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VISITA DEL CARDENAL TARCISIO BERTONE A CUBA
CON OCASIÓN DEL X ANIVERSARIO DEL VIAJE DE JUAN PABLO II

HOMILÍA DURANTE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
CON OCASIÓN DEL X ANIVERSARIO DEL LA CREACIÓN
DE LA DIÓCESIS DE
GUANTÁNAMO-BARACOA

Plaza de Pedro Agustín Pérez, Guantánamo
Domingo 24 de febrero de 2008

 

Querido Señor Obispo de la Diócesis de Guantánamo-Baracoa,
hermanos en el Episcopado,
honorables Autoridades,
hermanos y hermanas en Cristo Jesús:

«Tengo los ojos puestos en el Señor, porque él me libra de todo peligro».

La antífona de entrada de la Misa del tercer domingo de Cuaresma nos ayuda a crear el clima adecuado para esta celebración eucarística, que es un cántico de acción de gracias al Señor. Siempre debemos darle gracias por todo, pero hoy se añade un motivo más y es la conmemoración del décimo aniversario de la histórica visita a Cuba del Siervo de Dios Juan Pablo II. Al mismo tiempo que evocamos las imágenes conmovedoras de aquella providencial peregrinación, resuenan en nuestro interior las palabras de la antífona: «Él me libra de todo peligro». Quien tiene siempre la mirada puesta en el Señor, quien se deja guiar por Él, quien lo reconoce como el fundamento más sólido de su propia existencia, experimenta la verdadera libertad del espíritu. Éste es el ejemplo que el inolvidable Juan Pablo II nos ha dejado por su testimonio de total consagración a Cristo y al Evangelio: sus ojos han estado siempre fijos en el Señor y por esto, desprendido de todo, ha gastado la vida por Él hasta el último día, hasta su último respiro.

En este clima de fiesta y de alegría espiritual quiero darles a todos las gracias por su acogida: sé que desde hace tiempo se han preparado con gran esmero para esta visita mía y soy consciente del trabajo que les ha costado. Gracias por todo a cada uno de Ustedes.

En primer lugar, y de modo especial, saludo y agradezco a Mons. Wilfredo Pino, su querido Pastor, la invitación que me ha dirigido para presidir esta liturgia y sus palabras de bienvenida. Saludo cordialmente a las Autoridades presentes y a todos Ustedes, queridos hermanos en el Señor.

Les traigo como regalo precioso la bendición y el recuerdo constante del Santo Padre Benedicto XVI, el cual está cerca de Ustedes con su cariño y oración. Él me ha encargado decirles que sigue y anima su camino de vida cristiana en esta querida Comunidad diocesana, animada por una gran vitalidad y pujanza evangelizadora; una Comunidad a la que las pruebas y los sufrimientos la han hecho todavía más solícita y firme en la fe. A este propósito, querido Señor Obispo, Usted ha puesto de relieve que de las diecinueve comunidades religiosas que había en su jurisdicción cuando Su Santidad Juan Pablo II erigió la Diócesis, se ha pasado en la actualidad a doscientas tres. Este hecho representa un gran signo de esperanza, no sólo para su tierra y para su Iglesia local, sino también para la Iglesia universal y para el mundo entero.

El entusiasmo con el que acogieron hace diez años al Papa Juan Pablo II ha sido como una semilla que, caída en la tierra, ha ido germinando poco a poco y ha dado vida a un gran árbol de abundantes frutos. Demos gracias al Señor.

Prosigan, queridos hermanos y hermanas, la estela trazada por los sacerdotes diocesanos y las comunidades religiosas, que aquí han desarrollado y desarrollan su misión evangelizadora. Juntos podrán dar testimonio de aquella esperanza que no decepciona, como afirma el apóstol Pablo en la segunda Lectura, "porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rm 5,5).

Su Santidad Benedicto XVI, en su reciente Encíclica Spe salvi nos recuerda que Dios es la esperanza que no defrauda. «Sólo Dios –escribe el Papa– es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza». Y añade: «Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar…, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es realmente vida»(n. 31).

Por tanto, sólo este amor, el amor de Dios, puede cambiar la vida de los hombres. Nuestro ser cristianos tiene origen justamente a partir de esta experiencia, como había subrayado ya el Santo Padre en su primera Encíclica Deus caritas est: «No se comienza a ser cristiano –ha escrito– por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (n. 1).

Queridos hermanos y hermanas, ¿no debería ser ésta la experiencia de todos los cristianos? Tanto en su vida personal como en la historia de cada comunidad el encuentro con Jesús es acontecimiento decisivo que cambia la vida. El relato evangélico nos habla hoy del encuentro de Jesús con la Samaritana en el pozo de Jacob, que transformó la escandalosa vida moral de esa mujer y que tuvo repercusiones en toda la aldea. Esta mujer, que fue a sacar agua para las tareas domésticas cotidianas, ve a Jesús cansado y sentado cerca del pozo. No sabe quién es, pero durante el coloquio sucede algo extraordinario en su corazón. Le sorprende que Jesús hable con ella, porque entre judíos y samaritanos no había buenas relaciones. Después, el diálogo se vuelve cada vez más profundo y misterioso. Ella había ido a sacar agua y oye hablar de un manantial extraordinario que brota hasta la vida eterna. Luego su interlocutor comienza a adentrarse en su alma: le habla de su vida personal, y la mujer se da cuenta de que está ante un gran profeta capaz de leer su corazón. La samaritana se llena de confianza, abre su alma y reconoce en Jesús al Mesías. Siente entonces la necesidad de comunicar a sus conciudadanos esa experiencia liberadora que la llena de alegría. Cuando éstos acuden, como señala el evangelista Juan, le dicen: «ya no creemos por lo que tú dices, nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo» (Jn 4,42).

En el episodio de la samaritana se ha visto justamente un paradigma del camino del hombre hacia Dios. Cuando el hombre acepta cuestionarse, cuando sale de sí mismo y se interroga sobre el sentido de la vida y se pone a la búsqueda de Dios, es el propio Dios quien sale a su encuentro, porque Él ha venido a nosotros en Cristo. Es un encuentro que supera siempre las propias expectativas y orienta hacia otras mayores y más duraderas. Fruto de este encuentro es la alegría y la paz del corazón. Entre quienes han seguido fielmente al Señor ¿hay alguno que haya quedado decepcionado, se haya ido triste o abatido? Recorramos la historia del cristianismo, recordemos la experiencia de los apóstoles, de los mártires y de los santos, la experiencia de tantos cristianos que en cada época, y también en nuestro tiempo, en la sencillez de su existencia, han encontrado en Cristo su plena realización.

Ciertamente, Jesús no promete una vida fácil, sin dificultades en esta tierra. Quien lo sigue sabe que tiene que afrontar muchas pruebas. Él, sin embargo, nos robustece con la fuerza de su amor, y su presencia hace que estemos siempre «alegres en la esperanza, firmes en la tribulación, asiduos en la oración» (Rm 12,12).

A este respecto, sé de los sufrimientos presentes en el corazón de muchos jóvenes y conozco también el dolor de los niños y adolescentes que han padecido la separación de sus progenitores y los ha obligado a crecer sin disfrutar de la unión de sus padres. Esto ha provocado en ellos a menudo un dramático desequilibrio afectivo, con nocivas consecuencias a largo plazo para el desarrollo armónico de la persona, al cual contribuye sin duda el afecto y la presencia complementaria de los padres en el mismo hogar.

Exhorto, por tanto, a cuidar cada vez mejor la preparación de los jóvenes al matrimonio e invito a los padres a no escatimar sacrificios para mantener unida la familia, siendo ejemplo de fidelidad matrimonial, buscando siempre el bien del cónyuge y no dejándose vencer por caprichos dañinos. Este ejemplo ayudará a los hijos y les mostrará que se pueden vencer las dificultades de la vida con el respeto mutuo, con el diálogo franco, con la oración en familia y con un amor sincero y profundo.

Queridos hermanos y hermanas confíen en Jesús, porque Él dirige su mirada amorosa hacia cada uno de nosotros. Confíen especialmente en Él Ustedes, queridos jóvenes.

Hoy hago mías las palabras que, en aquel histórico 23 enero de 1998, Juan Pablo II confiara a los jóvenes cubanos en Camagüey. «En su vida –afirmó– está pasando Cristo y les dice: "Síganme". No se cierren a su amor. No pasen de largo. Acojan su palabra. Cada uno ha recibido de Él un llamado. Él conoce el nombre de cada uno. Déjense guiar por Cristo en la búsqueda de lo que les puede ayudar a realizarse plenamente. Abran las puertas de su corazón y de su existencia a Jesús». Y, continuando, insistió con mayor fuerza: «Tengan la seguridad de que Dios no limita su juventud ni quiere para los jóvenes una vida desprovista de alegría. ¡Todo lo contrario! Su poder es un dinamismo que lleva al desarrollo de toda la persona: al desarrollo del cuerpo, de la mente, de la afectividad; al crecimiento de la fe; a la expansión del amor efectivo hacia Ustedes mismos, hacia el prójimo y hacia las realidades terrenales y espirituales» (Mensaje dirigido a los jóvenes cubanos, 23 de enero de 1998, n. 1-3).

Hace diez años el Papa Juan Pablo II lanzó este desafío a los jóvenes cubanos y los invitó a abrir el corazón a Cristo. Este reto sigue vigente. El vigor, la fuerza espiritual de muchas de sus comunidades cristianas que hoy admiramos provienen en buena medida del sí de aquellos jóvenes a Jesús y a su Evangelio. Hoy la Iglesia los necesita todavía más; sigan a Jesús sea lo que sea lo que les pida. Si les llama a seguirlo más de cerca en el ministerio sacerdotal y en las diversas formas de vida consagrada, respóndanle con prontitud y fidelidad; síganlo según los dones que el Espíritu Santo les concede en abundancia. Sean generosos con el Señor y Él no cesará en su generosidad.

Queridos hermanos y hermanas, permítanme que ahora me haga intérprete de la invitación que Su Santidad Benedicto XVI les reitera, haciéndose eco de lo que dijo su Predecesor. Sean constructores de una sociedad cada vez más solidaria y justa, donde reine un sincero espíritu de verdadera hermandad. Para ello, como sugiere el apóstol Pablo, es preciso que nos comprometamos a hacer siempre el bien a los demás, sin responder al mal con el mal (cf. Rm 12,16-21).

Colaboren "con todos y por el bien de todos", le gustaba decir a José Martí, el apóstol de la independencia de Cuba. El Papa desea que éste sea un período en el cual el pueblo cubano crezca unido y solidario gracias al diálogo paciente y perseverante, gracias a gestos de reconciliación y de pacificación que abarquen a todos los sectores de la sociedad. Sólo con el camino de la concordia y la comprensión se curan los corazones, y se sanan definitivamente las heridas provocadas por las tensiones del pasado.

La Iglesia no dejará de ofrecer su propia ayuda para esta acción pacificadora, haciéndose cada vez más la casa común de todos, especialmente de los pobres, de los enfermos, de los necesitados; una gran familia, en la cual cada uno tenga su sitio y desarrolle su propia vocación, al servicio del Señor y para bien de los hermanos.

Pienso ahora de modo particular en los graves daños causados en estos últimos tiempos por calamidades naturales. La experiencia de compartir, de caridad y de ayuda recíproca, que han tenido en tan dolorosa circunstancia, les ha permitido revivir lo que ocurrió en las primeras comunidades cristianas, dónde cada uno se mostraba solícito por las necesidades de los hermanos, atento a la hospitalidad y a la acogida.

Por último, en esta solemne celebración eucarística, no podemos dejar de dar gracias a Dios por la disponibilidad y el amor mostrados hacia esta tierra por muchos sacerdotes y religiosos de otros países. Esta Diócesis y toda Cuba está agradecida a cuántos han venido a esta gran isla como a la viña del Señor, para entregar su vida por el Reino de Cristo y su justicia. A estos nuestros hermanos y hermanas, muchos de los cuales viven y trabajan todavía entre Ustedes, y a los que ya fueron llamados por el Señor, dirigimos nuestro recuerdo agradecido, porque con su obra y su apostolado han contribuido a renovar y a edificar el nuevo pueblo cubano.

Que la Madre de Dios, bajo la advocación de la Virgen de la Caridad, que ha velado y custodiado su pasado, continúe acompañándoles y que su protección maternal sea garantía de esperanza para su futuro. Continuando nuestra celebración invoquémosla con confianza para que les ayude sobre todo a permanecer siempre fieles a Cristo, como lo fueron los Santos que han gastado su vida en esta tierra y que desde el Cielo interceden por ustedes, por sus comunidades cristianas y por toda la nación de Cuba.

 

 

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