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HOMILÍA DEL CARD, AGOSTINO CASAROLI
DURANTE LA MISA DE SUFRAGIO POR PABLO VI
EN EL TERCER ANIVERSARIO DE SU MUERTE


Parroquia de Castelgandolfo
Jueves 6 de agosto de 1981

 

Para nosotros que conservamos muy vivo todavía el recuerdo del pontificado del Papa Pablo VI y para vosotros especialmente, que tantos años lo tuvisteis como ciudadano en cierto modo de Castelgandolfo durante los meses de verano, la festividad de la Transfiguración está ya inseparablemente vinculada al recuerdo de la tarde del 6 de agosto de 1978, cuando este gran servidor de la Iglesia y de la humanidad clausuró su vida terrena aquí. Y aquí permaneció todavía unos días, no desfigurado por la muerte, sino purificado —como oro en el crisol— por el largo sufrimiento, tan serena y fuertemente soportado que no causó molestias a nadie, y transfigurado realmente con la dulzura severa de su rostro ascético, compuesto y como absorto en la paz del sueño de Dios.

Un recuerdo al que no puede faltarle el eco de la tristeza humana que entonces nos invadió por la separación del Padre, pero que sigue cristianamente iluminado siempre por la luz del misterio que acompañó su fallecimiento.

El año pasado, la liturgia de la Transfiguración en sufragio del alma del Papa Pablo VI, fue celebrada en esta misma iglesia por su sucesor Juan Pablo II, tan querido ya para vosotros como para el mundo entero, y hoy más querido todavía para todos nosotros después del atentado que puso su vida en tan grave peligro y lo ha sometido a un calvario doloroso, gracias a Dios ya en camino de una conclusión, que la confianza de todos espera impacientemente y la oración unánime de masas inmensas de católicos y no católicos de todos los rincones de la tierra, pide con insistencia al Omnipotente.

En la imposibilidad en que se encuentra —pero confiamos que no sea ya por mucho tiempo— de estar entre vosotros, he acogido con sentimientos de verdadera gratitud la invitación que se me ha hecho amablemente de venir aquí esta tarde a recordar y orar con vosotros, mientras que junto con el antiguo acontecimiento y la enseñanza siempre actual del día radiante del Tabor, la Iglesia recuerda el tercer aniversario de la desaparición de un Papa cuyo nombre permanecerá indisolublemente unido a lo largo de los siglos, con el acontecimiento reciente del Concilio Ecuménico Vaticano II y sus enseñanzas.

He dicho con gratitud pues el Papa Pablo VI ha sido y sigue siendo, claro está, no menos querido para mí que para todos vosotros.

El año pasado fue él mismo quien nos habló. Pues entonces tuvimos la fortuna de escuchar la lectura de una meditación inédita, como si fuera su homilía póstuma, de profundidad espiritual nada común sobre el misterio de la muerte.

Me parece oportuno esta vez que en lugar de hablar de él, dejemos como resonar su voz también ahora entre nosotros recordando algunas de las múltiples enseñanzas que él impartió en los quince años de servicio pontifical, laborioso e infatigable. Y pienso en una de las más grandes y como característica e incluso vinculada a esta fecha; pues precisamente en la "fiesta de la Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo, 6 de agosto de 1964 fue cuando Pablo VI fechó su primera Encíclica, la Ecclesiam suam.

Los años transcurridos no han oscurecido, sino más bien esclarecido la luz doctrinal y pastoral de este documento que sin duda alguna podemos considerar programático del pontificado paulino.

Pero la parte de la Encíclica que a decir verdad impresionó más hondamente y todavía se recuerda más hoy, la referente al "diálogo" de la Iglesia con los demás y también dentro de la misma Iglesia, no se ha entendido rectamente siempre, y hoy se ignora o se aplica cansinamente, en algunos de sus aspectos, con un cansancio debido sobre todo a las dificultades que la misma Encíclica había ya previsto y hecho notar, y que el ejemplo del Sumo Pontífice Juan Pablo II enseña a afrontar con el coraje y la valentía de quien está convencido de poseer la fuerza de la verdad y la promesa de una presencia que acompañará a la Iglesia "siempre, hasta la consumación del mundo" (Mt 28, 20).

No quiero hablaros ahora del amor de Pablo VI a la Iglesia, a su Iglesia, esa Iglesia de que la Providencia lo hizo Cabeza y de la que fue servidor auténtico, humilde, valiente, enamorado y ardoroso. Es por lo demás conocido este aspecto de su figura y mucho podría decirse aún.

Permitidme sólo un breve recuerdo personal. La mañana del día siguiente a la vuelta de su primer viaje apostólico que lo había llevado a Tierra Santa del 4 al 6 de enero de 1964, y en el que había tenido el primer encuentro histórico con el Patriarca Ecuménico de Constantinopla, Atenágoras, el Papa me habló, entre otras cosas, de una pequeña cuestión que había surgido sobre el uso del título "Su Santidad", reservado celosamente hasta entonces por los católicos al Obispo de Roma y que la otra parte deseaba se usase oficialmente también para el Patriarca Ecuménico y para otras autoridades superiores de la Iglesia ortodoxa. El Papa, que sin dificultad había accedido a tal petición, me dijo: "Hay un título que nadie me discute y que es sin duda alguna el más hermoso de cuantos se me puedan dar: Servus servorum Dei!".

Y al igual que de la Iglesia, también de la humanidad entera, del mundo. Pablo VI se consideró y fue realmente servidor, servidor humilde pero lleno de valentía, ardiente de afecto.

Refiriéndose en su primera Encíclica al ejemplo de sus predecesores, y más concretamente a Juan XXIII, proclamaba su voluntad de "acercarnos al mundo en el que la Providencia nos ha destinado a vivir, con todo respeto, con toda solicitud, con todo amor, para comprenderlo y ofrecerle los dones de verdad y gracia, cuyos depositarios nos ha hecho Cristo, a fin de comunicarles nuestra herencia maravillosa de redención y esperanza".

Cercanía, reverencia, amor solícito, esfuerzo por comprender, éstas son las bases del "diálogo" con el mundo en que el Papa ve el "impulso interior de caridad" que está en la base de la misión de la Iglesia y tiende a "transformarse en don exterior de caridad".

Objetivo esencial es el de "hablar a los hombres de su destino transcendental" e indicarles el camino y medios de alcanzarlo; sin rechazar, antes bien deseando "razonar con ellos acerca de la verdad, la justicia, la libertad, el progreso, la concordia, la paz, la civilización".

Por tanto, el diálogo es medio de evangelización, o sea, de llevar a los hombres de nuestro tiempo la buena nueva que abre la puerta hacia la felicidad en la casa del Padre y que, al mismo tiempo, "no promete la felicidad terrena, sino que ofrece algo —su luz y su gracia— para conseguirla del mejor modo posible".

"Teóricamente hablando —escribe el Papa pensando sin duda en ciertas formas históricas en que tal teoría se ha plasmado en la historia bimilenaria de la Iglesia—, teóricamente hablando, la Iglesia podría proponerse reducir al mínimo tales relaciones suyas con el mundo tratando de liberarse de la sociedad profana; como podría también proponerse apartar los males que en ésta se encuentren, anatematizándolos y promoviendo cruzadas en contra... Pero nos parece que la relación entre la Iglesia y el mundo, sin cerrar el camino a otras formas legítimas, puede representarse mejor por un diálogo... adaptado a la índole del interlocutor y a las circunstancias existentes de hecho". "Esta forma de relación exige por parte del que la entabla un propósito de corrección, estima, simpatía y bondad; excluye la condenación apriorística, la polémica ofensiva y habitual, la vanidad de la conversación inútil".

Y la Encíclica enumera los caracteres deteste diálogo. Claridad, que impulsa a hablar con un lenguaje comprensible al interlocutor. Mansedumbre. "El diálogo no es orgulloso, no es hiriente ni ofensivo...; es pacífico, evita los modos violentos, es paciente, es generoso" (¿acaso no parece resonar aquí el eco del gran himno de San Pablo a la caridad? 1 Cor 13). Confianza. Prudencia pedagógica. Y en otro pasaje escribe: "Antes de hablar es necesario escuchar la palabra o, más aún, el corazón del hombre". "El clima del diálogo es la amistad".

"En el diálogo así puesto por obra —observa el Papa— se realiza la unión de la verdad y la caridad, de la inteligencia y el amor".

Verdad y caridad. Es el binomio que San Pablo proclamaba necesario: Veritatem facientes in caritate.

"La solicitud por acercarse a los hermanos no debe traducirse en una atenuación o disminución de la verdad. Nuestro diálogo no puede ser debilidad frente a los deberes con nuestra fe".

Por consiguiente, fidelidad nítida e indefectible a la verdad.

A la vez y no en contraposición sino en síntesis inseparable, amor al hombre, a todos los hombres en su dimensión eterna y también en la limitada, que es i esencial en su existencia terrena en la que forja con el presente, su porvenir ultraterreno.

"Todo cuanto es humano tiene que ver con nosotros. Estamos dispuestos... a acoger las exigencias profundas de sus necesidades fundamentales (de la humanidad), a aplaudir todas las afirmaciones nuevas y a veces sublimes de su genio". Estamos dispuestos asimismo "a descubrir en el íntimo espíritu del ateo moderno los motivos de su inquietud y su negación", con la esperanza de ayudarle en su tortura interna "a desembocar en aquella concepción de la realidad objetiva del universo cósmico que introduce de nuevo en el espíritu el sentido de la presencia divina y en los labios las palabras humildes y balbucientes de una feliz oración".

Llega un momento en que el Papa se ve como invadido por la duda de "si está dejándose llevar de la ebriedad de su misión". Y su hablar rebosa lirismo de hecho, dentro de la lucidez del razonamiento. 

Este lirismo mesurado y como temeroso de manifestarse demasiado que distinguía su oratoria.

Al invocar esta tarde la "paterna imagen querida y buena" del difunto Papa, le damos gracias por el don de su sabia palabra y le pedimos nos consiga su entusiasmo por las causas buenas de la Iglesia y de la humanidad; que obtenga para el mundo la capacidad y sabiduría de no sustituir el diálogo enseñado por él, con la violencia y el atropello; y la paz de la que era apasionado, con la división que lleva a la guerra.

Y junto con él oremos por su sucesor, el Papa Juan Pablo II, para que la recuperación rápida de la plenitud de las fuerzas le permita reanudar lo más pronto posible el diálogo confiado que ha entablado con fuerza desde el comienzo de su pontificado con toda suerte de autoridades y personas humildes, con muchedumbres ingentes, con la juventud que encuentra en él tanta escucha, tanta comprensión y respuesta tan cabal.

Dirijámosle en su habitación del Policlínico Gemelli nuestro recuerdo, mientras escuchamos las palabras que en mi persona ha dirigido él, sobre todo a los que estáis congregados en esta ceremonia piadosa de sufragio por el alma grande del Papa Pablo VI.

 

 

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