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Viaggio Apostolico di Sua Santità Francesco in Ecuador, Bolivia e Paraguay (5-13 luglio 2015) – Santa Messa al Parque del Bicentenario a Quito, 07.07.2015


Incontro con i Vescovi dell’Ecuador nel Centro Congressi del Parque del Bicentenario a Quito

Santa Messa al Parque del Bicentenario di Quito

Incontro con i Vescovi dell’Ecuador nel Centro Congressi del Parque del Bicentenario a Quito

Questa mattina il Santo Padre ha lasciato la Nunziatura Apostolica di Quito e si è trasferito in auto al Parque del Bicentenario, un’area verde che comprende anche diverse strutture, tra le quali un Centro congressi dove, alle ore 9, ha incontrato i Vescovi dell’Ecuador.

Dopo l’indirizzo di saluto del Presidente della Conferenza Episcopale, S.E. Mons. Fausto Gabriel Trávez Trávez, O.F.M., l’incontro tra il Papa e i Presuli dell’Ecuador è proseguito in forma privata.

[01190-IT.01]

Santa Messa al Parque del Bicentenario di Quito

Omelia del Santo Padre

Traduzione in lingua italiana

Traduzione in lingua inglese

Alle ore 10.30 di questa mattina, il Santo Padre Francesco ha presieduto la Celebrazione Eucaristica al Parque del Bicentenario di Quito.

Nel corso della Santa Messa, dedicata al tema dell’evangelizzazione dei popoli, dopo la proclamazione del Vangelo il Papa ha pronunciato l’omelia che riportiamo di seguito:

 

Omelia del Santo Padre

La palabra de Dios nos invita a vivir la unidad para que el mundo crea.

Me imagino ese susurro de Jesús en la última Cena como un grito en esta misa que celebramos en «El Parque del Bicentenario». Imaginémoslos juntos. El Bicentenario de aquel Grito de Independencia de Hispanoamérica. Ése fue un grito, nacido de la conciencia de la falta de libertades, de estar siendo exprimidos, y saqueados, «sometidos a conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno» (Evangelii gaudium, 213).

Quisiera que hoy los dos gritos concorden bajo el hermoso desafío de la evangelización. No desde palabras altisonantes, ni con términos complicados, sino que nazca de «la alegría del Evangelio», que «llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento, de la conciencia aislada» (ibid., 1). Nosotros, aquí reunidos, todos juntos alrededor de la mesa con Jesús somos un grito, un clamor nacido de la convicción de que su presencia nos impulsa a la unidad, «señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable» (ibid., 14).

«Padre, que sean uno para que el mundo crea», así lo deseó mirando al cielo. A Jesús le brota este pedido en un contexto de envío: Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. En ese momento, el Señor experimenta está experimentando en carne propia lo peorcito de este mundo al que ama, aun así, con locura: intrigas, desconfianzas, traición, pero no esconde la cabeza, no se lamenta. También nosotros constatamos a diario que vivimos en un mundo lacerado por las guerras y la violencia. Sería superficial pensar que la división y el odio afectan sólo a las tensiones entre los países o los grupos sociales. En realidad, son manifestación de ese «difuso individualismo» que nos separa y nos enfrenta (cf. ibid., 99), son manifestación de la herida del pecado en el corazón de las personas, cuyas consecuencias sufre también la sociedad y la creación entera. Precisamente, a este mundo desafiante, con sus egoísmos, Jesús nos envía, y nuestra respuesta no es hacernos los distraídos, argüir que no tenemos medios o que la realidad nos sobrepasa. Nuestra respuesta repite el clamor de Jesús y acepta la gracia y la tarea de la unidad.

A aquel grito de libertad prorrumpido hace poco más de 200 años no le faltó ni convicción ni fuerza, pero la historia nos cuenta que sólo fue contundente cuando dejó de lado los personalismos, el afán de liderazgos únicos, la falta de comprensión de otros procesos libertarios con características distintas pero no por eso antagónicas.

Y la evangelización puede ser vehículo de unidad de aspiraciones, sensibilidades, ilusiones y hasta de ciertas utopías. Claro que sí; eso creemos y eso gritamos. Ya dije: «Mientras en el mundo, especialmente en algunos países, reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los cristianos insistimos queremos insistir en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos “mutuamente a llevar las cargas” (ibid., 67). El anhelo de unidad supone la dulce y confortadora alegría de evangelizar, la convicción de tener un inmenso bien que comunicar, y que comunicándolo, se arraiga; y cualquier persona que haya vivido esta experiencia adquiere más sensibilidad para las necesidades de los demás (cf. ibid., 9). De ahí, la necesidad de luchar por la inclusión a todos los niveles, ¡luchar por la inclusión a todos los niveles! Evitando egoísmos, promoviendo la comunicación y el diálogo, incentivando la colaboración. Hay que confiar el corazón al compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas. «Confiarse al otro es algo artesanal, porque la paz es algo artesanal» (ibid., 244), es impensable que brille la unidad si la mundanidad espiritual nos hace estar en guerra entre nosotros, en una búsqueda estéril de poder, prestigio, placer o seguridad económica. Y esto a costillas de los más pobres, de los más excluidos, de los más indefensos, de los que no pierden su dignidad pese a que se la golpean todos los días.

Esta unidad es ya una acción misionera «para que el mundo crea». La evangelización no consiste en hacer proselitismo, el proselitismo es una caricatura de la evangelización, sino evangelizar es en atraer con nuestro testimonio a los alejados, en es acercarse humildemente a aquellos que se sienten lejos de Dios y de en la Iglesia, acercarse a los que se sienten juzgados y condenados a priori por los que se sienten perfectos y puros. Acercarnos a los que son temerosos o a los indiferentes para decirles: «El Señor también te llama a ser parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor» (ibid., 113). Porque nuestro Dios nos respeta hasta en nuestras bajezas y en nuestro pecado. Este llamamiento del Señor con qué humildad y con qué respeto lo describe el texto del Apocalipsis: “Mirá, estoy a la puerta y llamo, si querés abrir… No fuerza, no hace saltar la cerradura, simplemente, toca el timbre, golpea suavemente y espera ¡ése es nuestro Dios!

La misión de la Iglesia, como sacramento de la salvación, condice con su identidad como Pueblo en camino, con vocación de incorporar en su marcha a todas las naciones de la tierra. Cuanto más intensa es la comunión entre nosotros, tanto más se ve favorecida la misión (cf. Juan Pablo II, Pastores gregis, 22). Poner a la Iglesia en estado de misión nos pide recrear la comunión pues no se trata ya de una acción sólo hacia afuera… nos misionamos también hacia adentro y misionamos hacia afuera manifestándonos como se manifiesta «una madre que sale al encuentro, como se manifiesta una casa acogedora, una escuela permanente de comunión misionera» (Doc. de Aparecida, 370).

Este sueño de Jesús es posible porque nos ha consagrado, por «ellos me consagro a mí mismo dice, para que ellos también sean consagrados en la verdad» (Jn 17,19). La vida espiritual del evangelizador nace de esta verdad tan honda, que no se confunde con algunos momentos religiosos que brindan cierto alivio; una espiritualidad quizás difusa. Jesús nos consagra para suscitar un encuentro personal con Él, persona a persona, un encuentro que alimenta el encuentro con los demás, el compromiso en el mundo y la pasión evangelizadora (cf. Evangelii gaudium, 78).

La intimidad de Dios, para nosotros incomprensible, se nos revela con imágenes que nos hablan de comunión, comunicación, donación, amor. Por eso la unión que pide Jesús no es uniformidad sino la «multiforme armonía que atrae» (ibid., 117). La inmensa riqueza de lo variado, de lo múltiple que alcanza la unidad cada vez que hacemos memoria de aquel jueves santo, nos aleja de la tentación tentaciones de propuestas unicistas más cercanas a dictaduras, a ideologías, o a sectarismos. La propuesta de Jesús, la propuesta de Jesús es concreta, es concreta, no es de idea. Es concreta: andá y hacé lo mismo, le dice a aquel que le preguntó ¿Quién es tu prójimo? Después de haber contado la parábola del buen samaritano, andá y hacé lo mismo.

Tampoco la propuesta de Jesús es un arreglo hecho a nuestra medida, en el que nosotros ponemos las condiciones, elegimos los integrantes y excluimos a los demás. Una religiosidad de élite… Jesús reza para que formemos parte de una gran familia, en la que Dios es nuestro Padre, y todos nosotros somos hermanos. Nadie es excluido y esto no se fundamenta en tener los mismos gustos, las mismas inquietudes, los mismos talentos. Somos hermanos porque, por amor, Dios nos ha creado y nos ha destinado, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos (cf. Ef 1,5). Somos hermanos porque «Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama ¡Abba!, ¡Padre!» (Ga 4,6). Somos hermanos porque, justificados por la sangre de Cristo Jesús (cf. Rm 5,9), hemos pasado de la muerte a la vida haciéndonos «coherederos» de la promesa (cf. Ga 3,26-29; Rm 8, 17). Esa es la salvación que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia: formar parte del de un «nosotros» que llega hasta el nosotros divino.

Nuestro grito, en este lugar que recuerda aquel primero de libertad, actualiza el de San Pablo: «¡Ay de mí si no evangelizo!» (1 Co 9,16). Es tan urgente y apremiante como el de aquellos deseos de independencia. Tiene una similar fascinación, tiene el mismo fuego que atrae. Hermanos, tengan los sentimientos de Jesús. ¡Sean un testimonio de comunión fraterna que se vuelve resplandeciente!

Y qué lindo sería que todos puedan pudieran admirar cómo nos cuidamos unos a otros. Cómo mutuamente nos damos aliento y cómo nos acompañamos. El don de sí es el que establece la relación interpersonal que no se genera dando «cosas», sino dándose uno a sí mismo. En Cualquier donación se ofrece la propia persona. «Darse», darse, significa dejar actuar en sí mismo toda la potencia del amor que es el Espíritu de Dios y así dar paso a su fuerza creadora. Y darse aún en los momentos más difíciles como aquel Jueves Santo de Jesús, donde Él sabía cómo se tejían las traiciones y las intrigas pero se dio y se dio, se dio a nosotros mismos con su proyecto de salvación. Donándose el hombre vuelve a encontrarse a sí mismo con su verdadera identidad de hijo de Dios, semejante al Padre y, como él, dador de vida, hermano de Jesús, del cual da testimonio. Eso es evangelizar, ésa es nuestra revolución –porque nuestra fe siempre es revolucionaria–, ése es nuestro más profundo y constante grito.

[01167-ES.03] [Texto original: Español]

Traduzione in lingua italiana

La parola di Dio ci invita a vivere l’unità perché il mondo creda.

Immagino quel sussurro di Gesù nell’ultima cena come un grido, in questa Messa che celebriamo nella Piazza del Bicentenario. Immaginiamoli insieme. il Bicentenario di quel grido di indipendenza dell’America Ispanofona. Quello è stato un grido nato dalla coscienza della mancanza di libertà, di essere spremuti e saccheggiati, «soggetti alle convenienze contingenti dei potenti di turno» (Esort. ap. Evangelii gaudium, 213).

Vorrei che oggi queste due grida concordassero nel segno della bella sfida dell’evangelizzazione. Non con parole altisonanti, o termini complicati, ma una concordia che nasca “dalla gioia del Vangelo”, che «riempie il cuore e la vita intera di coloro che si incontrano con Gesù. Coloro che si lasciano salvare da Lui sono liberati dal peccato, dalla tristezza, dal vuoto interiore, dall’isolamento» (ibid., 1), dalla coscienza isolata. Noi qui riuniti, tutti insieme alla mensa con Gesù, diventiamo un grido, un clamore nato dalla convinzione che la sua presenza ci spinge verso l’unità e «segnala un orizzonte bello, offre un banchetto desiderabile» (ibid., 14).

Padre, che siano una cosa sola perché il mondo creda” (cfr Gv 17,21): così Gesù manifestò il suo desiderio guardando il cielo. Nel cuore di Gesù sorge questa domanda in un contesto di invio: «Come tu mi hai mandato nel mondo, anch’io li ho mandati nel mondo» (Gv 17,18). In quel momento, il Signore sta sperimentando nella propria carne il peggio di questo mondo, che ama comunque alla follia: intrighi, sfiducia, tradimento, però non si nasconde, non si lamenta. Anche noi constatiamo quotidianamente che viviamo in un mondo lacerato dalle guerre e dalla violenza. Sarebbe superficiale ritenere che la divisione e l’odio riguardano soltanto le tensioni tra i Paesi o i gruppi sociali. In realtà, sono manifestazioni di quel “diffuso individualismo” che ci separa e ci pone l’uno contro l’altro (cfr Esort. ap. Evangelii gaudium, 99), frutto della ferita del peccato nel cuore delle persone, le cui conseguenze si riversano anche sulla società e su tutto il creato. Proprio a questo mondo che ci sfida, con i suoi egoismi, Gesù ci invia, e la nostra risposta non è fare finta di niente, sostenere che non abbiamo mezzi o che la realtà ci supera. La nostra risposta riecheggia il grido di Gesù e accetta la grazia e il compito dell’unità.

A quel grido di libertà che proruppe poco più di 200 anni fa non mancò né convinzione né forza, ma la storia ci dice che fu decisivo solo quando lasciò da parte i personalismi, l’aspirazione ad un’unica autorità, la mancanza di comprensione per altri processi di liberazione con caratteristiche diverse, ma non per questo antagoniste.

E l’evangelizzazione può essere veicolo di unità di aspirazioni, di sensibilità, di sogni e persino di certe utopie. Certamente lo può essere e questo noi crediamo e gridiamo. Già ho avuto modo di dire: «Mentre nel mondo, specialmente in alcuni Paesi, riappaiono diverse forme di guerre e scontri, noi cristiani insistiamo nella proposta di riconoscere l’altro, di sanare le ferite, di costruire ponti, stringere relazioni e aiutarci a portare i pesi gli uni degli altri» (ibid., 67). L’anelito all’unità suppone la dolce e confortante gioia di evangelizzare, la convinzione di avere un bene immenso da comunicare, e che, comunicandolo, si radica; e qualsiasi persona che abbia vissuto questa esperienza acquisisce una sensibilità più elevata nei confronti delle necessità altrui (cfr ibid., 9). Da qui, la necessità di lottare per l’inclusione a tutti i livelli, lottare per l’inclusione a tutti i livelli!, evitando egoismi, promuovendo la comunicazione e il dialogo, incentivando la collaborazione. «Bisogna affidare il cuore al compagno di strada senza sospetti, senza diffidenze … Affidarsi all’altro è qualcosa di artigianale, la pace è artigianale» (ibid., 244). E’ impensabile che risplenda l’unità se la mondanità spirituale ci fa stare in guerra tra di noi, alla sterile ricerca di potere, prestigio, piacere o sicurezza economica. E questo sulle spalle dei più poveri, dei più esclusi, dei più indifesi, di quelli che non perdono la loro dignità a dispetto del fatto che la colpiscono tutti i giorni.

Questa unità è già un’azione missionaria “perché il mondo creda”. L’evangelizzazione non consiste nel fare proselitismo – il proselitismo è una caricatura dell’evangelizzazione – ma nell’attrarre con la nostra testimonianza i lontani, nell’avvicinarsi umilmente a quelli che si sentono lontani da Dio e dalla Chiesa, avvicinarsi a quelli che si sentono giudicati e condannati a priori da quelli che si sentono perfetti e puri. Avvicinarci a quelli che hanno paura o agli indifferenti per dire loro: «Il Signore chiama anche te ad essere parte del suo popolo e lo fa con grande rispetto e amore» (ibid., 113). Perché il nostro Dio ci rispetta persino nella nostra bassezza e nel nostro peccato. Questa chiamata del Signore con che umiltà e con che rispetto lo descrive il testo dell’Apocalisse: Vedi? Sto alla porta e chiamo; se vuoi aprire…; non forza, non fa saltare la serratura, semplicemente suona il campanello, bussa dolcemente e aspetta. Questo è il nostro Dio!

La missione della Chiesa, come sacramento di salvezza, è coerente con la sua identità di Popolo in cammino, con la vocazione di incorporare nel suo sviluppo tutte le nazioni della terra.

Quanto più intensa è la comunione tra di noi, tanto più sarà favorita la missione (cfr Giovanni Paolo II, Pastores gregis, 22) Porre la Chiesa in stato di missione ci chiede di ricreare la comunione, dunque non si tratta solo di un’azione verso l’esterno; noi siamo missionari anche verso l’interno e verso l’esterno manifestandoci come si manifesta «una madre che va incontro, una casa accogliente, una scuola permanente di comunione missionaria» (Documento di Aparecida, 370).

Questo sogno di Gesù è possibile perché ci ha consacrato: «per loro io consacro me stesso – dice -, perché anch’essi siano consacrati nella verità» (Gv 17,19). La vita spirituale dell’evangelizzatore nasce da questa verità così profonda, che non si confonde con alcuni momenti religiosi che offrono un certo sollievo – una spiritualità piuttosto diffusa -; Gesù ci consacra per suscitare un incontro con Lui, da persona a persona, un incontro che alimenta l’incontro con gli altri, l’impegno nel mondo, la passione evangelizzatrice (cfr Esort. ap. Evangelii gaudium, 78).

L’intimità di Dio, per noi incomprensibile, ci si rivela con immagini che ci parlano di comunione, comunicazione, donazione, amore. Per questo l’unione che chiede Gesù non è uniformità ma la «multiforme armonia che attrae» (ibid., 117). L’immensa ricchezza del diverso, il molteplice che raggiunge l’unità ogni volta che facciamo memoria di quel Giovedì santo, ci allontana da tentazioni di proposte integraliste, più simili a dittature, ideologie o settarismi. La proposta di Gesù è concreta, non è un’idea, è concreta: “Va’ e fa’ lo stesso”, dice a quell’uomo che gli chiede: “Chi è il mio prossimo?”, dopo aver raccontato la parabola del buon samaritano: “Va’ e fa’ lo stesso”.

La proposta di Gesù non è neppure un aggiustamento fatto a nostra misura, nel quale siamo noi a porre le condizioni, scegliamo le parti in causa ed escludiamo gli altri. Una religiosità di élite… Gesù prega perché formiamo parte di una grande famiglia, nella quale Dio è nostro Padre e tutti noi siamo fratelli. Nessuno è escluso, e questo non trova il suo fondamento nell’avere gli medesimi gusti, le stesse preoccupazioni, gli talenti. Siamo fratelli perché, per amore, Dio ci ha creato e ci ha destinati, per pura sua iniziativa, ad essere suoi figli (cfr Ef 1,5). Siamo fratelli perché «Dio ha infuso nei nostri cuori lo Spirito di suo Figlio, che grida: Abbà!, Padre!» (Gal 4,6). Siamo fratelli perché, giustificati dal sangue di Cristo Gesù (cfr Rm 5,9), siamo passati dalla morte alla vita diventando «coeredi» della promessa (cfr Gal 3,26-29; Rm 8,17). Questa è la salvezza che Dio compie e che la Chiesa annuncia con gioia: fare parte di un “noi” che porta fino al “noi” divino.

Il nostro grido, in questo luogo che ricorda quel primo grido di libertà, attualizza quello di san Paolo: «Guai a me se non annuncio il Vangelo!» (1 Cor 9,16). E’ tanto urgente e pressante come quello che manifestava il desiderio di indipendenza. Ha un fascino simile, ha lo stesso fuoco che attrae. Fratelli, abbiate i sentimenti di Gesù! Siate una testimonianza di comunione fraterna che diventa risplendente!

E che bello sarebbe che tutti potessero ammirare come noi ci prendiamo cura gli uni degli altri, come ci diamo mutuamente conforto e come ci accompagniamo! Il dono di sé è quello che stabilisce la relazione interpersonale che non si genera dando “cose”, ma dando sé stessi. In qualsiasi donazione si offre la propria persona. “Darsi” significa lasciare agire in sé stessi tutta la potenza dell’amore che è lo Spirito di Dio e in tal modo aprirsi alla sua forza creatrice. E darsi anche nei momenti più difficili, come in quel Giovedì Santo di Gesù in cui Lui sapeva come si tessevano i tradimenti e gli intrighi, ma si donò, si donò, si donò a noi con il suo progetto di salvezza. L’uomo donandosi si incontra nuovamente con sé stesso, con la sua vera identità di figlio di Dio, somigliante al Padre e, in comunione con Lui, datore di vita, fratello di Gesù, del quale rende testimonianza. Questo significa evangelizzare, questa è la nostra rivoluzione – perché la nostra fede è sempre rivoluzionaria – questo è il nostro più profondo e costante grido.

[01167-IT.02] [Testo originale: Spagnolo]

Traduzione in lingua inglese

The word of God calls us to live in unity, that the world may believe.

I think of those hushed words of Jesus during the Last Supper as more of a shout, a cry rising up from this Mass which we are celebrating in Bicentennial Park. Let us imagine this together. The bicentennial which this Park commemorates was that of Latin America’s cry for independence. It was a cry which arose from being conscious of a lack of freedom, of exploitation and despoliation, of being “subject to the passing whims of the powers that be” (Evangelii Gaudium, 213).

I would like to see these two cries joined together, under the beautiful challenge of evangelization. We evangelize not with grand words, or complicated concepts, but with “the joy of the Gospel”, which “fills the hearts and lives of all who encounter Jesus. For those who ac­cept his offer of salvation are set free from sin, sorrow, inner emptiness, loneliness, and an isolated conscience” (ibid., 1). We who are gathered here at table with Jesus are ourselves a cry, a shout born of the conviction that his presence leads us to unity, “pointing to a horizon of beauty and inviting others to a delicious banquet” (ibid., 15).

“Father, may they be one... so that the world may believe”. This was Jesus’ prayer as he raised his eyes to heaven. This petition arose in a context of mission: “As you sent me into the world, so I have sent them into the world”. At that moment, the Lord experiences in his own flesh the worst of this world, a world he nonetheless loves dearly. Knowing full well its intrigues, its falsity and its betrayals, he does not turn away, he does not complain. We too encounter daily a world torn apart by wars and violence. It would be facile to think that division and hatred only concern struggles between countries or groups in society. Rather, they are a manifestation of that “widespread individualism” which divides us and sets us against one another (cf. Evangelii Gaudium, 99), they are a manifestation of that legacy of sin lurking in the heart of human beings, which causes so much suffering in society and all of creation. But is it precisely this troubled world, with its forms of egoism, into which Jesus sends us. We must not respond with nonchalance, or complain we do not have the resources to do the job, or that the problems are too big. Instead, we must respond by taking up the cry of Jesus and accepting the grace and challenge of being builders of unity.

There was no shortage of conviction or strength in that cry for freedom which arose a little more than two hundred years ago. But history tells us that it only made headway once personal differences were set aside, together with the desire for power and the inability to appreciate other movements of liberation which were different yet not thereby opposed.

Evangelization can be a way to unite our hopes, concerns, ideals and even utopian visions. We believe this and we make it our cry. “In our world, especially in some countries, different forms of war and conflict are re-emerging, yet we Christians wish to remain steadfast in our intention to respect others, to heal wounds, to build bridges, to strengthen relationships and to ‘bear one an­other’s burdens’ (Evangelii Gaudium, 67). The desire for unity involves the delightful and comforting joy of evangelizing, the conviction that we have an immense treasure to share, one which grows stronger from being shared, and becomes ever more sensitive to the needs of others (cf. ibid., 9). Hence the need to work for inclusivity at every level, to strive for this inclusivity at every level, to avoid forms of selfishness, to build communication and dialogue, to encourage collaboration. We need to give our hearts to our companions along the way, without suspicion or distrust. “Trusting others is an art, because peace is an art” (cf. ibid., 244). Our unity can hardly shine forth if spiritual worldliness makes us feud among ourselves in a futile quest for power, prestige, pleasure or economic security. And this on the backs of the poorest, the most excluded and vulnerable, those who still keep their dignity despite daily blows against it.

Such unity is already an act of mission, “that the world may believe”. Evangelization does not consist in proselytizing, for proselytizing is a caricature of evangelization, but rather evangelizing entails attracting by our witness those who are far off, it means humbly drawing near to those who feel distant from God in the Church, drawing near to those who feel judged and condemned outright by those who consider themselves to be perfect and pure. We are to draw near to those who are fearful or indifferent, and say to them: “The Lord, with great respect and love, is also calling you to be a part of your people” (cf. Evangelii Gaudium, 113). Because our God respects us even in our lowliness and in our sinfulness. This calling of the Lord is expressed with such humility and respect in the text from the Book of Revelations: “Look, I am at the door and I am calling; do you want to open the door?” He does not use force, he does not break the lock, but instead, quite simply, he presses the doorbell, knocks gently on the door and then waits. This is our God!

The Church’s mission as sacrament of salvation also has to do with her identity as a pilgrim people called to embrace all the nations of the earth. The more intense the communion between us, the more effective our mission becomes (cf. John Paul II, Pastores Gregis, 22). Becoming a missionary Church requires constantly fostering communion, since mission does not have to do with outreach alone… We also need to be missionaries within the Church, showing that she is “a mother who reaches out, showing that she is a welcoming home, a constant school of missionary communion” (cf. Aparecida Document, 370).

Jesus’ prayer can be realized because he has consecrated us. He says, “for their sake I consecrate myself, that they also may be consecrated in truth” (Jn 17:19). The spiritual life of an evangelizer is born of this profound truth, which should not be confused with a few comforting religious exercises, a spirituality which is perhaps widespread. Jesus consecrates us so that we can encounter him, person to person; an encounter that leads us in turn to encounter others, to become involved with our world and to develop a passion for evangelization (cf. Evangelii Gaudium, 78).

Intimacy with God, in itself incomprehensible, is revealed by images which speak to us of communion, communication, self-giving and love. For that reason, the unity to which Jesus calls us is not uniformity, but rather a “multifaceted and inviting harmony” (Evangelii Gaudium, 117). The wealth of our differences, our diversity which becomes unity whenever we commemorate Holy Thursday, makes us wary of all temptations that suggest extremist proposals akin to totalitarian, ideological or sectarian schemes. The proposal offered by Jesus is a concrete one and not a notion. It is concrete: “Go and do the same” he tells that man who asked “who is my neighbor?” After having told the parable of the Good Samaritan, Jesus says, “Go and do the same”. Nor is this proposal of Jesus something we can fashion as we will, setting conditions, choosing who can belong and who cannot; the religiosity of the ‘elite’. Jesus prays that we will all become part of a great family in which God is our Father, in which all of us are brothers and sisters. No one is excluded; and this is not about having the same tastes, the same concerns, the same gifts. We are brothers and sisters because God created us out of love and destined us, purely of his own initiative, to be his sons and daughters (cf. Eph 1:5). We are brothers and sisters because “God has sent the Spirit of his Son into our hearts, crying “Abba! Father!” (Gal 4:6). We are brothers and sisters because, justified by the blood of Christ Jesus (cf. Rom 5:9), we have passed from death to life and been made “coheirs” of the promise (cf. Gal 3:26-29; Rom 8:17). That is the salvation which God makes possible for us, and which the Church proclaims with joy: to be part of that “we” which leads to the divine “we”.

Our cry, in this place linked to the original cry for freedom in this country, echoes that of Saint Paul: “Woe to me if I do not preach the Gospel!” (1 Cor 9:16). It is a cry every bit as urgent and pressing as was the cry for independence. It is similarly thrilling in its ardor. Brothers and sisters, have the same mind as Christ: May each of you be a witness to a fraternal communion which shines forth in our world!

And how beautiful it would be if all could admire how much we care for one another, how we encourage and help each other. Giving of ourselves establishes an interpersonal relationship; we do not give “things” but our very selves. Any act of giving means that we give ourselves. “Giving of oneself” means letting all the power of that love which is God’s Holy Spirit take root in our lives, opening our hearts to his creative power. And giving of oneself even in the most difficult moments as on that Holy Thursday of the Lord when he perceived how they weaved a plot to betray him; but he gave himself, he gave himself for us with his plan of salvation. When we give of ourselves, we discover our true identity as children of God in the image of the Father and, like him, givers of life; we discover that we are brothers and sisters of Jesus, to whom we bear witness. This is what it means to evangelize; this is the new revolution – for our faith is always revolutionary –, this is our deepest and most enduring cry.

[01167-EN.02] [Original text: Spanish]

Al termine della Celebrazione Eucaristica, dopo il ringraziamento dell’Arcivescovo di Quito, S.E. Mons. Fausto Gabriel Trávez Trávez, O.F.M., e la benedizione finale, il Papa ha pronunciato a braccio le seguenti parole:

Queridos hermanos:
Les agradezco esta concelebración, este habernos reunido junto al Altar del Señor, que nos pide que seamos uno, que seamos verdaderamente hermanos, que la Iglesia sea una casa de hermanos. Que Dios los bendiga y les pido que no se olviden de rezar por mí.

[Cari fratelli,
vi ringrazio per questa celebrazione, questo esserci riuniti intorno all’altare del Signore, che ci chiede che siamo uno, che siamo veramente fratelli, che la Chiesa sia una casa di fratelli. Che Dio vi benedica. E vi chiedo di non dimenticarvi di pregare per me.]

[Dear brothers and sisters:
I thank you for this celebration, for our having come together at the altar of the Lord who asks us to be one, that we be truly united as brothers and sisters, that the Church be one home of brothers and sisters. May God bless you and I ask you not to forget to pray for me.]

Il Santo Padre è quindi rientrato in auto alla Nunziatura Apostolica.

[B0540-XX.03]