Pubblichiamo di seguito il testo dell’omelia che il Cardinale Segretario di Stato Tarcisio Bertone pronuncia nel corso della Celebrazione Eucaristica da lui presieduta questa mattina alle 9.30 (ora locale) in Piazza Pedro Agustín Pérez y Pérez di Guantánamo, in occasione del X anniversario dell’erezione della diocesi di Guantánamo-Baracoa:
● OMELIA DEL CARDINALE TARCISIO BERTONE
Querido Señor Obispo de la Diócesis de Guantánamo-Baracoa,
Hermanos en el Episcopado,
Honorables Autoridades,
Hermanos y Hermanas en Cristo Jesús:
"Tengo los ojos puestos en el Señor, porque él me libra de todo peligro".
La antífona de entrada de la Misa del tercer domingo de Cuaresma nos ayuda a crear el clima adecuado para esta celebración eucarística, que es un cántico de acción de gracias al Señor. Siempre debemos darle gracias por todo, pero hoy se añade un motivo más y es la conmemoración del décimo aniversario de la histórica visita a Cuba del Siervo de Dios Juan Pablo II. Al mismo tiempo que evocamos las imágenes conmovedoras de aquella providencial peregrinación, resuenan en nuestro interior las palabras de la antífona: "Él me libra de todo peligro". Quien tiene siempre la mirada puesta en el Señor, quien se deja guiar por Él, quien lo reconoce como el fundamento más sólido de su propia existencia, experimenta la verdadera libertad del espíritu. Éste es el ejemplo que el inolvidable Juan Pablo II nos ha dejado por su testimonio de total consagración a Cristo y al Evangelio: sus ojos han estado siempre fijos en el Señor y por esto, desprendido de todo, ha gastado la vida por Él hasta el último día, hasta su último respiro.
En este clima de fiesta y de alegría espiritual quiero darles a todos las gracias por su acogida: sé que desde hace tiempo se han preparado con gran esmero para esta visita mía y soy consciente del trabajo que les ha costado. Gracias por todo a cada uno de Ustedes.
En primer lugar, y de modo especial, saludo y agradezco a Mons. Wilfredo Pino, su querido Pastor, la invitación que me ha dirigido para presidir esta liturgia y sus palabras de bienvenida. Saludo cordialmente a las Autoridades presentes y a todos Ustedes, queridos hermanos en el Señor.
Les traigo como regalo precioso la bendición y el recuerdo constante del Santo Padre Benedicto XVI, el cual está cerca de Ustedes con su cariño y oración. Él me ha encargado decirles que sigue y anima su camino de vida cristiana en esta querida Comunidad diocesana, animada por una gran vitalidad y pujanza evangelizadora; una Comunidad a la que las pruebas y los sufrimientos la han hecho todavía más solícita y firme en la fe. A este propósito, querido Señor Obispo, Usted ha puesto de relieve que de las diecinueve comunidades religiosas que había en su jurisdicción cuando Su Santidad Juan Pablo II erigió la Diócesis, se ha pasado en la actualidad a doscientas tres. Este hecho representa un gran signo de esperanza, no sólo para su tierra y para su Iglesia local, sino también para la Iglesia universal y para el mundo entero.
El entusiasmo con el que acogieron hace diez años al Papa Juan Pablo II ha sido como una semilla que, caída en la tierra, ha ido germinando poco a poco y ha dado vida a un gran árbol de abundantes frutos. Demos gracias al Señor.
Prosigan, queridos hermanos y hermanas, la estela trazada por los sacerdotes diocesanos y las comunidades religiosas, que aquí han desarrollado y desarrollan su misión evangelizadora. Juntos podrán dar testimonio de aquella esperanza que no decepciona, como afirma el apóstol Pablo en la segunda Lectura, "porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rm 5,5).
Su Santidad Benedicto XVI, en su reciente Encíclica Spe salvi nos recuerda que Dios es la esperanza que no defrauda. "Sólo Dios –escribe el Papa- es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza". Y añade: "Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar…, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es realmente vida" (n. 31).
Por tanto, sólo este amor, el amor de Dios, puede cambiar la vida de los hombres. Nuestro ser cristianos tiene origen justamente a partir de esta experiencia, como había subrayado ya el Santo Padre en su primera Encíclica Deus caritas est: "No se comienza a ser cristiano –ha escrito- por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (n. 1).
Queridos hermanos y hermanas, ¿no debería ser ésta la experiencia de todos los cristianos? Tanto en su vida personal como en la historia de cada comunidad el encuentro con Jesús es acontecimiento decisivo que cambia la vida. El relato evangélico nos habla hoy del encuentro de Jesús con la Samaritana en el pozo de Jacob, que transformó la escandalosa vida moral de esa mujer y que tuvo repercusiones en toda la aldea. Esta mujer, que fue a sacar agua para las tareas domésticas cotidianas, ve a Jesús cansado y sentado cerca del pozo. No sabe quién es, pero durante el coloquio sucede algo extraordinario en su corazón. Le sorprende que Jesús hable con ella, porque entre judíos y samaritanos no había buenas relaciones. Después, el diálogo se vuelve cada vez más profundo y misterioso. Ella había ido a sacar agua y oye hablar de un manantial extraordinario que brota hasta la vida eterna. Luego su interlocutor comienza a adentrarse en su alma: le habla de su vida personal, y la mujer se da cuenta de que está ante un gran profeta capaz de leer su corazón. La samaritana se llena de confianza, abre su alma y reconoce en Jesús al Mesías. Siente entonces la necesidad de comunicar a sus conciudadanos esa experiencia liberadora que la llena de alegría. Cuando éstos acuden, como señala el evangelista Juan, le dicen: "ya no creemos por lo que tú dices, nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo" (Jn 4,42).
En el episodio de la samaritana se ha visto justamente un paradigma del camino del hombre hacia Dios. Cuando el hombre acepta cuestionarse, cuando sale de sí mismo y se interroga sobre el sentido de la vida y se pone a la búsqueda de Dios, es el propio Dios quien sale a su encuentro, porque Él ha venido a nosotros en Cristo. Es un encuentro que supera siempre las propias expectativas y orienta hacia otras mayores y más duraderas. Fruto de este encuentro es la alegría y la paz del corazón. Entre quienes han seguido fielmente al Señor ¿hay alguno que haya quedado decepcionado, se haya ido triste o abatido? Recorramos la historia del cristianismo, recordemos la experiencia de los apóstoles, de los mártires y de los santos, la experiencia de tantos cristianos que en cada época, y también en nuestro tiempo, en la sencillez de su existencia, han encontrado en Cristo su plena realización.
Ciertamente, Jesús no promete una vida fácil, sin dificultades en esta tierra. Quien lo sigue sabe que tiene que afrontar muchas pruebas. Él, sin embargo, nos robustece con la fuerza de su amor, y su presencia hace que estemos siempre "alegres en la esperanza, firmes en la tribulación, asiduos en la oración" (Rm 12,12).
A este respecto, sé de los sufrimientos presentes en el corazón de muchos jóvenes y conozco también el dolor de los niños y adolescentes que han padecido la separación de sus progenitores y los ha obligado a crecer sin disfrutar de la unión de sus padres. Esto ha provocado en ellos a menudo un dramático desequilibrio afectivo, con nocivas consecuencias a largo plazo para el desarrollo armónico de la persona, al cual contribuye sin duda el afecto y la presencia complementaria de los padres en el mismo hogar.
Exhorto, por tanto, a cuidar cada vez mejor la preparación de los jóvenes al matrimonio e invito a los padres a no escatimar sacrificios para mantener unida la familia, siendo ejemplo de fidelidad matrimonial, buscando siempre el bien del cónyuge y no dejándose vencer por caprichos dañinos. Este ejemplo ayudará a los hijos y les mostrará que se pueden vencer las dificultades de la vida con el respeto mutuo, con el diálogo franco, con la oración en familia y con un amor sincero y profundo.
Queridos hermanos y hermanas confíen en Jesús, porque Él dirige su mirada amorosa hacia cada uno de nosotros. Confíen especialmente en Él Ustedes, queridos jóvenes.
Hoy hago mías las palabras que, en aquel histórico 23 enero de 1998, Juan Pablo II confiara a los jóvenes cubanos en Camagüey. "En su vida –afirmó- está pasando Cristo y les dice: ‘Síganme’. No se cierren a su amor. No pasen de largo. Acojan su palabra. Cada uno ha recibido de Él un llamado. Él conoce el nombre de cada uno. Déjense guiar por Cristo en la búsqueda de lo que les puede ayudar a realizarse plenamente. Abran las puertas de su corazón y de su existencia a Jesús". Y, continuando, insistió con mayor fuerza: "Tengan la seguridad de que Dios no limita su juventud ni quiere para los jóvenes una vida desprovista de alegría. ¡Todo lo contrario! Su poder es un dinamismo que lleva al desarrollo de toda la persona: al desarrollo del cuerpo, de la mente, de la afectividad; al crecimiento de la fe; a la expansión del amor efectivo hacia Ustedes mismos, hacia el prójimo y hacia las realidades terrenales y espirituales" (Mensaje dirigido a los jóvenes cubanos. 23.1.1998, n. 1-3).
Hace diez años el Papa Juan Pablo II lanzó este desafío a los jóvenes cubanos y los invitó a abrir el corazón a Cristo. Este reto sigue vigente. El vigor, la fuerza espiritual de muchas de sus comunidades cristianas que hoy admiramos provienen en buena medida del sí de aquellos jóvenes a Jesús y a su Evangelio. Hoy la Iglesia los necesita todavía más; sigan a Jesús sea lo que sea lo que les pida. Si les llama a seguirlo más de cerca en el ministerio sacerdotal y en las diversas formas de vida consagrada, respóndanle con prontitud y fidelidad; síganlo según los dones que el Espíritu Santo les concede en abundancia. Sean generosos con el Señor y Él no cesará en su generosidad.
Queridos hermanos y hermanas, permítanme que ahora me haga intérprete de la invitación que Su Santidad Benedicto XVI les reitera, haciéndose eco de lo que dijo su Predecesor. Sean constructores de una sociedad cada vez más solidaria y justa, donde reine un sincero espíritu de verdadera hermandad. Para ello, como sugiere el apóstol Pablo, es preciso que nos comprometamos a hacer siempre el bien a los demás, sin responder al mal con el mal (cf. Rom 12,16-21).
Colaboren "con todos y por el bien de todos", le gustaba decir a José Martí, el apóstol de la independencia de Cuba. El Papa desea que éste sea un período en el cual el pueblo cubano crezca unido y solidario gracias al diálogo paciente y perseverante, gracias a gestos de reconciliación y de pacificación que abarquen a todos los sectores de la sociedad. Sólo con el camino de la concordia y la comprensión se curan los corazones, y se sanan definitivamente las heridas provocadas por las tensiones del pasado.
La Iglesia no dejará de ofrecer su propia ayuda para esta acción pacificadora, haciéndose cada vez más la casa común de todos, especialmente de los pobres, de los enfermos, de los necesitados; una gran familia, en la cual cada uno tenga su sitio y desarrolle su propia vocación, al servicio del Señor y para bien de los hermanos.
Pienso ahora de modo particular en los graves daños causados en estos últimos tiempos por calamidades naturales. La experiencia de compartir, de caridad y de ayuda recíproca, que han tenido en tan dolorosa circunstancia, les ha permitido revivir lo que ocurrió en las primeras comunidades cristianas, dónde cada uno se mostraba solícito por las necesidades de los hermanos, atento a la hospitalidad y a la acogida.
Por último, en esta solemne celebración eucarística, no podemos dejar de dar gracias a Dios por la disponibilidad y el amor mostrados hacia esta tierra por muchos sacerdotes y religiosos de otros países. Esta Diócesis y toda Cuba está agradecida a cuántos han venido a esta gran isla como a la viña del Señor, para entregar su vida por el Reino de Cristo y su justicia. A estos nuestros hermanos y hermanas, muchos de los cuales viven y trabajan todavía entre Ustedes, y a los que ya fueron llamados por el Señor, dirigimos nuestro recuerdo agradecido, porque con su obra y su apostolado han contribuido a renovar y a edificar el nuevo pueblo cubano.
Que la Madre de Dios, bajo la advocación de la Virgen de la Caridad, que ha velado y custodiado su pasado, continúe acompañándoles y que su protección maternal sea garantía de esperanza para su futuro. Continuando nuestra celebración invoquémosla con confianza para que les ayude sobre todo a permanecer siempre fieles a Cristo, como lo fueron los Santos que han gastado su vida en esta tierra y que desde el Cielo interceden por ustedes, por sus comunidades cristianas y por toda la nación de Cuba.
[00285-04.01] [Texto original: Español]
● TRADUZIONE IN LINGUA ITALIANA
Caro Signor Vescovo della Diocesi di Guantánamo-Baracoa,
Venerati Fratelli nell'Episcopato,
Onorevoli Autorità,
Fratelli e Sorelle,
«I miei occhi sono sempre rivolti al Signore, perché libera dal laccio i miei piedi».
L'antifona di ingresso della Messa della terza domenica di Quaresima ci aiuta a creare il clima adeguato per questa celebrazione eucaristica, che è un cantico di azione di rendimento di grazie al Signore. Dobbiamo sempre rendere grazie per tutto, ma oggi abbiamo un motivo in più, che è la commemorazione del decimo anniversario della storica visita a Cuba del Servo di Dio Giovanni Paolo II. Mentre evochiamo le immagini commoventi di quel provvidenziale pellegrinaggio, risuonano dentro di noi le parole dell'antifona: «perché libera dal laccio i miei piedi». Chi ha sempre gli occhi rivolti al Signore, chi si lascia guidare da Lui, chi lo riconosce come il fondamento più saldo della sua esistenza, sperimenta la vera libertà dello spirito. Questo è l'esempio che l'indimenticabile Giovanni Paolo II ci ha lasciato con la sua testimonianza di totale consacrazione a Cristo e al Vangelo: ha tenuto i suoi occhi rivolti al Signore e per questo, distaccato da tutto, ha consumato la propria vita per Lui fino all'ultimo giorno, fino al suo ultimo respiro.
In questo clima di festa e di gioia spirituale desidero ringraziare tutti per la vostra accoglienza: so che da tempo vi state preparando con grande impegno a questa mia visita e sono consapevole del lavoro che ha significato per voi. Grazie per tutto a ognuno di voi.
In primo luogo, e in modo speciale, saluto e ringrazio monsignor Wilfredo Pino, il vostro amato Pastore, per l'invito che mi ha rivolto a presiedere questa liturgia e per le sue parole di benvenuto. Saluto cordialmente le autorità presenti e tutti voi, cari Fratelli nel Signore.
Vi porto come regalo prezioso la Benedizione e il ricordo costante del Santo Padre Benedetto XVI, che vi è vicino con il suo affetto e la sua preghiera. Egli mi ha incaricato di dirvi che segue e incoraggia il vostro cammino di vita cristiana in questa amata Comunità diocesana, animata da una grande vitalità e forza evangelizzatrice; una Comunità che le prove e le sofferenze hanno reso ancora più sollecita e salda nella fede. A tale proposito, Cara Eccellenza, Lei ha messo in evidenza il fatto che le diciannove comunità religiose che erano sotto la sua giurisdizione quando Sua Santità Giovanni Paolo II ha eretto la Diocesi, sono diventate attualmente duecentotré. Questo fatto rappresenta un grande segno di speranza, non solo per la vostra terra e per la vostra Chiesa locale, ma anche per la Chiesa universale e per il mondo intero.
L'entusiasmo con il quale avete accolto dieci anni fa Papa Giovanni Paolo II è stato come un seme che, caduto in terra, ha germinato poco a poco e ha dato vita a un grande albero dagli abbondanti frutti. Rendiamo grazie al Signore.
Seguite, cari fratelli e sorelle, la scia lasciata dai sacerdoti diocesani e dalle comunità religiose, che qui hanno svolto e svolgono la loro missione evangelizzatrice. Insieme potrete rendere testimonianza di quella speranza che non delude, come afferma l'apostolo Paolo nella seconda Lettura, «perché l'amore di Dio è stato riversato nei nostri cuori per mezzo dello Spirito Santo che ci è stato dato» (Rm 5, 5).
Sua Santità Benedetto XVI, nella sua recente Enciclica Spe salvi ci ricorda che Dio è la speranza che non delude. «Dio - scrive il Papa - è il fondamento della speranza - non un qualsiasi dio, ma quel Dio che possiede un volto umano e che ci ha amati sino alla fine: ogni singolo e l'umanità nel suo insieme. Il suo regno non è un aldilà immaginario, posto in un futuro che non arriva mai; il suo regno è presente là dove Egli è amato e dove il suo amore ci raggiunge». Poi aggiunge: «Solo il suo amore ci dà la possibilità di perseverare... senza perdere lo slancio della speranza, in un momento che, per sua natura, è imperfetto. E il suo amore, allo stesso tempo, è per noi la garanzia che esiste ciò che solo vagamente intuiamo e, tuttavia, nell'intimo aspettiamo: la vita che è "veramente" vita» (n. 31).
Pertanto solo questo amore, l'amore di Dio, può cambiare la vita degli uomini. Il nostro essere cristiani ha origine proprio a partire da questa esperienza, come ha sottolineato il Santo Padre nella sua prima Enciclica Deus caritas est: «All'inizio dell'essere cristiano - ha scritto - non c'è una decisione etica o una grande idea, bensì l'incontro con un avvenimento, con una Persona, che dà alla vita un nuovo orizzonte e con ciò la direzione decisiva (n. 1).
Cari fratelli e sorelle, non dovrebbe essere questa l'esperienza di tutti i cristiani? Sia nella vita personale sia nella storia di ogni comunità l'incontro con Gesù è l'evento decisivo che cambia l'esistenza. Il racconto evangelico ci parla oggi dell'incontro di Gesù con la Samaritana presso il pozzo di Giacobbe, che trasforma la scandalosa vita morale di questa donna e che ha ripercussioni in tutto il villaggio. La donna che è andata ad attingere l'acqua per le faccende domestiche quotidiane, vede Gesù stanco e seduto vicino al pozzo. Non sa chi è, ma durante il colloquio succede qualcosa di straordinario nel suo cuore. La sorprende il fatto che Gesù parli con lei, poiché fra giudei e samaritani non vi sono buone relazioni. Poi il dialogo diviene sempre più profondo e misterioso. La donna era andata per attingere acqua e sente parlare di una sorgente straordinaria che zampilla per la vita eterna. Quindi l'interlocutore inizia ad addentrarsi nella sua anima: le parla della sua vita personale, e la donna si rende conto di essere dinanzi a un grande profeta capace di leggere nel suo cuore. La samaritana diviene fiduciosa, apre la sua anima e riconosce in Gesù il Messia. Sente allora il bisogno di comunicare ai suoi concittadini questa esperienza liberatrice che la colma di gioia. Quando questi giungono, come indica l'evangelista Giovanni, le dicono: «Non è più per la tua parola che noi crediamo; ma perché noi stessi abbiamo udito e sappiamo che questi è veramente il salvatore del mondo» (Gv 4, 42).
Nell'episodio della samaritana si è visto giustamente un paradigma del cammino dell'uomo verso Dio. Quando l'uomo accetta di mettersi in discussione, quando esce da se stesso e s'interroga sul significato della vita e si mette alla ricerca di Dio, è lo stesso Dio che gli va incontro, poiché Egli è venuto a noi in Cristo. È un incontro che supera sempre le aspettative e orienta verso altre più grandi e più durature. Frutto di questo incontro sono la gioia e la pace del cuore. Fra quanti hanno seguito fedelmente il Signore, ve n'è qualcuno che è rimasto deluso, se ne è andato triste o sconfortato? Ripercorriamo la storia del cristianesimo, ricordiamo l'esperienza degli apostoli, dei martiri e dei santi, l'esperienza di tanti cristiani che in ogni epoca, e anche nel nostro tempo, nella semplicità della loro esistenza, hanno trovato in Cristo la loro piena realizzazione.
Certamente Gesù non promette una vita facile, senza difficoltà su questa terra. Chi lo segue sa che deve affrontare molte prove. Egli, tuttavia, ci fortifica con la forza del suo amore, e la sua presenza fa sì che siamo sempre «lieti nella speranza, forti nella tribolazione, perseveranti nella preghiera» (Rm 12, 12).
A tale proposito, conosco le sofferenze presenti nel cuore di molti giovani e anche il dolore dei bambini e degli adolescenti che hanno vissuto la separazione dei loro genitori e sono stati obbligati a crescere senza beneficiare della loro unione. Ciò ha spesso provocato in loro un drammatico squilibrio affettivo, con conseguenze nocive a lungo termine per lo sviluppo armonioso della persona, a cui contribuiscono senza dubbio l'affetto e la presenza complementare dei genitori nello stesso focolare domestico.
Esorto, pertanto, a curare sempre meglio la preparazione dei giovani al matrimonio e invito i genitori a non lesinare sacrifici per mantenere unita la famiglia, essendo esempio di fedeltà matrimoniale, cercando sempre il bene del coniuge e non lasciandosi vincere da capricci nocivi. Questo esempio aiuterà i figli e mostrerà loro che si possono vincere le difficoltà della vita con il rispetto reciproco, con il dialogo franco, con la preghiera in famiglia e con un amore sincero e profondo.
Cari fratelli e sorelle, confidate in Gesù, poiché Egli rivolge il suo sguardo amorevole verso ognuno di voi. Confidate in modo particolare in Lui, cari giovani.
Oggi faccio mie le parole che, quello storico 23 gennaio 1998, Giovanni Paolo II ha affidato ai giovani cubani a Camagüey: «Nella vostra vita sta passando Cristo e vi dice: "Seguitemi". Non chiudetevi al suo amore. Non passate lontano. Accogliete la sua parola. Ognuno ha ricevuto da Lui una chiamata. Egli conosce ciascuno per nome. Lasciatevi guidare da Cristo nella ricerca di ciò che vi può aiutare a realizzarvi pienamente. Aprite le porte del vostro cuore e della vostra esistenza a Gesù». E continuando, ha insistito con maggiore forza: «Siate certi che Dio non limita la vostra gioventù né vuole per i giovani una vita priva di gioia. Al contrario! Il suo potere è un dinamismo che porta allo sviluppo nell'intera persona del corpo, della mente, dell'affettività, alla crescita della fede, all'espansione dell'amore concreto verso voi stessi, verso il prossimo e verso le realtà terrene e spirituali» (Messaggio ai giovani di Cuba, 23.1.1998, nn. 1 e 3).
Dieci anni fa Papa Giovanni Paolo II ha lanciato questa sfida ai giovani cubani e li ha invitati ad aprire il cuore a Cristo. Questa sfida è ancora attuale. Il vigore, la forza spirituale di molte delle vostre comunità cristiane che oggi ammiriamo provengono in buona parte dal sì di quei giovani a Gesù e al suo Vangelo. Oggi la Chiesa ha ancora più bisogno di voi: seguite Gesù, qualunque cosa Egli vi chieda. Se vi chiama a seguirlo più da vicino nel ministero sacerdotale e nelle diverse forme di vita consacrata, rispondetegli con prontezza e fedeltà; seguitelo secondo i doni che lo Spirito Santo vi concede in abbondanza. Siate generosi con il Signore e la sua generosità non avrà fine.
Cari fratelli e sorelle, permettetemi ora di farmi interprete dell'invito che Sua Santità Benedetto XVI vi ripete, facendosi eco di quanto detto dal suo Predecessore. Siate costruttori di una società sempre più solidale e giusta, dove regni un sincero spirito di autentica fraternità. A tal fine, come suggerisce l'apostolo Paolo, è necessario che c'impegniamo a far sempre il bene agli altri, senza rispondere al male con il male (cfr Rm 12, 16-21).
Collaborate «con tutti e per il bene di tutti» amava dire José Martí, l'apostolo dell'indipendenza di Cuba. Il Papa desidera che questo sia un periodo in cui il popolo cubano cresca unito e solidale grazie al dialogo paziente e perseverante, grazie a gesti di riconciliazione e di pacificazione che comprendano tutti i settori della società. Solo con il cammino della concordia e della comprensione si curano i cuori e si sanano definitivamente le ferite provocate dalle tensioni del passato.
La Chiesa non smetterà di offrire il proprio aiuto per questa azione pacificatrice, divenendo sempre più la casa comune di tutti, soprattutto dei poveri, dei malati, dei bisognosi; una grande famiglia, in cui ognuno abbia il suo posto e sviluppi la propria vocazione, al servizio del Signore e per il bene dei fratelli.
Penso ora in modo particolare ai gravi danni provocati in questi ultimi tempi da calamità naturali. L'esperienza di condivisione, di carità e di aiuto reciproco, che avete vissuto in quella circostanza tanto dolorosa, vi ha permesso di rivivere quello che vissero le prime comunità cristiane, dove ognuno si mostrava sollecito verso i bisogni dei fratelli, attento all'ospitalità e all'accoglienza.
Infine, in questa solenne celebrazione eucaristica, non possiamo non rendere grazie a Dio per la disponibilità e per l'amore dimostrati verso questa terra da tanti sacerdoti e religiosi di altri paesi. Questa Diocesi e tutta Cuba sono grate a quanti sono venuti in questa grande isola come alla vigna del Signore, per offrire la propria vita per il Regno di Cristo e per la sua giustizia. A questi nostri fratelli e sorelle, molti dei quali vivono e lavorano ancora fra voi, e a quanti sono già stati chiamati dal Signore, rivolgiamo il nostro grato ricordo, in quanto con la loro opera e con il loro apostolato hanno contribuito a rinnovare e a edificare il nostro popolo cubano.
Che la Madre di Dio, venerata con il titolo di Virgen de la Caridad, che ha vegliato sul vostro passato e l'ha custodito, continui ad accompagnarvi e che la sua protezione materna sia garanzia di speranza per il futuro! Nel proseguire la nostra celebrazione, invochiamola con fiducia affinché vi aiuti soprattutto a restare sempre fedeli a Cristo, come lo sono stati i Santi che hanno consumato la propria vita in questa terra, e che dal Cielo intercedono per voi, per le vostre comunità cristiane e per tutta la nazione di Cuba.
[00285-01.01] [Testo originale: Spagnolo]
[B0124-XX.01]