoco, non è rimasto altro che ombra e silenzio. Appena un istante, tutto venne divorato da un buco nero di distruzione e morte. Da quell’abisso di silenzio, ancora oggi si continua ad ascoltare il forte grido di coloro che non sono più. Provenivano da luoghi diversi, avevano nomi diversi, alcuni di loro parlavano diverse lingue. Sono rimasti tutti uniti da uno stesso destino, in un’ora tremenda che segnò per sempre non solo la storia di questo Paese, ma il volto dell’umanità.
Faccio memoria qui di tutte le vittime e mi inchino davanti alla forza e alla dignità di coloro che, essendo sopravvissuti a quei primi momenti, hanno sopportato nei propri corpi per molti anni le sofferenze più acute e, nelle loro menti, i germi della morte che hanno continuato a consumare la loro energia vitale.
Ho sentito il dovere di venire in questo luogo come pellegrino di pace, per rimanere in preghiera, ricordando le vittime innocenti di tanta violenza, portando nel cuore anche le suppliche e le aspirazioni degli uomini e delle donne del nostro tempo, specialmente dei giovani, che desiderano la pace, lavorano per la pace, si sacrificano per la pace. Sono venuto in questo luogo pieno di memoria e di futuro portando con me il grido dei poveri, che sono sempre le vittime più indifese dell’odio e dei conflitti.
Desidererei umilmente essere la voce di coloro la cui voce non viene ascoltata e che guardano con inquietudine e con angoscia le crescenti tensioni che attraversano il nostro tempo, le inaccettabili disuguaglianze e ingiustizie che minacciano la convivenza umana, la grave incapacità di aver cura della nostra casa comune, il ricorso continuo e spasmodico alle armi, come se queste potessero garantire un futuro di pace.
Con convinzione desidero ribadire che l’uso dell’energia atomica per fini di guerra è, oggi più che mai, un crimine, non solo contro l’uomo e la sua dignità, ma contro ogni possibilità di futuro nella nostra casa comune. L’uso dell’energia atomica per fini di guerra è immorale, come allo stesso modo è immorale il possesso delle armi atomiche, come ho già detto due anni fa. Saremo giudicati per questo. Le nuove generazioni si alzeranno come giudici della nostra disfatta se abbiamo parlato di pace ma non l’abbiamo realizzata con le nostre azioni tra i popoli della terra. Come possiamo parlare di pace mentre costruiamo nuove e formidabili armi di guerra? Come possiamo parlare di pace mentre giustifichiamo determinate azioni illegittime con discorsi di discriminazione e di odio?
Sono convinto che la pace non è più di un “suono di parole” se non si fonda sulla verità, se non si costruisce secondo la giustizia, se non è vivificata e completata dalla carità e se non si realizza nella libertà (cfr S. Giovanni XXIII, Enc. Pacem in terris, 18).
La costruzione della pace nella verità e nella giustizia significa riconoscere che «molto spesso sussistono differenze, anche spiccate, nel sapere, nella virtù, nelle capacità inventive, nel possesso di beni materiali» (ibid., 49), però ciò non potrà mai giustificare l’intento di imporre agli altri i propri interessi particolari. Al contrario, tutto questo può costituire un motivo di maggiore responsabilità e rispetto. Parimenti, le comunità politiche, che legittimamente possono differire tra loro nel grado di cultura o di sviluppo economico, sono chiamate a impegnarsi a lavorare «per la comune ascesa», per il bene di tutti (cfr ibid., 49-50).
Di fatto, se realmente vogliamo costruire una società più giusta e sicura, dobbiamo lasciare che le armi cadano dalle nostre mani: «non si può amare con armi offensive in pugno» (S. Paolo VI, Discorso alle Nazioni Unite, 4 ottobre 1965, 5). Quando ci consegniamo alla logica delle armi e ci allontaniamo dall’esercizio del dialogo, ci dimentichiamo tragicamente che le armi, ancor prima di causare vittime e distruzione, hanno la capacità di generare cattivi sogni, «esigono enormi spese, arrestano progetti di solidarietà e di utile lavoro, falsano la psicologia dei popoli» (ibid., 5). Come possiamo proporre la pace se usiamo continuamente l’intimidazione bellica nucleare come ricorso legittimo per la risoluzione dei conflitti? Che questo abisso di dolore richiami i limiti che non si dovrebbero mai oltrepassare. La vera pace può essere solo una pace disarmata. Inoltre, «la pace non è la semplice assenza di guerra […]; ma è un edificio da costruirsi continuamente» (Conc. Vat. II, Cost. past. Gaudium et spes, 78). È frutto della giustizia, dello sviluppo, della solidarietà, dell’attenzione per la nostra casa comune e della promozione del bene comune, imparando dagli insegnamenti della storia.
Ricordare, camminare insieme, proteggere. Questi sono tre imperativi morali che, proprio qui a Hiroshima, acquistano un significato ancora più forte e universale e hanno la capacità di aprire un cammino di pace. Di conseguenza, non possiamo permettere che le attuali e le nuove generazioni perdano la memoria di quanto accaduto, quella memoria che è garanzia e stimolo per costruire un futuro più giusto e fraterno; un ricordo che si diffonde, per risvegliare le coscienze di tutti gli uomini e le donne, specialmente di coloro che oggi svolgono un ruolo speciale per il destino delle nazioni; una memoria viva che aiuti a dire di generazione in generazione: mai più!
Proprio per questo siamo chiamati a camminare uniti, con uno sguardo di comprensione e di perdono, aprendo l’orizzonte alla speranza e portando un raggio di luce in mezzo alle numerose nubi che oggi oscurano il cielo. Apriamoci alla speranza, diventando strumenti di riconciliazione e di pace. Questo sarà sempre possibile se saremo capaci di proteggerci e riconoscerci come fratelli in un destino comune. Il nostro mondo, interconnesso non solo a causa della globalizzazione ma, da sempre, a motivo della terra comune, reclama più che in altre epoche che siano posposti gli interessi esclusivi di determinati gruppi o settori, per raggiungere la grandezza di coloro che lottano corresponsabilmente per garantire un futuro comune.
In un’unica supplica, aperta a Dio e a tutti gli uomini e donne di buona volontà, a nome di tutte le vittime dei bombardamenti, degli esperimenti atomici e di tutti i conflitti, dal cuore eleviamo insieme un grido: Mai più la guerra, ma più il boato delle armi, mai più tanta sofferenza! Venga la pace nei nostri giorni, in questo nostro mondo. O Dio, tu ce l’hai promesso: «Amore e verità s’incontreranno. Giustizia e pace si baceranno. Verità germoglierà dalla terra e giustizia si affaccerà dal cielo» (Sal 84,11-12).
Vieni, Signore, che si fa sera, e dove abbondò la distruzione possa oggi sovrabbondare la speranza che è possibile scrivere e realizzare una storia diversa. Vieni Signore, Principe della pace, rendici strumenti e riflessi della tua pace!
«Per i miei fratelli e i miei amici io dirò: “Su te sia pace!”» (Sal 122,8).
[01860-IT.02] [Testo originale: Spagnolo]
Traduzione in lingua francese
«A cause de mes frères et de mes proches, je dirai : “Paix sur toi !” » (Ps 122, 8).
Dieu de Miséricorde et Seigneur de l’histoire, c’est vers toi que nous levons les yeux en ce lieu, carrefour de mort et de vie, de défaite et de renaissance, de souffrance et de pitié.
Ici, dans une lueur d’éclair et de feu, de tant d’hommes et de femmes, de leurs rêves et de leurs espérances, il n’est plus resté qu’ombre et silence. En à peine un instant, tout a été dévoré par un gouffre noir de destruction et de mort. De cet abîme de silence, aujourd’hui encore on continue d’entendre, fort, le cri de ceux qui ne sont plus. Ils venaient de différents endroits, avaient des noms différents, certains d’entre eux parlaient des langues différentes. Tous sont restés unis par un même destin, dans un moment terrible qui a marqué pour toujours, non seulement l’histoire de ce pays, mais aussi le visage de l’humanité.
Je fais mémoire ici de toutes les victimes et je m’incline devant la force et la dignité de ceux qui, ayant survécu à ces premiers moments, ont supporté dans leurs corps, de nombreuses années durant, les souffrances les plus atroces et, dans leur esprit, les germes de la mort qui continuaient à consumer leur énergie vitale.
J’ai senti le devoir de venir en ce lieu en pèlerin de paix, pour rester en prière, en souvenir des victimes innocentes de tant de violence et en portant aussi dans le cœur les suppliques et les aspirations des hommes et des femmes de notre temps, notamment des jeunes, qui désirent la paix, travaillent pour la paix, se sacrifient pour la paix. Je suis venu en ce lieu rempli de mémoire et d’avenir en apportant le cri des pauvres qui sont toujours les victimes les plus dépourvues de la haine et des conflits.
Je voudrais humblement être la voix de ceux dont la voix n’est pas entendue et qui voient avec inquiétude et angoisse les tensions croissantes qui traversent notre époque, les inégalités et les injustices inacceptables qui menacent la coexistence humaine, la grave incapacité de prendre soin de notre maison commune, le recours constant et spasmodique aux armes, comme si celles-ci pouvaient garantir un avenir de paix.
Je désire redire avec conviction que l’utilisation de l’énergie atomique à des fins militaires est aujourd’hui plus que jamais un crime, non seulement contre l’homme et sa dignité, mais aussi contre toute possibilité d’avenir dans notre maison commune. L’utilisation de l’énergie atomique à des fins militaires est immorale de même que la possession des armes atomiques, comme je l’avais déjà dit il y a deux ans. Nous aurons à en répondre. Les nouvelles générations se lèveront en juges de notre défaite si nous contentons de parler de paix sans le traduire concrètement dans les relations entre les peuples de la terre. Comment pouvons-nous parler de paix en construisant de nouvelles et redoutables armes de guerre? Comment pouvons-nous parler de paix en justifiant certaines actions fallacieuses par des discours de discrimination et de haine?
Je suis convaincu que la paix n’est pas plus qu’un “bruit de paroles”, si elle n’est pas fondée sur la vérité, si elle n’est pas construite en accord avec la justice, si elle n’est pas vivifiée et achevée dans la charité et si elle n’est pas réalisée dans la liberté (cf. Saint Jean XXIII, Pacem in terris, n. 37).
La construction de la paix dans la vérité et dans la justice signifie reconnaître que sont nombreuses « les différences souvent notables de savoir, de vertus, de capacités intellectuelles et de ressources matérielles qui distinguent les hommes les uns des autres» (Ibid., n. 87), ce qui ne peut jamais justifier la volonté d’imposer aux autres ses intérêts particuliers. Au contraire, tout cela constitue une source de plus grande responsabilité et d’un plus grand respect. De même, les communautés politiques, qui peuvent légitimement différer entre elles en terme de culture ou de développement économique, sont appelées à s’engager à travailler pour le progrès commun, pour le bien de tous (cf. ibid., n. 88).
De fait, si nous cherchons réellement à construire une société plus juste et sûre, nous devons laisser tomber de nos mains les armes : «On ne peut pas aimer avec des armes offensives en main » S. Paul VI, Discours aux Nations Unies, 4 octobre 1965, n. 5). Quand nous nous livrons à la logique des armes et nous éloignons de la pratique du dialogue, nous oublions tragiquement que les armes, avant même de faire des victimes et des ruines, peuvent provoquer des cauchemars, elles «exigent d’énormes dépenses, arrêtent les projets de solidarité et d’utile travail, elles faussent la psychologie des peuples» (Ibid., n.5 ) Comment pouvons-nous proposer la paix si nous utilisons l’intimidation de la guerre nucléaire comme recours légitime pour résoudre les conflits? Puisse cet abîme de souffrance rappeler les limites à ne jamais dépasser! La véritable paix ne peut être qu’une paix désarmée. De plus: «La paix n’est pas une pure absence de guerre […] elle est sans cesse à construire» (Gaudium et spes, n. 78). C’est le fruit de la justice, du développement de la solidarité, de la sauvegarde de notre maison commune et de la promotion du bien commun, quand on retient les leçons de l’histoire.
Rappeler, marcher ensemble, protéger. Ce sont trois impératifs moraux qui, précisément ici à Hiroshima, prennent un sens encore plus fort et universel, et peuvent ouvrir un chemin de paix. Par conséquent, nous ne pouvons pas permettre que les générations présentes et nouvelles perdent la mémoire de ce qui est arrivé, cette mémoire qui est garantie et encouragement pour construire un avenir plus juste et plus fraternel; une mémoire à même de s’étendre, capable de réveiller les consciences de tous les hommes et femmes, spécialement de ceux qui aujourd’hui jouent un rôle particulier dans le destin des nations; une mémoire vivante qui nous aide à dire, de génération en génération: plus jamais!
C’est précisément pour cela que nous sommes appelés à marcher ensemble, avec un regard de compréhension et de pardon, ouvrant l’horizon à l’espérance et apportant un rayon de lumière au milieu des nombreux nuages qui assombrissent le ciel aujourd’hui. Ouvrons-nous à l’espérance, en nous convertissant en instruments de réconciliation et de paix. Cela sera toujours possible si nous sommes capables de nous protéger et de nous reconnaître frères liés par un même destin. Notre monde interconnecté, non seulement par la mondialisation mais aussi, depuis toujours, par une terre commune, appelle, plus qu’en d’autres époques, l’ajournement d’intérêts exclusifs de groupes ou de certains secteurs, pour qu’on parvienne à la grandeur de ceux qui luttent ensemble afin de garantir un avenir commun.
Dans une unique supplication à Dieu ainsi qu’à tous les hommes et femmes de bonne volonté, au nom de toutes les victimes des bombardements et des expérimentations atomiques comme de tous les conflits, du fond du cœur élevons ensemble un cri: plus jamais la guerre, plus jamais le grondement des armes, plus jamais tant de souffrances! Qu’aujourd’hui, en notre monde, advienne la paix! Oh Dieu, tu nous l’as promis: « Amour et vérité se rencontrent, justice et paix s'embrassent ; la vérité germera de la terre et du ciel se penchera la justice» (Ps 84, 11-12).
Viens, Seigneur, car se fait tard! Et là où a surabondé la destruction que puisse aujourd’hui surabonder aussi l’espérance qu’il est possible d’écrire et de réaliser une histoire différente! Viens, Seigneur, Prince de la paix, fais de nous des instruments et des échos de ta paix!
«A cause de mes frères et de mes proches, je dirai : “Paix sur toi !” » (Ps 122, 8).
[01860-FR.02] [Texte original: Espagnol]
Traduzione in lingua inglese
“For love of my brethren and friends, I say: Peace upon you!” (Ps 122:8).
God of mercy and Lord of history, to you we lift up our eyes from this place, where death and life have met, loss and rebirth, suffering and compassion.
Here, in an incandescent burst of lightning and fire, so many men and women, so many dreams and hopes, disappeared, leaving behind only shadows and silence. In barely an instant, everything was devoured by a black hole of destruction and death. From that abyss of silence, we continue even today to hear the cries of those who are no longer. They came from different places, had different names, and some spoke different languages. Yet all were united in the same fate, in a terrifying hour that left its mark forever not only on the history of this country, but on the face of humanity.
Here I pay homage to all the victims, and I bow before the strength and dignity of those who, having survived those first moments, for years afterward bore in the flesh immense suffering, and in their spirit seeds of death that drained their vital energy.
I felt a duty to come here as a pilgrim of peace, to stand in silent prayer, to recall the innocent victims of such violence, and to bear in my heart the prayers and yearnings of the men and women of our time, especially the young, who long for peace, who work for peace and who sacrifice themselves for peace. I have come to this place of memory and of hope for the future, bringing with me the cry of the poor who are always the most helpless victims of hatred and conflict.
It is my humble desire to be the voice of the voiceless, who witness with concern and anguish the growing tensions of our own time: the unacceptable inequalities and injustices that threaten human coexistence, the grave inability to care for our common home, and the constant outbreak of armed conflict, as if these could guarantee a future of peace.
With deep conviction I wish once more to declare that the use of atomic energy for purposes of war is today, more than ever, a crime not only against the dignity of human beings but against any possible future for our common home. The use of atomic energy for purposes of war is immoral, just as the possessing of nuclear weapons is immoral, as I already said two years ago. We will be judged on this. Future generations will rise to condemn our failure if we spoke of peace but did not act to bring it about among the peoples of the earth. How can we speak of peace even as we build terrifying new weapons of war? How can we speak about peace even as we justify illegitimate actions by speeches filled with discrimination and hate?
I am convinced that peace is no more than an empty word unless it is founded on truth, built up in justice, animated and perfected by charity, and attained in freedom (cf. SAINT JOHN XXIII, Pacem in Terris, 37).
Building peace in truth and justice entails acknowledging that “people frequently differ widely in knowledge, virtue, intelligence and wealth” (ibid., 87), and that this can never justify the attempt to impose our own particular interests upon others. Indeed, those differences call for even greater responsibility and respect. Political communities may legitimately differ from one another in terms of culture or economic development, but all are called to commit themselves to work “for the common cause”, for the good of all (ibid., 88).
Indeed, if we really want to build a more just and secure society, we must let the weapons fall from our hands. “No one can love with offensive weapons in their hands” (SAINT PAUL VI, United Nations Address, 4 October 1965, 10). When we yield to the logic of arms and distance ourselves from the practice of dialogue, we forget to our detriment that, even before causing victims and ruination, weapons can create nightmares; “they call for enormous expenses, interrupt projects of solidarity and of useful labour, and warp the outlook of nations” (ibid.). How can we propose peace if we constantly invoke the threat of nuclear war as a legitimate recourse for the resolution of conflicts? May the abyss of pain endured here remind us of boundaries that must never be crossed. A true peace can only be an unarmed peace. For “peace is not merely the absence of war... but must be built up ceaselessly” (Gaudium et Spes, 78). It is the fruit of justice, development, solidarity, care for our common home and the promotion of the common good, as we have learned from the lessons of history.
To remember, to journey together, to protect. These are three moral imperatives that here in Hiroshima assume even more powerful and universal significance, and can open a path to peace. For this reason, we cannot allow present and future generations to lose the memory of what happened here. It is a memory that ensures and encourages the building of a more fair and fraternal future; an expansive memory, capable of awakening the consciences of all men and women, especially those who today play a crucial role in the destiny of the nations; a living memory that helps us say in every generation: never again!
That is why we are called to journey together with a gaze of understanding and forgiveness, to open the horizon to hope and to bring a ray of light amid the many clouds that today darken the sky. Let us open our hearts to hope, and become instruments of reconciliation and peace. This will always be possible if we are able to protect one another and realize that we are joined by a common destiny. Our world, interconnected not only by globalization but by the very earth we have always shared, demands, today more than ever, that interests exclusive to certain groups or sectors be left to one side, in order to achieve the greatness of those who struggle co-responsibly to ensure a common future.
In a single plea to God and to all men and women of good will, on behalf of all the victims of atomic bombings and experiments, and of all conflicts, let us together cry out from our hearts: Never again war, never again the clash of arms, never again so much suffering! May peace come in our time and to our world. O God, you have promised us that “mercy and faithfulness have met, justice and peace have embraced; faithfulness shall spring from the earth, and justice look down from heaven” (Ps 84:11-12).
Come, Lord, for it is late, and where destruction has abounded, may hope also abound today that we can write and achieve a different future. Come, Lord, Prince of Peace! Make us instruments and reflections of your peace!
“For love of my brethren and friends, I say: Peace upon you!” (Ps 122:8).
[01860-EN.02] [Original text: Spanish]
Traduzione in lingua tedesca
»Wegen meiner Brüder und meiner Freunde will ich sagen: In dir sei Friede« (Ps 122,8).
Gott des Erbarmens und Herr der Geschichte, zu dir erheben wir unsere Augen von diesem Ort aus, der eine Wegkreuzung von Tod und Leben, von Niederlage und Wiederaufleben, von Leid und Erbarmen ist.
Hier sind von vielen Männern und Frauen, von ihren Träumen und Hoffnungen, inmitten von Blitz und Feuer nichts als Schatten und Stille zurückgeblieben. In einem Augenblick wurde alles von einem schwarzen Loch aus Zerstörung und Tod verschlungen. Aus diesem Abgrund des Schweigens hört man noch heute den lauten Schrei derer, die nicht mehr sind. Sie stammten aus unterschiedlichen Orten, sie hatten verschiedene Namen, einige von ihnen redeten fremde Sprachen. Sie wurden alle vom gleichen Schicksal vereint zu einer schrecklichen Stunde, die für immer nicht nur die Geschichte dieses Landes, sondern auch das Antlitzes der Menschheit kennzeichnen sollte.
Ich gedenke hier aller Opfer und verneige mich vor der Stärke und der Würde derer, die über viele Jahre hinweg als Überlebende jener ersten Augenblicke die heftigsten körperlichen Schmerzen und in ihrem Geist die Keime des Todes ertragen haben, die an ihrer Lebenskraft weiter gezehrt haben.
Ich habe es als meine Pflicht betrachtet, als Pilger des Friedens an diesen Ort zu kommen, um im Gebet zu verweilen und der unschuldigen Opfer solcher Gewalt zu gedenken. Dabei trage ich im Herzen auch die Bittrufe und Anliegen der Männer und Frauen unserer Zeit, insbesondere der jungen Menschen, die sich nach Frieden sehnen, für den Frieden arbeiten, sich für den Frieden aufopfern. Ich bin an diesen Ort gekommen, der reich ist an Erinnerung und Zukunft, und trage dabei den Schrei der Armen mit mir, die immer die wehrlosesten Opfer von Hass und Konflikten sind.
Ich möchte mich in Demut zur Stimme all derer machen, deren Stimme nicht gehört wird und die mit Beunruhigung und Angst die wachsenden Spannungen beobachten, die unsere Zeit durchziehen, die unannehmbaren Gegensätze und Ungerechtigkeiten, die das menschliche Zusammenleben bedrohen, die schwerwiegende Unfähigkeit zur Sorge um unser gemeinsames Haus, den andauernden, krampfhaften Rückgriff auf Waffen, als ob diese eine friedliche Zukunft gewährleisten könnten.
Aus tiefer Überzeugung möchte ich bekräftigen, dass der Einsatz von Atomenergie zu Kriegszwecken heute mehr denn je ein Verbrechen ist, nicht nur gegen den Menschen und seine Würde, sondern auch gegen jede Zukunftsmöglichkeit in unserem gemeinsamen Haus. Der Einsatz von Atomenergie zu Kriegszwecken ist unmoralisch, wie ebenso der Besitz von Atomwaffen unmoralisch ist, wie ich schon vor zwei Jahren gesagt habe. Wir werden darüber gerichtet werden. Die neuen Generationen werden unser Scheitern verurteilen, wenn wir zwar über Frieden geredet, ihn aber nicht mit unserem Handeln unter den Völkern der Erde umgesetzt haben. Wie können wir von Frieden sprechen, während wir an neuen, furchtbaren Kriegswaffen bauen? Wie können wir über Frieden sprechen, während wir bestimmte illegale Handlungen mit diskriminierenden und hasserfüllten Reden rechtfertigen?
Ich bin überzeugt, dass der Friede nur „Schall und Rauch“ ist, wenn er nicht auf der Wahrheit gründet und mit Gerechtigkeit erbaut wird, wenn er nicht durch die Liebe beseelt und vervollständigt und nicht in der Freiheit verwirklicht wird (vgl. hl. Johannes XXIII., Enzyklika Pacem in terris, 18).
Der Aufbau des Friedens in Wahrheit und Gerechtigkeit bedeutet anzuerkennen, »dass die Menschen sehr häufig und auch in hohem Maße voneinander verschieden sind an Wissen, Tugend, Geisteskraft und an Besitz äußerer Güter« (ebd., 49). Das kann aber niemals das Bestreben rechtfertigen, anderen die eigenen Sonderinteressen aufzuzwängen. Im Gegenteil, all dies kann Grund zu größerer Verantwortung und Respekt sein. Desgleichen sind die Nationen, die gerechterweise ein unterschiedliches Kulturniveau und verschiedene wirtschaftliche Entwicklungen aufweisen, gerufen, sich für den »gemeinsamen Fortschritt«, für das Wohl aller einzusetzen (vgl. ebd., 49-50).
Wenn wir tatsächlich eine gerechtere und sicherere Gesellschaft aufbauen wollen, müssen wir die Waffen aus unseren Händen legen: »Man kann nicht lieben mit Angriffswaffen in den Händen« (hl. Paul VI., Ansprache an die Vereinten Nationen, 4. Oktober 1965, 5). Wenn wir der Logik der Waffen nachgeben und uns von der Praxis des Dialogs entfernen, vergessen wir tragischerweise, dass die Waffen, noch bevor sie Opfer fordern und Zerstörung bewirken, böse Szenarien hervorrufen können; »sie erfordern maßlose Kosten; sie vereiteln Projekte der Solidarität und der nützlichen Arbeit; sie verstören das Seelenleben der Völker« (ebd., 5). Wie können wir Frieden anbieten, wenn wir beständig die Drohung eines Atomkrieges als legitimes Mittel zur Konfliktlösung einsetzen? Möge dieser Abgrund des Schmerzes an die Grenzen erinnern, die niemals überschritten werden dürfen. Der wahre Friede kann nur ein waffenloser Friede sein. Darüber hinaus besteht der Friede »nicht darin, dass kein Krieg ist; […], sondern [er ist eine] immer wieder neu zu erfüllende Aufgabe« (Zweites Vatikanisches Konzil, Pastoralkonstitution Gaudium et spes, 78). Er ist die Frucht von Gerechtigkeit, von Entwicklung, Solidarität, vom Interesse für unser gemeinsames Haus und der Förderung des Gemeinwohls, indem man aus den Lehren der Geschichte lernt.
Erinnern, gemeinsam gehen, schützen. Dies sind drei moralische Imperative, die gerade hier in Hiroshima eine noch größere und universalere Bedeutung erlangen und einen Weg des Friedens eröffnen können. Deshalb dürfen wir nicht zulassen, dass die gegenwärtigen und künftigen Generationen die Erinnerung an das Geschehene verlieren; jene Erinnerung, die Garantie und Ansporn ist, um eine gerechtere und brüderlichere Welt zu erbauen; ein Gedächtnis, das sich verbreitet, um die Gewissen aller Männer und Frauen aufzurütteln, insbesondere der heutigen Verantwortungsträger der Nationen; eine lebendige Erinnerung, die helfen möge, von Generation zu Generation zu sagen: Nie wieder!
Gerade deswegen sind wir gerufen, gemeinsam mit einer verständnisvollen und verzeihenden Haltung weiter zu schreiten. Dann öffnen wir den Horizont für die Hoffnung und lassen einen Lichtstrahl durch die zahlreichen Wolken fallen, die den Himmel heute verdunkeln. Öffnen wir uns der Hoffnung, werden wir zu Werkzeugen der Versöhnung und des Friedens. Dies ist immer möglich, wenn wir uns als Brüder mit einer gemeinsamen Bestimmung schützen und anerkennen lernen. Unsere Welt ist nicht nur durch die Globalisierung vernetzt, sondern immer schon durch die allen gemeinsame Erde: Sie verlangt heute mehr als zu anderen Zeiten danach, die ausgrenzenden Interessen gewisser Gruppierungen oder Sektoren hintanzusetzen, um sich der Größe derer anzuschließen, die in geteilter Verantwortung für die Gewährleistung einer gemeinsamen Zukunft kämpfen.
In einer einzigen Bitte an Gott und an alle Männer und Frauen guten Willens und im Namen aller Opfer von Bombardierungen, Nuklearexperimenten und aller Konflikte erheben wir gemeinsam aus unseren Herzen den Ruf: Nie wieder Krieg, nie wieder das Dröhnen der Waffen, nie wieder so viel Leid! Möge der Friede in unsere Tage, in diese unsere Welt kommen. Herr, unser Gott, du hast es uns versprochen: »Es begegnen einander Huld und Treue; Gerechtigkeit und Friede küssen sich. Treue sprosst aus der Erde hervor; Gerechtigkeit blickt vom Himmel hernieder« (Ps 84,11-12).
Komm, Herr, denn es will Abend werden, und wo die Zerstörung mächtig wurde, möge heute die Hoffnung übermächtig werden. Die Hoffnung, dass es möglich ist, eine andere Geschichte zu schreiben und zu verwirklichen. Komm, oh Herr, Friedensfürst, mache uns zu Werkzeugen und zum Widerschein deines Friedens!
»Wegen meiner Brüder und meiner Freunde will ich sagen: In dir sei Friede« (Ps 122,8).
[01860-DE.02] [Originalsprache: Spanisch]
Traduzione in lingua portoghese
«Por amor dos meus irmãos e amigos, proclamarei: “A paz esteja contigo!”» (Sal 122/121, 8). Deus de misericórdia e Senhor da história, para Vós erguemos os nossos olhos a partir deste lugar, encruzilhada de morte e vida, derrota e renascimento, sofrimento e compaixão.
Aqui, de tantos homens e mulheres, dos seus sonhos e esperanças, no meio dum clarão de relâmpago e fogo, nada mais ficou além de sombra e silêncio. Num instante apenas, tudo foi devorado por um buraco negro de destruição e morte. Daquele abismo de silêncio, ainda hoje continua a ouvir-se forte o grito daqueles que já não estão aqui. Provinham de lugares diversos, tinham nomes diferentes, alguns deles falavam outras línguas. Ficaram todos unidos por um mesmo destino, numa hora tremenda que marcou para sempre não só a história deste país, mas também o rosto da humanidade.
Aqui, faço memória de todas as vítimas e inclino-me perante a força e a dignidade das pessoas que, tendo sobrevivido àqueles primeiros momentos, suportaram nos seus corpos durante muitos anos os sofrimentos mais agudos e, nas suas mentes, os germes da morte que continuaram a consumir a sua energia vital.
Senti o dever de vir a este lugar como peregrino de paz, para me deter em oração, recordando as vítimas inocentes de tanta violência e trazendo no coração também as súplicas e anseios dos homens e mulheres do nosso tempo, especialmente dos jovens, que desejam a paz, trabalham pela paz, sacrificam-se pela paz. Vim a este lugar cheio de memória e futuro, trazendo comigo o grito dos pobres, que são sempre as vítimas mais indefesas do ódio e dos conflitos.
Quereria, humildemente, ser a voz daqueles cuja voz não é escutada e que olham, com preocupação e angústia, as tensões crescentes que permeiam o nosso tempo, as desigualdades inaceitáveis e injustiças que ameaçam a convivência humana, a grave incapacidade de cuidar da nossa casa comum, o contínuo e espasmódico recurso às armas, como se estas pudessem garantir um futuro de paz.
Desejo reiterar, com convicção, que o uso da energia atómica para fins de guerra é, hoje mais do que nunca, um crime não só contra o homem e a sua dignidade, mas também contra toda a possibilidade de futuro na nossa casa comum. O uso da energia atómica para fins de guerra é imoral, como é imoral de igual modo – já o disse há dois anos – a posse das armas atómicas. Seremos julgados por isso. As novas gerações erguer-se-ão como juízes da nossa derrota por havermos falado de paz, mas não a termos realizado com as nossas ações entre os povos da terra. Como podemos falar de paz, enquanto construímos novas e tremendas armas de guerra? Como podemos falar de paz, enquanto justificamos certas ações ilegítimas com discursos de discriminação e ódio?
Estou convencido de que a paz não passa dum «som de palavras», se não se fundar na verdade, se não se construir segundo a justiça, se não se animar e consumar no amor, e se não se realizar na liberdade (cf. São João XXIII, Pacem in terris, 37).
A construção da paz na verdade e na justiça significa reconhecer que «subsistem muitas vezes entre os seres humanos consideráveis diferenças de saber, de virtude, de capacidade inventiva e de recursos materiais» (Ibid., 87), mas isso nunca poderá justificar a pretensão de impor aos outros os próprios interesses particulares. Pelo contrário, tudo isso pode constituir um motivo de maior responsabilidade e respeito. De modo análogo, as comunidades políticas, que podem legitimamente distinguir-se umas das outras em termos de cultura ou desenvolvimento económico, são chamadas a comprometer-se na «obra de comum ascensão dos povos» (Ibid., 88), para o bem de todos.
De facto, se realmente queremos construir uma sociedade mais justa e segura, devemos deixar cair as armas das nossas mãos: «Não se pode amar com armas ofensivas nas mãos» (São Paulo VI, Discurso às Nações Unidas, 4/X/1965, 5). Quando nos rendemos à lógica das armas e afastamos da prática do diálogo, esquecemo-nos tragicamente que as armas, antes mesmo de causar vítimas e ruínas, têm a capacidade de provocar pesadelos, «exigem enormes despesas, detêm os projetos de solidariedade e de útil trabalho, falseiam a psicologia dos povos» (Ibid., 5). Como podemos propor a paz, se usamos continuamente a intimidação bélica nuclear como recurso legítimo para a resolução de conflitos? Que este abismo de sofrimento evoque os limites que jamais se deveriam ultrapassar. A verdadeira paz só pode ser uma paz desarmada! Além disso, «a paz não é ausência de guerra; (...) nunca se alcança duma vez para sempre, antes deve estar constantemente a ser edificada» (Conc. Ecum. Vat. II, Gaudium et spes, 78). É fruto da justiça, do desenvolvimento, da solidariedade, da solicitude pela nossa casa comum e da promoção do bem comum, aprendendo com as lições da história.
Recordar, caminhar juntos, proteger: são três imperativos morais que adquirem, precisamente aqui em Hiroxima, um significado ainda mais forte e universal e são capazes de abrir um caminho de paz. Consequentemente não podemos permitir que as atuais e as novas gerações percam a memória do que aconteceu, aquela memória que é garantia e estímulo para construir um futuro mais justo e fraterno; uma memória expansiva, capaz de despertar as consciências de todos os homens e mulheres, particularmente de quantos hoje desempenham um papel especial no destino das nações; uma memória viva, que ajude a dizer de geração em geração: nunca mais!
Por isso mesmo, somos chamados a caminhar unidos, com um olhar de compreensão e perdão, abrindo o horizonte à esperança e proporcionando um raio de luz no meio das numerosas nuvens que hoje obscurecem o céu. Abramo-nos à esperança, tornando-nos instrumentos de reconciliação e de paz. Isto será possível sempre, se formos capazes de nos proteger e reconhecer como irmãos num destino comum. O nosso mundo, interligado não só agora pela globalização mas desde sempre por uma terra comum, reclama, mais do que noutros tempos, que sejam suplantados os interesses exclusivos de certos grupos ou setores, a fim de se atingir a grandeza daqueles que lutam corresponsavelmente para garantir um futuro comum.
Numa única súplica, aberta a Deus e a todos os homens e mulheres de boa vontade, em nome de todas as vítimas dos bombardeamentos, das experimentações atómicas e de todos os conflitos, do fundo do coração elevemos juntos um grito: Nunca mais a guerra, nunca mais o fragor das armas, nunca mais tanto sofrimento! Sobrevenha a paz em nossos dias, neste nosso mundo. Ó Deus, Vós no-lo prometestes: «O amor e a fidelidade vão encontrar-se. Vão beijar-se a justiça e paz. Da terra vai brotar a verdade e a justiça descerá do céu» (Sal 85/84, 11-12).
Vinde, Senhor, que anoitece! E onde abundou a destruição, possa hoje superabundar a esperança de que é possível escrever e realizar uma história diferente. Vinde, Senhor, Príncipe da paz, fazei de nós instrumentos e reflexos da vossa paz!
«Por amor dos meus irmãos e amigos, proclamarei: “A paz esteja contigo!”» (Sal 122/121, 8).
[01860-PO.02] [Texto original: Espanhol]
Traduzione in lingua polacca
„Przez wzgląd na moich braci i przyjaciół będę mówił: «Pokój w tobie!»” (Ps 122, 8).
Boże miłosierdzia i Panie dziejów, do Ciebie wznosimy nasze oczy z tego miejsca, skrzyżowania śmierci i życia, klęski i odrodzenia, cierpienia i miłosierdzia.
Tutaj, z tak wielu mężczyzn i kobiet, z ich marzeń i nadziei, pośród blasku błyskawicy i ognia, nie pozostało nic prócz cienia i milczenia. W jednej chwili wszystko pochłonęła czarna dziura zniszczenia i śmierci. Z tej otchłani milczenia wciąż słychać głośny krzyk tych, których już nie ma. Pochodzili z różnych miejsc, mieli różne imiona, niektórzy z nich mówili różnymi językami. Wszystkich połączyło to samo przeznaczenie w straszliwej godzinie, która na zawsze naznaczyła nie tylko historię tego kraju, ale także oblicze ludzkości.
Wspominam tutaj wszystkie ofiary i pochylam się przed siłą i godnością tych, którzy przeżywszy te pierwsze chwile, znosili przez wiele lat w swoich ciałach najcięższe cierpienia, a w swoich myślach, zalążki śmierci, które stale wyczerpywały ich energię życiową.
Poczuwałem się do obowiązku, aby przybyć na to miejsce jako pielgrzym pokoju, by pozostać na modlitwie, pamiętając o niewinnych ofiarach tak wielkiej przemocy, a także niosąc w moim sercu błagania i pragnienia mężczyzn i kobiet naszych czasów, zwłaszcza młodych, którzy pragną pokoju, działają na rzecz pokoju, poświęcają się dla pokoju. Przybyłem do tego miejsca pełnego pamięci i przyszłości, przynosząc ze sobą wołanie ubogich, którzy zawsze są najbardziej bezbronnymi ofiarami nienawiści i konfliktów.
Chciałbym być pokornie głosem tych, których głos nie jest wysłuchany i którzy patrzą z niepokojem i obawą na rosnące napięcia, jakie przeżywa nasz czas, niedopuszczalne nierówności i niesprawiedliwości zagrażające ludzkiemu współistnieniu, poważną niezdolność do troski o nasz wspólny dom, nieustanne i kurczowe odwoływanie się do broni, tak jakby mogły one zapewnić przyszłość pokoju.
Z przekonaniem pragnę podkreślić, że wykorzystanie energii atomowej do celów wojennych jest dziś bardziej niż kiedykolwiek zbrodnią nie tylko przeciwko człowiekowi i jego godności, ale także przeciwko wszelkiej szansie na przyszłość w naszym wspólnym domu. Wykorzystanie energii atomowej do celów wojennych jest niemoralne, jak również niemoralne jest posiadanie broni atomowej, jak powiedziałem dwa lata temu. Będziemy za to sądzeni. Nowe pokolenia powstaną jako sędziowie naszej przegranej, jeśli mówiliśmy o pokoju, ale nie dokonaliśmy tego naszymi działaniami pośród narodów ziemi. Jakże możemy mówić o pokoju, budując nowe i znakomite narzędzia wojny? Jakże możemy mówić o pokoju, kiedy uzasadniamy pewne bezprawne działania słowami dyskryminacji i nienawiści?
Jestem przekonany, że pokój jest niczym więcej jak „dźwiękiem słów”, jeśli nie jest oparty na prawdzie, jeśli nie jest budowany zgodnie ze sprawiedliwością, jeśli nie jest przeżywany i dopełniany przez miłość, i jeśli nie jest realizowany w wolności (por. Św. Jan XXIII, Enc. Pacem in terris, 18).
Budowanie pokoju w prawdzie i sprawiedliwości oznacza uznanie, że „ludzie najczęściej różnią się między sobą, i to poważnie, pod względem wiedzy, cnoty, uzdolnień umysłowych oraz ilości posiadanych dóbr materialnych” (tamże, 49), ale nie może to nigdy usprawiedliwiać zamiaru narzucania innym swoich własnych interesów partykularnych. Przeciwnie, wszystko to może stanowić motyw większej odpowiedzialności i szacunku. Podobnie wspólnoty polityczne, które mogą się między sobą zasadnie różnić pod wzglądem kulturowym lub rozwoju gospodarczego, są wezwane do zaangażowania się w działania „dla wspólnego postępu”, dla dobra wszystkich (tamże, 49-50).
Istotnie, jeśli naprawdę chcemy zbudować bardziej sprawiedliwe i bezpieczne społeczeństwo, musimy pozwolić, aby broń wypadła z naszych rąk: „Nie można miłować z ofensywną bronią w ręku” (Św. Paweł VI, Orędzie do ONZ, Nowy Jork, 4 października 1965, 5; w: Chrześcijanin w świecie, n. 7/1970 s. 28). Kiedy poddajemy się logice zbrojeń i porzucamy praktykowanie dialogu, to zapominamy niestety, że broń, nawet zanim spowoduje ofiary i ruiny, rodzi złe sny, „wymaga olbrzymich wydatków; hamuje wykonanie planów użytecznych prac przesiąkniętych duchem solidarności; wypacza psychikę ludzką” (tamże). Jakże możemy proponować pokój, jeśli nieustannie używamy wojennego zastraszenia nuklearnego jako uzasadnionego środka rozwiązywania konfliktów? Niech ta otchłań cierpienia przywołuje granice, których nigdy nie można przekroczyć. Prawdziwy pokój może być tylko pokojem nieuzbrojonym! Ponadto „pokój nie jest jedynie brakiem wojny [...], lecz należy go budować bezustannie” (Sobór Watykański II, Konst. duszp. Gaudium et spes, 78). Jest owocem sprawiedliwości, rozwoju, solidarności, troski o nasz wspólny dom i promowania wspólnego dobra, uczenia się na podstawie nauk historii.
Pamiętać, podążać razem, chronić. Są to trzy imperatywy moralne, które właśnie tutaj, w Hiroszimie, nabierają jeszcze silniejszego i bardziej uniwersalnego znaczenia i mają zdolność do otwarcia drogi pokoju. Dlatego nie możemy pozwolić, by obecne i nowe pokolenia utraciły pamięć o tym, co się wydarzyło, tej pamięci, będącej gwarantem i bodźcem do budowania bardziej sprawiedliwej i braterskiej przyszłości. Pamięć ekspansywna, która jest zdolna do obudzenia sumień wszystkich mężczyzn i kobiet, zwłaszcza tych, którzy dzisiaj odgrywają szczególną rolę w losach narodów; żywa pamięć, która pomoże nam mówić z pokolenia na pokolenie: nigdy więcej!
Właśnie dlatego jesteśmy wezwani, by iść razem, ze spojrzeniem zrozumienia i przebaczenia, otwierając horyzont na nadzieję i przynosząc promień światła pośrodku wielu chmur, które dziś przyćmiewają niebo. Otwórzmy się na nadzieję, stając się narzędziami pojednania i pokoju. Będzie to zawsze możliwe, jeśli będziemy zdolni, by zapewnić nam bezpieczeństwo i uznać siebie za braci we wspólnym losie. Nasz świat, połączony ze sobą nie tylko ze względu na globalizację, ale zawsze z powodu wspólnej ziemi, domaga się bardziej niż w innych epokach, by odłożono na bok wyłączne interesy określonych grup lub sektorów, żeby osiągnąć wielkość tych, którzy walczą współodpowiedzialnie o zapewnienie wspólnej przyszłości.
We wspólnym błaganiu, otwartym na Boga i na wszystkich mężczyzn i kobiety dobrej woli, w imieniu wszystkich ofiar bombardowań, eksperymentów atomowych i wszelkich konfliktów, wspólnie podnieśmy płynący z serca okrzyk: Nigdy więcej wojny, nigdy więcej zgiełku broni, nigdy więcej tak wiele cierpienia! Niech pokój nadejdzie w naszych dniach, w tym naszym świecie. O Boże, obiecałeś nam: „Łaskawość i wierność spotkają się z sobą, ucałują się sprawiedliwość i pokój. Wierność z ziemi wyrośnie, a sprawiedliwość wychyli się z nieba” (Ps 84, 11-12).
Przyjdź, Panie, gdyż ma się ku wieczorowi, i tam gdzie obfitowało zniszczenie, oby dziś przeobfitą stała się nadzieja, że można napisać i urzeczywistnić inną historię. Przyjdź Panie, Książę pokoju, uczyń nas narzędziami i odblaskiem Twojego pokoju!
„Przez wzgląd na moich braci i przyjaciół będę mówił: «Pokój w tobie!»” (Ps 122, 8)
[01860-PL.02] [Testo originale: Spagnolo]
[B0919-XX.02]