Santa Messa nel Campo grande di Ñu Guazú ad Asunción
Omelia del Santo Padre
Traduzione in lingua italiana
Traduzione in lingua inglese
Alle ore 10 di oggi, XV domenica del tempo ordinario, Papa Francesco ha celebrato ad Asunción la Santa Messa nel Campo grande di Ñu Guazú, all’interno di una base aerea militare. Nello stesso luogo - e un Santuario con una grande croce ricorda l’avvenimento - San Giovanni Paolo II canonizzò San Roque Gonzalez de Santa Cruz e Compagni durante il Viaggio Apostolico in Paraguay nel 1988.
Nel corso della Celebrazione Eucaristica di questa mattina, dopo la proclamazione del Santo Vangelo, il Papa ha pronunciato l’omelia che riportiamo di seguito:
Omelia del Santo Padre
«El Señor nos dará la lluvia y nuestra tierra dará su fruto», así dice el Salmo (84,13). Esto estamos invitados a celebrar, esa misteriosa comunión entre Dios y su Pueblo, entre Dios y nosotros. La lluvia es signo de su presencia en la tierra trabajada por nuestras manos. Una comunión que siempre da fruto, que siempre da vida. Esta confianza brota de la fe, saber que contamos con su gracia, que siempre transformará y regará nuestra tierra.
Una confianza que se aprende, que se educa. Una confianza que se va gestando en el seno de una comunidad, en la vida de una familia. Una confianza que se vuelve testimonio en los rostros de tantos que nos estimulan a seguir a Jesús, a ser discípulos de Aquel que no decepciona jamás. El discípulo se siente invitado a confiar, se siente invitado por Jesús a ser amigo, a compartir su suerte, a compartir su vida. «A ustedes no los llamo siervos, los llamo amigos porque les di a conocer todo lo que sabía de mi Padre» (Jn 15,15). Los discípulos son aquellos que aprenden a vivir en la confianza de la amistad de Jesús.
Y el Evangelio nos habla de este discipulado. Nos presenta la cédula de identidad del cristiano. Su carta de presentación, su credencial.
Jesús llama a sus discípulos y los envía dándoles reglas claras, precisas. Los desafía con una serie de actitudes, comportamientos que deben tener. Y no son pocas las veces que nos pueden parecer exageradas o absurdas; actitudes que sería más fácil leerlas simbólicamente o «espiritualmente». Pero Jesús es bien claro. No les dice: «Hagan como que…» o «hagan lo que puedan».
Recordemos juntos esas recomendaciones: «No lleven para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero... permanezcan en la casa donde les den alojamiento» (cf. Mc 6,8-11). Parecería algo imposible.
Podríamos concentrarnos en las palabras: «pan», «dinero», «alforja», «bastón», «sandalias», «túnica». Y es lícito. Pero me parece que hay una palabra clave, que podría pasar desapercibida frente a la contundencia de las que acabo de enumerar. Una palabra central en la espiritualidad cristiana, en la experiencia del discipulado: hospitalidad. Jesús como buen maestro, pedagogo, los envía a vivir la hospitalidad. Les dice: «Permanezcan donde les den alojamiento». Los envía a aprender una de las características fundamentales de la comunidad creyente. Podríamos decir que cristiano es aquel que aprendió a hospedar, que aprendió a alojar.
Jesús no los envía como poderosos, como dueños, jefes o cargados de leyes, normas; por el contrario, les muestra que el camino del cristiano es simplemente transformar el corazón. El suyo, y ayudar a transformar el de los demás. Aprender a vivir de otra manera, con otra ley, bajo otra norma. Es pasar de la lógica del egoísmo, de la clausura, de la lucha, de la división, de la superioridad, a la lógica de la vida, de la gratuidad, del amor. De la lógica del dominio, del aplastar, manipular, a la lógica del acoger, recibir y cuidar.
Son dos las lógicas que están en juego, dos maneras de afrontar la vida y de afrontar la misión.
Cuántas veces pensamos la misión en base a proyectos o programas. Cuántas veces imaginamos la evangelización en torno a miles de estrategias, tácticas, maniobras, artimañas, buscando que las personas se conviertan en base a nuestros argumentos. Hoy el Señor nos lo dice muy claramente: en la lógica del Evangelio no se convence con los argumentos, con las estrategias, con las tácticas, sino simplemente aprendiendo a alojar, a hospedar.
La Iglesia es madre de corazón abierto que sabe acoger, recibir, especialmente a quien tiene necesidad de mayor cuidado, que está en mayor dificultad. La Iglesia, como la quería Jesús, es la casa de la hospitalidad. Y cuánto bien podemos hacer si nos animamos a aprender este lenguaje de la hospitalidad, este lenguaje de recibir, de acoger. Cuántas heridas, cuánta desesperanza se puede curar en un hogar donde uno se pueda sentir recibido. Para eso hay que tener las puertas abiertas, sobre todo las puertas del corazón.
Hospitalidad con el hambriento, con el sediento, con el forastero, con el desnudo, con el enfermo, con el preso (cf. Mt 25,34-37), con el leproso, con el paralítico. Hospitalidad con el que no piensa como nosotros, con el que no tiene fe o la ha perdido. Y, a veces, por culpa nuestra. Hospitalidad con el perseguido, con el desempleado. Hospitalidad con las culturas diferentes, de las cuales esta tierra paraguaya es tan rica. Hospitalidad con el pecador, porque cada uno de nosotros también lo es.
Tantas veces nos olvidamos que hay un mal que precede a nuestros pecados, que viene antes. Hay una raíz que causa tanto, pero tanto, daño, y que destruye silenciosamente tantas vidas. Hay un mal que, poco a poco, va haciendo nido en nuestro corazón y «comiendo» nuestra vitalidad: la soledad. Soledad que puede tener muchas causas, muchos motivos. Cuánto destruye la vida y cuánto mal nos hace. Nos va apartando de los demás, de Dios, de la comunidad. Nos va encerrando en nosotros mismos. De ahí que lo propio de la Iglesia, de esta madre, no sea principalmente gestionar cosas, proyectos, sino aprender la fraternidad con los demás. Es la fraternidad acogedora, el mejor testimonio que Dios es Padre, porque «de esto sabrán todos que ustedes son mis discípulos, si se aman los unos a los otros» (Jn 13,35).
De esta manera, Jesús nos abre a una nueva lógica. Un horizonte lleno de vida, de belleza, de verdad, de plenitud.
Dios nunca cierra horizontes, Dios nunca es pasivo a la vida, nunca es pasivo al sufrimiento de sus hijos. Dios nunca se deja ganar en generosidad. Por eso nos envía a su Hijo, lo dona, lo entrega, lo comparte; para que aprendamos el camino de la fraternidad, el camino del don. Es definitivamente un nuevo horizonte, es una nueva palabra, para tantas situaciones de exclusión, disgregación, encierro, aislamiento. Es una palabra que rompe el silencio de la soledad.
Y cuando estemos cansados, o se nos haga pesada la tarea de evangelizar, es bueno recordar que la vida que Jesús nos propone responde a las necesidades más hondas de las personas, porque todos hemos sido creados para la amistad con Jesús y para el amor fraterno (cf. Evangelii gaudium, 265).
Hay algo que es cierto: no podemos obligar a nadie a recibirnos, a hospedarnos; es cierto y es parte de nuestra pobreza y de nuestra libertad. Pero también es cierto que nadie puede obligarnos a no ser acogedores, hospederos de la vida de nuestro Pueblo. Nadie puede pedirnos que no recibamos y abracemos la vida de nuestros hermanos, especialmente la vida de los que han perdido la esperanza y el gusto por vivir. Qué lindo es imaginarnos nuestras parroquias, comunidades, capillas, donde están los cristianos, no con las puertas cerradas sino como verdaderos centros de encuentro entre nosotros y con Dios. Como lugares de hospitalidad y de acogida.
La Iglesia es madre, como María. En ella tenemos un modelo. Alojar como María, que no dominó ni se adueñó de la Palabra de Dios sino que, por el contrario, la hospedó, la gestó, y la entregó.
Alojar como la tierra, que no domina la semilla, sino que la recibe, la nutre y la germina.
Así queremos ser los cristianos, así queremos vivir la fe en este suelo paraguayo, como María, alojando la vida de Dios en nuestros hermanos con la confianza, con la certeza que «el Señor nos dará la lluvia y nuestra tierra dará su fruto». Que así sea.
[01183-ES.02] [Texto original: Español]
Traduzione in lingua italiana
“Il Signore ci darà la pioggia e la nostra terra darà il suo frutto”, così dice il Salmo (cfr 84,13). Questo siamo invitati a celebrare, quella misteriosa comunione tra Dio e il suo Popolo, tra Dio e noi. La pioggia è segno della sua presenza nella terra lavorata dalle nostre mani. Una comunione che dà sempre frutto, dà sempre vita. Questa fiducia scaturisce dalla fede, sapere che possiamo contare sulla sua grazia, che sempre trasformerà e irrigherà la nostra terra.
Una fiducia che si impara, che si educa. Una fiducia che si va formando nel seno di una comunità, nella vita di una famiglia. Una fiducia che diventa testimonianza nei volti di tanti che ci stimolano a seguire Gesù, ad essere discepoli di Colui che non delude mai. Il discepolo si sente invitato a fidarsi, si sente invitato da Gesù ad essergli amico, a condividere il suo destino, a condividere la sua vita. «Non vi chiamo più servi, vi ho chiamato amici perché tutto ciò che ho udito dal padre mio l’ho fatto conoscere a voi» (Gv 15,15). I discepoli sono coloro che imparano a vivere nella fiducia dell’amicizia di Gesù.
E il Vangelo ci parla di questo discepolato. Ci presenta la carta d’identità del cristiano. La sua lettera di presentazione, le sue credenziali.
Gesù chiama i suoi discepoli e li invia dando loro regole chiare, precise. Li sfida con una serie di atteggiamenti, comportamenti che devono avere. Non sono poche le volte che ci possono sembrare esagerati o assurdi; atteggiamenti che sarebbe più facile leggere simbolicamente o “spiritualmente”. Ma Gesù è molto chiaro. Non dice loro: «Fate in qualche modo» o «fate quello che potete».
Ricordiamo insieme queste raccomandazioni: “Non prendete per il viaggio nient’altro che un bastone: né pane, né sacca, ne denaro… rimanete nella casa dove vi daranno alloggio” (cfr Mc 6,8-11). Sembrerebbe qualcosa di impossibile.
Potremmo concentrarci sulle parole «pane», «denaro», «borsa», «bastone», «sandali», «tunica». E sarebbe legittimo. Ma mi sembra che ci sia una parola-chiave, che potrebbe passare inosservata di fronte all’impatto di quelle che ho appena enumerato. Una parola centrale nella spiritualità cristiana, nell’esperienza di discepolato: ospitalità. Gesù, come buon maestro, pedagogo, li invia a vivere l’ospitalità. Dice loro: “Rimanete dove vi accoglieranno”. Li manda ad imparare una delle caratteristiche fondamentali della comunità credente. Potremmo dire che il cristiano è colui che ha imparato ad ospitare, che ha imparato ad accogliere.
Gesù non li invia come potenti, come proprietari, capi, o carichi di leggi e di norme; al contrario, indica loro che il cammino del cristiano è semplicemente trasformare il cuore, il proprio, e aiutare a trasformare quello degli altri. Imparare a vivere in un altro modo, con un’altra legge, sotto un’altra normativa. E’ passare dalla logica dell’egoismo, della chiusura, dello scontro, della divisione, della superiorità, alla logica della vita, della gratuità, dell’amore. Dalla logica del dominio, dell’oppressione, della manipolazione, alla logica dell’accogliere, del ricevere e del prendersi cura.
Sono due le logiche che sono in gioco, due modi di affrontare la vita e di affrontare la missione.
Quante volte pensiamo la missione sulla base di progetti o programmi. Quante volte immaginiamo l’evangelizzazione intorno a migliaia di strategie, tattiche, manovre, trucchi, cercando di convertire le persone con le nostre argomentazioni. Oggi il Signore ce lo dice molto chiaramente: nella logica del Vangelo non si convince con le argomentazioni, le strategie, le tattiche, ma semplicemente imparando ad accogliere, a ospitare.
La Chiesa è madre dal cuore aperto che sa accogliere, ricevere, specialmente chi ha bisogno di maggiore cura, chi è in maggiore difficoltà. La Chiesa, come la voleva Gesù, è la casa dell’ospitalità. E quanto bene possiamo fare se ci incoraggiamo ad imparare questo linguaggio dell’ospitalità, questo linguaggio del ricevere, dell’accogliere! Quante ferite, quanta disperazione si può curare in una dimora dove uno possa sentirsi accolto! Per questo bisogna tenere le porte aperte, soprattutto le porte del cuore.
Ospitalità con l’affamato, con l’assetato, con lo straniero, con il nudo, con il malato, con il prigioniero (cfr Mt 25,34-37), con il lebbroso, con il paralitico. Ospitalità con chi non la pensa come noi, con chi non ha fede o l’ha perduta, e magari per colpa nostra. Ospitalità con il perseguitato, con il disoccupato. Ospitalità con le culture diverse, di cui questa terra paraguaiana è così ricca. Ospitalità con il peccatore, perché ognuno di noi pure lo è.
Tante volte ci dimentichiamo che c’è un male che precede i nostri peccati, che viene prima. C’è una radice che causa tanti ma tanti danni, che distrugge silenziosamente tante vite. C'è un male che, poco a poco, si fa un nido nel nostro cuore e “mangia” la nostra vitalità: la solitudine. Solitudine che può avere molte cause, molti motivi. Quanto distrugge la vita e quanto ci fa male! Ci separa dagli altri, da Dio, dalla comunità. Ci rinchiude in noi stessi. Perciò quello che è proprio della Chiesa, di questa madre, non è principalmente gestire cose, progetti, ma imparare a vivere la fraternità con gli altri. È la fraternità accogliente la migliore testimonianza che Dio è Padre, perché «da questo tutti sapranno che siete miei discepoli, se avete amore gli uni per gli altri» (Gv 13,35).
In questo modo Gesù, ci apre ad una nuova logica. Un orizzonte pieno di vita, di bellezza, di verità, di pienezza.
Dio non chiude mai gli orizzonti, Dio non è mai passivo di fronte alla vita, non è mai passivo di fronte alla sofferenza dei suoi figli. Dio non si lascia mai vincere in generosità. Per questo ci manda il suo Figlio, lo dona, lo consegna, lo condivide; affinché impariamo il cammino della fraternità, il cammino del dono. È definitivamente un nuovo orizzonte, è una nuova parola per tante situazioni di esclusione, di disgregazione, di chiusura, di isolamento. È una Parola che rompe il silenzio della solitudine.
E quando siamo stanchi o ci diventa pesante il compito di evangelizzare, è bene ricordare che la vita che Gesù ci offre risponde alle necessità più profonde delle persone, perché tutti siamo stati creati per l’amicizia con Gesù e per l’amore fraterno (cfr Esort. ap. Evangelii gaudium, 265).
Una cosa è certa: non possiamo obbligare nessuno a riceverci, ad ospitarci; è certo ed è parte della nostra povertà e della nostra libertà. Ma è altrettanto certo che nessuno può obbligarci a non essere accoglienti, ospitali verso la vita del nostro popolo. Nessuno può chiederci di non accogliere e abbracciare la vita dei nostri fratelli, soprattutto la vita di quelli che hanno perso la speranza e il gusto di vivere. Com’è bello immaginare le nostre parrocchie, comunità, cappelle, dove ci sono i cristiani, non con le porte chiuse, ma come veri centri di incontro tra noi e Dio. Come luoghi di ospitalità e di accoglienza.
La Chiesa è madre, come Maria. In lei abbiamo un modello. Accogliere, come Maria, che non ha dominato né si è impadronita della Parola di Dio, ma, al contrario, l’ha ospitata, l’ha portata in grembo e l’ha donata.
Accogliere come la terra che non domina il seme, ma lo riceve, lo nutre e lo fa germogliare.
Così vogliamo essere noi cristiani, così vogliamo vivere la fede in questo suolo paraguaiano, come Maria, accogliendo la vita di Dio nei nostri fratelli con fiducia, con la certezza che “il Signore ci darà la pioggia e la nostra terra darà il suo frutto”. Così sia.
[01183-IT.02] [Testo originale: Spagnolo]
Traduzione in lingua inglese
“The Lord will shower down blessings, and our land will yield its increase”. These are the words of the Psalm. We are invited to celebrate this mysterious communion between God and his People, between God and us. The rain is a sign of his presence, in the earth tilled by our hands. It reminds us that our communion with God always brings forth fruit, always gives life. This confidence is born of faith, from knowing that we depend on grace, which will always transform and nourish our land.
It is a confidence which is learned, which is taught. A confidence nurtured within a community, in the life of a family. A confidence which radiates from the faces of all those people who encourage us to follow Jesus, to be disciples of the One who can never deceive. A disciple knows that he or she is called to have this confidence; we feel Jesus’s invitation to be his friend, to share his lot, his very life. “No longer do I call you servants... but I have called you friends, for all that I have heard from my Father I have made known to you”. The disciples are those who learn how to live trusting in the friendship offered by Jesus.
The Gospel speaks to us of this kind of discipleship. It shows us the identity card of the Christian. Our calling card, our credentials.
Jesus calls his disciples and sends them out, giving them clear and precise instructions. He challenges them to take on a whole range of attitudes and ways of acting. Sometimes these can strike us as exaggerated or even absurd. It would be easier to interpret these attitudes symbolically or “spiritually”. But Jesus is quite precise, very clear. He doesn’t tell them simply to do whatever they think they can.
Let us think about some of these attitudes: “Take nothing for the journey except a staff; no bread, no bag, no money...” “When you enter a house, stay there until you leave the place” (cf. Mk 6:8-11). All this might seem quite unrealistic.
We could concentrate on the words, “bread”, “money”, “bag”, “staff”, “sandals” and “tunic”. And this would be fine. But it strikes me that one key word can easily pass unnoticed among the challenging words I have just listed. It is a word at the heart of Christian spirituality, of our experience of discipleship: “welcome”. Jesus as the good master, the good teacher, sends them out to be welcomed, to experience hospitality. He says to them: “Where you enter a house, stay there”. He sends them out to learn one of the hallmarks of the community of believers. We might say that a Christian is someone who has learned to welcome others, who has learned to show hospitality.
Jesus does not send them out as men of influence, landlords, officials armed with rules and regulations. Instead, he makes them see that the Christian journey is simply about changing hearts. One’s own heart first all, and then helping to transform the hearts of others. It is about learning to live differently, under a different law, with different rules. It is about turning from the path of selfishness, conflict, division and superiority, and taking instead the path of life, generosity and love. It is about passing from a mentality which domineers, stifles and manipulates to a mentality which welcomes, accepts and cares.
These are two contrasting mentalities, two ways of approaching our life and our mission.
How many times do we see mission in terms of plans and programs. How many times do we see evangelization as involving any number of strategies, tactics, maneuvers, techniques, as if we could convert people on the basis of our own arguments. Today the Lord says to us quite clearly: in the mentality of the Gospel, you do not convince people with arguments, strategies or tactics. You convince them by simply learning how to welcome them.
The Church is a mother with an open heart. She knows how to welcome and accept, especially those in need of greater care, those in greater difficulty. The Church, as desired by Jesus, is the home of hospitality. And how much good we can do, if only we try to speak this language of hospitality, this language of receiving and welcoming. How much pain can be soothed, how much despair can be allayed in a place where we feel at home! This requires open doors, especially the doors of our heart.
Welcoming the hungry, the thirsty, the stranger, the naked, the sick, the prisoner (Mt 25:34-37), the leper and the paralytic. Welcoming those who do not think as we do, who do not have faith or who have lost it. And sometimes, we are to blame. Welcoming the persecuted, the unemployed. Welcoming the different cultures, of which our earth is so richly blessed. Welcoming sinners, because each one of us is also a sinner.
So often we forget that there is an evil underlying our sins, that precedes our sins. There is a bitter root which causes damage, great damage, and silently destroys so many lives. There is an evil which, bit by bit, finds a place in our hearts and eats away at our life: it is isolation. Isolation which can have many roots, many causes. How much it destroys our life and how much harm it does us. It makes us turn our back on others, God, the community. It makes us closed in on ourselves. From here we see that the real work of the Church, our mother, should not be mainly about managing works and projects, but rather about learning to experience fraternity with others. A welcome-filled fraternity is the best witness that God is our Father, for “by this all will know that you are my disciples, if you have love for one another” (Jn 13:35).
In this way, Jesus teaches us a new way of thinking. He opens before us a horizon brimming with life, beauty, truth and fulfillment.
God never closes off horizons; he is never unconcerned about the lives and sufferings of his children. God never allows himself to be outdone in generosity. So he sends us his Son, he gives him to us, he hands him over, he shares him... so that we can learn the way of fraternity, of self-giving. In a definitive way, he opens up a new horizon; he is a new word which sheds light on so many situations of exclusion, disintegration, loneliness and isolation. He is a word which breaks the silence of loneliness.
And when we are weary or worn down by our efforts to evangelize, it is good to remember that the life which Jesus holds out to us responds to the deepest needs of people. “We were created for what the Gospel offers us: friendship with Jesus and love of our brothers and sisters” (Evangelii Gaudium, 265).
One thing is sure: we cannot force anyone to receive us, to welcome us; this is itself part of our poverty and freedom. But neither can anyone force us not to be welcoming, hospitable in the lives of our people. No one can tell us not to accept and embrace the lives of our brothers and sisters, especially those who have lost hope and zest for life. How good it would be to think of our parishes, communities, chapels, wherever there are Christians, with open doors, true centers of encounter between ourselves and God.
The Church is a mother, like Mary. In her, we have a model. We too must provide a home, like Mary, who did not lord it over the word of God, but rather welcomed that word, bore it in her womb and gave it to others.
We too must provide a home, like the earth, which does not choke the seed, but receives it, nourishes it and makes it grow.
That is how we want to be Christians, that is how we want to live the faith on this Paraguayan soil, like Mary, accepting and welcoming God’s life in our brothers and sisters, in confidence and with the certainty that “the Lord will shower down blessings, and our land will yield its increase”. May it be so.
[01183-EN.01] [Original text: Spanish]
[B0567-XX.02]