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 CONFERENCIA DE PRENSA DE PRESENTACIÓN
DE LA EXHORTACIÓN APOSTÓLICA "ECCLESIA IN EUROPA"

 

INTERVENCIÓN DEL CARD. ANTONIO MARÍA ROUCO VARELA,
ARZOBISPO DE MADRID, RELATOR DEL SÍNODO


 
Roma, sábado 28 de junio de 2003

 

 

Introducción

Como preparación para el gran jubileo del año 2000 el Santo Padre decidió celebrar diversos Sínodos de carácter continental. El último de ellos fue el dedicado a Europa, que tuvo lugar del 1 al 23 de octubre de 1999. Era la II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los obispos, puesto que la primera se había celebrado el año 1991, poco después de la caída del muro de Berlín.

El tema central de la II Asamblea fue la esperanza. Se proponía así una palabra clave para interpretar la situación de Europa en el paso del milenio:  por un lado, está mirando al futuro en ese proyecto de construcción de la Unión europea y, por otro, se aprecian síntomas de falta de verdadero sentido y de esperanza para construir adecuadamente ese futuro.

Mas, al centrar los padres sinodales su reflexión en la esperanza, no lo hacían proponiendo una especie de vago sentimiento de ánimo que impulsa los proyectos humanos; ni tampoco determinando, sin más, unas metas más o menos utópicas para la construcción de la futura Europa. La esperanza que mostraban tiene nombre propio y se llama Jesucristo. Así lo decía el tema del Sínodo:  "Jesucristo, vivo en su Iglesia, y fuente de esperanza para Europa".

Este mismo es el contenido esencial de la Exhortación apostólica postsinodal "Ecclesia in Europa", que ha escrito el Santo Padre teniendo en cuenta las deliberaciones del Sínodo y las propuestas finales que los padres sinodales le presentaron. En efecto, hay una palabra que atraviesa toda la Exhortación:  "El evangelio de la esperanza"; y una clave de interpretación:  ese Evangelio de la esperanza es Jesucristo, como la buena noticia que la Iglesia puede aportar a los hombres y mujeres de Europa, para ser felices, y a la nueva Europa, que se pretende construir, para que tenga fundamento sólido.

Luces y sombras de la esperanza

El documento sigue un hilo conductor:  el libro del Apocalipsis como icono bíblico que ilustra nuestra realidad:  en la primitiva Iglesia, como ahora, la inserción de los cristianos en la historia, con sus interrogantes y dificultades, está iluminada por la victoria de Jesucristo resucitado:  la construcción de la ciudad terrena prescindiendo de Dios o contra él no tiene futuro digno del hombre.

Partiendo de esta convicción, se mira la realidad europea desde la perspectiva de la esperanza; se descubren algunos signos preocupantes, que son un reto para la acción pastoral de la Iglesia. Entre ellos cabe mencionar los siguientes: 

1) La pérdida de la memoria y de la herencia cristiana; esta actitud convertiría a los europeos en una especie de herederos que están a punto de despilfarrar el rico patrimonio recibido durante los siglos pasados.

2) El miedo a afrontar el futuro, que se manifiesta en el vacío interior, en la escasa natalidad, o en el miedo a asumir decisiones definitivas, como el compromiso matrimonial o la vocación consagrada.
 
3) Una generalizada fragmentación de la existencia, que tiene expresiones en el deterioro de la familia o los rebrotes de conflictos étnicos y actitudes racistas, con un cierto decaimiento de la solidaridad interpersonal.

4) Algunas ofertas de esperanzas intramundanas, como los paraísos de la ciencia, del consumismo o de búsquedas exotéricas de espiritualidad, no pueden saciar la imborrable nostalgia de esperanza que anida en el corazón humano.

Estos síntomas no brotan por generación espontánea, sino que tienen su raíz en una antropología sin Dios, que pretende convertirse en cultura dominante, dando la impresión de que la cultura europea sería una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente, que vive como si Dios no existiera.

Pero, junto a estas sombras, hay en Europa también signos positivos de esperanza: 

1) Por parte de la sociedad civil está la conciencia creciente de la unificación de Europa y de la comunidad de pueblos, a la vez que la sensibilidad hacia la defensa de los derechos humanos.

2) En el interior de la Iglesia se advierten muchas semillas y realidades esperanzadoras:  la libertad de la Iglesia recuperada en Europa del Este; el mayor empeño de la Iglesia por concentrarse en su misión espiritual; la conciencia de la responsabilidad de los bautizados; la mayor participación de la mujer; el testimonio de los santos y de los mártires; la vitalidad que sigue habiendo en las parroquias, en las organizaciones apostólicas y en los nuevos movimientos y comunidades eclesiales, así como el progreso en el camino del ecumenismo.

Cristo, la respuesta y la fuente de esperanza

Partiendo de estas realidades esperanzadoras, la Iglesia está convencida de que tiene un tesoro que ofrecer a Europa, en realidad su único tesoro y esperanza:  Jesucristo. Es la aportación específica y mejor que puede hacer para la construcción de Europa. Lo sabe por experiencia, ya que ella ha contribuido a configurar la identidad de Europa de una manera decisiva. Si los valores que han dado lugar a la cultura humanista de Europa tienen múltiples raíces, estas influencias han encontrado históricamente en el cristianismo la fuerza para armonizarlas, consolidarlas y promoverlas.

Es preciso reconocer que "Europa ha sido impregnada amplia y profundamente por el cristianismo". (...) "La fe cristiana ha plasmado la cultura del continente y se ha entrelazado indisolublemente con su historia" (n. 24). Son datos evidentes que la Iglesia en el pasado ha aportado a la construcción de Europa los misioneros, los monjes, creaciones culturales y artísticas o normas de derecho y ha promovido la dignidad de la persona humana como fuente de derechos inalienables, además de que, con su impulso misionero, ha difundido por el mundo los valores que han hecho universal la cultura europea (cf. n. 25). El Santo Padre no se cansa de recordarnos la herencia y raíces cristianas de nuestra cultura, como lo ha hecho recientemente en las visitas a España y a Croacia.
 
Pero Jesucristo no tiene que ver sólo con el pasado de Europa. La Iglesia está convencida de que puede dar una gran contribución a la construcción de la Europa de los valores y de los pueblos, no ofreciendo soluciones técnicas, sino fundamentos de valores y derechos en la dignidad del hombre como hijo de Dios; sentido para la vida de las personas y para los proyectos institucionales, ofreciendo el horizonte de la trascendencia y el destino de la vida eterna; ofrece también la Iglesia modelos y experiencia de convivencia, porque, siendo una, respeta la pluralidad y la riqueza de la diversidad. Cristo, presente en su Iglesia, se ofrece así como la esperanza para Europa.

Vivir y anunciar el Evangelio de la esperanza

¿Cómo será posible hacer este servicio y ofrecer esta esperanza?

Sólo si la Iglesia vive, anuncia, celebra y sirve al Evangelio de la esperanza. Estos cuatro enunciados constituyen el núcleo de la Exhortación.

En primer lugar, el Papa hace una llamada a los católicos de Europa para que vivamos más a fondo el Evangelio de la esperanza, es decir, para que nos convirtamos, para que, con expresión del Apocalipsis (cf. Ap 3, 2), despertemos y reavivemos lo que está a punto de morir. Detecta en el interior de la Iglesia de Europa algunos síntomas preocupantes de mundanización y connivencia con la lógica del mundo y hace una llamada a no perder la identidad cristiana, a recuperar la vida interior, a mantener la comunión, a superar temores, lentitudes, omisiones e infidelidades, y a continuar el camino del diálogo ecuménico.

Esta llamada a la revitalización cristiana se dirige a todos, con la convicción de que así saldrá beneficiada la misión y el servicio a Europa. Los sacerdotes aportarán esperanza, siendo transparencia de Cristo en una sociedad aquejada de horizontalismo, viviendo el celibato como una gracia y superando el cansancio y el desaliento. La vida consagrada puede hacer una aportación específica de esperanza a Europa con su testimonio de la primacía de Dios, su vivencia de la fraternidad, su atención a los marginados y su disponibilidad para la misión en otros continentes. No olvida el Papa hacer una llamada especial para cuidar la pastoral vocacional, ante la preocupante escasez de vocaciones, sobre todo en Europa occidental. Los laicos, por su parte, tienen una misión de servicio en la vida pública, continuando el ejemplo de aquellos cristianos a los que se ha llamado "padres de Europa", además del testimonio de servicio en la vida ordinaria y en las múltiples tareas del trabajo profesional. Particularmente a la mujer le toca un papel importante en la construcción de una sociedad donde se cuide la dimensión afectiva, la gratuidad, la acogida. "La Iglesia espera de las mujeres una aportación vivificadora para una nueva oleada de esperanza" (n. 42).

En segundo lugar la Exhortación se refiere a anunciar el Evangelio de la esperanza, a proclamar el misterio de Cristo. Hace notar que en Europa está creciendo el número de no bautizados y que hay "amplios sectores sociales y culturales en los que se necesita una verdadera y auténtica misión "ad gentes"". Para ellos se precisa el primer anuncio de la fe. A la vez, existen muchos bautizados alejados de la fe, contagiados de un humanismo inmanentista o con una interpretación secularista de la fe, que necesitan una nueva evangelización. Y, por supuesto, hace falta formar para una fe madura mediante una catequesis apropiada a los diversos itinerarios espirituales, que sea orgánica y sistemática. Todo ello se verá favorecido por la promoción de una buena teología. Especial atención merece la renovación de la pastoral juvenil, sabiendo que hay que dedicar tiempo de escucha, acompañamiento personal, propuesta de las exigencias evangélicas y el camino de la santidad fortalecidos por una vida sacramental intensa. El Papa recuerda el significado eclesial y la esperanza que suscitan los encuentros que ha tenido con los jóvenes en tantas partes.

En el camino de la evangelización cobra especial relieve el testimonio de la comunión eclesial, el diálogo ecuménico, al que el Papa califica como "imperativo irrenunciable" (n. 54), y también el diálogo con las otras religiones que tienen una presencia más significativa en Europa:  el judaísmo y el islamismo. El Papa espera que respecto al pueblo judío "florezca una nueva primavera en las relaciones recíprocas" (n. 56) y pide una correcta relación con el islam, que "debe llevarse a cabo con prudencia, con ideas claras sobres sus posibilidades y límites (...), conscientes de la notable diferencia entre la cultura europea, con profundas raíces cristianas, y el pensamiento musulmán" (n. 57).

Se refiere finalmente el Santo Padre a la necesidad de evangelizar la vida social. Hay que evangelizar la cultura e inculturar el Evangelio, recordando la fecundidad cultural del cristianismo en la historia de Europa. Y resalta el importante servicio de las escuelas católicas, de las universidades de la Iglesia y de la pastoral universitaria, además de las posibilidades evangelizadoras de los bienes culturales de la Iglesia. Exhorta también al diálogo con los artistas de hoy, para expresar la belleza, que es un "reflejo del Espíritu de Dios, un criptograma del misterio y una invitación a buscar el rostro de Dios hecho visible en Jesús de Nazaret" (n. 60). Asimismo, pide prestar particular atención a los medios de comunicación social, tanto a los propios de la Iglesia como a la presencia de profesionales católicos en los demás.

Acaba esta parte proponiendo el Evangelio como libro para la Europa de hoy y de siempre:  un libro a recibir, a gustar y a asimilar (cf. Ap 10, 8-10).

Celebrar y servir al Evangelio de la esperanza

En tercer lugar, la Exhortación habla de celebrar el Evangelio de la esperanza. Hace observar el sentido religioso que sigue habiendo en Europa hoy, con manifestaciones auténticas, como muchos grupos de oración, y otras manifestaciones que, aunque estén desencaminadas, manifiestan un deseo generallizado de espiritualidad que hay que saber encauzar. Como objetivos, se plantean:  ser una Iglesia orante y descubrir en las celebraciones litúrgicas el sentido del misterio y toda su hondura espiritual.

En las celebraciones de los sacramentos se advierten dos peligros:  que en algunos ambientes eclesiales se está perdiendo el sentido auténtico de los sacramentos y que muchas veces hay el riesgo de trivialización porque muchos piden los sacramentos sin una debida preparación. Presenta brevemente la centralidad de la Eucaristía, recordando algunos de los aspectos que trata más ampliamente la reciente encíclica Ecclesia de Eucharistia, como el aspecto sacrificial y la dimensión escatológica. Sobre el sacramento de la Reconciliación resalta que tiene un papel fundamental en la recuperación de la esperanza, porque el perdón posibilita un nuevo comienzo; y recuerda la doctrina sobre la necesidad de la confesión y de la absolución individual, además de la urgencia de formar moralmente las conciencias.

Insiste también en algo puesto de relieve en la carta apostólica Novo millennio ineunte:  la necesidad de una pastoral y pedagogía de la oración, que es "como el aire que respira el cristiano" (n. 78), cuidando sus múltiples expresiones, tanto comunitarias como personales, desde el culto eucarístico hasta el rezo del santo rosario.

Por último, exhorta a recuperar y defender el "día del Señor", que es un momento paradigmático del Evangelio de la esperanza, ya que "sin la dimensión de la fiesta, la esperanza no encontraría un hogar donde vivir" (n. 82).

En cuarto lugar se refiere el Papa a servir al Evangelio de la esperanza. Exhorta a entrar por el camino del amor, porque una Iglesia que vive la experiencia del amor de Dios ha de procurar que los hombres se encuentren con ese amor. De ahí nace el servicio de la caridad. De este modo y con el voluntariado cristiano bien identificado en su fe, la Iglesia contribuye a extender la "cultura de la solidaridad" con fundamento sólido.

En consecuencia, invita el Santo Padre a que la Iglesia dé nueva esperanza a los pobres, por el amor preferencial a ellos. Alude a varios aspectos concretos de servicio al hombre en la sociedad:  la atención al problema del desempleo, la pastoral de enfermos, la ecología. Y desarrolla con más amplitud tres grandes temas de especial importancia en Europa: 

1) El matrimonio y la familia, que es preciso defenderlos como institución, frente a propuestas y proyectos legales que desvirtúan su identidad. Para ello hay que mostrar su verdad y belleza, educar para el amor a los jóvenes y estar cercanos a las situaciones familiares difíciles.

2) Defender el evangelio de la vida frente a la escasa natalidad y las amenazas del aborto o de la eutanasia.

3) Ante el fenómeno creciente de las inmigraciones, fomentar una cultura de la acogida. Ello supone trabajar por un orden internacional más justo, idear formas de acogida inteligentes, reconocer los derechos de las personas, integrar a los inmigrantes en el tejido social y cultural europeo y ofrecer servicios de acogida y atención pastoral por parte de la Iglesia, teniendo en cuenta que muchos de ellos son católicos.

Finalmente recuerda el Papa la doctrina social de la Iglesia, como referencia para la calidad moral de la civilización y de la sociedad que se trata de construir. Y hace una llamada a que la Iglesia sea la Iglesia de las bienaventuranzas:  pobre, amiga de los pobres, constructora de la paz y defensora de la justicia.

Esperanza para una nueva Europa

El libro del Apocalipsis habla de una "nueva Jerusalén" y de que Dios hace "todo nuevo" (Ap 21, 2. 5). Esta novedad de Dios no es una utopía, sino una realidad ya presente en su Iglesia. Por eso, ante la construcción de una "nueva Europa", la Iglesia puede aportar su novedad.

Vuelve el Papa a recordar que el cristianismo está en el nacimiento de la cultura europea, que fue un factor primario de unidad entre los pueblos y que "ha dado forma a Europa acuñando en ella algunos valores fundamentales; la modernidad europea misma, que ha dado al mundo el ideal democrático y los derechos humanos, toma los propios valores de su herencia cristiana" (n. 108).

 Pero en estos momentos "en que refuerza y amplia su propia unión económica y política, parece sufrir una profunda crisis de valores; aunque dispone de mayores medios, da la impresión de carecer de impulso para construir un proyecto común y dar nuevamente razones de esperanza a sus ciudadanos" (ib.). El Papa afirma que "la unión no tendrá solidez si queda reducida sólo a la dimensión geográfica y económica, pues ha de consistir ante toda en una concordia sobre los valores, que se exprese en el derecho y en la vida" (n. 110).

Destaca también el papel que Europa puede desempeñar en la solidaridad y paz del mundo, explicando que "Europa debe querer decir apertura" (n. 111), que debe ser un continente abierto y acogedor, que no se puede encerrar en sí misma, sino estar abierta a la cooperación internacional, con iniciativas audaces, haciendo que la globalización sea en la solidaridad y de la solidaridad.

Alude al importante papel de las instituciones europeas para promover la unidad del continente y el servicio de las personas. Insiste en que un buen ordenamiento de la sociedad debe basarse en valores éticos y que esos valores están en primer lugar en los cuerpos sociales, entre los que están las Iglesias y otras organizaciones religiosas, a las que no se les puede considerar como meras entidades privadas.

Pide que en la futura Constitución europea figure la referencia al patrimonio religioso y particularmente cristiano, y que se reconozcan tres elementos complementarios:  el derecho de las Iglesias y comunidades religiosas a organizarse libremente; el respeto a la identidad específica de las confesiones religiosas; el respeto del estatuto jurídico del que ya gozan las Iglesias y las instituciones religiosas en virtud de las legislaciones de los Estados miembros de la Unión (cf. n. 114).

El Papa afirma que la relación de la Iglesia con Europa no es la de la vuelta a un Estado confesional, pero tampoco la de un laicismo o separación hostil, sino de sana cooperación. La contribución que la Iglesia puede dar a la construcción de Europa es la dimensión religiosa, según todo lo expuesto en los capítulos centrales de la Exhortación; ofrece también su modelo de unidad en la diversidad y aporta todo el trabajo de sus comunidades en un compromiso efectivo por humanizar la sociedad, además de sus organismos continentales de comunión eclesial, que también contribuyen a la unidad de Europa. También reconoce que la Europa que se construye como unión es un nuevo impulso en el camino de la unidad de la Iglesia.

Por último, Juan Pablo II insiste en que "Europa necesita un salto cualitativo en la toma de conciencia de su herencia espiritual" (n. 120) y, como ya hiciera en Santiago de Compostela el año 1982, vuelve ahora a pedir a Europa que reencuentre su verdadera identidad:  "Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces" (ib.). Y acaba diciéndole que "el Evangelio no está contra ti, sino a tu favor" (n. 121); que "en el Evangelio de Jesús encontrarás la esperanza firme y duradera a que aspiras" y que "el Evangelio de la esperanza no defrauda" (ib.).

Concluye la Exhortación mirando a María e invocando su protección sobre Europa, que está llena de santuarios marianos, que muestran la devoción a la Virgen extendida entre los pueblos europeos.

 

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