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Viaggio Apostolico di Sua Santità Francesco a Cuba, negli Stati Uniti d’America e Visita alla sede dell’ONU, in occasione della partecipazione all’Incontro Mondiale delle Famiglie in Philadelphia (19-28 settembre 2015) – Visita alla sede dell’Organizzazione delle Nazioni Unite di New York: Discorso ai Rappresentanti delle Nazioni, 25.09.2015


Visita alla Sede dell’Organizzazione delle Nazioni Unite di New York: Discorso del Santo Padre ai Rappresentanti delle Nazioni

Discorso del Santo Padre

Traduzione in lingua inglese

Traduzione in lingua italiana

Traduzione in lingua francese

Traduzione in lingua tedesca

Traduzione in lingua portoghese

Traduzione in lingua araba

Lasciata la Lobby, il Papa si è trasferito all’edificio che ospita l’Assemblea Generale dell’ONU, e lungo il corridoio ha salutato i bambini figli dei funzionari.

Dopo gli incontri in privato con il Presidente della 70ma Assemblea Generale dell’O.N.U., Sig. Mogens Lykketoft (Danimarca), con il Presidente della 69ma Assemblea Generale, Sig. Sam Kahamba Kutesa (Uganda), e con il Presidente del Consiglio di Sicurezza nel mese di settembre 2015, Sig. Vitaly Churkin (Federazione Russa), il Santo Padre alle ore 9.45 è entrato nell’Emiciclo.

Qui, alla presenza di numerosi Capi di Stato e di Governo, introdotto dagli indirizzi di omaggio del Presidente della 70ma Assemblea Generale Mogens Lykketoft e dal Segretario Generale Ban Ki-moon, Papa Francesco ha rivolto ai Rappresentanti delle Nazioni il discorso che riportiamo di seguito:

Discorso del Santo Padre

Señor Presidente,
Señoras y Señores:
Buenos días.

Una vez más, siguiendo una tradición de la que me siento honrado, el Secretario General de las Naciones Unidas ha invitado al Papa a dirigirse a esta honorable Asamblea de las Naciones. En nombre propio y en el de toda la comunidad católica, Señor Ban Ki-moon, quiero expresarle el más sincero y cordial agradecimiento. Agradezco también sus amables palabras. Saludo asimismo a los Jefes de Estado y de Gobierno aquí presentes, a los Embajadores, diplomáticos y funcionarios políticos y técnicos que los acompañan, al personal de las Naciones Unidas empeñado en esta 70ª Sesión de la Asamblea General, al personal de todos los programas y agencias de la familia de la ONU, y a todos los que de un modo u otro participan de esta reunión. Por medio de ustedes saludo también a los ciudadanos de todas las naciones representadas en este encuentro. Gracias por los esfuerzos de todos y de cada uno en bien de la humanidad.

Esta es la quinta vez que un Papa visita las Naciones Unidas. Lo hicieron mis predecesores Pablo VI en 1965, Juan Pablo II en 1979 y 1995 y, mi más reciente predecesor, hoy el Papa emérito Benedicto XVI, en 2008. Todos ellos no ahorraron expresiones de reconocimiento para la Organización, considerándola la respuesta jurídica y política adecuada al momento histórico, caracterizado por la superación tecnológica de las distancias y fronteras y, aparentemente, de cualquier límite natural a la afirmación del poder. Una respuesta imprescindible ya que el poder tecnológico, en manos de ideologías nacionalistas o falsamente universalistas, es capaz de producir tremendas atrocidades. No puedo menos que asociarme al aprecio de mis predecesores, reafirmando la importancia que la Iglesia Católica concede a esta institución y las esperanzas que pone en sus actividades.

La historia de la comunidad organizada de los Estados, representada por las Naciones Unidas, que festeja en estos días su 70 aniversario, es una historia de importantes éxitos comunes, en un período de inusitada aceleración de los acontecimientos. Sin pretensión de exhaustividad, se puede mencionar la codificación y el desarrollo del derecho internacional, la construcción de la normativa internacional de derechos humanos, el perfeccionamiento del derecho humanitario, la solución de muchos conflictos y operaciones de paz y reconciliación, y tantos otros logros en todos los campos de la proyección internacional del quehacer humano. Todas estas realizaciones son luces que contrastan la oscuridad del desorden causado por las ambiciones descontroladas y por los egoísmos colectivos. Es cierto que aún son muchos los graves problemas no resueltos, pero también es evidente que, si hubiera faltado toda esta actividad internacional, la humanidad podría no haber sobrevivido al uso descontrolado de sus propias potencialidades. Cada uno de estos progresos políticos, jurídicos y técnicos son un camino de concreción del ideal de la fraternidad humana y un medio para su mayor realización.

Rindo pues homenaje a todos los hombres y mujeres que han servido leal y sacrificadamente a toda la humanidad en estos 70 años. En particular, quiero recordar hoy a los que han dado su vida por la paz y la reconciliación de los pueblos, desde Dag Hammarskjöld hasta los muchísimos funcionarios de todos los niveles, fallecidos en las misiones humanitarias, de paz y reconciliación.

La experiencia de estos 70 años, más allá de todo lo conseguido, muestra que la reforma y la adaptación a los tiempos siempre es necesaria, progresando hacia el objetivo último de conceder a todos los países, sin excepción, una participación y una incidencia real y equitativa en las decisiones. Esta necesidad de una mayor equidad, vale especialmente para los cuerpos con efectiva capacidad ejecutiva, como es el caso del Consejo de Seguridad, los organismos financieros y los grupos o mecanismos especialmente creados para afrontar las crisis económicas. Esto ayudará a limitar todo tipo de abuso o usura sobre todo con los países en vías de desarrollo. Los organismos financieros internacionales han de velar por el desarrollo sostenible de los países y la no sumisión asfixiante de éstos a sistemas crediticios que, lejos de promover el progreso, someten a las poblaciones a mecanismos de mayor pobreza, exclusión y dependencia.

La labor de las Naciones Unidas, a partir de los postulados del Preámbulo y de los primeros artículos de su Carta Constitucional, puede ser vista como el desarrollo y la promoción de la soberanía del derecho, sabiendo que la justicia es requisito indispensable para obtener el ideal de la fraternidad universal. En este contexto, cabe recordar que la limitación del poder es una idea implícita en el concepto de derecho. Dar a cada uno lo suyo, siguiendo la definición clásica de justicia, significa que ningún individuo o grupo humano se puede considerar omnipotente, autorizado a pasar por encima de la dignidad y de los derechos de las otras personas singulares o de sus agrupaciones sociales. La distribución fáctica del poder (político, económico, de defensa, tecnológico, etc.) entre una pluralidad de sujetos y la creación de un sistema jurídico de regulación de las pretensiones e intereses, concreta la limitación del poder. El panorama mundial hoy nos presenta, sin embargo, muchos falsos derechos, y –a la vez– grandes sectores indefensos, víctimas más bien de un mal ejercicio del poder: el ambiente natural y el vasto mundo de mujeres y hombres excluidos. Dos sectores íntimamente unidos entre sí, que las relaciones políticas y económicas preponderantes han convertido en partes frágiles de la realidad. Por eso hay que afirmar con fuerza sus derechos, consolidando la protección del ambiente y acabando con la exclusión.

Ante todo, hay que afirmar que existe un verdadero «derecho del ambiente» por un doble motivo. Primero, porque los seres humanos somos parte del ambiente. Vivimos en comunión con él, porque el mismo ambiente comporta límites éticos que la acción humana debe reconocer y respetar. El hombre, aun cuando está dotado de «capacidades inéditas» que «muestran una singularidad que trasciende el ámbito físico y biológico» (Laudato si’, 81), es al mismo tiempo una porción de ese ambiente. Tiene un cuerpo formado por elementos físicos, químicos y biológicos, y solo puede sobrevivir y desarrollarse si el ambiente ecológico le es favorable. Cualquier daño al ambiente, por tanto, es un daño a la humanidad. Segundo, porque cada una de las creaturas, especialmente las vivientes, tiene un valor en sí misma, de existencia, de vida, de belleza y de interdependencia con las demás creaturas. Los cristianos, junto con las otras religiones monoteístas, creemos que el universo proviene de una decisión de amor del Creador, que permite al hombre servirse respetuosamente de la creación para el bien de sus semejantes y para gloria del Creador, pero que no puede abusar de ella y mucho menos está autorizado a destruirla. Para todas las creencias religiosas, el ambiente es un bien fundamental (cf. ibíd., 81).

El abuso y la destrucción del ambiente, al mismo tiempo, van acompañados por un imparable proceso de exclusión. En efecto, un afán egoísta e ilimitado de poder y de bienestar material lleva tanto a abusar de los recursos materiales disponibles como a excluir a los débiles y con menos habilidades, ya sea por tener capacidades diferentes (discapacitados) o porque están privados de los conocimientos e instrumentos técnicos adecuados o poseen insuficiente capacidad de decisión política. La exclusión económica y social es una negación total de la fraternidad humana y un gravísimo atentado a los derechos humanos y al ambiente. Los más pobres son los que más sufren estos atentados por un triple grave motivo: son descartados por la sociedad, son al mismo tiempo obligados a vivir del descarte y deben injustamente sufrir las consecuencias del abuso del ambiente. Estos fenómenos conforman la hoy tan difundida e inconscientemente consolidada «cultura del descarte».

Lo dramático de toda esta situación de exclusión e inequidad, con sus claras consecuencias, me lleva junto a todo el pueblo cristiano y a tantos otros a tomar conciencia también de mi grave responsabilidad al respecto, por lo cual alzo mi voz, junto a la de todos aquellos que anhelan soluciones urgentes y efectivas. La adopción de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible en la Cumbre mundial que iniciará hoy mismo, es una importante señal de esperanza. Confío también que la Conferencia de París sobre el cambio climático logre acuerdos fundamentales y eficaces.

No bastan, sin embargo, los compromisos asumidos solemnemente, aunque constituyen ciertamente un paso necesario para las soluciones. La definición clásica de justicia a que aludí anteriormente contiene como elemento esencial una voluntad constante y perpetua: Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi. El mundo reclama de todos los gobernantes una voluntad efectiva, práctica, constante, de pasos concretos y medidas inmediatas, para preservar y mejorar el ambiente natural y vencer cuanto antes el fenómeno de la exclusión social y económica, con sus tristes consecuencias de trata de seres humanos, comercio de órganos y tejidos humanos, explotación sexual de niños y niñas, trabajo esclavo, incluyendo la prostitución, tráfico de drogas y de armas, terrorismo y crimen internacional organizado. Es tal la magnitud de estas situaciones y el grado de vidas inocentes que va cobrando, que hemos de evitar toda tentación de caer en un nominalismo declaracionista con efecto tranquilizador en las conciencias. Debemos cuidar que nuestras instituciones sean realmente efectivas en la lucha contra todos estos flagelos.

La multiplicidad y complejidad de los problemas exige contar con instrumentos técnicos de medida. Esto, empero, comporta un doble peligro: limitarse al ejercicio burocrático de redactar largas enumeraciones de buenos propósitos –metas, objetivos e indicaciones estadísticas–, o creer que una única solución teórica y apriorística dará respuesta a todos los desafíos. No hay que perder de vista, en ningún momento, que la acción política y económica, solo es eficaz cuando se la entiende como una actividad prudencial, guiada por un concepto perenne de justicia y que no pierde de vista en ningún momento que, antes y más allá de los planes y programas, hay mujeres y hombres concretos, iguales a los gobernantes, que viven, luchan y sufren, y que muchas veces se ven obligados a vivir miserablemente, privados de cualquier derecho.

Para que estos hombres y mujeres concretos puedan escapar de la pobreza extrema, hay que permitirles ser dignos actores de su propio destino. El desarrollo humano integral y el pleno ejercicio de la dignidad humana no pueden ser impuestos. Deben ser edificados y desplegados por cada uno, por cada familia, en comunión con los demás hombres y en una justa relación con todos los círculos en los que se desarrolla la socialidad humana –amigos, comunidades, aldeas municipios, escuelas, empresas y sindicatos, provincias, naciones–. Esto supone y exige el derecho a la educación –también para las niñas, excluidas en algunas partes–, que se asegura en primer lugar respetando y reforzando el derecho primario de las familias a educar, y el derecho de las Iglesias y de las agrupaciones sociales a sostener y colaborar con las familias en la formación de sus hijas e hijos. La educación, así concebida, es la base para la realización de la Agenda 2030 y para recuperar el ambiente.

Al mismo tiempo, los gobernantes han de hacer todo lo posible a fin de que todos puedan tener la mínima base material y espiritual para ejercer su dignidad y para formar y mantener una familia, que es la célula primaria de cualquier desarrollo social. Este mínimo absoluto tiene en lo material tres nombres: techo, trabajo y tierra; y un nombre en lo espiritual: libertad de espíritu, que comprende la libertad religiosa, el derecho a la educación y todos los otros derechos cívicos.

Por todo esto, la medida y el indicador más simple y adecuado del cumplimiento de la nueva Agenda para el desarrollo será el acceso efectivo, práctico e inmediato, para todos, a los bienes materiales y espirituales indispensables: vivienda propia, trabajo digno y debidamente remunerado, alimentación adecuada y agua potable; libertad religiosa, y más en general libertad de espíritu y educación. Al mismo tiempo, estos pilares del desarrollo humano integral tienen un fundamento común, que es el derecho a la vida y, más en general, lo que podríamos llamar el derecho a la existencia de la misma naturaleza humana.

La crisis ecológica, junto con la destrucción de buena parte de la biodiversidad, puede poner en peligro la existencia misma de la especie humana. Las nefastas consecuencias de un irresponsable desgobierno de la economía mundial, guiado solo por la ambición de lucro y de poder, deben ser un llamado a una severa reflexión sobre el hombre: «El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza» (Benedicto XVI, Discurso al Parlamento Federal de Alemania, 22 septiembre 2011; citado en Laudato si’, 6). La creación se ve perjudicada «donde nosotros mismos somos las últimas instancias [...] El derroche de la creación comienza donde no reconocemos ya ninguna instancia por encima de nosotros, sino que solo nos vemos a nosotros mismos» (Id., Discurso al Clero de la Diócesis de Bolzano-Bressanone, 6 agosto 2008; citado ibíd.). Por eso, la defensa del ambiente y la lucha contra la exclusión exigen el reconocimiento de una ley moral inscrita en la propia naturaleza humana, que comprende la distinción natural entre hombre y mujer (cf. Laudato si’, 155), y el absoluto respeto de la vida en todas sus etapas y dimensiones (cf. ibíd., 123; 136).

Sin el reconocimiento de unos límites éticos naturales insalvables y sin la actuación inmediata de aquellos pilares del desarrollo humano integral, el ideal de «salvar las futuras generaciones del flagelo de la guerra» (Carta de las Naciones Unidas, Preámbulo) y de «promover el progreso social y un más elevado nivel de vida en una más amplia libertad» (ibíd.) corre el riesgo de convertirse en un espejismo inalcanzable o, peor aún, en palabras vacías que sirven de excusa para cualquier abuso y corrupción, o para promover una colonización ideológica a través de la imposición de modelos y estilos de vida anómalos, extraños a la identidad de los pueblos y, en último término, irresponsables.

La guerra es la negación de todos los derechos y una dramática agresión al ambiente. Si se quiere un verdadero desarrollo humano integral para todos, se debe continuar incansablemente con la tarea de evitar la guerra entre las naciones y los pueblos.

Para tal fin hay que asegurar el imperio incontestado del derecho y el infatigable recurso a la negociación, a los buenos oficios y al arbitraje, como propone la Carta de las Naciones Unidas, verdadera norma jurídica fundamental. La experiencia de los 70 años de existencia de las Naciones Unidas, en general, y en particular la experiencia de los primeros 15 años del tercer milenio, muestran tanto la eficacia de la plena aplicación de las normas internacionales como la ineficacia de su incumplimiento. Si se respeta y aplica la Carta de las Naciones Unidas con transparencia y sinceridad, sin segundas intenciones, como un punto de referencia obligatorio de justicia y no como un instrumento para disfrazar intenciones espurias, se alcanzan resultados de paz. Cuando, en cambio, se confunde la norma con un simple instrumento, para utilizar cuando resulta favorable y para eludir cuando no lo es, se abre una verdadera caja de Pandora de fuerzas incontrolables, que dañan gravemente las poblaciones inermes, el ambiente cultural e incluso el ambiente biológico.

El Preámbulo y el primer artículo de la Carta de las Naciones Unidas indican los cimientos de la construcción jurídica internacional: la paz, la solución pacífica de las controversias y el desarrollo de relaciones de amistad entre las naciones. Contrasta fuertemente con estas afirmaciones, y las niega en la práctica, la tendencia siempre presente a la proliferación de las armas, especialmente las de destrucción masiva como pueden ser las nucleares. Una ética y un derecho basados en la amenaza de destrucción mutua –y posiblemente de toda la humanidad– son contradictorios y constituyen un fraude a toda la construcción de las Naciones Unidas, que pasarían a ser «Naciones unidas por el miedo y la desconfianza». Hay que empeñarse por un mundo sin armas nucleares, aplicando plenamente el Tratado de no proliferación, en la letra y en el espíritu, hacia una total prohibición de estos instrumentos.

El reciente acuerdo sobre la cuestión nuclear en una región sensible de Asia y Oriente Medio es una prueba de las posibilidades de la buena voluntad política y del derecho, ejercitados con sinceridad, paciencia y constancia. Hago votos para que este acuerdo sea duradero y eficaz y dé los frutos deseados con la colaboración de todas las partes implicadas.

En ese sentido, no faltan duras pruebas de las consecuencias negativas de las intervenciones políticas y militares no coordinadas entre los miembros de la comunidad internacional. Por eso, aun deseando no tener la necesidad de hacerlo, no puedo dejar de reiterar mis repetidos llamamientos en relación con la dolorosa situación de todo el Oriente Medio, del norte de África y de otros países africanos, donde los cristianos, junto con otros grupos culturales o étnicos e incluso junto con aquella parte de los miembros de la religión mayoritaria que no quiere dejarse envolver por el odio y la locura, han sido obligados a ser testigos de la destrucción de sus lugares de culto, de su patrimonio cultural y religioso, de sus casas y haberes y han sido puestos en la disyuntiva de huir o de pagar su adhesión al bien y a la paz con la propia vida o con la esclavitud.

Estas realidades deben constituir un serio llamado a un examen de conciencia de los que están a cargo de la conducción de los asuntos internacionales. No solo en los casos de persecución religiosa o cultural, sino en cada situación de conflicto, como Ucrania, Siria, Irak, en Libia, en Sudán del Sur y en la región de los Grandes Lagos, hay rostros concretos antes que intereses de parte, por legítimos que sean. En las guerras y conflictos hay seres humanos singulares, hermanos y hermanas nuestros, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, niños y niñas, que lloran, sufren y mueren. Seres humanos que se convierten en material de descarte cuando la actividad consiste solo en enumerar problemas, estrategias y discusiones.

Como pedía al Secretario General de las Naciones Unidas en mi carta del 9 de agosto de 2014, «la más elemental comprensión de la dignidad humana [obliga] a la comunidad internacional, en particular a través de las normas y los mecanismos del derecho internacional, a hacer todo lo posible para detener y prevenir ulteriores violencias sistemáticas contra las minorías étnicas y religiosas» y para proteger a las poblaciones inocentes.

En esta misma línea quisiera hacer mención a otro tipo de conflictividad no siempre tan explicitada pero que silenciosamente viene cobrando la muerte de millones de personas. Otra clase de guerra que viven muchas de nuestras sociedades con el fenómeno del narcotráfico. Una guerra «asumida» y pobremente combatida. El narcotráfico por su propia dinámica va acompañado de la trata de personas, del lavado de activos, del tráfico de armas, de la explotación infantil y de otras formas de corrupción. Corrupción que ha penetrado los distintos niveles de la vida social, política, militar, artística y religiosa, generando, en muchos casos, una estructura paralela que pone en riesgo la credibilidad de nuestras instituciones.

Comencé esta intervención recordando las visitas de mis predecesores. Quisiera ahora que mis palabras fueran especialmente como una continuación de las palabras finales del discurso de Pablo VI, pronunciado hace casi exactamente 50 años, pero de valor perenne, cito: «Ha llegado la hora en que se impone una pausa, un momento de recogimiento, de reflexión, casi de oración: volver a pensar en nuestro común origen, en nuestra historia, en nuestro destino común. Nunca, como hoy, [...] ha sido tan necesaria la conciencia moral del hombre, porque el peligro no viene ni del progreso ni de la ciencia, que, bien utilizados, podrán [...] resolver muchos de los graves problemas que afligen a la humanidad» (Discurso a los Representantes de los Estados, 4 de octubre de 1965). Entre otras cosas, sin duda, la genialidad humana, bien aplicada, ayudará a resolver los graves desafíos de la degradación ecológica y de la exclusión. Continúo con Pablo VI: «El verdadero peligro está en el hombre, que dispone de instrumentos cada vez más poderosos, capaces de llevar tanto a la ruina como a las más altas conquistas» (ibíd.). Hasta aquí Pablo VI.

La casa común de todos los hombres debe continuar levantándose sobre una recta comprensión de la fraternidad universal y sobre el respeto de la sacralidad de cada vida humana, de cada hombre y cada mujer; de los pobres, de los ancianos, de los niños, de los enfermos, de los no nacidos, de los desocupados, de los abandonados, de los que se juzgan descartables porque no se los considera más que números de una u otra estadística. La casa común de todos los hombres debe también edificarse sobre la comprensión de una cierta sacralidad de la naturaleza creada.

Tal comprensión y respeto exigen un grado superior de sabiduría, que acepte la trascendencia, la de uno mismo, renuncie a la construcción de una elite omnipotente, y comprenda que el sentido pleno de la vida singular y colectiva se da en el servicio abnegado de los demás y en el uso prudente y respetuoso de la creación para el bien común. Repitiendo las palabras de Pablo VI, «el edificio de la civilización moderna debe levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no sólo de sostenerlo, sino también de iluminarlo» (ibíd.).

El gaucho Martín Fierro, un clásico de la literatura de mi tierra natal, canta: «Los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera. Tengan unión verdadera en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos pelean, los devoran los de afuera».

El mundo contemporáneo, aparentemente conexo, experimenta una creciente y sostenida fragmentación social que pone en riesgo «todo fundamento de la vida social» y por lo tanto «termina por enfrentarnos unos con otros para preservar los propios intereses» (Laudato si’, 229).

El tiempo presente nos invita a privilegiar acciones que generen dinamismos nuevos en la sociedad hasta que fructifiquen en importantes y positivos acontecimientos históricos (cf. Evangelii gaudium, 223). No podemos permitirnos postergar «algunas agendas» para el futuro. El futuro nos pide decisiones críticas y globales de cara a los conflictos mundiales que aumentan el número de excluidos y necesitados.

La loable construcción jurídica internacional de la Organización de las Naciones Unidas y de todas sus realizaciones, perfeccionable como cualquier otra obra humana y, al mismo tiempo, necesaria, puede ser prenda de un futuro seguro y feliz para las generaciones futuras. Y lo será si los representantes de los Estados sabrán dejar de lado intereses sectoriales e ideologías, y buscar sinceramente el servicio del bien común. Pido a Dios Todopoderoso que así sea, y les aseguro mi apoyo, mi oración y el apoyo y las oraciones de todos los fieles de la Iglesia Católica, para que esta Institución, todos sus Estados miembros y cada uno de sus funcionarios, rinda siempre un servicio eficaz a la humanidad, un servicio respetuoso de la diversidad y que sepa potenciar, para el bien común, lo mejor de cada pueblo y de cada ciudadano. Que Dios los bendiga a todos.

[01509-ES.02] [Texto original: Español]

Traduzione in lingua inglese

Mr President,
Ladies and Gentlemen,
Good day.

Once again, following a tradition by which I feel honored, the Secretary General of the United Nations has invited the Pope to address this distinguished assembly of nations. In my own name, and that of the entire Catholic community, I wish to express to you, Mr Ban Ki-moon, my heartfelt gratitude. I greet the Heads of State and Heads of Government present, as well as the ambassadors, diplomats and political and technical officials accompanying them, the personnel of the United Nations engaged in this 70th Session of the General Assembly, the personnel of the various programs and agencies of the United Nations family, and all those who, in one way or another, take part in this meeting. Through you, I also greet the citizens of all the nations represented in this hall. I thank you, each and all, for your efforts in the service of mankind.

This is the fifth time that a Pope has visited the United Nations. I follow in the footsteps of my predecessors Paul VI, in1965, John Paul II, in 1979 and 1995, and my most recent predecessor, now Pope Emeritus Benedict XVI, in 2008. All of them expressed their great esteem for the Organization, which they considered the appropriate juridical and political response to this present moment of history, marked by our technical ability to overcome distances and frontiers and, apparently, to overcome all natural limits to the exercise of power. An essential response, inasmuch as technological power, in the hands of nationalistic or falsely universalist ideologies, is capable of perpetrating tremendous atrocities. I can only reiterate the appreciation expressed by my predecessors, in reaffirming the importance which the Catholic Church attaches to this Institution and the hope which she places in its activities.

The United Nations is presently celebrating its seventieth anniversary. The history of this organized community of states is one of important common achievements over a period of unusually fast-paced changes. Without claiming to be exhaustive, we can mention the codification and development of international law, the establishment of international norms regarding human rights, advances in humanitarian law, the resolution of numerous conflicts, operations of peace-keeping and reconciliation, and any number of other accomplishments in every area of international activity and endeavour. All these achievements are lights which help to dispel the darkness of the disorder caused by unrestrained ambitions and collective forms of selfishness. Certainly, many grave problems remain to be resolved, yet it is also clear that, without all this international activity, mankind would not have been able to survive the unchecked use of its own possibilities. Every one of these political, juridical and technical advances is a path towards attaining the ideal of human fraternity and a means for its greater realization.

I also pay homage to all those men and women whose loyalty and self-sacrifice have benefitted humanity as a whole in these past seventy years. In particular, I would recall today those who gave their lives for peace and reconciliation among peoples, from Dag Hammarskjöld to the many United Nations officials at every level who have been killed in the course of humanitarian missions, and missions of peace and reconciliation.

Beyond these achievements, the experience of the past seventy years has made it clear that reform and adaptation to the times is always necessary in the pursuit of the ultimate goal of granting all countries, without exception, a share in, and a genuine and equitable influence on, decision-making processes. The need for greater equity is especially true in the case of those bodies with effective executive capability, such as the Security Council, the Financial Agencies and the groups or mechanisms specifically created to deal with economic crises. This will help limit every kind of abuse or usury, especially where developing countries are concerned. The International Financial Agencies are should care for the sustainable development of countries and should ensure that they are not subjected to oppressive lending systems which, far from promoting progress, subject people to mechanisms which generate greater poverty, exclusion and dependence.

The work of the United Nations, according to the principles set forth in the Preamble and the first Articles of its founding Charter, can be seen as the development and promotion of the rule of law, based on the realization that justice is an essential condition for achieving the ideal of universal fraternity. In this context, it is helpful to recall that the limitation of power is an idea implicit in the concept of law itself. To give to each his own, to cite the classic definition of justice, means that no human individual or group can consider itself absolute, permitted to bypass the dignity and the rights of other individuals or their social groupings. The effective distribution of power (political, economic, defense-related, technological, etc.) among a plurality of subjects, and the creation of a juridical system for regulating claims and interests, are one concrete way of limiting power. Yet today’s world presents us with many false rights and – at the same time – broad sectors which are vulnerable, victims of power badly exercised: for example, the natural environment and the vast ranks of the excluded. These sectors are closely interconnected and made increasingly fragile by dominant political and economic relationships. That is why their rights must be forcefully affirmed, by working to protect the environment and by putting an end to exclusion.

First, it must be stated that a true “right of the environment” does exist, for two reasons. First, because we human beings are part of the environment. We live in communion with it, since the environment itself entails ethical limits which human activity must acknowledge and respect. Man, for all his remarkable gifts, which “are signs of a uniqueness which transcends the spheres of physics and biology” (Laudato Si’, 81), is at the same time a part of these spheres. He possesses a body shaped by physical, chemical and biological elements, and can only survive and develop if the ecological environment is favourable. Any harm done to the environment, therefore, is harm done to humanity. Second, because every creature, particularly a living creature, has an intrinsic value, in its existence, its life, its beauty and its interdependence with other creatures. We Christians, together with the other monotheistic religions, believe that the universe is the fruit of a loving decision by the Creator, who permits man respectfully to use creation for the good of his fellow men and for the glory of the Creator; he is not authorized to abuse it, much less to destroy it. In all religions, the environment is a fundamental good (cf. ibid.).

The misuse and destruction of the environment are also accompanied by a relentless process of exclusion. In effect, a selfish and boundless thirst for power and material prosperity leads both to the misuse of available natural resources and to the exclusion of the weak and disadvantaged, either because they are differently abled (handicapped), or because they lack adequate information and technical expertise, or are incapable of decisive political action. Economic and social exclusion is a complete denial of human fraternity and a grave offense against human rights and the environment. The poorest are those who suffer most from such offenses, for three serious reasons: they are cast off by society, forced to live off what is discarded and suffer unjustly from the abuse of the environment. They are part of today’s widespread and quietly growing “culture of waste”.

The dramatic reality this whole situation of exclusion and inequality, with its evident effects, has led me, in union with the entire Christian people and many others, to take stock of my grave responsibility in this regard and to speak out, together with all those who are seeking urgently-needed and effective solutions. The adoption of the 2030 Agenda for Sustainable Development at the World Summit, which opens today, is an important sign of hope. I am similarly confident that the Paris Conference on Climatic Change will secure fundamental and effective agreements.

Solemn commitments, however, are not enough, although they are certainly a necessary step toward solutions. The classic definition of justice which I mentioned earlier contains as one of its essential elements a constant and perpetual will: Iustitia est constans et perpetua voluntas ius sum cuique tribuendi. Our world demands of all government leaders a will which is effective, practical and constant, concrete steps and immediate measures for preserving and improving the natural environment and thus putting an end as quickly as possible to the phenomenon of social and economic exclusion, with its baneful consequences: human trafficking, the marketing of human organs and tissues, the sexual exploitation of boys and girls, slave labour, including prostitution, the drug and weapons trade, terrorism and international organized crime. Such is the magnitude of these situations and their toll in innocent lives, that we must avoid every temptation to fall into a declarationist nominalism which would assuage our consciences. We need to ensure that our institutions are truly effective in the struggle against all these scourges.

The number and complexity of the problems require that we possess technical instruments of verification. But this involves two risks. We can rest content with the bureaucratic exercise of drawing up long lists of good proposals – goals, objectives and statistics – or we can think that a single theoretical and aprioristic solution will provide an answer to all the challenges. It must never be forgotten that political and economic activity is only effective when it is understood as a prudential activity, guided by a perennial concept of justice and constantly conscious of the fact that, above and beyond our plans and programmes, we are dealing with real men and women who live, struggle and suffer, and are often forced to live in great poverty, deprived of all rights.

To enable these real men and women to escape from extreme poverty, we must allow them to be dignified agents of their own destiny. Integral human development and the full exercise of human dignity cannot be imposed. They must be built up and allowed to unfold for each individual, for every family, in communion with others, and in a right relationship with all those areas in which human social life develops – friends, communities, towns and cities, schools, businesses and unions, provinces, nations, etc. This presupposes and requires the right to education – also for girls (excluded in certain places) – which is ensured first and foremost by respecting and reinforcing the primary right of the family to educate its children, as well as the right of churches and social groups to support and assist families in the education of their children. Education conceived in this way is the basis for the implementation of the 2030 Agenda and for reclaiming the environment.

At the same time, government leaders must do everything possible to ensure that all can have the minimum spiritual and material means needed to live in dignity and to create and support a family, which is the primary cell of any social development. In practical terms, this absolute minimum has three names: lodging, labour, and land; and one spiritual name: spiritual freedom, which includes religious freedom, the right to education and all other civil rights.

For all this, the simplest and best measure and indicator of the implementation of the new Agenda for development will be effective, practical and immediate access, on the part of all, to essential material and spiritual goods: housing, dignified and properly remunerated employment, adequate food and drinking water; religious freedom and, more generally, spiritual freedom and education. These pillars of integral human development have a common foundation, which is the right to life and, more generally, what we could call the right to existence of human nature itself.

The ecological crisis, and the large-scale destruction of biodiversity, can threaten the very existence of the human species. The baneful consequences of an irresponsible mismanagement of the global economy, guided only by ambition for wealth and power, must serve as a summons to a forthright reflection on man: “man is not only a freedom which he creates for himself. Man does not create himself. He is spirit and will, but also nature” (BENEDICT XVI, Address to the Bundestag, 22 September 2011, cited in Laudato Si’, 6). Creation is compromised “where we ourselves have the final word… The misuse of creation begins when we no longer recognize any instance above ourselves, when we see nothing else but ourselves” (ID. Address to the Clergy of the Diocese of Bolzano-Bressanone, 6 August 2008, cited ibid.). Consequently, the defence of the environment and the fight against exclusion demand that we recognize a moral law written into human nature itself, one which includes the natural difference between man and woman (cf. Laudato Si’, 155), and absolute respect for life in all its stages and dimensions (cf. ibid., 123, 136).

Without the recognition of certain incontestable natural ethical limits and without the immediate implementation of those pillars of integral human development, the ideal of “saving succeeding generations from the scourge of war” (Charter of the United Nations, Preamble), and “promoting social progress and better standards of life in larger freedom” (ibid.), risks becoming an unattainable illusion, or, even worse, idle chatter which serves as a cover for all kinds of abuse and corruption, or for carrying out an ideological colonization by the imposition of anomalous models and lifestyles which are alien to people’s identity and, in the end, irresponsible.

War is the negation of all rights and a dramatic assault on the environment. If we want true integral human development for all, we must work tirelessly to avoid war between nations and peoples.

To this end, there is a need to ensure the uncontested rule of law and tireless recourse to negotiation, mediation and arbitration, as proposed by the Charter of the United Nations, which constitutes truly a fundamental juridical norm. The experience of these seventy years since the founding of the United Nations in general, and in particular the experience of these first fifteen years of the third millennium, reveal both the effectiveness of the full application of international norms and the ineffectiveness of their lack of enforcement. When the Charter of the United Nations is respected and applied with transparency and sincerity, and without ulterior motives, as an obligatory reference point of justice and not as a means of masking spurious intentions, peaceful results will be obtained. When, on the other hand, the norm is considered simply as an instrument to be used whenever it proves favourable, and to be avoided when it is not, a true Pandora’s box is opened, releasing uncontrollable forces which gravely harm defenseless populations, the cultural milieu and even the biological environment.

The Preamble and the first Article of the Charter of the United Nations set forth the foundations of the international juridical framework: peace, the pacific solution of disputes and the development of friendly relations between the nations. Strongly opposed to such statements, and in practice denying them, is the constant tendency to the proliferation of arms, especially weapons of mass distraction, such as nuclear weapons. An ethics and a law based on the threat of mutual destruction – and possibly the destruction of all mankind – are self-contradictory and an affront to the entire framework of the United Nations, which would end up as “nations united by fear and distrust”. There is urgent need to work for a world free of nuclear weapons, in full application of the non-proliferation Treaty, in letter and spirit, with the goal of a complete prohibition of these weapons.

The recent agreement reached on the nuclear question in a sensitive region of Asia and the Middle East is proof of the potential of political good will and of law, exercised with sincerity, patience and constancy. I express my hope that this agreement will be lasting and efficacious, and bring forth the desired fruits with the cooperation of all the parties involved.

In this sense, hard evidence is not lacking of the negative effects of military and political interventions which are not coordinated between members of the international community. For this reason, while regretting to have to do so, I must renew my repeated appeals regarding to the painful situation of the entire Middle East, North Africa and other African countries, where Christians, together with other cultural or ethnic groups, and even members of the majority religion who have no desire to be caught up in hatred and folly, have been forced to witness the destruction of their places of worship, their cultural and religious heritage, their houses and property, and have faced the alternative either of fleeing or of paying for their adhesion to good and to peace by their own lives, or by enslavement.

These realities should serve as a grave summons to an examination of conscience on the part of those charged with the conduct of international affairs. Not only in cases of religious or cultural persecution, but in every situation of conflict, as in Ukraine, Syria, Iraq, Libya, South Sudan and the Great Lakes region, real human beings take precedence over partisan interests, however legitimate the latter may be. In wars and conflicts there are individual persons, our brothers and sisters, men and women, young and old, boys and girls who weep, suffer and die. Human beings who are easily discarded when our response is simply to draw up lists of problems, strategies and disagreements.

As I wrote in my letter to the Secretary-General of the United Nations on 9 August 2014, “the most basic understanding of human dignity compels the international community, particularly through the norms and mechanisms of international law, to do all that it can to stop and to prevent further systematic violence against ethnic and religious minorities” and to protect innocent peoples.

Along the same lines I would mention another kind of conflict which is not always so open, yet is silently killing millions of people. Another kind of war experienced by many of our societies as a result of the narcotics trade. A war which is taken for granted and poorly fought. Drug trafficking is by its very nature accompanied by trafficking in persons, money laundering, the arms trade, child exploitation and other forms of corruption. A corruption which has penetrated to different levels of social, political, military, artistic and religious life, and, in many cases, has given rise to a parallel structure which threatens the credibility of our institutions.

I began this speech recalling the visits of my predecessors. I would hope that my words will be taken above all as a continuation of the final words of the address of Pope Paul VI; although spoken almost exactly fifty years ago, they remain ever timely. I quote: “The hour has come when a pause, a moment of recollection, reflection, even of prayer, is absolutely needed so that we may think back over our common origin, our history, our common destiny. The appeal to the moral conscience of man has never been as necessary as it is today… For the danger comes neither from progress nor from science; if these are used well, they can help to solve a great number of the serious problems besetting mankind (Address to the United Nations Organization, 4 October 1965). Among other things, human genius, well applied, will surely help to meet the grave challenges of ecological deterioration and of exclusion. As Paul VI said: “The real danger comes from man, who has at his disposal ever more powerful instruments that are as well fitted to bring about ruin as they are to achieve lofty conquests” (ibid.).

The common home of all men and women must continue to rise on the foundations of a right understanding of universal fraternity and respect for the sacredness of every human life, of every man and every woman, the poor, the elderly, children, the infirm, the unborn, the unemployed, the abandoned, those considered disposable because they are only considered as part of a statistic. This common home of all men and women must also be built on the understanding of a certain sacredness of created nature.

Such understanding and respect call for a higher degree of wisdom, one which accepts transcendence, self-transcendence, rejects the creation of an all-powerful élite, and recognizes that the full meaning of individual and collective life is found in selfless service to others and in the sage and respectful use of creation for the common good. To repeat the words of Paul VI, “the edifice of modern civilization has to be built on spiritual principles, for they are the only ones capable not only of supporting it, but of shedding light on it” (ibid.).

El Gaucho Martín Fierro, a classic of literature in my native land, says: “Brothers should stand by each other, because this is the first law; keep a true bond between you always, at every time – because if you fight among yourselves, you’ll be devoured by those outside”.

The contemporary world, so apparently connected, is experiencing a growing and steady social fragmentation, which places at risk “the foundations of social life” and consequently leads to “battles over conflicting interests” (Laudato Si’, 229).

The present time invites us to give priority to actions which generate new processes in society, so as to bear fruit in significant and positive historical events (cf. Evangelii Gaudium, 223). We cannot permit ourselves to postpone “certain agendas” for the future. The future demands of us critical and global decisions in the face of world-wide conflicts which increase the number of the excluded and those in need.

The praiseworthy international juridical framework of the United Nations Organization and of all its activities, like any other human endeavour, can be improved, yet it remains necessary; at the same time it can be the pledge of a secure and happy future for future generations. And so it will, if the representatives of the States can set aside partisan and ideological interests, and sincerely strive to serve the common good. I pray to Almighty God that this will be the case, and I assure you of my support and my prayers, and the support and prayers of all the faithful of the Catholic Church, that this Institution, all its member States, and each of its officials, will always render an effective service to mankind, a service respectful of diversity and capable of bringing out, for sake of the common good, the best in each people and in every individual. God bless you all. Thank you.

[01509-EN.02] [Original text: Spanish]

Traduzione in lingua italiana

Signor Presidente,
Signore e Signori,
buongiorno!

Ancora una volta, seguendo una tradizione della quale mi sento onorato, il Segretario Generale delle Nazioni Unite ha invitato il Papa a rivolgersi a questa onorevole assemblea delle nazioni. A mio nome e a nome di tutta la comunità cattolica, Signor Ban Ki-moon, desidero esprimerLe la più sincera e cordiale riconoscenza; La ringrazio anche per le Sue gentili parole. Saluto inoltre i Capi di Stato e di Governo qui presenti, gli Ambasciatori, i diplomatici e i funzionari politici e tecnici che li accompagnano, il personale delle Nazioni Unite impegnato in questa 70.ma Sessione dell’Assemblea Generale, il personale di tutti i programmi e agenzie della famiglia dell’ONU e tutti coloro che in un modo o nell’altro partecipano a questa riunione. Tramite voi saluto anche i cittadini di tutte le nazioni rappresentate a questo incontro. Grazie per gli sforzi di tutti e di ciascuno per il bene dell’umanità.

Questa è la quinta volta che un Papa visita le Nazioni Unite. Lo hanno fatto i miei predecessori Paolo VI nel 1965, Giovanni Paolo II nel 1979 e nel 1995 e il mio immediato predecessore, oggi Papa emerito Benedetto XVI, nel 2008. Tutti costoro non hanno risparmiato espressioni di riconoscimento per l’Organizzazione, considerandola la risposta giuridica e politica adeguata al momento storico, caratterizzato dal superamento delle distanze e delle frontiere ad opera della tecnologia e, apparentemente, di qualsiasi limite naturale all’affermazione del potere. Una risposta imprescindibile dal momento che il potere tecnologico, nelle mani di ideologie nazionalistiche o falsamente universalistiche, è capace di produrre tremende atrocità. Non posso che associarmi all’apprezzamento dei miei predecessori, riaffermando l’importanza che la Chiesa Cattolica riconosce a questa istituzione e le speranze che ripone nelle sue attività.

La storia della comunità organizzata degli Stati, rappresentata dalle Nazioni Unite, che festeggia in questi giorni il suo 70° anniversario, è una storia di importanti successi comuni, in un periodo di inusitata accelerazione degli avvenimenti. Senza pretendere di essere esaustivo, si può menzionare la codificazione e lo sviluppo del diritto internazionale, la costruzione della normativa internazionale dei diritti umani, il perfezionamento del diritto umanitario, la soluzione di molti conflitti e operazioni di pace e di riconciliazione, e tante altre acquisizioni in tutti i settori della proiezione internazionale delle attività umane. Tutte queste realizzazioni sono luci che contrastano l’oscurità del disordine causato dalle ambizioni incontrollate e dagli egoismi collettivi. È certo che sono ancora molti i gravi problemi non risolti, ma è anche evidente che se fosse mancata tutta questa attività internazionale, l’umanità avrebbe potuto non sopravvivere all’uso incontrollato delle sue stesse potenzialità. Ciascuno di questi progressi politici, giuridici e tecnici rappresenta un percorso di concretizzazione dell’ideale della fraternità umana e un mezzo per la sua maggiore realizzazione.

Rendo perciò omaggio a tutti gli uomini e le donne che hanno servito con lealtà e sacrificio l’intera umanità in questi 70 anni. In particolare, desidero ricordare oggi coloro che hanno dato la loro vita per la pace e la riconciliazione dei popoli, a partire da Dag Hammarskjöld fino ai moltissimi funzionari di ogni grado, caduti nelle missioni umanitarie di pace e di riconciliazione.

L’esperienza di questi 70 anni, al di là di tutto quanto è stato conseguito, dimostra che la riforma e l’adattamento ai tempi sono sempre necessari, progredendo verso l’obiettivo finale di concedere a tutti i Paesi, senza eccezione, una partecipazione e un’incidenza reale ed equa nelle decisioni. Questa necessità di una maggiore equità, vale in special modo per gli organi con effettiva capacità esecutiva, quali il Consiglio di Sicurezza, gli Organismi finanziari e i gruppi o meccanismi specificamente creati per affrontare le crisi economiche. Questo aiuterà a limitare qualsiasi sorta di abuso o usura specialmente nei confronti dei Paesi in via di sviluppo. Gli organismi finanziari internazionali devono vigilare in ordine allo sviluppo sostenibile dei Paesi e per evitare l’asfissiante sottomissione di tali Paesi a sistemi creditizi che, ben lungi dal promuovere il progresso, sottomettono le popolazioni a meccanismi di maggiore povertà, esclusione e dipendenza.

Il compito delle Nazioni Unite, a partire dai postulati del Preambolo e dei primi articoli della sua Carta costituzionale, può essere visto come lo sviluppo e la promozione della sovranità del diritto, sapendo che la giustizia è requisito indispensabile per realizzare l’ideale della fraternità universale. In questo contesto, è opportuno ricordare che la limitazione del potere è un’idea implicita nel concetto di diritto. Dare a ciascuno il suo, secondo la definizione classica di giustizia, significa che nessun individuo o gruppo umano si può considerare onnipotente, autorizzato a calpestare la dignità e i diritti delle altre persone singole o dei gruppi sociali. La distribuzione di fatto del potere (politico, economico, militare, tecnologico, ecc.) tra una pluralità di soggetti e la creazione di un sistema giuridico di regolamentazione delle rivendicazioni e degli interessi, realizza la limitazione del potere. Oggi il panorama mondiale ci presenta, tuttavia, molti falsi diritti, e – nello stesso tempo – ampi settori senza protezione, vittime piuttosto di un cattivo esercizio del potere: l’ambiente naturale e il vasto mondo di donne e uomini esclusi. Due settori intimamente uniti tra loro, che le relazioni politiche ed economiche preponderanti hanno trasformato in parti fragili della realtà. Per questo è necessario affermare con forza i loro diritti, consolidando la protezione dell’ambiente e ponendo termine all’esclusione.

Anzitutto occorre affermare che esiste un vero “diritto dell’ambiente” per una duplice ragione. In primo luogo perché come esseri umani facciamo parte dell’ambiente. Viviamo in comunione con esso, perché l’ambiente stesso comporta limiti etici che l’azione umana deve riconoscere e rispettare. L’uomo, anche quando è dotato di «capacità senza precedenti» che «mostrano una singolarità che trascende l’ambito fisico e biologico» (Enc. Laudato sì, 81), è al tempo stesso una porzione di tale ambiente. Possiede un corpo formato da elementi fisici, chimici e biologici, e può sopravvivere e svilupparsi solamente se l’ambiente ecologico gli è favorevole. Qualsiasi danno all’ambiente, pertanto, è un danno all’umanità. In secondo luogo, perché ciascuna creatura, specialmente gli esseri viventi, ha un valore in sé stessa, di esistenza, di vita, di bellezza e di interdipendenza con le altre creature. Noi cristiani, insieme alle altre religioni monoteiste, crediamo che l’universo proviene da una decisione d’amore del Creatore, che permette all’uomo di servirsi rispettosamente della creazione per il bene dei suoi simili e per la gloria del Creatore, senza però abusarne e tanto meno essendo autorizzato a distruggerla. Per tutte le credenze religiose l’ambiente è un bene fondamentale (cfr ibid., 81).

L’abuso e la distruzione dell’ambiente, allo stesso tempo, sono associati ad un inarrestabile processo di esclusione. In effetti, una brama egoistica e illimitata di potere e di benessere materiale, conduce tanto ad abusare dei mezzi materiali disponibili quanto ad escludere i deboli e i meno abili, sia per il fatto di avere abilità diverse (portatori di handicap), sia perché sono privi delle conoscenze e degli strumenti tecnici adeguati o possiedono un’insufficiente capacità di decisione politica. L’esclusione economica e sociale è una negazione totale della fraternità umana e un gravissimo attentato ai diritti umani e all’ambiente. I più poveri sono quelli che soffrono maggiormente questi attentati per un triplice, grave motivo: sono scartati dalla società, sono nel medesimo tempo obbligati a vivere di scarti e devono ingiustamente soffrire le conseguenze dell’abuso dell’ambiente. Questi fenomeni costituiscono oggi la tanto diffusa e incoscientemente consolidata “cultura dello scarto”.

La drammaticità di tutta questa situazione di esclusione e di inequità, con le sue chiare conseguenze, mi porta, insieme a tutto il popolo cristiano e a tanti altri, a prendere coscienza anche della mia grave responsabilità al riguardo, per cui alzo la mia voce, insieme a quella di tutti coloro che aspirano a soluzioni urgenti ed efficaci. L’adozione dell’ “Agenda 2030 per lo Sviluppo Sostenibile” durante il Vertice mondiale che inizierà oggi stesso, è un importante segno di speranza. Confido anche che la Conferenza di Parigi sul cambiamento climatico raggiunga accordi fondamentali ed effettivi.

Non sono sufficienti, tuttavia, gli impegni assunti solennemente, benché costituiscano certamente un passo necessario verso la soluzione dei problemi. La definizione classica di giustizia alla quale ho fatto riferimento anteriormente contiene come elemento essenziale una volontà costante e perpetua: Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi. Il mondo chiede con forza a tutti i governanti una volontà effettiva, pratica, costante, fatta di passi concreti e di misure immediate, per preservare e migliorare l’ambiente naturale e vincere quanto prima il fenomeno dell’esclusione sociale ed economica, con le sue tristi conseguenze di tratta degli esseri umani, commercio di organi e tessuti umani, sfruttamento sessuale di bambini e bambine, lavoro schiavizzato, compresa la prostituzione, traffico di droghe e di armi, terrorismo e crimine internazionale organizzato. È tale l’ordine di grandezza di queste situazioni e il numero di vite innocenti coinvolte, che dobbiamo evitare qualsiasi tentazione di cadere in un nominalismo declamatorio con effetto tranquillizzante sulle coscienze. Dobbiamo aver cura che le nostre istituzioni siano realmente efficaci nella lotta contro tutti questi flagelli.

La molteplicità e complessità dei problemi richiede di avvalersi di strumenti tecnici di misurazione. Questo, però, comporta un duplice pericolo: limitarsi all’esercizio burocratico di redigere lunghe enumerazioni di buoni propositi – mete, obiettivi e indicazioni statistiche –, o credere che un’unica soluzione teorica e aprioristica darà risposta a tutte le sfide. Non bisogna perdere di vista, in nessun momento, che l’azione politica ed economica, è efficace solo quando è concepita come un’attività prudenziale, guidata da un concetto perenne di giustizia e che tiene sempre presente che, prima e aldilà di piani e programmi, ci sono donne e uomini concreti, uguali ai governanti, che vivono, lottano e soffrono, e che molte volte si vedono obbligati a vivere miseramente, privati di qualsiasi diritto.

Affinché questi uomini e donne concreti possano sottrarsi alla povertà estrema, bisogna consentire loro di essere degni attori del loro stesso destino. Lo sviluppo umano integrale e il pieno esercizio della dignità umana non possono essere imposti. Devono essere costruiti e realizzati da ciascuno, da ciascuna famiglia, in comunione con gli altri esseri umani e in una giusta relazione con tutti gli ambienti nei quali si sviluppa la socialità umana – amici, comunità, villaggi e comuni, scuole, imprese e sindacati, province, nazioni, ecc. Questo suppone ed esige il diritto all’istruzione – anche per le bambine (escluse in alcuni luoghi) – che si assicura in primo luogo rispettando e rafforzando il diritto primario della famiglia a educare e il diritto delle Chiese e delle aggregazioni sociali a sostenere e collaborare con le famiglie nell’educazione delle loro figlie e dei loro figli. L’educazione, così concepita, è la base per la realizzazione dell’Agenda 2030 e per il risanamento dell’ambiente.

Al tempo stesso, i governanti devono fare tutto il possibile affinché tutti possano disporre della base minima materiale e spirituale per rendere effettiva la loro dignità e per formare e mantenere una famiglia, che è la cellula primaria di qualsiasi sviluppo sociale. Questo minimo assoluto, a livello materiale ha tre nomi: casa, lavoro e terra; e un nome a livello spirituale: libertà di spirito, che comprende la libertà religiosa, il diritto all’educazione e tutti gli altri diritti civili.

Per tutte queste ragioni, la misura e l’indicatore più semplice e adeguato dell’adempimento della nuova Agenda per lo sviluppo sarà l’accesso effettivo, pratico e immeditato, per tutti, ai beni materiali e spirituali indispensabili: abitazione propria, lavoro dignitoso e debitamente remunerato, alimentazione adeguata e acqua potabile; libertà religiosa e, più in generale, libertà di spirito ed educazione. Nello stesso tempo, questi pilastri dello sviluppo umano integrale hanno un fondamento comune, che è il diritto alla vita, e, in senso ancora più ampio, quello che potremmo chiamare il diritto all’esistenza della stessa natura umana.

La crisi ecologica, insieme alla distruzione di buona parte della biodiversità, può mettere in pericolo l’esistenza stessa della specie umana. Le nefaste conseguenze di un irresponsabile malgoverno dell’economia mondiale, guidato unicamente dall’ambizione di guadagno e di potere, devono costituire un appello a una severa riflessione sull’uomo: «L’uomo non si crea da solo. È spirito e volontà, però anche natura» (Benedetto XVI, Discorso al Parlamento della Repubblica Federale di Germania, 22 settembre 2011; citato in Enc. Laudato sì, 6). La creazione si vede pregiudicata «dove noi stessi siamo l’ultima istanza [...]. E lo spreco della creazione inizia dove non riconosciamo più alcuna istanza sopra di noi, ma vediamo soltanto noi stessi» (Id., Incontro con il Clero della Diocesi di Bolzano-Bressanone, 6 agosto 2008, citato ibid.). Perciò, la difesa dell’ambiente e la lotta contro l’esclusione esigono il riconoscimento di una legge morale inscritta nella stessa natura umana, che comprende la distinzione naturale tra uomo e donna (cfr Enc. Laudato sì, 155) e il rispetto assoluto della vita in tutte le sue fasi e dimensioni (cfr ibid., 123; 136).

Senza il riconoscimento di alcuni limiti etici naturali insormontabili e senza l’immediata attuazione di quei pilastri dello sviluppo umano integrale, l’ideale di «salvare le future generazioni dal flagello della guerra» (Carta delle Nazioni Unite, Preambolo) e di «promuovere il progresso sociale e un più elevato livello di vita all’interno di una più ampia libertà» (ibid.) corre il rischio di diventare un miraggio irraggiungibile o, peggio ancora, parole vuote che servono come scusa per qualsiasi abuso e corruzione, o per promuovere una colonizzazione ideologica mediante l’imposizione di modelli e stili di vita anomali estranei all’identità dei popoli e, in ultima analisi, irresponsabili.

La guerra è la negazione di tutti i diritti e una drammatica aggressione all’ambiente. Se si vuole un autentico sviluppo umano integrale per tutti, occorre proseguire senza stancarsi nell’impegno di evitare la guerra tra le nazioni e tra i popoli.

A tal fine bisogna assicurare il dominio incontrastato del diritto e l’infaticabile ricorso al negoziato, ai buoni uffici e all’arbitrato, come proposto dalla Carta delle Nazioni Unite, vera norma giuridica fondamentale. L’esperienza dei 70 anni di esistenza delle Nazioni Unite, in generale, e in particolare l’esperienza dei primi 15 anni del terzo millennio, mostrano tanto l’efficacia della piena applicazione delle norme internazionali come l’inefficacia del loro mancato adempimento. Se si rispetta e si applica la Carta delle Nazioni Unite con trasparenza e sincerità, senza secondi fini, come un punto di riferimento obbligatorio di giustizia e non come uno strumento per mascherare intenzioni ambigue, si ottengono risultati di pace. Quando, al contrario, si confonde la norma con un semplice strumento da utilizzare quando risulta favorevole e da eludere quando non lo è, si apre un vero vaso di Pandora di forze incontrollabili, che danneggiano gravemente le popolazioni inermi, l’ambiente culturale, e anche l’ambiente biologico.

Il Preambolo e il primo articolo della Carta delle Nazioni Unite indicano le fondamenta della costruzione giuridica internazionale: la pace, la soluzione pacifica delle controversie e lo sviluppo delle relazioni amichevoli tra le nazioni. Contrasta fortemente con queste affermazioni, e le nega nella pratica, la tendenza sempre presente alla proliferazione delle armi, specialmente quelle di distruzione di massa come possono essere quelle nucleari. Un’etica e un diritto basati sulla minaccia della distruzione reciproca – e potenzialmente di tutta l’umanità – sono contraddittori e costituiscono una frode verso tutta la costruzione delle Nazioni Unite, che diventerebbero “Nazioni unite dalla paura e dalla sfiducia”. Occorre impegnarsi per un mondo senza armi nucleari, applicando pienamente il Trattato di non proliferazione, nella lettera e nello spirito, verso una totale proibizione di questi strumenti.

Il recente accordo sulla questione nucleare in una regione sensibile dell’Asia e del Medio Oriente, è una prova delle possibilità della buona volontà politica e del diritto, coltivati con sincerità, pazienza e costanza. Formulo i miei voti perché questo accordo sia duraturo ed efficace e dia i frutti sperati con la collaborazione di tutte le parti coinvolte.

In tal senso, non mancano gravi prove delle conseguenze negative di interventi politici e militari non coordinati tra i membri della comunità internazionale. Per questo, seppure desiderando di non avere la necessità di farlo, non posso non reiterare i miei ripetuti appelli in relazione alla dolorosa situazione di tutto il Medio Oriente, del Nord Africa e di altri Paesi africani, dove i cristiani, insieme ad altri gruppi culturali o etnici e anche con quella parte dei membri della religione maggioritaria che non vuole lasciarsi coinvolgere dall’odio e dalla pazzia, sono stati obbligati ad essere testimoni della distruzione dei loro luoghi di culto, del loro patrimonio culturale e religioso, delle loro case ed averi e sono stati posti nell’alternativa di fuggire o di pagare l’adesione al bene e alla pace con la loro stessa vita o con la schiavitù.

Queste realtà devono costituire un serio appello ad un esame di coscienza di coloro che hanno la responsabilità della conduzione degli affari internazionali. Non solo nei casi di persecuzione religiosa o culturale, ma in ogni situazione di conflitto, come in Ucraina, in Siria, in Iraq, in Libia, nel Sud-Sudan e nella regione dei Grandi Laghi, prima degli interessi di parte, pur se legittimi, ci sono volti concreti. Nelle guerre e nei conflitti ci sono persone, nostri fratelli e sorelle, uomini e donne, giovani e anziani, bambini e bambine che piangono, soffrono e muoiono. Esseri umani che diventano materiale di scarto mentre non si fa altro che enumerare problemi, strategie e discussioni.

Come ho chiesto al Segretario Generale delle Nazioni Unite nella mia lettera del 9 agosto 2014, «la più elementare comprensione della dignità umana [obbliga] la comunità internazionale, in particolare attraverso le norme e i meccanismi del diritto internazionale, a fare tutto il possibile per fermare e prevenire ulteriori sistematiche violenze contro le minoranze etniche e religiose» e per proteggere le popolazioni innocenti.

In questa medesima linea vorrei citare un altro tipo di conflittualità, non sempre così esplicitata ma che silenziosamente comporta la morte di milioni di persone. Un altro tipo di guerra che vivono molte delle nostre società con il fenomeno del narcotraffico. Una guerra “sopportata” e debolmente combattuta. Il narcotraffico per sua stessa natura si accompagna alla tratta delle persone, al riciclaggio di denaro, al traffico di armi, allo sfruttamento infantile e al altre forme di corruzione. Corruzione che è penetrata nei diversi livelli della vita sociale, politica, militare, artistica e religiosa, generando, in molti casi, una struttura parallela che mette in pericolo la credibilità delle nostre istituzioni.

Ho iniziato questo intervento ricordando le visite dei miei predecessori. Ora vorrei, in modo particolare, che le mie parole fossero come una continuazione delle parole finali del discorso di Paolo VI, pronunciate quasi esattamente 50 anni or sono, ma di perenne valore. «È l’ora in cui si impone una sosta, un momento di raccoglimento, di ripensamento, quasi di preghiera: ripensare, cioè, alla nostra comune origine, alla nostra storia, al nostro destino comune. Mai come oggi [...] si è reso necessario l’appello alla coscienza morale dell’uomo [poiché] il pericolo non viene né dal progresso né dalla scienza: questi, se bene usati, potranno anzi risolvere molti dei gravi problemi che assillano l’umanità» (Discorso ai Rappresentanti degli Stati, 4 ottobre 1965). Tra le altre cose, senza dubbio, la genialità umana, ben applicata, aiuterà a risolvere le gravi sfide del degrado ecologico e dell’esclusione. Proseguo con le parole di Paolo VI: «Il pericolo vero sta nell’uomo, padrone di sempre più potenti strumenti, atti alla rovina ed alle più alte conquiste!» (ibid.).

La casa comune di tutti gli uomini deve continuare a sorgere su una retta comprensione della fraternità universale e sul rispetto della sacralità di ciascuna vita umana, di ciascun uomo e di ciascuna donna; dei poveri, degli anziani, dei bambini, degli ammalati, dei non nati, dei disoccupati, degli abbandonati, di quelli che vengono giudicati scartabili perché li si considera nient’altro che numeri di questa o quella statistica. La casa comune di tutti gli uomini deve edificarsi anche sulla comprensione di una certa sacralità della natura creata.

Tale comprensione e rispetto esigono un grado superiore di saggezza, che accetti la trascendenza – quella di sé stesso – rinunci alla costruzione di una élite onnipotente e comprenda che il senso pieno della vita individuale e collettiva si trova nel servizio disinteressato verso gli altri e nell’uso prudente e rispettoso della creazione, per il bene comune . Ripetendo le parole di Paolo VI, «l’edificio della moderna civiltà deve reggersi su principii spirituali, capaci non solo di sostenerlo, ma altresì di illuminarlo e di animarlo» (ibid.).

Il Gaucho Martin Fierro, un classico della letteratura della mia terra natale, canta: “I fratelli siano uniti perché questa è la prima legge. Abbiano una vera unione in qualsiasi tempo, perché se litigano tra di loro li divoreranno quelli di fuori”.

Il mondo contemporaneo apparentemente connesso, sperimenta una crescente e consistente e continua frammentazione sociale che pone in pericolo «ogni fondamento della vita sociale» e pertanto «finisce col metterci l’uno contro l’altro per difendere i propri interessi» (Enc. Laudato sì, 229).

Il tempo presente ci invita a privilegiare azioni che possano generare nuovi dinamismi nella società e che portino frutto in importanti e positivi avvenimenti storici (cfr Esort. ap. Evangelii gaudium, 223).

Non possiamo permetterci di rimandare “alcune agende” al futuro. Il futuro ci chiede decisioni critiche e globali di fronte ai conflitti mondiali che aumentano il numero degli esclusi e dei bisognosi.

La lodevole costruzione giuridica internazionale dell’Organizzazione delle Nazioni Unite e di tutte le sue realizzazioni, migliorabile come qualunque altra opera umana e, al tempo stesso, necessaria, può essere pegno di un futuro sicuro e felice per le generazioni future. Lo sarà se i rappresentanti degli Stati sapranno mettere da parte interessi settoriali e ideologie e cercare sinceramente il servizio del bene comune. Chiedo a Dio Onnipotente che sia così, e vi assicuro il mio appoggio, la mia preghiera e l’appoggio e le preghiere di tutti i fedeli della Chiesa Cattolica, affinché questa Istituzione, tutti i suoi Stati membri e ciascuno dei suoi funzionari, renda sempre un servizio efficace all’umanità, un servizio rispettoso della diversità e che sappia potenziare, per il bene comune, il meglio di ciascun popolo e di ciascun cittadino. Che Dio vi benedica tutti!

[01509-IT.02] [Testo originale: Spagnolo]

Traduzione in lingua francese

Monsieur le Président,
Mesdames et Messieurs,
bonjour.

Une fois encore, en suivant une tradition dont je me sens honoré, le Secrétaire Général des Nations Unies a invité le Pape à s’adresser à cette honorable assemblée des nations. En mon nom propre et au nom de toute la communauté catholique, Monsieur Ban Ki-moon, je voudrais vous exprimer la plus sincère et cordiale gratitude. Je vous remercie aussi pour vos aimables paroles. Je salue également les Chefs d’Etat et de Gouvernement ici présents, les Ambassadeurs, les diplomates et les fonctionnaires politiques et techniques qui les accompagnent, le personnel des Nations Unies impliqué dans cette 70ème session de l’Assemblée Générale, le personnel de tous les programmes et agences de la famille de l’ONU, et tous ceux qui, d’une manière ou d’une autre, participent à cette réunion. A travers vous, je salue aussi les citoyens de toutes les nations représentées dans cette rencontre. Merci pour les efforts de tous et de chacun en faveur de l’humanité.

C’est la cinquième fois qu’un Pape visite les Nations Unies. Ainsi de mes prédécesseurs : Paul VI en 1965, Jean-Paul II en 1979 et en 1995 et mon prédécesseur immédiat, aujourd’hui le Pape émérite Benoît XVI, en 2008. Aucun d’eux n’a été avare d’expressions de reconnaissance pour l’Organisation, la considérant comme la réponse juridique et politique appropriée au moment historique caractérisé par le dépassement technologique des distances et des frontières et, apparemment, de toute limite naturelle de l’affirmation du pouvoir. Une réponse indispensable puisque le pouvoir technologique, aux mains d’idéologies nationalistes et faussement universalistes, est capable de provoquer de terribles atrocités. Je ne peux que m’associer à l’appréciation de mes prédécesseurs, en réaffirmant l’importance que l’Eglise catholique accorde à cette institution et l’espérance qu’elle met dans ses activités.

L’histoire de la communauté organisée des Etats représentée par les Nations Unies, qui célèbre ces jours-ci son 70ème anniversaire, est une histoire d’importants succès communs, dans une période d’accélération inhabituelle des événements. Sans prétendre à l’exhaustivité, on peut mentionner la codification et le développement du droit international, la construction de la législation internationale des droits humains, le perfectionnement du droit humanitaire, la résolution de nombreux conflits ainsi que des opérations de paix et de réconciliation, et tant d’autres acquis dans tous les domaines de portée internationale de l’activité humaine. Toutes ces réalisations sont des lumières en contraste avec l’obscurité du désordre causé par les ambitions incontrôlées et par les égoïsmes collectifs. Certes, les graves problèmes non résolus sont encore nombreux, mais il est aussi évident que si toute cette activité internationale avait manqué, l’humanité pourrait n’avoir pas survécu à l’utilisation incontrôlée de ses propres potentialités. Chacun de ces progrès politiques, juridiques et techniques est un chemin d’accomplissement de l’idéal de fraternité humaine et un moyen pour sa plus grande réalisation.

Je rends hommage, donc, à tous les hommes et femmes qui ont servi loyalement, et dans un esprit de sacrifice, toute l’humanité durant ces 70 ans. En particulier, je voudrais rappeler aujourd’hui ceux qui ont donné leur vie pour la paix et la réconciliation des peuples, depuis Dag Hammarskjöld jusqu’aux très nombreux fonctionnaires de tous niveaux, décédés dans des missions humanitaires, de paix et réconciliation.

L’expérience de ces 70 années, au-delà de tous les acquis, montre que la réforme et l’adaptation aux temps est toujours nécessaire, progressant vers l’objectif ultime d’accorder à tous les peuples, sans exception, une participation et une incidence réelle et équitable dans les décisions. Cette nécessité de plus d’équité vaut en particulier pour les corps dotés d’une capacité d’exécution effective, comme c’est le cas du Conseil de Sécurité, des Organismes Financiers et des groupes ou mécanismes spécialement créés pour affronter les crises économiques. Cela aidera à limiter tout genre d’abus et d’usure surtout par rapport aux pays en voie de développement. Les Organismes Financiers Internationaux doivent veiller au développement durable des pays, et à ce qu’ils ne soient pas soumis, de façon asphyxiante, à des systèmes de crédits qui, loin de promouvoir le progrès, assujettissent les populations à des mécanismes de plus grande pauvreté, d’exclusion et de dépendance.

Le travail des Nations Unies, à partir des postulats du Préambule et des premiers articles de sa Charte constitutionnelle, peut être considéré comme le développement et la promotion de la primauté du droit, étant entendu que la justice est une condition indispensable pour atteindre l’idéal de la fraternité universelle. Dans ce contexte, il faut rappeler que la limitation du pouvoir est une idée implicite du concept de droit. Donner à chacun ce qui lui revient, en suivant la définition classique de la justice, signifie qu’aucun individu ou groupe humain ne peut se considérer tout-puissant, autorisé à passer par-dessus la dignité et les droits des autres personnes physiques ou de leurs regroupements sociaux. La distribution de fait du pouvoir (politique, économique, de défense, technologique, ou autre) entre une pluralité de sujets ainsi que la création d’un système juridique de régulation des prétentions et des intérêts, concrétise la limitation du pouvoir. Le panorama mondial aujourd’hui nous présente, cependant, beaucoup de faux droits, et – à la fois- de grands secteurs démunis, victimes plutôt d’un mauvais exercice du pouvoir: l’environnement naturel ainsi que le vaste monde de femmes et d’hommes exclus. Deux secteurs intimement liés entre eux, que les relations politiques et économiques prépondérantes ont fragilisés. Voilà pourquoi il faut affirmer avec force leurs droits, en renforçant la protection de l’environnement et en mettant un terme à l’exclusion.

Avant tout, il faut affirmer qu’il existe un vrai ‘‘droit de l’environnement’’ pour un double motif. En premier lieu, parce que nous, les êtres humains, nous faisons partie de l’environnement. Nous vivons en communion avec lui, car l’environnement comporte des limites éthiques que l’action humaine doit reconnaître et respecter. L’homme, même s’il est doté de «capacités inédites» qui «montrent une singularité qui transcende le domaine physique et biologique» (Encyclique Laudato si’, n. 81), est en même temps une portion de cet environnement. Il a un corps composé d’éléments physiques, chimiques et biologiques, et il peut survivre et se développer seulement si l’environnement écologique lui est favorable. Toute atteinte à l’environnement, par conséquent, est une atteinte à l’humanité. En second lieu, parce que chacune des créatures, surtout les créatures vivantes, a une valeur en soi, d’existence, de vie, de beauté et d’interdépendance avec les autres créatures. Nous les chrétiens, avec les autres religions monothéistes, nous croyons que l’Univers provient d’une décision de l’amour du Créateur, qui permet à l’homme de se servir, avec respect, de la création pour le bien de ses semblables et pour la gloire du Créateur. Mais l’homme ne peut abuser de la création et encore moins n’est autorisé à la détruire. Pour toutes les croyances religieuses l’environnement est un bien fondamental (cf. Ibid, n. 81).

L’abus et la destruction de l’environnement sont en même temps accompagnés par un processus implacable d’exclusion. En effet, la soif égoïste et illimitée de pouvoir et de bien-être matériel conduit tant à abuser des ressources matérielles disponibles qu’à exclure les faibles et les personnes ayant moins de capacités, soit parce que dotées de capacités différentes (les handicapés), soit parce que privées des connaissances et des instruments techniques adéquats, ou encore parce qu’ayant une capacité insuffisante de décision politique. L’exclusion économique et sociale est une négation totale de la fraternité humaine et une très grave atteinte aux droits humains et à l’environnement. Les plus pauvres sont ceux qui souffrent le plus de ces atteintes pour un grave triple motif: ils sont marginalisés par la société, ils sont en même temps obligés de vivre des restes, et ils doivent injustement subir les conséquences des abus sur l’environnement. Ces phénomènes constituent la ‘‘culture de déchet’’ aujourd’hui si répandue et inconsciemment renforcée.

Le drame de toute cette situation d’exclusion et d’injustice, avec ces conséquences claires, me conduit, avec tout le peuple chrétien et avec tant d’autres, à prendre conscience aussi de ma grave responsabilité à ce sujet, et pour cette raison, j’élève la voix, me joignant à tous ceux qui souhaitent des solutions urgentes et efficaces. L’adoption de l’‘‘Agenda 2030 pour le Développement Durable’’ au Sommet mondial, qui commencera aujourd’hui même, est un signe important d’espérance. J’espère que la Conférence de Paris sur le changement climatique aboutira à des accords fondamentaux et efficaces.

Cependant, les engagements assumés solennellement ne suffisent pas, même s’ils constituent certainement un pas nécessaire aux solutions. La définition classique de la justice, à laquelle je me suis référé plus haut, contient comme élément essentiel une volonté constante et permanente: Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi. Le monde réclame de tous les gouvernants une volonté effective, pratique, constante, des pas concrets et des mesures immédiates, pour préserver et améliorer l’environnement naturel et vaincre le plus tôt possible le phénomène de l’exclusion sociale et économique, avec ses tristes conséquences de traites d’êtres humains, de commerce d’organes et de tissus humains, d’exploitation sexuelle d’enfants, de travail esclave - y compris la prostitution -, de trafic de drogues et d’armes, de terrorisme et de crime international organisé. L’ampleur de ces situations et le nombre de vies innocentes qu’elles sacrifient sont tels que nous devons éviter toute tentation de tomber dans un nominalisme de déclarations à effet tranquillisant sur les consciences. Nous devons veiller à ce que nos institutions soient réellement efficaces dans la lutte contre tous ces fléaux.

La multiplicité et la complexité des problèmes exigent de compter sur des instruments techniques de mesure. Cela, cependant, comporte un double danger: se limiter au travail bureaucratique consistant à rédiger de longues listes de bonnes intentions – buts, objectifs et indications statistiques – ou bien croire qu’une unique solution théorique et aprioriste donnera une réponse à tous les défis. À aucun moment, il ne faut oublier que l’action politique et économique est efficace seulement lorsqu’on l’entend comme une activité prudentielle, guidée par un concept immuable de justice, et qui ne perd de vue, à aucun moment, qu’avant et au-delà des plans comme des programmes il y a des femmes et des hommes concrets, égaux aux gouvernants, qui vivent, luttent et souffrent, et qui bien des fois se voient obligés de vivre dans la misère, privés de tout droit.

Pour que tous ces hommes et femmes concrets puissent échapper à l’extrême pauvreté, il faut leur permettre d’être de dignes acteurs de leur propre destin. Le développement humain intégral et le plein exercice de la dignité humaine ne peuvent être imposés. Ils doivent être édifiés et déployés par chacun, par chaque famille, en communion avec les autres hommes, et dans une juste relation avec tous les cercles où se développe la société humaine – amis, communautés, villages, communes, écoles, entreprises et syndicats, provinces, nations, entre autres). Cela suppose et exige le droit à l’éducation – également pour les filles (exclues dans certaines régions) -, droit qui est assuré en premier lieu par le respect et le renforcement du droit primordial de la famille à éduquer, et le droit des Eglises comme des regroupements sociaux à soutenir et à collaborer avec les familles dans la formation de leurs filles et fils. L’éducation, ainsi conçue, est la base pour la réalisation de l’Agenda 2030 et pour sauver l’environnement.

En même temps, les gouvernants doivent faire tout le possible afin que tous puissent avoir les conditions matérielles et spirituelles minimum pour exercer leur dignité, comme pour fonder et entretenir une famille qui est la cellule de base de tout développement social. Ce minimum absolu a, sur le plan matériel, trois noms: toit, travail et terre; et un nom sur le plan spirituel: la liberté de pensée, qui comprend la liberté religieuse, le droit à l’éducation et tous les autres droits civiques.

Pour toutes ces raisons, la mesure et l’indicateur les plus simples et les plus adéquats de l’exécution du nouvel Agenda pour le développement seront l’accès effectif, pratique et immédiat, de tous, aux biens matériels et spirituels indispensables: logement personnel, travail digne et convenablement rémunéré, alimentation adéquate et eau potable; liberté religieuse, et, plus généralement, liberté de pensée et éducation. En même temps, ces piliers du développement humain intégral ont un fondement commun, qui est le droit à la vie, et, plus généralement, ce que nous pourrions appeler le droit à l’existence de la nature humaine elle-même.

La crise écologique, avec la destruction d’une bonne partie de la biodiversité, peut mettre en péril l’existence même de l’espèce humaine. Les conséquences néfastes d’une mauvaise gestion irresponsable de l’économie mondiale, guidée seulement par l’ambition du profit et du pouvoir, doivent être un appel à une sérieuse réflexion sur l’homme: « L’homme n’est pas seulement une liberté qui se crée de soi. L’homme ne se crée pas lui-même. Il est esprit et volonté, mais il est aussi nature» (Benoît XVI, Discours au parlement Fédéral d’Allemagne, 22 septembre 2011, cité dans Enc. Laudato si’, n. 6). La création subit des préjudices «là où nous-mêmes sommes les der­nières instances… Le gaspillage des ressources de la Création commence là où nous ne reconnais­sons plus aucune instance au-dessus de nous, mais ne voyons plus que nous-mêmes» (Id., Discours au clergé du Diocèse de Bolzano-Bressanone, 6 août 2008, cité Ibid.). C’est pourquoi, la défense de l’environnement et la lutte contre l’exclusion exigent la reconnaissance d’une loi morale inscrite dans la nature humaine elle-même, qui comprend la distinction naturelle entre homme et femme (cf. Ibid, n. 155), et le respect absolu de la vie à toutes ses étapes et dans toutes ses dimensions (cf. Enc. Laudato si’, nn. 123; 136).

Sans la reconnaissance de certaines limites éthiques naturelles à ne pas franchir, et sans la concrétisation immédiate de ces piliers du développement humain intégral, l’idéal de «préserver les générations futures du fléau de la guerre » (Charte des Nations Unies, Préambule) et de «favoriser le progrès social et instaurer de meilleures conditions de vie dans une liberté plus grande » court le risque de se transformer en un mirage inaccessible ou, pire encore, en paroles vides qui servent d’excuse à tous les abus et à toutes les corruptions, ou pour promouvoir une colonisation idéologique à travers l’imposition de modèles et de styles de vie anormaux, étrangers à l’identité des peuples et, en dernier ressort, irresponsables.

La guerre est la négation de tous les droits et une agression dramatique contre l’environnement. Si l’on veut un vrai développement humain intégral pour tous, on doit poursuivre inlassablement l’effort pour éviter la guerre entre les nations et les peuples.

A cette fin, il faut assurer l’incontestable état de droit et le recours inlassable à la négociation, aux bons offices et à l’arbitrage, comme proposé par la Charte des Nations Unies, vraie norme juridique fondamentale. L’expérience des 70 ans d’existence des Nations Unies, en général, et en particulier l’expérience des 15 premières années du troisième millénaire montrent aussi bien l’efficacité de la pleine application des normes internationales que l’inefficacité de leur inobservance. Si l’on respecte et applique la Charte des Nations Unies dans la transparence et en toute sincérité, sans arrière-pensées, comme point de référence obligatoire de justice et non comme instrument pour masquer des intentions inavouées, on obtient des résultats de paix. En revanche, lorsqu’on confond la norme avec un simple instrument, à utiliser quand cela convient et à éviter dans le cas contraire, on ouvre une véritable boîte de Pandore de forces incontrôlables, qui nuisent gravement aux populations démunies, à l’environnement culturel, voire à l’environnement biologique.

Le Préambule et le premier article de la Charte des Nations Unies montrent quels sont les ciments de la construction juridique internationale: la paix, la résolution pacifique des conflits et le développement de relations d’amitié entre les nations. La tendance toujours actuelle à la prolifération des armes, spécialement les armes de destruction massive comme les armes nucléaires, contraste fortement avec ces affirmations et les nie dans la pratique. Une éthique et un droit fondés sur la menace de destruction mutuelle – et probablement de toute l’humanité – sont contradictoires et constituent une manipulation de toute la construction des Nations Unies, qui finiraient par être ‘‘ Nations unies par la peur et la méfiance’’. Il faut œuvrer pour un monde sans armes nucléaires, en appliquant pleinement l’esprit et la lettre du Traité de non-prolifération, en vue d’une prohibition totale de ces instruments.

Le récent accord sur la question nucléaire dans une région sensible de l’Asie et du Moyen Orient est une preuve des possibilités d’une bonne volonté politique et du droit, exercés de façon sincère, patiente et constante. Je forme le vœu que cet accord soit durable et efficace, et qu’il porte les fruits désirés avec la collaboration de toutes les parties impliquées.

En ce sens, ne manquent pas de rudes épreuves liées aux conséquences négatives des interventions politiques et militaires qui n’ont pas été coordonnées entre les membres de la communauté internationale. C’est pourquoi, tout en souhaitant ne pas avoir besoin de le faire, je ne peux m’empêcher de réitérer mes appels incessants concernant la douloureuse situation de tout le Moyen Orient, du nord de l’Afrique et d’autres pays africains, où les chrétiens, avec d’autres groupes culturels ou ethniques, y compris avec les membres de la religion majoritaire qui ne veulent pas se laisser gagner par la haine et la folie, ont été forcés à être témoins de la destruction de leurs lieux de culte, de leur patrimoine culturel et religieux, de leurs maisons comme de leurs propriétés, et ont été mis devant l’alternative de fuir ou bien de payer de leur propre vie, ou encore par l’esclavage, leur adhésion au bien et à la paix.

Ces réalités doivent constituer un sérieux appel à un examen de conscience de la part de ceux qui sont en charge de la conduite des affaires internationales. Non seulement dans les cas de persécution religieuse ou culturelle, mais aussi dans chaque situation de conflit, comme Ukraine, Syrie, Irak, en Libye, au Sud Soudan et dans la région des Grands Lacs, avant les intérêts partisans, aussi légitimes soient-ils, il y a des visages concrets. Dans les guerres et les conflits, il y a des êtres humains concrets, des frères et des sœurs qui sont nôtres, des hommes et des femmes, des jeunes et des personnes âgées, des enfants qui pleurent, souffrent et meurent, des êtres humains transformés en objetmis au rebut alors qu’on ne fait que s’évertuer à énumérer des problèmes, des stratégies et des discussions.

Comme je le demandais au Secrétaire Général des Nations Unies dans ma lettre du 9 août 2014, « la compréhension la plus élémentaire de la dignité humaine […] contraint la communauté internationale, en particulier en vertu des normes et des mécanismes du droit international, à faire tout ce qui est en son pouvoir pour arrêter et prévenir d’ultérieures violences systématiques contre les minorités ethniques et religieuses » et pour protéger les populations innocentes.

Dans cette même ligne, je voudrais faire mention d’un autre genre de conflit pas toujours clairement déclaré mais qui, en silence, provoque la mort de millions de personnes. Un autre genre de guerre que vivent beaucoup de nos sociétés à travers le phénomène du narcotrafic. Une guerre ‘‘assumée’’ et faiblement combattue. Le narcotrafic, de par sa propre dynamique, est accompagné par la traite des personnes, le blanchiment des actifs, le trafic des armes, l’exploitation des enfants et par d’autres formes de corruption. Corruption qui a infiltré les divers niveaux de la vie sociale, politique, militaire, artistique et religieuse, en générant, dans beaucoup de cas, une structure parallèle qui met en péril la crédibilité de nos institutions.

J’ai commencé cette intervention en rappelant les visites de mes prédécesseurs. Je voudrais à présent que mes paroles soient surtout comme une suite des paroles conclusives du discours de Paul VI, prononcées il y a exactement 50 ans, mais qui sont d’une valeur perpétuelle, je cite: «Voici arrivée l'heure où s'impose une halte, un moment de recueillement, de réflexion, quasi de prière: repenser à notre commune origine, à notre histoire, à notre destin commun. Jamais comme aujourd'hui, […] n'a été aussi nécessaire l'appel à la conscience morale de l'homme. Car le péril ne vient, ni du progrès, ni de la science, qui, bien utilisés, pourront […] résoudre un grand nombre des graves problèmes qui assaillent l'humanité » (Discours à l’Organisation des Nations Unies à l’occasion du 20ème anniversaire de l’Organisation, 4 octobre 1965). Entre autres, sans doute, le génie humain, bien utilisé, aidera à affronter les graves défis de la dégradation écologique et de l’exclusion. Paul VI a poursuivi: «Le vrai péril se tient dans l'homme, qui dispose d'instruments toujours plus puissants, aptes aussi bien à la ruine qu'aux plus hautes conquêtes» (Ibid.). Ainsi parlait Paul VI.

La maison commune de tous les hommes doit continuer de s’élever sur une juste compréhension de la fraternité universelle et sur le respect de la sacralité de chaque vie humaine, de chaque homme et de chaque femme; des pauvres, des personnes âgées, des enfants, des malades, des enfants à naître, des chômeurs, des abandonnés, de ceux qui sont considérés propres à être marginalisés, parce qu’on ne les perçoit plus que comme des numéros de l’une ou l’autre statistique. La maison commune de tous les hommes doit aussi s’édifier sur la compréhension d’une certaine sacralité de la nature créée.

Cette compréhension et ce respect exigent un niveau supérieur de sagesse, qui accepte la transcendance – la transcendance de soi-même –, qui renonce à la construction d’une élite toute puissante, et qui comprend que le sens plénier de la vie individuelle et collective se révèle dans le service dévoué des autres et dans la prudente et respectueuse utilisation de la création, pour le bien commun. Pour reprendre les paroles de Paul VI, «l'édifice de la civilisation moderne doit se construire sur des principes spirituels, les seuls capables non seulement de le soutenir, mais aussi de l'éclairer » (Ibíd.).

Le Gaucho Martin Fierro, un classique de la littérature de mon pays natal, chante: «Les frères sont unis parce que c’est la loi primordiale. Qu’ils cultivent une vraie union en toute circonstance, parce que si entre eux ils se querellent, ceux du dehors les dévoreront».

Le monde contemporain, apparemment connecté, expérimente une fragmentation sociale, croissante et soutenue, qui met en danger «tout fondement de la vie sociale» et par conséquent « finit par nous opposer les uns autres, chacun cherchant à préserver ses propres intérêts» (Enc. Laudato si’, n. 229).

Le temps présent nous invite à privilégier des actions qui créent de nouveaux dynamismes dans la société jusqu’à ce qu’ils fructifient en d’importants et positifs événements historiques (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 223). Nous ne pouvons pas nous permettre de reporter pour plus tard ‘‘certains agendas’’. L’avenir exige de nous des décisions critiques et globales face aux conflits mondiaux qui augmentent le nombre des exclus et de ceux qui sont dans le besoin.

La louable construction juridique internationale de l’Organisation des Nations Unies et de toutes ses réalisations, perfectible comme toute œuvre humaine et, en même temps, nécessaire, peut être le gage d’un avenir sûr et heureux pour les futures générations. Et elle le sera si les représentants des Etats sauront laisser de côté des intérêts sectoriels et idéologiques, et chercher sincèrement le service du bien commun. Je demande à Dieu Tout-Puissant qu’il en soit ainsi, et je vous assure de mon soutien, de ma prière ainsi que du soutien et des prières de tous les fidèles de l’Eglise catholique, pour que cette institution, tous ses Etats membres, et chacun de ses fonctionnaires, rendent toujours un service efficace à l’humanité, un service respectueux de la diversité et qu’ils sachent renforcer, pour le bien commun, le meilleur de chaque peuple et de tout citoyen. Que Dieu vous bénisse tous!

[01509-FR.02] [Texte original: Espagnol]

Traduzione in lingua tedesca

Herr Präsident,
meine Damen und Herren,
guten Tag.

Einer Tradition folgend, durch die ich mich geehrt fühle, hat der Generalsekretär der Vereinten Nationen wieder einmal den Papst eingeladen, vor dieser ehrenwerten Versammlung der Nationen zu sprechen. Ganz persönlich wie auch im Namen der gesamten katholischen Gemeinschaft möchte ich Ihnen, Herr Ban Ki-moon, meinen aufrichtigsten und herzlichsten Dank zum Ausdruck bringen. Ich danke auch für Ihre freundlichen Worte. Zudem grüße ich die hier anwesenden Staats- und Regierungschefs, die Botschafter, die Diplomaten, die Beamten und die Fachleute, die sie begleiten, das Personal der Vereinten Nationen, das in dieser siebzigsten Sitzung der Vollversammlung beschäftigt ist, das Personal aller Programme und Einrichtungen der UNO für die Familie sowie alle, die in der einen oder anderen Weise an dieser Versammlung teilnehmen. Durch Sie grüße ich auch die Bürger aller bei dieser Begegnung vertretenen Nationen. Danke für die Bemühungen aller und jedes bzw. jeder Einzelnen für das Wohl der Menschheit.

Dies ist das fünfte Mal, dass ein Papst die Vereinten Nationen besucht. Es kamen meine Vorgänger Paul VI. im Jahr 1965, Johannes Paul II. 1979 und 1995 und mein letzter Vorgänger, der jetzt emeritierte Papst Benedikt XVI., im Jahr 2008. Sie alle sparten nicht mit Ausdrücken der Anerkennung für diese Organisation, die sie als die angemessene juristische und politische Antwort auf den historischen Moment betrachteten, der gekennzeichnet ist durch die technologische Überwindung der Entfernungen und Grenzen und – wie es scheint – jeglicher natürlicher Begrenzungen der Machtbehauptung. Eine unentbehrliche Antwort, da die technologische Macht in den Händen nationalistischer oder pseudo-universalistischer Ideologien imstande ist, schreckliche Gräueltaten hervorzubringen. So kann ich mich nur der Hochschätzung meiner Vorgänger anschließen und erneut die Bedeutung bestätigen, welche die katholische Kirche dieser Institution beimisst, sowie die Hoffnungen bekräftigen, die sie auf ihre Aktivitäten setzt.

Die Geschichte der von den Staaten organisierten und durch die Vereinten Nationen vertretenen Gemeinschaft, die in diesen Tagen ihr siebzigjähriges Bestehen feiert, ist eine Geschichte bedeutender gemeinsamer Erfolge in einer Zeit ungewöhnlicher Beschleunigung der Ereignisse. Ohne eine erschöpfende Darstellung zu beanspruchen, kann man die Kodifizierung und Entwicklung des internationalen Rechtes, die Aufstellung des internationalen Menschenrechtskatalogs, die Vervollkommnung des humanitären Rechts, die Lösung vieler Konflikte sowie Einsätze für Frieden und Versöhnung und viele andere Leistungen auf allen Gebieten internationaler Planung menschlichen Handelns erwähnen. Alle diese Ergebnisse sind Lichter, die sich gegen das Dunkel der Unordnung abheben, die durch die Formen unkontrollierten Ehrgeizes und durch kollektiven Egoismus verursacht wird. Es stimmt, dass es noch viele ernste Probleme gibt, die nicht gelöst sind, doch es ist auch klar, dass die Menschheit, wenn all diese internationale Aktivität ausgeblieben wäre, den unkontrollierten Gebrauch der eigenen Möglichkeiten eventuell nicht überlebt hätte. Jeder dieser politischen, juristischen und technischen Fortschritte ist Teil eines Weges der Konkretisierung des Ideals der menschlichen Brüderlichkeit und ein Mittel zu seiner besseren Verwirklichung.

Daher möchte ich allen Männern und Frauen, die in diesen siebzig Jahren der ganzen Menschheit treu und opferbereit gedient haben, meine Achtung zollen. Besonders möchte ich heute die erwähnen, die für den Frieden und die Versöhnung der Völker ihr Leben hingegeben haben, von Dag Hammarskjöld bis zu den vielen Funktionären aller Ebenen, die bei den humanitären Missionen für Frieden und Versöhnung umgekommen sind.

Die Erfahrung dieser siebzig Jahre zeigt über alles Erreichte hinaus, dass die Reform und die Anpassung an die Zeiten immer notwendig ist, indem man auf das letzte Ziel zugeht, ausnahmslos allen Ländern eine Beteiligung und einen realen und gerechten Einfluss auf die Entscheidungen zu gewähren. Diese Notwendigkeit einer größeren Gerechtigkeit gilt besonders für die Exekutivorgane wie im Fall des Sicherheitsrates, der Finanzbehörden und der Gruppen und Mechanismen, die speziell für die Bewältigung der Wirtschaftskrisen geschaffen wurden. Das wird hilfreich sein, um alle Art von Missbrauch oder Zinswucher besonders gegenüber den Entwicklungsländern zu begrenzen. Die internationalen Finanzbehörden müssen über die nachhaltige Entwicklung der Länder wachen und diese vor einer erstickenden Unterwerfung durch Kreditsysteme schützen, die – weit davon entfernt, den Fortschritt zu fördern – die Bevölkerung unter das Joch von Mechanismen zwingen, die zu noch größerer Armut, Ausschließung und Abhängigkeit führen.

Das Werk der Vereinten Nationen kann – angefangen von den Postulaten der Präambel und der ersten Artikel ihrer Charta – als die Entwicklung und Förderung der Souveränität des Rechtes angesehen werden, da die Gerechtigkeit bekanntlich eine unerlässliche Voraussetzung ist, um das Ideal der universalen Brüderlichkeit zu erreichen. In diesem Zusammenhang ist daran zu erinnern, dass die Idee von der Begrenzung der Macht implizit in der Rechtsauffassung enthalten ist. Jedem das Seine zu geben – gemäß der klassischen Definition von Gerechtigkeit – bedeutet, dass weder eine Einzelperson noch eine Menschengruppe sich als allmächtig betrachten darf, dazu berechtigt, über die Würde und die Rechte der anderen Einzelpersonen oder ihrer gesellschaftlichen Gruppierungen hinwegzugehen. Die faktische Verteilung der Macht (auf dem Gebiet von Politik, Wirtschaft, Verteidigung, Technologie u. a. m.) unter vielen verschiedenen Personen und die Schaffung eines rechtlichen Systems zur Regelung der Ansprüche und Interessen konkretisiert die Begrenzung der Macht. Ein weltweiter Überblick zeigt uns jedoch heute viele Scheinrechte und zugleich große schutzlose Bereiche, die vielmehr Opfer einer schlechten Ausübung der Macht sind: die natürliche Umwelt und die weite Welt der ausgeschlossenen Frauen und Männer. Zwei eng miteinander verbundene Bereiche, die durch die vorherrschenden politischen und wirtschaftlichen Beziehungen zu schwachen, anfälligen Teilen der Wirklichkeit gemacht worden sind. Darum müssen ihre Rechte mit Nachdruck behauptet werden, indem man den Umweltschutz verstärkt und der Ausschließung ein Ende bereitet.

Vor allem ist zu bekräftigen, dass es ein wirkliches „Recht der Umwelt“ gibt, und zwar aus zweifachem Grund. Erstens, weil wir Menschen Teil der Umwelt sind. Wir leben in Gemeinschaft mit ihr, denn die Umwelt selbst schließt ethische Grenzen mit ein, die das menschliche Handeln anerkennen und respektieren muss. Wenn auch der Mensch »völlig neue Fähigkeiten« besitzt, welche »eine Besonderheit [zeigen], die den physischen und biologischen Bereich überschreitet« (Enzyklika Laudato si’, 81), ist er doch zugleich ein Teil dieser Umwelt. Er hat einen Körper, der aus physischen, chemischen und biologischen Elementen gebildet ist, und kann nur überleben und sich entwickeln, wenn die ökologische Umgebung dafür günstig ist. Daher ist jede Schädigung der Umwelt eine Schädigung der Menschheit. Der zweite Grund besteht darin, dass jedes Geschöpf – besonders die Lebewesen – einen Eigenwert hat, einen Wert des Daseins, des Lebens, der Schönheit und der gegenseitigen Abhängigkeit mit den anderen Geschöpfen. Gemeinsam mit den anderen monotheistischen Religionen glauben wir Christen, dass das Universum aus einer Entscheidung der Liebe des Schöpfers hervorgegangen ist (vgl. ebd., 81), der dem Menschen erlaubt, sich respektvoll der Schöpfung zu bedienen zum Wohl seiner Mitmenschen und zur Ehre des Schöpfers. Er darf sie aber nicht missbrauchen und noch viel weniger ist er berechtigt, sie zu zerstören. Für alle religiösen Überzeugungen ist die Umwelt ein grundlegendes Gut.

Der Missbrauch und die Zerstörung der Umwelt gehen zugleich mit einem unaufhaltsamen Prozess der Ausschließung einher. Tatsächlich führt ein egoistisches und grenzenloses Streben nach Macht und materiellem Wohlstand dazu, sowohl die verfügbaren materiellen Ressourcen ungebührlich auszunutzen als auch die auszuschließen, die schwach und weniger tüchtig sind, sei es weil sie in anderen Befindlichkeiten leben (Menschen mit Behinderungen), sei es weil ihnen die geeigneten technischen Kenntnisse und Instrumente fehlen oder weil ihre politische Entscheidungsfähigkeit nicht ausreicht. Die wirtschaftliche und soziale Ausschließung ist eine völlige Verweigerung der menschlichen Brüderlichkeit und ein äußerst schwerer Angriff auf die Menschenrechte und auf die Umwelt. Die Ärmsten sind diejenigen, die am meisten unter diesen Angriffen leiden, und zwar aus dreifachem schwerem Grund: Sie sind von der Gesellschaft „weggeworfen“, sind zugleich gezwungen, von Weggeworfenem zu leben, und müssen zu Unrecht die Folgen des Missbrauchs der Umwelt erleiden. Diese Phänomene bilden die heute so verbreitete und unbewusst gefestigte „Wegwerfkultur“.

Das Dramatische dieser ganzen Situation von Ausschließung und sozialer Ungleichheit mit ihren deutlichen Folgen führt mich gemeinsam mit der gesamten Christenheit und vielen anderen dazu, mir auch meiner eigenen diesbezüglichen schweren Verantwortung bewusst zu werden. Deshalb erhebe ich zusammen mit allen, die in sehnlicher Erwartung nach schnellen und wirksamen Lösungen rufen, meine Stimme. Die Annahme der „2030-Agenda für Nachhaltige Entwicklung“ auf dem Gipfeltreffen, das noch heute beginnen wird, ist ein wichtiges Zeichen der Hoffnung. Ich vertraue auch darauf, dass die UN-Klimakonferenz von Paris zu grundlegenden und wirksamen Vereinbarungen gelangt.

Es reichen jedoch nicht die feierlich übernommenen Verpflichtungen, auch wenn sie mit Sicherheit einen notwendigen Schritt auf dem Weg zu den Lösungen darstellen. Die klassische Definition der Gerechtigkeit, auf die ich vorhin anspielte, enthält als wesentliches Element einen beständigen und fortwährenden Willen: Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi. Die Welt verlangt von allen Regierenden einen wirklichen, praktischen, beständigen Willen zu konkreten Schritten und unverzüglichen Maßnahmen, um die natürliche Umwelt zu bewahren und zu verbessern und das Phänomen der gesellschaftlichen und wirtschaftlichen Ausschließung mit seinen traurigen Folgen wie Menschenhandel, Handel von menschlichen Organen und Geweben, sexuelle Ausbeutung von Knaben und Mädchen, Sklavenarbeit einschließlich Prostitution, Drogen- und Waffenhandel, Terrorismus und internationale organisierte Kriminalität so schnell wie möglich zu überwinden. Diese Situationen und die Anzahl der unschuldigen Leben, die sie fordern, sind von solchem Ausmaß, dass wir jede Versuchung meiden müssen, einem Nominalismus zu verfallen, der sich in Deklarationen erschöpft und einen Beruhigungseffekt auf das Gewissen ausübt. Wir müssen dafür sorgen, dass unsere Institutionen wirklich effektiv sind im Kampf gegen all diese Plagen.

Aufgrund der Vielfalt und der Vielschichtigkeit der Probleme muss man sich zu ihrer Erfassung technischer Mittel bedienen. Das bringt aber eine doppelte Gefahr mit sich: dass man sich auf die bürokratische Übung der Erstellung langer Auflistungen guter Vorsätze – Ziele, Zwecke und statistische Angaben – beschränkt oder dass man glaubt, eine einzige theoretische und aprioristische Lösung werde die Antwort auf alle Herausforderungen geben. Man darf in keinem Moment aus den Augen verlieren, dass die politische und wirtschaftliche Aktion nur wirksam ist, wenn sie als eine angemessene Tätigkeit begriffen wird, die von einem immerwährenden Gerechtigkeitsverständnis geleitet ist und zu keinem Zeitpunkt übersieht, dass es vor allen Plänen und Programmen und jenseits davon konkrete Frauen und Männer gibt – Menschen wie die Regierenden –, die leben, ringen und leiden und die sich oft gezwungen sehen, elend und bar aller Rechte zu leben.

Damit diese konkreten Männer und Frauen der extremen Armut entkommen können, muss man ihnen ermöglichen, ihr eigenes Schicksal in würdiger Weise selbst in die Hand zu nehmen. Die ganzheitliche menschliche Entwicklung und die volle Geltendmachung der Menschenwürde können nicht aufgezwungen werden. Sie müssen für jeden Einzelnen, für jede Familie aufgebaut und entfaltet werden, in Gemeinschaft mit den anderen Menschen und in einer richtigen Beziehung zu all den Kreisen, in denen sich die menschliche Solidarität entwickelt – Freunde, Gemeinschaften, Dörfer und Gemeinden, Schulen, Unternehmen und Gewerkschaften, Provinzen, Nationen usw. Eine unerlässliche Voraussetzung dafür ist das Recht auf Bildung – auch für Mädchen (die in einigen Teilen davon ausgeschlossen sind) –, das an erster Stelle dadurch sichergestellt wird, dass man das vorrangige Erziehungsrecht der Familie und das Recht der Kirchen und der sozialen Gruppierungen, die Familien bei der Ausbildung ihrer Kinder zu unterstützen und mit ihnen zusammenzuarbeiten, respektiert und stärkt. Die so verstandene Volksbildung ist die Grundlage für die Verwirklichung der 2030-Agenda und für die Erholung der Umwelt.

Zugleich müssen die Regierenden alles tun, was möglich ist, damit alle die minimale materielle und geistige Grundlage haben, um menschenwürdig zu leben und eine Familie zu gründen und zu unterhalten; die Familie ist ja die Urzelle jeder sozialen Entwicklung. Dieses absolute Minimum hat auf materiellem Gebiet drei Namen – Wohnung, Arbeit und Land – und auf geistigem Gebiet einen: geistige Freiheit, welche die Religionsfreiheit, das Recht auf Bildung und alle anderen Bürgerrechte umfasst.

Aus allen diesen Gründen werden das Mittel und der einfachste und geeignetste Indikator für die Erfüllung der neuen Entwicklungs-Agenda der effektive, praktische und unverzügliche Zugang aller zu den unentbehrlichen materiellen und geistigen Gütern sein: eigene Wohnung, würdige und ordnungsgemäß vergütete Arbeit, geeignete Ernährung und Trinkwasser; Religionsfreiheit und allgemeiner: geistige Freiheit und Bildungsfreiheit. Diese Säulen der ganzheitlichen menschlichen Entwicklung haben zugleich ein gemeinsames Fundament, nämlich das Recht auf Leben und noch allgemeiner gesagt: das, was wir als das Existenzrecht der menschlichen Natur selbst bezeichnen könnten.

Die ökologische Krise könnte zusammen mit der Zerstörung eines großen Teils der biologischen Vielfalt die Existenz der Spezies Mensch selbst in Gefahr bringen. Die unheilvollen Auswirkungen einer unverantwortlichen Zügellosigkeit der allein von Gewinn- und Machtstreben geleiteten Weltwirtschaft müssen ein Aufruf zu einer ernsten Reflexion über den Menschen sein: »Der Mensch ist nicht nur sich selbst machende Freiheit. Der Mensch macht sich nicht selbst. Er ist Geist und Wille, aber er ist auch Natur« (Benedikt XVI., Ansprache an den Deutschen Bundestag, 22. Sept. 2011; zitiert in Enzyklika Laudato si’, 6). Die Natur wird geschädigt, »wo wir selbst die letzten Instanzen sind […] Der Verbrauch der Schöpfung setzt dort ein, wo wir keine Instanz mehr über uns haben, sondern nur noch uns selber wollen« (Ders., Ansprache an den Klerus der Diözese Bozen-Brixen, 6. August 2008; zitiert ebd.). Darum verlangen der Umweltschutz und der Kampf gegen die Ausschließung die Anerkennung eines Sittengesetzes, das in die menschliche Natur selbst eingeschrieben ist; dieses Gesetz schließt die natürliche Unterscheidung zwischen Mann und Frau ein (vgl. Enzyklika Laudato si’ 155) sowie die uneingeschränkte Achtung vor dem Leben in allen seinen Stadien und Dimensionen (vgl. ebd., 123; 136).

Ohne die Anerkennung einiger unüberwindlicher natürlicher ethischer Grenzen und ohne ein unverzügliches Handeln im Sinne jener Grundpfeiler der ganzheitlichen menschlichen Entwicklung läuft das Ideal, »künftige Generationen vor der Geißel des Krieges zu bewahren« (Charta der Vereinten Nationen, Präambel) und »den sozialen Fortschritt und einen besseren Lebensstandard in größerer Freiheit zu fördern« (ebd.) Gefahr, sich in eine unerreichbare Illusion zu verwandeln oder – noch schlimmer – in leere Worte, die als Ausrede für jede Art von Übergriff und Korruption dienen oder dazu, eine ideologische Kolonialisierung zu fördern, indem man abnorme Lebensmodelle und -stile durchsetzt, die der Identität der Völker fremd und letztlich unverantwortlich sind.

Der Krieg ist die Negierung aller Rechte und ein dramatischer Angriff auf die Umwelt. Wenn man eine wirkliche ganzheitliche menschliche Entwicklung für alle anstrebt, muss man weiter unermüdlich der Aufgabe nachgehen, den Krieg zwischen den Nationen und den Völkern zu vermeiden.

Zu diesem Zweck muss die unangefochtene Herrschaft des Rechtes sichergestellt werden sowie der unermüdliche Rückgriff auf die Verhandlung, die guten Dienste und auf das Schiedsverfahren, wie es in der Charta der Vereinten Nationen, einer wirklich grundlegenden Rechtsnorm, vorgeschlagen wird. Die Erfahrung aus den siebzig Jahren des Bestehens der Vereinten Nationen ganz allgemein und im Besonderen die Erfahrung aus den ersten fünfzehn Jahren des dritten Jahrtausends zeigen ebenso die Wirksamkeit der vollen Anwendung der internationalen Normen wie auch ihre Wirkungslosigkeit, wenn sie nicht eingehalten werden. Wenn man die Charta der Vereinten Nationen mit Transparenz und Aufrichtigkeit und ohne Nebenabsichten als obligatorischen rechtlichen Bezugspunkt beachtet und anwendet und nicht als ein Mittel, um unlautere Absichten zu tarnen, erreicht man Ergebnisse des Friedens. Wenn man hingegen die Maßgabe mit einem einfachen Mittel verwechselt, das man gebraucht, wenn es sich als günstig erweist, und umgeht, wenn es das nicht ist, öffnet sich eine wahre „Büchse der Pandora“ voller unkontrollierbarer Kräfte, die den wehrlosen Bevölkerungsschichten, der kulturellen Umwelt und sogar der biologischen Umwelt schweren Schaden zufügen.

Die Präambel und der erste Artikel der Charta der Vereinten Nationen weisen auf die Grundsteine des internationalen Rechtsgebäudes hin: Friede, friedliche Lösung der Kontroversen und Entwicklung von freundschaftlichen Beziehungen zwischen den Nationen. Zu diesen Aussagen steht die immer gegenwärtige Tendenz zur Verbreitung von Waffen – besonders solcher zur Massenvernichtung wie es die Atomwaffen sein können – in starkem Kontrast und verleugnet sie in der Praxis. Eine Ethik und ein Recht, die auf der Bedrohung gegenseitiger Zerstörung – und möglicherweise einer Zerstörung der gesamten Menschheit – beruhen, sind widersprüchlich und stellen einen Betrug am gesamten Gefüge der Vereinten Nationen dar, die zu einer „Vereinigung von Nationen aufgrund von Furcht und Misstrauen“ würden. Man muss sich für eine Welt ohne Atomwaffen einsetzen, indem man den Nichtverbreitungsvertrag dem Buchstaben und dem Geist nach gänzlich zur Anwendung bringt bis zu einem völligen Verbot dieser Instrumente.

Die jüngste Vereinbarung über die Nuklearfrage in einer sensiblen Region Asiens und des Mittleren Ostens ist ein Beweis für die Möglichkeiten des politischen guten Willens und des Rechtes, wenn sie mit Aufrichtigkeit, Geduld und Ausdauer eingesetzt werden. Ich wünsche mir, dass diese Vereinbarung dauerhaft und wirkungsvoll sei und dass sie dank der Zusammenarbeit aller Beteiligten die ersehnten Ergebnisse erziele.

In diesem Sinn fehlt es nicht an herben Beispielen für die negativen Folgen politischer und militärischer Interventionen, die unter den Mitgliedern der Internationalen Gemeinschaft nicht abgestimmt wurden. Deshalb kann ich – auch wenn es mir lieber wäre, es nicht tun zu müssen – nicht aufhören, meine ständigen Aufrufe in Bezug auf die schmerzliche Situation des gesamten Nahen Ostens, Nordafrikas und anderer afrikanischer Länder zu wiederholen, wo die Christen gemeinsam mit anderen kulturellen und ethnischen Gruppen und sogar gemeinsam mit jenem Teil der Mitglieder der Mehrheitsreligion, die sich nicht in Hass und Wahnsinn verwickeln lassen wollen, gezwungenermaßen Zeugen der Zerstörung ihrer Kultstätten, ihres kulturellen und religiösen Erbes, ihrer Häuser und ihrer Habe geworden sind und vor die Wahl gestellt wurden, zu fliehen oder ihr Festhalten am Guten und am Frieden mit dem Leben oder der Sklaverei zu bezahlen.

Diese Realitäten müssen ein ernster Aufruf zu einer Gewissenserforschung derer sein, die für die Lenkung der internationalen Angelegenheiten zuständig sind. Nicht nur in den Fällen religiöser oder kultureller Verfolgung, sondern in jeder Konfliktsituation wie in der Ukraine, in Syrien, im Irak, in Libyen, im Süd Sudan und im Gebiet der großen afrikanischen Seen haben konkrete Personen den Vorrang vor Partei-Interessen, so legitim sie auch sein mögen. In den Kriegen und Konflikten gibt es den einzelnen Menschen, unseren Bruder und unsere Schwester – Männer und Frauen, Jugendliche und Alte, Knaben und Mädchen, die weinen, leiden und sterben –, Menschen, die zu Material werden, wenn man sich nur damit beschäftigt, Probleme und Strategien anzuführen und sich in Diskussionen zu ergehen – zu Material, das man wegwerfen kann.

In meinem Brief vom 9. August 2014 schrieb ich an den Generalsekretär der Vereinten Nationen, dass »das elementarste Verständnis der Menschenwürde die Internationale Gemeinschaft [verpflichtet], alles zu tun, was möglich ist, um – besonders durch die Maßgaben und die Mechanismen des internationalen Rechtes – weitere systematische Gewalttaten gegen die ethnischen und religiösen Minderheiten aufzuhalten und zu verhüten« und um die unschuldige Bevölkerung zu schützen.

Auf derselben Linie möchte ich eine andere Art von Konfliktsituation erwähnen, die nicht immer so deutlich in Erscheinung tritt, die aber lautlos den Tod von Millionen von Menschen fordert. Eine andere Art von Krieg, den viele unserer Gesellschaften mit dem Phänomen des Drogenhandels erleben. Ein „in Kauf genommener“ und ärmlich bekämpfter Krieg. Aufgrund seiner Eigendynamik geht der Drogenhandel einher mit Menschenhandel, Geldwäsche, Waffenhandel, Ausbeutung von Kindern und anderen Formen der Korruption. Einer Korruption, die in die verschiedenen Ebenen des gesellschaftlichen, politischen militärischen, künstlerischen und religiösen Lebens eingedrungen ist und in vielen Fällen eine Parallelstruktur hervorbringt, welche die Glaubwürdigkeit unserer Institutionen in Gefahr bringt.

Ich habe diese Ausführungen begonnen, indem ich an die Besuche meiner Vorgänger erinnerte. Nun möchte ich, dass meine Worte in besonderer Weise wie eine Fortsetzung der Schlussworte der Ansprache Pauls VI. seien – Worte, die vor fast genau fünfzig Jahren ausgesprochen wurden, aber bleibende Gültigkeit besitzen. Ich zitiere: »Die Stunde ist gekommen, in der eine Pause, ein Moment der Sammlung, der Reflexion, gleichsam des Gebetes geboten ist: wieder an unseren gemeinsamen Ursprung zu denken, an unsere Geschichte, an unsere gemeinsame Bestimmung. Nie war der Appell an das sittliche Gewissen des Menschen so notwendig wie heute […] Denn die Gefahr kommt weder vom Fortschritt, noch von der Wissenschaft; diese können, wenn sie in rechter Weise genutzt werden, viele schwere Probleme lösen, die die Menschheit bedrängen« (Ansprache an die Vertreter der Staaten, 4. Oktober 1965). Unter anderem wird die gut angewendete menschliche Genialität zweifellos dazu beitragen, die ernsten Herausforderungen der Umweltzerstörung und der Ausschließung zu lösen. Ich fahre fort mit den Worten Pauls VI.: »Die wahre Gefahr liegt im Menschen, der über immer mächtigere Mittel verfügt, die fähig sind, sowohl in den Ruin als auch zu größten Errungenschaften zu führen« (ebd.).So weit Paul VI.

Das gemeinsame Haus aller Menschen muss sich weiterhin über dem Fundament eines rechten Verständnisses der universalen Brüderlichkeit und der Achtung der Unantastbarkeit jedes menschlichen Lebens erheben – jedes Mannes und jeder Frau; der Armen, der Alten, der Kinder, der Kranken, der Ungeborenen, der Arbeitslosen, der Verlassenen und derer, die man meint „wegwerfen“ zu können, weil man sie nur als Nummern der einen oder anderen Statistik betrachtet. Das gemeinsame Haus aller Menschen muss auch auf dem Verständnis einer gewissen Unantastbarkeit der erschaffenen Natur errichtet werden.

Dieses Verständnis und diese Achtung erfordern eine höhere Stufe der Weisheit, welche die Transzendenz – die eigene – akzeptiert, auf die Bildung einer allmächtigen Elite verzichtet und begreift, dass der vollkommene Sinn des einzelnen wie des kollektiven Lebens im selbstlosen Dienst an den anderen und in der klugen und respektvollen Nutzung der Schöpfung für das Gemeinwohl liegt. Um die Worte Pauls VI. zu wiederholen: »Das Gebäude der modernen Zivilisation muss auf geistigen Prinzipien errichtet werden, den einzigen, die nicht nur fähig sind, es zu stützen, sondern auch es zu erleuchten« (ebd.).

Der Gaucho Martin Fierro, ein Klassiker der Literatur meines Heimatlandes, singt: »Die Brüder sollen vereint sein, denn das ist das erste Gesetz. Sie sollen eine wahrhaftige Einheit wahren in guten wie in schwierigen Zeiten. Denn wenn sie untereinander streiten, werden die Feinde von draußen sie verschlingen.«

Die heutige Welt, die dem Augenschein nach so verbunden ist, erlebt eine zunehmende und beständige soziale Zersplitterung, welche die gesamte »Grundlage des Gesellschaftslebens« gefährdet und »uns schließlich um der Wahrung der jeweils eigenen Interessen willen gegeneinander aufbringt« (Enzyklika Laudato si’, 229).

Die gegenwärtige Zeit lädt uns ein, Handlungen zu fördern, die neue Dynamiken in der Gesellschaft erzeugen, bis sie in wichtigen und positiven historischen Ereignissen Frucht bringen (vgl. Apostolisches Schreiben Evangelii gaudium, 223). Wir können es uns nicht leisten, „einige Zeitpläne“ auf die Zukunft zu verschieben. Die Zukunft verlangt von uns kritische und globale Entscheidungen im Hinblick auf die weltweiten Konflikte, die die Anzahl der Ausgeschlossenen und Bedürftigen erhöhen.

Das anerkennenswerte internationale Rechtsgebäude der Organisation der Vereinten Nationen und aller ihrer Aktivitäten, das noch verbesserungsfähig ist wie jedes menschliche Werk und das zugleich notwendig ist, kann Unterpfand einer sicheren und glücklichen Zukunft für die kommenden Generationen sein. Und das wird es sein, wenn die Vertreter der Staaten verstehen, sektorale Interessen und Ideologien auszublenden, und aufrichtig nach dem suchen, was dem Gemeinwohl dienlich ist. Ich bitte den allmächtigen Gott, dass es so sei, und ich versichere Sie meiner Unterstützung und meines Gebetes sowie der Unterstützung und der Gebete aller Gläubigen der katholischen Kirche, damit diese Institution, alle ihre Mitgliedstaaten und jeder bzw. jede Einzelne ihrer Funktionäre einen wirkungsvollen Dienst an der Menschheit leisten mögen – einen Dienst, der die Verschiedenheit respektiert und das Beste jedes Volkes und jedes Bürgers zum Wohl aller zu stärken weiß. Gott segne Sie alle.

[01509-DE.02] [Originalsprache: Spanisch]

Traduzione in lingua portoghese

Senhor Presidente,    
Senhoras e Senhores:
Bom dia.

Mais uma vez, seguindo uma tradição de que me sinto honrado, o Secretário-Geral das Nações Unidas convidou o Papa para falar a esta distinta assembleia das nações. Em meu nome e em nome de toda a comunidade católica, Senhor Ban Ki-moon, desejo manifestar-lhe a gratidão mais sincera e cordial; agradeço-lhe também as suas amáveis palavras. Saúdo ainda os chefes de Estado e de Governo aqui presentes, os embaixadores, os diplomatas e os funcionários políticos e técnicos que os acompanham, o pessoal das Nações Unidas empenhado nesta LXX Sessão da Assembleia Geral, o pessoal de todos os programas e agências da família da ONU e todos aqueles que, por um título ou outro, participam nesta reunião. Por vosso intermédio, saúdo também os cidadãos de todas as nações representadas neste encontro. Obrigado pelos esforços de todos e cada um em prol do bem da humanidade.

Esta é a quinta vez que um Papa visita as Nações Unidas. Fizeram-no os meus antecessores Paulo VI em 1965, João Paulo II em 1979 e 1995 e o meu imediato antecessor, hoje Papa emérito Bento XVI, em 2008. Nenhum deles poupou expressões de reconhecido apreço pela Organização, considerando-a a resposta jurídica e política adequada para o momento histórico, caracterizado pela superação das distâncias e das fronteiras graças à tecnologia e, aparentemente, superação de qualquer limite natural à afirmação do poder. Uma resposta imprescindível, dado que o poder tecnológico, nas mãos de ideologias nacionalistas ou falsamente universalistas, é capaz de produzir atrocidades tremendas. Não posso deixar de me associar ao apreçamento dos meus antecessores, reiterando a importância que a Igreja Católica reconhece a esta instituição e as esperanças que coloca nas suas actividades.

A história da comunidade organizada dos Estados, representada pelas Nações Unidas, que festeja nestes dias o seu septuagésimo aniversário, é uma história de importantes sucessos comuns, num período de inusual aceleração dos acontecimentos. Sem pretender ser exaustivo, pode-se mencionar a codificação e o desenvolvimento do direito internacional, a construção da normativa internacional dos direitos humanos, o aperfeiçoamento do direito humanitário, a solução de muitos conflitos e operações de paz e reconciliação, e muitas outras aquisições em todos os sectores da projecção internacional das actividades humanas. Todas estas realizações são luzes que contrastam a obscuridade da desordem causada por ambições descontroladas e egoísmos colectivos. É certo que ainda são muitos os problemas graves por resolver, mas também é evidente que, se faltasse toda esta actividade internacional, a humanidade poderia não ter sobrevivido ao uso descontrolado das suas próprias potencialidades. Cada um destes avanços políticos, jurídicos e técnicos representa um percurso de concretização do ideal da fraternidade humana e um meio para a sua maior realização.

Presto, pois, homenagem a todos os homens e mulheres que serviram, com lealdade e sacrifício, a humanidade inteira nestes setenta anos. Em particular, desejo hoje recordar aqueles que deram a sua vida pela paz e a reconciliação dos povos, desde Dag Hammarskjöld até aos inúmeros funcionários, de qualquer grau, caídos nas missões humanitárias de paz e reconciliação.

A experiência destes setenta anos demonstra que, para além de tudo o que se conseguiu, há constante necessidade de reforma e adaptação aos tempos, avançando rumo ao objectivo final que é conceder a todos os países, sem excepção, uma participação e uma incidência reais e equitativas nas decisões. Esta necessidade duma maior equidade é especialmente verdadeira nos órgãos com capacidade executiva real, como o Conselho de Segurança, os organismos financeiros e os grupos ou mecanismos criados especificamente para enfrentar as crises económicas. Isto ajudará a limitar qualquer espécie de abuso ou usura especialmente sobre países em vias de desenvolvimento. Os Organismos Financeiros Internacionais devem velar pelo desenvolvimento sustentável dos países, evitando uma sujeição sufocante desses países a sistemas de crédito que, longe de promover o progresso, submetem as populações a mecanismos de maior pobreza, exclusão e dependência.

A tarefa das Nações Unidas, com base nos postulados do Preâmbulo e dos primeiros artigos da sua Carta constitucional, pode ser vista como o desenvolvimento e a promoção da soberania do direito, sabendo que a justiça é um requisito indispensável para se realizar o ideal da fraternidade universal. Neste contexto, convém recordar que a limitação do poder é uma ideia implícita no conceito de direito. Dar a cada um o que lhe é devido, segundo a definição clássica de justiça, significa que nenhum indivíduo ou grupo humano se pode considerar omnipotente, autorizado a pisar a dignidade e os direitos dos outros indivíduos ou dos grupos sociais. A efectiva distribuição do poder (político, económico, militar, tecnológico, etc.) entre uma pluralidade de sujeitos e a criação dum sistema jurídico de regulação das reivindicações e dos interesses realiza a limitação do poder. Mas, hoje, o panorama mundial apresenta-nos muitos direitos falsos e, ao mesmo tempo, amplos sectores sem protecção, vítimas inclusivamente dum mau exercício do poder: o ambiente natural e o vasto mundo de mulheres e homens excluídos são dois sectores intimamente unidos entre si, que as relações políticas e económicas preponderantes transformaram em partes frágeis da realidade. Por isso, é necessário afirmar vigorosamente os seus direitos, consolidando a protecção do meio ambiente e pondo fim à exclusão.

Antes de mais nada, é preciso afirmar a existência dum verdadeiro «direito do ambiente», por duas razões. Em primeiro lugar, porque como seres humanos fazemos parte do ambiente. Vivemos em comunhão com ele, porque o próprio ambiente comporta limites éticos que a acção humana deve reconhecer e respeitar. O homem, apesar de dotado de «capacidades originais [que] manifestam uma singularidade que transcende o âmbito físico e biológico» (Enc. Laudato si’, 81), não deixa ao mesmo tempo de ser uma porção deste ambiente. Possui um corpo formado por elementos físicos, químicos e biológicos, e só pode sobreviver e desenvolver-se se o ambiente ecológico lhe for favorável. Por conseguinte, qualquer dano ao meio ambiente é um dano à humanidade. Em segundo lugar, porque cada uma das criaturas, especialmente seres vivos, possui em si mesma um valor de existência, de vida, de beleza e de interdependência com outras criaturas. Nós cristãos, juntamente com as outras religiões monoteístas, acreditamos que o universo provém duma decisão de amor do Criador, que permite ao homem servir-se respeitosamente da criação para o bem dos seus semelhantes e para a glória do Criador, mas sem abusar dela e muito menos sentir-se autorizado a destruí-la. E, para todas as crenças religiosas, o ambiente é um bem fundamental (cf. ibid., 81).

O abuso e a destruição do meio ambiente aparecem associados, simultaneamente, com um processo ininterrupto de exclusão. Na verdade, uma ambição egoísta e ilimitada de poder e bem-estar material leva tanto a abusar dos meios materiais disponíveis como a excluir os fracos e os menos hábeis, seja pelo facto de terem habilidades diferentes (deficientes), seja porque lhes faltam conhecimentos e instrumentos técnicos adequados ou possuem uma capacidade insuficiente de decisão política. A exclusão económica e social é uma negação total da fraternidade humana e um atentado gravíssimo aos direitos humanos e ao ambiente. Os mais pobres são aqueles que mais sofrem esses ataques por um triplo e grave motivo: são descartados pela sociedade, ao mesmo tempo são obrigados a viver de desperdícios, e devem injustamente sofrer as consequências do abuso do ambiente. Estes fenómenos constituem, hoje, a «cultura do descarte» tão difundida e inconscientemente consolidada.

O carácter dramático de toda esta situação de exclusão e desigualdade, com as suas consequências claras, leva-me, juntamente com todo o povo cristão e muitos outros, a tomar consciência também da minha grave responsabilidade a este respeito, pelo que levanto a minha voz, em conjunto com a de todos aqueles que aspiram por soluções urgentes e eficazes. A adopção da «Agenda 2030 para o Desenvolvimento Sustentável», durante a Cimeira Mundial que hoje mesmo começa, é um sinal importante de esperança. Estou confiado também que a Conferência de Paris sobre as alterações climáticas alcance acordos fundamentais e efectivos.

Todavia não são suficientes os compromissos solenemente assumidos, embora constituam certamente um passo necessário para a solução dos problemas. A definição clássica de justiça, a que antes me referi, contém como elemento essencial uma vontade constante e perpétua: Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi. O mundo pede vivamente a todos os governantes uma vontade efectiva, prática, constante, feita de passos concretos e medidas imediatas, para preservar e melhorar o ambiente natural e superar o mais rapidamente possível o fenómeno da exclusão social e económica, com suas tristes consequências de tráfico de seres humanos, tráfico de órgãos e tecidos humanos, exploração sexual de meninos e meninas, trabalho escravo, incluindo a prostituição, tráfico de drogas e de armas, terrorismo e criminalidade internacional organizada. Tal é a magnitude destas situações e o número de vidas inocentes envolvidas que devemos evitar qualquer tentação de cair num nominalismo declamatório com efeito tranquilizador sobre as consciências. Devemos ter cuidado com as nossas instituições para que sejam realmente eficazes na luta contra estes flagelos.

A multiplicidade e complexidade dos problemas exigem servir-se de instrumentos técnicos de medição. Isto, porém, esconde um duplo perigo: limitar-se ao exercício burocrático de redigir longas enumerações de bons propósitos – metas, objectivos e indicações estatísticas –, ou julgar que uma solução teórica única e apriorística dará resposta a todos os desafios. É preciso não perder de vista, em momento algum, que a acção política e económica só é eficaz quando é concebida como uma actividade prudencial, guiada por um conceito perene de justiça e que tem sempre presente que, antes e para além de planos e programas, existem mulheres e homens concretos, iguais aos governantes, que vivem, lutam e sofrem e que muitas vezes se vêem obrigados a viver miseravelmente, privados de qualquer direito.

Para que estes homens e mulheres concretos possam subtrair-se à pobreza extrema, é preciso permitir-lhes que sejam actores dignos do seu próprio destino. O desenvolvimento humano integral e o pleno exercício da dignidade humana não podem ser impostos; devem ser construídos e realizados por cada um, por cada família, em comunhão com os outros seres humanos e num relacionamento correcto com todos os ambientes onde se desenvolve a sociabilidade humana – amigos, comunidades, aldeias e vilas, escolas, empresas e sindicatos, províncias, países, etc. Isto supõe e exige o direito à educação – mesmo para as meninas (excluídas em alguns lugares) –, que é assegurado antes de mais nada respeitando e reforçando o direito primário das famílias a educar e o direito das Igrejas e das agregações sociais a apoiar e colaborar com as famílias na educação das suas filhas e dos seus filhos. A educação, assim entendida, é a base para a realização da Agenda 2030 e para a recuperação do ambiente.

Ao mesmo tempo, os governantes devem fazer o máximo possível por que todos possam dispor da base mínima material e espiritual para tornar efectiva a sua dignidade e para formar e manter uma família, que é a célula primária de qualquer desenvolvimento social. A nível material, este mínimo absoluto tem três nomes: casa, trabalho e terra. E, a nível espiritual, um nome: liberdade de espírito, que inclui a liberdade religiosa, o direito à educação e todos os outros direitos civis.

Por todas estas razões, a medida e o indicador mais simples e adequado do cumprimento da nova Agenda para o desenvolvimento será o acesso efectivo, prático e imediato, para todos, aos bens materiais e espirituais indispensáveis: habitação própria, trabalho digno e devidamente remunerado, alimentação adequada e água potável; liberdade religiosa e, mais em geral, liberdade de espírito e educação. Ao mesmo tempo, estes pilares do desenvolvimento humano integral têm um fundamento comum, que é o direito à vida, e, em sentido ainda mais amplo, aquilo a que poderemos chamar o direito à existência da própria natureza humana.

A crise ecológica, juntamente com a destruição de grande parte da biodiversidade, pode pôr em perigo a própria existência da espécie humana. As nefastas consequências duma irresponsável má-gestão da economia mundial, guiada unicamente pela ambição de lucro e poder, devem constituir um apelo a esta severa reflexão sobre o homem: «O homem não se cria a si mesmo. Ele é espírito e vontade, mas é também natureza» (Bento XVI, Discurso ao Parlamento da República Federal da Alemanha, 22 de Setembro de 2011; citado na Enc. Laudato si’, 6). A criação vê-se prejudicada «onde nós mesmos somos a última instância (…). E o desperdício da criação começa onde já não reconhecemos qualquer instância acima de nós, mas vemo-nos unicamente a nós mesmos» (Bento XVI, Discurso ao clero da Diocese de Bolzano-Bressanone, 6 de Agosto de 2008; citado na Enc. Laudato si’, 6). Por isso, a defesa do ambiente e a luta contra a exclusão exigem o reconhecimento duma lei moral inscrita na própria natureza humana, que inclui a distinção natural entre homem e mulher (cf. Enc. Laudato si’, 155) e o respeito absoluto da vida em todas as suas fases e dimensões (cf. ibid., 123; 136).

Sem o reconhecimento de alguns limites éticos naturais inultrapassáveis e sem a imediata actuação dos referidos pilares do desenvolvimento humano integral, o ideal de «preservar as gerações vindouras do flagelo da guerra» (Carta das Nações Unidas, Preâmbulo) e «promover o progresso social e um padrão mais elevado de viver em maior liberdade» (ibid.) corre o risco de se tornar uma miragem inatingível ou, pior ainda, palavras vazias que servem como desculpa para qualquer abuso e corrupção ou para promover uma colonização ideológica através da imposição de modelos e estilos de vida anormais, alheios à identidade dos povos e, em última análise, irresponsáveis.

A guerra é a negação de todos os direitos e uma agressão dramática ao meio ambiente. Se se quiser um desenvolvimento humano integral autêntico para todos, é preciso continuar incansavelmente no esforço de evitar a guerra entre as nações e os povos.

Para isso, é preciso garantir o domínio incontrastado do direito e o recurso incansável às negociações, aos mediadores e à arbitragem, como é proposto pela Carta das Nações Unidas, verdadeira norma jurídica fundamental. A experiência destes setenta anos de existência das Nações Unidas, em geral, e, de modo particular, a experiência dos primeiros quinze anos do terceiro milénio mostram tanto a eficácia da plena aplicação das normas internacionais como a ineficácia da sua inobservância. Se se respeita e aplica a Carta das Nações Unidas, com transparência e sinceridade, sem segundos fins, como um ponto de referência obrigatório de justiça e não como um instrumento para mascarar intenções ambíguas, obtém-se resultados de paz. Quando, pelo contrário, se confunde a norma com um simples instrumento que se usa quando resulta favorável e se contorna quando não o é, abre-se uma verdadeira caixa de Pandora com forças incontroláveis, que prejudicam seriamente as populações inermes, o ambiente cultural e também o ambiente biológico.

O Preâmbulo e o primeiro artigo da Carta das Nações Unidas indicam as bases da construção jurídica internacional: a paz, a solução pacífica das controvérsias e o desenvolvimento de relações amistosas entre as nações. Contrasta fortemente com estas afirmações – e nega-as na prática – a tendência sempre presente para a proliferação das armas, especialmente as de destruição em massa, como o podem ser as armas nucleares. Uma ética e um direito baseados sobre a ameaça da destruição recíproca – e, potencialmente, de toda a humanidade – são contraditórios e constituem um dolo em toda a construção das Nações Unidas, que se tornariam «Nações Unidas pelo medo e a desconfiança». É preciso trabalhar por um mundo sem armas nucleares, aplicando plenamente, na letra e no espírito, o Tratado de Não-Proliferação para se chegar a uma proibição total destes instrumentos.

O recente acordo sobre a questão nuclear, numa região sensível da Ásia e do Médio Oriente, é uma prova das possibilidades da boa vontade política e do direito, cultivados com sinceridade, paciência e constância. Faço votos de que este acordo seja duradouro e eficaz e, com a colaboração de todas as partes envolvidas, produza os frutos esperados.

Nesta linha, não faltam provas graves das consequências negativas de intervenções políticas e militares não coordenadas entre os membros da comunidade internacional. Por isso, embora desejasse não ter necessidade de o fazer, não posso deixar de reiterar os meus apelos que venho repetidamente fazendo em relação à dolorosa situação de todo o Médio Oriente, do Norte de África e de outros países africanos, onde os cristãos, juntamente com outros grupos culturais ou étnicos e também com aquela parte dos membros da religião maioritária que não quer deixar-se envolver pelo ódio e a loucura, foram obrigados a ser testemunhas da destruição dos seus lugares de culto, do seu património cultural e religioso, das suas casas e haveres, e foram postos perante a alternativa de escapar ou pagar a adesão ao bem e à paz com a sua própria vida ou com a escravidão.

Estas realidades devem constituir um sério apelo a um exame de consciência por parte daqueles que têm a responsabilidade pela condução dos assuntos internacionais. Não só nos casos de perseguição religiosa ou cultural, mas em toda a situação de conflito, como na Ucrânia, Síria, Iraque, Líbia, Sudão do Sul e na região dos Grandes Lagos, antes dos interesses de parte, mesmo legítimos, existem rostos concretos. Nas guerras e conflitos, existem pessoas, nossos irmãos e irmãs, homens e mulheres, jovens e idosos, meninos e meninas que choram, sofrem e morrem. Seres humanos que se tornam material de descarte, enquanto nada mais se faz senão enumerar problemas, estratégias e discussões.

Como pedi ao Secretário-Geral das Nações Unidas, na minha carta de 9 de Agosto de 2014, «a mais elementar compreensão da dignidade humana obriga a comunidade internacional, em particular através das regras e dos mecanismos do direito internacional, a fazer tudo o que estiver ao seu alcance para impedir e prevenir ulteriores violências sistemáticas contra as minorias étnicas e religiosas» e para proteger as populações inocentes.

Nesta mesma linha, quero citar outro tipo de conflitualidade, nem sempre assim explicitada, mas que inclui silenciosamente a morte de milhões de pessoas. Muitas das nossas sociedades vivem um tipo diferente de guerra com o fenómeno do narcotráfico. Uma guerra «suportada» e pobremente combatida. O narcotráfico, por sua própria natureza, é acompanhado pelo tráfico de pessoas, lavagem de dinheiro, tráfico de armas, exploração infantil e outras formas de corrupção. Corrupção, que penetrou nos diferentes níveis da vida social, política, militar, artística e religiosa, gerando, em muitos casos, uma estrutura paralela que põe em perigo a credibilidade das nossas instituições.

Comecei a minha intervenção recordando as visitas dos meus antecessores. Agora quereria, em particular, que as minhas palavras fossem como que uma continuação das palavras finais do discurso de Paulo VI, pronunciadas quase há cinquenta anos, mas de valor perene. Cito: «Eis chegada a hora em que se impõe uma pausa, um momento de recolhimento, de reflexão, quase de oração: pensar de novo na nossa comum origem, na nossa história, no nosso destino comum. Nunca, como hoje, (…) foi tão necessário o apelo à consciência moral do homem. Porque o perigo não vem nem do progresso nem da ciência, que, bem utilizados, poderão, pelo contrário, resolver um grande número dos graves problemas que assaltam a humanidade» (Discurso aos Representantes dos Estados, 4 de Outubro de 1965, n. 7). Sem dúvida que a genialidade humana, bem aplicada, ajudará a resolver, entre outras coisas, os graves desafios da degradação ecológica e da exclusão. E continuo com as palavras de Paulo VI: «O verdadeiro perigo está no homem, que dispõe de instrumentos sempre cada vez mais poderosos, aptos tanto para a ruína como para as mais elevadas conquistas» (ibid.). Até aqui, as palavras de Paulo VI.

A casa comum de todos os homens deve continuar a erguer-se sobre uma recta compreensão da fraternidade universal e sobre o respeito pela sacralidade de cada vida humana, de cada homem e de cada mulher; dos pobres, dos idosos, das crianças, dos doentes, dos nascituros, dos desempregados, dos abandonados, daqueles que são vistos como descartáveis porque considerados meramente como números desta ou daquela estatística. A casa comum de todos os homens deve edificar-se também sobre a compreensão duma certa sacralidade da natureza criada.

Tal compreensão e respeito exigem um grau superior de sabedoria, que aceite a transcendência, própria de cada um, renuncie à construção duma elite omnipotente e entenda que o sentido pleno da vida individual e colectiva está no serviço desinteressado aos outros e no uso prudente e respeitoso da criação para o bem comum. Repetindo palavras de Paulo VI, «o edifício da civilização moderna deve construir-se sobre princípios espirituais, os únicos capazes não apenas de o sustentar, mas também de o iluminar e de o animar» (ibid.).

O Gaúcho Martín Fierro, um clássico da literatura da minha terra natal, canta: «Os irmãos estejam unidos, porque esta é a primeira lei. Tenham união verdadeira em qualquer tempo que seja, porque se litigam entre si, devorá-los-ão os de fora».

O mundo contemporâneo, aparentemente interligado, experimenta uma crescente, consistente e contínua fragmentação social que põe em perigo «todo o fundamento da vida social» e assim «acaba por colocar-nos uns contra os outros na defesa dos próprios interesses» (Enc. Laudato si’, 229).

O tempo presente convida-nos a privilegiar acções que possam gerar novos dinamismos na sociedade e frutifiquem em acontecimentos históricos importantes e positivos (cf. Exort. ap. Evangelii gaudium, 223).

Não podemos permitir-nos o adiamento de «algumas agendas» para o futuro. O futuro exige-nos decisões críticas e globais face aos conflitos mundiais que aumentam o número dos excluídos e necessitados.

A louvável construção jurídica internacional da Organização das Nações Unidas e de todas as suas realizações – melhorável como qualquer outra obra humana e, ao mesmo tempo, necessária – pode ser penhor dum futuro seguro e feliz para as gerações futuras. Sê-lo-á se os representantes dos Estados souberem pôr de lado interesses sectoriais e ideologias e procurarem sinceramente o serviço do bem comum. Peço a Deus omnipotente que assim seja, assegurando-vos o meu apoio, a minha oração, bem como o apoio e as orações de todos os fiéis da Igreja Católica, para que esta Instituição, com todos os seus Estados-Membros e cada um dos seus funcionários, preste sempre um serviço eficaz à humanidade, um serviço respeitoso da diversidade e que saiba potenciar, para o bem comum, o melhor de cada nação e de cada cidadão. Deus vos abençoe a todos!

[01509-PO.02] [Texto original: Espanhol]

 

Traduzione in lingua araba

كلمة قداسة

البابا فرنسيس

أمام الدورة العادية الـ70 للجمعية العامة للأمم المتحدة

الزيارة الرسولية إلى الولايات المتحدة‏ - نيورك

الجمعة 25 سبتمبر/أيلول 2015

السيّد الرئيس، السيدات والسادة،

مرّة أخرى، واتباعًا لتقليد يُشرّفني، دعا الأمين العام للأمم المتحدة البابا ليوجه كلمة لجمعيّة الأمم الموقَّرة هذه. باسمي وباسم الجماعة الكاثوليكيّة بأسرها، أرغب بأن أُعبّر لكم أيها السيّد بان كي مون عن الامتنان الصادق والقلبيّ؛ كما وأشكركم على كلماتكم اللطيفة. أحيّي أيضًا رؤساء الدول والحكومات الحاضرين، السفراء والدبلوماسيين والموظفين السياسيّين والتقنيّين الذين يرافقونهم وموظفي الأمم المتّحدة الملتزمين في هذه الجلسة السبعين للجمعيّة العامة، وموظفي كلّ برامج ووكالات عائلة منظمة الأمم المتحدة، وجميع الذين بشكل أو بآخر يشاركون في هذا الاجتماع. من خلالكم أحيّي أيضًا جميع الأمم المُمثّلة في هذا اللقاء. شكرًا على جهود الجميع وجهود كل فرد من أجل خير البشريّة.

هذه هي المرة الخامسة التي يزور فيها بابا الأممَ المتحدة. لقد زاروها أسلافي بولس السادس عام 1965، يوحنا بولس الثاني عام 1979، وعام 1995 وسلفي الأخير، البابا الشرفي بندكتس السادس عشر عام 2008. جميع هؤلاء لم يوفّروا عبارات الامتنان للمنظمة، معتبرينها الجواب القانوني والسياسي المناسب للمرحلة التاريخية، المتّسمة بتخطّي المسافات والحدود بفضل التكنولوجيا وبتخطي، كما يبدو، أي حدود طبيعيّة لإثبات السلطة. جواب لا يمكن الاستغناء عنه، بما أن السلطة التكنولوجية، عندما تقع بأيدي إيديولوجيات قوميّة أو كونيّة زائفة، تكون قادرة على التسبب بفظائع رهيبة. لا يمكنني إلا أن أضم صوتي إلى امتنان أسلافي، لأعيد التأكيد على الأهميّة التي تعترف بها الكنيسة الكاثوليكية لهذه المؤسسة والرجاء الذي تضعه في نشاطاتها.

إن تاريخ الجماعة الدوليّة المنَظَّمَة والمُمثلة بالأمم المتحدة التي تحتفل في هذه الأيام بعيدها السبعين، هو تاريخ نجاحات مشتركة مهمة في مرحلة تسارع أحداث غير اعتيادي. لن أدّعي بأن أكون شاملا، لكن يمكن ذكر سَنِّ وتطوّر القانون الدولي، وضع الشرائع الدولية لحقوق الإنسان، والارتقاء بالقانون الانساني نحو الكمال، حلّ العديد من الصراعات وعمليات السلام والمصالحة، والعديد من الانجازات الأخرى في جميع قطاعات الانعكاسات الدوليّة للنشاطات البشريّة. جميع هذه الإنجازات هي أنوار تواجه ظلمة الفوضى التي تسببها الطموحات الخارجة عن السيطرة والأنانية الجماعية. من المؤكّد أنّه، بالرغم من أن هناك مشاكل خطيرة بدون حلول لكن من الواضح أنه إن غاب كلّ ذاك النشاط الدولي، لكان من الممكن ألا تنجو البشرية من الاستعمال غير المراقب لإمكانياتها. وتُمثّل كلّ من هذه التطوّرات السياسيّة والقانونية والتقنية، مسيرةَ تطبيق لمُثُل الأخوة البشرية، ووسيلة لتحقيقها بشكل أكبر.

لذلك أُشيد بجميع الرجال والنساء الذين خدموا بإخلاص وتضحية، البشريةَ بأسرها خلال هذه السنوات السبعين. بشكل خاص، أريد أن أذكر اليوم جميع الذين بذلوا حياتهم من أجل السلام والمصالحة بين الشعوب، انطلاقًا من داغ هامارسكيولد، وصولاً إلى العديد من الموظفين من مختلف المراتب الذين قُتلوا في المهمّات الإنسانية للسلام والمصالحة.

إن خبرة السنوات السبعين هذه، بغضّ النظر عن كلّ ما تمَّ إنجازه، تُظهر أن الإصلاح والتأقلم مع الأزمنة هما ضروريّان على الدوام، في تقدُّمٍ نحو الهدف النهائي لمنح جميع البلدان، وبدون استثناء، مشاركة ودورًا فعّالًا حقًّا وعادلاً في القرارات. هذه الضرورة إلى مساواةٍ أكبر، تنطبق بشكل خاص على الهيئات التي تتمتّع بقدرات تنفيذيّة فعليّة، كمجلس الأمن والمنظمات الماليّة والمجموعات أو الآليات التي أُنشئت خصّيصًا لمواجهة الأزمات الاقتصادية. هذا الأمر سيساعد على الحدّ من جميع أشكال التعدّي أو الاستهلاك لا سيِّما تجاه البلدان النامية. وينبغي على المنظمات المالية الدوليّة السهر على التنمية المستدامة للبلدان كي تتجنّب استعبادها لأنظمة القروض، التي بدل أن تعزّز التطور، تستعبد الشعوب لآليات فقرٍ وتهميشٍ وتبعيّةٍ أكبر.

إن مهمّة الأمم المتحدة، وبدءًا من المفاهيم الواردة في الديباجة والمواد الأولى لميثاقها التأسيسي، يمكن رؤيتها كتطوّر وتعزيز لسيادة القانون، علمًا بأن العدالة هي شرط أساسي لتحقيق مثال الأخوّة الشاملة. ومن المناسب التذكير في هذا الإطار، بأن الحدّ من السلطة هو فكرة مُستترة في مبدأ القانون. أن نعطي كلّ فرد ما هو له، بحسب التعريف التقليدي للعدالة، يعني بأنه ما من فرد أو مجموعة بشريّة يمكن اعتبارها كلّية القدرة ويُسمح لها أن تدوس كرامة وحقوق الأشخاص الآخرين أو المجموعات الاجتماعيّة. إن توزيع السلطة (السياسيّة والاقتصاديّة والعسكرية والتكنولوجية...) بين الأطراف المُتعدِّدة وخلق نظام قانوني لتنظيم المطالبة بالحقوق والمصالح، يحقّق الحدّ من السلطة. أما اليوم، فيقدّم لنا المشهد العالمي، العديد من الحقوق المزيّفة – وفي الوقت عينه – قطاعات شاسعة بدون حماية، ضحايا لممارسة سيّئة للسلطة: البيئة الطبيعية وعالم شاسع من النساء والرجال المهمّشين. قطاعان مُتَّحِدان فيما بينهما حوّلتهما العلاقات السياسية والاقتصادية الشائعة إلى أجزاء هشّة من الواقع. لذا فهو من الضروري التأكيد بقوة على حقوقهم، من خلال تعزيز حماية البيئة ووضع حدٍّ للإقصاء.

ينبغي التأكيد أولاً على وجود "حق واقعي للبيئة" لسبب مزدوج. أولاً لأننا وككائنات بشريّة نشكِّل جزءًا من البيئة. نعيش في شركة معها، لأن البيئة بحدّ ذاتها تتضمّن حدودًا أخلاقية ينبغي على العمل البشريّ أن يعترف بها وأن يحترمها. إن الإنسان، حتى عندما يملك "قدرات لا سابق لها، تُظهر فرادة تتخطّى الإطار الجسدي والبيولوجي" (كُن مسبّحًا، 81)، وهو في الوقت عينه جزء من هذه البيئة. يملك جسدًا مكوّنًا من عناصر فيزيائية وكيميائية وبيولوجيّة ويمكنه أن يبقى حيًّا ويتطوّر فقط إن كانت البيئة الإيكولوجيّة ملائمة. وبالتالي، إن كلّ أذى ضدّ البيئة هو أذى ضد البشريّة. ثانيًا لأن كل خليقة، ولاسيما الكائنات الحيّة، تحمل قيمة في ذاتها، قيمة وجود وحياة وجمال واعتماد متبادل مع الخلائق الأخرى. ونحن المسيحيّون، بالإضافة إلى الديانات التوحيديّة الأُخرى، نؤمن بأن الكون يأتي من قرار حب للخالق الذي يسمح للإنسان بأن يستعمل الخليقة باحترام من أجل خير أشباهه ومجد الخالق، وإنما بدون أن يسيء استعمالها أو أن يُسمح له بتدميرها. إن البيئة، بالنسبة لجميع المعتقدات الدينية هي خير أساسي (را. المرجع نفسه، 81).

يرتبط سوء استخدام البيئة وتدميرها، في الوقت عينه، بعمليّة تهميش لا يمكن إيقافها. في الواقع، إن الرغبة الأنانية والتي لا تعرف الحدود للسلطة والرفاهية المادية، تقود إلى سوء استعمال الوسائل المادية المتوفّرة كما إلى إقصاء الضعفاء وحاملي الإعاقات لكونهم يملكون قدرات مختلفة (على سبيل المثال المعوّقين)، إما لأنهم لا يملكون المعرفة والأدوات التقنيّة المُناسِبة أو لأنهم يملكون قدرة غير كافية لاتخاذ القرارات السياسيّة. إن الإقصاء الاقتصادي والاجتماعي هو رفض كامل للأخوّة البشريّة وتعدٍّ خطير للغاية على حقوق الإنسان والبيئة. فالأشد فقرًا هم الذين يتألمون أكثر بسب هذه الاعتداءات لسبب ثلاثيٍّ خطير: يتمُّ إقصاؤهم من قبل المجتمع؛ هم في الوقت عينه مجبرون على العيش على فضلات الآخرين؛ وعليهم أن يعانوا ظُلمًا تبعات سوء استخدام البيئة. هذه الظواهر تُشكّل اليوم "ثقافة الإقصاء" المُنتشرة والمُتجذّرة من غير وعي.

إن مأساوية كل هذا الوضع من الإقصاء وعدم المساواة، مع تبعاته الواضحة، يقودني مع الشعب المسيحي كله وكثيرين آخرين، إلى إدراك مسؤوليتي الكبيرة أيضًا في هذا الصدد، ولذا أرفع صوتي، مع صوت جميع الذين يتطلّعون إلى حلول عاجلة وفعّالة. إن تبنّي "أجندة 2030 للتنمية المستدامة" خلال القمة العالمية التي ستبدأ اليوم، هو علامة رجاء هامة. آمل أيضا أن يتوصل مؤتمر باريس حول التغيير المناخي إلى اتفاقيات جوهرية وفعّالة.

مع ذلك، إن الالتزامات المتّخذة علنًا هي غير كافية حتى عندما تشكل خطوة ضرورية باتجاه حل المشاكل. إن التعريف التقليدي للعدالة والذي أشرت إليه سابقًا يتضمّن كعنصر جوهري إرادة ثابتة ودائمة: "العدل هو الإرادة المستمرة والدائمة في إعطاء كلّ واحد حقّه" (Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi). إن العالم يطلب بقوة من جميع الحكام إرادة فعليّة، عمليّة، ثابتة، مكوّنة من خطوات ملموسة وإجراءات فورية للحفاظ على البيئة الطبيعية وتحسينها وللتغلّب بأسرع وقت ممكن على ظاهرة الإقصاء الاجتماعي والاقتصادي، مع تبعاتها الأليمة، من اتّجار بالكائنات البشرية وبالأعضاء والأنسجة البشرية، ومن استغلال جنسيّ للأطفال، ومن عمل استعبادي بما في ذلك الدّعارة، والاتّجار بالمخدّرات والأسلحة، والإرهاب والجريمة الدوليّة المنظمة. ونظرًا للحجم الكبير لهذه الأوضاع وعدد الأرواح البريئة، ينبغي علينا تحاشي كلّ تجربة وقوع في الاسميّة الخطابية ذات المفعول المهدّئ للضّمائر. علينا التنبّه لأن تكون مؤسساتنا فعّالة حقًا في مكافحة جميع هذه الآفات.

يتطلّب تعدّد المشاكل وتعقيدها استخدام وسائل تقنية للقياس، غير أن ذلك يتضمّن خطرًا مزدوجًا: الاقتصار على الممارسة البيروقراطيّة في كتابة لوائح طويلة من النوايا الحسنة -مقاصد، وأهداف ومؤشرات إحصائية- أو الاعتقاد بأن حلاًّ واحدًا نظريًا واستنتاجيًا سيقدّم جوابا على كل التحديات. لا ينبغي أن يغيب عن البال، وفي أية لحظة، أن العمل السياسي والاقتصادي، هو فعّال فقط عندما يُفهم كعمل متعقّل، يقوده مفهوم ثابت للعدالة ويأخذ دائمًا في الاعتبار أنه، قبل وأبعد من الخطط والبرامج، هناك نساء ورجال واقعيون، متساوون مع الحكّام، يعيشون، يكافحون ويعانون، ويجدون أنفسهم مرات كثيرة مجبرين على العيش في فقر، محرومين من أي حق.

وكي يتمكّن هؤلاء الرجال والنساء الواقعيون من التخلّص من الفقر المدقع، ينبغي أن يُتاح لهم أن يكونوا روّادًا جديرين لمصيرهم. إن التنمية البشريّة المتكاملة والممارسة الكاملة للكرامة البشرية لا يمكن فرضهما. إنما ينبغي أن يتم بناؤهما وتحقيقهما من قبل كل واحد، كل عائلة، باتحاد مع باقي الكائنات البشرية وفي علاقة صحيحة مع كل البيئات التي ينمو فيها النشاط الاجتماعي الإنساني؛ الأصدقاء، الجماعات، القرى والبلديات، المدارس، الشركات والنقابات، الأقاليم، الأمم، وما إلى ذلك. إن هذا يفترض ويقتضي الحقّ في التعليم -أيضًا للطفلات (المستبعَدات في بعض الأماكن)- والذي يُضمن بالدرجة الأولى من خلال احترام وتعزيز الحق الأوّلي للعائلات في التربية وحق الكنائس وباقي الهيئات الاجتماعية في أن تدعم وتتعاون مع العائلات في تربية بناتها وأبنائها. إن التربية المفهومة على هذا النحو، هي القاعدة لتحقيق أجندة 2030 ولإصلاح البيئة.

في الوقت نفسه، ينبغي على الحكّام أن يفعلوا كلّ ما يمكن كي يتمكّن الجميع من الحصول على الحدّ الأدنى المادّي والروحي لجعل كرامتهم فعليّة ولتكوين وإعالة عائلة، والتي هي الخليّة الأولى لأيّ نمو اجتماعي. وهذا الحدّ الأدنى المطلق، له ثلاثة أسماء على المستوى المادي: مسكن وعمل وأرض؛ وله اسم على المستوى الروحي: حرّية الروح والتي تتضمن الحرّية الدينية، الحقّ في التعليم وباقي الحقوق المدنية.

ولهذه الأسباب جميعًا، فإن المقياس والمؤشر الأكثر سهولة وملاءمة لتحقيق الأجندة الجديدة للتنمية سيكون الحصول الفعلي، العملي والفوري، للجميع، على الخيرات المادية والروحية الضرورية: مسكن خاص، عمل لائق مقابل أجر ملائم، غذاء كاف ومياه الشرب؛ الحرية الدينية، وبشكل عام، حرية الروح والتربية. وفي الوقت نفسه، إن لركائز التنمية البشرية المتكاملة هذه أساس مشترك هو الحق في الحياة، وبمعنى أشمل أيضا، ما يمكن أن نسمّيه الحق في وجود الطبيعة البشرية نفسها.

إن الأزمة الإيكولوجيّة، وإضافة إلى تدمير جزء كبير من التنوّع البيولوجي، قد تعرّض للخطر وجود الجنس البشري. إن العواقب الوخيمة لإدارة سيئة غير مسؤولة للاقتصاد العالمي، يقودها فقط الطمع في الربح والسلطة، ينبغي أن تشكل نداء من أجل تأمل جادّ حول الإنسان: "الإنسان لا يخلق نفسه. إنه روح وإرادة، ولكنه أيضا طبيعة" (بندكتس السادس عشر، خطاب أمام برلمان جمهورية ألمانيا الاتحادية، 22 سبتمبر/أيلول 2011، المذكور في الرسالة العامة كن مسبَّحًا، 6). إن الخليقة تجد نفسها معرّضة للخطر "في كل مرة يكون لنا فيها السلطة النهائية... إن تبديد الخليقة يبدأ عندما لا نعترف بوجود أية سلطة أعلى منّا، بل ولا نرى سوى أنفسنا" ( لقاء مع كهنة أبرشية بولزانو ـ بريسانوني، 6 أغسطس/آب 2008، المذكور في المرجع نفسه). ولهذا، فإن حماية البيئة ومكافحة الإقصاء يتطلبان الاعتراف بشريعة أخلاقية محفورة في الطبيعة البشرية نفسها والتي تتضمّن التمييز الطبيعي بين الرجل والمرأة (را. الرسالة العامة كن مسبَّحًا، 155) والاحترام المطلق للحياة في جميع مراحلها وأبعادها ( را. المرجع نفسه، 123؛ 136).

بدون الاعتراف ببعض الحدود الأخلاقية الطبيعية التي لا يمكن تخطّيها، وبدون التطبيق الفوري لركائز التنمية البشرية المتكاملة هذه، فإن المثال الذي يقتضي على "أن ننقذ الأجيال المقبلة من ويلات الحرب" (ميثاق الأمم المتحدة، الديباجة) و"أن ندفع بالرقي الاجتماعي قدمًا، ونرفع مستوى الحياة في جوّ من الحرية أفسح" (المرجع نفسه)، معرّض لخطر أن يصبح سرابًا لا يمكن بلوغه، أو أسوأ أيضًا، كلمات فارغة تُستخدم كذريعة لأي استغلال وفساد، أو لتعزيز استعمار إيديولوجي من خلال فرض نماذج وأنماط حياة غريبة عن هوية الشعوب، وفي نهاية المطاف، غير مسؤولة.

إن الحرب هي إنكار لجميع الحقوق واعتداء مأساوي على البيئة. فإذا أردنا تنمية بشرية حقيقية متكاملة للجميع، لا بد من المضي قدمًا بدون كلل، في الالتزام لتحاشي الحرب بين الأمم وبين الشعوب.

ولذا، ينبغي ضمان سيادة القانون غير القابلة للنقاش واللجوء بلا كلل إلى التفاوض، والمساعي الحميدة والتحكيم، كما يقترح ميثاق الأمم المتحدة، قاعدة قانونية أساسية حقّة. إن خبرة السنوات السبعين لوجود الأمم المتحدة، بشكل عام، ولا سيّما خبرة السنوات الخمس عشرة الأولى من الألفية الثالثة، تُظهران فعالية التطبيق الكامل للقواعد الدولية كما تُظهر لافعالية عدم الامتثال لها. فإذا تم احترام وتطبيق ميثاق الأمم المتحدة بشفافية وصدق، بدون دوافع خفيّة، وكمرجع إلزامي للعدالة، وليس كأداة لإخفاء نوايا غامضة، يتم الحصول على نتائج سلام. وبالعكس، عندما تُعتبر القاعدة مجرّد أداة يتم استخدامها عندما تكون ملائمة، والتهرّب منها عندما لا تكون كذلك، يُفتح "صندوق باندورا[i]" لقوى خارجة عن السيطرة، تسيء على نحو خطير إلى السكان العزّل، وإلى البيئة الثقافية والبيئة البيولوجية أيضًا.

إن الديباجة والفصل الأول من ميثاق الأمم المتحدة يشيران إلى أسس البنية القانونية الدولية: السلام، الحلّ السلمي للاختلافات، ونمو العلاقات الودّية بين الأمم. وما يتعارض بشدة مع هذه التأكيدات وينبذها لجهة تطبيقها، فهو النزعة المتواجدة على الدوام إلى انتشار الأسلحة، لا سيما أسلحة الدمار الشامل كما هي حال الأسلحة النووية. فالخُلقيّة والحقّ اللذين يرتكزان على التهديد بالدمار المتبادل -وإمكانية القضاء على البشرية بأسرها- يتناقضان ويشكلان تزويرًا لبنية الأمم المتّحدة برمّتها التي تتحوّل حينها إلى "أمم متحدة بالخوف وبانعدام الثقة". لا بد من الالتزام في بناء عالمٍ خالٍ من الأسلحة النووية، مع التطبيق الكامل لمعاهدة منع الانتشار النووي، نصًّا وروحًا، نحو حظر تام لهذه الأدوات.

إن الاتفاق الأخير حول المسألة النووية في منطقة حسّاسة في آسيا والشرق الأوسط، يشكّل إثباتًا لإمكانات الإرادة السياسية الصالحة والقانون، اللذين نُمّيا بصدق وصبر ومثابرة. وإني أعرب عن تمنّياتي كي يدوم هذا الاتفاق ويصير فاعلا ويعطي ثماره المرجوة في إطار التعاون مع كلّ الأطراف المعنية.

وفي هذا السياق، لا تنقص الأدلّة الخطيرة للعواقب السلبيّة المترتّبة على التدخّلات السياسيّة والعسكريّة غير المنسّقة بين أعضاء الجماعة الدوليّة. لذا، ومع أني أرغب بألا تكون هناك حاجة لذلك، لا يسعني إلّا أن أجدّد نداءاتي المتكررة فيما يتعلق بالوضع المؤلم في منطقة الشرق الأوسط بأسرها وأفريقيا الشمالية وبلدان أفريقية أخرى حيث المسيحيون، مع مجموعات ثقافية وعرقية أخرى، وأيضا مع ذاك الجزء من أتباع ديانة الأكثرية الذي لا يريد الاستسلام للعنف والجنون، أُجبِروا على أن يصيروا شهودا لتدمير دور العبادة الخاصة بهم وإرثهم الثقافي والديني، وبيوتهم وأملاكهم ووُضعوا أمام الاختيار بين الهروب، أو دفع حياتهم ثمنًا للتمتّع بالخير والسلام، أو الاستعباد.

لا بدّ أن تشكّل هذه الوقائع دعوةً جادّة لفحص الضمير لمن تُلقى على عاتقهم مسؤوليّة إدارة الشؤون الدوليّة. لأن هناك وجوه واقعيّة، لا في حالات الاضطهاد الديني والثقافي وحسب، بل في كل حالات الصراعات، كما هي الحال في أوكرانيا، وسورية، والعراق، وليبيا، وجنوب السودان ومنطقة البحيرات الكبرى، وهذه الوجوه تسبق المصالح الخاصة ولو أنها مشروعة. هناك أشخاص في الحروب والصراعات، هناك أخوتنا وأخواتنا، رجال ونساء، شبان ومسنون، أطفال يبكون، يتألمون ويموتون. كائنات بشرية تتحول إلى مواد يتم إقصاؤها في وقت تقتصر فيه الأمور على تعداد المشاكل والإستراتيجيات والنقاشات.

كما طلبتُ من الأمين العام للأمم المتحدة في رسالتي المؤرخة 9 أغسطس/آب 2014 "إن الفهم البديهي للكرامة البشرية (يُلزم) المجتمع الدولي، لا سيما من خلال قواعد وآليات القانون الدولي، بالقيام بكل ما هو ممكن من أجل وقف ومنع العنف المنهجي ضدّ الأقلّيات العرقيّة والدينيّة" ومن أجل حماية الشعوب البريئة.

أود الإشارة، في هذا السياق، إلى صراع من نوع آخر، قد لا يكون بديهيًا دائما لكنه يحمل معه الموت إلى الملايين من الأشخاص بشكل صامت. كثيرة هي مجتمعاتنا التي تعيش حربًا من نوع آخر عبر ظاهرة الاتّجار بالمخدّرات. إنها حرب "نتحملها" ونواجهها بضعف. والاتجار بالمخدرات يكون بطبيعته مرفقا بالاتجار بالأشخاص، وبتبييض الأموال، وبالاتجار بالأسلحة وباستغلال الأطفال وأشكال أخرى من الفساد. الفساد الذي تغلغل في مختلف مستويات الحياة الاجتماعية والسياسية والعسكرية والفنية والدينية مولِّدًا، في حالات كثيرة، هيكلية موازية، تعرّض للخطر مصداقية مؤسساتنا.

لقد بدأتُ هذه المداخلة مذكّرا بزيارات أسلافي. وأود الآن أن تكون كلماتي، بنوع خاص، بمثابة تتمّة للكلمات التي ختم فيها بولس السادس الخطاب الذي ألقاه منذ ما يقارب الخمسين سنة، بيد أن قيمتها ما تزال آنية. "لقد آن الأوان لتُفرض وقفة، لحظة من التأمّل ومن إعادة التفكير، لحظة تكاد تكون صلاة: أي التفكير في أصلنا المشترك، في تاريخنا، في مصيرنا المشترك. لم تكن قط ضرورية من قبل ... الدعوة إلى الوعي الخلقي للإنسان (لأن) الخطر لا يأتي من التقدّم والعلم: فهما قادران، إذا أُحسن استخدامهما، على حلّ العديد من المشاكل الخطيرة التي تضايق البشرية" (الخطاب إلى ممثلي الدول، 4 أكتوبر/تشرين الأول 1965). كما وأن الإبداع البشري، من بين أمور أخرى، في حال تطبيقه بشكل ملائم، يساعد بلا شك على حلّ التحديات الخطيرة للتدهور الإيكولوجي والإقصاء. أتابعُ بكلمات بولس السادس: "الخطر الحقيقي يكمن في الإنسان، سيّد أدوات ذات قوّة متزايدة قادرة على إحداث الخراب وعلى أسمى الانجازات!" (المرجع نفسه).

على البيت المشترك لجميع البشر أن يقوم دائما على أساس الفهم الصحيح للأخوة الكونية وعلى احترام قدسيّة كلّ حياة بشرية، وكلّ رجل وامرأة؛ والفقراء، والمسنين، والأطفال، والمرضى، والأجنّة، والعاطلين عن العمل، والمتروكين وأولئك الذين يُعتبرون أهلا للإقصاء لأنه يُنظر إليهم على أنهم مجرّد أرقام في هذه الإحصائية أو تلك. كما لا بد أن يُبنى البيت المشترك لجميع البشر أيضًا على أساس فهم ما للطبيعة المخلوقة من قدسيّة.

إن هذا الفهم والاحترام يتطلّبان مستوى أعلى من الحكمة، يَقبل البعدَ المتسامي، ويتخلّى عن بناء نخبة كلّية القدرة، ويفهم أن المعنى التام للحياة الفرديّة والجماعيّة يوجد في الخدمة غير الأنانيّة حيال الآخرين وفي الاستخدام الحكيم والمحترِم للخليقة من أجل الخير العام. أكرّر هنا كلمات بولس السادس: "على بنية الحضارة المعاصرة أن ترتكز على مبادئ روحية، لا تكون قادرة على مساندته وحسب بل أيضا على إنارته وإحيائه" (المرجع نفسه).

الغاوتشو مارتن فييرّو، وهو عمل أدبي كلاسيكي في أرضي الأم ينشد: "على الأخوة أن يتّحدوا لأن هذا هو القانون الأول. لتكن لديهم الوحدة الحقيقيّة في أي وقت، لأنهم إذا تقاتلوا فيما بينهم سيفترسهم الغرباء".

إن العالم المعاصر الذي يبدو مترابطًا، يختبر تفتّتا اجتماعيّا متزايدًا وشديدًا ومستمرًا، يعرّض للخطر "كلّ أسس الحياة الاجتماعية"، ولذا فهو "يؤدي بنا إلى مواجهة بعضنا البعض من أجل الدفاع عن مصالحنا" (الرسالة العامة كُن مُسَبَّحًا، 229).

والزمن الراهن يدعونا إلى تفضيل أعمال بإمكانها أن تولّد ديناميات جديدة في المجتمع وتؤتي ثمارا عبر أحداث تاريخية هامة وإيجابية (را. الإرشاد الرسولي فرح الإنجيل، 223).

لا يسعنا أن نقبل بتأجيل "بعض الأجندات" إلى المستقبل. المستقبل يتطلّب منا قرارات هامّة وشاملة إزاء الصراعات العالميّة التي ترفع عدد المهمشين والمعوزين.

إن البنية القضائية الدولية الحميدة لمنظمة الأمم المتحدة وكلّ إنجازاتها، والتي يمكن تحسينها كأي عمل بشري آخر، والتي هي، في الوقت نفسه، ضرورية، يمكن أن تشكّل تعهّدا لمستقبل آمن وسعيد لأجيال الغد. وهذا سيتحقق إذا ما تمكن ممثلو الدول من تحييد المصالح القطاعية والأيديولوجيات والبحث بصدق عن خدمة الخير العام. أسأل الله الكلّي القدرة أن يتحقق ذلك، وأؤكد لكم دعمي وصلاتي ودعم وصلوات جميع مؤمني الكنيسة الكاثوليكية كي تتمكن هذه المؤسسة وكافة الدول الأعضاء وكل واحد من موظفيها من تقديم خدمة فعّالة للبشرية وخدمة تحترم التنوع وتعرف كيف تفعّل ما هو الأفضل لدى كلّ شعب وكلّ مواطن، من أجل الخير العام.

بركة العلي والسلام والازدهار معكم جمعيا ومع شعوبكم كافة. شكرا.

__________

[i] صندوق باندورا : هو، في الميثولوجيا الإغريقية، صندوق حُمل بواسطة باندورا يتضمن كل شرور البشرية من جشع، وغرور، وافتراء، وكذب وحسد، ووهن.

[01509-AR.02] [Original text: Spanish]

Al termine, il Santo Padre si è congedato dal Presidente dell’Assemblea Generale, dal Segretario Generale e dal Capo di Gabinetto presso la Delegates’ Entrance dove è stato salutato da un altro gruppo di bambini. Quindi ha raggiunto in auto al Ground Zero Memorial.

[B0718-XX.02]