Santa Messa e rito di Canonizzazione del Beato Junípero Serra al “National Shrine of the Immaculate Conception” di Washington
Omelia del Santo Padre
Traduzione in lingua inglese
Traduzione in lingua italiana
Nel pomeriggio il Santo Padre si è recato al “National Shrine of the Immaculate Conception” a Washington per presiedere la Santa Messa e il rito di Canonizzazione del Beato P. Junípero Serra (1713-1784), il francescano “Apostolo della California”, beatificato da Papa Giovanni Paolo II il 25 settembre 1988.
Al suo arrivo il Papa ha compiuto un lungo giro in papamobile tra i fedeli radunati nella piazza. Accolto dal Rettore è quindi entrato nel Santuario Nazionale dedicato all’Immacolata Concezione, patrona degli Stati Uniti, ed ha salutato le migliaia di seminaristi ivi raccolti. Dopo aver sostato in preghiera davanti al Santissimo Sacramento ha indossato i paramenti ed in processione ha raggiunto l’Altare posto all’esterno della struttura.
La Celebrazione si è aperta con il Rito nel corso del quale il Santo Padre ha pronunciato la formula di canonizzazione del Beato Junípero Serra.
Papa Francesco ha quindi presieduto la Messa votiva di San Junípero Serra e, dopo la proclamazione del Vangelo, ha tenuto l’omelia che riportiamo di seguito:
Omelia del Santo Padre
«Alégrense siempre en el Señor. Repito: Alégrense» (Flp 4,4). Una invitación que golpea fuerte nuestra vida. «Alégrense» nos dice Pablo con una fuerza casi imperativa. Una invitación que se hace eco del deseo que todos experimentamos de una vida plena, una vida con sentido, una vida con alegría. Es como si Pablo tuviera la capacidad de escuchar cada uno de nuestros corazones y pusiera voz a lo que sentimos y vivimos. Hay algo dentro de nosotros que nos invita a la alegría y a no conformarnos con placebos que siempre quieren contentarnos.
Pero a su vez, vivimos las tensiones de la vida cotidiana. Son muchas las situaciones que parecen poner en duda esta invitación. La propia dinámica a la que muchas veces nos vemos sometidos parece conducirnos a una resignación triste que poco a poco se va transformando en acostumbramiento, con una consecuencia letal: anestesiarnos el corazón.
No queremos que la resignación sea el motor de nuestra vida, ¿o lo queremos?; no queremos que el acostumbramiento se apodere de nuestros días, ¿o sí?. Por eso podemos preguntarnos, ¿cómo hacer para que no se nos anestesie el corazón? ¿Cómo profundizar la alegría del Evangelio en las diferentes situaciones de nuestra vida?
Jesús lo dijo a los discípulos de ayer y nos lo dice a nosotros: ¡vayan!, ¡anuncien! La alegría del evangelio se experimenta, se conoce y se vive solamente dándola, dándose.
El espíritu del mundo nos invita al conformismo, a la comodidad; frente a este espíritu humano «hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo» (Laudato si’, 229). Tenemos la responsabilidad de anunciar el mensaje de Jesús. Porque la fuente de nuestra alegría «nace de ese deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva» (Evangelii gaudium, 24). Vayan a todos a anunciar ungiendo y a ungir anunciando.
A esto el Señor nos invita hoy y nos dice: La alegría el cristiano la experimenta en la misión: «Vayan a las gentes de todas las naciones» (Mt 28,19).
La alegría el cristiano la encuentra en una invitación: Vayan y anuncien.
La alegría el cristiano la renueva, la actualiza con una llamada: Vayan y unjan.
Jesús los envía a todas las naciones. A todas las gentes. Y en ese «todos» de hace dos mil años estábamos también nosotros. Jesús no da una lista selectiva de quién sí y quién no, de quiénes son dignos o no de recibir su mensaje y su presencia. Por el contrario, abrazó siempre la vida tal cual se le presentaba. Con rostro de dolor, hambre, enfermedad, pecado. Con rostro de heridas, de sed, de cansancio. Con rostro de dudas y de piedad. Lejos de esperar una vida maquillada, decorada, trucada, la abrazó como venía a su encuentro. Aunque fuera una vida que muchas veces se presenta derrotada, sucia, destruida. A «todos» dijo Jesús, a todos, vayan y anuncien; a toda esa vida como es y no como nos gustaría que fuese, vayan y abracen en mi nombre. Vayan al cruce de los caminos, vayan… a anunciar sin miedo, sin prejuicios, sin superioridad, sin purismos a todo aquel que ha perdido la alegría de vivir, vayan a anunciar el abrazo misericordioso del Padre. Vayan a aquellos que viven con el peso del dolor, del fracaso, del sentir una vida truncada y anuncien la locura de un Padre que busca ungirlos con el óleo de la esperanza, de la salvación. Vayan a anunciar que el error, las ilusiones engañosas, las equivocaciones, no tienen la última palabra en la vida de una persona. Vayan con el óleo que calma las heridas y restaura el corazón.
La misión no nace nunca de un proyecto perfectamente elaborado o de un manual muy bien estructurado y planificado; la misión siempre nace de una vida que se sintió buscada y sanada, encontrada y perdonada. La misión nace de experimentar una y otra vez la unción misericordiosa de Dios.
La Iglesia, el Pueblo santo de Dios, sabe transitar los caminos polvorientos de la historia atravesados tantas veces por conflictos, injusticias y violencia para ir a encontrar a sus hijos y hermanos. El santo Pueblo fiel de Dios, no teme al error; teme al encierro, a la cristalización en elites, al aferrarse a las propias seguridades. Sabe que el encierro en sus múltiples formas es la causa de tantas resignaciones.
Por eso, «salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo» (Evangelii gaudium, 49). El Pueblo de Dios sabe involucrarse porque es discípulo de Aquel que se puso de rodillas ante los suyos para lavarles los pies (cf. ibíd., 24).
Hoy estamos aquí, podemos estar aquí, porque hubo muchos que se animaron a responder esta llamada, muchos que creyeron que «la vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad» (Documento de Aparecida, 360). Somos hijos de la audacia misionera de tantos que prefirieron no encerrarse «en las estructuras que nos dan una falsa contención… en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta» (Evangelii gaudium, 49). Somos deudores de una tradición, de una cadena de testigos que han hecho posible que la Buena Nueva del Evangelio siga siendo generación tras generación Nueva y Buena.
Y hoy recordamos a uno de esos testigos que supo testimoniar en estas tierras la alegría del Evangelio, Fray Junípero Serra. Supo vivir lo que es «la Iglesia en salida», esta Iglesia que sabe salir e ir por los caminos, para compartir la ternura reconciliadora de Dios. Supo dejar su tierra, sus costumbres, se animó a abrir caminos, supo salir al encuentro de tantos aprendiendo a respetar sus costumbres y peculiaridades. Aprendió a gestar y a acompañar la vida de Dios en los rostros de los que iba encontrando haciéndolos sus hermanos. Junípero buscó defender la dignidad de la comunidad nativa, protegiéndola de cuantos la habían abusado. Abusos que hoy nos siguen provocando desagrado, especialmente por el dolor que causan en la vida de tantos.
Tuvo un lema que inspiró sus pasos y plasmó su vida: supo decir, pero sobre todo supo vivir diciendo: «siempre adelante». Esta fue la forma que Junípero encontró para vivir la alegría del Evangelio, para que no se le anestesiara el corazón. Fue siempre adelante, porque el Señor espera; siempre adelante, porque el hermano espera; siempre adelante, por todo lo que aún le quedaba por vivir; fue siempre adelante. Que, como él ayer, hoy nosotros podamos decir: «siempre adelante».
[01504-ES.02] [Texto original: Español]
Traduzione in lingua inglese
Rejoice in the Lord always! I say it again, rejoice! These are striking words, words which impact our lives. Paul tells us to rejoice; he practically orders us to rejoice. This command resonates with the desire we all have for a fulfilling life, a meaningful life, a joyful life. It is as if Paul could hear what each one of us is thinking in his or her heart and to voice what we are feeling, what we are experiencing. Something deep within us invites us to rejoice and tells us not to settle for placebos which always keep us comfortable.
At the same time, though, we all know the struggles of everyday life. So much seems to stand in the way of this invitation to rejoice. Our daily routine can often lead us to a kind of glum apathy which gradually becomes a habit, with a fatal consequence: our hearts grow numb.
We don’t want apathy to guide our lives… or do we? We don’t want the force of habit to rule our life… or do we? So we ought to ask ourselves: What can we do to keep our heart from growing numb, becoming anesthetized? How do we make the joy of the Gospel increase and take deeper root in our lives?
Jesus gives the answer. He said to his disciples then and he says it to us now: Go forth! Proclaim! The joy of the Gospel is something to be experienced, something to be known and lived only through giving it away, through giving ourselves away.
The spirit of the world tells us to be like everyone else, to settle for what comes easy. Faced with this human way of thinking, “we must regain the conviction that we need one another, that we have a shared responsibility for others and for the world” (Laudato Si’, 229). It is the responsibility to proclaim the message of Jesus. For the source of our joy is “an endless desire to show mercy, the fruit of our own experience of the power of the Father’s infinite mercy” (Evangelii Gaudium, 24). Go out to all, proclaim by anointing and anoint by proclaiming. This is what the Lord tells us today. He tells us: A Christian finds joy in mission: “Go out to people of every nation!” (Mt 28,19).
A Christian experiences joy in following a command: Go forth and proclaim the good news!
A Christian finds ever new joy in answering a call: Go forth and anoint!
Jesus sends his disciples out to all nations. To every people. We too were part of all those people of two thousand years ago. Jesus did not provide a short list of who is, or is not, worthy of receiving his message and his presence. Instead, he always embraced life as he saw it. In faces of pain, hunger, sickness and sin. In faces of wounds, of thirst, of weariness, doubt and pity. Far from expecting a pretty life, smartly-dressed and neatly groomed, he embraced life as he found it. It made no difference whether it was dirty, unkempt, broken. Jesus said: Go out and tell the good news to everyone. Go out and in my name embrace life as it is, and not as you think it should be. Go out to the highways and byways, go out to tell the good news fearlessly, without prejudice, without superiority, without condescension, to all those who have lost the joy of living. Go out to proclaim the merciful embrace of the Father. Go out to those who are burdened by pain and failure, who feel that their lives are empty, and proclaim the folly of a loving Father who wants to anoint them with the oil of hope, the oil of salvation. Go out to proclaim the good news that error, deceitful illusions and falsehoods do not have the last word in a person’s life. Go out with the ointment which soothes wounds and heals hearts.
Mission is never the fruit of a perfectly planned program or a well-organized manual. Mission is always the fruit of a life which knows what it is to be found and healed, encountered and forgiven. Mission is born of a constant experience of God’s merciful anointing.
The Church, the holy People of God, treads the dust-laden paths of history, so often traversed by conflict, injustice and violence, in order to encounter her children, our brothers and sisters. The holy and faithful People of God are not afraid of losing their way; they are afraid of becoming self-enclosed, frozen into élites, clinging to their own security. They know that self-enclosure, in all the many forms it takes, is the cause of so much apathy.
So let us go out, let us go forth to offer everyone the life of Jesus Christ (Evangelii Gaudium, 49). The People of God can embrace everyone because we are the disciples of the One who knelt before his own to wash their feet (ibid., 24).
We are here today, we can be here today, because many people wanted to respond to that call. They believed that “life grows by being given away, and it weakens in isolation and comfort” (Aparecida Document, 360). We are heirs to the bold missionary spirit of so many men and women who preferred not to be “shut up within structures which give us a false sense of security… within habits which make us feel safe, while at our door people are starving” (Evangelii Gaudium, 49). We are indebted to a tradition, a chain of witnesses who have made it possible for the good news of the Gospel to be, in every generation, both “good” and “news”.
Today we remember one of those witnesses who testified to the joy of the Gospel in these lands, Father Junípero Serra. He was the embodiment of “a Church which goes forth”, a Church which sets out to bring everywhere the reconciling tenderness of God. Junípero Serra left his native land and its way of life. He was excited about blazing trails, going forth to meet many people, learning and valuing their particular customs and ways of life. He learned how to bring to birth and nurture God’s life in the faces of everyone he met; he made them his brothers and sisters. Junípero sought to defend the dignity of the native community, to protect it from those who had mistreated and abused it. Mistreatment and wrongs which today still trouble us, especially because of the hurt which they cause in the lives of many people.
Father Serra had a motto which inspired his life and work, not just a saying, but above all a reality which shaped the way he lived: siempre adelante! Keep moving forward! For him, this was the way to continue experiencing the joy of the Gospel, to keep his heart from growing numb, from being anesthetized. He kept moving forward, because the Lord was waiting. He kept going, because his brothers and sisters were waiting. He kept going forward to the end of his life. Today, like him, may we be able to say: Forward! Let’s keep moving forward!
[01504-EN.02] [Original text: Spanish]
Traduzione in lingua italiana
«Siate sempre lieti nel Signore, ve lo ripeto: siate lieti» (Fil 4,4). Un invito che colpisce fortemente la nostra vita. Siate lieti, ci dice san Paolo, con una forza quasi imperativa. Un invito che si fa eco del desiderio che tutti sperimentiamo di una vita piena, di una vita che abbia senso, di una vita gioiosa. E’ come se Paolo avesse la capacità di ascoltare ciascuno dei nostri cuori e desse voce a quello che sentiamo, che viviamo. C’è qualcosa dentro di noi che ci invita alla gioia e a non adattarci a palliativi che cercano sempre di accontentarci.
Ma, a nostra volta, viviamo le tensioni della vita quotidiana. Sono molte le situazioni che sembrano mettere in dubbio questo invito. La dinamica a cui molte volte siamo soggetti sembra portarci ad una rassegnazione triste che a poco a poco si va trasformando in abitudine, con una conseguenza letale: anestetizzarci il cuore.
Non vogliamo che la rassegnazione sia il motore della nostra vita – o lo vogliamo? Non vogliamo che l’abitudine si impossessi delle nostre giornate – o sì? Per questo possiamo domandarci: come fare perché non si anestetizzi il nostro cuore? Come approfondire la gioia del Vangelo nelle diverse situazioni della nostra vita?
Gesù lo ha detto ai discepoli di allora e lo dice a noi: Andate! Annunciate! La gioia del Vangelo si sperimenta, si conosce e si vive solo donandola, donandosi.
Lo spirito del mondo ci invita al conformismo, alla comodità. Di fronte a questo spirito umano «occorre sentire nuovamente che abbiamo bisogno gli uni degli altri, che abbiamo una responsabilità verso gli altri e verso il mondo» (Enc. Laudato si’, 229). La responsabilità di annunciare il messaggio di Gesù. Perché la fonte della nostra gioia sta in quel «desiderio inesauribile di offrire misericordia, frutto dell’aver sperimentato l’infinita misericordia del Padre e la sua forza diffusiva» (Esort. ap. Evangelii gaudium, 24). Andate da tutti ad annunciare ungendo e ad ungere annunciando. A questo il Signore ci invita oggi e ci dice: la gioia il cristiano la sperimenta nella missione: “Andate alle genti di tutte le nazioni” (Mt 28,19).
La gioia il cristiano la trova in un invito: andate e annunciate;
La gioia il cristiano la rinnova e la attualizza con una chiamata: andate e ungete.
Gesù vi manda a tutte le nazioni. A tutte le genti. E in questo “tutti” di duemila anni fa eravamo compresi anche noi. Gesù non dà una lista selettiva di chi sì e chi no, di quelli che sono degni o no di ricevere il suo messaggio, la sua presenza. Al contrario, ha abbracciato sempre la vita così come gli si presentava. Con volto di dolore, fame, malattia, peccato. Con volto di ferite, di sete, di stanchezza. Con volto di dubbi e di pietà. Lungi dall’aspettare una vita imbellettata, decorata, truccata, l’ha abbracciata come gli veniva incontro. Benché fosse una vita che molte volte si presenta rovinata, sporca, distrutta. A tutti, ha detto Gesù, a tutti andate e annunciate; a tutta questa vita così com’è e non come ci piacerebbe che fosse: Andate e abbracciate nel mio nome. Andate agli incroci delle strade, andate… ad annunciare senza paura, senza pregiudizi, senza superiorità, senza purismi a tutti quelli che hanno perso la gioia di vivere, andate ad annunciare l’abbraccio misericordioso del Padre. Andate da quelli che vivono con il peso del dolore, del fallimento, del sentire una vita spezzata e annunciate la follia di un Padre che cerca di ungerli con l’olio della speranza, della salvezza. Andate ad annunciare che gli sbagli, le illusioni ingannevoli, le incomprensioni, non hanno l’ultima parola nella vita di una persona. Andate con l’olio che lenisce le ferite e ristora il cuore.
La missione non nasce mai da un progetto perfettamente elaborato o da un manuale molto ben strutturato e programmato; la missione nasce sempre da una vita che si è sentita cercata e guarita, trovata e perdonata. La missione nasce dal fare esperienza una e più volte dell’unzione misericordiosa di Dio.
La Chiesa, il Popolo Santo di Dio, sa percorrere le strade polverose della storia attraversate tante volte da conflitti, ingiustizie e violenza per andare a trovare i suoi figli e fratelli. Il Santo Popolo fedele di Dio non teme lo sbaglio; teme la chiusura, la cristallizzazione in élite, l’attaccarsi alle proprie sicurezze. Sa che la chiusura, nelle sue molteplici forme, è la causa di tante rassegnazioni.
Per questo, usciamo, andiamo ad offrire a tutti la vita di Gesù Cristo (cfr Esort. ap. Evangelii gaudium, 49). Il Popolo di Dio sa coinvolgersi perché è discepolo di Colui che si è messo in ginocchio davanti ai suoi per lavare loro i piedi (cfr ibid., 24).
Oggi siamo qui, possiamo essere qui perché ci sono stati molti che hanno avuto il coraggio di rispondere a questa chiamata, molti che hanno creduto che «la vita si accresce donandola e si indebolisce nell’isolamento e nella comodità» (Documento di Aparecida, 360). Siamo figli dell’audacia missionaria di tanti che hanno preferito non rinchiudersi «nelle strutture che danno una falsa protezione […] nelle abitudini in cui ci sentiamo tranquilli, mentre fuori c’è una moltitudine affamata» (Esort. ap. Evangelii gaudium, 49). Siamo debitori di una Tradizione, di una catena di testimoni che hanno reso possibile che la Buona Novella del Vangelo continui ad essere di generazione in generazione Nuova e Buona.
Ed oggi ricordiamo uno di quei testimoni che ha saputo testimoniare in queste terre la gioia del Vangelo: Padre Junipero Serra. Ha saputo vivere quello che è “la Chiesa in uscita”, questa Chiesa che sa uscire e andare per le strade, per condividere la tenerezza riconciliatrice di Dio. Ha saputo lasciare la sua terra, le sue usanze, ha avuto il coraggio di aprire vie, ha saputo andare incontro a tanti imparando a rispettare le loro usanze e le loro caratteristiche.
Ha imparato a generare e ad accompagnare la vita di Dio nei volti di coloro che incontrava rendendoli suoi fratelli. Junipero ha cercato di difendere la dignità della comunità nativa, proteggendola da quanti ne avevano abusato. Abusi che oggi continuano a procurarci dispiacere, specialmente per il dolore che provocano nella vita di tante persone.
Scelse un motto che ispirò i suoi passi e plasmò la sua vita: seppe dire, ma soprattutto seppe vivere dicendo: “Sempre avanti”. Questo è stato il modo che Junipero ha trovato per vivere la gioia del Vangelo, perché non si anestetizzasse il suo cuore. E’ stato sempre avanti, perché il Signore aspetta; sempre avanti, perché il fratello aspetta; sempre avanti per tutto ciò che ancora gli rimaneva da vivere; è stato sempre avanti. Come lui allora, che noi oggi possiamo dire: sempre avanti.
[01504-IT.02] [Testo originale: Spagnolo]
Al termine della Santa Messa, dopo le parole di ringraziamento del Card. Donald W. Wuerl, Arcivescovo di Washington, e la benedizione finale, il Santo Padre ha salutato venti rappresentanti delle comunità di “nativi” della California presenti alla Celebrazione.
Nel tragitto di ritorno verso la Nunziatura Apostolica di Washington, ha compiuto una sosta al nuovo Seminario arcidiocesano S. Giovanni Paolo II, inaugurato nel 2011, davanti al quale erano riuniti gli studenti. Il Santo Padre Francesco ha svelato una targa commemorativa dell’evento e firmato il Libro d’Oro.
[B0711-XX.02]