DISCURSO DEL MONS. JEAN-LOUIS TAURAN, París, 14 de enero de 1993
1. Al firmar la Convención sobre la prohibición de las armas químicas y su destrucción, la Santa Sede no ha querido realizar únicamente un acto protocolario. Ha querido sobre todo, manifestar que no está todo permitido en el uso de la fuerza. Habiendo acompañado los trabajos de estos 24 años de negociación, se alegra con toda la comunidad internacional de que una Convención de este tipo ponga finalmente fuera de la ley las armas particularmente crueles e inhumanas. Los responsables de las naciones contribuyen hoy sin duda a alejar el espectro de una guerra química, tanto más inútil cuanto que este tipo de armas, en los teatros por naturaleza siempre limitados, no ha permitido ganar una guerra, sino que ha diezmado las poblaciones y provocado traumatismos de todo tipo con efectos a largo plazo. Es deseable que se llegue cuanto antes al mejoramiento en otros campos de la tecnología de la guerra, comprendido el campo nuclear. En efecto, se hace imperioso conjugar derechos y deberes de reciprocidad entre Estados sobre cuestiones que ponen en peligro poblaciones enteras, sin conculcar el derecho fundamental de todo Estado a la legítima defensa. 2. Mientras los combates infligen a poblaciones civiles indefensas sufrimientos injustificables en el corazón mismo de Europa, aquí en París —convertida estos días en capital de la paz—, la mayoría de los Estados del planeta se comprometen a someter sus arsenales químicos a verificaciones obligatorias y a destruirlas. Así, poco a poco, se ha abierto camino el concepto de «transparencia de armamentos». Ciertamente esto no quiere decir que el futuro esté asegurado: la paz no se ha alcanzado nunca. Esto no quiere decir tampoco que después de la firma de una Convención, todos respeten obligatoriamente y siempre los compromisos. Pero hay que esperar que la razón prevalezca finalmente sobre las pasiones y que las «leyes de la humanidad», para utilizar la expresión empleada por la Declaración de San Petersburgo de 1868 y la IV Convención de La Haya de 1907, terminen por imponerse. 3. La Santa Sede, por su parte, respetando su carácter específico de potencia soberana con objetivos esencialmente religiosos y morales, continuará animando y apoyando todos los esfuerzos que tiendan a consolidar la paz y a denunciar todas las agresiones contra la persona humana y su patrimonio. Permítame, señor presidente, hacer resonar aquí la palabra del Papa Juan Pablo II: «Es el hombre quien mata y no su espada» (Mensaje para la Jornada mundial de la Paz, 1 de enero de 1984). El no recurrir a las armas químicas depende finalmente del corazón del hombre y de su conciencia, y en particular de los que son responsables del destino de las naciones. La Convención de París contribuirá a hacer crecer la confianza. Actuemos de forma que se sienta siempre la urgencia de hallar otros medios antes que el uso de las armas para arreglar las diferencias entre los hombres y entre las sociedades. *L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n.4 p.4.
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