Sala Stampa

www.vatican.va

Sala Stampa Back Top Print Pdf
Sala Stampa


Viaggio Apostolico del Santo Padre Francesco in Cile e Perù (15 – 22 gennaio 2018) – Santa Messa nell’Aerodromo di Maquehue a Temuco, 17.01.2018


Santa Messa nell’Aerodromo di Maquehue a Temuco

Pranzo con gli abitanti dell’Araucanía nella Casa “Madre de la Santa Cruz” di Temuco

Santa Messa nell’Aerodromo di Maquehue a Temuco

Omelia del Santo Padre

Traduzione in lingua italiana

Traduzione in lingua francese

Traduzione in lingua inglese

Traduzione in lingua tedesca

Traduzione in lingua portoghese

Traduzione in lingua polacca

Questa mattina, lasciata la Nunziatura Apostolica di Santiago, il Santo Padre Francesco si è trasferito in auto all’Aeroporto Base Aerea “Grupo 8 della FACH” da dove, alle ore 8 locali (12 ora di Roma) ha decollato verso Temuco a bordo di un A321 della LATAM, dopo aver salutato 20 persone del Comitato Organizzatore.

Al Suo arrivo all’Aeroporto “La Araucanía” di Temuco, il Papa è stato accolto da S.E. Mons. Héctor Eduardo Vargas Bastidas, S.D.B., Vescovo di Temuco; da S.E. Mons. Francisco Javier Stegmeier Schmidlin, Vescovo di Villarrica; dal Presidente della Regione e dai Sindaci di Temuco, Padre de las Casas e Freire. Erano inoltre presenti un coro e un gruppo di bambini. Quindi si è trasferito in auto all’Aerodromo di Maquehue. Al Suo arrivo, dopo aver salutato il Comandante della Base Aerea e dopo un giro in papamobile tra i fedeli, alle ore 10.20 locali (14.20 ora di Roma), il Papa ha presieduto la Celebrazione Eucaristica “per il progresso dei popoli”. Erano anche presenti tra i fedeli rappresentanti delle popolazioni originarie dell’Araucanía che hanno animato la Santa Messa con musiche tradizionali.

A conclusione della Celebrazione, il Vescovo di Temuco, S.E. Mons. Héctor Eduardo Vargas Bastidas, S.D.B., ha rivolto il suo saluto al Papa. Dopo la benedizione finale, il Santo Padre si è recato in auto alla Casa “Madre de la Santa Cruz”.

Pubblichiamo di seguito l’omelia che il Papa ha pronunciato dopo la proclamazione del Vangelo:

Omelia del Santo Padre

«Mari, Mari» (Buenos días)
«Küme tünngün ta niemün» (La paz esté con ustedes) (Lc 24,36).

Doy gracias a Dios por permitirme visitar esta linda parte de nuestro continente, la Araucanía: Tierra bendecida por el Creador con la fertilidad de inmensos campos verdes, con bosques cuajados de imponentes araucarias —el quinto elogio realizado por Gabriela Mistral a esta tierra chilena—,[1] sus majestuosos volcanes nevados, sus lagos y ríos llenos de vida. Este paisaje nos eleva a Dios y es fácil ver su mano en cada criatura. Multitud de generaciones de hombres y mujeres han amado y aman este suelo con celosa gratitud. Y quiero detenerme y saludar de manera especial a los miembros del pueblo Mapuche, así como también a los demás pueblos originarios que viven en estas tierras australes: rapanui (Isla de Pascua), aymara, quechua y atacameños, y tantos otros.

Esta tierra, si la miramos con ojos de turistas, nos dejará extasiados, pero luego seguiremos nuestro rumbo sin más; y acordándonos de los lindos paisajes, pero si nos acercamos a su suelo lo escucharemos cantar: «Arauco tiene una pena que no la puedo callar, son injusticias de siglos que todos ven aplicar».[2]

En este contexto de acción de gracias por esta tierra y por su gente, pero también de pena y dolor, celebramos la Eucaristía. Y lo hacemos en este aeródromo de Maqueue, en el cual tuvieron lugar graves violaciones de derechos humanos. Esta celebración la ofrecemos por todos los que sufrieron y murieron, y por los que cada día llevan sobre sus espaldas el peso de tantas injusticias. Y recordando estas cosas unos quedamos un instante en silencio ante tanto dolor y tanta injusticia. La entrega de Jesús en la cruz carga con todo el pecado y el dolor de nuestros pueblos, un dolor para ser redimido.

En el Evangelio que hemos escuchado, Jesús ruega al Padre para que «todos sean uno» (Jn 17,21). En una hora crucial de su vida se detiene a pedir por la unidad. Su corazón sabe que una de las peores amenazas que golpea y golpeará a los suyos y a la humanidad toda será la división y el enfrentamiento, el avasallamiento de unos sobre otros. ¡Cuántas lágrimas derramadas! Hoy nos queremos agarrar a esta oración de Jesús, queremos entrar con Él en este huerto de dolor, también con nuestros dolores, para pedirle al Padre con Jesús: que también nosotros seamos uno; no permitas que nos gane el enfrentamiento ni la división.

Esta unidad clamada por Jesús, es un don que hay que pedir con insistencia por el bien de nuestra tierra y de sus hijos. Y es necesario estar atentos a posibles tentaciones que pueden aparecer y «contaminar desde la raíz» este don que Dios nos quiere regalar y con el que nos invita a ser auténticos protagonistas de la historia. ¿Cuáles son esas tentaciones?

1. Los falsos sinónimos
Una de las principales tentaciones a enfrentar es confundir unidad con uniformidad. Jesús no le pide a su Padre que todos sean iguales, idénticos; ya que la unidad no nace ni nacerá de neutralizar o silenciar las diferencias. La unidad no es un simulacro ni de integración forzada ni de marginación armonizadora. La riqueza de una tierra nace precisamente de que cada parte se anime a compartir su sabiduría con los demás. No es ni será una uniformidad asfixiante que nace normalmente del predominio y la fuerza del más fuerte, ni tampoco una separación que no reconozca la bondad de los demás. La unidad pedida y ofrecida por Jesús reconoce lo que cada pueblo, cada cultura está invitada a aportar en esta bendita tierra. La unidad es una diversidad reconciliada porque no tolera que en su nombre se legitimen las injusticias personales o comunitarias. Necesitamos de la riqueza que cada pueblo tenga para aportar, y dejar de lado la lógica de creer que existen culturas superiores o culturas inferiores. Un bello «chamal» requiere de tejedores que sepan el arte de armonizar los diferentes materiales y colores; que sepan darle tiempo a cada cosa y a cada etapa. Se podrá imitar industrialmente, pero todos reconoceremos que es una prenda sintéticamente compactada. El arte de la unidad necesita y reclama auténticos artesanos que sepan armonizar las diferencias en los «talleres» de los poblados, de los caminos, de las plazas y paisajes. No es un arte de escritorio la unidad, ni tan solo de documentos, es un arte de la escucha y del reconocimiento. En eso radica su belleza y también su resistencia al paso del tiempo y de las inclemencias que tendrá que enfrentar.

La unidad que nuestros pueblos necesitan reclama que nos escuchemos, pero principalmente que nos reconozcamos, que no significa tan sólo «recibir información sobre los demás… sino de recoger lo que el Espíritu ha sembrado en ellos como un don también para nosotros».[3] Esto nos introduce en el camino de la solidaridad como forma de tejer la unidad, como forma de construir la historia; esa solidaridad que nos lleva a decir: nos necesitamos desde nuestras diferencias para que esta tierra siga siendo bella. Es la única arma que tenemos contra la «deforestación» de la esperanza. Por eso pedimos: Señor, haznos artesanos de unidad.

Otra tentación puede venir de la consideración de cuáles son las armas de la unidad.

2. Las armas de la unidad
La unidad, si quiere construirse desde el reconocimiento y la solidaridad, no puede aceptar cualquier medio para lograr este fin. Existen dos formas de violencia que más que impulsar los procesos de unidad y reconciliación terminan amenazándolos. En primer lugar, debemos estar atentos a la elaboración de «bellos» acuerdos que nunca llegan a concretarse. Bonitas palabras, planes acabados, sí —y necesarios—, pero que al no volverse concretos terminan «borrando con el codo, lo escrito con la mano». Esto también es violencia, ¿y por qué? porque frustra la esperanza.

En segundo lugar, es imprescindible defender que una cultura del reconocimiento mutuo no puede construirse en base a la violencia y destrucción que termina cobrándose vidas humanas. No se puede pedir reconocimiento aniquilando al otro, porque esto lo único que despierta es mayor violencia y división. La violencia llama a la violencia, la destrucción aumenta la fractura y separación. La violencia termina volviendo mentirosa la causa más justa. Por eso decimos «no a la violencia que destruye», en ninguna de sus dos formas.

Estas actitudes son como lava de volcán que todo arrasa, todo quema, dejando a su paso sólo esterilidad y desolación. Busquemos, en cambio, y no nos cansemos de buscar del el dialogo para la unidad, el camino de la no violencia activa, «como un estilo de política para la paz».[4] Busquemos, y no nos cansemos de buscar el diálogo para la unidad. Por eso decimos con fuerza: Señor, haznos artesanos de unidad.

Todos nosotros que, en cierta medida, somos pueblo de la tierra (Gn 2,7) estamos llamados al Buen vivir (Küme Mongen) como nos los recuerda la sabiduría ancestral del pueblo Mapuche. ¡Cuánto camino a recorrer, cuánto camino para aprender! Küme Mongen, un anhelo hondo que brota no sólo de nuestros corazones, sino que resuena como un grito, como un canto en toda la creación. Por eso hermanos, por los hijos de esta tierra, por los hijos de sus hijos digamos con Jesús al Padre: que también nosotros seamos uno; Señor, haznos artesanos de unidad.

_________________________

[1] Gabriela Mistral, Elogios de la tierra de Chile.
[2]
Violeta Parra, Arauco tiene una pena.
[3]
Exhort. ap. Evangelii gaudium, 246.
[4]
Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2017.

[00057-ES.02] [Texto original: Español]

Traduzione in lingua italiana

«Mari, Mari» (buongiorno)
«Küme tünngün ta niemün» «La pace sia con voi» (Lc 24,36).

Ringrazio Dio per avermi permesso di visitare questa bella parte del nostro continente, l’Araucanía: terra benedetta dal Creatore con la fertilità dei suoi immensi campi verdi, foreste colme di imponenti araucarie – il quinto elogio fatto da Gabriela Mistral a questa terra cilena –,[1] i suoi maestosi vulcani innevati, i suoi laghi e fiumi pieni di vita. Questo paesaggio ci eleva a Dio ed è facile vedere la sua mano in ogni creatura. Molte generazioni di uomini e donne hanno amato e amano questo suolo con gelosa gratitudine. E voglio soffermarmi e salutare in modo speciale i membri del popolo Mapuche, così come gli altri popoli indigeni che vivono in queste terre australi: Rapanui (Isola di Pasqua), Aymara, Quechua e Atacama, e molti altri.

Questa terra, se la guardiamo con occhi di turisti, ci lascerà estasiati, però dopo continueremo la nostra strada come prima, ricordandoci dei bei paesaggi che abbiamo visto; se invece ci avviciniamo al suolo, lo sentiremo cantare: «Arauco ha un dolore che non posso tacere, sono ingiustizie di secoli che tutti vedono commettere».[2]

In questo contesto di ringraziamento per questa terra e per la sua gente, ma anche di sofferenza e di dolore, celebriamo l’Eucaristia. E lo facciamo in questo aerodromo di Maqueue, nel quale si sono verificate gravi violazioni di diritti umani. Offriamo questa celebrazione per tutti coloro che hanno sofferto e sono morti e per quelli che, ogni giorno, portano sulle spalle il peso di tante ingiustizie. E ricordando queste cose, rimaniamo un istante in silenzio, pensando a tanto dolore e a tanta ingiustizia. Il sacrificio di Gesù sulla croce è carico di tutto il peccato e il dolore dei nostri popoli, un dolore da riscattare.

Nel Vangelo che abbiamo ascoltato, Gesù prega il Padre che «tutti siano una cosa sola» (Gv 17,21). In un’ora cruciale della sua vita si ferma a chiedere l’unità. Il suo cuore sa che una delle peggiori minacce che colpisce e colpirà il suo popolo e tutta l’umanità sarà la divisione e lo scontro, la sopraffazione degli uni sugli altri. Quante lacrime versate! Oggi vogliamo fare nostra questa preghiera di Gesù, vogliamo entrare con Lui in questo orto di dolore, anche con i nostri dolori, per chiedere al Padre con Gesù: che anche noi siamo una cosa sola. Non permettere che ci vinca lo scontro o la divisione.

Questa unità, implorata da Gesù, è un dono che va chiesto con insistenza per il bene della nostra terra e dei suoi figli. E bisogna stare attenti a possibili tentazioni che possono apparire e “inquinare dalla radice” questo dono che Dio ci vuole fare e con cui ci invita ad essere autentici protagonisti della storia. Quali sono queste tentazioni? Una è quella dei falsi sinonimi.

1. I falsi sinonimi
Una delle principali tentazioni da affrontare è quella di confondere unità con uniformità. Gesù non chiede a suo Padre che tutti siano uguali, identici; perché l’unità non nasce né nascerà dal neutralizzare o mettere a tacere le differenze. L’unità non è un simulacro né di integrazione forzata né di emarginazione armonizzatrice. La ricchezza di una terra nasce proprio dal fatto che ogni componente sappia condividere la propria sapienza con le altre. Non è e non sarà un’uniformità asfissiante che nasce normalmente dal predominio e dalla forza del più forte, e nemmeno una separazione che non riconosca la bontà degli altri. L’unità domandata e offerta da Gesù riconosce ciò che ogni popolo, ogni cultura è invitata ad apportare a questa terra benedetta. L’unità è una diversità riconciliata perché non tollera che in suo nome si legittimino le ingiustizie personali o comunitarie. Abbiamo bisogno della ricchezza che ogni popolo può offrire, e dobbiamo lasciare da parte la logica di credere che ci siano culture superiori e culture inferiori. Un bel chamal (manto) richiede tessitori che conoscano l’arte di armonizzare i diversi materiali e colori; che sappiano dare tempo ad ogni cosa e ad ogni fase. Potrà essere imitato in modo industriale, ma tutti riconosceremo che è un indumento confezionato sinteticamente. L’arte dell’unità esige e richiede autentici artigiani che sappiano armonizzare le differenze nei “laboratori” dei villaggi, delle strade, delle piazze e dei vari paesaggi. Non è un’arte da scrivania l’unità, né fatta solo di documenti, è un’arte dell’ascolto e del riconoscimento. In questo è radicata la sua bellezza e anche la sua resistenza al passare del tempo e delle intemperie che dovrà affrontare.

L’unità di cui i nostri popoli hanno bisogno richiede che ci ascoltiamo, ma soprattutto che ci riconosciamo, il che non significa solo «ricevere informazioni sugli altri [...] ma raccogliere quello che lo Spirito ha seminato in loro come un dono anche per noi».[3] Questo ci introduce sulla via della solidarietà come modo di tessere l’unità, come modo di costruire la storia; quella solidarietà che ci porta a dire: abbiamo bisogno gli uni degli altri nelle nostre differenze affinché questa terra continui a essere bella. È l’unica arma che abbiamo contro la “deforestazione” della speranza. Ecco perché chiediamo: Signore, rendici artigiani di unità.

Un’altra tentazione può venire dalla considerazione di quali sono le armi dell’unità.

2. Le armi dell’unità
L’unità, se vuole essere costruita a partire dal riconoscimento e dalla solidarietà, non può accettare qualsiasi mezzo per questo scopo. Ci sono due forme di violenza che più che far avanzare i processi di unità e riconciliazione finiscono per minacciarli. In primo luogo, dobbiamo essere attenti all’elaborazione di accordi “belli” che non giungono mai a concretizzarsi. Belle parole, progetti conclusi sì – e necessari – ma che, se non diventando concreti, finiscono per “cancellare con il gomito quello che si è scritto con la mano”. Anche questa è violenza. Perché? Perché frustra la speranza.

In secondo luogo, è imprescindibile sostenere che una cultura del mutuo riconoscimento non si può costruire sulla base della violenza e della distruzione che alla fine chiedono il prezzo di vite umane. Non si può chiedere il riconoscimento annientando l’altro, perché questo produce come unico risultato maggiore violenza e divisione. La violenza chiama violenza, la distruzione aumenta la frattura e la separazione. La violenza finisce per rendere falsa la causa più giusta. Per questo diciamo “no alla violenza che distrugge”, in nessuna delle sue due forme.

Questi atteggiamenti sono come lava di vulcano che tutto distrugge, tutto brucia, lasciando dietro di sé solo sterilità e desolazione. Cerchiamo, invece, e non stanchiamoci di cercare il dialogo per l’unità. Per questo diciamo con forza: Signore, rendici artigiani della tua unità.

Tutti noi che, in una certa misura, siamo gente tratta dalla terra (Gen 2,7), siamo chiamati al buon vivere (Küme Mongen), come ci ricorda la saggezza ancestrale del popolo Mapuche. Quanta strada da percorrere, quanta strada per imparare! Küme Mongen: un anelito profondo che scaturisce non solo dai nostri cuori, ma risuona come un grido, come un canto in tutto il creato. Perciò, fratelli, per i figli di questa terra, per i figli dei loro figli, diciamo con Gesù al Padre: che anche noi siamo una cosa sola: Signore, rendici artigiani di unità.

_________________________

[1] Cfr Elogios de la tierra de Chile.
[2]
Violeta Parra, Arauco tiene una pena.
[3]
Esort. ap. Evangelii gaudium, 246.
[4]
Messaggio per la Giornata Mondiale della Pace 2017.

[00057-IT.02] [Testo originale: Spagnolo]

Traduzione in lingua francese

«Mari, Mari» (Bonjour)
«Küme tünngün ta niemün » «La paix soit avec vous» (Lc 24, 36)

Je rends grâce à Dieu de me permettre de visiter cette belle partie de notre continent, la Araucania : terre bénie par le créateur avec la fertilité d’immenses champs verts, avec des forêts denses d’araucarias impressionnants – le cinquième éloge de Gabriela Mistral à cette terre chilienne – (Gabriela Mistral, Elogios de la terra de Chile), ses majestueux volcans enneigés, ses lacs et ses rivières pleins de vie.  Ce paysage nous élève vers Dieu et il est facile de voir sa main en chaque créature.  De nombreuses générations d’hommes et de femmes ont aimé et aiment ce sol d’une jalouse gratitude. Et je veux m’arrêter et saluer spécialement les membres du peuple Mapuche, ainsi que les autres peuples autochtones qui vivent sur ces terres australes : Rapanui (Ile de Pâques), Aymara, Qquechua et Atacamenos, et tant d’autres.

Cette terre, si nous la regardons avec des yeux de touristes, nous laissera extasiés, mais ensuite nous continuerons notre route, sans plus ; et en découvrant les beaux paysages ; mais si nous nous approchons de son sol, nous l’entendrons chanter : « Arauco sent une douleur que je ne peux faire taire, ce sont les injustices de plusieurs siècles que tous voient commettre » (Violeta Parra, Arauca tiene una pena).

C’est dans ce contexte d’action de grâce pour cette terre et pour ses habitants, mais également de peine et de souffrance, que nous célébrons l’eucharistie. Et nous le faisons sur cet aérodrome de Maqueue sur lequel eurent lieu de graves violations des droits humains. Cette célébration, nous l’offrons pour tous ceux qui ont souffert et qui sont morts, et pour ceux qui, chaque jour, portent sur les épaules le poids de nombreuses injustices. Et nous rappelant ces choses-là, quelques-uns, nous sommes restés un instant en silence devant tant de souffrance et tant d’injustice. Le don de Jésus prend en charge avec tout le péché et toute la souffrance de nos peuples, une souffrance pour être racheté.

Dans l’Evangile que nous avons entendu, Jésus prie le Père pour que « tous soient un » (Jn 17, 21). A un moment crucial de sa vie, il s’arrête afin de prier pour l’unité. Son cœur sait que l’une des pires menaces qui frappe et frappera les siens et toute l’humanité sera la division et l’affrontement, l’asservissement des uns par les autres.  Que de larmes versées ! Nous voulons aujourd’hui entrer dans cette prière de Jésus, nous voulons entrer avec lui dans ce jardin de souffrance, avec nos souffrances également, pour demander au Père avec Jésus : que nous aussi soyons un. Ne permets pas que nous gagnent l’affrontement ni la division.

Cette unité voulue par Jésus est un don qu’il faut demander avec insistance pour le bien de notre terre et de ses enfants. Et il est nécessaire d’être attentifs aux possibles tentations qui peuvent apparaître et « polluer à la racine » ce don que Dieu veut nous faire et par lequel il nous invite à être d’authentiques protagonistes de l’histoire. Quelles sont ces tentations?

1. Les faux synonymes
L’une des principales tentations à affronter est de confondre unité et uniformité. Jésus ne demande pas à son Père que tous soient pareils, identiques ; puisque l’unité ne naît pas et ne naîtra pas du fait de neutraliser ou de taire les différences. L’unité n’est pas un simulacre d’intégration forcée ni de marginalisation harmonisatrice. La richesse d’une terre naît précisément du fait que chaque partie s’emploie à partager sa sagesse avec les autres. Ce n’est pas et ce ne sera pas une uniformité asphyxiante qui naît normalement de la domination et de la force du plus fort ; non plus une séparation qui ne reconnaît pas la bonté des autres. L’unité demandée et offerte par Jésus reconnait ce que tout peuple, toute culture, est invité à apporter à cette terre bénie. L’unité est une diversité réconciliée puisqu’elle ne tolère pas qu’en son nom soient légitimées des injustices personnelles ou communautaires. Nous avons besoin de la richesse que chaque peuple a à apporter, et il faut laisser de côté la logique de croire qu’existent des cultures supérieures ou des cultures inférieures. Un beau « chamal » demande que les tisserands connaissent l’art d’harmoniser les différents matériaux et couleurs ; qu’ils sachent consacrer du temps à chaque chose et à chaque étape.  On pourra les imiter industriellement, mais nous reconnaîtrons tous qu’il s’agit d’un vêtement synthétique. L’art de l’unité a besoin et requiert d’authentiques artisans qui sachent harmoniser les différences dans les « ateliers » des peuples, des chemins, des places et des paysages. L’unité n’est pas un art de bureau, ni seulement de documents, c’est un art de l’écoute et de la reconnaissance. En cela s’enracinent sa beauté et sa résistance à l’usure du temps et des tempêtes qu’il devra affronter.

L’unité dont nos peuples ont besoin demande que nous nous écoutions, mais surtout que nous nous reconnaissions mutuellement, qu’il ne faut pas tant « recevoir des informations sur les autres …, mais de recueillir ce que l’Esprit a semé en eux comme don aussi pour nous » (Exhort. ap. Evangeli gaudium, n. 246). Cela nous fait déboucher sur le chemin de la solidarité comme manière de tisser l’unité, comme manière de construire l’histoire. Cette solidarité qui nous conduit à dire : nous avons besoin les uns des autres à partir de nos différences pour que cette terre continue d’être belle. C’est la seule arme dont nous disposons contre la « déforestation » de l’espérance. C’est pourquoi nous demandons : Seigneur, fais de nous des artisans d’unité.

Une autre tentation peut venir de la considération de ce que sont les armes de l’unité.

2. Les armes de l’unité
L’unité, pour être construite à partir de la reconnaissance et de la solidarité, ne peut accepter n’importe quel moyen à cette fin. Il y a des formes de violence qui, au lieu de stimuler les processus d’unité et de réconciliation, finissent par les compromettre. En premier lieu, nous devons être attentifs à l’élaboration de « beaux » accords qui ne parvient jamais à se concrétiser.  Bonnes paroles, plans achevés, oui – ils sont nécessaires – mais qui, en ne se concrétisant pas, finissent « par effacer avec le coude ce qui a été écrit par la main ». Cela aussi est de la violence, et pourquoi ? Parce que cela déçoit l’espérance.

En second lieu, il est indispensable d’affirmer qu’une culture de la reconnaissance mutuelle ne peut pas se construire sur la base de la violence et de la destruction qui finissent par coûter des vies humaines. On ne peut demander la reconnaissance en détruisant l’autre, car la seule chose que cela éveille, c’est davantage de violence et de division. La violence appelle la violence, la destruction augmente la fracture et la séparation. La violence finit par faire mentir la cause la plus juste. C’est pourquoi nous disons « non à la violence qui détruit », sous toutes ses formes.

Ces attitudes sont comme la lave du volcan qui rase tout, brûle tout, laissant seulement sur son passage stérilité et désolation. Cherchons, en revanche, et ne nous lassons pas de chercher le dialogue pour l’unité. Pour cela disons avec force : Seigneur, fais de nous des artisans d’unité.

Nous tous qui, dans une certaine mesure, sommes peuple de la terre (Gn 2, 7), nous sommes appelés à Bien vivre (Küme Mongen) comme nous le rappelle la sagesse ancestrale du peuple Mapuche. Que de chemin à parcourir, que de chemin avec lequel se familiariser ! Küme Monge, un désir profond qui jaillit non seulement de nos cœurs, mais qui résonne comme un cri, comme un chant dans toute la création. C’est pourquoi frères, pour les enfants de cette terre, pour les enfants de leurs enfants, disons avec Jésus au Père : que nous aussi nous soyons un ; Seigneur, fais de nous des artisans d’unité.

[00057-FR.02] [Texte original: Espagnol]

Traduzione in lingua inglese

“Mari, Mari” [Good morning!]
“Küme tünngün ta niemün” [“Peace be with you!” (Lk 24:36)]

I thank God for allowing me to visit this beautiful part of our continent, the Araucanía. It is a land blessed by the Creator with immense and fertile green fields, with forests full of impressive araucarias – the fifth “praise” offered by Gabriela Mistral to this Chilean land[1] – and with its majestic snow-capped volcanoes, its lakes and rivers full of life. This landscape lifts us up to God, and it is easy to see his hand in every creature. Many generations of men and women have loved this land with fervent gratitude. Here I would like to pause and greet in a special way the members of the Mapuche people, as well as the other indigenous peoples who dwell in these southern lands: the Rapanui (from Easter Island), the Aymara, the Quechua and the Atacameños, and many others.

Seen through the eyes of tourists, this land will thrill us with its magnificent landscapes as we pass through it, but if we stop and put our ear to the ground, we will hear it sing: “Arauco has a sorrow that cannot be silenced, the injustices of centuries that everyone sees taking place”.[2]

In the context of thanksgiving for this land and its people, but also of sorrow and pain, we celebrate this Eucharist. We do so in this Maqueue aerodrome, which was the site of grave violations of human rights. We offer this Mass for all those who suffered and died, and for those who daily bear the burden of those many injustices. And in remembering, let us together remain a moment in silence before so many wrongs and injustices. The sacrifice of Jesus on the cross bears all the sin and pain of our peoples, in order to redeem it.

In the Gospel we have just heard, Jesus prays to the Father “that they may all be one” (Jn 17:21). At a crucial moment in his own life, he stops to plea for unity. In his heart, he knows that one of the greatest threats for his disciples and for all mankind will be division and confrontation, the oppression of some by others. How many tears would be spilled! Today we want to cling to this prayer of Jesus, to enter with him into this garden of sorrows with those sorrows of our own, and to ask the Father, with Jesus, that we too may be one. May confrontation and division never gain the upper hand among us.

This unity implored by Jesus is a gift that must be persistently sought, for the good of our land and its children. We need to be on our watch against temptations that may arise to “poison the roots” of this gift that God wants to give us, and with which he invites us to play a genuine role in history. What are those temptations?

1. False synonyms
One of the main temptations we need to resist is that of confusing unity with uniformity. Jesus does not ask his Father that all may be equal, identical, for unity is not meant to neutralize or silence differences. Unity is not an idol or the result of forced integration; it is not a harmony bought at the price of leaving some people on the fringes. The richness of a land is born precisely from the desire of each of its parts to share its wisdom with others. Unity can never be a stifling uniformity imposed by the powerful, or a segregation that does not value the goodness of others. The unity sought and offered by Jesus acknowledges what each people and each culture are called to contribute to this land of blessings. Unity is a reconciled diversity, for it will not allow personal or community wrongs to be perpetrated in its name. We need the riches that each people has to offer, and we must abandon the notion that there are superior or inferior cultures. A beautiful “chamal” requires weavers who know the art of blending the different materials and colours, who spend time with each element and each stage of the work. That process can be imitated industrially, but everyone will recognize a machine-made garment. The art of unity requires true artisans who know how to harmonize differences in the “design” of towns, roads, squares and landscapes. Unity is not “desk art”, or paperwork; it is a craft demanding attention and understanding. That is the source of its beauty, but also of its resistance to the passage of time and to whatever storms may come its way.

The unity that our people need requires that we listen to one another, but even more importantly, that we esteem one another. “This is not just about being better informed about others, but rather about reaping what the Spirit has sown in them”.[3] This sets us on the path of solidarity as a means of weaving unity, a means of building history. The solidarity that makes us say: We need one another, and our differences so that this land can remain beautiful! It is the only weapon we have against the “deforestation” of hope. That is why we pray: Lord, make us artisans of unity.

Another temptation can come from considering the weapons of unity.

2. The weapons of unity.
If unity is to be built on esteem and solidarity, then we cannot accept any means of attaining it. There are two kinds of violence that, rather than encouraging the growth of unity and reconciliation, actually threaten them. First, we have to be on our guard against coming up with “elegant” agreements that will never be put into practice. Nice words, detailed plans – necessary as these are – but, when unimplemented, end up “erasing with the elbow, what was written by the hand”. This too is violence. Why? Because it frustrates hope.

In the second place, we have to insist that a culture of mutual esteem may not be based on acts of violence and destruction that end up taking human lives. You cannot assert yourself by destroying others, because this only leads to more violence and division. Violence begets violence, destruction increases fragmentation and separation. Violence eventually makes a most just cause into a lie. That is why we say “no to destructive violence” in either of its two forms.

Those two approaches are like the lava of a volcano that wipes out and burns everything in its path, leaving in its wake only barrenness and desolation. Let us seek, and never tire of seeking dialogue for the sake of unity.[4] That is why we cry out: Lord, make us artisans of your unity.

All of us, to a certain extent, are people of the earth (cf. Gen 2:7). All of us are called to “the good life” (Küme Mongen), as the ancestral wisdom of the Mapuche people reminds us. How far we have to go, and how much we still have to learn! Küme Mongen, a deep yearning that not only rises up from our hearts, but resounds like a loud cry, like a song, in all creation. Therefore, brothers and sisters, for the children of this earth, for the children of their children, let us say with Jesus to the Father: may we too be one; Lord, make us artisans of unity.

_________________

[1] GABRIELA MISTRAL, Elogios de la tierra de Chile.
[2] VIOLETA PARRA, Arauco tiena una pena.
[3] Apostolic Exhortation Evangelii Gaudium, 246.
[4] Message for the 2017 World Day of Peace.

[00057-EN.02] [Original text: Spanish]

Traduzione in lingua tedesca

»Mari, Mari.« (Guten Tag.)
»Küme tünngün ta niemün!« »Friede sei mit euch!« (Lk 24,36).

Ich danke Gott, dass er mir erlaubt, diesen schönen Teil unseres Kontinents zu besuchen, die Araucanía: ein vom Schöpfer gesegnetes Land: durch Fruchtbarkeit der riesigen grünen Felder, durch aus beeindruckenden Araukarien bestehende Wälder – das fünfte Lob von Gabriela Mistral an diesen chilenischen Boden[1] –, seine majestätischen schneebedeckten Vulkane, seine von Leben erfüllten Seen und Flüsse. Diese Landschaft erhebt uns zu Gott und es ist einfach, seine Hand in jeder Kreatur zu erkennen. Eine Vielzahl von Generationen von Menschen hat diesen Boden geliebt und liebt ihn in leidenschaftlicher Dankbarkeit. Und ich möchte innehalten und auf besondere Weise die Angehörigen des Volkes der Mapuche begrüßen wie auch die anderen autochthonen Völker, die in diesen südlichen Gebieten leben: die Rapanui (Osterinsel), die Aymara, die Quechua und die Atacameños und viele andere.

Dieses Land, wenn wir es mit den Augen von Touristen betrachten, wird uns begeistern, aber dann werden wir einfach weiterziehen und uns an seine schönen Landschaften erinnern; doch wenn wir uns seinem Boden nähern, werden wir ihn singen hören: »Arauco hat einen Kummer, den es nicht verschweigen kann, es sind die Ungerechtigkeiten der Jahrhunderte, die alle geschehen sehen«.[2]

Im Zusammenhang der Danksagung für dieses Land und sein Volk, aber auch des Leidens und des Schmerzes feiern wir die Eucharistie. Und wir tun es auf diesem Flugplatz von Maqueue, auf dem schwere Verletzungen der Menschenrechte stattgefunden haben. Ich feiere diese heilige Messe für alle, die gelitten haben und gestorben sind, und für alle, die täglich auf ihren Schultern die Last so vieler Ungerechtigkeiten tragen müssen. Und wenn wir daran denken, halten wir einen Augenblick in Stille inne angesichts so großen Leids und so großer Ungerechtigkeit. Die Hingabe Jesu am Kreuz nimmt alle Sünden und den Schmerz unserer Völker auf sich, einen Schmerz, um erlöst zu werden.

Im Evangelium, das wir gehört haben, bittet Jesus den Vater: »Alle sollen eins sein« (Joh 17,21). In einer entscheidenden Stunde seines Lebens erbittet er Einheit. Sein Herz weiß, dass eine der schlimmsten Bedrohungen, die die Seinen und die ganze Menschheit heimsucht und heimsuchen wird, die Spaltung und die Konfrontation sein werden, die gegenseitige Unterdrückung. Wie viele vergossene Tränen! Heute wollen wir uns an dieses Gebet Jesu klammern, wir wollen mit ihm in diesen Garten der Schmerzen eintreten, mit unseren Leiden, um den Vater mit Jesus zu bitten, dass auch wir eins seien. Lass nicht zu, dass Konfrontation und Spaltung unter uns überhandnehmen.

Diese von Jesus erflehte Einheit ist eine Gabe, die beharrlich für das Wohl unseres Landes und seiner Kinder erbeten werden muss. Und es ist notwendig, auf mögliche Versuchungen aufzupassen, die aufkommen können und diese Gabe, die Gott uns schenken möchte und mit der er uns einlädt, authentische Akteure der Geschichte zu sein, »in der Wurzel verderben können«. Welche sind diese Versuchungen?

1. Die falschen Synonyme.
Eine der zu bekämpfenden Hauptversuchungen ist es, die Einheit mit der Einförmigkeit zu verwechseln. Jesus bittet seinen Vater nicht darum, dass alle gleich, identisch seien; denn die Einheit entsteht nicht und wird nicht daraus entstehen, die Unterschiede zu neutralisieren oder verstummen zu lassen. Die Einheit ist nicht ein Trugbild erzwungener Integration oder angleichender Ausgrenzung. Der Reichtum eines Landes entsteht gerade daraus, dass jeder Teil sich entschließt, sein Wissen mit den anderen zu teilen. Einheit ist und wird nicht eine erstickende Einförmigkeit sein, die für gewöhnlich aus der Vorherrschaft und der Macht des Stärkeren hervorgeht, und auch nicht eine Trennung, die die anderen als gut anerkennt. Die von Jesus erbetene und angebotene Einheit erkennt all das an, was jedes Volk, jede Kultur in dieses gesegnete Land einbringen kann. Die Einheit ist eine versöhnte Verschiedenheit, weil sie es nicht duldet, dass die persönlichen oder gemeinschaftlichen Ungerechtigkeiten in ihrem Namen gerechtfertigt werden. Wir bedürfen des Reichtums, den jedes Volk einbringen kann, und wir müssen die Denkweise ablegen, dass es höhere und niedere Kulturen gibt. Für einen schönen „Chamal“ sind Weber nötig, die die Kunst verstehen, die verschiedenen Materialien und Farben passend zusammenzufügen; die es verstehen, jeder Sache und jeder Etappe Zeit zu geben. Diesen Prozess kann man auf industriellem Weg nachahmen, aber wir alle erkennen ein maschinell hergestelltes Kleidungsstück. Die Kunst der Einheit benötigt und fordert echte Meister, die es beherrschen, die unterschiedlichen Stile der Ortschaften, der Straßen, der Plätze und Landschaften aufeinander abzustimmen. Die Einheit ist nicht eine Kunst, die am Schreibtisch oder nur mit Schriftstücken ausgeübt wird, es ist eine Kunst des Zuhörens und des Anerkennens. Hierin wurzelt ihre Schönheit und auch ihre Widerstandsfähigkeit gegenüber dem Fortschritt der Zeit und den Widrigkeiten, denen sie sich wird stellen müssen.

Die Einheit, der unsere Völker bedürfen, erfordert, dass wir zuhören, aber hauptsächlich, dass wir uns anerkennen, was nicht nur bedeutet, «Informationen über die anderen zu erhalten, […] sondern […], das, was der Geist bei ihnen gesät hat, als ein Geschenk aufzunehmen, das auch für uns bestimmt ist«.[3] Dies führt uns zum Weg der Solidarität als Mittel, die Einheit zu erreichen, Geschichte zu machen; diese Solidarität, die uns dazu führt zu sagen: Wir brauchen einander mit unseren Verschiedenheiten, damit dieses Land weiterhin seine Schönheit behält. Es ist die einzige Waffe, die wir gegen die »Rodung« unserer Hoffnung haben. Daher bitten wir: Herr, mache uns zu Gestaltern der Einheit.

Eine andere Versuchung könnte sich aus der Betrachtung ergeben, welche die Waffen der Einheit sind.

2. Die Waffen der Einheit.
Wenn man die Einheit auf Anerkennung und Solidarität aufbauen will, so kann nicht jedwedes Mittel zu diesem Zweck eingesetzt werden. Es gibt zwei Arten der Gewalt, die die Einheits- und Versöhnungsprozesse letztlich mehr gefährden als sie voranzutreiben. An erster Stelle müssen wir auf die Ausarbeitung von »schönen« Vereinbarungen achtgeben, die sich niemals konkretisieren. Nette Worte, detaillierte Pläne – so notwendig sie sind – können, wenn sie nicht konkret werden, darin enden «mit dem Ellbogen das auszuradieren, was mit der Hand geschrieben wurde«. Auch dies ist Gewalt. Und warum? Weil es die Hoffnung zunichtemacht.

An zweiter Stelle ist es unverzichtbar dafür einzutreten, dass eine Kultur der gegenseitigen Anerkennung nicht auf der Grundlage von Gewalt und Zerstörung aufgebaut werden kann, die am Ende Menschenleben einfordert. Man kann nicht Anerkennung verlangen, indem man den anderen vernichtet, weil dies nur zu größerer Gewalt und Spaltung führt. Die Gewalt ruft nach Gewalt, die Zerstörung erhöht vermehrt die Brüche und die Trennungen. Die Gewalt verwandelt die gerechteste Sache zur Lüge. Deshalb sagen wir »nein zur zerstörerischen Gewalt«, in keiner ihrer Formen.

Diese Haltungen sind wie Lava aus einem Vulkan, die alles vernichtet, alles niederbrennt und nur Kargheit und Verwüstung hinter sich lässt. Suchen wir dagegen den Dialog um die Einheit und werden wir nicht müde, ihn zu suchen. Deswegen sagen wir kraftvoll: Herr, mache uns zu Gestaltern der Einheit.

Wir alle, die wir auf gewisse Weise Volk dieser Erde sind (Gen 2,7), sind zum „guten Leben“ (Küme Mongen) gerufen, wie uns die Ahnenweisheit des Volkes der Mapuche lehrt. Wie viel Wegstrecke ist noch zu gehen, wie viel haben wir noch zu lernen! Küme Mongen, eine tiefe Sehnsucht, die sich nicht nur aus unseren Herzen erhebt, sondern die wie ein Ruf, wie ein Gesang in der ganzen Schöpfung erschallt. Deshalb, Brüder, sagen wir für die Kinder dieser Erde, für die Kinder ihrer Kinder mit Jesus zum Vater: Auf dass auch wir eins seien; Herr, mache uns zu Gestaltern der Einheit.

__________________

[1] Gabriela Mistral, Elogios de la tierra de Chile.
[2] Violeta Parra, Arauco tiene una pena.
[3] Apostolisches Schreiben Evangelii gaudium, 246.

[00057-DE.02] [Originalsprache: Spanisch]

Traduzione in lingua portoghese

«Mari, Mari [bom dia]».
«Küme tünngün ta niemün [A paz esteja convosco!]» (Lc 24, 36).

Dou graças a Deus por me permitir visitar esta parte linda do nosso continente, a Araucania: terra abençoada pelo Criador com a fertilidade de imensos campos verdes, com florestas cheias de imponentes araucarias – o quinto elogio de Gabriela Mistral a esta terra chilena[1] –, seus majestosos vulcões cobertos de neve, seus lagos e rios cheios de vida. Esta paisagem eleva-nos a Deus, sendo fácil ver a sua mão em cada criatura. Muitas gerações de homens e mulheres amaram, e amam, este solo com ciosa gratidão. E quero deter-me aqui para saudar de forma especial os membros do povo Mapuche, bem como os outros povos indígenas que vivem nestas terras do sul: Rapanui (Ilha de Páscoa), Aymara, Quechua e Atacama, e muitos outros.

Esta terra, se a virmos com olhos de turista, deixar-nos-á extasiados, mas depois continuaremos a nossa estrada como antes, recordando-nos das lindas paisagens que vimos; se, pelo contrário, nos aproximarmos do solo, ouvi-lo-emos cantar: «Arauco tem uma pena que não posso calar, são injustiças de séculos que todos veem aplicar».[2]

É neste contexto de ação de graças por esta terra e pelo seu povo, mas também de tristeza e dor, que celebramos a Eucaristia. E fazemo-lo neste aeródromo de Maquehue, onde se verificaram graves violações de direitos humanos. Oferecemos esta celebração por todas as pessoas que sofreram e foram mortas e pelas que diariamente carregam aos ombros o peso de tantas injustiças. E, lembrando estas coisas, fiquemos uns momentos em silêncio a pensar em tanto sofrimento e tanta injustiça. O sacrifício de Jesus na cruz está repleto de todo o pecado e do sofrimento dos nossos povos, um sofrimento a ser resgatado.

No Evangelho que ouvimos, Jesus pede ao Pai que «todos sejam um só» (Jo 17, 21). Numa hora crucial da sua vida, detém-Se a pedir a unidade. O seu coração sabe que uma das piores ameaças que atinge, e atingirá, o seu povo e toda a humanidade será a divisão e o conflito, a subjugação de uns pelos outros. Quantas lágrimas derramadas! Hoje queremos agarrar-nos a esta oração de Jesus, queremos entrar com Ele neste horto de dor, também com as nossas dores, para pedir ao Pai com Jesus: que também nós sejamos um só. Não permitais que nos vença o conflito nem a divisão.

Esta unidade, implorada por Jesus, é um dom que devemos pedir insistentemente pelo bem da nossa terra e seus filhos. E é necessário estar atento a eventuais tentações que possam aparecer e «contaminar pela raiz» este dom com que Deus nos quer presentear e com o qual nos convida a ser autênticos protagonistas da história. Quais são estas tentações? Uma é a dos falsos sinónimos.

1. Os falsos sinónimos
Uma das principais tentações a enfrentar é confundir unidade com uniformidade. Jesus não pede a seu Pai que todos sejam iguais, idênticos; pois a unidade não nasce, nem nascerá, de neutralizar ou silenciar as diferenças. A unidade não é uma simulação de integração forçada nem de marginalização harmonizadora. A riqueza duma terra nasce precisamente do facto de cada parte saber partilhar a sua sabedoria com as outras. Não é, nem será, uma uniformidade asfixiante que normalmente nasce do predomínio e da força do mais forte, nem uma separação que não reconheça a bondade dos outros. A unidade pedida e oferecida por Jesus reconhece o que cada povo, cada cultura são convidados a oferecer a esta terra abençoada. A unidade é uma diversidade reconciliada, porque não tolera que, em seu nome, se legitimem as injustiças pessoais ou comunitárias. Precisamos da riqueza que cada povo pode oferecer, pondo de lado a lógica de pensar que há culturas superiores e culturas inferiores. Um belo chamal [manto] requer tecelões que conheçam a arte de harmonizar os diferentes materiais e cores; que saibam dar tempo a cada coisa e a cada fase. Poder-se-á imitar de modo industrial, mas todos reconheceremos que é uma peça de roupa confecionada sinteticamente. A arte da unidade precisa e requer artesãos autênticos que saibam harmonizar as diferenças nos «laboratórios» das aldeias, das estradas, das praças e das várias paisagens. A unidade não é uma arte de escrivaninha, nem é feita apenas de documentos; é uma arte de escuta e reconhecimento. Nisto se enraíza a sua beleza e também a sua resistência ao desgaste do tempo e às inclemências que terá de enfrentar.

A unidade, de que necessitam os nossos povos, requer que nos escutemos, mas sobretudo que nos reconheçamos, o que não significa apenas «receber informações sobre os outros (…), mas recolher o que o Espírito semeou neles como um dom também para nós».[3] Isto introduz-nos no caminho da solidariedade como forma de tecer a unidade, como forma de construir a história; solidariedade, que nos leva a dizer: temos necessidade uns dos outros com as nossas diferenças, para que esta terra continue a ser linda. É a única arma que temos contra o «desflorestamento» da esperança. Por isso pedimos: Senhor, fazei-nos artesãos de unidade.

Outra tentação pode vir duma consideração equivocada de quais são as armas da unidade.

2. As armas da unidade
A unidade, se quer ser construída a partir do reconhecimento e da solidariedade, não pode aceitar um meio qualquer para esse fim. Há duas formas de violência que, em vez de fomentar os processos de unidade e reconciliação, acabam por os ameaçar. Em primeiro lugar, devemos estar atentos à elaboração de acordos «lindos», que nunca se concretizam. Palavras bonitas, planos terminados sim – e necessários – mas que, por não se tornar concretos, acabam por «borratar com o cotovelo o que se escreveu com a mão». Isto também é violência. Porquê? Porque frustra a esperança.

Em segundo lugar, é imprescindível defender que uma cultura do reconhecimento mútuo não se pode construir com base na violência e destruição, que acaba por ceifar vidas humanas. Não se pode pedir reconhecimento, aniquilando o outro, porque a única coisa que isso gera é maior violência e divisão. A violência clama violência, a destruição aumenta a fratura e a separação. A violência acaba por tornar falsa a causa mais justa. Por isso, digamos «não à violência que destrói», em qualquer uma dessas duas formas.

Estas atitudes são como lava de vulcão que tudo destrói, tudo queima, deixando atrás de si apenas esterilidade e desolação. Em vez disso, procuremos e não nos cansemos de procurar o diálogo para a unidade. Por isso, digamos vigorosamente: Senhor, fazei-nos artesãos de unidade.

Todos nós que, de certo modo, somos povo formado da terra (cf. Gn 2, 7), estamos chamados ao bom viver (Küme Mongen), como no-lo recorda a sabedoria ancestral do povo Mapuche. Quanto caminho a percorrer, quanto caminho para aprender! Küme Mongen, um anseio profundo que brota não só dos nossos corações, mas ressoa como um grito, como um canto em toda a criação. Por isso, irmãos, pelos filhos desta terra, pelos filhos dos seus filhos, digamos com Jesus ao Pai: que também nós sejamos um só. Senhor, fazei-nos artesãos de unidade.

__________________

[1] Cf. Elogios de la tierra de Chile.
[2] Violeta Parra, Arauco tiene una pena.
[3] Francisco, Exort. ap. Evangelii gaudium, 246.

[00057-PO.02] [Texto original: Espanhol]

Traduzione in lingua polacca

„Mari, Mari” (Dzień dobry)
„Küme tünngün ta niemün” „Pokój wam” (Łk 24,36).

Dziękuję Bogu, że pozwolił mi na odwiedzenie tego pięknego zakątka naszego kontynentu – Araukaríi: ziemi pobłogosławionej przez Stwórcę płodnością wielkich zielonych pól, lasów pełnych imponujących araukarii – opiewa je piąta oda Gabrieli Mistral ku czci tej chilijskiej ziemi[1] - jej majestatyczne ośnieżone wulkany, jeziora i rzeki pełne życia. Ten krajobraz wznosi nas ku Bogu i łatwo dostrzec Jego rękę w każdym stworzeniu. Wiele pokoleń mężczyzn i kobiet umiłowały i kochają tę ziemię z zazdrosną wdzięcznością. Chciałbym się zatrzymać i pozdrowić w sposób szczególny członków ludu Mapuche, a także innych ludów tubylczych, którzy mieszkają na tych ziemiach południowych: Rapanui (Wyspa Wielkanocna), Ajmara, Keczua i Atakamów, a także wiele innych.

Ta ziemia, jeśli spojrzymy na nią oczyma turystów, zachwyci nas, ale potem będziemy kontynuować naszą drogę, tak jak wcześniej, pamiętają o pięknych krajobrazach, jakie widzieliśmy. Jeśli natomiast przylgniemy do ziemi, to usłyszymy jak śpiewa: „Arauco nosi cierpienie, którego nie mogę przemilczeć, to odwieczne niesprawiedliwości, których wszyscy byli świadkami”[2].

W tym kontekście dziękczynienia za tę ziemię i jej mieszkańców, ale także cierpienia i bólu, sprawujemy Eucharystię. A czynimy to na lotnisku Maqueue, gdzie miały miejsce poważne pogwałcenia praw człowieka. Ofiarowujemy tę Mszę św. za tych wszystkich, którzy cierpieli i umarli oraz za tych, którzy każdego dnia dźwigają na swoich barkach ciężar wielu niesprawiedliwości. I pamiętając o tym, pozostańmy chwilę w milczeniu, myśląc o wielu cierpieniach i niesprawiedliwościach. Ofiara Jezusa na krzyżu niesie wszelki grzech i ból naszych ludów, ból, który ma być odkupiony.

W usłyszanej przez nas Ewangelii, Jezus modli się do Ojca, aby „wszyscy byli jedno” (J 17, 21). W decydującej godzinie swego życia zatrzymuje się, by prosić o jedność. Jego serce wie, że jednym z największych zagrożeń, które dotyka i będzie dotykało Jego lud oraz całą ludzkość, będzie podział i konflikt, upokarzanie  jeden drugiego. Ileż wylanych łez! Dzisiaj chcemy, aby ta modlitwa Jezusa stała się naszą, chcemy wraz z Nim wejść do tego ogrodu cierpienia, również z naszymi cierpieniami, aby prosić Ojca wraz z Jezusem: abyśmy i my też byli jedno. Nie pozwolić, by przemógł nas konflikt czy podziały.

Ta jedność, o którą błagał Jezus, jest darem, o który należy natarczywie prosić dla dobra naszej ziemi i jej dzieci. Trzeba też uważać na możliwe pokusy, które mogą się pojawić i „zatruć od korzeni” ten dar, jakim pragnie obdarzyć nas Bóg, i wraz z którym zachęca nas, abyśmy byli autentycznymi protagonistami historii. Jakie to są pokusy? Jedną z nich są fałszywe oznaki.

1.   Fałszywe oznaki
Jedną z głównych pokus, którymi należy się zająć, jest mylenie jedności z jednorodnością. Jezus nie prosi Ojca, aby wszyscy byli tacy sami, identyczni; ponieważ jedność nie rodzi się, ani się nie zrodzi z neutralizowania lub wyciszania różnic. Jedność nie jest ani atrapą, ani przymusową integracją, ani harmonizującym wykluczeniem. Bogactwo jakiejś ziemi rodzi się właśnie z faktu, że każdy składnik potrafi dzielić się swoją mądrością z innymi. Nie jest i nie będzie duszącą jednorodnością, która wynika zwykle z przewagi i mocy silniejszego, ani też oddzielania, które nie uznaje dobroci innych. Jedność, o którą prosi i którą daje Jezus, uznaje to, co każdy lud, każda kultura może wnieść w tę błogosławioną ziemię. Jedność jest pojednaną różnorodnością, ponieważ nie toleruje, aby w jej imieniu usprawiedliwiano niesprawiedliwości osobiste lub wspólnotowe. Potrzebujemy bogactwa, które każdy może zaoferować, i musimy odłożyć na bok logikę sądzenia, że ​​istnieją kultury wyższe i kultury niższe. Piękny chamal (płaszcz) wymaga tkaczy, którzy znają sztukę harmonizowania różnych materiałów i kolorów; którzy potrafią poświęcić czas na każdą rzecz i na każdą fazę. Można ich naśladować w sposób przemysłowy, ale wszyscy rozpoznamy, że jest to ubiór wykonany syntetycznie. Sztuka jedności wymaga i żąda autentycznych rzemieślników, którzy potrafią zharmonizować różnice w „laboratoriach” wiosek, ulic, placów i różne krajobrazy. Jedność nie jest dziełem sztuki wykonany zza biurka lub tylko na podstawie dokumentów, jest to sztuka wysłuchania i rozeznawania. W tym zakorzenione jest jego piękno, a także jego odporność na upływ czasu i żywioły, z jakimi będzie musiał się zmierzyć.

Jedność, jakiej potrzebują nasze narody wymaga, abyśmy się nawzajem słuchali, ale przede wszystkim, abyśmy się nawzajem uznawali – co nie oznacza tylko „otrzymania informacji o drugich [...], ale zebranie tego, co zasiał w nich Duch, jako dar również dla nas”[3]. To nas wprowadza na drogę solidarności jako sposobu na tkanie jedności, jako sposobu budowania historii; tej solidarności, która każe nam powiedzieć: potrzebujemy siebie nawzajem w naszych różnicach, aby ta ziemia nadal była piękna. Jest to jedyna broń, jaką mamy przeciwko „wylesianiu” nadziei. Dlatego prosimy: Panie, uczyń nas budowniczymi jedności.

Inna pokusa może wypływać z rozważenia jakie są oręża jedności.

2.   Oręże jedności
Jedność, jeśli ma być zbudowana na uznaniu i solidarności, nie może godzić się na byle jakie środki prowadzące do tego celu. Istnieją dwie postacie przemocy, które zamiast przyspieszać procesy jedności i pojednania w ostateczności im zagrażają. Przede wszystkim musimy uważać na tworzenie „pięknych” porozumień, które nigdy nie osiągną wprowadzenia w życie. Świetne słowa, wykończone plany – i konieczne – ale które nie stają się konkretem, kończą się „wymazaniem łokciem tego, co napisano ręką”. To także jest przemocą. Dlaczego? Ponieważ niweczy nadzieję.

Po drugie, należy koniecznie stwierdzić, że kultury wzajemnego uznawania nie można budować na podstawie przemocy i zniszczenia, które ostatecznie żądają ceny życia ludzkiego. Nie można prosić o uznanie unicestwiając drugiego, ponieważ wytwarza to jako jedyny skutek większą przemoc i podział. Przemoc nawołuje do przemocy, zniszczenie powiększa pęknięcia i podziały. Przemoc w ostateczności fałszuje sprawę najbardziej słuszną. Dlatego mówimy „nie przemocy, która niszczy” w którejkolwiek z jej dwóch form.

Postawy te są niczym lawa wulkanu, która niszczy wszystko, wszystko spala, pozostawiając za sobą jedynie bezpłodność i pustkę. Starajmy się i niestrudzenie poszukujmy dialogu na rzecz jedności. Dlatego stanowczo mówimy: Panie, uczyń nas budowniczymi Twojej jedności.

My wszyscy, którzy w pewnym stopniu, jesteśmy ludźmi wziętymi z ziemi (por. Rdz 2,7), jesteśmy powołani do dobrego życia (Küme Mongen), jak nam przypomina mądrość przodków ludu Mapuche. Jak wielką drogę trzeba przejść, jak długą drogę, aby się nauczyć! Küme Monge, głębokie pragnienie, które wypływa nie tylko z naszych serc, ale rozbrzmiewa jak krzyk, jak pieśń w całym stworzeniu. Dlatego, bracia, dla dzieci tej ziemi, dla dzieci ich dzieci, mówmy wraz Jezusem do Ojca: że ​​my również jesteśmy jedno; Panie, uczyń nas budowniczymi jedności.

______________________
[1] Por. Elogios de la tierra de Chile
[2] Violeta Parra, Arauco tiene una pena.
[3] Adhort. ap. Evangelii gaudium, 246.

[00057-PL.02] [Testo originale: Polacco]

Pranzo con gli abitanti dell’Araucanía nella Casa “Madre de la Santa Cruz” di Temuco

Alle ore 12.45 locali (16.45 ora di Roma) il Santo Padre Francesco ha pranzato con il Vescovo di Temuco e con una rappresentanza degli abitanti dell’Araucanía nella Casa “Madre de la Santa Cruz”. Prima di lasciare la Casa, il Papa si è recato nella cappella dell’Istituto dove si trovavano riunite circa 40 Suore della Casa, alcuni sacerdoti anziani e alcune Superiore di Congregazioni Religiose presenti nella diocesi.

Dopo lo scambio dei doni, Papa Francesco si è trasferito in auto all’Aeroporto “La Araucanía” di Temuco da dove alle ore 15.30 locali (19.30 ora di Roma) è decollato – a bordo di un A321 della LATAM – alla volta di Maipù. Al Suo arrivo alla Base Aerea “Grupo 8 de la FACH” di Santiago si è recato quindi in auto al Santuario di Maipù per l’incontro con i giovani.

[00089-IT.01]

[B0036-XX.02]