Sala Stampa

www.vatican.va

Sala Stampa Back Top Print Pdf
Sala Stampa


VIAGGIO APOSTOLICO DI SUA SANTITÀ BENEDETTO XVI IN MESSICO E NELLA REPUBBLICA DI CUBA (23 - 29 MARZO 2012) (V), 25.03.2012


SANTA MESSA AL PARQUE DEL BICENTENARIO DI LEÓN (MESSICO)

 OMELIA DEL SANTO PADRE

 TRADUZIONE IN LINGUA ITALIANA

 TRADUZIONE IN LINGUA FRANCESE

 TRADUZIONE IN LINGUA INGLESE

 TRADUZIONE IN LINGUA TEDESCA

 TRADUZIONE IN LINGUA PORTOGHESE

Questa mattina, lasciato il Colegio Miraflores, il Santo Padre si trasferisce in elicottero al Parque del Bicentenario di León per la celebrazione eucaristica. Durante il trasferimento, l’elicottero sorvola il Santuario del "Cristo Rey", costruito sulla cima del "Cerro del Cubilete", centro geografico del territorio messicano.
Accolto all’eliporto dal Governatore dello Stato di Guanajuato, Juan Manuel Oliva Ramírez e dal Sindaco del Municipio di Silao, Juan Roberto Tovar Torres, che Gli consegna le chiavi della città, il Papa compie un giro panoramico tra i fedeli raccolti nel Parque del Bicentenario.
Quindi, alle ore 10 (le 18, ora di Roma che da oggi è passata all’ora legale) il Santo Padre presiede la celebrazione della Santa Messa della V Domenica di Quaresima. Concelebrano con il Papa circa 250 tra Cardinali, Vescovi del Messico, Presidenti delle 22 Conferenze Episcopali dell’America Latina e dei Caraibi e altri Vescovi di tutto il continente americano, e circa 3 mila sacerdoti.
Prima della Messa l’Arcivescovo di León, S.E. Mons. José Guadalupe Martín Rábago, rivolge un saluto al Santo Padre, il quale offre un Mosaico del Cristo Re da collocare all’interno del Santuario di Cubilete.
Nel corso della celebrazione, dopo la proclamazione del Vangelo, il Papa pronuncia l’omelia che riportiamo di seguito:

 OMELIA DEL SANTO PADRE

Queridos hermanos y hermanas,

Me complace estar entre ustedes, y deseo agradecer vivamente a Monseñor José Guadalupe Martín Rábago, Arzobispo de León, sus amables palabras de bienvenida. Saludo al episcopado mexicano, así como a los Señores Cardenales y demás Obispos aquí presentes, en particular a los procedentes de Latinoamérica y el Caribe. Vaya también mi saludo caluroso a las Autoridades que nos acompañan, así como a todos los que se han congregado para participar en esta Santa Misa presidida por el Sucesor de Pedro.

«Crea en mí, Señor, un corazón puro» (Sal 50,12), hemos invocado en el salmo responsorial. Esta exclamación muestra la profundidad con la que hemos de prepararnos para celebrar la próxima semana el gran misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Nos ayuda asimismo a mirar muy dentro del corazón humano, especialmente en los momentos de dolor y de esperanza a la vez, como los que atraviesa en la actualidad el pueblo mexicano y también otros de Latinoamérica.

El anhelo de un corazón puro, sincero, humilde, aceptable a Dios, era muy sentido ya por Israel, a medida que tomaba conciencia de la persistencia del mal y del pecado en su seno, como un poder prácticamente implacable e imposible de superar. Quedaba sólo confiar en la misericordia de Dios omnipotente y la esperanza de que él cambiara desde dentro, desde el corazón, una situación insoportable, oscura y sin futuro. Así fue abriéndose paso el recurso a la misericordia infinita del Señor, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33,11). Un corazón puro, un corazón nuevo, es el que se reconoce impotente por sí mismo, y se pone en manos de Dios para seguir esperando en sus promesas. De este modo, el salmista puede decir convencido al Señor: «Volverán a ti los pecadores» (Sal 50,15). Y, hacia el final del salmo, dará una explicación que es al mismo tiempo una firme confesión de fe: «Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias» (v. 19).

La historia de Israel narra también grandes proezas y batallas, pero a la hora de afrontar su existencia más auténtica, su destino más decisivo, la salvación, más que en sus propias fuerzas, pone su esperanza en Dios, que puede recrear un corazón nuevo, no insensible y engreído. Esto nos puede recordar hoy a cada uno de nosotros y a nuestros pueblos que, cuando se trata de la vida personal y comunitaria, en su dimensión más profunda, no bastarán las estrategias humanas para salvarnos. Se ha de recurrir también al único que puede dar vida en plenitud, porque él mismo es la esencia de la vida y su autor, y nos ha hecho partícipes de ella por su Hijo Jesucristo.

El Evangelio de hoy prosigue haciéndonos ver cómo este antiguo anhelo de vida plena se ha cumplido realmente en Cristo. Lo explica san Juan en un pasaje en el que se cruza el deseo de unos griegos de ver a Jesús y el momento en que el Señor está por ser glorificado. A la pregunta de los griegos, representantes del mundo pagano, Jesús responde diciendo: «Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado» (Jn 12,23). Respuesta extraña, que parece incoherente con la pregunta de los griegos. ¿Qué tiene que ver la glorificación de Jesús con la petición de encontrarse con él? Pero sí que hay una relación. Alguien podría pensar – observa san Agustín – que Jesús se sentía glorificado porque venían a él los gentiles. Algo parecido al aplauso de la multitud que da «gloria» a los grandes del mundo, diríamos hoy. Pero no es así. «Convenía que a la excelsitud de su glorificación precediese la humildad de su pasión» (In Joannis Ev., 51,9: PL 35, 1766).

La respuesta de Jesús, anunciando su pasión inminente, viene a decir que un encuentro ocasional en aquellos momentos sería superfluo y tal vez engañoso. Al que los griegos quieren ver en realidad, lo verán levantado en la cruz, desde la cual atraerá a todos hacia sí (cf. Jn 12,32). Allí comenzará su «gloria», a causa de su sacrificio de expiación por todos, como el grano de trigo caído en tierra que muriendo, germina y da fruto abundante. Encontrarán a quien seguramente sin saberlo andaban buscando en su corazón, al verdadero Dios que se hace reconocible para todos los pueblos. Este es también el modo en que Nuestra Señora de Guadalupe mostró su divino Hijo a san Juan Diego. No como a un héroe portentoso de leyenda, sino como al verdaderísimo Dios, por quien se vive, al Creador de las personas, de la cercanía y de la inmediación, del Cielo y de la Tierra (cf. Nican Mopohua, v. 33). Ella hizo en aquel momento lo que ya había ensayado en las Bodas de Caná. Ante el apuro de la falta de vino, indicó claramente a los sirvientes que la vía a seguir era su Hijo: «Hagan lo que él les diga» (Jn 2,5).

Queridos hermanos, al venir aquí he podido acercarme al monumento a Cristo Rey, en lo alto del Cubilete. Mi venerado predecesor, el beato Papa Juan Pablo II, aunque lo deseó ardientemente, no pudo visitar este lugar emblemático de la fe del pueblo mexicano en sus viajes a esta querida tierra. Seguramente se alegrará hoy desde el cielo de que el Señor me haya concedido la gracia de poder estar ahora con ustedes, como también habrá bendecido a tantos millones de mexicanos que han querido venerar sus reliquias recientemente en todos los rincones del país. Pues bien, en este monumento se representa a Cristo Rey. Pero las coronas que le acompañan, una de soberano y otra de espinas, indican que su realeza no es como muchos la entendieron y la entienden. Su reinado no consiste en el poder de sus ejércitos para someter a los demás por la fuerza o la violencia. Se funda en un poder más grande que gana los corazones: el amor de Dios que él ha traído al mundo con su sacrificio y la verdad de la que ha dado testimonio. Éste es su señorío, que nadie le podrá quitar ni nadie debe olvidar. Por eso es justo que, por encima de todo, este santuario sea un lugar de peregrinación, de oración ferviente, de conversión, de reconciliación, de búsqueda de la verdad y acogida de la gracia. A él, a Cristo, le pedimos que reine en nuestros corazones haciéndolos puros, dóciles, esperanzados y valientes en la propia humildad.

También hoy, desde este parque con el que se quiere dejar constancia del bicentenario del nacimiento de la nación mexicana, aunando en ella muchas diferencias, pero con un destino y un afán común, pidamos a Cristo un corazón puro, donde él pueda habitar como príncipe de la paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del amor. Y, para que Dios habite en nosotros, hay que escucharlo, hay que dejarse interpelar por su Palabra cada día, meditándola en el propio corazón, a ejemplo de María (cf. Lc 2,51). Así crece nuestra amistad personal con él, se aprende lo que espera de nosotros y se recibe aliento para darlo a conocer a los demás.

En Aparecida, los Obispos de Latinoamérica y el Caribe han sentido con clarividencia la necesidad de confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio arraigada en la historia de estas tierras «desde el encuentro personal y comunitario con Jesucristo, que suscite discípulos y misioneros» (Documento conclusivo, 11). La Misión Continental, que ahora se está llevando a cabo diócesis por diócesis en este Continente, tiene precisamente el cometido de hacer llegar esta convicción a todos los cristianos y comunidades eclesiales, para que resistan a la tentación de una fe superficial y rutinaria, a veces fragmentaria e incoherente. También aquí se ha de superar el cansancio de la fe y recuperar «la alegría de ser cristianos, de estar sostenidos por la felicidad interior de conocer a Cristo y de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría nacen también las energías para servir a Cristo en las situaciones agobiantes de sufrimiento humano, para ponerse a su disposición, sin replegarse en el propio bienestar» (Discurso a la Curia Romana, 22 diciembre 2011). Lo vemos muy bien en los santos, que se entregaron de lleno a la causa del evangelio con entusiasmo y con gozo, sin reparar en sacrificios, incluso el de la propia vida. Su corazón era una apuesta incondicional por Cristo, de quien habían aprendido lo que significa verdaderamente amar hasta el final.

En este sentido, el Año de la fe, al que he convocado a toda la Iglesia, «es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo [...]. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo» (Porta fidei, 11 octubre 2011, 6.7).

Pidamos a la Virgen María que nos ayude a purificar nuestro corazón, especialmente ante la cercana celebración de las fiestas de Pascua, para que lleguemos a participar mejor en el misterio salvador de su Hijo, tal como ella lo dio a conocer en estas tierras. Y pidámosle también que siga acompañando y amparando a sus queridos hijos mexicanos y latinoamericanos, para que Cristo reine en sus vidas y les ayude a promover audazmente la paz, la concordia, la justicia y la solidaridad. Amén.

[00403-04.01] [Texto original: Español]

 TRADUZIONE IN LINGUA ITALIANA

Cari fratelli e sorelle,

Sono contento di essere tra voi, e desidero ringraziare vivamente Mons. José Guadalupe Martín Rábago, Arcivescovo di Leòn, per le sue gentili parole di benvenuto. Saluto l'Episcopato messicano, come pure i Signori Cardinali e gli altri Vescovi qui presenti, in particolare quelli che provengono dall'America Latina e dai Caraibi. Rivolgo inoltre il mio cordiale saluto alle Autorità che ci accompagnano e a tutti coloro che si sono riuniti per partecipare a questa Santa Messa presieduta dal Successore di Pietro.

"Crea in me, Signore, un cuore puro" (Sal 50,12), abbiamo invocato nel Salmo responsoriale. Questa esclamazione mostra la profondità con la quale dobbiamo prepararci per celebrare, la prossima settimana, il grande mistero della passione, morte e risurrezione del Signore. Questo ci aiuta anche a guardare nel profondo del cuore umano, specialmente nei momenti che uniscono dolore e speranza, come quelli che attraversa attualmente il popolo messicano ed anche altri popoli dell'America Latina.

L'anelito di un cuore puro, sincero, umile, gradito a Dio, era già molto sentito da Israele, man mano che prendeva coscienza della persistenza del male e del peccato nel suo seno, come un potere praticamente implacabile ed impossibile da superare. Non restava che confidare nella misericordia di Dio onnipotente e nella speranza che Egli cambiasse dal di dentro, dal cuore, una situazione insopportabile, oscura e senza futuro. Così si aprì la strada al ricorso alla misericordia infinita del Signore, che non vuole la morte del peccatore, ma che si converta e viva (cfr Ez 33,11). Un cuore puro, un cuore nuovo, è quello che si riconosce impotente da sé stesso e si mette nelle mani di Dio per continuare a sperare nelle sue promesse. In questo modo, il salmista può dire convinto al Signore: "torneranno a te i peccatori" (Sal 50,15). E, verso la fine del salmo, darà una spiegazione che è contemporaneamente una ferma confessione di fede: "Un cuore affranto e umiliato, tu non lo disprezzi" (v. 19).

La storia di Israele narra anche grandi gesta e battaglie, ma nel momento di affrontare la sua esistenza più autentica, il suo destino più decisivo, cioè la salvezza, più che nelle proprie forze, ripone la sua speranza in Dio che può ricreare un cuore nuovo, non insensibile e arrogante. Questo può ricordare oggi ad ognuno di noi ed ai nostri popoli che, quando si tratta della vita personale e comunitaria, nella sua dimensione più profonda, non basteranno le strategie umane per salvarci. Si deve ricorrere anche all'unico che può dare vita in pienezza, perché Egli stesso è l'essenza della vita ed il suo autore, e ci ha fatto partecipi di essa attraverso il suo Figlio Gesù Cristo.

Il Vangelo di oggi prosegue facendoci vedere come questo antico anelito alla vita piena si è realizzato realmente in Cristo. Lo spiega san Giovanni in un passaggio nel quale si incrociano il desiderio di alcuni greci di vedere a Gesù ed il momento in cui il Signore sta per essere glorificato. Alla domanda dei greci, rappresentanti del mondo pagano, Gesù risponde dicendo: "È venuta l'ora che il Figlio dell'uomo sia glorificato" (Gv 12,23). Risposta strana che sembra incoerente con la domanda dei greci. Che cosa c’entra la glorificazione di Gesù con la richiesta di incontrarsi con Lui? In realtà c'è una relazione. Qualcuno potrebbe pensare - osserva san Agostino - che Gesù si sentisse glorificato perché andavano da Lui i pagani; qualcosa di simile all'applauso della moltitudine che dà "gloria" ai grandi del mondo, diremmo oggi. Ma non è così. "Conveniva che alla sublimità della sua glorificazione precedesse l'umiltà della sua passione" (In Joannis Ev., 51, 9: PL 35, 1766).

La risposta di Gesù, che annuncia la sua passione imminente, dice che un incontro occasionale in quei momenti sarebbe superfluo e forse ingannevole. Quello che i greci vogliono vedere, in realtà lo vedranno innalzato sulla croce, dalla quale Egli attirerà tutti a sé (cfr Gv 12,32). Lì inizierà la sua "gloria", a causa del suo sacrificio di espiazione per tutti, come il chicco di grano caduto in terra, che, morendo, germina e dà frutto abbondante. Incontreranno Colui che, sicuramente senza saperlo, andavano cercando nel loro cuore: il vero Dio che si rende riconoscibile a tutti i popoli. Questo è anche il modo in cui Nostra Signora di Guadalupe ha mostrato il suo divino Figlio a san Juan Diego. Non come un eroe portentoso da leggenda, ma come il vero Dio per il quale si vive, il Creatore delle persone, della vicinanza e della prossimità, il Creatore del Cielo e della Terra (cfr Nican Mopohua, v. 33). Ella, in quello momento, fece quello che aveva già sperimentato nelle Nozze di Cana. Davanti all’imbarazzo per la mancanza di vino, indicò chiaramente ai servi che la via a seguire era suo Figlio: "Qualsiasi cosa vi dica, fatela" (Gv 2,5).

Cari fratelli, venendo qui ho potuto avvicinarmi al monumento a Cristo Re, in cima al "Cubilete". Il mio venerato Predecessore, il beato Papa Giovanni Paolo II, benché lo desiderasse ardentemente, non poté visitare questo luogo emblematico della fede del popolo messicano, nei suoi viaggi a questa cara terra. Sicuramente oggi si rallegrerà dal cielo che il Signore mi abbia concesso la grazia di poter stare ora con voi, così come avrà benedetto i tanti milioni di messicani che hanno voluto venerare, recentemente, le sue reliquie in tutti gli angoli del Paese. Ebbene, in questo monumento si rappresenta Cristo Re. Ma le corone che lo accompagnano, una da sovrano ed un'altra di spine, indicano che la sua regalità non è come molti la intesero e la intendono. Il suo regno non consiste nel potere dei suoi eserciti per sottomettere gli altri con la forza o la violenza. Si fonda su un potere più grande, che conquista i cuori: l'amore di Dio che Egli ha portato al mondo col suo sacrificio e la verità, di cui ha dato testimonianza. Questa è la sua signoria che nessuno gli potrà togliere e che nessuno deve dimenticare. Per questo è giusto che, innanzitutto, questo santuario sia un luogo di pellegrinaggio, di preghiera fervente, di conversione, di riconciliazione, di ricerca della verità e accoglienza della grazia. A Lui, a Cristo, chiediamo che regni nei nostri cuori, rendendoli puri, docili, pieni di speranza e coraggiosi nella loro umiltà.

Anche oggi, da questo parco, con il quale si vuole ricordare il bicentenario della nascita della Nazione messicana, che ha unito molte differenze, ma con un destino ed un’aspirazione comuni, chiediamo a Cristo un cuore puro, dove egli possa abitare come Principe della pace, "grazie al potere di Dio, che è il potere del bene, il potere dell'amore". E, affinché Dio abiti in noi, bisogna ascoltarlo, bisogna lasciarsi interpellare dalla sua Parola ogni giorno, meditandola nel proprio cuore, sull’esempio di Maria (cfr Lc 2,51). Così cresce la nostra amicizia personale con Lui, si impara quello che Egli attende da noi e si riceve incoraggiamento per farlo conoscere agli altri.

In Aparecida, i Vescovi dell'America Latina e dei Caraibi hanno colto con lungimiranza la necessità di confermare, rinnovare e rivitalizzare la novità del Vangelo, radicata nella storia di queste terre "dall'incontro personale e comunitario con Gesù Cristo che susciti discepoli e missionari" (Documento conclusivo, 11). La Misión Continental che si sta portando avanti, diocesi per diocesi, in questo Continente, ha precisamente l’obiettivo di far arrivare questa convinzione a tutti i cristiani e alle comunità ecclesiali, affinché resistano alla tentazione di una fede superficiale e abitudinaria, a volte frammentaria ed incoerente. Anche qui si deve superare la stanchezza della fede e recuperare "la gioia di essere cristiani, l’essere sostenuti dalla felicità interiore di conoscere Cristo e di appartenere alla sua Chiesa. Da questa gioia nascono anche le energie per servire Cristo nelle situazioni opprimenti di sofferenza umana, per mettersi a sua disposizione, senza ripiegarsi sul proprio benessere" (Discorso alla Curia Romana, 22 dicembre 2011). Lo vediamo molto bene nei Santi, che si dedicarono completamente alla causa del Vangelo con entusiasmo e con gioia, senza badare ai sacrifici, anche quello della propria vita. Il loro cuore era una opzione incondizionata per Cristo dal quale avevano imparato ciò che significa veramente amare fino alla fine.

In questo senso, l’"Anno della fede", che ho convocato per tutta la Chiesa, "è un invito ad un'autentica e rinnovata conversione al Signore, unico Salvatore del mondo… La fede, infatti, cresce quando è vissuta come esperienza di un amore ricevuto e quando viene comunicata come esperienza di grazia e di gioia" (Lett. ap. Porta fidei, 11 ottobre 2011, 6.7).

Chiediamo alla Vergine Maria che ci aiuti a purificare il nostro cuore, specialmente nell’avvicinarci alla celebrazione delle feste di Pasqua, affinché giungiamo a partecipare meglio al Mistero di salvezza del suo Figlio, come Ella lo ha fatto conoscere in queste Terre. E chiediamole anche che continui ad accompagnare e proteggere i suoi cari figli messicani e latinoamericani, affinché Cristo regni nelle loro vite e li aiuti a promuovere con coraggio la pace, la concordia, la giustizia e la solidarietà. Amen.

[00403-01.01] [Testo originale: Spagnolo]

 TRADUZIONE IN LINGUA FRANCESE

Chers frères et sœurs,

Je me réjouis d’être parmi vous, et je remercie vivement Mgr José Guadalupe Martín Rábago, Archevêque de León, pour ses aimables paroles de bienvenue. Je salue l’épiscopat mexicain, de même que Messieurs les Cardinaux et les autres Évêques ici présents, particulièrement ceux qui sont venus de l’Amérique Latine et des Caraïbes. Mon salut chaleureux va également aux autorités qui nous accompagnent, de même qu’à tous ceux qui se sont réunis pour participer à cette Sainte Messe présidée par le Successeur de Pierre.

« Crée en moi un cœur pur, ô mon Dieu » (Ps 50, 12), avons-nous invoqué dans le psaume responsorial. Cette exclamation montre la profondeur avec laquelle nous devons nous préparer à célébrer la semaine prochaine le grand mystère de la passion, mort et résurrection du Seigneur. Elle nous aide pareillement à regarder au plus profond du cœur humain, spécialement dans les moments à la fois de douleur et d’espérance, comme ceux que traverse actuellement le peuple mexicain et bien d’autres de l’Amérique Latine.

Le désir d’un cœur pur, sincère, humble, agréable à Dieu, était déjà très ressenti par Israël, à mesure qu’il prenait conscience de la persistance du mal et du péché en son sein, comme une puissance pratiquement implacable et impossible à dépasser. Il restait seulement à se confier à la miséricorde de Dieu tout-puissant et dans l’espérance qu’il changera de l’intérieur, au fond du cœur, une situation insupportable, obscure et sans avenir. Ainsi fut ouvert le chemin du recours à la miséricorde infinie du Seigneur, qui ne veut pas la mort du pécheur, mais qu’il se convertisse et vive (cf. Ez 33,11). Un cœur pur, un cœur nouveau, est celui qui se reconnait impuissant par lui-même, et s’en remet entre les mains de Dieu pour continuer à espérer en ses promesses. De cette manière, le psalmiste peut dire avec conviction au Seigneur : « Vers toi, reviendront les égarés » (Ps 50, 15). Et, vers la fin du psaume, il donnera une explication qui est en même temps une ferme confession de foi : « Tu ne repousses pas, ô mon Dieu, un cœur brisé et broyé » (v. 19).

L’histoire d’Israël raconte aussi des grandes prouesses et des batailles. Toutefois, au moment d’affronter son existence la plus authentique, son destin le plus décisif : le salut, il met son espérance en Dieu plus qu’en ses propres forces, en Dieu qui peut recréer un cœur nouveau, qui n’est ni insensible ni arrogant. Cela peut nous rappeler aujourd’hui, à chacun de nous et à nos peuples que, quand il s’agit de la vie personnelle et communautaire dans sa dimension la plus profonde, les stratégies humaines ne suffiront pas pour nous sauver. On doit aussi avoir recours au seul qui peut donner la vie en plénitude, parce qu’il est lui-même l’essence de la vie et son auteur, et il nous a donné d’y participer par son Fils Jésus-Christ.

L’Évangile d’aujourd’hui poursuit en nous faisant voir comment ce désir antique de vie plénière s’est accompli réellement dans le Christ. Saint Jean l’explique dans un passage où le désir de quelques grecs de voir Jésus coïncide avec le moment où le Seigneur va être glorifié. À la demande des grecs, représentants du monde païen, Jésus répond en disant : « L’heure est venue pour le Fils de l’homme d’être glorifié » (Jn 12, 23). Voici une réponse étrange, qui semble incohérente avec la demande des grecs. Qu’est-ce que la glorification de Jésus a à voir avec la demande de le rencontrer ? Il existe pourtant un lien. Quelqu’un pourrait penser – observe saint Augustin – que Jésus se sent glorifié parce que les gentils viennent à lui. Nous dirions aujourd’hui : quelque chose de similaire aux applaudissements de la foule qui rend « gloire » aux grands de ce monde. Il n’en est pourtant pas ainsi. « Il était convenable que la grandeur de sa glorification soit précédée par l’humiliation de sa passion » (In Joannis Ev., 51, 9 : PL 35, 1766).

La réponse de Jésus, annonçant sa passion imminente, veut dire qu’une rencontre fortuite en ces moments-là serait superflue et peut-être trompeuse. Ce que les grecs désirent voir, en réalité ils le verront quand il sera élevé sur la croix, d’où il attirera tous les hommes à lui (cf. Jn 12, 32). Là commencera sa « gloire », à cause de son sacrifice d’expiation pour tous ; comme le grain de blé tombé en terre qui, en mourant, germe et porte beaucoup de fruit. Ils rencontreront celui qu’assurément ils recherchaient, sans le savoir, dans leurs cœurs, le vrai Dieu qui se rend reconnaissable à tous les peuples. Ceci est également la manière par laquelle Notre-Dame de Guadeloupe a montré son divin Fils à saint Juan Diego. Non pas comme un héros prodigieux d’une légende, mais comme le vrai Dieu, pour lequel on vit, le Créateur de toutes les personnes, dans la proximité et l’immédiateté, le Créateur du ciel et de la terre (cf. Nican Mopohua, v. 33). La Vierge fit en ce moment ce dont elle avait déjà fait l’expérience lors des Noces de Cana. Devant la gêne causée par le manque de vin, elle a indiqué clairement aux serviteurs que la voie à suivre était son Fils : « Faites tout ce qu’il vous dira » (Jn 2, 5).

Chers frères, en venant ici j’ai pu m’approcher du monument dédié au Christ Roi, sur la hauteur du Cubilete. Mon vénéré prédécesseur, le bienheureux Pape Jean-Paul II, bien que l’ayant désiré ardemment, n’a pas pu visiter, ce lieu emblématique de la foi du peuple mexicain, au cours de ses voyages dans cette terre bien-aimée. Il se réjouira certainement aujourd’hui du ciel du fait que le Seigneur m’ait donné la grâce de pouvoir être maintenant avec vous, comme il bénirait aussi tant de millions de mexicains qui ont voulu vénérer récemment ses reliques partout dans le pays. Et bien, c’est le Christ Roi qui est représenté dans ce monument. Pourtant les couronnes qui l’accompagnent, l’une de souverain et l’autre d’épines, montrent que sa royauté n’est pas comme beaucoup l’avaient comprise et la comprennent. Son règne ne consiste pas dans la puissance de ses armées pour soumettre les autres par la force ou la violence. Il se fonde sur un pouvoir plus grand qui gagne les cœurs : l’amour de Dieu qu’il a apporté au monde par son sacrifice, et la vérité dont il a rendu témoignage. C’est cela sa seigneurie, que personne ne pourra lui enlever, et que personne ne doit oublier. C’est pourquoi, il est juste que, par-dessus tout, ce sanctuaire soit un lieu de pèlerinage, de prière fervente, de conversion, de réconciliation, de recherche de la vérité et de réception de la grâce. À lui, au Christ, demandons qu’il règne dans nos cœurs en les rendant purs, dociles, pleins d’espérance et courageux dans leur humilité.

Aujourd’hui aussi, depuis ce parc par lequel on veut rappeler le bicentenaire de la naissance de la nation mexicaine, qui unit en elle beaucoup de différences, mais avec un destin et une ardeur communs, demandons au Christ un cœur pur, où il puisse habiter comme prince de la paix, grâce au pouvoir de Dieu, qui est pouvoir du bien, pouvoir d’amour. Et, pour que Dieu habite en nous, il faut l’écouter ; il faut se laisser interpeler par sa Parole chaque jour, en la méditant dans son cœur, à l’exemple de Marie (cf. Lc 2, 51). Ainsi grandit notre amitié personnelle avec lui ; s’apprend ce qu’il attend de nous et se reçoit le courage pour le faire connaître aux autres.

À Aparecida, les Évêques de l’Amérique latine et des Caraïbes ont ressenti avec clairvoyance la nécessité de renforcer, de renouveler et de revitaliser la nouveauté de l’Évangile enracinée dans l’histoire de ces terres « depuis la rencontre personnelle et communautaire avec Jésus-Christ, qui suscite des disciples et des missionnaires » (Document conclusif, 11). La Mission Continentale, qui est maintenant mise en acte dans chaque diocèse de ce Continent, a précisément pour but de faire parvenir cette conviction à tous les chrétiens et aux communautés ecclésiales, pour qu’ils résistent à la tentation d’une foi superficielle et routinière, parfois fragmentaire et incohérente. Ici aussi, on doit dépasser la fatigue de la foi et récupérer « la joie d’être chrétiens, le fait d’être soutenus par le bonheur intérieur de connaître le Christ et d’appartenir à son Église. De cette joie naissent aussi les énergies pour servir le Christ dans les situations opprimantes de souffrance humaine, pour se mettre à sa disposition sans se replier sur son propre bien-être » (Discours à la Curie romaine, 22 décembre 2011). Nous le voyons très bien dans les saints, qui se sont donnés pleinement à la cause de l’Évangile avec enthousiasme et avec joie, sans épargner les sacrifices, y compris celui de leur propre vie. Leur cœur était un choix inconditionnel pour le Christ, dont ils ont appris ce que signifie aimer vraiment jusqu’au bout.

En ce sens, l’Année de la foi, à laquelle j’ai convié toute l’Église, « est une invitation à une conversion authentique et renouvelée au Seigneur, unique Sauveur du monde […] la foi grandit quand elle est vécue comme expérience d’un amour reçu et quand elle est communiquée comme expérience de grâce et de joie » (Porta fidei, 11 octobre 2011, nn. 6,7).

Demandons à la Vierge Marie de nous aider à purifier notre cœur, particulièrement alors que s’approche la célébration des fêtes de Pâques, pour que nous puissions mieux participer au mystère du salut de son Fils, tel qu’elle l’a fait connaître sur ces terres. Et demandons-lui aussi de continuer à accompagner et à protéger ses chers enfants mexicains et latino-américains, pour que le Christ règne dans leur vie et les aide à promouvoir avec audace la paix, la concorde, la justice et la solidarité. Amen.

[00403-03.01] [Texte original: Espagnol]

 TRADUZIONE IN LINGUA INGLESE

Dear Brothers and Sisters,

I am very pleased to be among you today and I express my sincere gratitude to the Most Reverend José Guadalupe Martín Rábago, Archbishop of León, for his kind words of welcome. I greet the Mexican Bishops, and the Cardinals and other Bishops present here, and in a special way those who have come from Latin America and the Caribbean. I also extend a warm greeting to the authorities that are with us, as well as all who have gathered for this Holy Mass presided by the Successor of Peter.

We said, "A pure heart, create for me, O God" (Ps 50:12) during the responsorial psalm. This exclamation shows us how profoundly we must prepare to celebrate next week the great mystery of the passion, death and resurrection of the Lord. It also helps us to look deeply into the human heart, especially in times of sorrow as well as hope, as are the present times for the people of Mexico and of Latin America.

The desire for a heart that would be pure, sincere, humble, acceptable to God was very much felt by Israel as it became aware of the persistence in its midst of evil and sin as a power, practically implacable and impossible to overcome. There was nothing left but to trust in God’s mercy and in the hope that he would change from within, from the heart, an unbearable, dark and hopeless situation. In this way recourse gained ground to the infinite mercy of the Lord who does not wish the sinner to die but to convert and live (cf. Ez 33:11). A pure heart, a new heart, is one which recognizes that, of itself, it is impotent and places itself in God’s hands so as to continue hoping in his promises. Then the psalmist can say to the Lord with conviction: "Sinners will return to you" (Ps 50:15). And towards the end of the psalm he will give an explanation which is at the same time a firm conviction of faith: "A humble, contrite heart you will not spurn" (v. 19).

The history of Israel relates some great events and battles, but when faced with its more authentic existence, its decisive destiny, its salvation, it places its hope not in its own efforts, but in God who can create a new heart, not insensitive or proud. This should remind each one of us and our peoples that, when addressing the deeper dimension of personal and community life, human strategies will not suffice to save us. We must have recourse to the One who alone can give life in its fullness, because he is the essence of life and its author; he has made us sharers in the same through his Son Jesus Christ.

Today’s Gospel takes up the topic and shows us how this ancient desire for the fullness of life has actually been achieved in Christ. Saint John explains it in a passage in which the wish of some Greeks to see Jesus coincides with the moment in which the Lord is about to be glorified. Jesus responds to the question of the Greeks, who represent the pagan world, saying: "Now the hour has come for the Son of Man to be glorified" (Jn 12:23). This is a strange response which seems inconsistent with the question asked by the Greeks. What has the glorification of Jesus to do with the request to meet him? But there is a relation. Someone might think – says Saint Augustine – that Jesus felt glorified because the Gentiles were coming to him. This would be similar to the applause of the multitudes who give "glory" to those who are grand in the world, as we would say today. But this is not so. "It was convenient that, before the wonder of his glorification, should come the humility of his passion" (In Joannis Ev. 51:9: PL 35, 1766).

Jesus’ answer, announcing his imminent passion, means that a casual encounter in those moments would have been superficial and perhaps deceptive. The Greeks will see the one they wished to meet raised up on the cross from which he will attract all to himself (cf. Jn 12:32). There his "glory" will begin, because of his sacrifice of expiation for all, as the grain of wheat fallen to the ground that by dying germinates and produces abundant fruit. They will find the one whom, unknown to them, they were seeking in their hearts, the true God who is made visible to all peoples. This was how Our Lady of Guadalupe showed her divine Son to Saint Juan Diego, not as a powerful legendary hero but as the very God of the living, by whom all live, the Creator of persons, of closeness and immediacy, of heaven and earth (cf. Nican Mopohua, v.33). At that moment she did what she had done previously at the wedding feast of Cana. Faced with the embarrassment caused by the lack of wine, she told the servants clearly that the path to follow was her Son: "Do whatever he tells you" (Jn 2:5).

Dear brothers and sisters, by coming here I have been able to visit the monument to Christ the King situated on top of the Cubilete. My venerable predecessor, Blessed Pope John Paul II, although he ardently desired to do so, was unable on his several journeys to this beloved land to visit this site of such significance for the faith of the Mexican people. I am sure that in heaven he is happy that the Lord has granted me the grace to be here with you and that he has blessed the millions of Mexicans who have venerated his relics in every corner of the country. This monument represents Christ the King. But his crowns, one of a sovereign, the other of thorns, indicate that his royal status does not correspond to how it has been or is understood by many. His kingdom does not stand on the power of his armies subduing others through force or violence. It rests on a higher power than wins over hearts: the love of God that he brought into the world with his sacrifice and the truth to which he bore witness. This is his sovereignty which no one can take from him and which no one should forget. Hence it is right that this shrine should be above all a place of pilgrimage, of fervent prayer, of conversion, of reconciliation, of the search for truth and the acceptance of grace. We ask Christ, to reign in our hearts, making them pure, docile, filled with hope and courageous in humility.

From this park, foreseen as a memorial of the bicentenary of the birth of the Mexican nation, bringing together many differences towards one destiny and one common quest, we ask Christ for a pure heart, where he as Prince of Peace may dwell "thanks to the power of God who is the power of goodness, the power of love". But for God to dwell in us, we need to listen to him; we must allow his Word to challenge us every day, meditating upon it in our hearts after the example of Mary (cf. Lk 2:51). In this way we grow in friendship with him, we learn to understand what he expects from us and we are encouraged to make him known to others.

At Aparecida, the Bishops of Latin America and the Caribbean saw with clarity the need to confirm, renew and revitalize the newness of the Gospel rooted deeply in the history of these lands "on the basis of a personal and community encounter with Jesus Christ which raises up disciples and missionaries" (Final Document, 11). The Continental Mission now taking place in the various dioceses of this continent has the specific task of transmitting this conviction to all Christians and ecclesial communities so that they may resist the temptation of a faith that is superficial and routine, at times fragmentary and incoherent. Here we need to overcome fatigue related to faith and rediscover "the joy of being Christians, of being sustained by the inner happiness of knowing Christ and belonging to his Church. From this joy spring the energies that are needed to serve Christ in distressing situations of human suffering, placing oneself at his disposition and not falling back on one’s own comfort" (Address to the Roman Curia, 22 December 2011). This can be seen clearly in the saints who dedicated themselves fully to the cause of the Gospel with enthusiasm and joy without counting the cost, even of life itself. Their heart was centred entirely on Christ from whom they had learned what it means to love until the end.

In this sense the Year of Faith, to which I have convoked the whole Church, "is an invitation to an authentic and renewed conversion to the Lord, the only Saviour of the world […]. Faith grows when it is lived as an experience of love received and when it is communicated as an experience of grace and joy" (Porta Fidei 6, 7).

Let us ask the Blessed Virgin Mary to assist us in purifying our hearts, especially in view of the coming Easter celebrations, that we may enter more deeply the salvific mystery of her Son, as she made it known in this land. And let us also ask her to continue accompanying and protecting her Mexican and Latin American children, that Christ may reign in their lives and help them boldly to promote peace, harmony, justice and solidarity. Amen.

[00403-02.01] [Original text: Spanish]

 TRADUZIONE IN LINGUA TEDESCA

Liebe Brüder und Schwestern!

Ich freue mich sehr, bei euch zu sein, und ich möchte ganz herzlich dem Erzbischof von León José Guadalupe Martín Rábago für seine freundlichen Worte des Willkommens danken. Ich grüße den mexikanischen Episkopat wie auch die Herren Kardinäle und die weiteren anwesenden Bischöfe, besonders jene aus Lateinamerika und aus der Karibik. Einen herzlichen Gruß richte ich ferner an die Vertreter des öffentlichen Lebens, die uns begleiten, und an alle, die sich hier versammelt haben, um an der Feier der Heiligen Messe unter dem Vorsitz des Nachfolgers Petri teilzunehmen.

„Erschaffe mir, Gott, ein reines Herz" (Ps 51,12), haben wir im Antwortpsalm gebetet. Dieser Ausruf macht uns die Intensität deutlich, mit der wir uns vorbereiten müssen, um nächste Woche das große Geheimnis des Leidens, des Todes und der Auferstehung des Herrn zu feiern. Das Wort führt uns auch dazu, tief in das menschliche Herz zu schauen, besonders in den Zeiten, in denen Schmerz und Hoffnung beieinander liegen, wie sie das mexikanische Volk und auch die anderen Völker Lateinamerikas gerade durchleben.

Das Streben nach einem reinen, aufrichtigen, demütigen und gottgefälligen Herzen hat man schon beim Volk Israel deutlich gespürt, wo es sich der Fortdauer des Übels und der Sünde in seinem Innern als einer geradezu unversöhnlichen und unüberwindlichen Macht bewußt wurde. Es blieben nur das Vertrauen in die Barmherzigkeit des allmächtigen Gottes und die Hoffnung, daß er von innen her, vom Herzen her, eine unerträgliche und dunkle Situation ohne Zukunft umwandeln würde. So wurde der Weg bereitet, Zuflucht zur unendlichen Barmherzigkeit des Herrn zu nehmen, der nicht den Tod des Sünders will, sondern daß er umkehrt und lebt (vgl. Ez 33,11). Ein reines Herz, ein neues Herz ist jenes, das sich selbst als ohnmächtig erkennt und sich in die Hände Gottes begibt, um weiter auf seine Verheißungen zu hoffen. Auf diese Weise kann der Psalmist voller Überzeugung zum Herrn sagen: „Die Sünder kehren um zu dir" (Ps 51,15). Und gegen Ende des Psalms gibt er eine Erklärung, die zugleich ein deutliches Bekenntnis des Glaubens ist: „Ein zerbrochenes und zerschlagenes Herz wirst du, Gott, nicht verschmähen" (V. 19).

Die Geschichte Israels berichtet auch von großen Taten und Kämpfen. Aber in dem Augenblick, da sich Israel seiner wahren Bestimmung stellt, seinem maßgeblichen Ziel, der Erlösung, setzt es seine Hoffnung nicht so sehr auf die eigenen Kräfte als auf Gott, der ein neues Herz erschaffen kann, das nicht gefühllos und selbstgefällig ist. Dies kann uns heute daran erinnern – jeden einzelnen von uns wie auch unsere Volksgemeinschaft, daß, wenn es um die tiefste Dimension des persönlichen wie des gemeinschaftlichen Lebens geht, menschliche Strategien für unsere Erlösung nicht ausreichen. Man muß sich auch an den Einen wenden, der Leben in Fülle geben kann, denn er selbst ist der Inbegriff und Urheber des Lebens, und er hat uns daran Anteil gegeben durch seinen Sohn Jesus Christus.

Das heutige Evangelium läßt uns weiter sehen, wie dieses alte Streben nach dem wahren Leben in Christus wirklich erfüllt wurde. Das erklärt der heilige Johannes in einem Abschnitt, in dem der Wunsch einiger Griechen, Jesus zu sehen, und der Augenblick, in dem der Herr verherrlicht werden soll, zusammentreffen. Auf die Frage der Griechen als Vertreter der Welt der Heiden antwortet Jesus: „Die Stunde ist gekommen, daß der Menschensohn verherrlicht wird" (Joh 12,23). Eine merkwürdige Antwort, die auf die Frage der Griechen nicht zu passen scheint. Was hat die Verherrlichung Jesu mit der Bitte zu tun, ihm zu begegnen? Tatsächlich gibt es einen Zusammenhang. Jemand könnte meinen – bemerkt der heilige Augustinus – daß sich Jesus verherrlicht sehe, weil die Heiden zu ihm gekommen waren; ähnlich etwa dem Applaus der Menge, der die Großen der Welt „verherrlicht", würden wir heute sagen. Aber so ist es nicht. „Der Höhe der Verherrlichung mußte die Erniedrigung seines Leidens vorausgehen" (In Joannis Ev., 51,9: PL 35,1766).

Die Antwort Jesu, die sein bevorstehendes Leiden ankündigt, sagt, daß eine zufällige Begegnung in diesem Augenblick überflüssig und vielleicht trügerisch ist. Das, was die Griechen sehen wollen, werden sie tatsächlich am Kreuz erhöht sehen, von dem aus er alle an sich ziehen wird (vgl. Joh 12,32). Hier beginnt seine „Verherrlichung" durch sein Sühnopfer für alle – wie das Weizenkorn, das in die Erde fällt und stirbt, damit es wächst und reiche Frucht bringt. Sie werden dem begegnen, den sie sicher, ohne es zu wissen, in ihrem Herzen suchten: dem wahren Gott, der sich allen Völkern zu erkennen gibt. Dies ist auch die Art und Weise, mit der Unsere Liebe Frau von Guadalupe ihren göttlichen Sohn dem heiligen Juan Diego gezeigt hat: nicht wie einen außerordentlichen Helden einer Legende, sondern wie den einzig wahren Gott, der Leben spendet, den Schöpfer der Menschen, des Nahen und des Fernen, des Himmels und der Erde (vgl. Nican Mopohua, V. 33). In diesem Augenblick machte sie das, was sie schon bei der Hochzeit von Kana getan hatte. In der peinlichen Situation, da der Wein ausging, zeigte sie den Dienern unmißverständlich, daß der Weg, dem es zu folgen galt, ihr Sohn war: „Was er euch sagt, das tut" (Joh 2,5).

Liebe Brüder und Schwestern! Als ich hierher kam, habe ich ganz nah das Christkönigsmonument auf dem Gipfel des Cubilete gesehen. Mein verehrter Vorgänger, der selige Papst Johannes Paul II., konnte auf seinen Reisen in euer Heimatland diesen für den Glauben des mexikanischen Volkes symbolträchtigen Ort nicht besuchen, obwohl er es sich sehnlichst gewünscht hatte. Sicher wird er sich heute vom Himmel aus freuen, daß mir der Herr die Gnade gewährt hat, jetzt mit euch zusammen zu sein, so wie er auch die vielen Millionen Mexikaner gesegnet hat, die kürzlich seine Reliquien in allen Regionen des Landes verehrt haben. In diesem Monument also wird Christus als König dargestellt. Aber die Kronen, die ihm beigegeben sind, – eine Herrscher- und eine Dornenkrone – zeigen, daß sein Königtum nicht so beschaffen ist, wie es viele verstanden haben und verstehen. Sein Reich besteht nicht in der Macht seiner Heerscharen, um die anderen mit Kraft und Gewalt zu unterwerfen. Es gründet in einer größeren Macht, die die Herzen erobert: die Liebe Gottes, die er der Welt durch sein Opfer gebracht hat, und die Wahrheit, von der er Zeugnis gegeben hat. Dies ist seine Herrschaft, die ihm niemand nehmen kann und die keiner vergessen darf. Deshalb ist es richtig, daß dieses Heiligtum vor allem ein Ort für Wallfahrten, eine Stätte des innigen Gebetes, der Bekehrung, der Versöhnung, der Suche nach der Wahrheit und des Empfangs der Gnade ist. Ihn, Christus, wollen wir bitten, daß er in unseren Herzen herrsche, daß er sie rein, folgsam und in ihrer Demut hoffnungsvoll und mutig mache.

Von diesem Park aus, der an das 200-Jahr-Jubiläum der Geburt der mexikanischen Nation erinnert, die viele verschiedene Elemente in einem doch gemeinsamen Ziel und Streben geeint hat, wollen wir auch heute Christus um ein reines Herz bitten, wo er Wohnung nehmen kann als Fürst des Friedens dank der Macht Gottes, die die Macht des Guten ist, die Macht der Liebe. Und damit Gott in uns wohnen kann, müssen wir auf ihn hören, müssen wir uns von seinem Wort jeden Tag anfragen lassen, indem wir es nach dem Beispiel Marias im eigenen Herzen bewahren (vgl. Lk 2,51). So wächst unsere persönliche Freundschaft mit ihm, wir lernen, was er von uns erwartet, und werden ermutigt, ihn auch den anderen bekannt zu machen.

In Aparecida haben die Bischöfe Lateinamerikas und der Karibik mit Weitblick die Notwendigkeit erkannt, die Neuheit des Evangeliums zu bekräftigen, zu erneuern und wiederzubeleben, eine Neuheit, die in der Geschichte dieser Länder „durch die persönliche Begegnung und Gemeinschaft mit Jesus Christus, der Jünger und Missionare erweckt," (Schlußdokument, 11) verwurzelt ist. Die Misión Continental, die jetzt von Diözese zu Diözese auf diesem Kontinent durchgeführt wird, hat genau das Ziel, diese Überzeugung zu allen Christen und kirchlichen Gemeinschaften zu bringen, damit sie der Versuchung eines oberflächlichen und gewohnheitsmäßigen, manchmal bruchstückhaften und unzusammenhängenden Glaubens widerstehen. Auch hier muß man die Müdigkeit des Glaubens überwinden und „die Freudigkeit des Christseins, des Getragenseins von dem inneren Glück, Christus zu kennen und seiner Kirche zuzugehören, wiedererkennen. Aus dieser Freude kommen auch die Kräfte, Christus in den bedrängenden Situationen menschlichen Leidens zu dienen, sich ihm zur Verfügung zu stellen, ohne nach dem eigenen Wohlbefinden umzuschauen" (Ansprache an die Römische Kurie, 22. Dezember 2011). Das sehen wir sehr gut bei den Heiligen, die sich mit Begeisterung und Freude ganz der Sache des Evangeliums verschrieben haben, ohne sich um die Opfer, auch nicht um das des eigenen Lebens, zu kümmern. Ihr Herz hatte eine unbedingte Wahl für Christus getroffen, von dem sie gelernt haben, was es heißt, wirklich bis zur Vollendung zu lieben.

In diesem Sinne ist das Jahr des Glaubens, das ich für die ganze Kirche ausgerufen habe, „eine Aufforderung zu einer echten und erneuerten Umkehr zum Herrn. […] Der Glaube wächst nämlich, wenn er als Erfahrung einer empfangenen Liebe gelebt und als Erfahrung von Gnade und Freude vermittelt wird" (Apostolisches Schreiben Porta fidei, 11. Oktober 2011, 6.7).

Bitten wir die Jungfrau Maria, daß sie uns helfe, unser Herz zu reinigen, insbesondere vor der nahen Feier des Osterfestes, damit wir besser am Geheimnis der Erlösung ihres Sohnes teilhaben, wie sie es hier in diesen Ländern bekannt gemacht hat. Und bitten wir sie auch, daß sie weiterhin ihre geliebten Söhne und Töchter in Mexiko und Lateinamerika begleite und beschütze, damit Christus in ihrem Leben herrsche und ihnen helfe, mutig den Frieden, die Eintracht, die Gerechtigkeit und die Solidarität zu fördern. Amen.

[00403-05.01] [Originalsprache: Spanisch]

 TRADUZIONE IN LINGUA PORTOGHESE

Amados irmãos e irmãs,

Sinto grande alegria por me encontrar no vosso meio e desejo agradecer profundamente a D. José Guadalupe Martín Rábago, Arcebispo de León, as suas amáveis palavras de boas-vindas. Saúdo o Episcopado Mexicano e ainda os Senhores Cardeais e os outros Bispos aqui presentes, em particular quantos provêm da América Latina e do Caribe. Dirijo a minha saudação calorosa também às Autoridades que nos acompanham e a todos os que se congregaram aqui para participar nesta Santa Missa presidida pelo Sucessor de Pedro.

«Criai em mim, ó Deus, um coração puro» (Sal 50, 12): pedimos no Salmo Responsorial. Esta súplica manifesta a profundidade com que devemos preparar-nos para celebrar, na próxima semana, o grande mistério da paixão, morte e ressurreição do Senhor. E ajuda-nos também a olhar no íntimo do coração humano, especialmente em momentos feitos de sofrimento e de esperança como os que atravessam actualmente o povo mexicano e outros povos da América Latina.

O anseio de um coração puro, sincero, humilde, agradável a Deus era já muito sentido por Israel, à medida que ia tomando consciência da persistência do mal e do pecado no seu seio, como um poder praticamente implacável e impossível de superar. A única possibilidade que lhe restava era confiar na misericórdia de Deus omnipotente e esperar que Ele mudasse a partir de dentro, do coração, uma situação insuportável, obscura e sem futuro. Assim foi ganhando espaço o recurso à misericórdia infinita do Senhor, que não quer a morte do pecador, mas que se converta e viva (cf. Ez 33, 11). Um coração puro, um coração novo, é aquele que se reconhece impotente por si mesmo e se coloca nas mãos de Deus para continuar a esperar nas suas promessas. Deste modo, o salmista pode convictamente dizer ao Senhor: «Os transviados hão-de voltar para Vós» (Sal 50, 15). E, mais adiante, dará uma explicação que é ao mesmo tempo uma firme confissão de fé: «Não desprezareis, Senhor, um espírito humilhado e contrito» (Sal 50, 19).

A história de Israel narra também grandes proezas e batalhas, mas quando se trata da sua vida mais autêntica, do seu destino mais decisivo, isto é, da salvação, mais do que em suas próprias forças, Israel depõe a sua esperança em Deus, que pode criar um coração novo, sensível e submisso. Hoje, isto pode recordar a cada um de nós e aos nossos povos que, quando se trata da vida pessoal e comunitária na sua dimensão mais profunda, não bastam as estratégias humanas para nos salvar. Temos, também nós, de recorrer ao Único que nos pode dar vida em plenitude, porque Ele mesmo é a essência da vida e o seu autor, tendo-nos feito participantes dela por seu Filho Jesus Cristo.

O Evangelho de hoje vai mais longe, fazendo-nos ver como este antigo anseio de vida plena se cumpriu realmente em Cristo. Explica-o São João numa passagem onde se cruzam o desejo que alguns gregos tinham de ver Jesus e o momento em que o Senhor está para ser glorificado. À pergunta dos gregos, representantes do mundo pagão, Jesus responde dizendo: «Chegou a hora de o Filho do Homem ser glorificado» (Jo 12, 23). Uma resposta estranha, que parece incoerente com o pedido dos gregos: que tem a ver a glorificação de Jesus com o pedido de se encontrarem com Ele? E todavia há uma relação. Como anota Santo Agostinho, alguém poderia pensar que Jesus Se sentisse glorificado, porque vinham ter com Ele os gentios; algo parecido – diríamos nós hoje – com os aplausos da multidão, quando tributa «glória» aos grandes do mundo. Mas não é assim. «Convinha que a sublimidade da sua glorificação fosse precedida pela humildade da sua paixão» (In Joannis Ev., 51, 9: PL 35, 1766).

A resposta de Jesus, que anunciava a sua paixão como iminente, diz-nos que um eventual encontro naquela hora seria supérfluo e talvez ilusório. Aquele que os gregos realmente querem ver, contemplá-Lo-ão erguido na cruz, a partir da qual atrairá todos a Si (cf. Jo 12, 32). Lá terá início a sua «glória», por causa do seu sacrifício de expiação por todos, como o grão de trigo caído na terra que, morrendo, germina e dá fruto em abundância. Encontrarão Aquele que o seu coração, sem o saber, seguramente buscava: o verdadeiro Deus que Se faz reconhecível a todos os povos. Este é também o modo como Nossa Senhora de Guadalupe mostrou o seu divino Filho a São Juan Diego: não como um lendário herói portentoso, mas como o verdadeiro Deus pelo Qual se vive, o Criador das pessoas, dos vizinhos e parentes, do Céu e da Terra (cf. Nican Mopohua, v. 33). Naquele momento, Ela fez o que já tinha ensaiado nas Bodas de Caná. Na aflição pela falta de vinho, indicou claramente aos serventes que o caminho a seguir era o seu Filho: «Fazei o que Ele vos disser» (Jo 2, 5).

Amados irmãos, quando vinha para cá, passei pelo monumento a Cristo Rei no cimo do Cubilete. O Beato João Paulo II, meu venerado predecessor, embora o desejasse ardentemente, não pôde visitar este lugar emblemático da fé do povo mexicano nas viagens que fez a esta amada terra. Hoje certamente rejubilará no Céu pela graça que o Senhor me concedeu de poder estar agora convosco, como terá abençoado também tantos milhões de mexicanos que ainda recentemente quiseram venerar as suas relíquias em todos os cantos do país. Pois bem, naquele monumento está representado Cristo Rei. Mas as coroas que O acompanham – uma de soberano e outra de espinhos –, indicam que a sua realeza não é como muitos a entenderam e entendem. O seu reino não consiste no poder dos seus exércitos submeterem os outros pela força ou pela violência; funda-se num poder maior, que conquista os corações: o amor de Deus, que Ele trouxe ao mundo com o seu sacrifício, e a verdade de que deu testemunho. Este é o seu domínio, que ninguém Lhe poderá tirar e que ninguém deve esquecer. Por isso é justo que este santuário seja, acima de tudo, um lugar de peregrinação, oração fervorosa, conversão, reconciliação, busca da verdade e acolhimento da graça. Pedimos a Jesus Cristo que reine nos nossos corações, tornando-os puros, dóceis, cheios de esperança e corajosos na sua humildade.

Também hoje, daqui deste parque escolhido para recordar o bicentenário do nascimento da nação mexicana, em que se concentram muitas diversidades sob um destino e uma tarefa comum, pedimos a Cristo um coração puro, onde Ele possa habitar como Príncipe da paz, graças ao poder de Deus que é o poder do bem, o poder do amor. E, para que Deus habite em nós, é preciso escutá-Lo, deixar-se interpelar cada dia pela sua Palavra, meditando-a no próprio coração, a exemplo de Maria (cf. Lc 2, 51). Assim cresce a nossa amizade pessoal com Ele, aprende-se o que Ele espera de nós e recebe-se alento para o darmos a conhecer aos outros.

Na Conferência de Aparecida, os Bispos da América Latina e do Caribe reconheceram, com clarividência, a necessidade de confirmar, renovar e revitalizar a novidade do Evangelho, radicada na história destas terras, «a partir de um encontro pessoal e comunitário com Jesus Cristo, que desperte discípulos e missionários» (Documento conclusivo, 11). E a Missão Continental, que agora se está realizando de diocese em diocese neste Continente, tem precisamente como objectivo fazer chegar esta convicção a todos os cristãos e às comunidades eclesiais, para que resistam à tentação duma fé superficial e rotineira, por vezes fragmentária e incoerente. Também aqui se deve superar o cansaço da fé e recuperar «a alegria de ser cristão, o ser sustentado pela felicidade interior de conhecer Cristo e pertencer à sua Igreja. E desta alegria nascem também as energias para servir Cristo nas situações opressivas de sofrimento humano, para se colocar à sua disposição em vez de acomodar-se no próprio bem-estar» (Discurso à Cúria Romana, 22 de Dezembro de 2011). Vemo-lo claramente nos Santos, que se entregaram plenamente à causa do Evangelho com entusiasmo e alegria, sem olhar a sacrifícios, incluindo o da própria vida. O seu coração vivia uma aposta incondicional por Cristo, de Quem tinham aprendido o que significa verdadeiramente amar até ao fim.

Neste sentido, o Ano da Fé, que proclamei para toda a Igreja, «é convite para uma autêntica e renovada conversão ao Senhor, único Salvador do mundo. (…) Com efeito, a fé cresce quando é vivida como experiência de um amor recebido e é comunicada como experiência de graça e de alegria» (Porta fidei, 11 de Outubro de 2011, 6.7).

Pedimos à Virgem Maria que nos ajude a purificar o nosso coração, tanto mais que já se aproxima a celebração da festa da Páscoa, para que cheguemos a participar melhor no Mistério de salvação do seu Filho, tal como Ela o deu a conhecer nestas terras. E pedimos-Lhe também que continue a acompanhar e proteger os seus dilectos filhos mexicanos e latino-americanos, para que Cristo reine nas suas vidas e os ajude a promover com coragem a paz, a concórdia, a justiça e a solidariedade. Amen.

[00403-06.01] [Texto original: Espanhol]

[B0173-XX.01]