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VIAGGIO APOSTOLICO DI SUA SANTITÀ BENEDETTO XVI A VALENCIA (SPAGNA) IN OCCASIONE DEL V INCONTRO MONDIALE DELLE FAMIGLIE (8-9 LUGLIO 2006) (V), 09.07.2006


Alle ore 9.30 di oggi, il Papa presiede la Celebrazione Eucaristica nella Città delle Arti e delle Scienze di Valencia, sede in questi giorni del V Incontro Mondiale delle Famiglie, sul tema: "La trasmissione della fede nella famiglia".

Nel corso della Santa Messa, introdotto dall’indirizzo di omaggio dell’Arcivescovo di Valencia, S.E. Mons. Agustín García-Gasco Vicente, il Santo Padre Benedetto XVI pronuncia l’omelia che riportiamo di seguito:

 OMELIA DEL SANTO PADRE

Queridos hermanos y hermanas:

En esta Santa Misa que tengo la inmensa alegría de presidir, concelebrando con numerosos Hermanos en el episcopado y con un gran número de sacerdotes, doy gracias al Señor por todas las amadas familias que os habéis congregado aquí formando una multitud jubilosa, y también por tantas otras que, desde lejanas tierras, seguís esta celebración a través de la radio y la televisión. A todos deseo saludaros y expresaros mi gran afecto con un abrazo de paz.

Los testimonios de Ester y Pablo, que hemos escuchado antes en las lecturas, muestran cómo la familia está llamada a colaborar en la transmisión de la fe. Ester confiesa: "Mi padre me ha contado que tú, Señor, escogiste a Israel entre las naciones" (14,5). Pablo sigue la tradición de sus antepasados judíos dando culto a Dios con conciencia pura. Alaba la fe sincera de Timoteo y le recuerda "esa fe que tuvieron tu abuela Loide y tu madre Eunice, y que estoy seguro que tienes también tú" (2 Tm 1,5). En estos testimonios bíblicos la familia comprende no sólo a padres e hijos, sino también a los abuelos y antepasados. La familia se nos muestra así como una comunidad de generaciones y garante de un patrimonio de tradiciones.

Ningún hombre se ha dado el ser a sí mismo ni ha adquirido por sí solo los conocimientos elementales para la vida. Todos hemos recibido de otros la vida y las verdades básicas para la misma, y estamos llamados a alcanzar la perfección en relación y comunión amorosa con los demás. La familia, fundada en el matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer, expresa esta dimensión relacional, filial y comunitaria, y es el ámbito donde el hombre puede nacer con dignidad, crecer y desarrollarse de un modo integral.

Cuando un niño nace, a través de la relación con sus padres empieza a formar parte de una tradición familiar, que tiene raíces aún más antiguas. Con el don de la vida recibe todo un patrimonio de experiencia. A este respecto, los padres tienen el derecho y el deber inalienable de transmitirlo a los hijos: educarlos en el descubrimiento de su identidad, iniciarlos en la vida social, en el ejercicio responsable de su libertad moral y de su capacidad de amar a través de la experiencia de ser amados y, sobre todo, en el encuentro con Dios. Los hijos crecen y maduran humanamente en la medida en que acogen con confianza ese patrimonio y esa educación que van asumiendo progresivamente. De este modo son capaces de elaborar una síntesis personal entre lo recibido y lo nuevo, y que cada uno y cada generación está llamado a realizar.

En el origen de todo hombre y, por tanto, en toda paternidad y maternidad humana está presente Dios Creador. Por eso los esposos deben acoger al niño que les nace como hijo no sólo suyo, sino también de Dios, que lo ama por sí mismo y lo llama a la filiación divina. Más aún: toda generación, toda paternidad y maternidad, toda familia tiene su principio en Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

A Ester su padre le había trasmitido, con la memoria de sus antepasados y de su pueblo, la de un Dios del que todos proceden y al que todos están llamados a responder. La memoria de Dios Padre que ha elegido a su pueblo y que actúa en la historia para nuestra salvación. La memoria de este Padre ilumina la identidad más profunda de los hombres: de dónde venimos, quiénes somos y cuán grande es nuestra dignidad. Venimos ciertamente de nuestros padres y somos sus hijos, pero también venimos de Dios, que nos ha creado a su imagen y nos ha llamado a ser sus hijos. Por eso, en el origen de todo ser humano no existe el azar o la casualidad, sino un proyecto del amor de Dios. Es lo que nos ha revelado Jesucristo, verdadero Hijo de Dios y hombre perfecto. Él conocía de quién venía y de quién venimos todos: del amor de su Padre y Padre nuestro.

La fe no es, pues, una mera herencia cultural, sino una acción continua de la gracia de Dios que llama y de la libertad humana que puede o no adherirse a esa llamada. Aunque nadie responde por otro, sin embargo los padres cristianos están llamados a dar un testimonio creíble de su fe y esperanza cristiana. Han de procurar que la llamada de Dios y la Buena Nueva de Cristo lleguen a sus hijos con la mayor claridad y autenticidad.

Con el pasar de los años, este don de Dios que los padres han contribuido a poner ante los ojos de los pequeños necesitará también ser cultivado con sabiduría y dulzura, haciendo crecer en ellos la capacidad de discernimiento. De este modo, con el testimonio constante del amor conyugal de los padres, vivido e impregnado de la fe, y con el acompañamiento entrañable de la comunidad cristiana, se favorecerá que los hijos hagan suyo el don mismo de la fe, descubran con ella el sentido profundo de la propia existencia y se sientan gozosos y agradecidos por ello.

La familia cristiana transmite la fe cuando los padres enseñan a sus hijos a rezar y rezan con ellos (cf. Familiaris consortio, 60); cuando los acercan a los sacramentos y los van introduciendo en la vida de la Iglesia; cuando todos se reúnen para leer la Biblia, iluminando la vida familiar a la luz de la fe y alabando a Dios como Padre.

En la cultura actual se exalta muy a menudo la libertad del individuo concebido como sujeto autónomo, como si se hiciera él sólo y se bastara a sí mismo, al margen de su relación con los demás y ajeno a su responsabilidad ante ellos. Se intenta organizar la vida social sólo a partir de deseos subjetivos y mudables, sin referencia alguna a una verdad objetiva previa como son la dignidad de cada ser humano y sus deberes y derechos inalienables a cuyo servicio debe ponerse todo grupo social.

La Iglesia no cesa de recordar que la verdadera libertad del ser humano proviene de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios. Por ello, la educación cristiana es educación de la libertad y para la libertad. "Nosotros hacemos el bien no como esclavos, que no son libres de obrar de otra manera, sino que lo hacemos porque tenemos personalmente la responsabilidad con respecto al mundo; porque amamos la verdad y el bien, porque amamos a Dios mismo y, por tanto, también a sus criaturas. Ésta es la libertad verdadera, a la que el Espíritu Santo quiere llevarnos" (Homilía en la vigilia de Pentecostés, L’Osservatore Romano, edic. lengua española, 9-6-2006, p. 6).

Jesucristo es el hombre perfecto, ejemplo de libertad filial, que nos enseña a comunicar a los demás su mismo amor: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor" (Jn 15,9). A este respecto enseña el Concilio Vaticano II que "los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, deben apoyarse mutuamente en la gracia, con un amor fiel a lo largo de toda su vida, y educar en la enseñanza cristiana y en los valores evangélicos a sus hijos recibidos amorosamente de Dios. De esta manera ofrecen a todos el ejemplo de un amor incansable y generoso, construyen la fraternidad de amor y son testigos y colaboradores de la fecundidad de la Madre Iglesia como símbolo y participación de aquel amor con el que Cristo amó a su esposa y se entregó por ella" (Lumen gentium, 41).

La alegría amorosa con la que nuestros padres nos acogieron y acompañaron en los primeros pasos en este mundo es como un signo y prolongación sacramental del amor benevolente de Dios del que procedemos. La experiencia de ser acogidos y amados por Dios y por nuestros padres es la base firme que favorece siempre el crecimiento y desarrollo auténtico del hombre, que tanto nos ayuda a madurar en el camino hacia la verdad y el amor, y a salir de nosotros mismos para entrar en comunión con los demás y con Dios.

Para avanzar en ese camino de madurez humana, la Iglesia nos enseña a respetar y promover la maravillosa realidad del matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer, que es, además, el origen de la familia. Por eso, reconocer y ayudar a esta institución es uno de los mayores servicios que se pueden prestar hoy día al bien común y al verdadero desarrollo de los hombres y de las sociedades, así como la mejor garantía para asegurar la dignidad, la igualdad y la verdadera libertad de la persona humana.

En este sentido, quiero destacar la importancia y el papel positivo que a favor del matrimonio y de la familia realizan las distintas asociaciones familiares eclesiales. Por eso, "deseo invitar a todos los cristianos a colaborar, cordial y valientemente con todos los hombres de buena voluntad, que viven su responsabilidad al servicio de la familia" (Familiaris consortio, 86), para que uniendo sus fuerzas y con una legítima pluralidad de iniciativas contribuyan a la promoción del verdadero bien de la familia en la sociedad actual.

Volvamos por un momento a la primera lectura de esta Misa, tomada del libro de Ester. La Iglesia orante ha visto en esta humilde reina, que intercede con todo su ser por su pueblo que sufre, un prefiguración de María, que su Hijo nos ha dado a todos nosotros como Madre; una prefiguración de la Madre, que protege con su amor a la familia de Dios que peregrina en este mundo. María es la imagen ejemplar de todas las madres, de su gran misión como guardianas de la vida, de su misión de enseñar el arte de vivir, el arte de amar.

La familia cristiana –padre, madre e hijos- está llamada, pues, a cumplir los objetivos señalados no como algo impuesto desde fuera, sino como un don de la gracia del sacramento del matrimonio infundida en los esposos. Si éstos permanecen abiertos al Espíritu y piden su ayuda, él no dejará de comunicarles el amor de Dios Padre manifestado y encarnado en Cristo. La presencia del Espíritu ayudará a los esposos a no perder de vista la fuente y medida de su amor y entrega, y a colaborar con él para reflejarlo y encarnarlo en todas las dimensiones de su vida. El Espíritu suscitará asimismo en ellos el anhelo del encuentro definitivo con Cristo en la casa de su Padre y Padre nuestro. Éste es el mensaje de esperanza que desde Valencia quiero lanzar a todas las familias del mundo. Amén.

[01034-04.02] [Texto original: Español]

 TRADUZIONE IN LINGUA ITALIANA

Cari fratelli e sorelle,

In questa Santa Messa che ho l'immensa gioia di presiedere, concelebrando con numerosi Fratelli nell'episcopato e con un gran numero di sacerdoti, ringrazio il Signore per tutte le amate famiglie che si sono qui riunite formando una moltitudine giubilante, e anche per tante altre che, da terre lontane, seguono questa celebrazione attraverso la radio e la televisione. Tutti vi saluto ed esprimo il mio grande affetto con un abbraccio di pace.

Le attestazioni di Ester e Paolo che abbiamo ascoltato prima nelle letture, mostrano come la famiglia è chiamata a collaborare nella trasmissione della fede. Ester confessa: "Mio padre mi ha raccontato che tu, Signore, scegliesti Israele tra le nazioni" (14,5). Paolo segue la tradizione dei suoi antenati ebrei dando ascolto a Dio con coscienza pura. Loda la fede sincera di Timoteo e gli ricorda "fede che fu prima in tua nonna Loide, poi in tua madre Eunice e ora, ne sono certo, anche in te" (2 Tm 1,5). In queste attestazioni bibliche la famiglia comprende non solo genitori e figli, ma anche nonni e antenati. La famiglia si mostra così come una comunità di generazioni e garante di un patrimonio di tradizioni.

Nessun uomo si è dato l'essere a sé stesso né ha acquisito da solo le conoscenze elementari della vita. Tutti abbiamo ricevuto da altri la vita e le verità basilari di essa, e siamo chiamati a raggiungere la perfezione in relazione e comunione amorosa con gli altri. La famiglia, fondata nel matrimonio indissolubile tra un uomo e una donna, esprime questa dimensione relazionale, filiale e comunitaria, ed è l'ambito dove l'uomo può nascere con dignità, crescere e svilupparsi in modo integrale.

Quando un bambino nasce, attraverso la relazione coi suoi genitori incomincia a fare parte di una tradizione familiare che ha radici ancora più antiche. Col dono della vita riceve tutto un patrimonio di esperienza. In riferimento a questo, i genitori hanno il diritto e il dovere inalienabile di trasmetterlo ai figli: educarli alla scoperta della loro identità, introdurli alla vita sociale, all’esercizio responsabile della loro libertà morale e della loro capacità di amare attraverso l'esperienza di essere amati e, soprattutto, nell'incontro con Dio. I figli crescono e maturano umanamente nella misura in cui accolgono con fiducia quel patrimonio e quell'educazione che continuano ad assumere progressivamente. In questo modo sono capaci di elaborare una sintesi personale tra ciò che hanno ricevuto e quello che imparano, e che ognuno e ogni generazione è chiamata a realizzare.

Nell'origine di ogni uomo e, pertanto, in ogni paternità e maternità umana è presente Dio Creatore. Per questo motivo i coniugi devono accogliere il bambino che nasce come figlio non solo loro, ma anche di Dio che lo ama per quello che è e lo chiama alla filiazione divina. Più ancora: ogni atto generativo, ogni paternità e maternità, ogni famiglia ha il proprio principio in Dio che è Padre, Figlio e Spirito Santo.

Con la memoria dei suoi antenati e del suo popolo, il padre di Ester le aveva trasmesso quella di un Dio dal quale tutti provengono e al quale tutti sono chiamati a rispondere. Si tratta della memoria di Dio Padre che ha scelto il suo popolo e che agisce nella storia per la nostra salvezza. La memoria di questo Padre illumina l'identità più profonda degli uomini: da dove veniamo, chi siamo e quanto grande è la nostra dignità. Veniamo certamente dai nostri genitori e siamo loro figli, ma veniamo anche da Dio che ci ha creati a sua immagine e ci ha chiamati ad essere suoi figli. Per questo motivo nell'origine di ogni essere umano non esiste il caso o la fatalità, bensì un progetto dell'amore di Dio. È quello che ci ha rivelato Gesù Cristo, vero Figlio di Dio e uomo perfetto. Egli conosceva da dove veniva e da dove veniamo tutti: dall'amore di suo Padre e nostro Padre.

La fede non è, dunque, una mera eredità culturale, bensì un'azione continua della grazia di Dio che chiama, come anche della libertà umana che può aderire oppure non aderire a quella chiamata. Benché nessuno risponda per un altro, tuttavia i genitori cristiani sono chiamati a dare un'attestazione credibile della loro fede e speranza cristiana. Devono fare in modo che la chiamata di Dio e la Buona Novella di Cristo arrivino ai loro figli con la più grande chiarezza e autenticità.

Col passare degli anni, questo dono di Dio che i genitori hanno contribuito a illustre ai piccoli dovrà anche essere coltivato con saggezza e dolcezza, facendo crescere in essi la capacità di discernimento. In questo modo, con la testimonianza costante dell'amore coniugale dei genitori, vissuto ed impregnato di fede, e con il sostegno affettuoso della comunità cristiana, si favorirà nei figli un approccio personale al dono stesso della fede, affinché scoprano attraverso di essa il senso profondo della propria esistenza e si sentano perciò riconoscenti.

La famiglia cristiana trasmette la fede quando i genitori insegnano ai loro figli a pregare e pregano con essi (cf. Familiaris consortio, 60); quando li avvicinano ai sacramenti e li introducono nella vita della Chiesa; quando tutti si riuniscono per leggere la Bibbia, illuminando la vita familiare con la luce della fede e lodando Dio come Padre.

Nella cultura attuale si esalta molto spesso la libertà dell'individuo inteso come soggetto autonomo, come se egli si facesse da solo e bastasse a sé stesso, al di fuori della sua relazione con gli altri come anche della sua responsabilità nei confronti degli altri. Si cerca di organizzare la vita sociale solo a partire da desideri soggettivi e mutevoli, senza riferimento alcuno ad una verità oggettiva previa come sono la dignità di ogni essere umano e i suoi doveri e diritti inalienabili al cui servizio deve mettersi ogni gruppo sociale.

La Chiesa non cessa di ricordare che la vera libertà dell'essere umano proviene dall’essere stato creato ad immagine e somiglianza di Dio. Perciò, l'educazione cristiana è educazione alla libertà e per la libertà. "Noi facciamo il bene non come schiavi che non sono liberi di fare diversamente, ma lo facciamo perché portiamo personalmente la responsabilità per il mondo; perché amiamo la verità e il bene, perché amiamo Dio stesso e quindi anche le sue creature. È questa la libertà vera, alla quale lo Spirito Santo vuole condurci" (Omelia nella veglia di Pentecoste, L'Osservatore Romano, ed. lingua spagnola, 9-6-2006, p. 6).

Gesù Cristo è l'uomo perfetto, esempio di libertà filiale, che c'insegna a comunicare agli altri il suo stesso amore: "Come il Padre ha amato me, così anch’io ho amato voi; rimanete nel mio amore" (Gv 15,9). A questo riguardo insegna il Concilio Vaticano II che "i coniugi e genitori cristiani, seguendo la propria strada, per tutta la vita devono sorreggersi a vicenda nella grazia con amore fedele ed istruire nella dottrina cristiana e nelle virtù evangeliche la prole, ricevuta con amore da Dio. Così offrono a tutti l'esempio di un amore instancabile e generoso, edificano una comunione di carità e sono testimoni e cooperatori della fecondità della Madre Chiesa come segno e partecipazione di quell'amore con il quale Cristo ha amato la sua Sposa e si è dato per lei" (Lumen gentium, 41).

L’affetto con il quale i nostri genitori ci accolsero ed accompagnarono nei primi passi in questo mondo è come un segno e prolungamento sacramentale dell'amore benevolo di Dio dal quale veniamo. L'esperienza di essere accolti ed amati da Dio e dai nostri genitori è il fondamento solido che favorisce sempre la crescita e lo sviluppo autentico dell'uomo e che tanto ci aiuta a maturare durante il cammino verso la verità e l'amore, come anche ad uscire da noi stessi per entrare in comunione con gli altri e con Dio.

Per avanzare in questo cammino di maturità umana, la Chiesa ci insegna a rispettare e promuovere la meravigliosa realtà del matrimonio indissolubile tra un uomo e una donna che è, inoltre, l'origine della famiglia. Per questo, riconoscere e aiutare questa istituzione è uno dei più importanti servizi che si possono rendere oggi al bene comune e allo sviluppo autentico degli uomini e delle società, così come la migliore garanzia per assicurare la dignità, l'uguaglianza e la vera libertà della persona umana.

A questo proposito, voglio sottolineare l'importanza e il ruolo positivo che svolgono a le distinte associazioni familiari ecclesiali in favore del matrimonio e della famiglia Pertanto "voglio invitare tutti i cristiani a collaborare, cordialmente e coraggiosamente con tutti gli uomini di buona volontà che vivono la loro responsabilità al servizio della famiglia" (Familiaris consortio, 86), affinché unendo le forze e con una legittima pluralità di iniziative contribuiscano alla promozione del vero bene della famiglia nella società attuale.

Ritorniamo per un momento alla prima lettura di questa Messa, tratta dal libro di Ester. La Chiesa orante ha visto in questa umile regina che intercede con tutto il suo essere per il suo popolo che soffre, una prefigurazione di Maria, che suo Figlio ha dato a tutti noi come Madre; una prefigurazione della Madre che protegge col suo amore la famiglia di Dio che peregrina in questo mondo. Maria è l'immagine esemplare di tutte le madri, della loro grande missione come custodi della vita, della loro missione di insegnare l'arte di vivere, l'arte di amare.

La famiglia cristiana –padre, madre e figli - è chiamata, dunque, a perseguire gli obiettivi indicati non come qualcosa imposta dall’esterno, bensì come un dono della grazia del sacramento del matrimonio infusa negli sposi. Se questi rimangono aperti allo Spirito e chiedono il suo aiuto, egli non cesserà di comunicare loro l'amore di Dio Padre manifestato e incarnato in Cristo. La presenza dello Spirito aiuterà i coniugi a non perdere di vista la fonte e la dimensione del loro amore e della loro reciproca donazione, come anche a collaborare con lui per riverberarlo e incarnarlo in tutte le dimensioni della loro vita. Lo Spirito susciterà al tempo stesso in loro l'anelito dell'incontro definitivo con Cristo nella casa di suo Padre e nostro Padre. Questo è il messaggio di speranza che da Valencia voglio lanciare a tutte le famiglie del mondo. Amen.

[01034-01.01] [Testo originale: Spagnolo]

 TRADUZIONE IN LINGUA INGLESE

Dear Brothers and Sisters,

In this Holy Mass which it is my great joy to celebrate, together with many of my Brothers in the Episcopate and a great number of priests, I give thanks to the Lord for all of you, the joyful throng of beloved families gathered in this place, and the many others who in distant lands are following this celebration by radio and television. I greet all of you with an affectionate embrace.

Both Esther and Paul, as we have just heard in today’s readings, testify that the family is called to work for the handing on of the faith. Esther admits: "Ever since I was born, I have heard in the tribe of my family that you, O Lord, took Israel out of all the nations" (14:5). Paul follows the tradition of his Jewish ancestors by worshiping God with a pure conscience. He praises the sincere faith of Timothy and speaks to him about "a faith that lived first in your grandmother Lois and your mother Eunice, and now, I am sure, lives in you" (2 Tim 1:15). In these biblical testimonies, the family includes not only parents and children, but also grandparents and ancestors. The family thus appears to us as a community of generations and the guarantee of a patrimony of traditions.

None of us gave ourselves life or singlehandedly learned how to live. All of us received from others both life itself and its basic truths, and we have been called to attain perfection in relationship and loving communion with others. The family, founded on indissoluble marriage between a man and a woman, is the expression of this relational, filial and communal aspect of life. It is the setting where men and women are enabled to be born with dignity, and to grow and develop in an integral manner.

Once children are born, through their relationship with their parents they begin to share in a family tradition with even older roots. Together with the gift of life, they receive a whole patrimony of experience. Parents have the right and the inalienable duty to transmit this heritage to their children: to help them find their own identity, to initiate them to the life of society, to foster the responsible exercise of their moral freedom and their ability to love on the basis of their having been loved and, above all, to enable them to encounter God. Children experience human growth and maturity to the extent that they trustingly accept this heritage and training which they gradually make their own. They are thus enabled to make a personal synthesis between what has been passed on and what is new, a synthesis that every individual and generation is called to make.

At the origin of every man and woman, and thus in all human fatherhood and motherhood, we find God the Creator. For this reason, married couples must accept the child born to them, not simply as theirs alone, but also as a child of God, loved for his or her own sake and called to be a son or daughter of God. What is more: each generation, all parenthood and every family has its origin in God, who is Father, Son and Holy Spirit.

Esther’s father had passed on to her, along with the memory of her forebears and her people, the memory of a God who is the origin of all and to whom all are called to answer. The memory of God the Father, who chose a people for himself and who acts in history for our salvation. The memory of this Father sheds light on our deepest human identity: where we come from, who we are, and how great is our dignity. Certainly we come from our parents and we are their children, but we also come from God who has created us in his image and called us to be his children. Consequently, at the origin of every human being there is not something haphazard or chance, but a loving plan of God. This was revealed to us by Jesus Christ, the true Son of God and a perfect man. He knew whence he came and whence all of us have come: from the love of his Father and our Father.

Faith, then, is not merely a cultural heritage, but the constant working of the grace of God who calls and our human freedom, which can respond or not to his call. Even if no one can answer for another person, Christian parents are still called to give a credible witness of their Christian faith and hope. The need to ensure that God’s call and the good news of Christ will reach their children with the utmost clarity and authenticity.

As the years pass, this gift of God which the parents have helped set before the eyes of the little ones will also need to be cultivated with wisdom and gentleness, in order to instill in them a capacity for discernment. Thus, with the constant witness of the their parents’ conjugal love, permeated with a living faith, and with the loving accompaniment of the Christian community, children will be helped better to appropriate the gift of their faith, to discover the deepest meaning of their own lives and to respond with joy and gratitude.

The Christian family passes on the faith when parents teach their children to pray and when they pray with them (cf. Familiaris Consortio, 60); when they lead them to the sacraments and gradually introduce them to the life of the Church; when all join in reading the Bible, letting the light of faith shine on their family life and praising God as our Father.

In contemporary culture, we often see an excessive exaltation of the freedom of the individual as an autonomous subject, as if we were self-created and self-sufficient, apart from our relationship with others and our responsibilities in their regard. Attempts are being made to organize the life of society on the basis of subjective and ephemeral desires alone, with no reference to objective, prior truths such as the dignity of each human being and his inalienable rights and duties, which every social group is called to serve.

The Church does not cease to remind us that true human freedom derives from our having been created in God’s image and likeness. Christian education is consequently an education in freedom and for freedom. "We do not do good as slaves, who are not free to act otherwise, bur we do it because we are personally responsible for the world; because we love truth and goodness, because we love God himself and therefore his creatures as well. This is the true freedom to which the Holy Spirit wants to lead us (Homily for the Vigil of Pentecost, 9 June 2006).

Jesus Christ is the perfect human being, an example of filial freedom, who teaches us to share with others his own love: "As the Father has loved me, so I have loved you; abide in my love" (Jn 15:9). And so the Second Vatican Council teaches that "Christian married couples and parents, following their own way, should support one another in grace all through life with faithful love, and should train their children, lovingly received from God, in Christian doctrine and evangelical virtues. Because in this way they present to all an example of unfailing and generous love, they build up the brotherhood of charity, and they stand as witnesses and cooperators of the fruitfulness of Mother Church, as a sign of and a share in that love with which Christ loved his Bride and gave himself for her" (Lumen Gentium, 41).

The joyful love with which our parents welcomed us and accompanied our first steps in this world is like a sacramental sign and prolongation of the benevolent love of God from which we have come. The experience of being welcomed and loved by God and by our parents is always the firm foundation for authentic human growth and authentic development, helping us to mature on the way towards truth and love, and to move beyond ourselves in order to enter into communion with others and with God.

To help us advance along the path of human maturity, the Church teaches us to respect and foster the marvellous reality of the indissoluble marriage between man and woman which is also the origin of the family. To recognize and assist this institution is one of the greatest services which can be rendered nowadays to the common good and to the authentic development of individuals and societies, as well as the best means of ensuring the dignity, equality and true freedom of the human person.

This being the case, I want to stress the importance and the positive role which the Church’s various family associations are playing in support of marriage and the family. Consequently, "I wish to call on all Christians to collaborate cordially and courageously with all people of good will who are serving the family in accordance with their responsibility" (Familiaris Consortio, 86), so that by joining forces in a legitimate plurality of initiatives they will contribute to the promotion of the authentic good of the family in contemporary society.

Let us return for a moment to the first reading of this Mass, drawn from the Book of Esther. The Church at prayer has seen in this humble queen interceding with all her heart for her suffering people, a prefigurement of Mary, whom her Son has given to us all as our Mother; a prefigurement of the Mother who protects by her love God’s family on its earthly pilgrimage. Mary is the image and model of all mothers, of their great mission to be guardians of life, of their mission to be teachers of the art of living and of the art of loving.

The Christian family - father, mother and children - is called, then, to do all these things not as a task imposed from without, but rather as a gift of the sacramental grace of marriage poured out upon the spouses. If they remain open to the Spirit and implore his help, he will not fail to bestow on the them the love of God the Father made manifest and incarnate in Christ. The presence of the Spirit will help spouses not to lose sight of the source and criterion of their love and self-giving, and to cooperate with him to make it visible and incarnate in every aspect of their lives. The Spirit will also awaken in them a yearning for the definitive encounter with Christ in the house of his Father and our Father. And this is the message of hope that, from Valencia, I wish to share with all the families of the world. Amen.

[01034-02.02] [Original text: Spanish]

 

 TRADUZIONE IN LINGUA FRANCESE

Chers Frères et Sœurs,

Au cours de cette Messe que j’ai la grande joie de présider, concélébrant avec de nombreux Frères dans l’épiscopat et un grand nombre de prêtres, je rends grâce au Seigneur pour toutes les familles bien-aimées qui sont rassemblées ici, formant une foule joyeuse, et aussi pour tant d’autres familles qui, même dans des lieux éloignés, suivent cette célébration au moyen de la radio et de la télévision. À tous, je désire adresser mes salutations et exprimer ma profonde affection, avec un geste de paix.

Les témoignages d’Esther et de Paul, que nous avons écoutés dans les lectures, nous montrent que la famille est appelée à apporter sa contribution à la transmission de la foi. Esther confesse: «J’ai entendu répéter, dans la tribu de mes pères, que tu as choisi Israël de préférence à toutes les nations» (14, 5). Paul suit la tradition des ses ancêtres juifs, rendant un culte à Dieu avec une conscience pure. Il loue la foi sincère de Timothée et lui rappelle cette foi: «C’était celle de Loïs, ta grand-mère, et d’Eunikè, ta mère, et je suis convaincu que c’est la même foi qui t’anime aussi» (2 Tm 1, 5). Dans ces témoignages bibliques, la famille ne comprend pas seulement les parents et leurs enfants, mais aussi les grands-parents et les ancêtres. La famille nous est ainsi présentée comme une communauté de générations et comme la garante d’un patrimoine de traditions.

Aucun homme ne s’est donné à lui-même son existence, ni n’a acquis par lui-même les connaissances élémentaires de la vie. Nous avons tous reçu des autres la vie et par-là même les vérités fondamentales, et nous sommes appelés à atteindre la perfection dans la relation et la communion amoureuse avec autrui. La famille, fondée sur le mariage indissoluble entre un homme et une femme, exprime cette dimension relationnelle, filiale et communautaire, et elle constitue le milieu dans lequel l’homme peut naître dans la dignité, grandir et se développer de manière intégrale.

Lorsqu’un enfant naît, à travers la relation avec ses parents, il commence à faire partie d’une tradition familiale, dont les racines sont encore plus anciennes. Avec le don de la vie, il reçoit tout un patrimoine d’expériences. À cet égard, les parents ont le droit et le devoir inaliénables de le transmettre à leurs enfants: les éduquer dans la découverte de leur identité, les initier à la vie sociale, à l’exercice responsable de leur liberté morale et de leur capacité d’aimer à travers l’expérience d’être aimés, et, par-dessus tout, à la rencontre avec Dieu. Les enfants grandissent et mûrissent humainement dans la mesure où ils accueillent avec confiance ce patrimoine et l’éducation qu’ils doivent assumer progressivement. De cette manière, ils sont capables d’élaborer une synthèse personnelle entre ce qu’ils ont reçu et la nouveauté, et ce que chacun personnellement et ce que chaque génération sont appelés à réaliser.

À l’origine de tout homme et, en même temps, de toute paternité et de toute maternité humaines, Dieu créateur est présent. C’est pourquoi les époux doivent accueillir l’enfant qui naît d’eux comme un fils non seulement d’eux, mais aussi de Dieu, qui l’aime pour lui-même et qui l’appelle à la filiation divine. Plus encore, toutes les générations, toute paternité et toute maternité, toute famille, trouvent leur origine en Dieu, qui est Père, Fils et Esprit Saint.

En plus de la mémoire de ses ancêtres et de son peuple, son père avait transmis à Esther la mémoire d’un Dieu de qui tous procèdent et à qui tous sont appelés à répondre. La mémoire de Dieu Père, qui a choisi son peuple et qui agit dans l’histoire pour notre salut. La mémoire de ce Père éclaire l’identité la plus profonde des hommes: d’où nous venons, qui nous sommes et quelle est la grandeur de notre dignité. Nous venons certainement de nos parents et nous sommes leurs enfants, mais nous venons aussi de Dieu, qui nous a créés à son image et qui nous a appelés à être ses fils. C’est pourquoi, à l’origine de tout être humain, il n’existe pas d’aléa ni de hasard, mais un projet de l’amour de Dieu. C’est ce que nous a révélé Jésus Christ, vrai Fils de Dieu et homme parfait. Il connaît de qui il vient et de qui nous venons tous: de l’amour de son Père et de notre Père.

La foi n’est donc pas un simple héritage culturel, mais une action continue de la grâce de Dieu qui appelle et de la liberté humaine qui peut adhérer ou ne pas adhérer à cet appel. Bien que personne ne puisse répondre pour quelqu’un d’autre, les parents chrétiens sont cependant appelés à donner un témoignage crédible de leur foi et de leur espérance chrétiennes. Ils doivent faire en sorte que l’appel de Dieu et la Bonne Nouvelle du Christ parviennent à leurs enfants avec la plus grande clarté et la plus grande authenticité.

Au cours des années, ce don de Dieu que les parents ont contribué à placer devant les yeux de leurs tout-petits nécessitera aussi d’être éduqué avec sagesse et douceur, faisant grandir en eux la capacité de discernement. Ainsi, grâce au témoignage constant de l’amour conjugal de leurs parents, vécu et imprégné de foi, et grâce à un accompagnement véritable de la communauté chrétienne, on favorisera le don de la foi chez les enfants eux-mêmes, qui découvriront avec elle le sens profond de leur existence et qui se sentiront joyeux et reconnaissants pour ce don.

La famille chrétienne transmet la foi lorsque les parents enseignent à leurs enfants à prier et qu’ils prient avec eux (cf. Familiaris consortio, n. 60); lorsqu’ils les font s’approcher des sacrements et qu’ils les introduisent dans la vie de l’Église, lorsqu’ils se réunissent tous pour lire la Bible, plaçant la vie familiale à la lumière de la foi et louant Dieu comme un Père.

Dans la culture actuelle, on exacerbe souvent la liberté de l’individu conçu comme sujet autonome, comme s’il se faisait lui-même et qu’il se suffisait à lui-même, en marge de ses relations avec les autres et étranger à ses responsabilités envers autrui. On entend organiser la vie sociale seulement à partir de désirs subjectifs et changeants, sans aucune référence à une vérité objective préalable, tels que la dignité de tout être humain, ses droits et ses devoirs inaliénables, au service desquels doit se mettre tout groupe social.

L’Église ne cesse de rappeler que la véritable liberté de l’être humain vient du fait d’avoir été créé à l’image et à la ressemblance de Dieu. C’est pourquoi l’éducation chrétienne est une éducation de la liberté et pour la liberté. «Nous faisons le bien non comme des esclaves, qui ne sont pas libres de faire autrement, mais nous le faisons parce que nous portons personnellement la responsabilité pour le monde; parce que nous aimons la vérité et le bien; parce que nous aimons Dieu lui-même et donc ses créatures également. Telle est la liberté véritable, à laquelle l’Esprit Saint veut nous conduire» (Homélie de la veillée de Pentecôte, Osservatore Romano en langue française, n. 23, 6 juin 2006, p. 3).

Jésus Christ est l’homme parfait, l’exemple de la liberté filiale, qui nous enseigne à communiquer aux autres son propre amour: «Comme le Père m’a aimé, moi aussi, je vous ai aimés; demeurez dans mon amour» (Jn 15, 9). À cet égard, le Concile Vatican II enseigne que, «en suivant la route qui leur est propre, les époux et les parents chrétiens, pour leur part, doivent se soutenir mutuellement dans la grâce, tout au long de leur vie, par un amour fidèle, et imprégner du sens des vérités chrétiennes et des vertus de l’Évangile les enfants qu’ils ont reçus de Dieu, avec amour. Ainsi, ils donnent à tous l’exemple d’un amour inlassable et généreux, ils construisent une fraternité de charité, ils sont les témoins et les coopérateurs de la fécondité de la Mère Église, en signe et en participation de l’amour dont le Christ a aimé son Épouse et s’est livré pour elle» (Lumen gentium, n. 41).

La joie amoureuse avec laquelle nos parents nous accueillirent et nous ont accompagnés dans nos premiers pas dans le monde est comme un signe et le prolongement sacramentel de l’amour bienveillant de Dieu d’où nous venons. L’expérience d’avoir été accueillis et aimés par Dieu et par nos parents est le fondement sûr qui favorise toujours la croissance et le développement authentique de l’homme, qui nous aide grandement à mûrir sur notre chemin vers la vérité et l’amour, et à sortir de nous-mêmes pour entrer en communion avec les autres et avec Dieu.

Pour avancer sur ce chemin de maturation humaine, l’Église nous enseigne à respecter et à promouvoir la merveilleuse réalité du mariage indissoluble entre un homme et une femme, qui est aussi l’origine de la famille. C’est pourquoi, reconnaître et soutenir cette institution est un des services les plus importants que l’on puisse apporter aujourd’hui au bien commun et au véritable développement des hommes et des sociétés, de même que la plus grande garantie pour assurer la dignité, l’égalité et la véritable liberté de la personne humaine.

Dans ce sens, je veux rappeler l’importance et la valeur positive de ce que réalisent pour le mariage et la famille les associations familiales ecclésiales. C’est pourquoi, «je désire enfin inviter tous les chrétiens à collaborer, avec cordialité et courage, avec tous les hommes de bonne volonté qui exercent leurs responsabilités au service de la famille» (Familiaris consortio, n. 86), pour que, unissant leurs forces et dans le pluralisme légitime des initiatives, elles contribuent à la promotion du véritable bien de la famille dans la société actuelle.

Revenons quelques instants à la première lecture de la Messe, tirée du livre d’Esther. L’église en prière a vu en cette humble reine, qui intercède avec tout son être pour son peuple qui souffre, une préfiguration de Marie, que son Fils nous a donné à tous comme Mère; une préfiguration de la Mère qui, par son amour, protège la famille de Dieu qui chemine en ce monde. Marie est l’image exemplaire de toutes les mères, de leur grande mission d’être les gardiennes de la vie, de leur mission d’enseigner l’art de la vie, l’art d’aimer.

La famille chrétienne – père, mère, enfants – est appelée aussi à accomplir les objectifs considérés non pas comme imposés de l’extérieur, mais comme un don de la grâce du sacrement de mariage fait aux époux. S’ils demeurent ouverts en permanence à l’Esprit et qu’ils demandent son aide, l’Esprit ne manquera pas de leur communiquer l’amour de Dieu Père, manifesté et incarné dans le Christ. La présence de l’Esprit aidera les époux à ne pas perdre de vue la source et la mesure de leur amour et de leur don mutuel, à collaborer avec l’Esprit pour le rendre présent et l’incarner dans toutes les dimensions de leur existence. L’Esprit suscitera alors en eux le désir de la rencontre définitive avec le Christ dans la maison de son Père et notre Père. Tel est le message d’espérance que, de Valence, je veux lancer à toutes les familles du monde. Amen.

[01034-03.01] [Texte original: Espagnol]

[B0357-XX.01]