Omelia del Card. Angelo Becciu
Traduzione in lingua italiana
Pubblichiamo di seguito l’omelia che l’Em.mo Card. Angelo Becciu, Prefetto della Congregazione delle Cause dei Santi, ha pronunciato questa mattina nella Cattedrale di Malaga (Spagna) nel corso della Santa Messa di Beatificazione di Tiburzio Arnáiz Muñoz, Sacerdote della Compagnia di Gesù (+1926):
Omelia del Card. Angelo Becciu
“Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, también el Hijo del hombre se declarará por él ante los ángeles de Dios” (Lc 12,8).
Queridos hermanos y hermanas,
Estas palabras que hemos escuchado en el Evangelio nos recuerdan nuestra responsabilidad de ser testigos de Jesús. Mientras estaba rodeado por la multitud que lo seguía, Jesús, antes de hablar a las miles de personas, se dirige a sus discípulos y les recuerda un hecho que sucederá al final de los tiempos: el juicio final. Este será pronunciado por Dios Padre, juez justo, rodeado de ángeles, y en la presencia decisiva del Hijo del hombre. Este no es otro que el mismo Jesús. Él, mientras habla a los discípulos, es consciente de que el Padre lo ha destinado a actuar como el Hijo del hombre en el último día, cuando desempeñará la función de abogado de los justos, es decir, aquél que tiene el poder de decidir por cada persona ante el tribunal de Dios. Y esto es lo que sucederá: el que sea reconocido por Él se salvará; quien no sea reconocido por Él será condenado. La intervención del Hijo del hombre en nuestro favor dependerá de un hecho preciso: ¿hemos reconocido o no a Jesús en el curso de nuestra vida? Reconocerlo o negarlo en este mundo será decisivo para nuestro destino final. La posición que asumamos ante Cristo será decisiva para nuestro destino eterno; todo se jugará en dos palabras: “me reconocerá” o “me negará”.
Reconocer a Cristo significa no tener el temor de declararse cristianos, siendo testigos de su Evangelio y de los valores en él contenidos. Negar a Cristo significa rechazar tanto a Él como a su enseñanza de vida, de amor, de justicia, de paz, de fraternidad. Es más, ¡negar a Cristo significa no haber experimentado su amor!
Y el reconocimiento de Jesús debe hacerse “ante los hombres”, es decir, públicamente; de hecho, poco antes él mismo había recordado: “lo que digáis al oído en las recámaras se pregonará desde la azotea” (Lc 12,3). El amor de Dios que ha tocado nuestros corazones en algún momento de nuestra vida debe brotar y volverse efusivo y operativo. Si se secara, todo perdería color, sentido, luz. Seríamos como sarmientos separados de la vid, que únicamente sirven para ser arrojados al fuego.
La fe profesada con los labios debe manifestarse en una actitud de amor total hacia el mundo y hacia las realidades que nos rodean. El creyente está llamado a ser presencia viva y penetrante del Evangelio en el tejido cultural y social en el que vive. En este sentido, el Santo Padre Francisco afirmó: “Recordémoslo bien todos: no se puede anunciar el Evangelio de Jesús sin el testimonio concreto de la vida. Quien nos escucha y nos ve, debe poder leer en nuestros actos eso mismo que oye en nuestros labios” (Homilía en la Basílica de San Pablo Extramuros, 14 de abril de 2013).
El beato Tiburcio Arnáiz Muñoz, con el intenso sabor de su fiel testimonio del Evangelio hasta el heroísmo, supo impregnar de la doctrina de Cristo el ambiente en el que vivió, contribuyendo así a la misión de la Iglesia en el mundo. Con su vida, marcada por las buenas obras, nos ofrece un claro ejemplo de fe sincera y profunda, enriquecida por el sentido de la presencia de Dios y por la disposición a conformar su existencia con la voluntad divina. El intenso y fructífero ministerio apostólico de este celoso sacerdote e hijo espiritual de San Ignacio de Loyola se ejerció sobre el fundamento de la fe y de la caridad, todo orientado a la edificación de las almas y a la salvación de quienes fueron objeto de su cuidado pastoral. Su vivaz y cálida predicación se convirtió en un motivo decisivo para la conversión de muchos, especialmente durante las misiones populares, a través de las cuales llevaba a cabo una intensa y fructífera evangelización y promoción social.
Él fue un pastor según el corazón de Cristo y un misionero de la fe y de la caridad. Fue el típico ejemplo del “pastor con olor a oveja”, como hoy diría el Papa Francisco. Fue un intrépido heraldo del Evangelio, especialmente entre los más humildes y olvidados de los llamados “corralones”, los barrios más pobres y también más hostiles a la Iglesia de Málaga, consumiendo su vida por el prójimo, sostenido por un gran amor a Dios. Él encontró el valor fundamental de su vida sacerdotal y religiosa precisamente en el don de sí mismo y en el ferviente ministerio de la Palabra. De este rasgo esencial de su fisonomía pastoral hizo partícipes a un grupo de fieles laicas, comprometidas con la catequesis en las zonas rurales, que aún hoy, reunidas en la sociedad de vida apostólica de las Misioneras de las Doctrinas Rurales, realizan un apreciable apostolado.
¿De dónde provenía todo este ardor apostólico del Beato Tiburcio Arnaiz Muñoz? De una vida espiritual intensa, que encontró su culmen en la oración y en la Eucaristía: precisamente de aquí él obtenía la fuerza para poder gastarse sin reservas en el ministerio sacerdotal. Esta unión con el Señor, fruto de la fe, era la razón de su esperanza y se manifestaba después en el amor a los demás. En el encuentro orante con Cristo, corazón con corazón, él fue madurando poco a poco en ese conocimiento del Señor (Ef 1,17), al que nos invitaba San Pablo en la segunda lectura, obteniendo así un “espíritu de sabiduría” (ibíd.) a través del cual formaba y guiaba las conciencias en la incansable actividad del confesionario, punto de referencia en la Iglesia del Corazón de Jesús para los penitentes de Málaga y de otros lugares, de la dirección espiritual, de los retiros y, sobre todo, de los Ejercicios espírituales predicados a personas de todas las clases sociales.
Queridos hermanos y hermanas: ¿cuál es el mensaje que el Beato Tiburcio Arnáiz Muñoz ofrece a la Iglesia y a la sociedad de hoy? Él representa para todos nosotros, singularmente para los sacerdotes y las personas consagradas, el ejemplo del hombre que no se conforma con lo ya conquistado sino que, siendo dócil a las exigencias del espíritu, se propone entregarse a Dios con mayor radicalidad. De aquí nace su decisión de ingresar en la Compañía de Jesús tras doce años de ministerio diocesano. Él respondió al amor de Dios a través de una creciente entrega en el ministerio y en el amor por los últimos, los descartados. ¡Cuánta necesidad hay, en nuestros días, de abrir el corazón a las necesidades espirituales y materiales de tantos hermanos nuestros, quienes esperan de nosotros palabras de fe, de consuelo y de esperanza, así como gestos de atenta acogida y de generosa solidaridad!
Presentar a Tiburcio Arnáiz Muñoz, hoy, a la Iglesia, significa reafirmar la santidad sacerdotal, pero sobre todo supone dar a conocer a un ministro de Dios que hizo de su existencia un camino constante, luminoso y heroico de total entrega a Dios y a los hermanos, especialmente los más débiles. Él se sentía corresponsable de los males espirituales y morales, así como de las heridas sociales de su tiempo y era consciente que no podía salvarse sin salvar a los otros.
Esta asunción de responsabilidad, esta madurez de fe, este estilo de presencia sacerdotal y cristiana en el mundo, son también necesarios en el actual contexto eclesial y social, el cual tiene extrema necesidad de la presencia y del compromiso de sacerdotes, de personas consagradas y de fieles laicos que sepan testimoniar con coraje y firmeza, con entusiasmo e ímpetu, su mismo sentirse con Cristo, en Cristo y por Cristo, convirtiéndose en testigos creíbles del Evangelio.
El nuevo Beato representa para la Iglesia de hoy un modelo que estimula a vivir de Cristo, al tiempo que para toda la sociedad supone una antorcha capaz de iluminar la historia de nuestros tiempos.
Que su ejemplo nos acompañe y su intercesión nos sostenga. Por eso le invocamos: ¡Beato Tiburcio Arnáiz Muñoz, ruega por nosotros!
[01653-ES.01] [Texto original: Español]
Traduzione in lingua italiana
“Chiunque mi riconoscerà davanti agli uomini, anche il Figlio dell’uomo lo riconoscerà davanti agli angeli” (Lc 12,8).
Cari fratelli e sorelle,
queste parole che abbiamo ascoltato nel Vangelo, ci richiamano la nostra responsabilità di testimoni di Gesù. Mentre era circondato dalla folla che lo seguiva, Gesù, prima di parlare alle migliaia di persone, si rivolge ai suoi discepoli, ricordando loro un fatto che accadrà alla fine dei tempi: il giudizio finale. Esso sarà pronunciato da Dio Padre, giudice giusto, circondato dagli angeli, e alla presenza decisiva del Figlio dell’uomo. Questi non è altri che Gesù stesso. Egli, mentre parla ai discepoli, è consapevole di essere destinato dal Padre ad agire quale Figlio dell’uomo nell’ultimo giorno, quando svolgerà il ruolo di avvocato dei giusti, di colui cioè che ha il potere di decidere delle persone al cospetto del tribunale di Dio. E succederà questo: chi sarà da Lui riconosciuto, sarà salvato; chi non sarà riconosciuto sarà perduto. L’intervento del Figlio dell’uomo a nostro favore dipenderà da un fatto ben preciso: abbiamo o non abbiamo riconosciuto Gesù nel corso della nostra vita? L’aver riconosciuto o rinnegato Lui in questo mondo sarà decisivo sulla nostra sorte finale. La posizione che assumiamo di fronte a Cristo sarà determinante per il nostro destino eterno; tutto si giocherà su due parole: «mi riconoscerà» o «mi rinnegherà».
Riconoscere Cristo significa non avere il timore di dichiararsi cristiani, testimoniando concretamente il suo Vangelo e i valori in esso indicati. Rinnegare Cristo significa sconfessare Lui e il suo insegnamento di vita, di amore, di giustizia, di pace, di fraternità. Anzi rinnegare Cristo significa non aver sperimentato il suo Amore!
E il riconoscimento di Gesù deve essere compiuto «davanti agli uomini», cioè pubblicamente; infatti, poco prima Egli aveva ricordato: «Ciò che avrete detto all’orecchio nelle stanze più interne sarà annunciato nelle terrazze» (Lc 12,3). L’ amore di Dio che ha toccato i nostri cuori in qualsiasi momento della nostra vita deve germogliare e rendersi effusivo e operativo. Qualora esso si inaridisse tutto perderebbe colore, significato, luce. Saremmo come tralci staccati dalla vite e utili solo ad essere gettati nel fuoco.
La fede professata con le labbra deve esprimersi in un’attitudine di amore totale verso il mondo e le realtà che ci circondano. Il credente è chiamato ad essere presenza evangelica viva e penetrante nel tessuto culturale e sociale in cui vive. Al riguardo, il Santo Padre Francesco ha affermato: «Ricordiamolo bene tutti: non si può annunciare il Vangelo di Gesù senza la testimonianza concreta della vita. Chi ci ascolta e ci vede deve poter leggere nelle nostre azioni ciò che ascolta dalla nostra bocca» (Omelia in San Paolo fuori le Mura, 14 aprile 2013).
Il Beato Tiburzio Arnáiz Muñoz, con l’intenso sapore della sua testimonianza fedele al Vangelo fino all’eroismo, ha saputo permeare della dottrina di Cristo l’ambiente nel quale è vissuto, contribuendo così alla missione della Chiesa nel mondo. Con la sua vita, segnata da opere buone, ci offre un esempio chiaro di fede sincera e profonda, arricchita dal senso della presenza di Dio e dalla prontezza di accordare la propria esistenza alla volontà divina. L’intenso e fecondo ministero apostolico di questo zelante sacerdote e figlio spirituale di Sant’Ignazio di Loyola fu esercitato sul fondamento della fede e della carità, tutto proiettato all’edificazione delle anime e alla salvezza di quanti erano oggetto delle sue cure pastorali. La sua predicazione vivace e calorosa diventava così motivo decisivo di conversione per molti, specialmente durante le missioni popolari, attraverso le quali svolgeva una intensa e feconda evangelizzazione e promozione sociale.
Egli fu pastore secondo il cuore di Cristo e missionario della fede e della carità. Fu il tipico esempio del “pastore con l’odore delle pecore” come direbbe oggi Papa Francesco. Fu intrepido araldo del Vangelo specialmente tra le persone più umili e dimenticate nei cosiddetti “corralones”, i quartieri più poveri ed anche ostili alla Chiesa di Malaga, consumando la sua vita per il prossimo, sorretto da un grande amore per Dio. Egli ha trovato il valore fondamentale della sua vita sacerdotale e religiosa proprio nel dono di sé stesso e nel fervido ministero della Parola. Di questo tratto essenziale della sua fisionomia pastorale, rese partecipi un gruppo di fedeli laiche, impegnate nella catechesi nelle zone rurali, che ancora oggi, riunite nella società di vita apostolica delle Missionarie delle Dottrine rurali svolgono un apprezzato apostolato.
Da dove proveniva tutto questo ardore apostolico del novello Beato? Da una intensa vita spirituale, che trovava il culmine nella preghiera e nell’Eucaristia: qui, egli attingeva la forza per spendersi senza riserve nel ministero sacerdotale. Questa unione con il Signore, frutto della fede, era la ragione della sua speranza e si manifestava poi nell’amore verso gli altri. Nell’incontro orante, a cuore a cuore, con il Cristo, egli a poco a poco maturava nella «profonda conoscenza di lui» (Ef 1,17)– come ci ha ricordato San Paolo nella seconda lettura – conseguendo così «uno spirito di sapienza» (ibid.) per mezzo del quale formava e guidava le coscienze nell’instancabile attività del confessionale, punto di riferimento nella chiesa del Cuore di Gesù per i penitenti di Malaga e non solo, della direzione spirituale, dei ritiri e soprattutto degli Esercizi spirituali predicati a persone di tutte le classi sociali.
Cari fratelli e sorelle: qual è il messaggio che il Beato Tiburzio offre alla Chiesa e alla società di oggi? Egli rappresenta per tutti noi, specialmente per i sacerdoti e le persone consacrate, l’esempio dell’uomo che non si accontenta del già conquistato ma che docile alle esigenze dello spirito intende donarsi a Dio con maggior radicalità. Da qui la sua decisione di entrare nella Compagnia di Gesù dopo dodici anni di ministero diocesano. Egli ha risposto all’amore di Dio attraverso una crescente donazione di sé nel ministero e nell’amore verso gli ultimi, gli scartati. Quanto c’è bisogno, ai nostri giorni, di dilatare il cuore ai bisogni spirituali e materiali di tanti nostri fratelli, che attendono da noi parole di fede, di consolazione e di speranza, come pure gesti di premurosa accoglienza e di generosa solidarietà!
Presentare Tiburzio Arnáiz Muñoz, oggi, alla Chiesa, vuol dire riaffermare la santità sacerdotale, ma soprattutto far conoscere un ministro di Dio che fece della sua esistenza un costante, luminoso ed eroico cammino di totale donazione a Dio e ai fratelli, soprattutto verso i più deboli. Egli si sentiva corresponsabile dei mali spirituali e morali, e delle piaghe sociali del suo tempo e sapeva di non potersi salvare senza salvare gli altri.
Questa assunzione di responsabilità, questa maturità di fede, questo stile di presenza sacerdotale e cristiana nel mondo, sono necessarie anche nell’odierno contesto ecclesiale e sociale, il quale ha estremo bisogno della presenza e dell’impegno di sacerdoti, di persone consacrate e di fedeli laici che sappiano testimoniare con coraggio e fermezza, con entusiasmo e slancio il proprio sentirsi con Cristo, in Cristo e per Cristo, diventando testimoni credibili del Vangelo.
Il nuovo Beato rappresenta per la Chiesa di oggi un modello che stimola a vivere di Cristo, e per l’intera società una fiaccola capace di illuminare la storia dei nostri tempi.
Il suo esempio ci accompagni e la sua intercessione ci sostenga. Per questo invochiamolo: Beato Tiburzio Arnáiz Muñoz, prega per noi!
[01653-IT.01] [Testo originale: Spagnolo]
[B0767-XX.01]