Incontro con i Vescovi ospiti dell’Incontro Mondiale delle Famiglie, al Seminario S. Carlo Borromeo di Philadelphia
Parole del Santo Padre ai Vescovi dopo l’incontro con le vittime di abusi sessuali
Discorso del Santo Padre
Questa mattina, nella Cappella del Saint Charles Borromeo Seminary a Philadelphia, il Santo Padre Francesco ha incontrato i Vescovi ospiti dell’Incontro Mondiale delle Famiglie.
A loro il Papa, dopo il saluto dell’Arcivescovo di Philadelphia, S.E. Mons. Charles Joseph Chaput, si è rivolto comunicando l’incontro appena avvenuto con un gruppo di persone abusate quando erano bambini (cfr Boll n. 729), ed ha poi pronunciato il discorso previsto.
Di seguito riportiamo le parole iniziali del Santo Padre e il testo del discorso rivolto ai circa 300 Presuli ospiti del raduno internazionale:
Parole del Santo Padre ai Vescovi dopo l’incontro con le vittime di abusi sessuali
Parole in lingua spagnola
Traduzione in lingua inglese
Traduzione in lingua italiana
Parole in lingua spagnola
Hermanos Obispos buenos dias.
Llevo grabado en mi corazón las historias, el sufrimiento y el dolor de los menores que fueron abusados sexualmente por sacerdotes. Continúa abrumándome la vergüenza de que personas que tenían a su cargo el tierno cuidado de esos pequeños les violaran y les causaran graves daños. Lo lamento profundamente. Dios llora.
Los crímenes y pecados de los abusos sexuales a menores no pueden ser mantenidos en secreto por más tiempo. Me comprometo a la celosa vigilancia de la Iglesia para proteger a los menores y prometo que todos los responsables rendirán cuenta.
Los supervivientes de abuso se han convertido en verdaderos heraldos de esperanza y ministros de misericordia. Humildemente le debemos a cada uno de ellos y a sus familias nuestra gratitud por su inmenso valor para hacer brillar la luz de Cristo sobre el mal abuso sexual de menores.
Y esto lo digo porque acabo de reunirme con un grupo de personas abusadas de niños, que son ayudadas y acompañadas aquí en Filadelfia con un especial cariño por el arzobispo, monseñor Chaput, y nos pareció que tenía que comunicarle esto a ustedes.
[01570-ES.02] [Texto original: Español]
Traduzione in lingua inglese
Dear Brother Bishops,
Good morning. I am deeply pained by the stories, the sufferings and the pain of minors who were sexually abused by priests. I continue to be ashamed that persons charged with the tender care of those little ones abused them and caused them grave harm. I deeply regret this. God weeps.
The crimes and sins of sexual abuse of minors may no longer be kept secret; I commit myself to ensuring that the Church makes every effort to protect minors and I promise that those responsible will be held to account.
Survivors of abuse have become true heralds of hope and ministers of mercy; humbly we owe our gratitude to each of them and to their families for their great courage in shedding the light of Christ on the evil sexual abuse of minors.
I say this because I have just met with a group of persons abused as children, who are helped and accompanied here in Philadelphia with particular care by Archbishop Chaput, and we felt that I should communicate this to you.
[01570-EN.02] [Original text: Spanish]
Traduzione in lingua italiana
Fratelli Vescovi buongiorno!
Porto impressi nel mio cuore le storie, la sofferenza e il dolore dei minori che sono stati abusati sessualmente da sacerdoti. Continua a opprimermi la vergogna per il fatto che persone che erano incaricate della tenera cura di questi piccoli li hanno violati e hanno causato loro gravi danni. Lo deploro profondamente. Dio piange.
I crimini e i peccati di abuso sessuale di minori non possono essere tenuti ulteriormente nascosti. Mi impegno all’attenta vigilanza della Chiesa per proteggere i minori e prometto che tutti i responsabili renderanno conto.
Le vittime di abuso sono diventate autentici araldi di speranza e ministri di misericordia; umilmente dobbiamo a ciascuno di loro e alle loro famiglie la nostra gratitudine per il loro immenso valore nel far brillare la luce di Cristo sopra il male dell’abuso sessuale dei minori.
E questo lo dico perché ho appena incontrato un gruppo di persone abusate quando erano bambini, che sono aiutate e accompagnate con particolare affetto qui a Filadelfia dall’arcivescovo, mons. Chaput, e ci è sembrato che fosse bene comunicarvi questo.
[01570-IT.02] [Testo originale: Spagnolo]
Discorso del Santo Padre
Testo in lingua spagnola
Traduzione in lingua inglese
Traduzione in lingua italiana
Testo in lingua spagnola
Estoy contento de tener la oportunidad de compartir con ustedes este momento de reflexión pastoral en el contexto gozoso y festivo del Encuentro Mundial de las Familias. Hablo en castellano porque me dijeron que todos saben castellano.
En efecto, la familia no es para la Iglesia principalmente una fuente de preocupación, sino la confirmación de la bendición de Dios a la obra maestra de la creación. Cada día, en todos los ángulos del planeta, la Iglesia tiene razones para alegrarse con el Señor por el don de ese pueblo numeroso de familias que, incluso en las pruebas más duras, mantiene las promesas y conserva la fe.
Pienso que el primer impulso pastoral que este difícil período de transición nos pide es avanzar con decisión en la línea de este reconocimiento. El aprecio y la gratitud han de prevalecer sobre el lamento, a pesar de todos los obstáculos que tenemos que enfrentar. La familia es el lugar fundamental de la alianza de la Iglesia con la creación, con esa creación de Dios, que Dios bendijo el último día con una familia. Sin la familia, tampoco la Iglesia existiría: no podría ser lo que debe ser, es decir, signo e instrumento de la unidad del género humano (cf. Lumen gentium, 1).
Naturalmente, nuestro modo de comprender, modelado por la integración entre la forma eclesial de la fe y la experiencia conyugal de la gracia, bendecida por el matrimonio, no nos debe llevar a olvidar la transformación del contexto histórico, que incide en la cultura social –y lamentablemente también jurídica– de los vínculos familiares, y que nos involucra a todos, seamos creyentes o no creyentes. El cristiano no es un «ser inmune» a los cambios de su tiempo y en este mundo concreto, con sus múltiples problemáticas y posibilidades, es donde se debe vivir, creer y anunciar.
Hasta hace poco, vivíamos en un contexto social donde la afinidad entre la institución civil y el sacramento cristiano era fuerte y compartida, coincidían sustancialmente y se sostenían mutuamente. Ya no es así. Si tuviera que describir la situación actual tomaría dos imágenes propias de nuestras sociedades. Por un lado, los conocidos almacenes, pequeños negocios de nuestros barrios y, por otro, los grandes supermercados o shoppings.
Algún tiempo atrás uno podía encontrar en un mismo comercio o almacén todas las cosas necesarias para la vida personal y familiar –es cierto que pobremente expuesto, con pocos productos y, por lo tanto, con escasa posibilidad de elección–. Pero había un vínculo personal entre el dueño del negocio y los vecinos compradores. Se vendía fiado, es decir, había confianza, había conocimiento, había vecindad. Uno se fiaba del otro. Se animaba a confiar. En muchos lugares se lo conocía como «el almacén del barrio».
En estas últimas décadas se ha desarrollado y ampliado otro tipo de negocios: los shopping center. Grandes superficies con un gran número de opciones y oportunidades. El mundo parece que se ha convertido en un gran shopping, donde la cultura ha adquirido una dinámica competitiva. Ya no se vende fiado, ya no se puede fiar de los demás. No hay un vínculo personal, una relación de vecindad. La cultura actual parece estimular a las personas a entrar en la dinámica de no ligarse a nada ni a nadie. A no fiar ni fiarse. Porque lo más importante de hoy parece que es ir detrás de la última tendencia o de la última actividad. Inclusive a nivel religioso. Lo importante hoy parece que lo determina el consumo. Consumir relaciones, consumir amistades, consumir religiones, consumir, consumir... No importa el costo ni las consecuencias. Un consumo que no genera vínculos, un consumo que va más allá de las relaciones humanas. Los vínculos son un mero «trámite» en la satisfacción de «mis necesidades». Lo importante deja de ser el prójimo, con su rostro, con su historia, con sus afectos.
Y esta conducta genera una cultura que descarta todo aquello que ya «no sirve» o «no satisface» los gustos del consumidor. Hemos hecho de nuestra sociedad una vidriera pluricultural amplísima, ligada solamente a los gustos de algunos «consumidores» y, por otra parte, son muchos –¡tantos!– los otros, los que «comen las migajas que caen de la mesa de sus amos» (Mt 15,27).
Esto genera una herida grande, una herida cultural muy grande. Me atrevo a decir que una de las principales pobrezas o raíces de tantas situaciones contemporáneas está en la soledad radical a la que se ven sometidas tantas personas. Corriendo detrás de un like, corriendo detrás de aumentar el número de followers en cualquiera de las redes sociales, así van –así vamos– los seres humanos en la propuesta que ofrece esta sociedad contemporánea. Una soledad con miedo al compromiso y en una búsqueda desenfrenada por sentirse reconocido.
¿Debemos condenar a nuestros jóvenes por haber crecido en esta sociedad? ¿Debemos anatematizarlos por vivir este mundo? ¿Ellos deben escuchar de sus pastores frases como: «Todo pasado fue mejor», «El mundo es un desastre y, si esto sigue así, no sabemos a dónde vamos a parar»? ¡Esto me suena a un tango argentino! No, no creo, no creo que este sea el camino. Nosotros, pastores tras las huellas del Pastor, estamos invitados a buscar, acompañar, levantar, curar las heridas de nuestro tiempo. Mirar la realidad con los ojos de aquel que se sabe interpelado al movimiento, a la conversión pastoral. El mundo hoy nos pide y reclama esta conversión pastoral. «Es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie» (Evangelii gaudium, 23). El Evangelio no es un producto para consumir, no entra en esta cultura del consumismo.
Nos equivocaríamos si pensáramos que esta «cultura» del mundo actual sólo tiene aversión al matrimonio y a la familia, en términos de puro y simple egoísmo. ¿Acaso todos los jóvenes de nuestra época se han vuelto irremediablemente tímidos, débiles, inconsistentes? No caigamos en la trampa. Muchos jóvenes, en medio de esta cultura disuasiva, han interiorizado una especie de miedo inconsciente, y no, tienen miedo, un miedo inconsciente, y no siguen los impulsos más hermosos, más altos y también más necesarios. Hay muchos que retrasan el matrimonio en espera de unas condiciones de bienestar ideales. Mientras tanto la vida se consume sin sabor. Porque la sabiduría del verdadero sabor de la vida llega con el tiempo, fruto de una generosa inversión de pasión, de inteligencia y de entusiasmo.
En el Congreso, hace unos días, decía que estamos viviendo una cultura que impulsa y convence a los jóvenes a no fundar una familia, unos por la falta de medios materiales para hacerlo y otros por tener tantos medios que están muy cómodos así, pero esa es la tentación, no fundar una familia.
Como pastores, los obispos estamos llamados a aunar fuerzas y relanzar el entusiasmo para que se formen familias que, de acuerdo con su vocación, correspondan más plenamente a la bendición de Dios. Tenemos que emplear nuestras energías, no tanto en explicar una y otra vez los defectos de la época actual y los méritos del cristianismo, sino en invitar con franqueza a los jóvenes a que sean audaces y elijan el matrimonio y la familia. En Buenos Aires, cuantas mujeres se lamentaban: “Tengo mi hijo de 30, 32, 34 años y no se casa, no sé qué hacer” – “Señora, no le planche más las camisas”. Hay que entusiasmar a los jóvenes que corran ese riesgo, pero es un riesgo de fecundidad y de vida.
También aquí se necesita una santa parresia de los obispos. “¿Por qué no te casas?” – “Si, tengo novia, pero no sabemos… que si, que no… juntamos plata para la fiesta, que para esto…”. La santa parresia de acompañarlos y hacerlos madurar hacia el compromiso del matrimonio.
Un cristianismo que «se hace» poco en la realidad y «se explica» infinitamente en la formación está peligrosamente desproporcionado; diría que está en un verdadero y propio círculo vicioso. El pastor ha de mostrar que el «Evangelio de la familia» es verdaderamente «buena noticia» para un mundo en que la preocupación por uno mismo reina por encima de todo. No se trata de fantasía romántica: la tenacidad para formar una familia y sacarla adelante transforma el mundo y la historia. Son las familias las que transforman el mundo y la historia.
El pastor anuncia serena y apasionadamente la palabra de Dios, anima a los creyentes a aspirar a lo más alto. Hará que sus hermanos y hermanas sean capaces de escuchar y practicar las promesas de Dios, que amplían también la experiencia de la maternidad y de la paternidad en el horizonte de una nueva «familiaridad» con Dios (cf. Mc 3,31-35).
El pastor vela el sueño, la vida, el crecimiento de sus ovejas. Este «velar» no nace del discursear, sino del pastorear. Solo es capaz de velar quien sabe estar «en medio de», quien no le tiene miedo a las preguntas, quien no le tiene miedo al contacto, al acompañamiento. El pastor vela en primer lugar con la oración, sosteniendo la fe de su pueblo, transmitiendo confianza en el Señor, en su presencia. El pastor siempre está en vela ayudando a levantar la mirada cuando aparece el desgano, la frustración y las caídas. Sería bueno preguntarnos si en nuestro ministerio pastoral sabemos «perder» el tiempo con las familias. ¿Sabemos estar con ellas, compartir sus dificultades y sus alegrías?
Naturalmente, el rasgo fundamental del estilo de vida del obispo es en primer lugar vivir el espíritu de esta gozosa familiaridad con Dios, y en segundo lugar difundir la emocionante fecundidad evangélica, rezar y anunciar el Evangelio (cf. Hch 6,4). Y siempre me llamó la atención y me golpeó cuando al principio, en el primer tiempo de la Iglesia, los helenistas se fueron a quejar porque las viudas y los huérfanos no eran bien atendidos. Claro, los apóstoles no daban abasto, entonces descuidaban. Se reunieron, se “inventaron” los diáconos: el Espíritu Santo les inspiró constituir diáconos; y cuando Pedro anuncia la decisión explica: vamos a elegir a siete hombres así y así para que se ocupen de este asunto. Y a nosotros nos tocan dos cosas: la oración y la predicación. ¿Cuál es el primer trabajo del obispo? Orar, rezar. El segundo trabajo que va junto con ese: predicar. Nos ayuda esta definición dogmática. Si me equivoco, el cardenal Müller nos ayuda porque define cuál es el rol del obispo. El obispo es constituido para pastorear, es pastor, pero pastorear primero con la oración y con el anuncio, después viene todo lo demás, si queda tiempo.
Nosotros mismos, por tanto, aceptando con humildad el aprendizaje cristiano de las virtudes domésticas del Pueblo de Dios, nos asemejaremos cada vez más a los padres y a las madres –como hace Pablo (cf. 1 Ts 2,7-11)–, procurando no acabar como personas que simplemente han aprendido a vivir sin familia. Alejarnos de la familia nos va llevando a ser personas que aprendimos a vivir sin familia, feo muy feo. Nuestro ideal, en efecto, no es la carencia de afectos, no. El buen pastor renuncia a unos afectos familiares propios para dedicar todas sus fuerzas, y la gracia de su llamada especial, a la bendición evangélica de los afectos del hombre y la mujer, que encarnan el designio de Dios, empezando por aquellos que están perdidos, abandonados, heridos, devastados, desalentados y privados de su dignidad. Esta entrega total al ágape de Dios no es una vocación ajena a la ternura y al amor. Basta con mirar a Jesús para entenderlo (cf. Mt 19,12). La misión del buen pastor al estilo de Dios –solo Dios lo puede autorizar, no la propia presunción– imita en todo y para todo el estilo afectivo del Hijo con el Padre, reflejado en la ternura de su entrega: en a favor, y por amor, de los hombres y mujeres de la familia humana.
En la óptica de la fe, este es un argumento muy válido. Nuestro ministerio necesita desarrollar la alianza de la Iglesia y la familia. Ósea, lo subrayo, desarrollar la alianza de la Iglesia y la familia, de lo contrario, se marchita, y la familia humana, por nuestra culpa, se alejará irremediablemente de la alegre noticia evangélica de Dios e irá al supermercado de moda a comprar el producto que en ese momento más le guste.
Si somos capaces de este rigor de los afectos de Dios, cultivando infinita paciencia y sin resentimiento en los surcos a menudo desviados en que debemos sembrar - pues realmente tenemos que sembrar tantas veces en surcos desviados - también una mujer samaritana con cinco «no maridos» será capaz de dar testimonio. Y frente a un joven rico, que siente tristemente que se lo ha de pensar todavía con calma, habrá un publicano maduro se apurará para bajar del árbol y se desvivirá por los pobres en los que hasta ese momento no había pensado nunca.
Hermanos, que Dios nos conceda el don de esta nueva projimidad entre la familia y la Iglesia. La necesita la familia, la necesita la Iglesia, la necesitamos los pastores.
La familia es nuestra aliada, nuestra ventana al mundo, la familia es la evidencia de una bendición irrevocable de Dios destinada a todos los hijos de esta historia difícil y hermosa de la creación, que Dios nos ha pedido que sirvamos. Muchas gracias.
[01516-ES.02] [Texto original: Español]
Traduzione in lingua inglese
I am happy to be able to share these moments of pastoral reflection with you, amid the joyful celebrations for the World Meeting of Families. I am speaking in Spanish because they told me that you all know Spanish.
For the Church, the family is not first and foremost a cause for concern, but rather the joyous confirmation of God’s blessing upon the masterpiece of creation. Every day, all over the world, the Church can rejoice in the Lord’s gift of so many families who, even amid difficult trials, remain faithful to their promises and keep the faith!
I would say that the foremost pastoral challenge of our changing times is to move decisively towards recognizing this gift. For all the obstacles we see before us, gratitude and appreciation should prevail over concerns and complaints. The family is the fundamental locus of the covenant between the Church and God’s creation, with that creation which God blessed on the last day with a family. Without the family, not even the Church would exist. Nor could she be what she is called to be, namely “a sign and instrument of communion with God and of the unity of the entire human race” (Lumen Gentium, 1).
Needless to say, our understanding, shaped by the interplay of ecclesial faith and the conjugal experience of sacramental grace, must not lead us to disregard the unprecedented changes taking place in contemporary society, with their social, cultural – and, sadly, also legal – effects on family bonds. These changes affect all of us, believers and non-believers alike. Christians are not “immune” to the changes of their times. This concrete world, with all its many problems and possibilities, is where we must live, believe and proclaim.
Until recently, we lived in a social context where the similarities between the civil institution of marriage and the Christian sacrament were considerable and shared. The two were interrelated and mutually supportive. This is no longer the case. To describe our situation today, I would use two familiar images: our neighborhood stores and our large supermarkets.
There was a time when one neighborhood store had everything one needed for personal and family life. The products may not have been cleverly displayed, or offered much choice, but there was a personal bond between the shopkeeper and his customers. Business was done on the basis of trust, people knew one another, they were all neighbors. They trusted one another. They built up trust. These stores were often simply known as “the local market”.
Then a different kind of store grew up: the supermarket. Huge spaces with a great selection of merchandise. The world seems to have become one of these great supermarkets; our culture has become more and more competitive. Business is no longer conducted on the basis of trust; others can no longer be trusted. There are no longer close personal relationships. Today’s culture seems to encourage people not to bond with anything or anyone, not to trust. The most important thing nowadays seems to be follow the latest trend or activity. This is even true of religion. Today consumption seems to determine what is important. Consuming relationships, consuming friendships, consuming religions, consuming, consuming… Whatever the cost or consequences. A consumption which does not favor bonding, a consumption which has little to do with human relationships. Social bonds are a mere “means” for the satisfaction of “my needs”. The important thing is no longer our neighbor, with his or her familiar face, story and personality.
The result is a culture which discards everything that is no longer “useful” or “satisfying” for the tastes of the consumer. We have turned our society into a huge multicultural showcase tied only to the tastes of certain “consumers”, while so many others only “eat the crumbs which fall from their masters’ table” (Mt 15:27).
This causes great harm; it greatly wounds our culture. I dare say that at the root of so many contemporary situations is a kind of impoverishment born of a widespread and radical sense of loneliness. Running after the latest fad, accumulating “friends” on one of the social networks, we get caught up in what contemporary society has to offer. Loneliness with fear of commitment in a limitless effort to feel recognized.
Should we blame our young people for having grown up in this kind of society? Should we condemn them for living in this kind of a world? Should they hear their pastors saying that “it was all better back then”, “the world is falling apart and if things go on this way, who knows where we will end up?” It makes me think of an Argentine tango! No, I do not think that this is the way. As shepherds following in the footsteps of the Good Shepherd, we are asked to seek out, to accompany, to lift up, to bind up the wounds of our time. To look at things realistically, with the eyes of one who feels called to action, to pastoral conversion. The world today demands this pastoral conversion on our part. “It is vitally important for the Church today to go forth and preach the Gospel to all: to all places, on all occasions, without hesitation, reluctance or fear. The joy of the Gospel is for all people: no one can be excluded” (Evangelii Gaudium, 23). The Gospel is not a product to be consumed; it is not a part of this culture of consumption.
We would be mistaken, however, to see this “culture” of the present world as mere indifference towards marriage and the family, as pure and simple selfishness. Are today’s young people hopelessly timid, weak, inconsistent? We must not fall into this trap. Many young people, in the context of this culture of discouragement, have yielded to a form of unconscious acquiescence. They are afraid, deep down, paralyzed before the beautiful, noble and truly necessary challenges. Many put off marriage while waiting for ideal conditions, when everything can be perfect. Meanwhile, life goes on, without really being lived to the full. For knowledge of life’s true pleasures only comes as the fruit of a long-term, generous investment of our intelligence, enthusiasm and passion.
Addressing Congress, a few days ago, I said that we are living in a culture which pressures some young people not to start a family because they lack the material means to do so, and others because they are so well off that they are happy as they are. That is the temptation, not to start a family.
As pastors, we bishops are called to collect our energies and to rebuild enthusiasm for making families correspond ever more fully to the blessing of God which they are! We need to invest our energies not so much in rehearsing the problems of the world around us and the merits of Christianity, but in extending a sincere invitation to young people to be brave and to opt for marriage and the family. In Buenos Aires, many women used to complain about their children who were 30, 32 or 34 years old and still single: “I don’t know what to do” – “Well, stop ironing their shirts!” Young people have to be encouraged to take this risk, but it is a risk of fruitfulness and life.
Here too, we need a bit of holy parrhesia on the part of bishops. “Why aren’t you married?” “Yes, I have a fiancée, but we don’t know… maybe yes, maybe no… We’re saving some money for the party, for this or that…” The holy parrhesia to accompany them and make them grow towards the commitment of marriage.
A Christianity which “does” little in practice, while incessantly “explaining” its teachings, is dangerously unbalanced. I would even say that it is stuck in a vicious circle. A pastor must show that the “Gospel of the family” is truly “good news” in a world where self-concern seems to reign supreme! We are not speaking about some romantic dream: the perseverance which is called for in having a family and raising it transforms the world and human history. Families transform the world and history.
A pastor serenely yet passionately proclaims the word of God. He encourages believers to aim high. He will enable his brothers and sisters to hear and experience God’s promise, which can expand their experience of motherhood and fatherhood within the horizon of a new “familiarity” with God (Mk 3:31-35).
A pastor watches over the dreams, the lives and the growth of his flock. This “watchfulness” is not the result of talking but of shepherding. Only one capable of standing “in the midst of” the flock can be watchful, not someone who is afraid of questions, afraid of contact and accompaniment. A pastor keeps watch first and foremost with prayer, supporting the faith of his people and instilling confidence in the Lord, in his presence. A pastor remains vigilant by helping people to lift their gaze at times of discouragement, frustration and failure. We might well ask whether in our pastoral ministry we are ready to “waste” time with families. Whether we are ready to be present to them, sharing their difficulties and joys.
Naturally, experiencing the spirit of this joyful familiarity with God, and then spreading its powerful evangelical fruitfulness, has to be the primary feature of our lifestyle as bishops: a lifestyle of prayer and preaching the Gospel (Acts 6:4). I have always be struck by how, in the early days of the Church, the Hellenists complained that their widows and orphans were not being well cared for. The apostles, of course, weren’t able to handle this themselves, so they got together and came up with deacons. The Holy Spirit inspired them to create deacons and when Peter announced the decision, he explained: “We are going to choose seven men to take care of this; for our part, we have two responsibilities: prayer and preaching”. What is the first job of bishops? To pray. The second job goes along with this: to preach. We are helped by this dogmatic definition. Unless I am wrong, Cardinal Müller helps us because he defines what is the role of the bishop. The bishop is charged to be a pastor, but to be a pastor first and foremost by his prayer and preaching, because everything else follows, if there is time.
By our own humble Christian apprenticeship in the familial virtues of God’s people, we will become more and more like fathers and mothers (as did Saint Paul: cf. 1 Th 2:7,11), and less like people who have simply learned to live without a family. Lack of contact with families makes us people who learn to live without a family, and this is not good. Our ideal is not to live without love! A good pastor renounces the love of a family precisely in order to focus all his energies, and the grace of his particular vocation, on the evangelical blessing of the love of men and women who carry forward God’s plan of creation, beginning with those who are lost, abandoned, wounded, broken, downtrodden and deprived of their dignity. This total surrender to God’s agape is certainly not a vocation lacking in tenderness and affection! We need but look to Jesus to understand this (cf. Mt 19:12). The mission of a good pastor, in the style of God – and only God can authorize this, not our own presumption! – imitates in every way and for all people the Son’s love for the Father. This is reflected in the tenderness with which a pastor devotes himself to the loving care of the men and women of our human family.
For the eyes of faith, this is a most valuable sign. Our ministry needs to deepen the covenant between the Church and the family. I repeat this: to deepen the covenant between the Church and the family. Otherwise it becomes arid, and the human family will grow irremediably distant, by our own fault, from God’s joyful good news, and will go to the latest supermarket to buy whatever product suits them then and there.
If we prove capable of the demanding task of reflecting God’s love, cultivating infinite patience and serenity as we strive to sow its seeds in the frequently crooked furrows in which we are called to plant – for very often we really do have to sow in crooked furrows –, then even a Samaritan woman with five “non-husbands” will discover that she is capable of giving witness. And for every rich young man who with sadness feels that he has to calmly keep considering the matter, an older publican will come down from the tree and give fourfold to the poor, to whom, before that moment, he had never even given a thought.
My brothers, may God grant us this gift of a renewed closeness between the family and the Church. Families need it, the Church needs it, and we pastors need it.
The family is our ally, our window to the world; the family is the proof of an irrevocable blessing of God destined for all the children who in every age are born into this difficult yet beautiful creation which God has asked us to serve! Thank you.
[01516-EN.02] [Original text: Spanish]
Traduzione in lingua italiana
Sono contento di avere l’opportunità di condividere questi momenti di riflessione pastorale con voi, nella gioiosa circostanza dell’Incontro Mondiale delle Famiglie.
La famiglia, infatti, per la Chiesa, non è prima di tutto un motivo di preoccupazione, ma la felice conferma della benedizione di Dio al capolavoro della creazione. Ogni giorno, in tutti gli angoli del pianeta, la Chiesa ha motivo di rallegrarsi con il Signore per il dono di quel popolo numeroso di famiglie che, anche nelle prove più dure, onorano le promesse e custodiscono la fede!
Ecco, direi che il primo slancio pastorale che questo impegnativo passaggio d’epoca ci chiede è proprio un passo deciso nella linea di questo riconoscimento. La stima e la gratitudine devono prevalere sul lamento, nonostante tutti gli ostacoli che abbiamo di fronte. La famiglia è il luogo fondamentale dell’alleanza della Chiesa con la creazione, con questa creazione di Dio, che Dio ha benedetto l’ultimo giorno con una famiglia. Senza la famiglia, anche la Chiesa non esisterebbe: non potrebbe essere quello che deve essere, ossia segno e strumento dell’unità del genere umano (cfr Lumen gentium, 1).
Naturalmente, la nostra comprensione, plasmata sull’integrazione della forma ecclesiale della fede e dell’esperienza coniugale della grazia, benedetta dal sacramento, non deve farci dimenticare la profonda trasformazione del quadro epocale, che incide sulla cultura sociale – e ormai purtroppo anche giuridica – dei legami familiari e che ci coinvolge tutti, credenti e non credenti. Il cristiano non è “immune” dai cambiamenti del suo tempo, e questo mondo concreto, con le sue molteplici problematiche e possibilità, è il luogo in cui dobbiamo vivere, credere e annunciare.
Tempo fa, vivevamo in un contesto sociale in cui le affinità dell’istituzione civile e del sacramento cristiano erano corpose e condivise: erano tra loro connesse e si sostenevano a vicenda. Ora non è più così. Per descrivere la situazione attuale sceglierei due immagini tipiche delle nostre società: da una parte, le note botteghe, piccoli negozi dei nostri quartieri, e dall’altra i grandi supermercati o centri commerciali.
Qualche tempo fa si poteva trovare in un medesimo negozio tutte le cose necessarie per la vita personale e familiare – certo esposte poveramente, con pochi prodotti e quindi con poca possibilità di scelta. Ma c’era un legame personale tra il negoziante e i clienti del vicinato. Si vendeva a credito, cioè c’era fiducia, c’era conoscenza, c’era vicinanza. Uno si fidava dell’altro. Trovava il coraggio di fidarsi. In molti luoghi lo si conosce come “la bottega del quartiere”.
In questi ultimi decenni si sono sviluppati e ampliati negozi di altro tipo: i centri commerciali. Il mondo pare che sia diventato un grande supermercato, dove la cultura ha acquisito una dinamica concorrenziale. Non si vende più a credito, non ci si può fidare degli altri. Non c’è legame personale, relazione di vicinanza. La cultura attuale sembra stimolare le persone a entrare nella dinamica di non legarsi a niente e a nessuno. A non dare fiducia e non fidarsi. Perché la cosa più importante oggi sembrerebbe essere andare dietro all’ultima tendenza all’ultima attività. E questo anche a livello religioso. Ciò che è importante oggi sembra determinarlo il consumo. Consumare relazioni, consumare amicizie, consumare religioni, consumare, consumare… Non importa il costo né le conseguenze. Un consumo che non genera legami, un consumo che va al di là delle relazioni umane. I legami sono un mero “tramite” nella soddisfazione delle “mie necessità”. Il prossimo con il suo volto, con la sua storia, con i suoi affetti cessa di essere importante.
E questo comportamento genera una cultura che scarta tutto ciò che “non serve” più o “non soddisfa” i gusti del consumatore. Abbiamo fatto della nostra società una vetrina multiculturale amplissima legata solamente ai gusti di alcuni “consumatori”, e, d’altro canto, sono tanti, tantissimi gli altri, quelli che «mangiano le briciole che cadono dalla tavola dei loro padroni» (Mt 15,27).
Questo produce una grande ferita, una ferita culturale molto grande. Oserei dire che una delle principali povertà o radici di tante situazioni contemporanee consiste nella solitudine radicale a cui si trovano costrette tante persone. Inseguendo un “mi piace”, inseguendo l’aumento del numero dei “followers” in una qualsiasi rete sociale, così le persone seguono – così seguiamo – la proposta offerta da questa società contemporanea. Una solitudine timorosa dell’impegno in una ricerca sfrenata di sentirsi riconosciuti.
Dobbiamo condannare i nostri giovani per essere cresciuti in questa società? Dobbiamo scomunicarli perché vivono in questo mondo? Essi devono sentirsi dire dai loro pastori frasi come: “una volta era meglio”; “il mondo è un disastro e, se continua così, non sappiamo dove andremo a finire”? Questo mi suona come un tango argentino! No, non credo, non credo che sia questa la strada. Noi pastori, sulle orme del Pastore, siamo invitati a cercare, accompagnare, sollevare, curare le ferite del nostro tempo. Guardare la realtà con gli occhi di chi sa di essere chiamato al movimento, alla conversione pastorale. Il mondo oggi ci chiede con insistenza questa conversione pastorale. «E’ vitale che oggi la Chiesa esca ad annunciare il Vangelo a tutti, in tutti i luoghi, in tutte le occasioni, senza indugi,, senza repulsioni e senza paura. La gioia del Vangelo è per tutto il popolo, non può escludere nessuno» (Evangelii gaudium, 23). Il Vangelo non è un prodotto da consumare, non rientra in questa cultura del consumismo.
Sbaglieremmo se interpretassimo che questa “cultura” del mondo attuale è solo disaffezione per il matrimonio e la famiglia in termini di puro e semplice egoismo. I giovani di questo tempo sono forse diventati irrimediabilmente tutti pavidi, deboli, inconsistenti? Non cadiamo nella trappola. Molti giovani, nel quadro di questa cultura dissuasiva, hanno interiorizzato una specie di inconscia soggezione, hanno paura, una paura inconsapevole, e non seguono gli slanci più belli e più alti, e anche più necessari. Ci sono tanti che rimandano il matrimonio in attesa delle condizioni di benessere ideali. Intanto la vita si consuma, senza sapore. Perché la sapienza dei veri sapori della vita matura con il tempo, come frutto del generoso investimento della passione, dell’intelligenza, dell’entusiasmo.
Nel Congresso, alcuni giorni fa, dicevo che stiamo vivendo una cultura che spinge e convince i giovani a non formare una famiglia, alcuni per la mancanza di mezzi materiali per farlo, e altri perché hanno tanti mezzi che stanno molto comodi così, però questa è la tentazione, non formare una famiglia.
Come pastori, noi vescovi siamo chiamati a raccogliere le forze e a rilanciare l’entusiasmo per la nascita di famiglie più pienamente rispondenti alla benedizione di Dio, secondo la loro vocazione! Dobbiamo investire le nostre energie non tanto nello spiegare e rispiegare i difetti dell’attuale condizione odierna e i pregi del cristianesimo, quanto piuttosto nell’invitare con franchezza i giovani ad essere audaci nella scelta del matrimonio e della famiglia. A Buenos Aires, quante donne si lamentavano: “Ho mio figlio che ha 30, 32, 34 anni e non si sposa, non so che fare”. “Signora, non gli stiri più le camice!”. Bisogna entusiasmare i giovani perché corrano questo rischio, ma è un rischio di fecondità e di vita. Anche qui ci vuole una santa parresia dei vescovi. “Perché non ti sposi?” – “Sì, ho la fidanzata, però non sappiamo… sì, no,… mettiamo insieme i soldi per la festa, per questo…”. La santa parresia di accompagnarli e farli maturare fino all’impegno del matrimonio.
Un cristianesimo che “si fa” poco nella realtà e “si spiega” infinitamente nella formazione, sta in una sproporzione pericolosa. Direi in un vero e proprio circolo vizioso. Il pastore deve mostrare che il Vangelo della famiglia è davvero “buona notizia” in un mondo dove l’attenzione verso sé stessi sembra regnare sovrana! Non si tratta di fantasia romantica: la tenacia nel formare una famiglia e nel portarla avanti trasforma il mondo e la storia. Sono le famiglie che trasformano il mondo e la storia.
Il pastore annuncia serenamente e appassionatamente la Parola di Dio, incoraggia i credenti a puntare in alto. Egli renderà capaci i suoi fratelli e le sue sorelle dell’ascolto e della pratica della promessa di Dio, che allarga anche l’esperienza della maternità e della paternità nell’orizzonte di una nuova “familiarità” con Dio (cfr Mc 3,31-35). Il pastore vigila sul sogno, sulla vita, sulla crescita delle sue pecore. Questo “vigila” non nasce dal fare discorsi, ma dalla cura pastorale. E’ capace di vigilare solo chi sa stare “in mezzo”, chi non ha paura delle domande, chi non ha paura del contatto, dell’accompagnamento. Il pastore vigila prima di tutto con la preghiera, sostenendo la fede del suo popolo, trasmettendo fiducia nel Signore, nella sua presenza. Il pastore rimane sempre vigilante aiutando ad alzare lo sguardo quando compaiono lo scoraggiamento, la frustrazione o le cadute. Sarebbe bene chiederci se nel nostro ministero pastorale sappiamo “perdere” tempo con le famiglie. Sappiamo stare con loro, condividere le loro difficoltà e le loro gioie?
Naturalmente il tratto fondamentale dello stile di vita del Vescovo è in primo luogo vivere lo spirito di questa gioiosa familiarità con Dio, e in secondo luogo diffonderne l’emozionante fecondità evangelica, è in primo luogo: pregare e annunciare il Vangelo (cfr At 6,4). E sempre mi ha attirato l’attenzione e mi ha colpito quando all’inizio, ai primi tempi della Chiesa, gli ellenisti si lamentarono perché le loro vedove e i loro orfani non erano ben assistiti. Chiaro, gli apostoli non ce la facevano, e quindi li trascuravano; si riunirono e si “inventarono” i diaconi, cioè lo Spirito Santo li ispirò di costituire i diaconi; e quando Pietro annuncia la decisione spiega: sceglieremo sette uomini così e così perché si occupino di questa esigenza. E a noi spettano due cose: la preghiera e la predicazione. Qual è il primo lavoro del vescovo? Pregare. Il secondo lavoro che va insieme a quello: predicare. Ci aiuta questa definizione dogmatica. Se mi sbaglio, il cardinal Müller ci aiuta perché definisce qual è il ruolo del vescovo. Il vescovo è costituito per pascere, è pastore, ma pascere anzitutto con la preghiera e con l’annuncio, poi viene tutto il resto. Se rimane tempo.
Noi stessi, dunque, accettando umilmente l’apprendistato cristiano delle virtù familiari del popolo di Dio, assomiglieremo sempre di più a padri e madri (come Paolo, cfr 1 Ts 2,7.11), evitando di trasformarci in persone che hanno semplicemente imparato a vivere senza famiglia. Allontanarci dalla famiglia ci sta portando ad essere persone che impariamo a vivere senza famiglia: brutto, molto brutto. Il nostro ideale, in effetti, non è quello di essere senza affetti. Il buon Pastore rinuncia ad affetti familiari propri per destinare tutte le sue forze, e la grazia della sua speciale chiamata, alla benedizione evangelica degli affetti dell’uomo e della donna che danno vita al disegno della creazione di Dio, incominciando da quelli perduti, abbandonati, feriti, devastati, avviliti e privati delle loro dignità. Questa consegna totale all’agape di Dio non è certo una vocazione estranea alla tenerezza e al voler bene! Ci basterà guardare a Gesù, per capire questo (cfr Mt 19,12). La missione del buon Pastore nello stile di Dio – solo Dio può autorizzarlo, non la propria presunzione – imita in tutto e per tutto lo stile affettivo del Figlio nei confronti del Padre, che si riflette nella tenerezza della sua consegna: in favore, e per amore, degli uomini e delle donne della famiglia umana.
Nell’ottica della fede, questo è un argomento prezioso. Il nostro ministero ha bisogno di sviluppare l’alleanza della Chiesa e della famiglia. Lo sottolineo: sviluppare l’alleanza della Chiesa e della famiglia. Altrimenti marcisce, e la famiglia umana si farà irrimediabilmente distante, per nostra colpa, dalla Lieta Notizia donata da Dio, e andrà al supermercato di moda a comprare il prodotto che in quel momento le piace di più.
Se saremo capaci di questo rigore degli affetti di Dio, usando infinita pazienza, e senza risentimento, verso i solchi storti in cui dobbiamo seminarli – perché davvero dobbiamo tante volte seminare in solchi storti – anche una donna samaritana con cinque “non-mariti” si scoprirà capace di testimonianza. E per un giovane ricco che sente tristemente di doversi pensare ancora con calma, ci sarà un maturo pubblicano che si precipiterà giù dall’albero e si farà in quattro per i poveri ai quali – fino a quel momento – non aveva mai pensato.
Fratelli, Dio ci conceda il dono di questa nuova prossimità tra la famiglia e la Chiesa. Ne ha bisogno la famiglia, ne ha bisogno la Chiesa, ne abbiamo bisogno noi pastori. La famiglia è il nostro alleato, la nostra finestra sul mondo; la famiglia è l’evidenza di una benedizione irrevocabile di Dio destinata a tutti i figli di questa storia difficile e bellissima della creazione che Dio ci ha chiesto di servire! Tante grazie!
[01516-IT.02] [Testo originale: Spagnolo]
Al termine dell’incontro, dopo la foto ricordo del Santo Padre con i seminaristi all’esterno della Cappella, il Papa si è trasferito in elicottero alla Prigione Curran-Fromhold.
[B0727-XX.02]